Hubo presagios funestos desde el principio.
Lo primero, yo no quería hacer un trabajo en la Posada de la Misión. Estaba dispuesto a cumplir en cualquier otro lugar, pero no en la Posada de la Misión. Y en la suite nupcial además, precisamente en esa habitación, mi habitación. Mala suerte, peor que mala, pensé.
Desde luego, mi jefe, el Hombre Justo, no tenía forma de saber, cuando me asignó el encargo, que la Posada de la Misión era el lugar adonde iba cuando no quería ser Lucky el Zorro, cuando no quería ser su sicario.
La Posada de la Misión formaba parte del minúsculo mundo en el que yo no llevaba disfraz. Cuando estaba allí era sencillamente yo mismo, metro noventa y cinco de estatura, cabello rubio corto, ojos grises…, una persona similar a tantas otras que no se parecía a nadie en particular. Cuando estaba allí no me molestaba en alterar el tono de voz ni llevaba las gafas de sol de rigor que ocultaban mi identidad en cualquier lugar que no fuese el apartamento y el barrio donde vivía.
Sólo era quien soy cuando iba allí, aunque en realidad no era nadie salvo el hombre que llevaba todos esos complicados disfraces cuando hacía lo que el Hombre Justo me había encargado que hiciese.
De modo que la Posada de la Misión me pertenecía, constituía el signo de lo que yo era, y lo mismo ocurría con la suite nupcial, llamada suite Amistad, bajo la cúpula. Y ahora me pedían que quemara aquel lugar. No para nadie en particular, a excepción de mí mismo, claro. Yo nunca habría hecho nada que pudiese perjudicar a la Posada de la Misión.
Era una tarta gigantesca, una quimera en forma de edificio donde solía refugiarme. Un lugar extravagante y laberíntico que abarcaba dos manzanas de la ciudad y en el que yo pretendía, durante uno, dos o tres días, que no me buscaran ni el FBI, ni la Interpol, ni el Hombre Justo. Un lugar en el que podía perderme y, de paso, perder mi conciencia.
Hacía mucho tiempo que Europa se había convertido en peligrosa para mí a causa del aumento de la seguridad en todos los controles y el hecho de que los organismos policiales que soñaban con atraparme habían decidido que yo estaba implicado en todos los asesinatos sin resolver que guardaban en sus archivos.
Si me apetecía encontrar la atmósfera que tanto amaba en Siena o en Asís, o en Viena o Praga, o en todos los demás lugares que ya no podía visitar, me iba a la Posada de la Misión. No era ninguno de aquellos lugares, es cierto, pero me proporcionaba un refugio único y me restituía con espíritu renovado a mi mundo estéril.
No se trataba del único lugar donde yo no era nadie en absoluto, pero sí del mejor, y también el que visitaba con mayor frecuencia.
La Posada de la Misión no estaba lejos de donde yo «vivía», por decirlo de algún modo. Y solía acudir allí, como llevado por un impulso, en cualquier momento en que pudieran darme mi suite. Me gustaban mucho las demás habitaciones, en particular la suite del Posadero, pero valía la pena ser paciente y esperar a que la suite Amistad estuviera libre. A veces me llamaban a uno de mis muchos teléfonos móviles para informarme de que la suite estaba libre para mí.
En ocasiones pasaba una semana entera en la Posada de la Misión. Llevaba conmigo el laúd y me entretenía tocándolo. Y siempre tenía un montón de libros para leer, por lo general de historia. Volúmenes sobre la Edad Media y las edades oscuras, o sobre el Renacimiento, o la Roma antigua. Leía durante horas en la suite Amistad, y me sentía extrañamente a salvo y seguro.
Desde la Posada iba a lugares especiales.
A menudo, sin disfraz, conducía hasta la cercana Costa Mesa para escuchar a la orquesta Pacific Symphony. Me gustaba el contraste, pasar de las arcadas de estuco y las campanas herrumbrosas de la Posada al enorme milagro de plexiglás de la sala de conciertos Segerstrom, con el coqueto Café Rouge en el primer piso.
Detrás de aquellos luminosos y ondulantes ventanales el restaurante parecía flotar. Y, en efecto, cuando comía allí me sentía como si flotase en el espacio y en el tiempo, lejos de todo lo feo y lo malo, dulcemente solo.
