– Pasadas dos semanas, Godwin vino a Oxford y se presentó a la puerta de mi casa.
»No era, desde luego, el Godwin que yo había conocido. Había perdido el filo aguzado de la juventud, su osadía inveterada, y lo había reemplazado por algo infinitamente más radiante. Era el hombre que conocía por nuestras cartas. Era suave al hablar y considerado, pero estaba henchido de una pasión interior que le resultaba difícil reprimir.
»Lo hice pasar sin decir nada a mi padre, y de inmediato lo presenté a las dos niñas.
»Me pareció que no tenía otra opción que hacerles saber que aquel hombre era su padre real, y de forma amable y llena de cariño fue eso lo que Godwin me pidió que hiciera.
»“No has hecho nada malo, Fluria -me dijo-. Has soportado durante todos estos años una carga que me correspondía a mí compartir. Te dejé embarazada, y ni siquiera se me ocurrió pensar en esa posibilidad. Ahora déjame ver a mis hijas, te lo ruego. No tienes nada que temer de mí.”
»Llevé a las niñas a su presencia. Ocurrió hace menos de un año, y las niñas tenían trece.
»Sentí un orgullo inmenso y alegre al presentarlas, porque se habían convertido sin discusión posible en dos bellezas, y habían heredado la expresión radiante y feliz de su padre.
»Con la voz temblorosa les expliqué que aquel hombre era su padre real, y que era el hermano Godwin al que escribía con tanta frecuencia, y que hasta hacía tan sólo dos semanas él no sabía nada de su existencia, y ahora tan sólo deseaba conocerlas.
»Lea pareció confusa, pero Rosa sonrió de inmediato a Godwin. Y con la irreprimible espontaneidad que tenía declaró que siempre había sabido que algún secreto rodeaba su nacimiento, y que se sentía feliz al ver por fin al hombre que era su padre. “Madre -dijo-, éste es un día alegre.”
»Godwin no pudo reprimir las lágrimas.
»Tendió a sus hijas unas manos amorosas, que colocó sobre ambas cabezas. Y luego se sentó a llorar, abrumado, con la mirada fija en las dos hijas que tenía ante él, y sin parar de sollozar en silencio.
»Cuando mi padre supo que estaba en la casa, cuando los sirvientes más antiguos le contaron que Godwin sabía ahora que tenía dos hijas y que ellas lo habían conocido a él, mi padre bajó de sus habitaciones y entró en la sala con amenazas de matar a Godwin con sus propias manos. “¡Oh, suerte tienes de que estoy ciego y no veo dónde estás! Lea y Rosa, os lo ordeno, llevadme delante de ese hombre.”
»Ninguna de las dos niñas sabía qué hacer, y yo corrí a interponerme entre mi padre y Godwin, y rogué a mi padre que se tranquilizara.
»“¿Cómo te atreves a presentarte aquí con ese motivo? -exclamó mi padre-. He tolerado tus cartas e incluso de vez en cuando te he escrito yo mismo. Pero ahora que conoces las dimensiones de tu traición, me pregunto cómo tienes el atrevimiento de venir bajo mi techo.”
»Conmigo empleó también un lenguaje muy duro.
»“Has contado a este hombre cosas sin mi consentimiento. ¿Y qué has dicho a Lea y Rosa? ¿Qué es lo que saben estas niñas?”
»Rosa intentó calmarlo. “Abuelo -dijo-, siempre hemos notado que existía algún misterio relacionado con nosotras. Hemos pedido muchas veces sin resultado escritos de nuestro supuesto padre, o algún recuerdo suyo, pero nunca hemos conseguido otra cosa que la confusión y el dolor de nuestra madre. Ahora sabemos que este hombre es nuestro padre, y no podemos evitar sentirnos felices al saberlo. Es un gran maestro, abuelo, y hemos oído mencionar su nombre todas nuestras vidas.”
»Intentó abrazar a mi padre, pero él la rechazó.
»Oh, era espantoso verlo así, con la mirada ciega fija al frente, aferrado a su bastón pero desorientado, sintiéndose solo entre enemigos de su propia carne y sangre.
»Yo rompí a llorar y no supe qué decir.
