Una vez, a orillas del indómito mar, existió una ciudad de pálidas torres. En ella habitaban los sabios. Y esa ciudad estaba marcada por una ley y una maldición. La ley era ésta: que todos los que moraban allí, tenían dos caminos en la vida: crecer entre los sabios y pasear con capuchas de mil colores, o dejar la ciudad e internarse en el mundo hostil.
Ahora bien, había un hombre que durante mucho tiempo había estudiado toda la magia conocida en la ciudad, que era la mayor parte de la conocida en el mundo. Y se acercó la hora en que debía elegir su camino. En mitad del verano, cuando las flores de amarillas y despreocupadas corolas brotan incluso de las paredes oscuras que se alzan sobre el mar, fue a uno de los sabios que se cubría la cara de mil colores desde tiempos inmemoriales, y que durante muchos años había enseñado al estudiante al que le había llegado la hora, y le dijo: —¿Cómo puedo yo, ignorante de mí, conseguir un lugar entre los sabios de la ciudad? Pues deseo pasar todos mis días estudiando los conjuros que no son sagrados, y no salir al mundo hostil y bregar para ganarme el sustento. Entonces el anciano rió y dijo: —¿Te acuerdas que, cuando eras poco más que un niño, te enseñé el arte de engendrar hijos con materia de sueños? ¡Cuán hábil eras en esos días! Sobrepasabas a todos los demás. Ve ahora y engendra ese hijo, y lo mostraré a los encapuchados y serás como nosotros.
Pero el estudiante dijo: —Deja que pase otra estación y haré cuanto me aconsejas.
Vino el otoño, y los sicomoros de la ciudad de pálidas torres, cuyas altas murallas los protegían de los vientos marinos, dejaron caer unas hojas que eran como el oro que hacían sus propietarios. Y los ánsares surcaron los aires entre las pálidas torres, y tras ellos los pigargos y los quebrantahuesos. Entonces el anciano hizo llamar de nuevo al que había estudiado con él, y le dijo: —Ahora ciertamente has de engendrar por ti mismo una creación de sueño, como te he enseñado. Pues los otros encapuchados se ponen impacientes. Salvo nosotros, eres el más viejo de la ciudad, y puede ocurrir que si no actúas ahora te echen para el invierno.
Pero el estudiante respondió: —He de seguir estudiando para conseguir lo que busco. ¿No me puedes proteger una estación más? —Y el anciano que le había enseñado pensó en la belleza de los árboles que durante tantos años habían deleitado sus ojos como blancos miembros de mujeres.
El dorado otoño fue extinguiéndose, y llegó el invierno amenazador desde su helada capital, donde el sol rueda a lo largo del borde del mundo como engañosa bola de oro y donde los fuegos que fluyen entre las estrellas y Urth encienden el cielo. Llegó y transformó las olas en acero y la ciudad de los magos lo saludó colgando de los balcones estandartes de hielo y amontonando nieve escarchada en los tejados. El anciano volvió a llamar a su alumno, y el estudiante respondió como antes.
Vino la primavera y con ella la alegría de la naturaleza, pero la negrura continuaba pesando sobre la ciudad; y el odio, y el aborrecimiento de los propios poderes —que como un gusano corroe el corazón cayó sobre los magos. Pues la ciudad no tenía más que una ley y una maldición, y aunque la ley regía durante todo el año, la maldición gobernaba la primavera. En primavera, las más bellas doncellas de la ciudad, las hijas de los magos, se vestían de verde; y mientras los suaves vientos primaverales jugueteaban con sus cabellos dorados, salían descalzas por el portal de la ciudad y bajaban por el sendero que conducía al muelle y abordaban el barco de velas negras. Y como sus cabellos eran de oro y sus trajes de verde faya, y como a los magos les parecía que se las llevaban cual si fuera cosecha de trigo, las llamaban las doncellas trigueras.
Cuando el hombre que tanto tiempo había sido alumno del anciano pero que aún seguía descapuchado oyó los cantos de dolor y los lamentos, y asomándose a la ventana vio cómo se alejaban las doncellas, dejó de lado todos los libros y comenzó a dibujar unas figuras que ningún hombre había visto jamás, y a escribir en muchas lenguas, como su maestro le había enseñado en otro tiempo.