Acababa de oír Laconsagración de la primavera, de Stravinsky, en la sala de conciertos. Me gustó. Me gustó su locura palpitante. Me hizo recordar la primera vez que la escuché, diez años atrás, la noche en que conocí al Hombre Justo. Esta vez me llevó a pensar en mi propia vida y en cuánto había ocurrido desde entonces, vagando por el mundo a la espera de aquellas llamadas al teléfono móvil que siempre significaban que alguien había sido señalado, y que yo tenía que dar con él.
Nunca maté a mujeres, lo que no significa que no lo hubiera hecho antes de convertirme en vasallo del Hombre Justo, o en su siervo, o en su paladín, depende de cómo lo vea cada cual. Él me consideraba su paladín. A mí, en cambio, nuestra relación me parecía bastante más siniestra, y durante aquellos diez años nunca llegué a acostumbrarme a ella.
Muchas veces conducía desde la Posada de la Misión hasta la misión de San Juan Capistrano, más al sur y próxima a la costa, otro lugar secreto en el que me sentía desconocido y en ocasiones incluso feliz.
Ahora bien, la de San Juan Capistrano es una misión auténtica, todo lo contrario de la Posada de la Misión, que constituye un tributo a la arquitectura y la herencia de las misiones. Pero San Juan Capistrano lo es de verdad.
En Capistrano paseaba por la enorme plaza ajardinada y los claustros abiertos, y visitaba la estrecha y oscura capilla Serra, el más antiguo oratorio católico consagrado en el estado de California.
Me gustaba ese lugar. Me gustaba que fuera el único santuario en toda la costa donde había celebrado la misa el beato fray Junípero Serra, el gran franciscano. Podía haber dicho la misa en muchas otras capillas de otras tantas misiones. Seguramente lo había hecho. Pero ésta era la única de la que todo el mundo tenía plena certeza.
En ocasiones, tiempo atrás, conduje hacia el norte para visitar la misión de Carmel, contemplar la pequeña celda que supuestamente había ocupado fray Junípero Serra, y meditar acerca de su sencillez: la silla, la cama estrecha, la cruz en la pared. Era todo lo que un santo necesita.
Por supuesto, también estaba San Juan Bautista, con su refectorio y su museo…, y todas las demás misiones que con tanto esfuerzo habían sido restauradas.
Cuando era niño, durante un tiempo quise ser monje, dominico para ser más preciso, y las misiones californianas de dominicos y franciscanos se confundían en mi mente porque las dos eran órdenes mendicantes. Yo las respetaba por igual, y una parte de mí pertenecía a aquel antiguo sueño.
Todavía leía libros de historia sobre los franciscanos y los dominicos. Tenía una antigua biografía de santo Tomás de Aquino, que guardaba desde mis días de escolar, cubierta de viejas anotaciones. Leer historia siempre me calmaba, me permitía sumirme en épocas pretéritas y, por lo tanto, seguras. Lo mismo me ocurría con las misiones. Eran islas al margen de nuestro tiempo.
La que visitaba con más frecuencia era la capilla Serra en San Juan Capistrano.
No iba allí para rememorar la devoción que había sentido de niño. Esa devoción había desaparecido para siempre. Todo lo que yo quería era mi huella en los caminos que recorrí en aquellos primeros años. Puede que únicamente deseara pisar tierra sagrada, caminar por lugares de peregrinación y de santidad, porque en la actualidad no podía pensar demasiado en ellos.
Me gustaba el techo abovedado de la capilla Serra, y la pintura oscura de sus muros. Me sentía en paz en la penumbra de su interior, con el brillo tenue del oro del retablo colocado en el extremo más lejano, y su marco dorado detrás del altar repleto de estatuas y de santos.
Me gustaba la luz roja que ardía a la izquierda del tabernáculo. A veces me arrodillaba delante del altar en uno de los dos reclinatorios dispuestos allí, obviamente, para los novios de una boda.
Desde luego aquel retablo dorado o trasaltar, como se le suele llamar, no había estado allí en la época de los primeros franciscanos. Llegó después, con la restauración, pero en sí misma la capilla tenía un aspecto muy auténtico. En ella se guardaba el Santo Sacramento. Y el Santo Sacramento, al margen de lo que yo creyera, era algo «real».
¿Cómo puedo explicarlo?
