La casa del bandido no se distinguía en nada de las demás casas de la villa. Era de piedra de las minas, tenía un solo piso y el tejado era plano y de aspecto sólido, hecho de lajas del mismo material. La puerta y la única ventana que yo veía desde la calle habían sido toscamente tapiadas. Un centenar de asistentes a la feria se encontraba ante la casa, charlando y señalando; pero de dentro no venía ningún ruido, ni de la chimenea salía humo.
—¿Es corriente hacer esto por aquí? —pregunté a Jonas.
—Es tradición. ¿No has oído decir que «una leyenda, una mentira y una probabilidad hacen una tradición»?
—Me parece que sería bastante fácil salir. Podría abrirse paso por la ventana o por la pared misma de noche, o bien cavar un pasadizo. Es claro que si cabía esperar esto (y no hay razón para lo contrario si esto es corriente y si realmente él espiaba para Vodalus) podía haberse procurado herramientas y algo de comer y beber.
Jonas negó con la cabeza.
—Antes de tapiar las aberturas recorren la casa y se llevan alimentos, herramientas, luces y cuanto encuentran de valor.
Una voz resonante dijo: —Lo hacemos porque tenemos sentido común, y eso nos enorgullece. —Era el alcalde, que se nos había acercado por detrás sin que nos hubiéramos percatado de su presencia entre la multitud. Le dimos los buenos días y él nos correspondió. Era de constitución sólida y cuadrada, y lo abierto de su cara lo estropeaba un no sé qué de demasiado astuto en sus ojos.— Creí haberle reconocido, maestro Severian, con o sin ropas brillantes. Parecen nuevas, ¿no? Si no está satisfecho, dígamelo. Tratamos de que los comerciantes que acuden a nuestras ferias sean honestos. Las cosas, bien hechas. Si quienquiera que sea no se las hace correctamente, lo echaremos al río, puede estar seguro. Una o dos zambullidas al año curan a los demás de una confianza excesiva.
Hizo una pausa para retirarse un poco y examinarme más atentamente, haciendo gestos de asentimiento como si estuviera muy impresionado.
—Le sientan bien. He de admitir que tiene buen porte. Y también un rostro agraciado, salvo quizás una palidez un poco excesiva que nuestro clima norteño pronto arreglará. En todo caso, le sientan bien y parecen adecuadas. Si le preguntan dónde las consiguió, diga que en la Feria de Saltus. Eso no le perjudicará.
Le prometí hacerlo, aunque me preocupaba más la seguridad de Terminus Est, que había dejado escondida en nuestra habitación de la posada, que mi propio aspecto o lo duradero del atuendo profano que había adquirido a un ropavejero.
—Supongo que usted y su ayudante han venido a vernos sacar a ese bribón, ¿no? Empezaremos en cuanto Mesmin y Sebald vengan con el poste. Un ariete es el nombre que le dimos cuando hicimos saber lo que se pretendía, pero me temo que se va a quedar en un tronco de árbol, y no precisamente grande, pues si no la villa tendría que pagar demasiados hombres para manejarlo. Pero servirá. No creo que haya oído hablar del caso que se nos presentó hace dieciocho años, ¿verdad?
Jonas y yo negamos con la cabeza.
El alcalde sacó pecho, como hacen los políticos cuando encuentran la oportunidad de poder decir más de dos frases.
—Me acuerdo bastante bien, aunque sólo era una moza. He olvidado su nombre, pero la llamábamos Madre Pirexia. Le pusieron piedras, igual que ve usted aquí, pues casi siempre son los mismos quienes lo hacen, y lo hicieron del mismo modo. Pero fue el final del verano anterior, para la recolección de la manzana, y de eso me acuerdo muy bien porque la gente bebía sidra recién hecha y yo miraba con una manzana fresca en la mano.
»Cuando al año siguiente creció el trigo, alguien quiso comprar la casa. Los inmuebles pasan a ser propiedad del municipio, ¿sabe? De ese modo financiamos los trabajos, y quienes los llevan a cabo se reparten lo que encuentran y el municipio se apropia de la casa y del terreno.
»En pocas palabras, hicimos un ariete y rompimos adecuadamente la puerta, pensando en barrer los huesos de la vieja y entregar la casa al nuevo propietario. —El alcalde hizo una pausa y rió, echando hacia atrás la cabeza. En esa risa había algo de fantasmal, tal vez sólo porque al mezclarse con el ruido de la muchedumbre parecía silenciosa.
Pregunté: —¿No estaba muerta?
—Depende de lo que quiera decir con eso. Pero una mujer que permanece tapiada en la oscuridad el tiempo suficiente puede convertirse en algo muy extraño, igual que las cosas extrañas que se ven en la madera podrida allá entre los grandes árboles. Aquí en Saltos la mayoría somos mineros y, aunque acostumbrados a encontrar cosas bajo tierra, entonces salimos corriendo y volvimos con antorchas. A aquello no le gustaba la luz, ni tampoco el fuego.
