Me encontré solo, y realmente no lo había estado desde que entrara en la habitación de la ruinosa posada de la ciudad y viera sobre las sábanas las anchas espaldas de Calveros. Después siguieron el doctor Talos, más tarde Agia, en seguida Dorcas y por último Jonas. La enfermedad de la memoria me invadió, y vi la marcada silueta de Dorcas, vi al gigante y a los demás como los había visto cuando se nos conducía a Jonas y a mí por el bosquecillo de ciruelos. Por allí pasaron hombres con animales así como otra clase de actores, todos los cuales se dirigían sin duda a esa parte del recinto donde (como Thecla me había contado muchas veces) se representaban los espectáculos al aire libre.
Empecé a registrar la habitación con la vaga esperanza de encontrar mi espada. No estaba allí, y se me ocurrió que probablemente había algún depósito cerca de la antecámara donde se guardaban los efectos de los prisioneros, probablemente en el mismo nivel. La escalera por la que había descendido sólo me llevaría otra vez a la antecámara; la salida de la cámara de los espejos no me condujo más que a otra habitación en la que había almacenados objetos curiosos. Por f n encontré una puerta que se abría sobre un corredor oscuro y silencioso, alfombrado y con cuadros en las paredes. Me puse la máscara y me envolví en mi capa, pensando que aunque los guardias que nos habían atrapado en el bosque parecían desconocer la existencia del gremio, los que pudiera encontrarme en las salas de la Casa Absoluta tal vez no fueran tan ignorantes.
De hecho, nadie me detuvo. Un hombre con rico y elaborado atuendo se hizo a un lado, y varias mujeres hermosas me miraron con curiosidad; contemplando sus caras sentí cómo brotaban en mí recuerdos de Thecla. Por último encontré otra escalera, no estrecha y secreta como la que nos había conducido a Jonas y a mí a la cámara de los espejos, sino de vuelo abierto y de anchos escalones.
Subí algún trecho, inspeccioné el pasillo que había allí hasta cerciorarme de que aún me encontraba por debajo del nivel de la antecámara y seguí subiendo; entonces vi a una mujer joven que bajaba presurosa por las escaleras hacia mí. Nuestros ojos se encontraron.
En ese momento, estoy seguro, ella era tan consciente como yo de que ya antes nos habíamos mirado de ese modo. En mi memoria le oí decir de nuevo: «Mi más querida hermana», con una voz arrulladora, y la cara de forma de corazón apareció de nuevo ante mí. No era Thea, la consorte de Vodalus, sino la mujer que se le parecía (y que sin duda usurpaba su nombre) y con la que me había cruzado en las escaleras de la Casa Azur, mientras yo subía y ella bajaba, como lo hacíamos ahora. Así pues, para la fiesta que iba a organizarse se había convocado tanto a rameras como a artistas.
Descubrí el nivel de la antecámara casi por pura casualidad. Apenas había dejado atrás las escaleras cuando me di cuenta de que me encontraba casi exactamente en el punto donde habían estado los hastarii mientras Nicarete y yo hablábamos junto al carro de plata. Éste era el punto de mayor peligro, por lo que tuve cuidado de caminar despacio. En la pared derecha había una docena o más de puertas, todas ellas con marcos de madera tallada, y todas (como observé cuando me detuve a examinarlas) con marcos de madera labrada, y como vi cuando me acerqué a examinarlas, clavadas a los marcos y selladas con el barniz de los años. La única puerta que había a mi izquierda era la enorme puerta de roble carcomida por la que los soldados nos habían arrastrado a Jonas y a mí. Enfrente estaba la entrada a la antecámara, más allá otra fila de puertas también de madera labrada, y por último otra escalera. Tuve la impresión de que la antecámara había crecido hasta ocupar toda esta ala de la Casa Absoluta.
Si alguien hubiese aparecido, no me hubiera atrevido a detenerme, pero como no había nadie en el pasillo, me aventuré a inclinarme por un momento contra la pilastra de la segunda escalera. Mientras me habían escoltado dos soldados, un tercero llevaba Terminus Esi. Era razonable suponer que mientras Jonas y yo éramos introducidos en la habitación, este tercer hombre se habría encaminado, al menos al principio, a donde se guardaban las armas capturadas. Pero no podía acordarme; el soldado se había quedado atrás cuando descendíamos por los escalones de la gruta, y no había vuelto a verlo. Hasta era posible que él no hubiera venido con nosotros.
