5 Los cantos del serafín

Si alguna vez me había sentido estupefacto en mi vida, no fue nada comparado con lo de ahora. En mi sala de estar, sólo poco a poco empezaron a emerger las formas y los colores de la neblina en la que flotaba desde que Malaquías dejó de hablar.

Volví a mi propio ser, sentado en el sofá y mirando al frente. Y lo vi a él con toda claridad, de pie contra la pared forrada de libros.

Yo estaba abrumado, roto, y era incapaz de hablar.

Todo lo que me había mostrado había sido tan vívido, tan inmediato, que yo aún seguía tanteando para encontrarme a mí mismo en el momento presente, o bien anclado a buen recaudo en cualquier otro momento.

Era tal mi sensación de pena, de profundo y terrible remordimiento, que aparté la vista de él, y muy despacio hundí la cara en mis manos.

Me sostenía una casi imperceptible esperanza de salvación. En lo profundo de mi corazón susurré: «Señor, perdóname por haberme apartado de ti.» Pero al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras, sentía: «No lo crees. No lo crees, por más que te lo haya revelado a ti mismomás íntimamente de lo que tú mismo podías haberlo hecho. No lo crees. Tienes miedo de creerlo.»

Le oí acercarse y entonces volví de nuevo a mi ser, con él a mi lado.

– Reza para tener fe -susurró a mi oído.

Y lo hice.

Recordé un antiguo ritual.

En las tardes de crudo invierno, cuando me daba miedo volver a casa de la escuela, había llevado a Emily y Jacob a la iglesia del Santo Nombre de Jesús, y allí había rezado: «Señor, enciende el fuego de la fe en mi corazón, porque estoy perdiendo la fe. Señor, toca mi corazón, y enciéndelo.»

Las viejas imágenes habituales volvieron a mí, tan frescas como si fuera ayer. Vi la silueta borrosa de mi corazón y la llama amarilla que brotaba de él. A mi memoria le faltaba el color vibrante y el movimiento de todo lo que Malaquías me había mostrado. Pero recé con todo mi ser. Las viejas estampas se desvanecieron de pronto y me quedé solo con las palabras de la oración.

No fue un «quedarse solo» ordinario. Me encontré delante de Dios sin haberme movido. Tuve la relampagueante visión de ascender por una ladera de hierba suave y ver delante de mí una figura envuelta en una túnica…, y volvieron a mí los viejos pensamientos: «Ésta es su gloria; han pasado miles de años, pero puedes seguir sus pasos de cerca.»

– Oh, Dios mío, me duele de corazón -susurré. «Por miedo al infierno por todos mis pecados, pero sobre todo, sobre todo, sobre todo, por haberme apartado de Ti.»

Me senté de nuevo en el sofá y me sentí perdido, peligrosamente próximo a perder el sentido, como si todo lo que había visto me golpeara, merecidamente, y mi cuerpo no pudiera encajar tantos golpes. ¿Cómo podía haber amado tanto a Dios, y arrepentirme tan completamente de lo que había llegado a ser, y sin embargo no tener fe?

Cerré los ojos.

– Mi Toby -susurró Malaquías-. Sabes la magnitud de lo que has hecho, pero no puedes comprender la magnitud de lo que Él conoce.

Sentí el brazo de Malaquías sobre mi hombro. Sentí el apretón de sus dedos. Y luego me di cuenta de que se había levantado, y oí sus suaves pisadas cuando cruzó la habitación.

Levanté la vista y lo vi de pie frente a mí; de nuevo presentaba el mismo colorido vivo y la forma nítida y seductora. Emanaba de él una luz tan sutil como real. Sin estar del todo seguro, me pareció haber visto aquella luz incandescente la primera vez que apareció delante de mí en la Posada de la Misión. No se me ocurrió ninguna explicación entonces y lo rechacé como algo casual, sin ningún significado.

Ahora no lo rechacé. Me maravillé. Su rostro parecía conmovido. Era feliz. Parecía incluso dichoso. Y vino a mi mente una frase de las Escrituras acerca de la alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente.

