14 Rosa

El convento de Nuestra Señora de los Ángeles era grande, macizo y lujosamente dispuesto. La inmensa sala en la que nos recibió Rosa contaba con el mobiliario más hermoso y lujoso que yo había visto nunca. El fuego del hogar fue de inmediato alimentado y atizado para nosotros, y dos jóvenes monjas, con gruesos hábitos de lana y algodón, nos sirvieron pan y vino en la larga mesa. Había muchos taburetes con almohadones y los tapices más espectaculares que nunca haya visto en ninguna parte. Los suelos brillantes de mármol estaban cubiertos por alfombras.

En los candelabros de las paredes ardían los velones, y era fascinador ver cómo los gruesos vidrios coloreados y emplomados en forma de rombo de los ventanales captaban el reflejo de las luces.

La abadesa, una mujer impresionante de cuya mera presencia emanaba un halo de autoridad, era sin duda buena amiga de Godwin, y se retiró tan pronto como anunciamos el motivo de nuestra visita.

En cuanto a Rosa, vestida con un hábito blanco superpuesto a una gruesa túnica que podía haber sido un camisón, era la imagen de su madre, a excepción de sus sorprendentes ojos azules.

Por un momento me asombré al ver fundidos en su rostro el color de la tez de la madre y la vibración del padre. Los ojos eran parecidos a los de Godwin hasta un punto desconcertante.

El cabello negro, espeso y rizado, caía suelto sobre sus hombros y su espalda.

A los catorce años era ya plenamente una mujer, tanto por sus formas como por el porte.

En su persona se habían reunido y fundido todas las cualidades de sus padres.

– Has venido a decirme que Lea ha muerto, ¿verdad? -dijo de inmediato a su padre, después de que él la besó en ambas mejillas y en la frente.

Él empezó a llorar. Se sentaron el uno junto a la otra, frente al fuego.

Ella sostuvo las manos de él entre las suyas, y asintió más de una vez como si hablara consigo misma sobre aquello. Y luego, dijo de nuevo en voz alta:

– Si te dijera que Lea se me ha aparecido en sueños, mentiría. Pero cuando me he despertado esta mañana, no sólo he sabido de cierto que ella había muerto, sino que mi madre me necesitaba. Ahora vienes con este monje y sé que no estarías aquí a estas horas si por alguna razón no se me necesitara con urgencia.

Godwin se apresuró a acercar un taburete para mí, y me pidió que le explicara el plan.

Con toda la brevedad posible, le expuse lo que había ocurrido y ella empezó a tragar saliva al darse cuenta del peligro en que se encontraban su madre y todos los judíos de la ciudad de Norwich, donde nunca había estado.

Me contó muy por encima que había estado en Londres cuando muchos judíos de Lincoln fueron juzgados y ejecutados por la muerte del pequeño san Hugo, un crimen totalmente inventado.

– ¿Crees que podrás representar el papel de tu hermana?

– ¡Quiero hacerlo! -exclamó-. Quiero presentarme delante de esas personas que se atreven a decir que mi madre dio muerte a su hija. Quiero reñirles por esas acusaciones insensatas. Puedo hacerlo. Puedo insistir en que yo soy Lea, porque en mi corazón soy Lea tanto como soy Rosa, y Rosa tanto como Lea. Y no será una mentira decir que estoy impaciente por marcharme de Norwich y volver con Rosa, mi propio yo, otra vez a París.

– No tienes que exagerar -dijo Godwin-. Recuerda que, por muy grande que sea la rabia y el disgusto con esos acusadores, has de hablar con la misma dulzura con que hablaba Lea, e insistir con tanta suavidad como la que Lea habría empleado.

Ella asintió.

– Mi rabia y mi indignación son para ti y para el hermano Tobías -dijo-. Podéis confiar en que sabré qué es lo que he de decir.

– Has de darte cuenta de que, si esto sale mal, estarás en peligro -dijo Godwin-, y nosotros también. ¿Qué clase de padre dejaría a su propia hija acercarse demasiado a un fuego voraz?

