12 El final de la historia de Fluria

Fluria estaba deshecha en llanto cuando acabó de hablar. De nuevo deseé abrazarla, pero sabía que era un gesto impropio y que no sería tolerado.

Repetí en voz baja que no podía imaginar su dolor al perder a Lea, y sólo el silencio era capaz de rendir el adecuado homenaje a su corazón.

– No creo que el Señor se haya llevado a la niña para castigar a nadie por alguna cosa -dije-. Pero ¿qué sé yo de los caminos del Señor? Creo que hiciste lo que creíste correcto al dejar marchar a Rosa a París. Y Lea murió debido a circunstancias por las que cualquier niño puede morir.

Se calmó un poco cuando le hablé así. Estaba cansada, y tal vez fue su agotamiento más que cualquier otra cosa lo que la apaciguó.

Se levantó de la mesa, fue hasta la estrecha aspillera que servía de ventana y pareció mirar la nieve que caía en el exterior.

Yo me puse de pie y me coloqué detrás de ella.

– Tenemos que decidir muchas cosas ahora, Fluria, pero la principal es ésta: si he de ir a París y convencer a Rosa de que venga aquí a representar el papel de Lea…

– Oh, ¿creéis que no he pensado en eso? -preguntó ella. Se volvió hacia mí-. Es demasiado peligroso. Y Godwin nunca admitirá ese engaño. ¿Cómo puede ser bueno un engaño así?

– ¿No engañó Jacob a Isaac? -dije-. ¿Y se convirtió en Israel y en el padre de su tribu?

– Sí, así es, y Rosa es lista y tiene el don de la palabra. Pero ¿qué ocurrirá si Rosa no puede responder a las preguntas de lady Margaret ni reconoce a la pequeña Eleanor como su amiga? No, no puede hacerse.

– Rosa puede negarse a hablar con quienes os han insultado -dije-. Todo el mundo lo comprenderá. Sólo es necesario que aparezca.

Al parecer, eso no se le había ocurrido a Fluria.

Empezó a recorrer la habitación y a retorcerse las manos. Durante toda mi vida había oído esa expresión: retorcerse las manos. Pero nunca había visto a nadie hacerlo, hasta entonces.

Me vino a la mente de pronto la idea de que ahora conocía a esta mujer mejor que a nadie en el mundo. Era un pensamiento extraño y escalofriante, no porque yo la amara lo más mínimo, sino porque no podía soportar pensar en mi propia vida.

– Pero en caso de que sea posible traer aquí a Rosa -pregunté-, ¿cuántas personas saben en la judería que tienes dos hijas gemelas? ¿Cuántas conocen a tu padre y te conocieron a ti en Oxford?

– Demasiadas, pero ninguna lo contará -insistió-. Recordad que para mi pueblo una persona que se convierte está muerta y desaparecida, y nadie menciona su nombre. Nunca hablamos de ella cuando vinimos aquí. Y nadie nos ha hablado a nosotros de Rosa. Y yo diría que en estos momentos es el secreto mejor guardado de la judería. -Siguió hablando como si tuviera necesidad de razonarlo todo-. Según nuestra ley, Rosa podría haber perdido todas las propiedades que heredó, por el solo hecho de haberse convertido. No, hay personas aquí que lo saben pero guardarán silencio, y nuestro físico y nuestros ancianos se dan cuenta de que deben callar.

– ¿Qué hay de tu padre? ¿Le has escrito para contarle que Lea ha muerto?

– No, y si lo hubiera hecho, él habría quemado la carta sin abrirla. Juró que lo haría si alguna vez le escribía.

»Y por lo que se refiere a Meir, es tal su pena y su angustia que se culpa a sí mismo de que la niña enfermó porque él la trajo aquí. Imagina que, bien abrigada y resguardada en Oxford, nunca habría enfermado. Él tampoco ha escrito a mi padre. Pero eso no quiere decir que mi padre no lo sepa. Tiene demasiados amigos aquí para no estar informado. -Empezó de nuevo a llorar-. Él lo verá como un castigo de Dios -susurró en medio de sus lágrimas-, de eso estoy segura.

– ¿Qué deseas que haga yo? -pregunté. No me sentía del todo seguro de que estuviésemos de acuerdo los dos, pero sin duda ella era inteligente y reflexiva, y se nos hacía ya muy tarde.

– Id a ver a Godwin -dijo, y sus facciones se dulcificaron al pronunciar ese nombre-. Id a verlo y pedidle que venga aquí y calme a los hermanos dominicos. Haced que insista en nuestra inocencia. Godwin es una persona muy admirada en la orden. Estudió con Tomás y Alberto antes de que ellos se fueran y empezaran a predicar y a enseñar en Italia. Sin duda los escritos de Godwin sobre Maimónides y Aristóteles son conocidos incluso aquí. Godwin vendrá si yo se lo pido, sé que lo hará, y también porque…, porque Lea era su hija.

De nuevo fluyeron las lágrimas. Parecía tan frágil allí de pie a la luz de las velas, con la espalda vuelta al frío que entraba por la ventana, que yo me sentí incapaz de soportarlo.