»“Éstas son las hijas de una madre judía -dijo mi padre-, y son mujeres judías que algún día serán madres de hijos judíos, y tú no tienes nada que ver con ellas. No pertenecen a tu fe. Y debes irte de aquí. No me cuentes historias sobre tu santidad y tu fama en París. He oído ya bastante sobre eso. Sé quién eres en realidad, el hombre que traicionó mi confianza y mi hogar. Ve a predicar a los gentiles que te aceptan como un pecador reformado. Yo no admito ninguna confesión de culpabilidad por tu parte. Me sorprendería que no visitaras a una mujer cada noche en París. ¡Vete!”
»No conocéis a mi padre. No podéis saber cómo es en el paroxismo de la ira. Sólo os he dado una idea muy pálida de la elocuencia con la que fustigó a Godwin. Y todo ello en presencia de las niñas, que me miraban ahora a mí, ahora a su abuelo, y luego al fraile negro, que cayó de rodillas y dijo: “¿Qué puedo hacer sino implorar vuestro perdón?” Y mi padre respondió: “Acércate lo suficiente y te golpearé con todas mis fuerzas por lo que hiciste en mi casa.”
»Godwin se limitó a ponerse de pie, se inclinó delante de mi padre, y después de dirigirme una mirada tierna y de hacer un gesto apenado de despedida a sus hijas, se volvió para salir de la casa.
»Rosa lo detuvo, e incluso le echó los brazos al cuello, y él la abrazó con los ojos cerrados largo rato…, cosa que mi padre no podía ver ni saber. Lea seguía inmóvil, rígida, llorosa, y luego se fue corriendo de la habitación.
»Mi padre rugió: “Fuera de mi casa.” Y Godwin obedeció al instante.
»Yo estaba horrorizada al pensar en lo que haría o adónde iría, y me pareció que ya no podía hacer nada más, excepto confesar a Meir toda la historia.
»Meir vino aquella noche. Estaba inquieto. Le habían hablado de una pelea bajo nuestro techo y de que alguien había visto salir de la casa a un fraile negro en apariencia muy trastornado.
»Yo me encerré con Meir en el estudio de mi padre y le conté la verdad. Le dije que no sabía lo que iba a ocurrir. ¿Había vuelto Godwin a París, o seguía en Oxford o en Londres? No tenía la menor idea.
»Meir me dirigió una larga mirada con sus ojos dulces y amorosos. Luego me dejó completamente sorprendida: “Hermosa Fluria -dijo-, siempre he sabido que habías tenido a tus hijas con un amante joven. ¿Crees que en la judería nadie se acuerda del afecto que sentías por Godwin, y de la historia de su ruptura con tu padre hace muchos años? No dicen nada de forma explícita, pero todo el mundo lo sabe. Puedes estar tranquila en ese aspecto, por lo que se refiere a mí. A lo que te enfrentas ahora no es a mi retirada, porque te amo hoy tanto como te amaba ayer y el día antes. A lo que nos enfrentamos todos es a lo que Godwin se proponga hacer.”
»Siguió hablándome con la mayor calma: “Un sacerdote o un monje acusado de tener hijos con una mujer judía puede esperar un castigo grave. Lo sabes bien. Y también son graves las consecuencias para la judía que confiese que sus hijas lo son de un gentil. Esas uniones están prohibidas por la ley, y la Corona está ansiosa de apoderarse de las propiedades de quienes la violan. Es imposible pensar que en esta situación pueda hacerse otra cosa que guardar el secreto.”
»En efecto, él tenía razón. Era la misma situación de tablas por imposibilidad de hacer ningún movimiento válido a la que llegamos Godwin y yo cuando nos amábamos al principio, y Godwin fue enviado lejos. Las dos partes teníamos motivos para guardar el secreto. Y sin duda mis hijas, que eran inteligentes, lo comprendían muy bien.
»Las palabras de Meir tuvieron en mí un efecto tranquilizador no demasiado distinto de la serenidad que solía sentir al leer las cartas de Godwin, y en ese momento de profunda intimidad, porque verdaderamente de eso se trataba, vi con más claridad que antes el innato carácter apacible y cariñoso de Meir.