– Un padre que sabe que una hija tiene obligaciones para con su madre -respondió ella de inmediato-. ¿No ha perdido ella ya a mi hermana? ¿No ha perdido el amor de su padre? No tengo dudas, y creo que la admisión sincera de que somos dos gemelas será una gran ventaja, y sin ella el engaño sin duda no funcionaría.

Nos dejó entonces, diciendo que iba a prepararse para el viaje.

Godwin y yo conseguimos un coche que nos había de llevar a Dieppe, desde donde navegaríamos hasta Inglaterra cruzando de nuevo el traicionero Canal, esta vez en un barco alquilado.

Cuando salimos de París apenas había amanecido, y yo estaba lleno de dudas, tal vez porque veía a Rosa demasiado furiosa y confiada, y a Godwin demasiado inocente, incluso en la forma en que repartió el dinero de su hermano entre los criados al despedirse.

Ningún bien material significaba nada para Godwin. Ardía en deseos de soportar cualquier cosa a que lo forzaran la naturaleza, o el Señor, o las circunstancias. Y algo me hizo pensar que ese saludable deseo de sobrevivir que se encuentra en nuestro interior podría serle un poco más útil que su candorosa manera de aceptar lo que el hado pudiera depararle.

Estaba absolutamente comprometido con el engaño que planteábamos llevar a cabo. Pero en último término aquello le resultaba innatural.

Había sido él mismo en todos sus libertinajes, me dijo cuando su hija dormía aparte de nosotros, y en su conversión y su compromiso con Dios tampoco había habido otra cosa que su propio yo.

– No sé fingir -dijo-, y me temo que no conseguiré hacerlo bien.

Pero yo pensé para mí, más de una vez, que no sentía suficiente miedo. Casi parecía que, en su inveterada bondad se hubiera convertido en un simplón, un buenazo inocente, como a veces ocurre, creo, a quienes se entregan por completo a Dios. Una y otra vez repetía que confiaba en que Dios acabara por arreglarlo todo.

Es imposible relatar aquí todas las otras cosas de que hablamos durante el largo viaje hasta la costa; o las continuas conversaciones que tuvimos mientras el barco afrontaba las aguas embravecidas del Canal, y mientras nuestro carro recién alquilado avanzaba por los caminos helados y embarrados que conducen a Norwich desde Londres.

Lo más importante para mí es señalar que llegué a conocer a Rosa y a Godwin mejor de lo que había conocido a Fluria, y por muy tentado que estuve de asaetear a Godwin a preguntas sobre Tomás de Aquino y Alberto Magno (a quien ya llamaban por ese honroso sobrenombre), hablamos más de la vida de Godwin con los dominicos, de su entusiasmo por los estudiantes brillantes, y de su dedicación al estudio en hebreo de Maimónides y Rashi.

– No soy un gran experto en lo que se refiere a la escritura -dijo-, excepto tal vez en mis cartas informales a Fluria, pero espero que lo que soy y lo que hago sobrevivirán en las mentes de mis estudiantes.

En cuanto a Rosa, había sentido remordimientos por la vida de que gozaba entre los gentiles, y en no pequeña parte la causa había sido el placer vivísimo que había sentido al ver las representaciones navideñas delante de la catedral, hasta que sintió que Lea, a tantas leguas de distancia de ella, sufría atroces dolores.

Una vez me dijo, mientras Godwin dormía en el carro delante de nosotros:

– Siempre tendré presente que no abandoné la fe de mis antepasados por miedo ni porque ninguna persona malvada me incitara a hacerlo, sino debido a mi padre y al entusiasmo que vi en él. Sin duda adora al mismo Señor del Universo al que adoro yo. ¿Y cómo puede ser errónea una fe que lo ha hecho tan sencillo y tan feliz? Creo que sus ojos y sus gestos hicieron más para convertirme que nada de lo que me dijo. Y siempre encuentro en él un ejemplo brillante de lo que yo misma querría ser. Pero el pasado pesa mucho en mí.