Siempre me arrodillaba en la semioscuridad durante un rato muy largo, y siempre encendía una vela antes de irme, aunque no sabría decir para quién ni para qué. Tal vez susurraba: «Esto es en recuerdo tuyo, Jacob, y tuyo, Emily.» Pero no era una oración. Yo ya no creía en la oración, y tampoco creía en los recuerdos.
Me encantaban las ceremonias, los monumentos y las conmemoraciones. Me encantaba la historia de los libros, los edificios y las pinturas…, y creíaen el peligro, y creíaen matar a gente cuando y donde mi jefe me daba instrucciones para hacerlo. Mi jefe, al que en el fondo de mi corazón yo llamaba sencillamente el Hombre Justo.
La última vez que estuve en la misión (hace escasamente un mes), pasé un rato desacostumbradamente largo paseando por el inmenso jardín.
Nunca había visto tanta variedad de flores en un lugar. Había rosas recientes, exquisitamente moldeadas, y otras más maduras, abiertas como camelias. Había jazmines, dondiegos, lantanas, y los mayores arbustos de madreselva que había visto en mi vida. Había girasoles y azahar, y margaritas, y podías caminar en medio de todo aquello siguiendo cualquiera de los amplios y cómodos senderos recién pavimentados.
Me demoré en los claustros recoletos porque me gustan los suelos antiguos, de losas irregulares. Me divertí mirando el mundo exterior desde debajo de los arcos. Los arcos de medio punto siempre me han infundido una sensación de paz. Los arcos de medio punto definían la misión, y también la Posada de la Misión.
Me proporcionaba un placer especial en Capistrano el hecho de que la disposición de la misión fuera un antiguo diseño monástico repetido en monasterios de todo el mundo, y que Tomás de Aquino, mi héroe santo de cuando era niño, posiblemente pasó horas paseando por un claustro así, con sus soportales y sus senderos bien definidos en el exterior, y sus inevitables flores.
A lo largo de la historia, los monjes repitieron ese diseño una y otra vez como si los ladrillos y el mortero pudieran de alguna manera mantener a distancia un mundo malvado, y salvaguardarlos para siempre a ellos y a los libros que escribían.
Me quedaba mucho tiempo entre los gruesos muros en ruinas de la gran iglesia de Capistrano.
Un terremoto había destruido el lugar en 1812, y todo lo que quedó era un gran hueco, un santuario sin techo con nichos vacíos y de unas dimensiones estremecedoras. Yo miraba los cascotes de ladrillo y cemento esparcidos al azar aquí y allá, como si tuvieran algún significado para mí, algún sentido como el de la música de Laconsagración de la primavera, alguna relación con el hundimiento y la ruina de mi propia vida.
Era yo un hombre sacudido por un terremoto, un hombre paralizado por una disonancia. Lo sabía muy bien. Pensaba en ello todo el tiempo, aunque intentaba no hacerlo de forma continuada. Intentaba aceptar lo que parecía ser mi destino. Pero si no crees en el destino, bueno, pues no te resulta fácil.
En mi visita más reciente estuve hablándole a Dios en la capilla Serra y diciéndole cuánto aborrecía que Él no existiese. Le dije que la ilusión de que Él existía era perversa, lo injusto que era hacerles eso a los hombres mortales, y en especial a los niños, y cuánto lo detestaba por esa razón.
Lo sé, lo sé, no tiene sentido. Yo hacía un montón de cosas que no tenían sentido. Ser un asesino y nada más no tenía sentido. Y, probablemente, era la razón de que cada vez con más frecuencia diera vueltas y más vueltas por los mismos lugares, libre de mis muchos disfraces.
Leía libros de historia a todas horas como si creyera que Dios había actuado en más de una ocasión en la historia para salvarnos de nosotros mismos, pero no lo creía en absoluto, y mi mente estaba abarrotada de datos aleatorios sobre una edad o un personaje famoso. ¿Por qué había de hacer algo así un asesino?
Uno no puede ser un asesino en todos los momentos de su vida. Algo de humanidad tiene que aflorar en algún momento, algún deseo de comportarte de forma normal, a pesar de lo que hagas.
Por eso yo tenía mis libros de historia, y las visitas a aquellos lugares que me recordaban los tiempos en los que leía con un entusiasmo nebuloso, ocupando mi mente con narraciones para no dejar que, despejada, se volviera hacia sí misma.