»Él repitió: “Tenemos que esperar a ver lo que hace Godwin. La verdad, Fluria, es que vi a ese fraile salir de tu casa, y me pareció un hombre humilde y amable. Yo estaba mirando porque no quería entrar si tu padre estaba con él en su estudio. Por eso lo vi con mucha claridad cuando salió. Su rostro estaba pálido y tenso, y parecía llevar sobre su alma una carga inmensa.”
»Y yo le dije: “Ahora también tú la llevas, Meir.”
»“No, yo no llevo ninguna carga. Sólo espero y rezo para que Godwin no pretenda quitarte a sus hijas, porque eso sería algo horroroso y terrible.”
»Y le pregunté: “¿Cómo podría un fraile quitarme a mis hijas?”
»Pero en el momento en que acababa de preguntarlo, llamaron a la puerta y el ama de llaves, mi querida Amelot, vino a decirme que el conde Nigel, hijo de Arthur, estaba aquí con su hermano monje, el hermano Godwin, y que ella les había acomodado en la mejor habitación de la casa.
»Me levanté para ir allí, pero antes de que lo hiciera Meir se puso en pie a mi lado y me tomó la mano: “Te amo, Fluria, y quiero que seas mi esposa. Recuérdalo, y también que he conocido ese secreto sin que nadie tuviera que contármelo. Incluso supe que el hijo menor del conde era el probable padre. Cree en mí, Fluria, en que puedo amarte con abnegación, y si no quieres dar respuesta ahora a mi proposición, por estar las cosas como están, ten la certeza de que esperaré pacientemente a que decidas si vamos a casarnos o no.”
»Bueno, nunca había oído a Meir decir tantas palabras seguidas en mi presencia, ni siquiera en la de mi padre. Y fue para mí un gran consuelo oírle, porque sentía terror al pensar en lo que me esperaba en la sala.
»Perdonadme si lloro. Perdonadme porque no puedo evitarlo. Perdonadme que no pueda olvidar a Lea, mientras cuento estas cosas.
»Perdonadme que llore también por Rosa.
»“Señor, escucha mi oración,
presta oídos a mis súplicas,
por tu fidelidad respóndeme, por tu justicia;
no entres en juicio con tu siervo,
pues no es justo ante ti ningún viviente.”
»Conocéis este salmo tan bien como yo. Es mi oración constante.
»Fui a saludar al joven conde, que había heredado el título de su padre. A Nigel lo había conocido también como uno de los estudiantes de mi padre. Parecía preocupado, pero no furioso. Y cuando volví la vista a Godwin, me maravillé de nuevo de su dulzura y de la serenidad que lo rodeaba, de modo que estando como estaba, presente y vibrante, también parecía encontrarse en otro mundo.
»Los dos hombres me saludaron con todo el respeto que habrían mostrado a una mujer gentil, y yo los invité a tomar asiento y a beber un sorbo de vino.
»Mi alma temblaba. ¿Qué significado podía tener la presencia del conde?
»Entró mi padre y pidió saber quién estaba en la casa. Yo pedí a la sirvienta que llamara a Meir y lo invitara de mi parte a reunirse con nosotros, y luego, con voz insegura, expliqué a mi padre que estaba aquí el conde con su hermano Godwin, y que les había invitado a una copa de vino.
»Cuando llegó Meir y se colocó de pie junto a mi padre, dije a los sirvientes, que estaban formados en fila ante el conde, que hicieran el favor de salir.
»“Muy bien, Godwin. ¿Qué has venido a decirme?”
»Procuré no llorar.
»Si la gente de Oxford se enteraba de que dos niñas gentiles habían sido educadas como judías, ¿no intentaría hacernos daño? ¿No existía una ley en virtud de la cual podíamos ser incluso ejecutados? No lo sabía. Había tantas leyes contra nosotros…, pero estas niñas no eran hijas legales de su padre cristiano.
»¿Y desearía para sí un fraile como Godwin la desgracia de que su paternidad fuera conocida por todo el mundo? Godwin, tan amado por sus estudiantes, posiblemente no querría una cosa así.
»Pero el poder del conde era considerable. Era uno de los hombres más ricos del reino, y tenía capacidad para llevar la contraria al arzobispo de Canterbury si así lo decidía, e incluso al rey. Algo terrible podía estar ahora tramándose entre cuchicheos y a escondidas del público.
