– Hace catorce años, yo era muy joven y muy imprudente, y una traidora a mi fe y a todo lo que me es querido. Estábamos en Oxford entonces, y mi padre daba clases allí a algunos estudiantes. Visitábamos Oxford con frecuencia porque él tenía alumnos allí, estudiantes que querían aprender el hebreo y le pagaban bien las clases.
»Por primera vez, a lo que parece, había personas que deseaban aprender la antigua lengua. Y salían a la luz más y más documentos de tiempos remotos. Mi padre estaba muy solicitado como profesor, y era respetado tanto por los judíos como por los gentiles.
»Él pensaba que era bueno para los cristianos aprender el hebreo. Discutía con ellos cuestiones de fe, pero siempre en términos amistosos.
»Lo que no podía saber es que yo había entregado mi corazón sin reservas a un joven que por entonces estaba terminando sus estudios de Artes en Oxford.
»Él tenía casi veintiún años, y yo sólo catorce. Sentía por él una pasión tan grande como para abandonar mi fe, el amor de mi padre y cualquier herencia que pudiera recibir. Y aquel joven también me amaba tanto como para abandonar su propia fe si era necesario.
»Fue ese joven quien vino a avisarnos antes de los disturbios de Oxford, y nosotros pasamos el aviso a tantos judíos como pudimos, y así escaparon. De no haber sido por aquel joven, habrían desaparecido muchos más libros de los que perdimos, y también muchos objetos de valor que poseíamos. Mi padre sentía un gran cariño por ese joven, por agradecimiento pero también en general porque le agradaba su aguda inteligencia.
»Mi padre no tenía hijos varones. Mi madre había muerto al dar a luz a unos gemelos, ninguno de los cuales sobrevivió.
»Aquel joven se llamaba Godwin, y todo lo que necesitáis saber de su padre es que era un conde poderoso, rico, y furioso cuando se enteró de que su hijo se había enamorado de una judía, furioso cuando supo que sus estudios le habían puesto en contacto con una muchacha judía por la que estaba dispuesto a abandonarlo todo.
»Se había creado un lazo muy profundo entre el conde y Godwin. Godwin no era el primogénito, pero sí el favorito de su padre, y el tío de Godwin, que había muerto sin descendencia, legó a Godwin una fortuna en Francia tan grande por lo menos como la que había de heredar el hermano mayor, Nigel, de su padre.
»Entonces el padre se vengó de su decepción en la persona de Godwin.
»Lo envió a Roma para apartarlo de mí y educarlo en el seno de la Iglesia. Amenazó con denunciar la seducción, como él la llamaba, a menos que yo no volviera a pronunciar el nombre de Godwin y que Godwin partiera de inmediato y jamás volviera a mencionar mi nombre tampoco. Lo cierto es que el conde temía la desgracia que sobrevendría si se llegaba a conocer que Godwin sentía una gran pasión por mí, o si intentábamos contraer un matrimonio secreto.
»Podéis imaginar el desastre que habría supuesto para todos el que Godwin ingresara realmente en nuestra comunidad. Ha habido conversos a nuestra fe, sí, pero Godwin era hijo de un padre orgulloso y lleno de poder. ¡Imaginad las persecuciones! Ha habido tumultos por mucho menos que el hecho de que el hijo de un noble abrazara nuestra fe, en estos tiempos azarosos en que nos vemos constantemente perseguidos.
»En cuanto a mi padre, no sabía de qué se nos podía acusar, pero estaba tan harto como furioso. Que yo me convirtiera era impensable para él, y pronto consiguió que también fuera impensable para mí.
»Se sintió traicionado por Godwin. Había acogido a Godwin bajo su techo, para estudiar hebreo, para hablar de filosofía, para sentarse a los pies de mi padre y, sin embargo, el alumno había cometido la fechoría de seducir a la hija del gran maestro.
»Era un hombre con un corazón que rebosaba cariño hacia mí, porque yo era todo lo que tenía, pero se puso furioso con Godwin.