Y tenía que agitar mi puño delante de Dios por lo absurdo de todo aquello. Y me hacía bien, sólo a mí. Él no existía en realidad, pero yo podía tenerlo de aquella manera, con mi rabia, y me gustaban esos momentos de conversación con las ilusiones que tanto habían significado para mí en otros tiempos, y ahora sólo me inspiraban rabia.
Tal vez cuando te educas en el catolicismo conviertes en un ritual toda tu vida. Vives en un teatro de la mente porque eres incapaz de salirte de ahí. Te quedas enganchado de por vida a un período de dos mil años porque has crecido con la conciencia de pertenecer a ese período.
Muchos norteamericanos creen que el mundo fue creado el día en que ellos nacieron, pero los católicos retrotraen el comienzo del mundo a Belén e incluso más allá, y lo mismo hacen los judíos, incluso los más laicos, al recordar el Éxodo y las promesas anteriores de Abraham. Yo nunca he contemplado las estrellas de la noche o las arenas de una playa sin recordar las promesas de Dios a Abraham sobre su descendencia; y sin importar lo que yo creyera o dejara de creer además de eso, Abraham era el patriarca de la tribu a la que pertenecía, sin culpa ni virtud por mi parte.
«Acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa.»
Así es como representamos dramas en nuestro teatro mental, incluso cuando ya no creemos en el público ni en el director de la obra.
Reí al pensar en eso mientras meditaba en la capilla Serra, reí en voz alta como un loco, arrodillado allí, mientras murmuraba en la dulce y deliciosa penumbra y sacudía la cabeza.
Lo que me enloqueció en esa última visita fue que precisamente ese día se cumplían diez años desde que empecé a trabajar para el Hombre Justo.
El Hombre Justo se acordó del aniversario, habló de aniversarios por primera vez y me anunció un regalo consistente en una cantidad importante de dinero remitida ya a la cuenta bancaria suiza a través de la cual recibo por lo común mis honorarios.
La noche antes me dijo por teléfono:
– Si supiera algo de ti, Lucky, te regalaría algo más que frío dinero. Todo lo que sé de ti es que tocas el laúd, y que cuando eras niño lo llevabas siempre contigo. Me lo contaron…, eso de la música. Si no te hubiera gustado tanto tocar el laúd, tal vez nunca nos habríamos conocido. ¿Te das cuenta del tiempo que ha pasado desde que te vi? Y siempre espero que te dejes caer por aquí y traigas contigo tu precioso laúd. Cuando lo hagas, te pediré que toques para mí, Lucky. Diablos, Lucky, ni siquiera sé dónde vives en realidad.
Ahora era algo que mencionaba continuamente, que no sabía dónde vivo, porque creo que tenía miedo, en el fondo de su corazón, de que yo no confiara en él, de que mi trabajo hubiera desgastado poco a poco el amor que yo sentía por él.
Pero sí que confiaba en él. Y lo quería. No quería a nadie más que a él en el mundo. Sólo que deseaba que nadie supiera dónde vivía.
Ninguno de los lugares donde yo vivía era mi hogar, y cambiaba con frecuencia de residencia. Nada me llevaba de un sitio a otro, a excepción de mi laúd y todos mis libros. Y, por supuesto, mis pocas ropas.
En esta era de teléfonos móviles y de Internet, era muy fácil no dejar rastro. Y también muy fácil escuchar una voz íntima en un silencio teletrónico perfecto.
– Mira, puedes llamarme en cualquier momento, de día o de noche -le recordé-. Dónde viva no tiene importancia. A mí no me importa, de modo que ¿por qué había de importarte a ti? Y algún día puede que te mande una grabación de mí tocando el laúd. Te sorprenderá. Todavía lo hago bien.
Rio sin ruido. Se sentía feliz, como siempre que yo le contestaba al teléfono.
– ¿Te he fallado alguna vez? -le pregunté.
– No, y yo tampoco te fallaré nunca -contestó-. Es sólo que me gustaría verte con más frecuencia. Diablos, podrías estar en París ahora mismo, o en Ámsterdam.
