Ese instante permaneció congelado como si nosotros dos, y todos aquellos que nos rodeaban, fuésemos parte de un cuadro. En medio de la nube de rústicos con sus atuendos de colores chillones y sus bultos, Agia permaneció con la cabeza levantada y yo con los ojos muy abiertos. Después me moví, pero ella ya se había ido. Si hubiera podido, habría corrido hacia ella; pero no pude más que abrirme paso a empujones entre los que miraban, y tal vez tardé cien latidos de corazón en alcanzar el punto donde ella había estado.
Para entonces ella había desaparecido completamente, y la muchedumbre se arremolinaba y alternaba como el agua bajo la proa de un barco. Se habían llevado a Barnoch, que se quejaba del sol. Cogí a un minero del hombro y le pregunté algo a gritos, pero él no se habían percatado de la joven que había estado junto a él y no tenía ni idea de a dónde podía haber ido. Seguí a la turba que iba detrás del prisionero hasta que estuve seguro de que ella no se encontraba allí; después, como no se me ocurría nada mejor, comencé a buscar por la feria, mirando en el interior de tiendas y casetas y preguntando a las campesinas que habían venido a vender un fragante pan de cardamomo y a los vendedores de carne caliente.
Mientras esto escribo, rizando pacientemente el hilo de tinta bermellón de la Casa Absoluta, todo parece tranquilo y metódico. Nada más alejado de la verdad. En aquel momento yo jadeaba y sudaba, preguntaba a gritos y apenas me detenía a obtener una respuesta. Como si lo hubiera visto en sueños, el rostro de Agia flotaba en mi imaginación; rostro ancho, de mejillas planas y barbilla delicadamente redondeada, piel morena y pecosa y ojos alargados, risueños y burlones. No podía imaginar por qué había venido. Sólo sabía que lo había hecho, y que al verla un instante se había avivado la angustia con que yo recordaba su lamento.
—¿Has visto una mujer alta, de pelo castaño? —Esta pregunta la repetí una y otra vez, como aquel contendiente que se hartó de repetir «Cádroe de las Diecisiete Piedras» hasta que la frase quedó tan vacía de significado como un canto de cigarra.
—Sí. Todas las campesinas que venimos aquí.
—¿Sabes cómo la llaman?
—¿Una mujer? ¡Claro que puedo conseguirte una mujer!
—¿Dónde la perdiste? No te preocupes, pronto volverás a encontrarla. La feria no es bastante grande como para que alguien se pierda por mucho tiempo. ¿No concertasteis un lugar para encontraron. Toma un poco de té, pareces muy cansado.
Busqué una moneda en el bolsillo.
—No tienes por qué pagar, yo ya vendo bastante. Bueno, si insistes. No es más que un aes. Aquí.
La vieja revolvió en el bolsillo de su delantal y sacó un montón de moneditas. De la tetera vertió el líquido hirviendo en una taza de barro y me ofreció una paja de metal tenuemente plateado que yo rechacé.
—Está limpia. La lavo cada vez que la utilizan.
—No estoy acostumbrado.
—Entonces ten cuidado al sorber. Estará muy caliente. ¿Has mirado en el lugar del juicio? Allí habrá mucha gente.
—¿Donde está el ganado? Sí. —El té era de mate, especiado y un poco amargo.
—¿Sabe ella que la buscas?
—No lo creo, y aunque me hubiera visto, no me habría reconocido. No… no voy vestido como acostumbro.
La vieja resopló y volvió a meterse bajo el pañuelo de la cabeza un extraviado mechón de cabello canoso.
—¿En la feria de Saltus? Por supuesto que no. En una feria todo el mundo se pone lo mejor, y cualquier muchacha con conocimiento lo sabría. ¿Y junto al agua? Allí donde tienen encadenado al prisionero.
Negué con la cabeza.
—Parece que ha desaparecido.
