6 El misterio de Lea

Era un tumulto grave, y atemorizador en apariencia, porque no todos los que participaban en él eran chusma ni mucho menos. Unos llevaban linternas y otros antorchas, y unos pocos cirios, y muchos llevaban ricas vestiduras de terciopelo y de piel.

Las casas a ambos lados de la calle eran de piedra, y recordé que los judíos habían construido las primeras casas de piedra de Inglaterra, por buenas razones.

Mientras me acercaba, oía la voz íntima de Malaquías.

– Los canónigos vestidos de blanco pertenecen al priorato de la catedral -dijo, mientras yo echaba una mirada a los tres hombres bien abrigados que estaban más cerca de la puerta de la casa-. Los dominicos se han reunido allí en torno a lady Margaret, que es sobrina del sheriff y prima del arzobispo. Junto a ella está su hija Nell, una niña de trece años. Son ellas quienes han acusado a Meir y Fluria de envenenar a su hija y enterrarla en secreto. Recuérdalo, Meir y Fluria están a tu cargo, y tú has venido aquí para ayudarles.

Había mil preguntas que quería hacer. Sólo contaba con el dato de que una niña tal vez había sido asesinada. Y de una forma muy vaga establecí la relación obvia: aquellas personas eran acusadas del mismo crimen que yo había cometido de forma habitual.

Me abrí paso en medio de la multitud, y Malaquías se esfumó y yo lo supe. Ahora era mi turno.

Era lady Margaret quien llamaba a la puerta cuando me acerqué. Iba maravillosamente ataviada, con un vestido ceñido de mangas amplias, orlado de piel, y encima un manto amplio forrado de piel y con capucha. Su rostro estaba húmedo de lágrimas, y su voz rota.

– ¡Salid y responded! -decía. Parecía enteramente sincera y presa de angustia-. Meir y Fluria, os lo pido. Enseñadnos a Lea ahora mismo o explicadnos por qué no está aquí. No toleraremos más vuestras mentiras, lo juro.

Se dio la vuelta de modo que su voz fuera oída por toda la multitud.

– No nos contéis más historias fantásticas de que la niña ha sido llevada a París.

La muchedumbre emitió un gran rugido de aprobación.

Yo fui a saludar a los otros dominicos, que se acercaron al verme, y les dije entre dientes que era el hermano Tobías, un peregrino que había recorrido muchas tierras.

– Bueno, pues llegas en el momento justo -dijo el más alto y autoritario de los frailes-. Soy fray Antonio, el superior de este lugar como sin duda sabes si vienes de París, y estos judíos han envenenado a su propia hija por haberse atrevido a entrar en la catedral la noche de Navidad.

Aunque se esforzó en hablar en voz baja, arrancó de inmediato un sollozo de lady Margaret y de su hija Nell. Y muchos gritos y voces de apoyo de los que nos rodeaban.

La joven Nell estaba vestida de forma tan exquisita como su madre, pero parecía mucho más angustiada; sacudía la cabeza y sollozaba.

– Todo ha sido por mi culpa, por mi culpa. Yo la llevé a la iglesia.

De pronto, los canónigos de hábitos blancos del priorato empezaron a discutir con el fraile que había hablado conmigo.

– Ése es fray Jerónimo -susurró Malaquías-, y como verás es quien dirige la oposición a esta campaña para hacer mártir y santa a una judía.

Me sentí más tranquilo al oírlo, pero ¿cómo pedirle más información?

Noté que me empujaba adelante y de pronto me encontré con la espalda apoyada en la puerta de la gran casa de piedra en la que obviamente vivían Meir y Fluria.

– Perdonadme, soy un extraño aquí -dije, y mi propia voz sonó enteramente natural a mis oídos-, pero ¿por qué estáis tan seguros de que ha habido un crimen?

– Porque no aparece por ninguna parte, por eso lo sabemos -dijo lady Margaret. Era sin la menor duda una de las mujeres más atractivas que yo había visto en mi vida, a pesar de sus ojos enrojecidos y húmedos-. Nos llevamos con nosotras a Lea porque quería ver al Niño Jesús -me dijo en tono amargo, con los labios temblorosos-. Nunca imaginamos que sus propios padres la envenenarían y velarían sobre su lecho de muerte con sus corazones de piedra. Hazles salir. Haz que respondan.