»Godwin y yo nos dimos cuenta pronto de que no había esperanza para nuestro amor. Atraeríamos tumultos y desastres, no importaba lo que hiciéramos. Si me convertía al cristianismo, sería expulsada de mi comunidad, la herencia que recibiría de mi madre sería confiscada, y mi padre se vería solo en su vejez, una idea que me resultaba insoportable. Las desgracias no serían menores para Godwin si se convertía al judaísmo.
»De modo que decidimos que Godwin iría a Roma.
»Su padre dio a entender que todavía albergaba sueños de grandeza para su hijo, una mitra de obispo sin duda, si no un capelo de cardenal.
»Godwin contaba con parientes en el poderoso clero de París y en Roma. Sin embargo, para él era un duro castigo verse forzado a pronunciar sus votos, porque no creía en el Dios de una ni de la otra religión, y se comportaba como un joven en extremo mundano.
»Mientras yo amaba su inteligencia, su humor y su pasión, otros admiraban la cantidad de vino que era capaz de beber en una velada y su habilidad como espadachín, como jinete o en el baile. De hecho, su alegría y su encanto, que a mí me sedujeron, iban acompañados de una gran elocuencia y afición a la poesía y al canto. Había escrito mucha música para laúd, y a menudo tocaba ese instrumento y me cantaba cuando mi padre se había acostado ya y no podía oírnos en las habitaciones de la planta baja.
»Una vida de eclesiástico era algo enteramente desabrido para Godwin. De hecho, habría preferido tomar la cruz e ir a guerrear a Tierra Santa, al encuentro de aventuras allí y en el camino.
»Pero su padre no se lo permitió, y dispuso las cosas de forma que lo envió a la más estricta y más ambiciosa de sus relaciones clericales en la Ciudad Santa, y le dijo que o bien se ordenaba o sería desheredado.
»Godwin y yo nos vimos una última vez, y fue entonces cuando me dijo que nunca debíamos volver a vernos. No le importaba lo más mínimo su carrera en la Iglesia. Dijo que su tío de Roma, el cardenal, tenía dos queridas. A sus otros primos también los consideraba unos hipócritas consumados, y hablaba de ellos con desprecio.
»“Toda Roma está llena de clérigos malvados y licenciosos -me dijo-, y de malos obispos, y yo seré uno más. Con un poco de suerte algún día me uniré a los cruzados, y lo tendré todo. Pero no te tendré a ti. No tendré a mi amada Fluria.”
»Por mi parte, me había dado cuenta de que no podía abandonar a mi padre, y me sentía muy desgraciada. No me parecía que pudiera seguir viviendo sin el amor de Godwin.
»Cuanto más nos repetíamos que no nos tendríamos el uno al otro, más nos indignábamos. Y creo que aquella noche estuvimos a punto de fugarnos juntos, pero no lo hicimos.
»Godwin ideó un plan.
»Nos escribiríamos. Sí, eso supondría por mi parte desobedecer a mi padre, sin la menor duda, y lo mismo ocurría con Godwin, pero las cartas nos parecían el medio a través del cual acumularíamos más fuerzas para obedecer a nuestros padres. Nuestras cartas, ignoradas por nuestros progenitores, nos ayudarían a aceptar sus exigencias.
»“Si pensara que no íbamos a tener ni siquiera eso -dijo Godwin-, la expansión de nuestros corazones por escrito, me faltaría valor para partir de aquí ahora.”
»Godwin fue a Roma. Su padre hizo más o menos las paces con él, porque no podía soportar seguir enfadado. Y así fue como Godwin se marchó un día, muy temprano, sin más despedidas.
»Ahora bien, mi padre, a pesar de que era, y es, un gran estudioso, casi no veía, lo que da mayor valor aún a la buena educación que recibí, aunque creo que de no haber sido él casi ciego, mi educación habría sido la misma.