Trabajó día tras día. Cuando la primera luz llegaba por la ventana, su pluma había estado activa durante muchas horas; y cuando el encorvado lomo de la luna asomaba por entre las pálidas torres, la lámpara del cuarto brillaba con fuerza. Al principio le pareció que todas las artes que el maestro le enseñara lo habían abandonado, pues desde la primera luz hasta la aparición de la luna se encontraba solo en el cuarto, y sólo una polilla rompía de vez en cuando esa soledad, aleteando como si mostrara la insignia de la muerte en la impávida llama de la vela.
Entonces, cuando a veces cabeceaba sobre la mesa, en el sueño se le deslizaba otro hombre, y él, que sabía quién era ese otro, le daba la bienvenida, aunque los sueños eran fugaces y pronto se olvidaban.
Continuó trabajando, y aquello que se esforzaba por crear se fue concentrando a su alrededor así como el humo se acumula sobre el combustible que se añade a una hoguera casi apagada. En ocasiones (y sobre todo cuando trabajaba temprano o tarde, y cuando después de dejar de lado todos los instrumentos de su arte, se tendía sobre la cama estrecha destinada a quienes todavía no habían ganado la capucha de muchos colores) él oía el paso, siempre en otra habitación, del hombre que esperaba traer a la vida.
Con el tiempo estas manifestaciones, que al principio eran raras y se limitaban casi por entero a las noches en que el trueno retumbaba entre las pálidas torres, se fueron haciendo comunes, y hubo signos inequívocos de la presencia del otro; por ejemplo, encontraba sobre una silla un libro que en decenios no había sacado de la estantería; se abrían, como solas, las cerraduras de ventanas y puertas; un antiguo alfanje, relegado durante años a la condición de ornamento apenas más mortífero que un cuadro trombel, apareció desprovisto de su pátina, brillante y recién afilado.
Una tarde dorada, cuando el viento se entretenía en los inocentes juegos de la niñez, moviendo las hojas nuevas de los sicomoros, llamaron a la puerta del cuarto. Sin atreverse a volver la cabeza, ni a expresar en voz alta lo más mínimo de lo que sentía, ni tampoco a abandonar el trabajo, contestó:
—Adelante.
Así como las puertas se abren a medianoche aunque ningún ser vivo se mueva, la puerta comenzó a abrirse, muy lentamente. A medida que se movía parecía ir ganando fuerza, de modo que cuando estuvo bastante abierta (como él juzgó por el ruido) para que pudieran meter una mano en la habitación, pareció como si la brisa hubiera entrado por la venta para insuflar vida al corazón de la madera. Y cuando, como juzgó de nuevo, estuvo más abierta aún, tanto que hasta un ilota inseguro hubiera podido entrar con una bandeja, pareció que una verdadera tormenta marina agarraba la puerta y la lanzaba contra la pared; entonces oyó pasos a su espalda, pasos rápidos y resueltos, y una voz respetuosa y joven, pero profunda y limpiamente masculina, que se dirigía a él diciendo:
—Padre, no me gusta molestarte cuando estás sumido en tu arte, pero mi corazón está muy turbado y así lleva varios días, y te ruego, por el amor que me tienes, que soportes mi intrusión y me aconsejes en mis dificultades.
Entonces el estudiante se atrevió a volverse en el asiento, y vio ante él a un joven de porte altanero, ancho de hombros y fuerte de musculatura. La boca era firme y voluntariosa, y había inteligencia en los ojos brillantes y valor en los rasgos de la cara. Llevaba sobre la frente esa corona invisible que hasta un ciego puede ver: la inapreciable corona que atrae a los valientes hacia un paladín y que vuelve arrojados a los débiles. Entonces dijo el estudiante: —Hijo, no tengas miedo en molestarme ahora ni nunca, pues nada hay bajo el cielo que prefiera ver antes que tu cara. ¿Qué te preocupa?
—Padre —dijo el joven—, hace muchas noches que interrumpen mis sueños llantos femeninos, y he visto con frecuencia, como una verde serpiente atraída por las notas de una flauta, una columna de verde que se desliza bajo nuestra ciudad por el acantilado y hacia el muelle. Y a veces en mi sueño se me permite acercarme, y entonces veo que todas las que caminan en esa columna son rubias mujeres que entre lloros y lamentos se mueven vacilando, de modo que podría imaginármelas como un campo de cereal temprano que bate un viento quejumbroso. ¿Qué significa este sueño?