– Acabemos deprisa con esto -dijo impaciente. Y esta vez no hubo imágenes hirientes que acompañaran a sus palabras dichas en voz baja-. Sabes muy bien lo que ocurrió después. Nunca revelaste al Hombre Justo tu verdadero nombre a pesar de su insistencia, y más adelante, cuando las agencias te llamaron Lucky, el afortunado, también fue ése el nombre que te aplicó el Hombre Justo. Tú lo aceptaste con una ironía amarga, y llevaste a cabo una misión tras otra, y pediste que no te tuviera cruzado de brazos, aunque sabías lo que eso significaba.

No dije nada. Me di cuenta de que lo veía a través de un tenue velo de lágrimas. Cómo me había jactado en mi desesperación. Había sido un joven que al tiempo que se ahogaba luchaba contra un monstruo marino, como si eso tuviera importancia cuando las olas se agolpaban sobre su cabeza.

– En esos primeros años, trabajaste en Europa a menudo. El disfraz importaba poco, porque tu estatura y tu cabello rubio te servían con eficacia. Entrabas en los bancos y en los restaurantes de lujo, en los hospitales y en los mejores hoteles. Nunca volviste a usar un arma de fuego, porque no tuviste necesidad de hacerlo. «El francotirador de la aguja», te llamaban en los reportajes que reseñaban tus éxitos, siempre con mucho retraso respecto de los hechos. En vano repasaban una y otra vez las imágenes borrosas de vídeo en las que aparecías.

»Fuiste solo a Roma y paseaste por la basílica de San Pedro. Viajaste al norte por Asís, Siena y Perugia, y luego fuiste a Milán, Praga y Viena. En una ocasión fuiste a Inglaterra sólo para visitar el paisaje desolado donde las hermanas Brontë habían vivido y escrito sus grandes libros; fuiste solo a ver representaciones de las obras de Shakespeare. Vagaste por la Torre de Londres, anónimo y perdido entre los demás turistas. Has vivido una vida desprovista de testigos. Has vivido tu vida más perfectamente solo de lo que nadie podría imaginar, excepto tal vez el Hombre Justo.

»Pero pronto dejaste de visitarlo. No te importaron su risa fácil ni sus observaciones agradables, ni la forma casual en que discutía las cosas que quería que hicieras. Por teléfono podías tolerarlo; en una mesa de comedor lo encontrabas insoportable. La comida perdía todo su sabor y se te secaba en la boca.

»Y de ese modo te alejaste de ese último testigo, que pasó a convertirse en un fantasma al otro lado de una línea telefónica, y ya no en un pretendido amigo.

Dejó de hablar. Se volvió y pasó los dedos por los lomos de los libros alineados en los estantes. Parecía tan sólido, tan perfecto, tan distinto de un ser imaginario…

Creo que me oí tragar saliva a mí mismo, o puede que fuera un sollozo ahogado para reprimir mis lágrimas.

– En esto se convirtió tu vida -dijo en el mismo tono de voz, baja, sin prisas-, en estos libros tuyos y en viajes seguros por el interior del país, porque era demasiado peligroso para ti arriesgarte a cruzar fronteras. Y te instalaste aquí, hace menos de nueve meses, y bebiste la luz del sur de California con tanta ansia como si antes hubieras pasado tus días encerrado en una habitación oscura.

»Te quiero ahora -dijo-. Pero tu redención depende del Creador, de tu fe en Él. La fe se agita en tu interior. Lo sabes, ¿no es así? Ya has pedido perdón. Ya has admitido la verdad de todo lo que te he revelado, y setenta veces más. ¿Sabes que Dios te ha perdonado? -No pude contestar nada. ¿Cómo podía alguien perdonar las cosas que yo había hecho?-. Estamos hablando de Dios Todopoderoso -susurró.

– Estoy dispuesto -murmuré-. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué es lo que quieres que haga para redimir siquiera la mínima parte de todo esto?

– Convertirte en mi ayudante -dijo-. Ser mi instrumento humano para ayudarme a hacer lo que debo hacer en la Tierra.

Se reclinó en la pared cubierta de libros y juntó las manos, como podría hacerlo un hombre, cruzando los dedos justo debajo de sus labios.

– Deja esa vida vacía que has modelado para ti mismo -dijo-, y préstame tu ingenio, tu valentía, tu agudeza y tu poco común apostura física. Muestras un valor notable en circunstancias en las que otros serían tímidos. Eres hábil donde otros se muestran torpes. Yo puedo servirme de todo lo que eres.