– No lo estoy -respondí-. Lo sabes. Los controles policiales son demasiado peligrosos. Estoy en Estados Unidos, y aquí he permanecido desde el 11-S. Más cerca de lo que piensas, y te haré una visita uno de estos días, aunque no ahora mismo, y puede que te invite a cenar. Nos sentaremos en un restaurante como seres humanos. Pero en estos momentos no estoy preparado para una reunión. Me gusta estar solo.
No hubo ningún encargo en ese aniversario, de modo que pude quedarme en la Posada de la Misión y acercarme en coche a San Juan Capistrano la mañana siguiente.
No había ninguna necesidad de decirle que en ese momento tenía un apartamento en Beverly Hills, en un rincón tranquilo y arbolado, y que al año siguiente tal vez estaría en Palm Springs o en el desierto. No había necesidad de contarle que no tenía que molestarme en disfrazarme en ese apartamento ni tampoco en sus alrededores, ni que la Posada de la Misión quedaba a tan sólo una hora de viaje.
En el pasado, nunca había salido sin alguna clase de disfraz, y advertí ese cambio en mí mismo con una fría ecuanimidad. A veces me preguntaba que si alguna vez iba a parar a la cárcel me dejarían tener mis libros.
La Posada de la Misión en Riverside, California, era mi única constante. Habría cruzado en avión todo el país para ir a Riverside. La Posada era el lugar donde prefería estar, entre todos.
El Hombre Justo había seguido hablando aquella noche.
– Hace años, te compré todas las grabaciones que había en el mundo de música de laúd, y el mejor instrumento que se podía adquirir con dinero. Y compré todos esos libros que querías. Diablos, vacié los estantes de las librerías. ¿Sigues leyendo todo el tiempo, Lucky? Sabes que deberías aprovechar las oportunidades para mejorar tu educación, Lucky. Tal vez tendría que haberme preocupado por ti un poco más de lo que lo he hecho.
– Jefe, te estás preocupando por nada. Tengo más libros ahora de los que puedo desear. Dos veces al mes, dejo una caja llena en alguna biblioteca. Estoy perfectamente.
– ¿Qué me dices de un ático en alguna parte, Lucky? ¿O de unos libros raros? Tiene que haber algo que pueda regalarte, además de dinero. Un ático sería bonito, y seguro. Siempre estás más seguro cuanto más arriba estás.
– ¿Seguro en el cielo? -pregunté. El hecho es que mi apartamento de Beverly Hills era un ático, pero el edificio sólo tenía cinco plantas-. A los áticos se llega normalmente de dos maneras, jefe -dije-, y a mí no me gusta verme rodeado. No, gracias.
Pero sí me sentía seguro en mi ático de Beverly Hills, que tenía las paredes forradas con libros sobre todas las épocas anteriores al siglo xx.
Durante mucho tiempo supe por qué me gustaba la historia. Era porque los historiadores hacen que todo suene coherente, intencionado, completo. Toman un siglo entero y le imponen un significado, una personalidad, un destino. Y eso, por supuesto, es falso.
Pero me aliviaba mi soledad leer esa clase de escritos, pensar que el siglo xiv era un «espejo lejano», para parafrasear un título famoso, y creer que podemos saber de épocas enteras como si hubieran existido con una continuidad maravillosa únicamente para nosotros.
Era bueno leer en mi apartamento. Era bueno leer en la Posada de la Misión.
Me gustaba mi apartamento por más de una razón. Como yo mismo sin disfraz, me gustaba pasear por el barrio suave y tranquilo y detenerme en el Hotel Four Seasons para desayunar o almorzar.
A veces me registraba en el Four Seasons sólo para estar en un lugar completamente distinto, y tenía una suite favorita con una larga mesa de comedor de granito y un gran piano negro. Tocaba el piano en esa suite, e incluso a veces cantaba con los restos de la voz que tuve en otros tiempos.
Hace años, llegué a creer que cantaría toda mi vida. Fue la música lo que me disuadió de querer ser un monje dominico…, eso y el crecer, supongo, y querer salir con chicas y anhelar ser un hombre de mundo. Pero fue sobre todo la música lo que arrasó mi alma de niño de doce años, y el encanto total del laúd. Creo que cuando tocaba aquel laúd tan hermoso me sentía superior a los chicos de la banda del garaje.
Todo aquello desapareció, y siguió desaparecido durante diez años -el laúd era ahora una reliquia-, y llegó el aniversario y no iba a darle mi dirección al Hombre Justo.