—Hijo —dijo el estudiante—, ha llegado el momento en que he de contarte lo que hasta ahora te he escondido, temeroso de que con la impetuosidad de tu juventud pudieras atreverte a demasiado antes de que llegara la hora. Has de saber que a esta ciudad la oprime un ogro, que todos los años le exige sus hijas más bellas, como has visto en tu sueño.
A esto refulgieron los ojos del joven, que preguntó: —¿Quién es este ogro, y qué forma tiene, y dónde habita?
—Nadie sabe cómo se llama, pues ningún hombre ha podido acercársele. Tiene la forma de una naviscaput, y esto significa que ante los hombres toma la apariencia de un navío, y sobre la cubierta (que en realidad no es más que sus hombros) lleva un único castillo, la cabeza, y en el castillo un único ojo. Pero el cuerpo nada en las aguas profundas con la raya y el tiburón, y los brazos son más largos que los más altos mástiles y las piernas son como pilares que llegan hasta el fondo mismo del mar. Habita en un puerto de una isla de occidente, donde un canal se interna en la tierra con muchos giros y revueltas, dividiéndose una y otra vez. Es en esta isla donde las doncellas trigueras habitan por fuerza, según dice mi historia, y allí, anclado, el ogro se desenvuelve entre ellas, moviendo eternamente el ojo a izquierda y derecha para observar como desesperan.
Entonces el joven continuó su andadura y escogió su tripulación entre otros jóvenes de la ciudad de los magos, y de quienes llevaban las capuchas coloreadas consiguió una nave robusta, y durante todo ese verano él y los otros jóvenes acorazaron la nave y montaron a sus costados la más poderosa artillería, y cien veces practicaron desplegando y arriando las velas y disparando los cañones, hasta que la nave respondió como una yegua de pura sangre responde a las riendas. Debido a la compasión que sentían por las doncellas trigueras, le pusieron por nombre Tierra de Vírgenes.
Cuando las hojas doradas cayeron de los sicomoros (así como el oro fabricado por los magos acaba cayendo de las manos de los hombres) y los grises ánsares surcaban los cielos por entre las pálidas torres de la ciudad y los pigargos y quebrantahuesos los seguían graznando, los jóvenes se hicieron a la mar. Muchas aventuras corrieron en la ruta de ballenas que conduce a la isla del ogro y que no vienen ahora al caso; pero al final los vigías avistaron allá delante una tierra de suaves colinas salpicadas de verde; y mientras la contemplaban a la luz del sol, protegiéndose los ojos con las manos, las manchas verdes fueron haciéndose más y más grandes. Entonces el joven a quien el estudiante había sacado de un sueño supo que ésta era en verdad la isla del ogro, y que las doncellas trigueras acudían presurosas a la orilla para observar el velamen.
Entonces se prepararon los grandes cañones, y las banderas de la ciudad de los magos, todas amarillas y negras, lucieron en la arboladura. Se acercaron más y más, hasta que temiendo encallar enmendaron el rumbo y bordearon la costa. Las doncellas trigueras los siguieron, atrayendo así a más compañeras hasta que cubrieron toda la tierra como un campo de trigo. Pero el joven no olvidó lo que le habían contado: que el ogro vivía entre ellas.
Medio día estuvieron navegando, doblaron un cabo y vieron que la costa se convertía en un profundo canal que se abría camino entre las colinas bajas hasta perderse de vista. A la entrada de este canal se levantaba un luquete de mármol blanco rodeado de jardines, y aquí el joven ordenó a sus compañeros que anclaran, y bajaron a tierra.
Apenas había puesto pie en la isla cuando se le acercó una mujer de gran belleza, la piel oscura, negro el cabello y luminosos los ojos. Él le hizo una reverencia, diciendo: — Princesa o reina, veo que no eres de las doncellas trigueras. Llevan túnicas verdes, y la tuya es negra. Pero aunque vistieras de verde te hubiera conocido, pues en tus ojos no hay pena y la luz que los anima no es de Urth.
—Dices bien —dijo la princesa—, pues soy Noctua, hija de la Noche, y también hija de aquel a quien has venido a matar.