»Mientras pensaba en esas cosas intenté no mirar a Godwin, porque cuando lo veía únicamente sentía por él un amor puro y elevado, y la expresión de preocupación de su cara y la de su hermano me llenaba de aprensión y dolor.
»Sentí de nuevo que estábamos en una situación de tablas. Me encontraba delante de un tablero de ajedrez con dos piezas enfrentadas, y ninguna de las dos disponía de una jugada ganadora.
»No me juzguéis con dureza por hacer cálculos en un momento así. Yo misma veía la culpa que me correspondía por todo lo que estaba ocurriendo. Incluso el silencioso y pensativo Meir pesaba ahora sobre mi conciencia, por haber pedido mi mano.
»Pero calculé lo mismo que si estuviera sumando cantidades: “Si nos denuncian, seremos condenados. Pero si alegamos en contra de ellos, Godwin caerá en desgracia.”
»¿Y si me quitaban a mis hijas, y vivían una vida de cautividad insufrible en el castillo del conde? Era lo que temía por encima de todo.
»Reprimí en silencio mis temores, y supe que ahora las piezas del ajedrez estaban frente a frente, y esperé el siguiente movimiento.
»Mi padre, aunque le ofrecieron una silla, siguió de pie, y pidió a Meir que levantara la lámpara e iluminara el rostro de los dos hombres sentados frente a él. Me di cuenta de que a Meir le repugnaba hacer una cosa así, y me adelanté a hacerlo yo misma, después de pedir disculpas al conde, que se limitó a hacer un gesto de asentimiento y fijó la mirada más allá de la llama.
»Mi padre suspiró, reclamó una silla con un gesto, y tomó asiento. Con las dos manos agarraba la parte superior de su bastón: “No me importa quiénes sois -dijo-. Os desprecio. Si asaltáis mi casa, heredaréis el viento.”
»Godwin se puso en pie y se adelantó. Mi padre, al oír sus pasos, levantó el bastón como para rechazarlo, y Godwin se detuvo en el centro de la sala.
»Oh, fue un momento de agonía, pero luego Godwin, el predicador, el hombre que conmovía a las multitudes en las plazas de París y en las aulas de la universidad, empezó a hablar. Su francés normando era perfecto, como lo era también el de mi padre y lo es el mío, como podéis comprobar.
»Dijo: “El fruto de mis pecados está ahora delante de mí. Veo las consecuencias de mis actos egoístas. Veo ahora que lo que hice de forma inconsciente ha acarreado consecuencias graves para otros, y que ellos han aceptado esas consecuencias con generosidad y gracia.”
»Me sentí hondamente conmovida al oírle decir esas cosas, pero mi padre hizo un gesto de impaciencia: “Si te llevas a esas niñas de nuestro lado, te acusaré ante el rey. Somos, si es que por un instante lo has olvidado, judíos del rey, y tú no puedes hacer semejante cosa.”
»Y Godwin, en el mismo tono dulce y elocuente, dijo: “No voy a hacer nada sin vuestro consentimiento, Magister Elí. No he venido a vuestra casa con pretensiones ni exigencias. Vengo con una súplica.”
»“¿Y cuál es? ¡Cuidado! -respondió mi padre-, estoy preparado para empuñar este bastón y golpearte con él hasta la muerte.”
»“Padre, por favor”, le supliqué, para que callara y escuchara.
»Godwin aceptó aquello y habría tenido paciencia suficiente para ser apaleado en público sin levantar un dedo en su defensa. Luego explicó sus intenciones: “¿No son dos, estas preciosas niñas? -dijo-. ¿No nos las ha enviado Dios por nuestras dos fes? Mirad el regalo que nos ha hecho a Fluria y a mí. Yo, que nunca esperé tener la devoción o el amor de un hijo, ahora poseo el de dos, y Fluria vive feliz todos los días en la amorosa compañía de su descendencia, que una persona cruel podría arrebatarle… Fluria, te lo suplico: dame una de estas hermosas niñas. Magister Elí, os lo ruego, dejad que me lleve de esta casa a una de las dos niñas.
»”Dejad que me la lleve a París para educarla. Dejad que la vea crecer, cristiana y con la guía amorosa de un padre y un tío amantes.