– ¿Qué puedo regalarte? -siguió insistiendo-. ¿Sabes? Entré en esa tienda de libros raros el otro día, sólo por casualidad. Estaba paseando por Manhattan. Ya me conoces, yo con mis paseos. Y vi ese hermoso libro viejo sobre la Edad Media.
– Jefe, la respuesta es no -dije. Y colgué.
El día después de esa llamada telefónica charlé sobre el asunto con el Dios inexistente de la capilla Serra, al parpadeo de la luz roja del tabernáculo, y le dije que me estaba convirtiendo en un monstruo, un soldado sin guerra y un francotirador sin causa, un cantor que nunca cantaba de verdad. Como si a Él le importara.
Y luego encendí una vela a la «Nada» en que se había convertido mi vida. «Ahí va esa vela…, por mí.» Me parece que dije eso. No estoy seguro. Sé que en ese momento hablé en voz demasiado alta porque hubo personas que se dieron cuenta. Y me sorprendió, porque la gente apenas se daba cuenta nunca de mi presencia.
Incluso mis disfraces eran borrosos y pálidos.
Había ciertos puntos comunes, sin embargo, aunque dudo que nadie los advirtiera. El cabello negro peinado hacia atrás con fijador, las gruesas gafas oscuras, la gorra de visera, la cazadora de cuero, el habitual cojeo de un pie, aunque nunca el mismo pie.
Era suficiente para hacer de mí el hombre a quien nadie veía. Antes de presentarme allí como yo mismo, probé tres o cuatro disfraces en la recepción de la Posada de la Misión, y tres o cuatro nombres distintos a juego. Funcionó a la perfección. Cuando el auténtico Lucky el Zorro entraba con el alias de Tommy Crane, nadie daba la más ligera muestra de haberlo reconocido. Era demasiado bueno con los disfraces. Para los agentes que me perseguían, yo era un modus operandi, no un hombre con una cara.
En esa última ocasión salí de la capilla Serra furioso, y confuso, y desdichado, y sólo me consolé yendo a pasar el día a la pintoresca pequeña ciudad de San Juan Capistrano, y comprando una estatua de la Virgen en la tienda de regalos de la misión antes de que cerrara.
No era tan sólo una Virgen corriente, pequeña. Era una figura con el Niño Jesús, no sólo modelada en yeso sino con la ropa también enyesada. Parecía que la ropa debía de ser suave al tacto, pero no lo era. Era dura y rígida. Y dulce. El pequeño Niño Jesús tenía mucho encanto, con su cabecita inclinada a un lado, y la Virgen tenía lágrimas en la cara y dos manos que asomaban bajo el bonito manto blanco y oro. Dejé la caja en el asiento del coche y no volví a acordarme de ella.
Pero como siempre que iba a Capistrano -y esa última vez no fue una excepción-, oí misa en la nueva basílica, una gran reproducción de la iglesia derrumbada en 1812.
Me sentía muy impresionado y relajado en la Gran Basílica. Era amplia, lujosa, de estilo románico y, como tantas iglesias de ese género, luminosa. De nuevo, arcos de medio punto por todas partes. Muros exquisitamente pintados.
Detrás del altar había otro retablo dorado, uno que empequeñecía al de la capilla Serra. También éste era antiguo, traído en barco del Viejo Continente igual que el otro, y cubría todo el muro trasero del santuario hasta una altura crítica. Era abrumador, centelleante de oro.
Nadie lo sabía, pero yo enviaba dinero de vez en cuando a la basílica, casi nunca bajo el mismo nombre. Remitía giros postales con nombres inventados y ridículos. El dinero llegaba, eso era lo importante.
Cuatro santos ocupaban sus nichos correspondientes en el retablo: san José con su inevitable lirio, el gran san Francisco de Asís, el beato Junípero Serra sosteniendo en la mano derecha una pequeña maqueta de la misión, y un desconocido en lo que a mí respecta, el beato Kateri Tekakwitha, un santo indio.
Pero era la parte central del retablo lo que me absorbía por completo durante la misa. Allí estaba el crucificado envuelto en luz, con las manos y los pies ensangrentados, y sobre él una figura barbada de Dios Padre, situado bajo los rayos dorados que brotaban de una paloma blanca. Era la Trinidad, aunque tal vez un protestante no la reconocería en las tres personas reproducidas de una forma tan literal.