– Puede que Godwin decida revelar toda la verdad y cargar con sus consecuencias -dijo-, y hacer comprender a los monjes negros que nosotros no hemos matado a nuestra hija. Él puede testificar de mi carácter y de mi alma. -Aquello le daba esperanzas, y obviamente también me las dio a mí-. Oh, sería algo magnífico librarnos de esta terrible mentira -dijo-. Y mientras vos y yo hablamos, Meir está suscribiendo la entrega de sumas de dinero. Se perdonarán las deudas. Afrontaré la ruina si es preciso, la pérdida de todas mis propiedades, si puedo llevarme conmigo a Meir de este lugar terrible. Me bastaría con saber que no he provocado ningún daño a los judíos de Norwich, que tanto han sufrido en otras épocas.

– Ésa sería la mejor solución, sin duda -juzgué-, porque una impostura comportaría riesgos muy grandes. Incluso vuestros amigos judíos podrían decir o hacer algo que dejara al descubierto la verdad. Pero ¿y si la ciudad no acepta la verdad? ¿Ni siquiera de Godwin? Será demasiado tarde para volver al plan del engaño. Se habrá perdido la oportunidad de una impostura.

Otra vez se oían ruidos en la noche. Sonidos ahogados, informes, y otros más penetrantes. Pero la nieve que caía lo amortiguaba todo.

– Hermano Tobías -dijo ella-, id a París y plantead todo el caso a Godwin. A él podéis contárselo todo, y dejar que Godwin decida.

– Sí, es lo que haré, Fluria -dije, pero otra vez oí ruidos y lo que parecía el son lejano de una campana.

Le hice un gesto para que me dejara acercarme a la ventana, y ella se apartó.

– Es la alarma -dijo aterrorizada.

– Puede que no -dije. De pronto empezó a tocar otra campana.

– ¿Están incendiando la judería? -preguntó ella, con un hilo de voz que apenas podía pasar de su garganta.

Antes de que pudiera contestarle, la puerta de madera de la habitación se abrió y apareció el sheriff con todas sus armas, los cabellos empapados de nieve. Se hizo a un lado para dejar pasar a dos criados que arrastraron unos leños hasta la chimenea, y detrás de ellos entró Meir.

Con la mirada fija en Fluria, se echó atrás la capucha cubierta de nieve.

Fluria se precipitó en sus brazos abiertos.

El sheriff estaba de pésimo humor, como era de esperar.

– Hermano Tobías -dijo-, vuestro consejo a los fieles de que fueran a rezar al pequeño san Guillermo ha tenido consecuencias imprevistas. La multitud ha forzado la entrada en la casa de Meir y Fluria en busca de reliquias de Lea, y se ha llevado todos sus vestidos.

»Fluria, querida, habría sido más prudente que empaquetaras toda esa ropa y te la trajeras contigo al venir aquí. -Suspiró otra vez y miró a su alrededor como buscando alguna superficie que golpear con el puño-. Ya se están proclamando milagros en el nombre de tu hija. El sentimiento de culpa de lady Margaret la ha impulsado a organizar una pequeña cruzada.

– ¡Cómo no supe prever una cosa así! -dije, apenado-. Sólo quise quitarlos de en medio.

Meir abrazó más estrechamente a Fluria, como si quisiera protegerla de todas aquellas palabras. La cara de aquel hombre mostraba una resignación admirable.

El sheriff esperó hasta que los criados se hubieron ido y la puerta estuvo cerrada, y entonces habló directamente a la pareja.

– La judería está protegida por una guardia nutrida, y los pequeños fuegos que se han producido están ya apagados -dijo-. Gracias al cielo, vuestras casas son de piedra. Y gracias al cielo, las cartas de Meir para reunir dinero han sido ya despachadas. Y gracias al cielo, los ancianos han hecho generosos regalos en forma de marcos de oro a los frailes y al priorato. -Se detuvo y suspiró. Me dirigió por un instante una mirada de impotencia, y luego volvió su atención a ellos-: Pero os digo desde ahora mismo, que nada podrá impedir una matanza si vuestra hija no vuelve en persona a acabar con esta carrera enloquecida para convertirla en santa.

– Muy bien, pues eso es lo que vamos a hacer -dije antes de que ninguno de los dos pudiera hablar-. Parto para París ahora mismo. Supongo que encontraré al hermano Godwin en el convento capitular de los dominicos, junto a la universidad, ¿no es así? Saldré de viaje esta noche.

El sheriff parecía dudar. Miró a Fluria.

– ¿Tu hija puede volver aquí?

– Sí -contesté yo-. Y sin duda vendrá con ella el hermano Godwin, que es un hábil abogado. Tenéis que resistir como podáis hasta ese momento.

Meir y Fluria se habían quedado sin habla. Me miraban como si dependieran por completo de mí.

– Y mientras tanto -añadí-, ¿permitiréis a los ancianos entrar en el castillo para consultar con Meir y con Fluria?

– Isaac, hijo de Salomón, el físico, está ya aquí por su seguridad -dijo el sheriff-. Y traeremos a los demás si es necesario. -Se pasó la mano enguantada por el blanco cabello húmedo-. Fluria y Meir, si no es posible que traigan aquí a vuestra hija, os pido que me lo digáis ahora mismo.

– Vendrá -dije-. Tenéis mi palabra. Y vosotros dos, rezad para que tenga un buen viaje. Iré tan deprisa como me sea posible.

Me acerqué a la pareja y puse mis manos sobre sus hombros.

– Confiad en el cielo, y confiad en Godwin. Me reuniré con él tan pronto como pueda.

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