Toda la multitud empezó a gritar al oír esas palabras, y el clérigo vestido de blanco, fray Jerónimo, pidió silencio.

Me miró ceñudo.

– Ya tenemos suficientes dominicos en esta ciudad -dijo-. Y también a un mártir perfecto en nuestra catedral, el pequeño san Guillermo. Los malvados judíos que lo asesinaron murieron hace mucho tiempo, y no quedaron sin castigo. Tus hermanos dominicos quieren ahora su propio santo, porque el nuestro no es lo bastante bueno para ellos.

– Es a la pequeña santa Lea a quien queremos celebrar ahora -dijo lady Margaret con su voz ronca y trágica-. Y Nell y yo hemos sido la causa de su desgracia. -Contuvo el aliento-. Todos sabemos la historia del pequeño Hugo de Lincoln, y los horrores…

– Lady Margaret, ésta no es la ciudad de Lincoln -insistió fray Jerónimo-. Y no tenemos pruebas como las que se encontraron en Lincoln para pensar que ha habido un asesinato. -Se volvió hacia mí-. Si habéis venido a rezar ante las reliquias del pequeño san Guillermo, sois bienvenido -dijo-. Veo que sois un fraile instruido, y no un mendicante común. -Dirigió una mirada sombría a los otros dominicos-. Y os puedo decir ahora mismo que el pequeño san Guillermo es un verdadero santo, famoso en toda Inglaterra, mientras que esta gente ni siquiera tiene constancia de que la hija de Fluria, Lea, haya sido bautizada.

– Sufrió el bautismo de sangre -insistió el dominico fray Antonio. Hablaba con la confianza de un predicador-. ¿No nos dice el martirio del pequeño Hugo lo que son capaces de hacer los judíos, si se les permite hacerlo? Esta muchacha murió por su fe, murió por haber entrado en la iglesia en la Nochebuena. Y este hombre y esta mujer han de responder, no sólo del crimen innatural de matar a su propia carne y sangre, sino de la muerte de una cristiana, porque eso es lo que era Lea.

La multitud lanzó un gran rugido de aprobación, pero comprobé que muchos de los presentes no creían que fuera cierto lo que había dicho.

¿Cómo y qué se suponía que debía hacer yo? Me volví, llamé a la puerta y dije en voz suave:

– Meir y Fluria, estoy aquí para defenderos. Por favor, contestad.

Ni siquiera sabía si podían oírme.

Mientras, media ciudad parecía haberse sumado a la multitud, y de pronto empezó a sonar en una torre el toque de alarma de una campana. Más y más gente se apiñaba en la calle de las casas de piedra.

De pronto la multitud fue apartada a empujones por soldados que llegaban. Vi a un hombre a caballo, bien vestido, con la cabellera blanca flotando al viento y una espada colgando de la cadera. Detuvo su montura a pocos metros de la puerta de la casa, y allí se reunieron a su espalda por lo menos cinco o seis jinetes.

Algunas personas se marcharon al instante. Otras empezaron a gritar: «Arrestadlos. Arrestad a los judíos. Arrestadlos.» Otros volvieron a acercarse cuando el hombre desmontó y se acercó a quienes estábamos junto a la puerta; sus ojos pasaron sobre mi rostro sin que su expresión cambiara lo más mínimo.

Lady Margaret habló antes de que el hombre pudiera hacerlo.

– Señor sheriff, sabéis que los judíos son culpables -dijo-. Sabéis que les han visto en el bosque llevando un fardo pesado, y sin duda han enterrado a esa niña debajo del gran roble.

El sheriff, un hombre alto y fornido con una barba tan blanca como sus cabellos, miró a su alrededor disgustado.

– Que pare ya esa campana de alarma -gritó a uno de sus hombres.

Me dirigió otra mirada, pero yo no me aparté de su paso.

Se volvió para dirigirse a la multitud.

– Os recuerdo, buenas gentes, que estos judíos son propiedad de Su Majestad el rey Enrique, y que si causáis algún daño a ellos, a sus casas o a sus propiedades, estáis dañando al rey, y os tendré bajo arresto y os haré enteramente responsables de lo que ocurra. Éstos son judíos del rey. Son siervos de la Corona. Ahora marchaos de aquí. ¿Es que vamos a tener un mártir de los judíos en todas las ciudades del reino?