»Lo que quiero decir es que me resultó fácil mantener en secreto nuestras cartas, aunque lo cierto es que pensé que Godwin me olvidaría muy pronto y se vería arrastrado por la atmósfera licenciosa en la que sin duda se iba a sumergir.
»Mientras tanto, mi padre me sorprendió. Me dijo que sabía que Godwin me escribiría, y añadió: “No voy a prohibirte esas cartas, pero no creo que haya muchas, y con ellas no harás otra cosa que hipotecar tu corazón.”
»Los dos estábamos del todo equivocados. Godwin escribió cartas desde cada una de las ciudades por las que pasó en su viaje. Las cartas fueron llegando, a veces al ritmo de dos por día, traídas por mensajeros tanto gentiles como judíos, y yo me encerraba en mi habitación siempre que podía y exprimía mi corazón en tinta. Lo cierto es que nuestro amor parecía crecer más aún en las cartas, y nos convertimos en dos seres profundamente unidos el uno al otro sin que nada, nada en absoluto, pudiera separarnos.
»No importa. Pronto tuve una preocupación mayor que las que había previsto. Pasados dos meses, la medida de mi amor por Godwin quedó perfectamente patente, y hube de decírselo a mi padre. Estaba embarazada.
»Otro padre me habría abandonado, o algo peor. Pero el mío siempre me había adorado. Era la única superviviente de sus hijos. Y creo que había en él un genuino deseo de tener un nieto, aunque nunca lo expresó en palabras. Después de todo, ¿qué le importaba a él que el padre fuera gentil, si la madre era judía? De modo que mi padre se trazó un plan.
»Empaquetó todas nuestras pertenencias y nos marchamos a una pequeña ciudad de Renania, donde había estudiosos que conocían a mi padre, pero no había familiares nuestros.
»Un rabino anciano, que admiraba mucho los escritos de mi padre sobre el gran maestro judío Rashi, accedió a casarse conmigo y presentar como suyo el hijo que yo esperaba. El suyo fue en verdad un gesto de una gran generosidad. Dijo: “¡He visto tanto sufrimiento en este mundo! Seré un padre para ese niño si así lo quieres, y nunca reclamaré los privilegios de un esposo, cosa para la que además me encuentro ya demasiado viejo.”
»No tuve un hijo de Godwin sino dos, dos preciosas gemelas, tan exactamente iguales que ni yo misma podía distinguir siempre a la una de la otra y hube de atar una cinta azul al tobillo de Rosa para diferenciarla de Lea.
»Sé que me interrumpiríais ahora si pudierais, y sé también lo que estáis pensando, pero dejadme continuar.
»El anciano rabino murió antes de que las niñas cumplieran un año. En cuanto a mi padre, amaba a las dos pequeñas y daba las gracias al cielo por haberle concedido aún algo de vista para contemplar sus preciosas caras antes de quedarse completamente ciego.
»Sólo cuando regresamos a Oxford me confesó que había hecho gestiones para colocar a las niñas con una matrona de edad madura en Renania, y luego la había decepcionado debido a su amor por mí y por las pequeñas.
»Durante todo el tiempo que viví en Renania escribí a Godwin, pero no le dije una sola palabra de las niñas. Le había dado razones vagas para el viaje: que tenía relación con la adquisición de libros difíciles de encontrar tanto en Francia como en Inglaterra, y que mi padre me dictaba muchos trabajos y necesitaba esos libros para los tratados que ocupaban todos sus pensamientos.
»Esos tratados en los que trabajaba continuamente, y los libros, todo era verdad pura y simple.
»Nos instalamos en nuestra antigua casa de la judería de Oxford, en la parroquia de St. Aldate, y mi padre empezó de nuevo a aceptar discípulos.
»Como el secreto de mi amor por Godwin había sido crucial para ambas partes, nadie estaba enterado de él, y se aceptó sin más que mi anciano marido había muerto en el extranjero.