Cuando piensas en que Jesús se hizo hombre para salvarnos, bueno, las figuras de Dios Padre y del Espíritu Santo en forma de paloma llegan a parecerte enigmáticas, y conmovedoras. El Hijo de Dios, después de todo, sí tenía un cuerpo.
Sea como fuere, la imagen me maravillaba, y disfrutaba de ella. No me preocupaba que fuera literal o sofisticada, mística o terrenal. Era hermosa, brillante, e incluso cuando hervía de rabia me consolaba verla. Me confortaba que a mi alrededor otras personas la adoraran, me vivificaba encontrarme en un lugar sagrado o al que venía la gente para entrar en contacto con lo sublime. No lo sé. Expulsaba los remordimientos de mi mente y me limitaba a mirar lo que tenía delante, del mismo modo que cuando estoy trabajando y me dispongo a acabar con una vida.
Tal vez miraba desde mi banco aquel crucifijo como se hace con un amigo con el que te has enfadado y al que dices: «Bueno, aquí estás otra vez, y sigo estando furioso contigo.»
Debajo del Señor en agonía estaba su Santa Madre en la forma de Nuestra Señora de Guadalupe, a la que siempre he admirado.
En esa última visita, pasé horas mirando la pared dorada.
No era fe. Era arte. El arte de una fe olvidada, el arte de una fe negada. Era excesivo, era sublime y de alguna forma consolador, por más que yo dijera: «No creo en ti, nunca te perdonaré que no seas real.»
Después de la misa, aquella última vez, saqué el rosario que llevaba conmigo desde niño, y lo recité, pero sin meditar en los antiguos misterios que no significaban nada para mí. Me limité a sumergirme en el mantra de aquel sonsonete. «Ave María, llena eres de gracia, como si creyera que existes, ahora y en la hora de nuestra muerte amén, al infierno con ellos, ¿todavía estás ahí?»
Ya veis, desde luego yo no era el único hombre abatido de este planeta que oía misa. Pero era uno de la minoría muy reducida que prestaba atención, murmuraba las respuestas y a veces incluso cantaba los himnos. A veces incluso iba a comulgar, desafiante y consciente de que estaba en pecado mortal. Después me arrodillaba con la cabeza inclinada y pensaba: «Esto es el infierno. Esto es el infierno. Y el infierno será peor que esto.»
Siempre ha habido grandes y pequeños criminales que asistían con sus familias a misa y a las ceremonias relacionadas con los sacramentos. No hace falta mencionar al mafioso italiano de la leyenda cinematográfica que asiste a la primera comunión de su hija. ¿No es lo que hacen todos?
Yo no tenía familia. No tenía a nadie. No era nadie. Iba a la misa por mí mismo, que no era nadie. En mis dossiers en la Interpol y el FBI, eso era lo que pone: «No es nadie. Nadie sabe qué aspecto tiene, ni de dónde ha venido, ni dónde aparecerá la próxima vez.» Ni siquiera saben si trabajo para algún hombre.
Como he dicho antes, para ellos yo era un modus operandi, y les llevó años determinarlo, enumerar con vaguedad los disfraces mal observados por los vídeos de vigilancia, sin utilizar palabras demasiado precisas. Con frecuencia describían los golpes con errores sustanciales respecto de lo que en realidad había ocurrido. Pero casi acertaban en una cosa: yo no era nadie. Era un muerto que rondaba por ahí en el interior de un cuerpo vivo.
Y trabajaba sólo para un hombre, mi jefe, al que en el fondo de mi corazón llamaba el Hombre Justo. Sencillamente nunca se me ocurrió trabajar para alguien más. Y nadie más podría haber recurrido a mí para un trabajo, y nunca nadie lo hizo.
El Hombre Justo podría haber sido el Dios Padre barbudo del retablo, y yo su hijo ensangrentado. El Espíritu Santo sería el acuerdo que nos ataba, porque estábamos atados, eso es seguro, y nunca dejé que mis pensamientos fueran más allá de las órdenes del Hombre Justo.
Eso es una blasfemia. ¿Y qué?
¿Cómo sabía yo todas esas cosas sobre los dossiers de la policía y los archivos de las agencias? Mi querido jefe tenía sus contactos, y se reía mientras me contaba por teléfono toda la información que le llegaba por esa vía.