—Pero tú no desesperas. Es fácil saberlo por el modo con que miras a quienes pasan, en lugar de mirarme a mí. Bueno, mejor para ti. Todavía la encontrarás, aunque cuentan que últimamente están pasando todo tipo de cosas extrañas. Han cogido a un hombre verde, ¿lo sabes? Allí, donde ves la tienda. Dicen que los hombres verdes lo saben todo, si consigues hacerles hablar. Además está lo de la catedral. Supongo que has oído hablar de eso.
—¿La catedral?
—He oído decir que no era lo que la gente de la ciudad llama una verdadera catedral. Ya sé que eres de la ciudad por la manera en que tomas el té, pero es la única catedral que hemos visto los que somos de alrededor de Saltus, y era muy bonita, con lámparas que colgaban y ventanas en los laterales de sedas de colores. Yo, personalmente, no soy creyente, y pienso que si el Pancreador no se preocupa por mí, yo no voy a preocuparme por él, ¿por qué voy a hacerlo? De todas formas, es una vergüenza lo que hicieron, si es lo que dicen. Le prendieron fuego, ¿sabes?
—¿Estás hablando de la Catedral de las Peregrinas?
La vieja movió la cabeza con aire de enterada.
—Eso es, tú lo has dicho. Estás cometiendo el mismo error que ellos. No era la Catedral de las Peregrinas, sino la Catedral de la Garra, por lo que no les correspondía a ellas quemarla.
Dije para mí: —Volvieron a encender el fuego.
—¿Perdón? —La vieja se llevó la mano a la oreja.— No te he oído.
—He dicho que la quemaron. Deben de haber prendido fuego al piso de paja.
—También yo oí eso. Se apartaron y contemplaron cómo ardía. La catedral subió a las Praderas Infinitas del Sol Nuevo, ¿lo sabes?
Al otro lado de la calleja un hombre empezó a tocar el tambor. Cuando paró, dije: —Sé que algunos dicen que la vieron subir por el aire.
—Pues claro que subió. Cuando mi nieto político se enteró, estuvo medio día muy impresionado. Después, con una pasta y papel confeccionó una especie de sombrero, lo sostuvo encima de mi estufa y empezó a subir, y entonces pensó que no era nada que la catedral hubiera subido, ningún milagro. ¿Ves lo que es la estupidez? Nunca se le ocurrió que la razón de que las cosas fueran hechas así fue para que la catedral se levantara exactamente como lo hizo. Es incapaz de percibir la Mano de la naturaleza.
—¿Él no la vio personalmente? —pregunté—. La catedral, quiero decir.
La mujer no entendió.
—Oh, la ha visto una docena de veces cuando estuvieron aquí.
El canto del tamborilero, parecido al que yo había oído de boca del doctor Talos, aunque más tosco y desprovisto de la maliciosa inteligencia del doctor, se interpuso en nuestra charla.
—¡Lo conoce todo y a todos! ¡Verde como la grosella espinosa! ¡Vedlo por vosotros!
(El tambor llamaba con insistencia: ¡BUM, BUM, BUM!)
—¿Crees que el hombre verde sabrá dónde se encuentra Agia?
La vieja sonrió.
—¿De modo que así se llama? Ahora lo sabré si alguien la nombra. Sí, tal vez lo sepa. Tienes dinero. ¿Por qué no pruebas?
—Sí, ¿por qué no? —me pregunté.
—¡Traído de las junglas del Norte! ¡Nunca come! ¡Igual que arbustos y yerbas! — ¡BUM, BUM!— ¡El futuro y el pasado remotos le son conocidos!
Cuando vio que me acercaba a la puerta de la tienda, el tamborilero cesó de clamar.
—Sólo un aes por verlo, dos por hablar con él y tres por estar a solas con él.
—¿A solas por cuánto tiempo? —le pregunté sacando tres aes de cobre. Una astuta sonrisa se dibujó en el rostro del tamborilero.
—Por el tiempo que tú quieras. —Le di el dinero y entré.