Aquello provocó un aluvión de protestas y de razones.

Lady Margaret le tomó del brazo.

– Tío -le imploró-. Aquí ha ocurrido una cosa horrible. No, no ha sido una profanación ruin como la del pequeño san Guillermo o la del pequeño san Hugo. Pero ha sido igual de malvada. Por el hecho de haber llevado a esa niña con nosotras a la iglesia por la Nochebuena…

– ¿Cuántas veces voy a tener que oír lo mismo? -le contestó él-. Día tras día hemos sido amigos de esos judíos, ¿y ahora hemos de volvernos contra ellos porque una muchacha se haya marchado sin despedirse de sus amigos gentiles?

La campana había enmudecido, pero la calle seguía abarrotada de gente, y me pareció ver que algunos incluso se habían subido a los tejados.

– Volved a vuestras casas -dijo el sheriff-. Ya ha sonado el toque de queda. ¡Cometéis un delito si os quedáis aquí!

Los soldados intentaron juntar un poco más sus monturas, pero no era fácil.

Lady Margaret hizo señas furiosas a determinadas personas para que se adelantaran, y al poco aparecieron dos individuos andrajosos que apestaban a vino. Vestían las sencillas túnicas de lana y las calzas de la mayoría de los hombres presentes, pero llevaban los pies envueltos en trapos y los dos parecían aturdidos por la luz de las antorchas y los muchos brazos que tiraban de ellos o les empujaban para verlos mejor.

– Vamos, estos testigos vieron a Meir y Fluria en el bosque con un saco -gritó lady Margaret-. Les vieron junto al gran roble. Señor sheriff, querido tío, de no haberse helado la tierra, ya habríamos sacado el cuerpo de la niña del lugar donde lo enterraron.

– Pero estos hombres son unos borrachos -dije, sin pensar-. Y si no tenéis el cuerpo, ¿cómo podéis probar que ha habido un crimen?

– Ésa es exactamente la cuestión -dijo el sheriff-. Y aquí tenemos un dominico que no está medio loco para pretender convertir en santa a una muchacha que a estas horas debe de estar acompañando a sus queridos parientes en la ciudad de París. -Se volvió hacia mí-. Son vuestros hermanos quienes han atizado este fuego. Haced que recobren la sensatez.

Los dominicos se enfurecieron al oír aquello, pero fue otro aspecto de su actitud el que me llamó la atención. Eran sinceros. Era evidente que estaban convencidos de tener razón.

Lady Margaret se puso frenética.

– Tío, ¿no entiendes mi responsabilidad en esto? He de perseguirlos. Fui yo, con Nell que está aquí, quien llevó a la niña a misa y a ver las representaciones de Navidad. Fuimos nosotras las que le explicamos los himnos, las que respondimos a sus inocentes preguntas…

– ¡Sus padres le perdonaron todo eso! -declaró el sheriff-. ¿Quién en la judería tiene mejor carácter que Meir, el maestro? Vamos, fray Antonio, vos habéis estudiado hebreo con él. ¿Cómo podéis acusarlo de esas cosas?

– Sí, yo estudié con él -dijo fray Antonio-, pero sé que es débil y que está dominado por su mujer. Ella es a fin de cuentas la madre de la apóstata…

La multitud aclamó ese término.

– ¿Apóstata? -gritó el sheriff-. ¡No sabéis si la niña apostató! Hay demasiadas cosas que sencillamente no sabemos.

Era obvio que la multitud estaba fuera de su control, y que él se daba cuenta.

– Pero ¿por qué estáis tan seguro de que la niña ha muerto? -pregunté a fray Antonio.

– Se puso enferma la mañana del día de Navidad -dijo-. Por eso. Fray Jerónimo lo sabe bien. Es físico además de monje. Él la atendió. Empezaron a envenenarla ya entonces. Y pasó todo el día en la cama con dolores cada vez más fuertes, mientras el veneno le mordía en el estómago, y ahora ha desaparecido sin dejar huella y esos judíos tienen el descaro de decir que sus primos se la han llevado a París. ¿Con este tiempo? ¿Haríais vos un viaje así?

