XVIII — Espejos

Conforme leía a Jonas este cuento descabellado, alzaba a veces la cabeza y lo miraba, pero no llegué a advertir que la expresión le cambiara alguna vez, aunque no dormía. Cuando hube terminado, dije: —No estoy seguro de comprender por qué el estudiante pensó en seguida que su hijo estaba muerto, cuando vio las velas negras. El barco que enviaba el ogro tenía velas negras, pero sólo venía una vez al año, y ya había venido.

—Lo sé —dijo Jonas. Nunca antes le había notado tanta indiferencia en la voz.

—¿Quieres decir que conoces las respuestas a esas preguntas?

El no contestó, y por unos momentos estuvimos sentados en silencio, yo mirando el libro marrón (que con tanta insistencia me evocaba a Thecla y las tardes que habíamos pasado juntos) y marcando el pasaje con el dedo índice, y él con la espalda apoyada contra la fría pared de la estancia, y con las manos, la metálica y la de carne, caídas a ambos lados como si las hubiera olvidado.

Por fin, una vocecita se aventuró a decir: —Tiene que ser una historia bastante antigua. —Era la niñita que había levantado el panel del techo.

Yo estaba tan preocupado por Jonas que esta interrupción me irritó; un momento, pero Jonas murmuró: —Sí, es una historia muy antigua, y el héroe había dicho al rey, su padre, que si fracasaba regresaría a Atenas con velas negras. —No estoy seguro de lo que significaba esa observación, y tal vez estaba delirando; pero, puesto que fue casi lo último que oí decir a Jonas, creo que he de registrarla aquí, así como he transcrito la fantástica historia que llegó a provocarla.

Durante un rato la niña y yo tratamos de que volviera a hablar. No lo hizo, y al fin desistimos. Pasé el resto del día sentado junto a él, y después de aproximadamente una guardia, Hethor —cuyas pocas luces, como yo había supuesto, fueron pronto agotadas por los prisioneros— se unió a nosotros. Hablé con Lomer y Nicarete, que dispusieron que durmiese en el lado opuesto de la estancia.


Digamos lo que digamos, todos sufrimos a veces de perturbaciones del sueño. Es cierto que algunos apenas duermen, y otros que lo hacen copiosamente juran que no. Algunos se ven inquietados por sueños incesantes, y a unos pocos afortunados suelen visitarlos sueños deliciosos. Algunos dirán que durante algún tiempo durmieron mal, pero que se han «restablecido», como si la consciencia fuera una enfermedad, y quizá lo sea.

En mi caso, normalmente duermo sin tener sueños memorables (aunque en ocasiones los tengo, como sabrá el lector que me haya acompañado hasta aquí), y es raro que despierte antes de la mañana. Pero esa noche dormí de un modo tan diferente que a veces me he preguntado si a eso puede llamársele dormir. Tal vez se tratara de otro estado, parecido al sueño; igual que los alzabos, que cuando han comido carne humana parecen hombres.

Si fue el resultado de causas naturales, lo atribuyo a una combinación de circunstancias desafortunadas. Yo, acostumbrado toda mi vida a trabajos duros y a ejercicios violentos, había estado todo el día recluido y sin nada que hacer. El cuento del libro marrón me había afectado la imaginación, a la que aún estimulaba más el propio libro y sus conexiones con Thecla, así como el conocimiento de que ahora me encontraba dentro de la mismísima Casa Absoluta, de la que ella me había hablado tanto. Tal vez lo más importante era la preocupación por Jonas y la sensación de acabamiento (que a lo largo del día se había acrecentado en mí) me oprimía la mente. Yo me decía que este lugar era el final de mi camino, que nunca llegaría a Thrax, que nunca más volvería a encontrar a la pobre Dorcas, que ni devolvería jamás la Garra ni me desharía de ella, y que el Increado, a quien servía el dueño de la Garra, había decretado que yo, que tantos prisioneros había visto morir, terminara mis días como tal.

Dormí, si así puede decirse, sólo un momento. Tuve la sensación de caerme; un espasmo, el agarrotamiento instintivo de quien es arrojado desde una alta ventana, tiró de mis extremidades. Cuando me incorporé sentándome, sólo vi oscuridad. Oía la respiración de Jonas, y tanteando con los dedos vi que aún seguía sentado, con la espalda apoyada contra la pared. Me eché y volví a dormirme.