—Entonces nunca podremos ser amigos, Noctua —dijo el joven—. Mas no seamos enemigos. —Pues aunque no sabía por qué, estando hecho del material de los sueños, se sentía atraído hacia ella, y ella, en cuyos ojos brillaba la luz de los astros, hacia él.
A esto, la princesa extendió las manos y declaró: —Sabe _que mi padre tomó por la fuerza a mi madre, y que contra mis deseos me tiene aquí, donde enloquecería pronto si no fuera porque ella me visita al final de cada día. Si no ves pena en mis ojos, es porque la tengo en el corazón. Para alcanzar mi libertad, de buen grado te aconsejaré cómo puedes enfrentarte a mi padre y triunfar.
Todos los jóvenes de la ciudad de los magos fueron quedándose en silencio y se acercaron a escuchar.
—Ante todo tenéis que entender que las vías de agua de esta isla se tuercen y retuercen una y otra vez, de manera que no es posible dibujarlas en un mapa. Y tampoco podéis recorrerlas a vela, y será necesario que encendáis las calderas antes de seguir adelante.
—Eso no me preocupa —dijo el joven que era la encarnación de un sueño—. Medio bosque ha sido clareado para llenar nuestras carboneras, y esas grandes ruedas que ves avanzarán por estas aguas con pasos de gigante.
Al oír esto la princesa tembló, y dijo: —No hables de gigantes, pues no sabes lo que dices. Muchas naves han venido como la vuestra, hasta que los cráneos blanquearon las cenagosas profundidades de estos inmensurables canales. Pues mi padre acostumbra a dejarles errar entre los islotes y estrechos hasta que se les agota el combustible, por mucho que traigan, y entonces, cayendo sobre ellos de noche cuando el resplandor de sus fuegos moribundos le permite verlos y no ser visto, acaba con ellos.
Entonces se turbó el corazón del joven nacido de un sueño, y dijo: —Le buscaremos como se nos indica, pero ¿no hay manera alguna de escapar al destino de esos otros?
A estas palabras, la princesa se apiadó de él, pues todos los que están hechos de sueños les parecen hermosos al menos en cierto grado a las hijas de la noche, y él más que ninguno. Así, dijo ella: —Para encontrar a mi padre antes de quemar el último madero, tenéis que buscar el agua más oscura, pues por donde quiera que pasa ese cuerpo enorme levanta un cieno repugnante, y observándolo podréis descubrirlo. Pero tenéis que empezar la búsqueda a la hora del alba, y desistir cuando sea mediodía; si no, podríais dar con él a la luz del crepúsculo, y lo pasaríais muy mal.
—Por este consejo hubiera dado mi vida —dijo el joven, y todos los compañeros que habían desembarcado con él lanzaron un grito de júbilo—, pues ahora seguramente triunfaremos sobre el ogro.
A esto, la cara solemne de la princesa se ensombreció aún más y dijo: —No, ciertamente que no, pues en la lucha naval es un temible adversario. Pero sé una estratagema que os puede ayudar. Habéis dicho que estáis bien pertrechados. ¿Tenéis brea por si el buque hace agua?
—Muchos barriles —dijo el joven.
—Entonces procura que cuando luchéis el viento sople desde vosotros hacia él, y en lo más álgido del combate, que será pronto una vez iniciado, haz que tus hombres echen brea a las calderas. Aunque con eso no puedo prometerte la victoria, os será de gran ayuda.
Por este consejo, todos los jóvenes se deshicieron en agradecimiento, y las doncellas trigueras, que tímidamente se habían mantenido a distancia mientras charlaban el joven nacido de sueños y la hija de la Noche, lanzaron un grito de júbilo como lo hacen las doncellas, escaso de fuerza pero lleno de alegría.
Entonces los jóvenes se prepararon para partir, encendiendo los fuegos de las grandes calderas bajo la crujía de la nave, hasta que surgió el blanco espectro que impulsa a las buenas naves aunque el viento sople de otro lado. Y la princesa los contempló desde la orilla y les dio su bendición.