»”Guardad siempre a la otra junto a vuestro corazón. Y aceptaré sin discutir la que me destinéis, porque vosotros conocéis sus corazones y sabéis cuál de las dos podrá ser feliz en París, viviendo una vida nueva, y cuál es tal vez más tímida y más apegada a su madre. De que las dos os aman, no me cabe la menor duda.
»”Pero, Fluria, te lo ruego, date cuenta de lo que significa para mí, como creyente en Jesucristo, que mis hijas no puedan estar junto a los suyos y no sepan nada de la resolución más importante que ha tomado su padre: servir a Nuestro Señor Jesucristo en pensamiento, palabra y obra, para siempre. No puedo regresar a París sin suplicártelo: déjame a mí una de las niñas. Deja que la eduque como mi hija cristiana. Partamos entre los dos los frutos de nuestra caída, y la suerte inmensa de que hayan venido a este mundo unas criaturas tan hermosas.”
»Mi padre se puso furioso. Se levantó y empuñó su bastón: “Tú que trajiste la desgracia a mi hija -gritó-, ¿vienes ahora con la pretensión de repartir las hijas? ¿De dividirlas? ¿Te crees el rey Salomón? Si conservara la vista, te mataría. Nada me detendría. Te mataría con mis manos, y te enterraría en el patio trasero de esta casa para guardarla de tus hermanos cristianos. Da gracias a tu Dios de que estoy ciego, enfermo y viejo, y no puedo arrancarte el corazón. Tal como están las cosas, te ordeno que salgas de mi casa e insisto en que no vuelvas nunca ni intentes ver a tus hijas. La puerta está cerrada para ti. Y déjame que te aclare una cosa sobre este asunto: estas niñas son legalmente nuestras. ¿Cómo piensas probar lo contrario delante de nadie, sin contar con el escándalo que atraerás sobre ti mismo si no te vas de aquí en silencio y olvidas esa petición descarada y cruel?”
»Yo hice cuanto pude para apaciguar a mi padre, pero con un codazo me echó a un lado. Agitó su bastón, y sus ojos ciegos buscaron a su enemigo en la habitación.
»El conde estaba abatido por la pena, pero no hay palabras para describir la mirada de aflicción y el corazón roto de Godwin. En cuanto a Meir, no podría deciros cómo le afectaba aquella discusión porque todo lo que yo podía hacer era rodear con los brazos a mi padre y suplicarle que callara y dejara hablar a aquellos hombres.
»Estaba aterrorizada, no por Godwin, sino por Nigel. Era Nigel quien en último término tenía poder para llevarse a mis dos hijas, si así lo decidía, y someternos a un proceso implacable. Nigel quien contaba con dinero y hombres bastantes para secuestrar a las niñas y encerrarlas en un castillo a muchos kilómetros de Londres, y negarme la posibilidad de volver a verlas nunca más.
»Pero sólo vi dulzura en los rostros de los dos hombres. Godwin lloraba otra vez: “¡Oh, cuánto lamento haberos causado dolor!”, dijo a mi padre.
»“¿Causarme dolor, perro? -respondió mi padre. Con dificultad volvió a su silla y tomó de nuevo asiento, temblando violentamente-. Has pecado contra mi casa. Pecas de nuevo contra ella. Márchate de aquí. Vete.”
»Pero para sorpresa de todos, en ese momento de pasión Rosa entró en la sala y con voz clara pidió a su abuelo que por favor no dijera nada más.
»Con las gemelas ocurre que, por más idénticas que sean en lo físico, no son iguales de carácter ni de corazón. Como ya os he insinuado, una puede inclinarse más a la acción y al mando que la otra. Así les pasaba a mis dos hijas, como ya he dicho. Lea se comportaba siempre como si fuera más joven que Rosa; Rosa era casi siempre quien decidía qué hacer o no hacer. En eso se parecía a mí tanto como a Godwin. También se parecía a mi padre, que siempre era un hombre que hablaba con firmeza.
»Y bien, como era de esperar fue Rosa quien habló en ese momento. Me dijo a mí con mucha suavidad, pero con mayor firmeza todavía, que quería ir a París con su padre.
»Su declaración dejó hondamente conmovidos tanto a Godwin como a Nigel, y en cambio mi padre se quedó sin habla y agachó la cabeza.