O más bien intenté dormir y pasé a ese vago estado que no es sueño ni vela. En otras ocasiones me había parecido agradable, pero no entonces, pues era consciente de la necesidad de dormir y consciente de que no dormía. Sin embargo, no era «consciente» en el sentido habitual del término. Oía tenues voces en el patio de la posada, y presentía de algún modo que pronto repicarían las campanas y sería de día. Mis extremidades volvieron a sacudirse, y me senté.

Por un momento imaginé que había visto el destello de una llama verde, pero no hubo nada. Me había cubierto con mi propia capa; me deshice de ella y en ese instante recordé que estaba en la antecámara de la Casa Absoluta y que había dejado muy atrás la posada de Saltus, aunque Jonas aún se encontraba a mi lado, apoyado de espaldas contra la pared, con la mano buena detrás de la cabeza. El pálido borrón que yo le veía en la cara era el blanco del ojo derecho, aunque respiraba suspirando como si estuviese dormido. Yo me encontraba aún demasiado adormilado para querer hablar, y tenía el presentimiento de que de todas formas no me contestaría.

Volví a echarme, y me rendí a la irritación de ser incapaz de dormir. Pensé en el ganado que era conducido por Saltus y conté las ovejas de memoria: ciento treinta y siete. Luego los soldados subieron desde el Gyoll. El posadero me había preguntado cuántos eran, y yo dije una cifra al azar, pero hasta ahora nunca los había contado. Tal vez él era un espía, o tal vez no.


El maestro Palaemón, que tanto nos había enseñado, nunca nos enseñó a dormir; jamás ningún aprendiz había necesitado aprender a dormir después de un día entero de recados, y de trabajos de limpieza y cocina. Todas las noches durante media guardia alborotábamos en nuestros aposentos y después dormíamos como los ciudadanos de la necrópolis hasta que él venía a despertarnos para que limpiáramos los suelos y quitáramos las aguas sucias.

Sobre la mesa donde el hermano Aybert corta la carne hay una fila de cuchillos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete cuchillos, todos ellos con hojas más ordinarias que el del maestro Gurloes. A uno le falta un remache en la empuñadura. Otro tiene la empuñadura un poco quemada porque en una ocasión el hermano Aybert lo puso sobre el horno…

De nuevo me encontré muy despierto, o así lo pensé, y no sabía por qué. Junto a mí, Drotte dormitaba tranquilo. Una vez más cerré los ojos y traté de dormir como él.

Trescientos noventa peldaños desde el piso inferior hasta nuestro dormitorio. ¿Cuántos más hasta la habitación donde palpitan los cañones en lo alto de la torre? Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis cañones. Uno, dos, tres niveles de celdas ocupadas en las mazmorras. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho alas en cada nivel. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho alas en cada nivel. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete celdas en cada ala. Uno, dos, tres barrotes en el ventanuco de la puerta de mi celda.


Me desperté sobresaltada y con una sensación de frío, pero el sonido que me había perturbado no era más que el golpe de una portezuela muy abajo en el corredor. Junto a mí, Severian, mi amante, reposa con el sueño fácil de la juventud. Me senté pensando encender una vela y observar durante un momento el fresco colorido de esa cara cincelada. Cada vez que regresaba a mí, en esa cara brillaba una mota de libertad, y en cada ocasión yo la cogía y soplaba sobre ella y la tenía contra mi pecho, y en cada ocasión ella suspiraba y moría; pero en alguna ocasión no, y entonces, en lugar de hundirme más, bajo esta carga de tierra y metal, yo me elevaba a través del metal y la tierra hacia el viento y el cielo.

O eso es lo que me decía. Si no era verdad, aún me seguía quedando una única alegría, la de recogerme en esa mota.

Pero cuando busqué con la mano, la vela había desaparecido, y mis ojos y oídos y la piel de mi cara me decían que hasta la celda se había desvanecido. La luz era tenue aquí, muy tenue, pero no se trataba de la luz de la vela del torturador en el pasillo, la luz que se filtraba por los tres barrotes de la portezuela de mi celda. El sonido de débiles ecos proclamaba que me encontraba en un lugar más grande que cien de esas celdas; mis mejillas y mi frente, hartas de señalar la proximidad de mis paredes, lo confirmaban.

Me puse de pie y me sacudí el vestido, y comencé a caminar casi como una sonámbula… Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete pasos, después el olor de cuerpos juntos y del aire confinado decían dónde me encontraba ahora. ¡Era la antecámara! Sentí el tirón de un desgarramiento. ¿Había ordenado el Autarca que me trajeran aquí mientras dormía? ¿Dejarían los otros el látigo en paz cuando me vieran? ¡La puerta! ¡La puerta!