»No puedo soportar pensar en el pasado, y ahora que mi madre ha perdido a Lea, sólo puedo rezar de todo corazón para que, como aún es joven, tenga muchos hijos con Meir; y por esa razón, por su vida los dos juntos, hago este viaje y me he decidido, quizá con demasiada facilidad, a hacer lo que es necesario hacer.

Parecía consciente de pronto de mil dificultades que antes ni siquiera se le habían ocurrido.

Lo primero y principal, ¿dónde nos alojaríamos al llegar a Norwich? ¿Iríamos de inmediato al castillo, y cómo representaría ella el papel de Lea ante el sheriff, cuando ni siquiera sabía si Lea había conocido a aquel hombre en persona?

Es más, ¿cómo podríamos siquiera acercarnos a la judería y buscar refugio junto al Magister de la sinagoga, porque para los mil judíos de Norwich no había más que una sinagoga, con una «Lea» que no conocía ni el aspecto que tenía el Magister ni su nombre?

Me sumergí en una plegaria silenciosa al pensar en esas cosas. «¡Malaquías, tienes que guiarnos!», insistí. El peligro de una confianza excesiva era muy real.

El hecho de que Malaquías me hubiera traído aquí no significaba que me ahorrara esfuerzos y sufrimientos en mi misión. Pensé de nuevo en la idea que me había asaltado en la catedral sobre la mezcla del bien y el mal. Sólo el Señor sabe a ciencia cierta lo que es en realidad bueno y malo, y nosotros sólo debemos esforzarnos en seguir cada palabra suya que Él nos ha revelado como buena.

En resumen, eso quería decir que podía ocurrir cualquier cosa. Y el número de personas implicadas en nuestro plan me preocupaba más de lo que me permitía dejar ver a mis compañeros.

Era la hora del mediodía, bajo un cielo plomizo y en medio de una nevada, cuando nos acercamos a las puertas de la ciudad, y yo me vi acometido por una excitación muy parecida a la de antes de cobrarme una vida, sólo que en esta ocasión había un aspecto nuevo muy llamativo. El destino de muchas personas dependía de lo bien o lo mal que yo actuara, y eso nunca había sucedido antes.

Cuando maté a los enemigos de Alonso, había dado pruebas de una temeridad parecida a la que ahora mostraba Rosa. Y no lo había hecho por Alonso. Ahora me daba cuenta. Lo había hecho para vengarme del mismo Dios por haber permitido lo que les ocurrió a mi madre, mi hermano y mi hermana. Y la monstruosa arrogancia de aquella actitud se apoderó de mí y me privó de cualquier posibilidad de paz.

Por fin, mientras nuestro carro tirado por dos caballos rodaba hacia Norwich, ideamos el siguiente plan.

Rosa dormiría febril en brazos de su padre, con los ojos cerrados, porque había enfermado en el viaje, y yo, que no conocía a nadie en la judería, preguntaría a los soldados si podíamos o no llevar a Lea a su propia casa, o debíamos dirigirnos al Magister de la sinagoga de Meir, si los soldados sabían dónde podíamos encontrarlo.

Yo podía alegar con toda naturalidad mi total desconocimiento de aquella comunidad, y lo mismo Godwin, y todos sabíamos que nuestro plan se vería inmensamente facilitado si lord Nigel había llegado ya y se encontraba en el castillo esperando a su hermano.

Era posible que los guardias de la judería estuvieran preparados para una cosa así. Pero ninguno de nosotros lo estaba para lo que ocurrió en realidad.

El sol era un pálido resplandor detrás de los nubarrones grises cuando entramos en la calle donde estaba la casa de Meir, y todos nos sorprendimos al ver luz en las ventanas.

Sólo se nos ocurrió pensar que Meir y Fluria habían quedado en libertad, de modo que salté del carro y llamé de inmediato a la puerta.