Pero cuando las grandes ruedas comenzaban a girar, tan lentamente al principio que apenas parecían moverse, llamó a voces al joven nacido de sueños, que vino a la barandilla, y le dijo: —Puede ser que encontréis a mi padre. Si lo encontráis, tal vez lo derrotéis, oscureciendo incluso proezas como las suyas. Aun así, puede que os cueste enormemente volver a encontrar el camino hacia el mar, pues en esta isla los canales están hechos de las formas más inimaginables. Pero hay una manera. De la mano derecha de mi padre has de despellejar la yema del primer dedo.
Verás en ella mil líneas enmarañadas. No te desanimes y estúdialas atentamente; pues es el mapa que siguió para trazar las vías de agua, de modo que siempre pudiera tenerlo consigo.
Aproaron tierra adentro y, tal como les había advertido la princesa, el canal que seguían pronto se dividió una y otra vez hasta que hubo mil bifurcaciones de canales y diez mil islotes. Cuando la sombra del palo mayor no fue más larga que un sombrero, el joven nacido de sueños ordenó echar anclas y cubrir los fuegos, y en ese lugar quedaron esperando una larga tarde engrasando los cañones y preparando la pólvora y todo lo que pudiera necesitarse en la más encarnizada de las batallas.
Por fin llegó la Noche, y la vieron pasar de un islote a otro llevando una nube de murciélagos sobre los hombros y unos lobos terribles pisándole los talones. No parecía estar más allá de un simple tiro de artillería desde donde habían anclado, sin embargo todos vieron que no pasaba delante ni de Héspero ni de Sirio, sino por detrás. Se volvió a mirarlos sólo un momento, y ninguno pudo decir con certeza lo que esa mirada indicaba. Pero todos se preguntaron si realmente el ogro la había tomado por la fuerza como había dicho su hija; y en tal caso, si ella no había perdido ya el resentimiento que cabía imaginar.
Con la primera luz la trompeta sonó en el alcázar y el combustible animó los fuegos cubiertos; pero como la brisa de la mañana soplaba favorable en el canal, el joven ordenó desplegar velas antes de que las grandes ruedas estuvieran dispuestas a moverse. Y cuando el blanco espectro despertó al fin, la nave se adelantó a doble velocidad.
El canal se prolongaba muchas leguas, bastante derecho como para que no hubiera necesidad de arrizar las velas ni enmendar el rumbo. Cruzaron otros cien canales, y en cada uno de ellos estudiaron las aguas, que eran siempre translúcidas como el cristal. Contar las cosas extrañas que vieron en los islotes por los que pasaron requeriría una docena de cuentos tan largos como éste: mujeres que crecían de tallos como flores asomaban por encima del barco, y besándolos trataban de mancharles la cara con el polvo de las mejillas; hombres a quienes la afición al vino había matado hacía tiempo yacían junto a manantiales de vino, y seguían bebiendo, demasiado embriagados para saber que sus vidas habían acabado ya; bestias que eran agüeros para tiempos futuros, de retorcidas extremidades y piel de colores insólitos, esperaban el próximo advenimiento de batallas, terremotos y regicidios.
Por fin el mozo que hacía de segundo se acercó al joven nacido de sueños que esperaba cerca del timonel, y le dijo:
—Ya hemos avanzado mucho por este canal y el sol, que no había mostrado la cara cuando recogimos las velas, se acerca al cenit. Siguiéndolo, hemos cruzado otros mil canales, y en ninguno hemos visto ninguna huella del ogro. ¿No puede ser que hayamos tomado un rumbo desafortunado? ¿No sería más sensato enmendar pronto y buscar otro canal?
Entonces el joven respondió: —Justo ahora pasa un canal a estribor. Echa una mirada y dime si las aguas están más sucias que las nuestras.
El mozo hizo lo que se le indicaba y dijo: —No, están más claras.
—Dentro de poco se abrirá otro a babor. ¿A qué profundidad puedes ver?
El mozo esperó hasta que el barco pasó frente al canal del que hablaba el joven, y entonces respondió: —Hasta el fondo. Veo muy abajo los restos de una nave muy antigua.
—¿Y ves a la misma profundidad en el canal por el que navegamos?
Y el otro miró las aguas que surcaban, y tenían el color de la tinta; y hasta las salpicaduras que despedían las ruedas parecían grajos y cuervos. En seguida comprendió y gritó a todos los demás que se quedaran junto a los cañones, pues no podía decir que se prepararan a quienes estaban preparados desde hacía tanto tiempo.