Mi confusión era tan enorme que casi caí, derribada por el desbarajuste de mi pensamiento.

Me retorcí las manos, pero las manos que retorcía no eran las mías. Mi mano derecha tocaba una mano que era demasiado grande y demasiado fuerte, y en el mismo instante mi mano izquierda tocaba una mano similar.

Thecla cayó fuera de mí como un sueño. Mejor dicho, se fue reduciendo hasta quedar en nada, y al desvanecerse desapareció en mi interior hasta que volví a sentirme yo mismo, y casi solo.

Sin embargo, lo había entendido. La situación de la puerta, la puerta secreta por la que los jóvenes exultantes venían de noche con los energizados látigos de alambre trenzado todavía estaba en mi memoria. Con todo lo demás que he visto o pensado. Podría escaparme mañana. O ahora.

—Por favor —dijo una voz a mi lado—, ¿a dónde fue la señora?

Era otra vez la niña, la niñita de pelo oscuro y ojos mirones. Le pregunté si había visto a una mujer.

Me agarró la mano con la manecita.

—Sí, una dama alta, y estoy asustada. Hay algo horrible en la oscuridad. ¿Atrapó a la señora?

—Tú no tienes miedo de nada horrible, ¿recuerdas? Te reías de la cara verde.

—Esto es diferente. Es una cosa negra que resuella en la oscuridad. —En la voz de la niña había verdadero terror, y le temblaba la mano que aferraba la mía.

—¿Cómo era esa dama?

—No lo sé. Sólo podía verla porque era más oscura que las sombras, pero sé que era una dama por el modo de caminar. Cuando vine para ver quién era, no había nadie más que tú.

—Comprendo —le dije—, aunque dudo que alguna vez tú lo entiendas. Ahora debes volver donde está tu madre y dormir.

—Viene por la pared —dijo ella. Y después me soltó la mano y desapareció, pero estoy seguro que no hizo lo que le indiqué. En cambio, debió de habernos seguido a Jonas y a mí, puesto que desde entonces alcancé a verla dos veces desde que volví aquí a la Casa Absoluta, donde sin duda vive de la comida que roba. (Es posible que acostumbrara a venir a la antecámara para comer, pero he ordenado que se liberen a todos los que están allí confinados, incluso si es necesario, como creo que lo será, sacar a la mayoría a punta de lanza. También he ordenado que traigan ante mí a Nicarete, y cuando hace un momento estaba escribiendo sobre nuestra captura, mi chambelán entró para decir que podía ir a verla cuando quisiese.

Jonas yacía en la posición en que lo había dejado, y de nuevo volví a verle los blancos de los ojos en la oscuridad.

—Dijiste que era necesario escapar si no querías volverte loco —le dije—. Ven. Aquel que envió los nótulos, quienquiera que sea, ha echado mano a otra arma. He encontrado el camino de salida, y vamos a escapar ahora.

Él no se movió, y al final tuve que tomarlo por el brazo y levantarlo. Muchas de sus partes de metal habían sido forjadas sin duda con una de esas aleaciones blancas tan ligeras que engañan a la mano, pues fue como levantar a un niño; pero tenía las partes metálicas, y también la carne, mojadas con alguna especie de cieno. Mis pies descubrieron la misma sucia humedad en el suelo cercano y aun en la pared. Cualquiera que fuera la cosa de la que la niña me había advertido, había venido y se había ido mientras yo hablaba con ella, y no era a Jonas a quien había estado buscando.

La puerta por la que entraban los atormentadores no estaba lejos del lugar donde dormíamos, en el centro de la pared más apartada de la antecámara. Se abría con ayuda de una palabra de poder, como ocurre casi siempre con estas cosas antiguas. Susurré la palabra y pasamos a través del portal escondido y lo dejé abierto, y el pobre Jonas caminaba a mi lado como una cosa enteramente metálica.

Una estrecha escalera, festoneada con las telas de unas pálidas arañas y alfombrada de polvo, descendía dando vueltas. Hasta ahí me acordaba, pero había olvidado lo que podía esperarnos más allá de la escalera. Viniera lo que viniera, el aire rancio sabía a libertad, de modo que sólo respirarlo era un placer. Aunque estaba preocupado, hubiera reído en voz alta.

En muchos rellanos se abrían puertas secretas, pero era probable y más que probable que nos encontráramos con alguien tan pronto abriéramos alguna, y la escalera parecía vacía. Antes de ser visto por algún residente de la Casa Absoluta, deseaba encontrarme lo más lejos posible de la antecámara.