»Mientras viajé no recibí cartas de Godwin, de modo que había muchas esperándome cuando volví a Oxford. Me puse a abrirlas y leerlas mientras las niñas estaban con sus amas, y empecé a discutir frenéticamente conmigo misma sobre si debía hablar a Godwin de sus hijas, o no.
»¿Iba a decir a un cristiano que tenía dos hijas que serían criadas como judías? ¿Cuál sería su respuesta? Por supuesto, él podía tener cantidad de bastardos en la Roma que me describía y con las compañías mundanas que frecuentaba y de las que no hablaba sino con un desprecio nada disimulado.
»Lo cierto es que no quise causarle un disgusto ni confesarle los sufrimientos que había padecido por mi parte. Nuestras cartas estaban llenas de poesía y de pensamientos tan profundos que se despegaban tal vez de la realidad, y yo deseaba mantener así las cosas porque, en verdad, aquella relación era para mí más real que la vida de todos los días. Ni siquiera el milagro de aquellas dos niñas hizo disminuir mi creencia en el mundo que edificábamos con nuestras cartas. Nada podía conseguirlo.
»Pero justo en el momento en que tomé la decisión de guardar un escrupuloso silencio sobre ese tema, llegó una carta muy sorprendente de Godwin, que quiero recitaros de memoria tan bien como pueda. De hecho conservo la carta en mi poder, pero escondida en un lugar seguro entre mis cosas, y Meir nunca la ha visto, y no puedo soportar la idea de sacarla para darle lectura, de modo que os contaré su contenido con mis propias palabras.
»De todos modos, creo que mis palabras son las mismas que utilizó Godwin. Dejad que os lo explique.
»Empezaba como en otras ocasiones con sus descripciones de la vida en la Ciudad Santa.
»“De haberme convertido a tu fe -escribía-, y si nosotros dos fuéramos un hombre honrado y su esposa, pobres y felices con toda probabilidad, eso sería preferible a los ojos del Señor, si el Señor existe, que una vida como la que llevan aquí unos hombres para quienes la Iglesia no es otra cosa que una fuente de poder y de codicia.”
»Pero luego explicaba un suceso extraño.
»Al parecer, había ido muchas veces a visitar una tranquila pequeña iglesia, y allí, sentado en el suelo de piedra con la espalda apoyada en el muro frío, hablaba con desprecio al Señor de las ingratas perspectivas que veía para sí mismo como sacerdote u obispo mujeriego y bebedor. “¿Cómo puedes haberme enviado aquí -preguntaba a Dios-, a vivir entre seminaristas al lado de los cuales mis amigos de francachelas de Oxford parecen unos santos?” Rechinaba los dientes mientras murmuraba estas frases, e incluso insultaba al Creador de todas las cosas recordándole que él, Godwin, no creía en Él y consideraba su Iglesia como un edificio construido sobre las mentiras más ignominiosas.
»Siguió con sus burlas despiadadas al Todopoderoso. “¿Por qué he de llevar los hábitos de tu Iglesia si sólo siento desprecio por lo que veo, y no deseo servirte? ¿Por qué me has negado el amor de Fluria, el impulso más puro y desinteresado de mi corazón sediento?”
»Podéis imaginar cómo me estremecí al leer esta blasfemia, que él dejó escrita, con todas las letras, antes de describir lo que ocurrió después.
»Cierta noche en que repetía los mismos reproches al Creador, lleno de odio y de rabia, meditando y hablando para sí mismo, e incluso recriminaba al Señor que le hubiera arrebatado no sólo mi amor sino el amor de su padre, apareció delante de él un joven, y sin más preámbulo empezó a hablarle.
»Al principio Godwin creyó que aquel joven estaba loco o era una especie de niño grande, porque era muy bello, bello como los ángeles pintados en los murales, y también porque hablaba de una forma tan directa que impresionaba.