Desesperado, volví hacia la puerta carcomida y la abrí. El olor a moho del pozo entró en seguida en el pasillo, y oí la música de los gongs verdes. En el exterior, la noche cubría el mundo. En las paredes rugosas no se veían más que las cadavéricas velas de los hongos, y únicamente un círculo de estrellas encima de mi cabeza indicaba dónde el pozo se hundía en la tierra.
Cerré la puerta; y casi en seguida, oí un sonido de pasos en la escalera por la que yo había subido. No había donde esconderse, y si me hubiera precipitado hacia la segunda escalera, la probabilidad de alcanzarla antes de ser visto habría sido escasa. En lugar de intentar desaparecer por la pesada puerta de roble y volverla a cerrar, decidí quedarme donde estaba. El recién llegado era un hombre regordete de unos cincuenta años vestido con librea. Incluso a la distancia del pasillo, vi que empalidecía al verme. Sin embargo, se acercó a mí deprisa, y cuando aún se encontraba a veinte o treinta pasos comenzó a hacer reverencias diciendo: —¿Puedo ayudaros, señoría? Soy Odilo, el mayordomo. Ya veo que estáis en misión confidencial para el… Padre Inire, ¿no es así?
—Sí —le dije—. Pero antes tengo que pedirte mi espada.
Yo esperaba que hubiera visto Terminus Est y la encontrase, pero el hombre me miró sin comprender.
—Antes fui escoltado hasta aquí. Entonces me dijeron que entregara la espada, pero que me la devolverían antes de que el Padre Inire me pidiera que la utilizase.
El hombrecito meneaba la cabeza.
—Os aseguro que por mi posición habría sido informado si alguno de los otros servidores…
—Fue un pretoriano quien me lo dijo.
—¡Ah! Podía haberlo sabido. Han estado por doquier sin responder a nadie. Tenemos un prisionero huido, señoría, y supongo que estaréis enterado.
—No.
—Un hombre llamado Beuzec. Dicen que no es peligroso, pero él y otro tipo fueron sorprendidos rondando por un cenador. El tal Beuzec salió corriendo antes de que lo agarraran y escapó. Dicen que pronto lo atraparan. No sé. Os diré. Llevo toda la vida viviendo en la Casa Absoluta, y aquí hay rincones extraños, muy extraños.
—Tal vez mi espada se encuentre en uno de ellos. ¿Quieres mirar?
Retrocedió como si yo hubiera levantado la mano, amenazándolo.
—¡Claro, señoría, lo haré, lo haré! Sólo trataba de mantener una pequeña conversación. Probablemente está aquí abajo. Si queréis seguirme…
Caminamos hacia la otra escalera, y vi que en mi apresurada búsqueda me había saltado una puerta angosta, bajo el hueco de la escalera. Estaba pintada de blanco, casi del mismo tono que la pared.
El mayordomo sacó un pesado manojo de llaves y abrió esta puerta. La habitación triangular a la que daba era mucho mayor de lo que yo hubiera imaginado, llegando muy atrás por debajo de los escalones y permitiéndose al fondo una especie de desván elevado, al que se accedía mediante una temblorosa escalera. Tenía una lámpara del mismo tipo que las que yo había observado en la antecámara, pero más débil.
—¿La veis? —preguntó el mayordomo—. Esperad, creo que por aquí hay una vela. Esa luz no sirve de mucho, pues las estanterías dan mucha sombra.
Mientras él hablaba, yo examinaba las estanterías. Estaban repletas de prendas de vestir, y aquí y allá había un par de zapatos, un tenedor de bolsillo, un plumero, una almohadilla perfumada, etc.
—Cuando yo era niño, los chicos de la cocina hacían saltar la cerradura para rebuscar por aquí. Acabé con eso instalando una buena cerradura, pero me temo que las cosas más valiosas han desaparecido hace tiempo.
—¿Qué lugar es éste?
—Antiguamente servía de ropero para quienes venían a solicitar algo. Chaquetas, sombreros, botas y demás. Estos lugares siempre se llenan de cosas que olvidan los afortunados cuando se van, y además, como esta ala ha sido siempre la del Padre Inire, supongo que no le han faltado quienes viniendo a verlo nunca volvieron a salir, así como otros salieron sin entrar nunca. —Hizo una pausa y echó un vistazo alrededor.— Tuve que dar llaves a los soldados para que dejaran de derribar las puertas a patadas buscando al tal Beuzec, de modo que supongo que quizás han puesto por aquí vuestra espada. Si no, probablemente la llevaron al cuerpo de guardia. Imagino que no es esto, ¿verdad? —De un rincón sacó un espadón antiguo.