Estaba claro que no creía que mi intención era quedarme mucho tiempo, y yo me preparé para algo hediondo o igualmente desagradable. Pero lo único que había era una ligera fragancia a preparado de heno. En el centro de la tienda, en medio de un haz de luz solar salpicado de motas de polvo que penetraba por una abertura practicada en el techo de lona, se encontraba encadenado un hombre del color del jade pálido. Llevaba una falda de hojas que estaban marchitándose, a su lado había un pote de barro con agua clara hasta el borde.
Estuvimos un momento en silencio. Me quedé mirándolo. Él estaba sentado y observaba el suelo.
—No es ninguna pintura —dije—, ni creo que sea tinte. Y no tienes más pelo que el hombre que vi sacar a rastras de la casa tapiada.
Levantó la vista para mirarme y después volvió a bajarla. Incluso el blanco de sus ojos tenía un matiz verdoso. Intenté hacerle hablar.
—Si eres realmente vegetal, me parece que tu cabello tendría que ser de hierba.
—No. —Tenía una voz suave y sólo porque era grave no parecía enteramente femenina.
—Entonces, ¿eres un vegetal, una planta parlante?
—No eres un hombre del campo.
—Partí de Nessus hace unos días.
—Has recibido cierta educación.
Pensé en el maestro Palaemón y también en el maestro Malrubius y en mi pobre Thecla y me encogí de hombros.
—Sé leer y escribir.
—Pero no sabes de mí. No soy un vegetal parlante, tendrías que darte cuenta. Incluso si una planta siguiera el único de los muchos millones de caminos evolutivos que conducen a la inteligencia, es imposible que reprodujera la forma de un ser humano en madera y hojas.
—Lo mismo podría decirse de las piedras y, sin embargo, existen las estatuas.
Aunque todo él emanaba desconsuelo (y su rostro era con mucho más triste que el de mi amigo Jonas), algo torció hacia arriba las comisuras de sus labios.
—Eso está bien argumentado. No tienes formación científica, pero te han enseñado mejor de lo que crees.
—Al contrario, toda mi formación ha sido científica, aunque no ha tenido nada que ver con estas especulaciones fantásticas. ¿Quién eres?
—Un gran vidente, un gran mentiroso, como todo hombre cuyo pie está en una trampa.
—Si me dices quién eres, me comprometo a ayudarte.
Me miró, y fue como si una hierba alta hubiera abierto los ojos y adquirido un rostro humano.
—Te creo —dijo—. ¿Cómo es que tú, entre los cientos que acuden a esta tienda, conoces la piedad?
—No sé nada de piedad, pero me han enseñado respeto por la justicia y tengo buenas relaciones con el alcalde de esta villa. Un hombre, aunque verde, sigue siendo un hombre, y si es un esclavo, el amo ha de demostrar cómo alcanzó esa condición y cómo llegó a comprarlo.
El hombre verde dijo:
—Quizá cometa una tontería si pongo mi confianza en ti, pero lo haré. Soy un hombre libre y vengo de vuestro propio futuro para explorar vuestra época.
—Eso es imposible.
—El color verde que tanto os intriga no es más que eso que llamáis cieno de charcos. Lo hemos alterado hasta conseguir que pueda vivir en nuestra sangre, y gracias a su intervención hemos podido por fin conseguir la paz en nuestra larga lucha con el sol. Las plantas minúsculas viven y mueren en nosotros y nuestros cuerpos se alimentan de ellas y de sus muertos y no requieren más nutrición. Hemos acabado con el hambre y con todas las labores agrícolas.
—Pero necesitáis la luz del sol.
—Sí —dijo el hombre verde—. Y aquí no tengo bastante. El día brilla más en mi época.
Esa sencilla observación me intrigó como nada lo había hecho desde que atisbé por primera vez la capilla desprovista de tejado del Patio Roto en nuestra Ciudadela.
—Así, pues, el Sol Nuevo se acerca, como se profetizó —dije—, y en verdad hay una segunda vida para Urth, si lo que tú dices es cierto.