»De hecho, por un momento Godwin llegó a sospechar que podía ser una mujer disfrazada de hombre, cosa no tan extraña como yo podría pensar, dijo Godwin, pero pronto se dio cuenta de que no se trataba en absoluto de una mujer, sino de un ser angélico que se le había aparecido.
»¿Y cómo lo supo Godwin? Lo supo por el hecho de que aquella criatura conocía los rezos de Godwin y le habló directamente de su dolor profundo y de sus ocultos propósitos destructivos.
»“A tu alrededor -dijo el ángel o la criatura o lo que quiera que fuese-, sólo ves corrupción. Ves lo fácil que es destacar en la Iglesia, lo sencillo que resulta estudiar palabras sólo por las palabras y codiciar sólo por codicia. Tienes ya una querida, y estás pensando en buscarte otra. Escribes cartas a la amante a la que renunciaste sin miramientos por cómo pueden afectarla a ella y a su padre, que la ama. Maldices tu destino a cuenta de tu amor por Fluria y de tu decepción, y buscas mantenerla todavía ligada a ti, sea ello bueno o malo para ella. ¿Vivirás una vida vacía y colmada de amargura, una vida egoísta y profana, porque te ha sido negado algo precioso? ¿Desperdiciarás todas las oportunidades de adquirir honores y de ser feliz en este mundo, sólo porque han frustrado tus esperanzas?”
»En ese momento, Godwin se dio cuenta de su locura. Estaba edificando su vida sobre la rabia y el odio. Y asombrado de que aquel ser le hablara de esa manera, le preguntó: “¿Qué puedo hacer?”
»“Entrégate a Dios -dijo el extraño-. Entrégale todo tu corazón, toda tu alma, toda tu vida. Colócate por encima de todos los demás, de tus compañeros egoístas que aman tu oro tanto por lo menos como a ti, y del padre furibundo que te ha enviado aquí para que seas un hombre corrompido e infeliz. Colócate por encima del mundo que quiere hacer de ti una persona corriente, cuando tú puedes ser excepcional. Sé un buensacerdote, sé un buenobispo, y antes de llegar a serlo, despréndete de todo lo que posees, hasta el último de tus muchos anillos de oro, y conviértete en un humilde fraile.”
»Godwin se sintió todavía más asombrado.
»“Conviértete en un fraile, y te resultará mucho más fácil ser bueno -dijo el extraño-. Esfuérzate en ser santo. ¿Qué mayor cosa puedes conseguir? Y la decisión te pertenece a ti. Nadie puede arrebatártela. Como sólo en tu mano está también el renunciar a ese camino y seguir para siempre en tu libertinaje y tu miseria, saliendo del lecho de tus amantes para escribir a la pura y santa Fluria, de modo que esas cartas sean lo único bueno de tu vida.”
»Y entonces, tan silenciosamente como había venido, el extraño desapareció en la semioscuridad de la pequeña iglesia.
»Estaba allí, y en el instante siguiente ya no estaba.
»Godwin se quedó solo en el frío rincón de piedra de la iglesia, mirando las lejanas velas del altar.
»Me escribió que en ese momento la luz de las velas le pareció la luz del sol poniente o del sol naciente, algo precioso y eterno y un milagro de Dios, realizado en ese momento y sólo para sus ojos, para que comprendiese la magnitud de todo lo que Dios había hecho al crearle a él y crear todo el mundo que le rodeaba.
»“Procuraré ser santo -se juró allí y entonces-. Buen Dios, te entrego mi vida. Te entrego todo lo que soy y lo que puedo llegar a ser, y todo lo que puedo hacer. Renuncio a todo instrumento del mal.”
»Eso es lo que escribió. Y ya veis que he leído la carta tantas veces que me la sé de memoria.
»La carta seguía diciendo que el mismo día se había dirigido a la orden de los dominicos y había pedido que lo admitieran entre ellos.
»Lo recibieron con los brazos abiertos.