Enfrente se encontraba un islote más elevado que casi todos los demás, coronado de árboles altos y sombríos; y en ese punto el canal se torcía, de modo que el viento, que había soplado fijo de popa, golpeó el mirador. El timonel hizo girar la rueda y el marinero de guardia soltó algunas escotas y atesó otras, y la proa del barco dobló la pronunciada curva del risco y allí, ante ellos, apareció un largo casco de poca manga, con un único castillo en la crujía y un solo cañón mayor que todos los que ellos llevaban y que asomaba por una única tronera.
Entonces el joven nacido de sueños abrió la boca para ordenar a los artilleros de proa que abrieran fuego, pero antes que sus palabras bramó el cañón enemigo con un sonido que no era como el del trueno u otro ruido conocido a los oídos de los hombres, sino como si hubieran estado en una alta torre de piedra y ésta se hubiera derrumbado en un instante.
Y el proyectil del disparo alcanzó la recámara del primer cañón de estribor, rompiéndolo en pedazos y reventando él mismo, de modo que los fragmentos de cañón y proyectil se esparcieron por el buque como hojas oscuras antes de un vendaval y mató a muchos hombres.
Entonces el timonel, sin esperar orden alguna, hizo girar el barco hasta que la batería de babor quedó apuntando, y los cañones, como lobos que aúllan a la luna, dispararon a discreción de los hombres que los servían. Y sus proyectiles pasaron a uno y otro lado del único castillo del enemigo, y algunos lo acertaron produciendo el ruido de campanadas fúnebres por los que habían perecido un momento antes, y otros se perdieron en el agua ante el casco que lo sostenía, y otros dieron sobre la cubierta (que también era de hierro) y al contacto con ella volaron rebotados hacia el cielo con un ruido chillón.
Entonces volvió a hablar el único cañón del enemigo.
Y así continuó durante instantes que parecieron años enteros. Por fin, el joven pensó en el consejo de la princesa, la hija de la Noche; pero aunque el viento soplaba fuerte, no era del todo favorable, y si hubiera de enmendar el rumbo, hasta que soplara desde el barco hacia el enemigo, según el consejo de la princesa, durante un buen rato ningún cañón apuntaría salvo la artillería de proa, y cuando lo hicieran sería la batería de estribor, uno de cuyos cañones había sido destruido causando tantos muertos.
Pero en ese momento se le ocurrió que estaban luchando como lo habían hecho otros cientos que ya estaban muertos, y sus barcos hundidos y sus huesos esparcidos por los innumerables canales que daban vueltas y surcaban como una maraña la superficie de la isla del ogro. Entonces transmitió su orden al timonel; pero nadie respondió, pues éste había muerto y la rueda que había sostenido lo sostenía ahora a él. El joven nacido de sueños empuñó entonces el timón y presentó al enemigo la estrecha proa del buque. Entonces pudo verse cómo las tres hermanas favorecen al intrépido, pues el siguiente disparo del enemigo, que pudo haber barrido el barco de proa a popa, cayó a babor a la distancia de un remo. Y el siguiente, a estribor a la distancia del ancho de un bote.
Y ahora el enemigo, que antes se había mantenido firme, no intentando huir ni acercarse, dio media vuelta. Viendo que escaparía si podía hacerlo, la tripulación dio un gran grito, como si ya hubieran alcanzado la victoria. Pero, ¡oh maravilla!, el único castillo, que hasta entonces todos habían creído fijo, giró en el sentido contrario, de modo que el enorme cañón, más grande que cualquiera de los cañones de la nave, seguía apuntando.
Un momento después el proyectil acertó en la crujía, arrancando un cañón de la andana de estribor como un borracho hubiera podido arrojar a un niño fuera de la cuna, rebotando por toda la cubierta y destrozándolo todo. Entonces los cañones de la batería (los que quedaban) soltaron a coro fuego y hierro. Y como ahora la distancia era menos de la mitad de lo que había sido (o quizá porque la naturaleza del enemigo se había debilitado con el miedo), los proyectiles ya no golpeaban el castillo con un hueco sonido metálico, sino con un crujido como si la campana que ha de anunciar el fin del mundo se estuviera resquebrajando; yen la aceitosa negrura de hierro aparecieron unas grietas.