Tal vez habíamos descendido unos cien escalones cuando llegamos a una puerta en la que habían pintado un signo teratoide carmesí que me pareció un glifo de alguna lengua de más allá de las orillas de Urth. En ese momento oí un paso en la escalera. Aunque no tenía ni pomo ni pestillo, me lancé contra la puerta, que tras cierta resistencia se abrió de golpe. Jonas me siguió; se cerró detrás de nosotros con tanta rapidez que tenía que haber hecho un gran ruido, pero no hubo ninguno.

La cámara que había tras la puerta era oscura, pero la luz se hizo más brillante cuando él entró. Después de cerciorarme de que sólo nosotros nos encontrábamos allí, aproveché esta luz para examinarlo. Tenía la cara todavía inmóvil, como cuando había estado en la antecámara sentado contra la pared, pero ya no era la cosa desprovista de vida que yo había temido. Era, casi, la cara de un hombre a punto de despertar, y las lágrimas le habían dejado unos surcos húmedos en las mejillas.

—¿Me conoces? —le pregunté, y él asintió con un movimiento de cabeza, sin hablar—. Jonas, he de recuperar Terminus Est si es posible. He corrido como un cobarde, pero ahora que he podido recapacitar, veo que tengo que volver a por ella. Mi carta para el arconte de Thrax se encuentra en el bolsillo de la vaina, y de todos modos no podría soportar perderla. Pero si tú quieres intentar escapar en seguida, lo comprenderé. No estás atado a mí.

Él no pareció haber escuchado.

—Sé dónde estamos —dijo, y levantó un brazo rígido apuntando a algo que yo había tomado por un biombo plegable.

Me deleitó oír su voz y, sobre todo porque esperaba que hablara de nuevo, pregunté: —¿Dónde estamos entonces?

—En Urth —respondió, y cruzó la habitación hacia los paneles plegados. En la parte posterior, ahora lo veía, había racimos de diamantes engastados, y estaban esmaltados con los mismos signos retorcidos que había en la puerta. Sin embargo, estos signos no eran más extraños que los movimientos de mi amigo Jonas cuando abrió los paneles. La rigidez que había notado en él un momento antes había desaparecido, pero él no era aún el de siempre.

Fue entonces cuando lo supe. Todos nosotros hemos visto a alguien que ha perdido una mano, como él, y la ha sustituido con un garfio o algún otro dispositivo llevando a cabo tareas para las que hace falta tanto la mano verdadera como la artificial. Tal era el caso de Jonas cuando vi que tiraba de los paneles; pero la mano prostética era la de carne. Cuando lo comprendí, comprendí lo que había dicho mucho antes: el naufragio le había destrozado la cara.

Le dije: —Los ojos… No pudieron cambiarte los ojos, ¿no es verdad? Y por eso te dieron esa cara. ¿Lo mataron también?

Miró a mi alrededor como si hubiese olvidado que me encontraba allí.

—Estaba en el suelo. Lo matamos por accidente, cuando veníamos. Yo necesitaba un par de ojos y una laringe, y tomé algunas otras partes.

—Por eso pudiste aguantarme, a mí, un torturador. Eres una máquina.

—No eres peor que los demás de tu clase. Recuerda que años antes de conocerte me había convertido en uno de vosotros. Ahora soy peor que tú. Tú no me hubieras abandonado, pero yo voy a abandonarte. Ahora tengo la oportunidad que he buscado durante años, yendo de aquí para allá por los siete continentes de este mundo, buscando a los hieródulos y manipulando torpes mecanismos.

Pensé en todo lo que había sucedido desde que le llevara el cuchillo a Thecla, y aunque no atendí a todo lo que había dicho, le repliqué: —Si es tu única oportunidad, vete entonces, y buena suerte. Si alguna vez veo a Jolenta, le diré que llegaste a amarla, y nada más.

Jonas meneó la cabeza.

—¿No lo entiendes? Volveré por ella cuando haya sido reparado. Cuando me encuentre sano y completo.

Entonces penetró en el círculo de paneles, y por encima de su cabeza se encendió una luz brillante.

Cuán estúpido llamarlos espejos. Son a los espejos lo que el firmamento envolvente es al globo de un niño. Es cierto que reflejan la luz; pero eso, creo yo, no es la función que les corresponde. Reflejan la realidad, la sustancia metafísica en que se funda el mundo material.

Jonas cerró el círculo y fue hacia el centro. Durante el lapso de la más breve plegaria, algo de alambres y polvo metálico centelleante danzó en lo alto de los paneles antes de que todo desapareciera y yo me encontrara solo.

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