—Nada menos parecido.
—Me temo que es la única espada que hay aquí. Puedo indicaros cómo llegar al cuerpo de guardia. También puedo despertar a un paje para que vaya a preguntar, si preferís.
La escalera que llevaba al desván se sacudía estremeciéndose, pero subí por ella después de pedirle la vela al mayordomo. Aunque parecía muy improbable que el soldado hubiera puesto allí a Terminus Est, necesitaba unos instantes para recapacitar sobre lo que yo podía hacer en estas circunstancias.
Al subir oí arriba un ligero ruido que atribuí al rápido movimiento de un roedor; pero cuando metí la cabeza y la vela por encima del nivel del desván, vi al hombrecillo que había estado con Hethor en el camino, arrodillado en actitud suplicante. Por supuesto, era Beuzec; no me había acordado del nombre hasta que lo vi.
—¿Hay algo ahí arriba, señoría?
—Trapos y ratas.
—Como imaginaba —dijo el mayordomo mientras yo terminaba de bajar—. Tendría que echar un vistazo alguna vez, pero a mi edad ya no me apetece subir por una cosa así. ¿Deseáis ir vos mismo al cuerpo de guardia o levanto a uno de los muchachos?
—Yo iré.
Asintió con sagacidad.
—Creo que es lo mejor. Ellos no se la darían a un paje y tampoco admitirían tenerla. Supongo que ya sabéis que os encontráis en el Hipogeo Apotropaico. Si no queréis ser detenido por las patrullas, es preferible que vayáis por el interior, así que lo mejor es subir tres pisos por estas escaleras y después seguir a la izquierda. Continuad por la galería unos mil pasos hasta que lleguéis al hipetro. Como fuera está oscuro, podríais no encontrarlo, así que procurad fijaros en las plantas. Torced a la derecha en ese punto y avanzad otros doscientos pasos. Hay siempre un centinela a la puerta.
Le di las gracias y me las arreglé para encaminarme a las escaleras mientras él todavía manipulaba la cerradura. Al fin desemboqué en un pasillo que salía del primer rellano y dejé que él se adelantase. Cuando estuvo bastante lejos, volví a bajar al pasillo de la antecámara. Me pareció que si habían llevado mi espada a algún cuerpo de guardia, era muy improbable que yo la recuperase sin tener que recurrir al robo o la violencia, y antes quise cerciorarme de que no la habían dejado en otro lugar más accesible. Además, también era posible que Beuzec la hubiera visto mientras subía a esconderse, y quería preguntárselo.
Al mismo tiempo, estaba muy preocupado por los prisioneros de la antecámara. Imaginaba que para entonces habrían descubierto la puerta que Jonas y yo habíamos dejado abierta, y se estarían dispersando por esta ala de la Casa Absoluta. No tardarían en volver a atrapar a alguno y comenzar la búsqueda de los demás.
Cuando llegué al trastero de debajo de las escaleras, apreté la oreja contra la puerta esperando oír a Beuzec. No se oía nada. Lo llamé en voz baja, pero no hubo ninguna respuesta, y entonces traté de abrir la puerta empujándola con el hombro. No cedía, y yo tenía miedo de hacer ruido si cargaba contra ella. Por último, conseguí introducir el eslabón que Vodalus me había dado entre la puerta y la jamba e hice saltar la cerradura.
Beuzec se había ido. Tras una corta búsqueda descubrí un agujero en la parte trasera que iba a dar al centro hueco de alguna pared. Desde allí tuvo que haberse arrastrado hasta el interior del trastero en busca de un sitio bastante grande como para poder estirar las piernas, y hacia allí había vuelto a huir. Se dice que en la Casa Absoluta estos recovecos están habitados por una especie de lobo blanco que se introdujo allí hace tiempo desde los bosques de alrededor. Quizá cayó presa de estas criaturas; no he vuelto a verlo más.
Esa noche no traté de seguirlo. Volví a poner en su sitio la puerta del trastero y disimulé todo lo que pude los desperfectos de la cerradura. Fue en ese momento cuando me di cuenta de la simetría del pasillo: la entrada a la antecámara en el centro, las puertas selladas a ambos lados, los huecos de las escaleras en los extremos. Si este hipogeo había sido destinado al Padre Inire (como había dicho el mayordomo y como indicaba su nombre) la razón principal había sido sin duda, al menos en parte, esta condición especular. Si así fuera, sin duda habría un segundo trastero debajo de la otra escalera.