»Les complació que fuera un hombre instruido, que conociera la lengua hebrea antigua, y todavía les gustó más que les entregara una fortuna en joyas y telas preciosas para que las vendieran y repartieran el producto entre los pobres.
»A imitación de Francisco, se despojó de las ropas lujosas que vestía, y les entregó también su bastón de oro y sus botas con incrustaciones de oro fino. Y recibió de ellos un hábito negro gastado y remendado.
»Llegó a decir que olvidaría su educación y rezaría de rodillas el resto de su vida, si era eso lo que querían de él. Bañaría leprosos. Atendería a los agonizantes. Haría todo lo que el prior le ordenara hacer.
»El prior se echó a reír. “Tu educación es un tesoro para nosotros. Son demasiados los que quieren estudiar teología sin tener ningún conocimiento de las artes y las ciencias, pero tú lo posees todo, y podemos enviarte ya a la Universidad de París, a estudiar con nuestro gran maestro Alberto, que enseña allí. Nada nos hará más felices que tenerte en nuestra comunidad de París y enfrascado en las obras de Aristóteles y en las de tus colegas de estudios, para aguzar tu elocuencia a la luz de los espíritus más refinados.”
»No fue eso todo lo que me contó Godwin.
»Se adentró en un autoexamen despiadado como nunca había leído antes en sus cartas.
»“Sabes perfectamente bien, mi amada Fluria -escribió-, que ésta ha sido la venganza más cruel contra mi padre que nunca habría podido imaginar: convertirme en fraile mendicante. De hecho, mi padre escribió inmediatamente a mis conocidos de aquí para que me secuestraran y me enviaran mujeres hasta que recuperase mi buen sentido y renunciara al capricho de convertirme en un mendigo y un predicador de pueblo, vestido de harapos. Puedes estar segura, bendita mía, de que no ha ocurrido nada así de sencillo. Voy camino de París. Mi padre me ha desheredado. Mi bolsa está tan vacía como lo estaría de habernos casado tú y yo. Pero he asumido mi Santa Pobreza, para decirlo con las palabras de Francisco, que es tan estimado entre nosotros como nuestro fundador Domingo, y únicamente serviré al rey mi señor en la medida en que el prior me ordene hacerlo.”
»Y la carta seguía así: “He pedido a mis superiores tan sólo dos cosas: una, que me permitan conservar el nombre de Godwin, o mejor dicho, recibirlo como mi nuevo nombre porque el Señor nos impone un nombre nuevo cuando ingresamos en esta vida; y la otra, que me permitan escribirte. He de confesar que, para obtener esta última indulgencia, he mostrado algunas cartas tuyas a mis superiores y han quedado tan maravillados como yo mismo de la elevación y hermosura de tus sentimientos. Me han concedido los dos permisos, pero en adelante seré para ti el hermano Godwin, mi bendita hermana, y te amo como a una de las criaturas de Dios más tiernas y queridas, y sólo con los pensamientos más puros.”
»Pues bien, la carta me dejó atónita. Y pronto me enteré de que Godwin había dejado igual de asombradas a otras personas. Por suerte, me escribió, sus primos lo habían dejado por imposible; lo veían como a un santo o un imbécil, y como ninguna de las dos condiciones les parecía de la menor utilidad, informaron a su padre de que ningún razonamiento conseguiría que Godwin abandonara la vida de fraile menor que él mismo había escogido.
»Recibí un flujo continuo de cartas de Godwin, como antes. Las de ahora se convirtieron en la crónica de su vida espiritual. Y en su fe renovada, tenía más en común con mi pueblo que en ningún momento anterior. El joven amante de los goces de la vida que me había seducido era ahora un grave estudioso parecido a mi propio padre, y ambos tenían en común algo inmenso y enteramente indescriptible que los aproximaba mucho en mi modo de pensar.
