8 Los infortunios de un pueblo

Sabía lo suficiente sobre ese período de la historia para darme cuenta de que en general la gente no salía a pasear en plena noche, y menos aún en medio de una tormenta de nieve, pero Meir había escrito para mí una carta elocuente y urgente en la que explicaba al sheriff y también al capitán de la guardia, al que Meir conocía por su nombre, de que yo debía ver a Fluria sin demora. También había escrito una carta a Fluria, que yo leí, urgiéndola a hablar conmigo y a confiar en mí.

Me encontré con que había de trepar una cuesta empinada para llegar al castillo, y, con gran decepción por mi parte, Malaquías sólo me dijo que estaba desempeñando mi misión de una forma magnífica. No hubo más informaciones ni consejos.

Y cuando finalmente fui admitido en los aposentos de Fluria en el castillo, estaba helado, empapado y exhausto.

Pero el entorno hizo que me recuperara de inmediato. En primer lugar la habitación misma, en lo alto de la torre más fuerte del castillo, era digna de un palacio, y aunque Fluria posiblemente no prestaba atención a las imágenes de los tapices, éstos cubrían por entero los muros de piedra, y también los suelos estaban revestidos de alfombras bellamente tejidas.

Había varios altos candelabros de hierro forjado en cada uno de los cuales ardían cinco o seis velas, y la habitación aparecía suavemente iluminada por ellas así como por el fuego que crepitaba en el hogar.

Era obvio que a Fluria se le había asignado únicamente aquella habitación, de modo que nos encontramos a la sombra de su enorme lecho provisto de pesadas colchas.

Frente al lecho estaba el hogar redondo de piedra, y el humo se evacuaba a través de un simple agujero abierto en el techo.

Colgaban sobre la cama cortinajes de color escarlata, y había también sillas de madera tallada en las que tomar asiento, un lujo poco habitual, y un escritorio que podíamos colocar entre los dos para una charla más íntima.

Fluria se sentó a la mesa y me indicó con un gesto que hiciera lo mismo en la silla del lado opuesto.

La habitación estaba caldeada, quizá demasiado caldeada, y yo puse mis zapatos a secar junto al fuego con permiso de la dama. Me ofreció vino especiado, como lo había hecho antes con el sheriff, pero sinceramente yo no sabía si me estaba permitido beber vino en caso de que deseara hacerlo, y lo cierto es que tampoco lo deseaba.

Fluria leyó la carta escrita por Meir en hebreo, en la que le pedía que me hablara y confiara en mí. Plegó rápidamente el rígido pergamino y guardó la carta en un libro de lomo de piel que había sobre la mesa, mucho más pequeño que los volúmenes que yo había visto en su casa.

Llevaba la misma cofia de antes, que cubría por completo su cabeza, pero se había quitado el velo y el brial de seda ceñido, y llevaba una túnica gruesa de lana con una hermosa esclavina forrada de piel sobre los hombros y la capucha echada hacia atrás. Un sencillo velo blanco con un adorno circular dorado le cubría los hombros y la espalda.

De nuevo tuve la impresión de que me recordaba a alguien que había conocido en mi vida natural, pero tampoco ahora me dio tiempo a precisar aquel barrunto.

Guardó la carta.

– Lo que yo os diga, ¿será enteramente confidencial, como me ha escrito mi marido?

– Sí, absolutamente. No soy sacerdote, sólo un hermano. Pero respetaré la confidencia como cualquier sacerdote guarda un secreto de confesión. Créeme que he venido aquí con el único propósito de ayudarte. Piensa en mí como la respuesta a una plegaria.

– Así os ha descrito él -dijo ella, pensativa-. Y por eso estoy encantada de recibiros. Pero ¿sabéis lo que ha sufrido mi pueblo en Inglaterra en los últimos tiempos?

– Vengo de muy lejos, pero algo sé -respondí.

Era evidente que hablar le resultaba mucho más fácil a ella que a Meir. Reflexionó, y siguió diciendo:

– Cuando yo tenía ocho años, todos los judíos de Londres fueron llevados a la Torre como medida de protección, debido a los alborotos que se produjeron por la boda del rey con la reina Eleanor de Provenza. Yo me encontraba en París, pero tuve noticia de ello, y también en nuestra ciudad hubo problemas.