»Rosa fue a él y lo estrechó entre sus brazos, y lo besó. Pero él no abrió los ojos, dejó caer su bastón al suelo y se apretó las rodillas con los puños, sin hacer caso de ella y como si no se diera cuenta de su abrazo.
»Yo quise devolverle su bastón porque nunca lo soltaba, pero no hizo el menor caso de ninguno de nosotros, como si se hubiera recogido en el interior de sí mismo.
»“Abuelo -dijo Rosa-, Lea no puede soportar verse separada de nuestra madre. Tú lo sabes, y sabes que se asustaría si fuera a un lugar como París. Tiene miedo incluso de ir con Meir y con madre a Norwich. Soy yo quien debe ir con el hermano Godwin. Sin duda te das cuenta de que es lo más juicioso, y la única manera de que todos nosotros vivamos en paz.”
»Se volvió a mirar a Godwin, que la observaba con un arrobo tan grande que a duras penas pude soportar el verlo.
»Rosa siguió diciendo: “Supe que este hombre era mi padre antes incluso de verle. Supe que el hermano Godwin de París, al que mi madre escribía con tanta devoción, era el hombre que me había dado la vida. En cambio, Lea nunca lo sospechó, y ahora sólo desea estar junto a madre y a Meir. Lea cree en lo que cree, no en la fuerza de lo que ve, sino en lo que siente en su interior.”
»Se acercó a mí entonces y me rodeó con sus brazos. En voz baja me dijo: “Quiero ir a París. -Frunció la frente y pareció esforzarse en articular las palabras, pero acabó por decir sencillamente-: Madre, quiero estar junto al hombre que es mi padre. -Siguió mirándome fijamente a los ojos-. Ese hombre no se parece a los demás hombres. Ese hombre es como los santos.”
»Se refería con esa palabra a los judíos más estrictos que intentan vivir enteramente para Dios, y que observan la Torá y el Talmud de forma tan completa que entre nosotros reciben el nombre de hasidim.
»Mi padre suspiró, levantó la vista y pude ver que sus labios se movían en una oración. Inclinó la cabeza. Se puso en pie, se volvió hacia la pared dándonos la espalda a todos, y empezó a inclinarse hacia el suelo mientras rezaba.
»Pude ver que a Godwin lo llenaba de alegría la decisión de Rosa. Y lo mismo cabe decir de su hermano, Nigel.
»Y fue Nigel quien habló entonces, y explicó en voz baja y respetuosa que cuidaría de que Rosa tuviera todas las ropas y las comodidades que pudiera necesitar, y que se educaría en el mejor convento de París. Ya había escrito a las monjas. Fue a Rosa, la besó y le dijo: “Has hecho muy feliz a tu padre.”
»Godwin rezaba al parecer, y luego dijo entre dientes:
»“Señor, has puesto un tesoro en mis manos. Te prometo que cuidaré siempre de esta niña, y que la suya será una vida plena de bendiciones terrenales. Por favor, Señor, concédele Tú una vida plena de bendiciones espirituales.”
»Creí que mi padre iba a volverse loco cuando lo oyó. Desde luego Nigel era un conde, lo comprendéis, dueño de más de una provincia, y estaba acostumbrado a ser obedecido no sólo por la gente de su palacio sino por sus numerosos siervos y por todos los que se topaban con él. No se daba cuenta de hasta qué punto sus disposiciones ofendían en lo más profundo a mi padre.
»Sin embargo, Godwin sí se dio cuenta y de nuevo, como antes, se arrodilló delante de mi padre. Lo hizo con una total humildad, como si no fuera con él, y qué imagen daba con su hábito negro y sus sandalias, de rodillas delante de mi padre, rogándole que lo perdonara por todo y que confiara en que Rosa contaría con todo su cariño y sus atenciones.
»Mi padre no se conmovió. Por fin, con un profundo suspiro hizo seña a todo el mundo de que callara, porque en ese momento Rosa estaba rogándole, e incluso el orgulloso pero amable Nigel le pedía que reconociera lo justo de aquella solución. “¿Justo? -exclamó mi padre-. ¿Que la hija judía de una mujer judía sea bautizada y se convierta en cristiana? ¿Es eso lo que pensáis que es justo? Antes la vería muerta que dejar que ocurra semejante cosa.”