Y por el tubo de comunicación el joven habló a quienes en la sala de máquinas habían perseverado en alimentar las calderas con troncos, gritándoles que echaran brea a las llamas como había aconsejado la princesa. Al principio, temió que todos ellos hubieran muerto, y después que no hubieran entendido la orden con el fragor de la batalla. Pero una sombra cayó sobre el agua iluminada por el sol entre el enemigo y él, y miró hacia arriba.
Se dice que antiguamente una niña andrajosa, hija de un pescador, encontró en la arena una botella sellada, y al abrir el sello y extraer el corcho se convirtió en reina de hielo a hielo. De la misma manera —así pareció—, un ente elemental, animado por la fuerza que forjara la creación, escapó de las altas chimeneas del barco, tropezando consigo mismo en oscuro regocijo y creciendo a cada empellón que le daba el viento.
Y el viento seguía viniendo, y lo agarraba con innumerables manos y lo llevaba en una masa sólida depositándolo sobre el enemigo. Aunque ya no se veía nada —ni el largo y oscuro casco de cubierta de hierro, ni el cañón único cuya boca les había anunciado el cataclismo—, no perdieron un solo instante, bajaron los cañones y dispararon hacia la negrura. Y de cuando en cuando también se oía el cañón del enemigo, pero no se veía ningún destello ni podía adivinarse adónde iban a parar los proyectiles.
Tal vez aún no habían acertado a nada y todavía seguían viajando alrededor del mundo, buscando el blanco.
Estuvieron disparando hasta que los cañones brillaron como lingotes recién fundidos. Entonces disminuyó el humo que durante tanto tiempo había estado saliendo, y los de abajo gritaron por el tubo que habían consumido toda la brea, y el joven nacido de sueños ordenó que el fuego cesase, y los hombres que habían atendido los cañones cayeron sobre cubierta como otros tantos cadáveres, tan agotados que ni podían pedir agua.
La negra nube se esfumó, no como la niebla en el sol, sino como un ejército de maligna fortaleza que se disuelve ante la repetición de las cargas, cediendo por aquí, resistiendo tozudamente por allá y aun logrando crear alguna escaramuza cuando parece que todo ha concluido.
En vano escrutaron entonces las olas recién bruñidas en busca del ogro. Nada vieron: ni el casco, ni el castillo, ni el cañón, ni planchas ni palos de navío.
Lentamente, con tanta cautela que diríase que temían a un enemigo invisible, avanzaron hasta el punto mismo en que el ogro había estado anclado, y observaron más allá los árboles esparcidos y el suelo atravesado de surcos en el islote donde se perdieran las andanadas. Cuando llegaron al punto donde había estado el largo casco de hierro, el joven nacido de sueños ordenó invertir la marcha de las grandes ruedas, y por fin se detuvieron, quedando tan quietos y silenciosos como lo había estado su adversario. Entonces se acercó a la barandilla y observó el agua, pero con tal expresión que nadie, ni los más valientes, se atrevieron a mirarlo.
Cuando por fin alzó los ojos, tenía el rostro rígido y sombrío, y sin decir a nadie palabra alguna fue a su camarote y se encerró. Entonces el segundo oficial ordenó virar para volver al blanco luquete de la princesa; y también ordenó que se vendaran las heridas, que se pusieran en movimiento las bombas y se comenzaran las reparaciones que pudieran hacerse. Pero llevó con ellos los muertos, para que fueran enterrados en alta mar.
Puede que el canal no fuera tan derecho como habían creído. O que en el combate hubieran perdido la orientación, sin darse cuenta. O que (como algunos sostenían) los canales se torcieran como gusanos en una hoja de lichi cuando nadie tenía la vista puesta en ellos. Sea cual fuere la verdad, estuvieron todo el día navegando a vapor (pues el viento se había apagado), y con la última luz sólo vieron que avanzaban entre islotes desconocidos.
Toda la noche estuvieron al pairo. Cuando llegó la mañana, el joven oficial llamó a aquellos que a su juicio podían darle los consejos más valiosos; pero a ninguno se le ocurrió otra cosa que llamar al joven nacido de sueños (a lo que eran reacios) o continuar avanzando hasta dar con el mar abierto o con el luquete de la princesa.