»Cuando tenía diez años, un sábado, cuando todos los judíos de Londres estaban dedicados a sus rezos, requisaron todos los ejemplares de nuestro libro sagrado, el Talmud, y los quemaron en público. Por supuesto no se llevaron todos nuestros libros. Se apoderaron sólo de los que vieron.

Sacudí la cabeza, consternado.

– Cuando tenía catorce años y vivíamos en Oxford mi padre, Elí, y yo, los estudiantes organizaron un tumulto y saquearon nuestras casas para recuperar el dinero que nos debían por sus libros. De no haber sido por alguien… -Se detuvo, y luego prosiguió-: De no ser porque alguien nos avisó, más personas habrían perdido sus libros sagrados, y sin embargo los estudiantes de Oxford siguen pidiéndonos préstamos incluso ahora, y alquilan habitaciones en casas que son de nuestra propiedad.

Hice un gesto para indicar mi conmiseración, y la dejé continuar.

– Cuando yo tenía veintiún años -dijo-, a los judíos de Inglaterra se les prohibió comer carne durante la cuaresma, o en los días en que los cristianos no la comían. -Suspiró-. Las leyes y las persecuciones son demasiado numerosas para que os hable de todas ellas. Y en Lincoln, hace tan sólo dos años, ocurrió lo más espantoso de todo.

– Te refieres al pequeño san Hugo. Oí hablar de él a la gente del tumulto de esta noche. Algo sé del asunto.

– Supongo que sabéis que todas las acusaciones contra nosotros eran absolutas mentiras. ¿Podéis imaginar que secuestramos a ese niño cristiano, lo coronamos de espinas, le atravesamos las manos y los pies y nos burlamos de él como si fuera Cristo? ¿Os lo imagináis? ¿Y que vinieron judíos de toda Inglaterra para participar en ese ritual malvado? Y sin embargo, eso es lo que se dice que hicimos. De no haber sido torturado un desdichado miembro de nuestro pueblo y forzado a dar los nombres de otros, la locura no habría llegado tan lejos. El rey se presentó en Lincoln y condenó al pobre desdichado Copín, que había confesado esas cosas indecibles, y lo colgaron, pero después de haberlo llevado a rastras por toda la ciudad amarrado a la cola de un caballo.

Me estremecí.

– Muchos judíos fueron llevados a Londres y encarcelados. Muchos judíos fueron juzgados. Murieron muchos judíos. Y todo por la fantástica historia de un niño atormentado, y ahora ese mismo niño está enterrado en una capilla tal vez más gloriosa que la del pequeño san Guillermo que tuvo el honor de ser el protagonista de una historia parecida muchos años antes. El pequeño Hugo ha levantado a toda Inglaterra contra nosotros. La gente común ha plasmado esa historia en canciones.

– ¿No hay un lugar en este mundo seguro para vosotros? -pregunté.

– Lo mismo me pregunto yo -respondió-. Me encontraba en París con mi padre cuando Meir me pidió en matrimonio. Norwich siempre había sido una buena comunidad, y había sobrevivido largo tiempo a la leyenda del pequeño san Guillermo, y Meir había heredado aquí la fortuna de su tío.

– Comprendo.

– En París también quemaron nuestros libros sagrados. Y lo que no se quemó, fue entregado a los franciscanos y a los dominicos…

Hizo una pausa y miró de reojo mi hábito.

– Sigue, te lo ruego -dije-. No pienses ni por un momento que estoy en contra de vosotros. Sé que hombres de las dos órdenes han estudiado el Talmud. -Deseé poder recordar algo más de las cosas que había leído-. Cuéntame, ¿qué más ocurrió?

– Sabéis que el gran gobernante, Su Majestad el rey Luis, nos detesta y nos persigue, y que confiscó nuestras propiedades para financiar su cruzada.

– Sí, lo sé -dije-. Las cruzadas esquilmaron a los judíos ciudad tras ciudad y en un país tras otro.