Él sabía cuál era mi aspecto. La noche en que nos conocimos, diez años atrás, y con él yo fui yo mismo. El hecho de no haberme vuelto a ver durante todos esos años le inquietaba.
Pero yo siempre estaba ahí cuando me llamaba, y en cada ocasión en que me deshacía de un teléfono móvil, lo llamaba para darle el nuevo número. Al principio me ayudó a conseguir los papeles falsos, los pasaportes, los permisos de conducir y esas cosas. Pero hacía mucho tiempo que yo había aprendido a adquirir ese tipo de material por mí mismo, y a confundir a las personas que me lo proporcionaban.
El Hombre Justo sabía que yo era leal. No pasaba una semana sin que lo llamara, tanto si él se había puesto en contacto conmigo como si no. A veces se me cortaba de pronto la respiración al oír su voz, sólo porque seguía allí, porque el destino no lo había apartado de mí. Después de todo, si un hombre es tu vida entera, tu vocación, tu búsqueda, has de temer perderlo.
– Lucky, quiero sentarme contigo -me decía a veces-. Ya sabes, igual como solíamos estar aquel primer par de años. Tengo ganas de saber qué es de ti.
Yo reía lo más suavemente que podía.
– Me gusta el sonido de tu voz, jefe -decía.
– Lucky -me dijo una vez-, ¿sabes tú mismo qué es de ti?
Aquello hizo que me echara a reír, pero no de él, sino de todo.
– ¿Sabes, jefe? -le dije en más de una ocasión-, hay cosas que me gustaría preguntarte, como quién eres en realidad, y para quién trabajas. Pero no te lo pregunto, ¿verdad?
– Las respuestas te sorprenderían -dijo-. Ya te dije una vez, muchacho, que trabajas para los Chicos Buenos.
Y así quedó la cosa.
«Los Chicos Buenos.» ¿La pandilla buena, la buena organización? ¿Cómo podía yo saber cuál era? Y qué importancia tenía, puesto que yo hacía exactamente lo que él me pedía que hiciera, de modo que ¿cómo podía ser bueno?
Pero yo soñaba de vez en cuando que él estaba del lado bueno de las cosas, que el gobierno lo apoyaba, lo limpiaba, y me convertía a mí en un soldado de infantería, en una persona válida. Por eso podía llamarlo el Hombre Justo, y decirme a mí mismo: «Bueno, puede que sea del FBI después de todo, o quizá de la rama de la Interpol que trabaja en el interior del país. Puede que estemos haciendo algo razonable.» Pero la verdad es que no lo creía. Yo mataba. Lo hacía para ganarme la vida. No lo hacía por otra razón que para seguir viviendo. Mataba a gente. Los asesinaba sin previo aviso y sin explicaciones de por qué lo hacía. El Hombre Justo podía ser uno de los Chicos Buenos, pero ciertamente yo no lo era.
– ¿No tendrás miedo de mí, verdad, jefe? -le pregunté una vez-. De que yo esté un poco fuera de mis cabales y algún día me rebele o te persiga. Porque no has de tener miedo de mí, jefe. Soy la última persona que tocaría ni siquiera un pelo de tu cabeza.
– No tengo miedo de ti, hijo -contestó-. Pero me preocupa que estés ahí fuera. Me preocupa porque eras un crío cuando te enrolé. Me preocupa… saber cómo pasas las noches. Eres el mejor que he tenido, y a veces me parece demasiado fácil llamarte y que estés siempre ahí, y que las cosas vayan a la perfección, y yo tenga que gastar tan poca saliva.
– Te gusta hablar, jefe, es una de tus características. A mí no. Pero voy a decirte algo. No es fácil. Es excitante, pero nunca es fácil. Y a veces me deja sin respiración.
No recuerdo qué me contestó cuando le hice esa pequeña confesión, pero sí que habló mucho rato y que dijo, entre otras cosas, que chequeaba cada cierto tiempo a todas las personas que trabajaban para él. Las veía, las conocía, las visitaba.
– Eso no va conmigo, jefe -le aseguré-. Lo que oyes es lo que vas a tener.
Y ahora tenía que hacer un trabajo en la Posada de la Misión.
La llamada llegó la noche pasada y me despertó en mi apartamento de Beverly Hills. Y la aborrecí.