Parecía como si todos los que escuchaban tuviesen algo que decir sobre el asunto, pero alcé la voz para hacerme oír.

– Bueno, yo he venido aquí con este tiempo, ¿no es cierto? -respondí-. No podéis acusar a nadie de un crimen sin pruebas. Así son las cosas. ¿No hubo un cuerpo del pequeño san Guillermo? ¿No hubo una víctima en el caso del pequeño san Hugo?

Lady Margaret volvió a recordar a todo el mundo que la tierra estaba helada alrededor del roble.

La muchacha gritó desesperada:

– Yo no pensé que hubiera nada malo. Ella sólo quería escuchar la música. Le gustaba la música. Le gustaba la procesión. Quería ver al Niño en el pesebre.

Aquello provocó nuevos gritos en la multitud que nos rodeaba.

– ¿Por qué no hemos visto a los primos que vinieron a llevársela a ese viaje inesperado? -nos preguntó fray Antonio, a mí y al sheriff.

El sheriff miró a su alrededor, inquieto. Alzó la mano e hizo una señal a sus hombres, y uno de ellos se alejó al trote. Entre dientes me dijo a mí:

– Le he enviado a traer más hombres para proteger toda la judería.

– Yo pido -intervino lady Margaret- que Meir y Fluria respondan. ¿Por qué se han encerrado esos malvados judíos en sus casas? Porque saben la verdad.

Fray Jerónimo intervino de inmediato:

– ¿Malvados judíos? ¿Meir y Fluria, y el viejo Isaac, el médico? ¿No eran esas mismas personas nuestros amigos? ¿Y ahora son todos malvados?

Fray Antonio, el dominico, replicó de inmediato:

– Les debéis la mayor parte de vuestros vestidos, de vuestros cálices, del mismo priorato -dijo-. Pero no son amigos. Son prestamistas.

De nuevo empezaron los gritos, pero ahora la multitud se hizo a un lado y un anciano de cabello gris suelto y espalda encorvada se abrió paso a la luz de las antorchas. Su túnica y su manto aparecían salpicados por el barro que siguió a la nevada. Sus zapatos lucían finas hebillas de oro.

Enseguida vi el parche amarillo cosido al pecho que revelaba su condición de judío. El parche estaba recortado con la silueta de las tablas de los Diez Mandamientos, y me pregunté cómo alguien, en todo el mundo, podía haber considerado aquella imagen en particular como una señal vergonzosa. Y, sin embargo, así había sido, y los judíos de toda Europa fueron obligados a llevarla durante muchos años. Yo sabía y comprendía aquello.

Fray Jerónimo dijo en tono seco a todos que dejaran paso a Isaac, hijo de Salomón, y el anciano se colocó sin aparentar temor junto a lady Margaret, delante de la puerta.

– ¿Cuántos de nosotros -preguntó fray Jerónimo- hemos acudido a Isaac en busca de pociones, de vomitivos? ¿Cuántos hemos sanado por sus hierbas y sus conocimientos? Yo mismo he recurrido a la sabiduría y el juicio de este hombre. Sé que es un gran físico. ¿Cómo os atrevéis a desoír lo que dice ahora?

El anciano permaneció resuelto y en silencio hasta que todos los gritos se apagaron. Los canónigos de ropajes blancos de la catedral se habían aproximado a él, para defenderlo. Por fin el anciano habló, con una voz profunda y algo temblorosa.

– Yo atendí a la niña -dijo-. Es verdad que entró en la iglesia en la noche misma de Navidad, sí. Es verdad que quiso ver las hermosas funciones. Quiso escuchar la música. Sí que hizo todo eso, pero volvió a la casa de sus padres como una niña judía, tal como la había dejado. ¡Sólo era una niña, y olvidó con facilidad! Enfermó, como podía haberle ocurrido a cualquiera con este tiempo inclemente, y pronto la fiebre hizo que delirara.

Pareció que los gritos iban a reproducirse otra vez, pero tanto el sheriff como fray Jerónimo reclamaron silencio con sus gestos. El anciano miró a su alrededor con una dignidad marchita, y continuó:

– Supe lo que era. Era la pasión ilíaca. Sentía un fuerte dolor en un costado. Ardía de fiebre. Pero luego la fiebre cedió, el dolor desapareció, y antes de que abandonara estas tierras para marchar a Francia, era otra vez ella misma, y yo hablé con ella, y también fray Jerónimo, vuestro propio físico, aunque mal podéis decir que yo no haya sido el físico de la mayoría de vosotros.