– Pero en París nuestros estudiosos, incluida mi propia familia, lucharon por el Talmud cuando nos lo quitaron. Apelaron al mismo papa, y el papa accedió a que el Talmud fuera sometido a juicio. Nuestra historia no se limita a persecuciones interminables. Tenemos nuestros estudiosos. Tenemos nuestros buenos momentos. Por lo menos en París, nuestros maestros hablaron con elocuencia de nuestros libros sagrados, de su bondad en general y de que el Talmud no supone ninguna amenaza para los cristianos que entren en contacto con nosotros. Pero el juicio fue inútil. ¿Cómo pueden nuestros hombres doctos estudiar cuando se les arrebatan sus libros? Y sin embargo, en nuestra época son muchos los que desean aprender el hebreo en Oxford y en París. Vuestros hermanos desean aprender el hebreo. Mi padre siempre se rodeó de estudiantes cristianos…

Se interrumpió. Algo la había afectado profundamente. Se llevó la mano a la frente, y rompió a llorar tan de súbito que me pilló desprevenido.

– Fluria -me apresuré a decir, reprimiendo cualquier caricia que ella podía considerar impropia-. Conozco esos juicios y esas tribulaciones. Sé que la usura fue prohibida en París por el rey Luis y que expulsó a quienes no quisieron acatar la ley. Sé por qué vuestro pueblo se ha dedicado a esa práctica y sé que ahora se ha asentado en Inglaterra sencillamente por esa razón, porque los judíos son considerados útiles en la medida en que prestan dinero a los barones y a la Iglesia. No necesitas defender a vuestro pueblo ante mí. Pero dime: ¿qué debemos hacer para solucionar la tragedia a la que nos enfrentamos?

Dejó de llorar. Buscó entre sus ropas y sacó un pañuelo de seda con el que se enjugó los ojos con delicadeza.

– Perdonad que me haya dejado llevar de esta manera. No hay ningún lugar seguro para nosotros. París no es diferente, a pesar de que haya tantas personas que estudien nuestra antigua lengua. París puede ser en ciertos aspectos un lugar donde la vida es más fácil, pero también Norwich nos pareció un lugar pacífico, por lo menos para Meir.

– Meir me habló de un hombre de París que podría ayudaros -dije-. Dijo que sólo tú puedes decidir si quieres recurrir a él. Y, Fluria, he de confesarte una cosa. Sé que tu hija, Lea, ha muerto.

Rompió a llorar de nuevo y volvió la cara de otro lado, cubriéndose con el pañuelo.

Esperé. Allí sentado escuché el crepitar del fuego y le dejé tiempo para recuperarse. Luego dije:

– Hace muchos años, yo perdí a mi hermano y a mi hermana. -Hice una pausa-. Pero no puedo imaginar el dolor de una madre que pierde a un hijo.

– Hermano Tobías, no sabéis ni la mitad del asunto. -Se volvió de nuevo hacia mí, con el pañuelo apretujado en la mano. Ahora sus ojos eran cálidos y enormes. Aspiró hondo-. He perdido dos hijas. Y por lo que se refiere al hombre de París, creo que cruzaría el mar para defenderme. Pero no sé qué es lo que hará cuando sepa que Lea ha muerto.

– ¿No me permitirás que te ayude a tomar esa decisión? Si decides que quieres que vaya a París a buscar a ese hombre, lo haré. -Me miró con atención durante largo rato-. No dudes de mí -dije-. Soy un vagabundo, pero creo que es voluntad del Señor que me encuentre aquí. Creo que he sido enviado para ayudaros. Y me arriesgaré a cualquier cosa, sólo por hacerlo.

Ella siguió examinándome, pensativa. ¿Me aceptaría?

– Dices que has perdido a dos hijas. Cuéntame lo que ocurrió. Y háblame de ese hombre. Sea lo que sea lo que me digas, no será utilizado en perjuicio de nadie, sino sólo para ayudaros a encontrar una solución.

– Muy bien -dijo-. Os contaré toda la historia, y tal vez en el relato encontremos la decisión, porque no nos enfrentamos a una tragedia común…, y ésta tampoco es una historia común.

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