Yo sonreí al oírlo. Porque sabía a qué se refería. Lo cierto es que comprendía todo lo que me iba diciendo.

– Oyes hablar a otros humanos con los oídos de un músico -continuó-. Y amas lo que es armonioso, lo que es hermoso. A pesar de todos tus pecados, el tuyo es un corazón educado. Todo eso lo puedo poner a la obra para responder a las plegarias que el Creador quiere que sean atendidas. He buscado un instrumento humano para cumplir con su petición. Tú eres ese instrumento. Confíate a Él y a mí.

Sentí el primer estremecimiento de verdadera felicidad que había conocido en muchos años.

– Quiero creerte -susurré-. Quiero ser ese instrumento, pero pienso, quizá por primera vez en mi vida, que me da auténtico miedo hacerlo.

– No, no tienes miedo. No has aceptado Su perdón. Debes confiaren que Él puede perdonar a un hombre como tú. Y Él lo ha hecho. -No esperó a que le respondiera-. No puedes imaginar el universo que te rodea. No puedes verlo como lo vemos desde el cielo. No puedes oír las plegarias que se elevan desde todas partes, desde todos los siglos, desde todos los continentes, desde un corazón tras otro.

»Nos necesitan, a ti y a mí, en lo que para ti va a ser una edad antigua, pero no para mí, que puedo ver esos años con la misma claridad que veo este momento. Tú te trasladarás de un Tiempo Natural a otro Tiempo Natural. Pero yo existo en el Tiempo del Ángel, y tú también viajarás conmigo a través de ese tiempo.

– El Tiempo del Ángel… -susurré. ¿Qué era lo que estaba viendo?

Él habló de nuevo.

– La mirada del Creador abarca todo el tiempo. Él conoce todo lo que es, ha sido y será. Conoce lo que podría haber sido. Y es el Maestro del resto de nosotros, en la medida en que podemos comprenderlo.

Algo estaba cambiando en mi interior, de una manera radical. Mi mente se esforzaba en captar la suma total de todo lo que él me había revelado, y por mucha teología y filosofía que supiese, únicamente podía hacerlo sin palabras.

Recordé algunas frases de Agustín, citadas por el Aquinate, y las murmuré para mí entre dientes:

«Aunque nosotros no podemos medir el infinito, sin embargo éste puede ser abarcado por Aquél, cuyos conocimientos no tienen límites.»

Él sonrió. Meditaba.

Ahora se había producido en mi interior un gran cambio.

Yo estaba tranquilo.

Continuó.

– No puedo mover las sensibilidades de los que me necesitan como he zarandeado la tuya. Necesito que entres tú en su sólido mundo bajo mi dirección, un ser humano como son humanos ellos mismos, un hombre igual a ellos. Necesito que intervengas, no para llevar la muerte, sino desde el lado de la vida.

»Di que estás dispuesto y que tu vida se ha apartado del mal, confírmalo y de inmediato te verás sumergido en los peligros y las penalidades de intentar hacer algo que es incuestionablemente bueno.

Peligros y penalidades.

– Lo haré -dije. Quise repetir esas palabras, pero parecían flotar en el aire delante de nosotros-. Donde sea. Basta que me expliques lo que quieres de mí, que me digas cómo he de cumplir tu petición. ¡Enséñamelo! No me importa el peligro. No me importan las penalidades. Dime que es bueno, y lo haré. «¡Dios querido, creo que me has perdonado! ¡Y que Tú me ofreces esta oportunidad! Soy tuyo.»

Sentí una felicidad inmediata e inesperada, una levedad henchida de gozo.

De nuevo cambió la atmósfera que me rodeaba.

Los colores de la habitación se emborronaron y se hicieron más brillantes. Pareció como si me sacaran del marco de un cuadro, y el cuadro mismo se hiciera más amplio y menos nítido, y luego se disolviera a mi alrededor en una neblina tenue, ingrávida y trémula.

– ¡Malaquías! -grité.

– Estoy a tu lado -dijo su voz.

Ascendíamos. El día se había diluido en una penumbra purpúrea, pero la oscuridad se llenaba de una luz suave y acariciante. Luego estalló en mil millones de chispas de fuego.