»Godwin me escribió sobre las muchas lecturas a las que se abocaba, pero también a menudo sobre su vida de oración: cómo había llegado a imitar los comportamientos de santo Domingo, el fundador de los monjes negros, y cómo había experimentado el sentimiento del amor a Dios de una forma plena y maravillosa. Todo juicio negativo había desaparecido de las cartas de Godwin. El joven que había ido a Roma tiempo atrás sólo tenía palabras duras para sí mismo y para todos los que lo rodeaban. Ahora el nuevo Godwin, que seguía siendo mi Godwin, me contaba las maravillas que descubría en cualquier lugar en el que se posaba su mirada.
»Pero os lo pregunto: ¿cómo podía yo contar a este Godwin, esta persona maravillosa y santa que había florecido a partir del joven vástago que yo amé antes, que tenía dos hijas que vivían en Inglaterra, educadas ambas para ser ejemplares muchachas judías?
»¿Qué bien podía hacerle esa confesión? ¿Y cómo podía reaccionar en su reciente celo religioso si, a pesar del cariño que me mostraba, llegaba a enterarse de que tenía hijas que vivían en la judería de Oxford, apartadas de toda posible exposición a la fe cristiana?
»Os he dicho que mi padre no me prohibió esas cartas. Al principio pensó que no durarían. Pero como siguieron llegando, yo se las di a conocer por más de una razón.
»Mi padre es un estudioso, como os he dicho, y no sólo de los comentarios del Talmud por el gran Rashi, que llegó incluso a traducir al francés para ayudar a los estudiantes que querían conocerlo pero no conocían la lengua hebrea en la que estaban escritos. Cuando perdió la vista, me dictaba a mí la mayor parte de su trabajo, y tenía la ambición de traducir la mayor parte de la obra del gran filósofo judío Maimónides al latín, si no al francés.
»No me sorprendió que Godwin empezara a escribirme sobre esos mismos temas, sobre cómo el gran maestro Tomás de su orden había leído algo de Maimónides en latín, y que él, Godwin, deseaba estudiar su obra. Godwin conocía el hebreo. Había sido el mejor discípulo de mi padre.
»Así pues, con el paso de los años leí a mi padre cartas de Godwin, e incluí con cierta frecuencia comentarios de mi padre sobre Maimónides, e incluso sobre la teología cristiana, en las cartas que escribí a Godwin.
»Mi padre nunca llegó a dictarme una carta a Godwin, pero creo que se dio cuenta de lo que yo hacía y que sintió mayor aprecio por el hombre del que creía que le había traicionado a él y a su hospitalidad, y que de alguna manera llegó a perdonarlo. Por lo menos, así era en lo que se refería a mí. Y cada día, después de acabar de escuchar las lecciones de mi padre a sus estudiantes, o de copiar sus meditaciones, o de ayudar a sus estudiantes a hacerlo, yo me retiraba a mi habitación y escribía a Godwin, para contarle lo que ocurría en Oxford y discutir con él todas esas cuestiones.
»Era natural que, pasado un tiempo, Godwin me hiciera la siguiente pregunta: ¿por qué no me había casado? Le di respuestas vagas, que el cuidado de mi padre consumía todo mi tiempo, y otras veces le dije sencillamente que no había encontrado al hombre indicado para ser mi marido.
»Mientras tanto, Lea y Rosa crecían y se habían convertido en dos niñas preciosas. Pero habréis de permitirme que me detenga en este punto, porque si no lloro por mis hijas no podré seguir hablando.
Llegados a este punto, ella rompió a llorar y supe que nada que yo pudiera hacer la consolaría. Era una mujer casada, y una judía piadosa, y yo no podía atreverme a rodearla con mis brazos. No sería apropiado. De hecho, me estaba explícitamente prohibido tomarme esa libertad.
Pero cuando alzó la mirada y vio que en mis ojos también había lágrimas, que no podía explicar muy bien si tenían que ver con lo que me había contado de Godwin o de ella misma, se sintió consolada de alguna manera, y también mi silencio la confortó, y así continuó su historia.