Fray Jerónimo asintió con vigor a sus palabras.

– Os repito lo que os he dicho antes -dijo-. Yo la vi antes de que se fuera de viaje, y estaba curada.

Empecé a darme cuenta de lo que ocurría. La niña había padecido seguramente una apendicitis, y cuando el apéndice reventó, el dolor disminuyó naturalmente. Pero empecé a sospechar que el viaje a París era una invención desesperada.

El anciano no había terminado.

– Vos, pequeña dama Eleanor -dijo a la joven-, ¿no le llevasteis flores? ¿No la visteis tranquila y sosegada, antes de su viaje?

– Pero nunca he vuelto a verla -gritó la niña-, y nunca me dijo que iba a hacer un viaje.

– ¡Toda la ciudad estaba pendiente de las continuas funciones, de las representaciones en la plaza! -dijo el viejo médico-. Sabes que fuisteis, todos vosotros. Y nosotros no asistimos a esos espectáculos. No forman parte de nuestro modo de vida. Sus primos vinieron, se la llevaron y ella se fue, y vosotros no os enterasteis.

Supe al instante que no decía la verdad, pero parecía decidido a decir lo que fuera preciso para proteger, no sólo a Meir y Fluria, sino a toda su comunidad.

Algunos jóvenes que se habían colocado detrás de los dominicos se adelantaron ahora, y uno de ellos dio un empujón al anciano y le llamó «sucio judío». Los otros zarandearon al viejo médico de un lado para otro.

– Basta -declaró el sheriff, y dio una señal a sus jinetes. Los jóvenes brutos echaron a correr. La multitud se apartó delante de los caballos.

»Arrestaré a cualquiera que ponga la mano sobre estos judíos -dijo el sheriff-. ¡Sabemos lo que ocurrió en Lincoln cuando las cosas se salieron de madre! Estos judíos no son propiedad vuestra, sino de la Corona.

El anciano estaba muy agitado. Yo alargué la mano para sostenerlo. Me miró, y vi de nuevo en él desdén y dignidad ultrajada, pero también una tenue gratitud por mi comprensión.

Llegaron más gritos de la multitud y la muchacha se echó a llorar de nuevo con desconsuelo.

– Si por lo menos tuviéramos un vestido que hubiese pertenecido a Lea… -lloriqueó-. Eso confirmaría lo que ha sucedido, porque sólo con tocarlo muchos podrían sanar.

Era una superstición asombrosamente popular, y lady Margaret insistió en que sin duda encontraríamos toda la ropa dentro de la casa, porque la niña había muerto y no se la había llevado de viaje.

Fray Antonio, el superior de los dominicos, alzó las manos y pidió paciencia.

– Voy a contaros una historia antes de seguir con esto -anunció-, y os ruego, señor sheriff, que vos la escuchéis también.

Oí la voz de Malaquías junto a mi oído.

– Recuerda que tú también eres un predicador. No dejes que los convenza.

– Hace muchos años -dijo fray Antonio-, un malvado judío de Bagdad se enfureció al saber que su hijo se había convertido al cristianismo, y arrojó al niño a un horno ardiente. Cuando parecía que la víctima inocente iba a consumirse, bajó de los cielos la bendita Virgen María en persona y rescató al niño, que salió sano y salvo de entre las llamas. Y el fuego consumió en cambio al malvado judío que había intentado causar un daño tan grande a su hijo cristiano.

Pareció que la multitud iba a asaltar la casa después de oír aquello.

– Esa historia es muy vieja -grité yo a mi vez, furioso-, y se cuenta por todo el mundo. Cada vez el judío es diferente y la ciudad también, y el desenlace es siempre el mismo, pero ¿quién de vosotros ha visto nada parecido con sus propios ojos? ¿Por qué todo el mundo está dispuesto a creer una cosa así? -Seguí hablando tan fuerte como pude-. Tenéis aquí un misterio, pero no tenéis ni a Nuestra Señora bendita ni la menor prueba, y habéis de deteneros.