El hombre verde echó hacia atrás la cabeza y rió. Más tarde yo había de oír el ruido que hace el alzabo al recorrer las mesetas de las tierras altas azotadas por la nieve; su carcajada es horrible, pero más terrible era la del hombre verde, y me aparté de él.
—No eres un ser humano —dije—. No ahora, si es que alguna vez lo fuiste.
Volvió a reír.
—Y pensar que tenía esperanzas en ti. Pobre de mí. Creí que me había resignado a morir aquí entre gentes que no son más que polvo andante; pero al destello más tenue, toda mi resignación se me fue. Soy verdaderamente un hombre, amigo. Tú no lo eres, y yo habré muerto en unos meses.
Recordé las criaturas de su especie. Con qué frecuencia había yo contemplado los helados tallos de las flores de estío empujados por el viento contra los laterales de los mausoleos de nuestra necrópolis.
—Te comprendo. Van a llegar los cálidos días de sol, pero cuando se hayan ido tú desaparecerás con ellos. Produce semillas mientras puedas.
Se tranquilizó.
—Tú no me crees, ni siquiera entiendes que soy un hombre como tú, y sin embargo te apiadas de mí. Quizá tengas razón y para nosotros haya llegado un sol nuevo, y por eso lo hemos olvidado. Si consigo regresar a mi propia época hablaré allí de ti.
—Si realmente eres del futuro, ¿por qué no puedes seguir hacia tu hogar y de ese modo huir?
—Porque, como ves, estoy encadenado. —Enseñó la pierna de modo que yo pudiera examinar el grillete que le atenazaba el tobillo. La carne de berilo en torno a él estaba hinchada, como la madera de un árbol que ha crecido a través de un anillo de hierro.
La entrada de lona de la tienda se abrió y el tamborilero asomó la cabeza.
—¿Sigues ahí? Tengo más gente fuera. —Echó una mirada expresiva al hombre verde y se retiró.
—Quiere decir que debo echarte o cerrará la abertura por la que me llega la luz del sol. A quienes pagan para verme los despidos prediciéndoles el futuro, así que te predeciré el tuyo Ahora ere joven y fuerte. Pero antes de que este mundo haya girado otras diez veces en torno al sol serás menos fuerte y nunca volverás a recobrar la fuerza que tienes ahora. Si crías hijos, engendrarás enemigos contra ti mismo. Si…
—¡Basta! —dije—. Lo que me estás diciendo no es más que el destino de todos los hombres. Contéstame verazmente a una pregunta y me iré. Estoy buscando a una mujer llamada Agia. ¿Dónde puedo encontrarla?
Por un instante los ojos le rotaron hacia arriba hasta que sólo un estrecho creciente de verde pálido asomó bajo los párpados. Tuvo un ligero estremecimiento; se incorporó y extendió los brazos, desplegando los dedos como ramitas. Lentamente, dijo: —Sobre tierra.
El estremecimiento cesó y volvió a sentarse, más viejo y pálido que antes.
—Entonces eres un impostor —le dije, y di media vuelta—. Y yo fui un ingenuo al creer en ti, aun tan poco.
—No —susurró el hombre verde—. Escucha. Has venido, y he repasado todo tu futuro. Algunas partes permanecen conmigo, por nebulosas que sean. Sólo te dije la verdad, y si ciertamente eres amigo del alcalde de este sitio, te diré algo más que puedes contarle, algo que he sabido por las preguntas de quienes vienen a hacerme preguntas. Gente armada intenta liberar a un hombre llamado Barnoch.
Cogí de mi esquero la piedra de afilar, la partí sobre la estaca de la cadena y le di la mitad. Por un momento no comprendió lo que tenía en la mano. Después vi que poco a poco lo iba sabiendo, pues pareció ir desplegándose en su gran alegría, como si ya se encontrara tomando el sol a la luz más luminosa de su propio tiempo.