Un sonido me sobrecogió, era tan hermoso como indescriptible. Parecía sostenerme con tanta firmeza como me elevaban las corrientes de aire, con tanta firmeza como me guiaba la cálida presencia de Malaquías, aunque yo no podía ver otra cosa que el cielo estrellado, y el sonido se convirtió en una gran y hermosa nota profunda, como el eco de un gran gong de bronce.

Se había alzado un viento penetrante, pero el resonar de la nota se impuso sobre él, y luego llegaron otras notas, moduladas, vibrantes, como un repique de muchas campanas puras e ingrávidas. Poco a poco la música disolvió enteramente el soplo del viento en sí misma, y creció y se hizo más rápida, y yo escuché un canto más fluido y rico que nada que hubiera oído anteriormente. Trascendía los himnos terrestres de manera tan indescriptible que perdí todo sentido del tiempo. Sólo podía imaginar oír aquellas canciones por siempre, y la conciencia de mí mismo desapareció.

«Dios querido, y yo que te he abandonado, que te he vuelto la espalda… Soy tuyo.»

Las estrellas habían multiplicado su número hasta parecer las arenas del mar. De hecho, su brillo hacía desaparecer la oscuridad, aunque cada estrella titilaba con una perfecta luz iridiscente. Y a mi alrededor, por encima, debajo, a los lados, vi lo que parecían ser estrellas fugaces, que cruzaban veloces sin el menor sonido.

Me sentí incorpóreo en medio de aquel espacio que no deseaba abandonar nunca más. De pronto, como si me lo hubiera dicho alguien, me di cuenta de que las estrellas fugaces eran ángeles. Lo supe sin más. Supe que eran ángeles que viajaban arriba y abajo y a través y en diagonal, y que esos viajes veloces e inevitables formaban parte de la urdimbre y la trama de aquel gran reino universal.

Yo no viajaba a la misma velocidad. Yo iba a la deriva. Pero incluso en esa palabra está implicada la fuerza de la gravedad para que exprese adecuadamente la fácil naturalidad con la que me movía.

De forma muy gradual, la música dio paso a otro sonido. Empezó en un tono muy bajo y fue haciéndose más urgente, un coro de susurros que venían de muy abajo. Muchas voces cuchicheadas, secretas, se unían en aquel susurro que se fundía con la música hasta el punto en que parecía que todo el mundo situado debajo de nosotros, o en torno a nosotros, estaba lleno de aquel cuchicheo. A pesar de que distinguí multitud de sílabas, todas parecían expresar un mismo ruego.

Miré abajo, asombrado de conservar algún sentido de orientación. La música se hizo más tenue al aparecer a la vista un gran planeta sólido. Añoré la música. Sentí que no podría soportar perderla. Pero nos sumergíamos en dirección a aquel planeta, y supe que aquello era justo y bueno, y no me resistí en forma alguna.

Por todas partes las estrellas fugaces seguían cruzando de un lado a otro, y en mi mente no tuve la menor duda de que todas eran ángeles que atendían plegarias. Eran los mensajeros activos de Dios, y me sentí un privilegiado por ver aquello, a pesar de que la música más etérea que jamás había oído ahora casi había desaparecido por completo.

El coro de susurros era muy vasto y a su manera su sonido era también perfecto, aunque más oscuro. «Son los cantos de la tierra -pensé con plena conciencia-, y están llenos de tristeza, y necesidad, y adoración, y reverencia, y respeto.»

Vi aparecer masas oscuras de tierra en las que espejeaban miríadas de luces, y la gran capa satinada de los mares. Las ciudades eran visibles para mí en la forma de grandes redes de iluminación que aparecían y desaparecían bajo una capa tras otra de nubes opacas. Luego distinguí formas más pequeñas, a medida que nos aproximábamos.

La música había desaparecido ahora casi por completo, y el coro de plegarias era el sonido que atronaba en mis oídos.

Durante una fracción de segundo me hice una multitud de preguntas, pero de inmediato quedaron contestadas. Nos acercábamos a la Tierra…, pero en una época distinta.

– Recuerda -dijo Malaquías en voz baja a mi oído- que el Creador conoce todas las cosas, todo lo pasado y lo presente, todo lo que ha sucedido y sucederá, y también lo que podría haber sucedido. Recuerda que no hay pasado ni futuro donde está el Creador, sino sólo un vasto presente de todos los seres vivos.