– ¿Y quién eres tú, para venir aquí y hablar en defensa de estos judíos? -preguntó fray Antonio-. ¿Quién eres para desafiar al superior de nuestra propia casa?

– No ha sido mi intención faltaros al respeto -dije-, sino tan sólo señalar que esa historia no prueba nada, y menos aún la culpabilidad o inocencia de nadie de este lugar. -Se me ocurrió una idea, y alcé de nuevo la voz tanto como pude-. Todos vosotros creéis en vuestro niño santo -grité-. El pequeño san Guillermo, cuyas reliquias se guardan en vuestra catedral.

»Pues bien, id a verle ahora y rezadle para que os guíe. Que el pequeño san Guillermo os aconseje. Rezad para descubrir la tumba de la muchacha, si tanto empeño tenéis en ello. ¿No será el santo el intercesor perfecto? No podríais encontrar a nadie mejor. Id todos a la catedral, ahora mismo.

– Sí, sí -gritó fray Jerónimo-, eso es lo que hemos de hacer.

Lady Margaret parecía un poco aturdida por aquel giro de la situación.

– ¿Quién mejor que el pequeño san Guillermo? -dijo fray Jerónimo, después de dirigirme una rápida mirada-. Él mismo fue asesinado por los judíos de Norwich, hace cien años. Sí, id a su capilla de la catedral.

– Id todos a la capilla -dijo el sheriff.

– Yo os digo -intervino fray Antonio-, que tenemos otra santa aquí, y que es nuestro derecho exigir a sus padres que nos entreguen las ropas que ha dejado esa niña. Ya ha ocurrido un milagro junto al roble. Todas las ropas que haya aquí han de ser consideradas reliquias santas. Yo digo que hundáis la puerta, si es necesario, y os llevéis las ropas.

La multitud se exaltaba. Los jinetes se adelantaron, y obligaron a la gente a dispersarse o a retroceder. Algunos abuchearon a los soldados, pero fray Jerónimo se mantuvo firme con la espalda pegada a la puerta de la casa y los brazos extendidos, gritando:

– ¡A la catedral, al pequeño san Guillermo, vamos todos juntos ahora!

Fray Antonio se abrió paso por entre el sheriff y yo, y empezó a golpear la puerta.

El sheriff se puso furioso. Se volvió a la puerta.

– Meir y Fluria, estad preparados. Me propongo llevaros al castillo para vuestra salvaguarda. Si es necesario, me llevaré también al castillo a todos los judíos de Norwich.

La multitud se sentía frustrada, pero reinaba la confusión y muchos coreaban el nombre del pequeño san Guillermo.

– ¿Y después? -dijo el viejo médico judío-. Si os lleváis a Meir y Fluria y a todos nosotros a la torre, esta gente saqueará nuestras casas y arrojará al fuego nuestros libros sagrados. Por favor, os lo ruego, llevaos a Fluria, la madre de esa infortunada, pero dejadme hablar con Meir, y tal vez podamos hacer alguna donación, fray Antonio, a vuestro nuevo priorato. Los judíos siempre se han mostrado generosos en estas cuestiones.

En otras palabras, ofrecía un soborno. Pero la sugerencia tuvo un efecto milagroso en quienes la oyeron.

– Sí, que paguen -murmuró alguien. Y otro:

– ¿Por qué no?

Y la noticia circuló rápidamente entre los allí reunidos.

Fray Jerónimo gritó que encabezaría ahora una procesión a la catedral, y que todos los que sintieran temor por el destino de su alma inmortal debían acompañarlo.

– Los que tenéis antorchas y velas, adelantaos para alumbrar el camino.

Como había mucha gente que corría el riesgo de verse pisoteada por los caballos, y fray Jerónimo se había adelantado decididamente para encabezar la procesión, muchos lo siguieron, y otros volvieron las espaldas refunfuñando.

Lady Margaret no se había movido, y ahora se acercó al anciano médico:

– ¿Y éste no les ayudó? -preguntó, taladrándolo con la mirada. Se volvió al sheriff con una mueca de complicidad-. ¿No ha sido, según sus propias palabras, parte en todo este asunto? ¿Creéis que Meir y Fluria son tan listos como para fabricar veneno sin su ayuda? -Se volvió al anciano-. ¿Y también vais a perdonarme mis deudas con la misma facilidad, para comprar mi silencio?