»Pero Rosa, atrevida, se apretaba contra él y no le dejaba apartar sus manos de las de ella. “Abuelo -dijo-, túvas a ser ahora el rey Salomón. Has de ver que Lea y yo hemos de separarnos, porque somos dos y no una, y tenemos dos padres, un padre y una madre.”
»“Tú eres quien lo ha decidido -contestó mi padre. Su tono era irritado. Nunca lo había visto tan furioso, tan amargado. Ni siquiera cuando años atrás le dije que estaba embarazada había reaccionado con tanta ira-. Estás muerta para mí -le dijo a Rosa-. Te vas con el loco y mentecato de tu padre, ese diablo que se aprovechó de mi confianza, escuchó mis historias y leyendas y lo que había de ser mi enseñanza, sin quitar ni por un instante sus ojos malvados de tu madre. Vete, para mí estás muerta y llevaré luto por ti. Sal de mi casa. Sal y llévate contigo a ese conde que ha venido aquí para separar a una niña de su madre y de su abuelo.”
»Salió él de la habitación, encontrando por sí solo el camino, y cerró la puerta con un fuerte golpe.
»En ese momento pensé que mi corazón se partía, y que nunca iba a conocer de nuevo la paz, la felicidad ni el amor. Pero ocurrió algo que me afectó más profundamente que cualquier palabra que se pronunciara.
»Cuando Godwin se levantó y se volvió hacia Rosa, ella corrió a sus brazos. Se sentía atraída hacia él de una forma irresistible, y lo cubrió de besos infantiles, y reclinó la cabeza en sus hombros, y él cerró los ojos y lloró.
»En ese momento me vi a mí misma, tal como lo había amado años atrás. Vi sólo la esencia de aquella escena, que era a nuestra hija a quien abrazaba. Y supe que no podía ni quería hacer nada que impidiese aquel plan.
»Sólo lo admitiré ante vos, hermano Tobías, pero sentí un alivio total. Y en mi corazón me despedí en silencio de Rosa y en silencio ratifiqué mi amor por Godwin, y fui a ocupar mi lugar al lado de Meir.
»Ah, ya veis cómo son las cosas. Ya lo veis. ¿Estaba equivocada? ¿Tenía razón?
»El Señor del cielo me ha arrebatado a Lea, la hija que seguía conmigo, mi leal, tímida y cariñosa Lea. Se la ha llevado, mientras en Oxford mi padre se niega incluso a dirigirme la palabra y llora a Rosa, que sigue con vida.
»¿Me ha castigado el Señor?
»Sin duda, mi padre se ha enterado de la muerte de Lea. Sin duda, sabe con lo que nos enfrentamos aquí en Norwich y que la ciudad ha convertido la muerte de Lea en una gran causa para condenarnos y posiblemente ejecutarnos, y que el odio de nuestros vecinos gentiles puede desbordarse de nuevo contra toda nuestra comunidad.
»Es un castigo dirigido contra mí, porque permití que Rosa quedara bajo la custodia del conde y se marchara con él y con Godwin a París. Es un castigo, no puedo dejar de creerlo. Y mi padre, mi padre no me dirige una palabra ni me ha escrito una letra desde aquel instante. Ni siquiera ahora.
»Se habría marchado de nuestra casa aquel mismo día, si Meir no se me hubiese llevado de allí de inmediato, y si Rosa no se hubiese ido la misma noche. Y la pobre Lea, mi dulce Lea, se esforzaba en comprender por qué su hermana se iba a París, y por qué su abuelo se había encerrado en un silencio que parecía de granito, y se negaba a hablarle incluso a ella.
»Y ahora mi dulce cariño, traída a esta ciudad extraña de Norwich y amada por todos los que ponían sus ojos en ella, ha muerto sin remedio, de la pasión ilíaca, mientras nosotros nos veíamos incapaces de salvarla, y Dios me ha colocado en este lugar, prisionera, hasta el momento en que en la ciudad estallen los tumultos y todos nosotros seamos destruidos.
»Me pregunto si mi padre no se estará riendo amargamente de nosotros, porque sin duda estamos siendo castigados.