Yo estaba plenamente convencido de la verdad de sus palabras, y absorto en ello, y de nuevo me sentí henchido de una inmensa gratitud, una gratitud tan abrumadora que empequeñecía cualquier emoción que nunca hubiera experimentado de forma consciente. Estaba viajando con Malaquías a través del Tiempo del Ángel y de regreso al Tiempo Natural, y me sentía a salvo porque era él quien me sostenía.

La miríada de chispas de luz que se movían a gran velocidad iba ahora adelgazándose o desvaneciéndose ante mi vista. Debajo mismo de nosotros, en un borbotón de rezos susurrantes y frenéticos, vi un gran grupo de tejados cubiertos de nieve y de chimeneas que arrojaban al aire su humo enrojecido.

Llegó a mi olfato el delicioso olor de los fuegos de leña. Las oraciones tenían distintas palabras e intensidades variables, pero no conseguí comprender lo que decían.

Sentí que todo mi cuerpo adquiría forma de nuevo, cuando aquel susurro me envolvió, y también me di cuenta de que mis viejos vestidos habían desaparecido. Ahora llevaba algo que parecía ser de lana gruesa.

Pero no me preocupé de mí mismo ni de cómo iba vestido. Estaba demasiado intrigado por lo que veía abajo.

Creí ver un río que fluía entre las casas, una cinta de plata en la oscuridad, y la forma vaga de lo que debía de ser una catedral muy grande, con su inevitable forma de cruz. Sobre una altura se asentaba lo que debía de ser un castillo. Y todo el resto eran tejados apiñados, algunos completamente tapizados de blanco y otros tan empinados que la nieve había resbalado en algunas partes.

De hecho la nieve caía, con una blandura deliciosa que pude oír.

Más y más fuerte llegaba hasta mí el gran coro de susurros superpuestos unos a otros.

– Están rezando, y están asustados -dije en voz alta, y oí mi voz muy inmediata y próxima a mí mismo, como si yo no estuviera en el amplio espacio del cielo. Sentí un frío intenso. El aire me envolvió. Sentí la nieve en la cara y las manos. Quise con desesperación oír por última vez la música perdida, y para mi asombro la oí resonar como un eco poderoso, que enseguida se extinguió.

Quise llorar de gratitud por aquello, pero tenía que descubrir lo que había venido a hacer. Yo no merecía oír aquella música. Y me aferré a la idea de que podía hacer alguna cosa buena en este mundo, mientras me esforzaba por reprimir las lágrimas.

– Están rezando por Meir y Fluria -dijo Malaquías-. Ruegan por toda la judería de la ciudad. Tú serás la respuesta a sus rezos.

– Pero ¿cómo, qué haré?

Me costaba pronunciar las palabras, pero ahora estábamos muy cerca de los tejados y podía distinguir los callejones y las calles que rodeaban la plaza, y la nieve que cubría las torres del castillo, y la cubierta de la catedral que relucía como si la luz de las estrellas brillara a través de la nevada, y empequeñecía todo el resto de aquella pequeña ciudad.

– Anochece en la ciudad de Norwich -dijo Malaquías, y su voz íntima y perfecta no se vio alterada por nuestro descenso ni por los rezos que llegaban a mis oídos-. Las representaciones navideñas han concluido hace unos instantes, y empieza un tiempo de dificultades para la judería.

No tuve que pedirle más explicaciones. Conocía la voz «judería», que en este caso designaba a los habitantes judíos de Norwich y el pequeño barrio separado donde vivía la mayor parte de ellos.

Nuestro descenso se había hecho más rápido. Vi el río, y por un momento me pareció ver los rezos mismos que se elevaban, pero el cielo se oscurecía, los techos de las casas se alzaban como fantasmas debajo de mí, y de nuevo sentí la caricia húmeda de la nieve que caía.

Nos encontrábamos ahora en el interior de la ciudad misma, y mis pies entraron suavemente en contacto con tierra firme. Estábamos rodeados de casas construidas en parte de madera, peligrosamente inclinadas, que parecían a punto de derrumbarse sobre nosotros en cualquier momento. En algunas ventanas estrechas y gruesas se veía la débil claridad de una luz encendida.

Sólo pequeños copos de nieve revoloteaban en el aire frío.