– Si eso ha de calmar vuestro corazón y encaminaros a la verdad, sí -respondió el anciano-. Perdonaré vuestras deudas en atención a las preocupaciones y los disgustos que os ha causado esta historia.

Aquello hizo callar a lady Margaret, pero sólo de forma provisional. Era demasiado importante para ella no ceder en esta cuestión.

Ahora el gentío había disminuido mucho, y más y más personas se unían a la procesión.

El sheriff se dirigió a dos de sus hombres montados.

– Escoltad a Isaac, hijo de Salomón, hasta su casa -dijo-. Y vosotros, todos, marchaos e id con los sacerdotes a rezar a la catedral.

– No hay que apiadarse de ninguno de ellos -insistió lady Margaret, aunque no alzó la voz para dirigirse a los rezagados-. Son culpables de una multitud de pecados, y leen libros de magia negra que tienen en más aprecio que la Santa Biblia. Oh, yo he causado todo esto por apiadarme de esa niña. Y cuánto dolor siento al encontrarme deudora de la misma gente que la asesinó.

Los soldados dieron escolta al anciano, y sus caballos acabaron de dispersar a los últimos mirones. Pude darme cuenta entonces con más claridad de que muchos habían ido detrás de las linternas de la procesión.

Tendí entonces mi mano a lady Margaret.

– Señora -dije-, dejadme entrar y hablar con ellos. No soy de esta ciudad. No pertenezco a ninguno de los dos bandos en este conflicto. Dejad que vea si puedo descubrir la verdad. Y estad segura de que este misterio podrá quedar resuelto con la luz del día.

Ella me dirigió una mirada casi tierna, y luego asintió con un gesto cansado. Se volvió, y de la mano de su hija se unió a la cola de la procesión que se dirigía a la capilla del pequeño san Guillermo. Alguien puso en sus manos un cirio encendido cuando miró hacia atrás, y ella lo tomó agradecida y siguió su camino.

Los soldados montados dispersaron a todo el resto. Sólo siguieron allí los dominicos, que me miraban como si yo fuera un traidor. O peor aún, un impostor.

– Perdonadme, fray Antonio -dije-. Si encuentro alguna prueba de que esa gente es culpable, os lo comunicaré al instante.

El hombre no supo qué contestar.

– Vosotros los estudiantes pensáis que lo sabéis todo -dijo fray Antonio-. Yo también he hecho mis estudios, aunque no en Bolonia ni en París. Pero sé distinguir el pecado cuando lo veo.

– Sí, y yo os prometo un informe completo -respondí.

Finalmente, él y los demás dominicos se dieron la vuelta y se alejaron. La oscuridad se los tragó.

El sheriff y yo seguimos junto a la puerta de la casa de piedra, con lo que ahora parecía un exceso de soldados a caballo en las proximidades.

La nieve caía aún con mucha suavidad, como lo había hecho durante todo el alboroto. De pronto lo vi todo limpio y blanco a pesar del gentío que se había apiñado en aquel mismo lugar, y también me di cuenta de que me estaba helando.

En aquella calle estrecha los caballos de los soldados parecían nerviosos. Pero llegaban más hombres montados, algunos de ellos provistos de linternas, y pude oír el eco de los cascos en las vías vecinas. Ignoraba si el barrio de la judería era muy grande, pero estaba seguro de que ellos sí lo sabían. Sólo ahora me di cuenta de que todas las ventanas de esta parte de la ciudad estaban a oscuras, a excepción de las del piso alto de la casa de Meir y Fluria.

El sheriff golpeó la puerta.

– Meir y Fluria, salid -pidió-. Por vuestra propia seguridad, venid conmigo ahora. -Se volvió a mí y habló entre dientes-. Si es necesario me los llevaré de aquí y los tendré a buen recaudo hasta que acabe esta locura, porque si no, esa gente es capaz de prender fuego a todo Norwich sólo para quemar la judería.

Me recosté de nuevo contra la pesada puerta de madera, y dije en voz suave pero audible:

– Meir y Fluria, estoy aquí para ayudaros. Soy un hermano que cree en vuestra inocencia. Por favor, dejadnos entrar.

El sheriff se limitó a mirarme.

Pero un instante después oímos que levantaban la tranca de la puerta, y ésta se abrió.

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