Esto hicieron durante todo el día, tratando de mantener invariable el rumbo, pero enmendándolo de mala gana para seguir las revueltas de los canales. Y cuando volvió a caer la noche, no estaban en mejor situación que antes.
Pero a la mañana del tercer día el joven nacido de sueños salió de su camarote y comenzó a pasearse de un lado a otro por la cubierta como solía hacer, examinando las reparaciones y preguntando cómo se sentían a los heridos que a causa del dolor habían despertado temprano. Entonces vinieron a él el oficial y quienes lo habían aconsejado, y le explicaron todo lo que habían hecho y preguntaron cómo volverían a encontrar el mar, para poder así enterrar a los muertos y regresar a sus casas de la ciudad de los magos.
A esto, el joven alzó la mirada hasta la bóveda misma del firmamento. Y algunos creyeron que rezaba, y otros que trataba de reprimir la ira que sentía contra ellos, y otros que así sólo pretendía que le viniera una inspiración. Pero tanto tiempo tuvo así clavada la mirada que el temor fue dominándolos, como cuando él había mirado el agua, y uno o dos empezaron a retirarse en silencio. Entonces él les dijo: —¡Mirad! ¿No veis las aves marinas? Acuden de todos los rincones del cielo. Seguidlas.
Durante casi toda la mañana, siguieron a las aves, tanto como las curvas de los canales lo permitían. Por fin las vieron delante, volando en círculos y zambulléndose, de manera que las alas blancas y las cabezas de ébano semejaban una nube baja, hermosa por fuera y tormentosa por dentro. Entonces el joven nacido de sueños les dijo que cargaran un cañón sólo con pólvora y que dispararan; y con el estampido todas las aves remontaron entre gritos y chillidos. Y allí donde habían estado, la tripulación vio que flotaba un enorme trozo de carroña, que les pareció un animal terrestre, pues tenía, así creyeron, cabeza y cuatro patas. Pero era mayor que muchos elefantes.
Cuando estuvieron cerca, el joven ordenó preparar un bote, y cuando subió a bordo vieron que ceñía un enorme alfanje cuya hoja destellaba al sol. Durante algún tiempo estuvo ocupado con la carroña, y cuando regresó llevaba un mapa, el mayor que ninguno de ellos había visto, dibujado sobre piel sin curtir.
Al oscurecer llegaron al luquete de la princesa. Todos esperaron a bordo mientras la madre la visitaba; pero cuando esa terrible mujer se hubo marchado, todos los que podían caminar fueron a tierra y las doncellas trigueras se les apiñaron alrededor, cien por cada mozo, y el joven nacido de sueños tomó en brazos a la hija de la Noche y abrió todos los bailes. Ninguno de ellos olvidó jamás aquella noche.
El rocío los sorprendió bajo los árboles del jardín de la princesa, medio cubiertos por las flores. Durante algún tiempo durmieron así, pero cuando la tarde hizo retroceder las sombras de los mástiles, ya estaban despiertos. Entonces la princesa se despidió de la isla y juró que aunque tal vez visitaría todos los países por los que su madre tenía que pasar, nunca regresaría allí, y lo mismo juraron las doncellas trigueras. Quizás eran demasiadas para que el barco pudiera llevarlas; pero así se hizo, y todas las cubiertas fueron verdes como sus vestidos y de oro como sus cabellos. Mucho les acaeció en el camino de regreso a la ciudad de los magos. Tal vez se podría contar cómo echaron sus muertos al mar entre oraciones, y cómo más tarde se les veía de noche en la arboladura; o cómo algunas de las doncellas trigueras se casaron con príncipes que habían pasado tantos años bajo el hechizo de encantamiento que se resistían a abandonar esa vida (en la que habían aprendido mucha magia), príncipes que construyen palacios sobre hojas de nenúfar y raramente son vistos por los hombres.
Pero todo eso no tiene cabida aquí. Baste decir que al aproximarse al acantilado en que se levanta la ciudad de los magos, el estudiante que había engendrado al joven con materia de sueños se encontraba en las almenas esperando a que aparecieran en el mar. Y cuando vio las velas oscuras, tiznadas por el humo de la brea que había cegado al enemigo, las creyó ennegrecidas en señal de duelo por la muerte del joven y se arrojó al vacío, y así pereció. Pues nadie vive mucho tiempo cuando sus sueños han muerto.