Me miré a mí mismo a aquella luz mortecina y vi que iba vestido de monje, y reconocí el hábito de inmediato. Llevaba la túnica blanca, el largo escapulario también blanco y el manto negro con la capucha de un dominico. Ceñía mi cintura la familiar soga nudosa, pero la tira de tela blanca del escapulario la ocultaba. De mi hombro izquierdo colgaba una bolsa de piel para libros. Yo estaba atónito.

Me llevé las manos a la cabeza, inquieto, y descubrí que había sido tonsurada, y llevaba el área circular rasurada y el borde anular de cabellos cortos característicos de los monjes de aquella época.

– Has hecho de mí lo que siempre quise ser -dije-. Un fraile dominico.

Sentía tal excitación que apenas podía contenerme. Quise saber lo que llevaba en la bolsa de piel.

– Ahora escucha -dijo, y aunque no pude verlo, su voz despertó ecos en las paredes. Parecíamos perdidos entre las sombras. De hecho, él no era visible en absoluto. Yo estaba solo.

Pude oír voces airadas en la noche, no muy lejos. Y el coro de plegarias se había extinguido.

– Estoy a tu lado -dijo. Durante un instante el pánico me dominó, pero entonces sentí la presión de su mano en la mía-. Escúchame. Lo que oyes es un tumulto en la calle vecina, y el tiempo apremia. El rey Enrique de Winchester se sienta en el trono inglés -explicó-. Y tú mismo te darás cuenta de que estamos en el año 1257, pero ninguno de esos datos te será de interés aquí. Conoces la época como tal vez ningún humano de tu propio siglo, y la conoces como ella misma no puede conocerse. Meir y Fluria quedan a tu cargo, y toda la judería está rezando porque Meir y Fluria corren grave peligro, y como puedes comprender por ti mismo, ese peligro podría extenderse a toda la pequeña comunidad judía de esta ciudad. El peligro podría llegar incluso a Londres.

Yo estaba totalmente fascinado, y sentía una excitación desconocida para mí en mi vida natural. Y sí que conocía aquella época y el peligro que había acechado a los judíos de Inglaterra en todas partes.

También me estaba quedando helado.

Miré hacia abajo y vi que llevaba zapatos con hebillas. Mis piernas estaban cubiertas por medias de lana. Gracias a Dios no era un franciscano, obligado a llevar sandalias en los pies desnudos, pensé, y entonces me sentí avergonzado de mi frivolidad. Tenía que dejar de desbarrar, y concentrarme en lo que debía hacer.

– Exactamente -oí la voz íntima de Malaquías-. Pero ¿te dará satisfacción lo que has venido a hacer aquí? Sí, te la dará. No hay ningún ángel de Dios que no sienta alegría cuando ayuda a los humanos. Y ahora tú trabajas para nosotros. Eres nuestro hijo.

– ¿Puede verme esa gente?

– Con toda claridad. Te verán y te escucharán, y tú los comprenderás y ellos te comprenderán a ti. Sabrás cuándo estás hablando en francés o inglés o hebreo, y cuándo ellos te hablan en esas lenguas. Cosas así resultan fáciles para nosotros.

– Pero ¿y tú?

– Yo estaré siempre contigo, ya te lo he dicho -dijo-. Pero sólo tú me verás y me oirás. No intentes hablar conmigo con los labios. Y no me llames a menos que te veas obligado a hacerlo.

»Ahora ve a ese tumulto, y métete en medio de todos, porque está degenerando en algo que no debería ser. Eres un monje viajero y has venido desde Italia, cruzando Francia, hasta Inglaterra. Eres el hermano Tobías, lo cual te será bastante fácil de recordar.

Yo estaba más impaciente por hacerlo de lo que podía expresar.

– ¿Qué más necesito saber?

– Confía en tus dones -dijo-. Los dones por los que te he elegido. Hablas bien, incluso con elocuencia, y tienes una gran confianza cuando desempeñas un papel con un propósito determinado. Confía en el Creador y confía en mí.

Oí que las voces subían de tono en la calle vecina. Sonó una campana.

– Debe de ser el toque de queda -dije rápidamente. Mis pensamientos se agolpaban. Lo que sabía de aquel siglo acudía a mi mente de forma espontánea, y de nuevo sentí aprensión, casi miedo.

– Es el toque de queda -dijo Malaquías-. E irritará a los que están provocando el alboroto, porque están impacientes por llegar a un desenlace. Ahora ve.

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