Jonas me tocó en el hombro y me indicó un remolino en la multitud. Un grupo de hombres decididos se abría paso calle abajo. Ninguno tenía casco ni armadura; algunos llevaban piletes de cabeza estrecha y el resto blandía estacas forradas de latón. Me recordaron vivamente a los guardias voluntarios que hace tanto tiempo nos permitieron entrar en la necrópolis a mí y a Drotte, Roche y Eata. Tras estos hombres armados había otros cuatro que llevaban el tronco de árbol del que había hablado el alcalde, un tosco leño de unos dos palmos de diámetro y seis codos de largo.
La multitud los acogió con el aliento contenido, y luego siguieron conversaciones en voz alta y algunos gritos de ánimo. El alcalde nos dejó para hacerse cargo de la situación, ordenando a los de las estacas que despejaran un espacio en torno a la puerta de la casa tapiada. Jonas y yo empujamos para poder ver mejor y que la muchedumbre nos abriera paso.
Supuse que cuando los rompedores estuvieran colocados procederían sin ceremonias, pero no había contado con el alcalde. En el último momento éste subió al umbral de la casa tapiada, movió el sombrero al aire para pedir silencio y se dirigió a la multitud.
—¡Bienvenidos, visitantes y conciudadanos! En lo que lleva respirar tres veces nos veréis desmoronar esta barrera y sacar de ahí al bandido Barnoch. Y eso tanto si está muerto como vivo, y tenemos buenas razones para creer esto último, pues no lleva tanto tiempo ahí dentro. Ya sabéis lo que ha hecho. Ha colaborado con los cultellarii del traidor Vodalus pasándoles información de las llegadas y salidas de quienes podrían convertirse en sus víctimas. Todos estáis pensando ahora, ¡y con razón!, que ese vil delito no merece clemencia. ¡Sí, digo yo! ¡Sí, decimos todos! Por culpa de este Barnoch cientos, tal vez miles de personas, yacen en tumbas anónimas, y cientos, tal vez miles de personas, han tenido una suerte mucho peor.
»Sin embargo, antes de que caigan estas piedras, os pido que reflexionéis un momento. Vodalus ha perdido un espía y estará buscando un reemplazante. En la quietud de cualquier noche, creo que no muy lejana, un extranjero se acercará a alguno de vosotros. Seguro que será hábil con la palabra…
—¡Igual que tú! —gritó alguien, provocando una risa generalizada.
—Más que yo. No soy más que un rudo minero, como muchos sabéis. Debí decir que su palabra será suave y persuasiva, y tendrá quizás algún dinero. Antes de que cedáis a él, quiero que recordéis la casa de Barnoch tal como está ahora, con esos sillares tapiando la puerta. Pensad en vuestras casas sin puertas ni ventanas y con vosotros dentro.
»Y después pensad en lo que vais a ver hacer con Barnoch cuando lo saquemos. ¡Porque os digo, sobre todo a vosotros, los forasteros, que lo que vais a ver aquí no es más que el comienzo de lo que veréis en nuestra feria de Saltus! ¡Para los acontecimientos de los próximos días hemos recurrido a uno de los mejores profesionales de Nessus! Asistiréis a la ejecución, por el procedimiento oficial, de por lo menos dos personas: se les cortará la cabeza de un solo tajo. Una de ellas es una mujer, así que utilizaremos la silla. Eso es algo que muchos que alardean de maneras refinadas y de educación cosmopolita no han visto nunca. ¡Y también veréis cómo este hombre —y, haciendo una pausa, el alcalde golpeó con la palma de la mano las piedras de la puerta que el sol iluminaba—, este Barnoch, es llevado a la Muerte de manos de un experto! Puede que él ya haya practicado algún tipo de pequeño agujero en la pared. Es frecuente que lo hagan, y si es así podrá oírme.
Levantó la voz para gritar.
—¡Si puedes, Barnoch, córtate ahora el pescuezo. Porque si no lo haces, vas a desear haber muerto de hambre hace tiempo!
Por un momento nadie dijo nada. Me angustiaba pensar que pronto tendría que practicar el Arte con un seguidor de Vodalus. El alcalde levantó el brazo por encima de la cabeza y después lo bajó poniendo énfasis en el gesto.
—¡Muy bien, muchachos, todos a una!
Los cuatro que habían traído el ariete contaron uno, dos y tres en voz baja como si lo hubieran acordado previamente y corrieron hacia la puerta tapiada, perdiendo algo de ímpetu cuando los dos de delante subieron al umbral. El ariete golpeó las piedras con un fuerte ruido sordo, pero sin más resultado.
—Muy bien, muchachos —repitió el alcalde—. Probemos de nuevo. Que vean qué clase de hombres viven en Saltus.
Los cuatro volvieron por segunda vez a la carga. En esta ocasión los de delante salvaron más hábilmente el umbral; las piedras que taponaban la puerta parecieron estremecerse con el impacto, y de la argamasa se desprendió un polvo fino. De la multitud surgió un voluntario, un tipo corpulento de negra barba, que se unió a los cuatro, y los cinco volvieron a cargar; el golpe del ariete no hizo mucho más ruido, pero lo acompañó un crujido como de huesos que se rompen.
—Una vez más —dijo el alcalde.
Tenía razón. El siguiente impacto mandó al interior de la casa la piedra golpeada y abrió un agujero como la cabeza de un hombre. Después ya no hubo que molestarse en tomar impulso; los hombres del ariete lo manejaron en vaivén para derribar las demás piedras hasta que la apertura bastó para que un hombre pudiera entrar.
Alguien en quien antes no había reparado había traído antorchas, y un muchacho corrió a una casa próxima a encenderlas en el fuego de la cocina. Los hombres de los piletes y las estacas las cogieron de manos de él. Con más arrojo del que yo hubiera atribuido a esos ojos astutos, el alcalde sacó de su camisa una pequeña porra y fue el primero en entrar. Los espectadores nos agolpamos detrás de los hombres armados, y como nos encontrábamos en primera fila, Jonas y yo alcanzamos la apertura casi en seguida.
El ambiente era pestilente, mucho peor de lo que yo había previsto. Había muebles rotos por doquier, como si Barnoch hubiera cerrado con llave sus armarios y cofres cuando llegaron los encargados de cegar la casa y éstos los hubieran destrozado para llevarse lo que había dentro. Sobre una mesa desvencijada vi cera en forma de gotas, restos de una vela que había ardido hasta la madera. Detrás de mí, la gente empujaba para avanzar y yo, sorprendentemente, me encontré empujando hacia atrás.
Al fondo de la casa hubo una conmoción: pasos apresurados y confusos, un grito y, por fin, un lamento penetrante e inhumano.
—¡Ya lo tienen! —gritó alguien detrás de mí, y oí cómo la noticia pasaba a quienes estaban en el exterior.
Un hombre entrado en carnes, tal vez un pequeño propietario, vino corriendo de la oscuridad con una antorcha en una mano y un palo en la otra.
—¡Apartaos! ¡Atrás, todos! ¡Ya lo traen!
No sé qué había esperado ver… Tal vez una sucia criatura con el pelo enmarañado. En vez de eso salió un fantasma. Barnoch había sido alto; todavía lo era, pero ya encorvado y muy delgado, y con la piel tan pálida que parecía relucirle como madera podrida. No tenía pelo, cabello ni barba. Esa tarde sus guardianes me contaron que había adquirido el hábito de arrancarse los pelos. Lo peor eran sus ojos: protuberantes, ciegos en apariencia y oscuros como el negro absceso de su boca. Me aparté de él mientras hablaba, pero supe que la voz le pertenecía.
—Seré libre —decía la voz—. ¡Vodalus! ¡Vodalus acudirá!
Cuánto deseé entonces que jamás se me hubiera hecho prisionero, pues su voz trajo de nuevo hasta mí todos aquellos días sin aire mientras yo esperaba en la mazmorra bajo nuestra Torre Matachina. También yo había soñado con ser rescatado por Vodalus y con una revolución que barriera el hedor y degeneración bestiales de la era presente y restaurara la elevada y brillante cultura que antaño poseyó Urth.
Pero yo no fui salvado ni por Vodalus ni por su fantasmagórico ejército, sino merced a la intervención del maestro Palaemón (y sin duda de Drotte y de Roche y de otros cuantos amigos), que había convencido a los hermanos de que sería demasiado arriesgado matarme y demasiado desafortunado hacerme comparecer ante un tribunal.
Barnoch no sería salvado. Yo, que debía ser su compañero, habría de quemarlo, de descoyuntarlo en la rueda, y por último, cortarle la cabeza. Traté de decirme que quizás había actuado movido por el dinero; pero entonces un objeto metálico, sin duda el cabo de acero de un pilete, golpeó una piedra y me pareció oír el tintineo de la moneda que Vodalus me había dado, el tintineo que produjo cuando la dejé caer en el hueco bajo la piedra, en el suelo del mausoleo en ruinas.
Algunas veces, cuando concentramos de esta manera toda nuestra atención en el recuerdo, nuestros ojos, sin que nada los guíe, pueden distinguir un único objeto en una masa de detalles, exponiéndolo con una claridad que jamás se consigue mediante la concentración. Así sucedió conmigo. En la marea de rostros que se debatían más allá del marco de la puerta vi uno, levantado, que el sol iluminaba. Era el de Agia.