Casi de inmediato aparecieron unos guardias de entre las sombras, y un hombre muy belicoso, lo bastante grande como para aplastarme entre sus manos, me gritó que no molestara a los habitantes de la casa.

– Pero si vengo como amigo -susurré, para no despertar a la hija enferma. La señalé con un gesto-. Es Lea, la hija de Meir y de Fluria. ¿No puedo llevarla a la casa de sus padres mientras se repone lo bastante para ir a ver a sus padres al castillo?

– Entrad, pues -dijo el guardián, y llamó bruscamente a la puerta golpeándola con el dorso de la mano derecha.

Godwin bajó del carro, y tomó luego a Rosa en sus brazos. Ella se reclinó en su hombro mientras él la sostenía colocando el brazo derecho por debajo de sus rodillas.

La puerta se abrió, y vi allí a un hombre flaco de cabellos ralos muy blancos y frente amplia. Llevaba puesto un pesado chal negro sobre su larga túnica. Las manos eran huesudas y blancas, y su mirada apagada parecía dirigirse hacia Godwin y la muchacha.

Godwin tragó saliva, y al instante se detuvo con su carga.

– Magister Elí -dijo en un susurro.

El anciano dio un paso atrás, volvió el rostro hacia el soldado, y finalmente nos hizo gesto de que entráramos en la casa.

– Puedes decir al conde que su hermano ha llegado -dijo el anciano al guardián, y luego cerró la puerta.

Comprendí en ese momento que el hombre era ciego.

Godwin depositó con cuidado en el suelo a Rosa. También ella estaba pálida por la conmoción que le había producido la presencia de su abuelo en este lugar.

Él parecía frío y distante; aspiró profundamente, como si saboreara el tenue perfume de ella. Luego volvió la cabeza a otra parte, con desdén.

– ¿He de creer que eres tu piadosa hermana? -preguntó-. ¿Crees que no sé lo que pretendes hacer? Oh, eres su doble exacto, lo recuerdo muy bien, ¿y no fueron tus malvadas cartas desde París lo que la indujo a ir con esos gentiles a la iglesia? Pero sé quién eres. Conozco tu olor. ¡Conozco tu voz!

Pensé que Rosa iba a echarse a llorar. Inclinó la cabeza. Noté que temblaba, aunque él no la había tocado. La idea de que había matado a su hermana debía de habérsele ocurrido en algún momento anterior, pero ahora la asaltó con toda su enorme fuerza.

– Lea -susurró-. Mi querida Lea. Me he quedado incompleta para el resto de mis días.

Otra figura salió de entre las sombras y se acercó a nosotros: un hombre joven y robusto, de cabello oscuro y cejas espesas, que también llevaba un grueso chal sobre los hombros para protegerse del frío de la casa. También él llevaba cosido el parche amarillo de los Diez Mandamientos.

Se detuvo, con la espalda vuelta hacia el fuego.

– Sí -dijo el desconocido-. Veo que eres su doble exacto. No podría haber distinguido entre las dos. Es posible que el plan funcione.

Godwin y yo lo saludamos, agradecidos por aquel comentario entusiasta.

El anciano volvió la cabeza hacia nosotros y se dirigió muy despacio al sillón colocado delante del fuego.

Por su parte, el hombre más joven miró a su alrededor y al anciano, y luego se acercó a él y le murmuró algo entre dientes.

El anciano hizo un ademán de desesperación.

El joven se volvió a nosotros.

– Sed rápidos y prudentes -dijo a Rosa y a Godwin. No parecía saber qué actitud tomar conmigo-. El carro que está ahí fuera, ¿es lo bastante grande para llevar a tu padre y a tu madre, y también a tu abuelo? Porque cuando hayáis llevado a cabo vuestra pequeña representación, tendréis que marcharos de aquí a toda prisa.

– Sí, es lo bastante grande -dijo Godwin-. Y estoy de acuerdo contigo en que la prisa es de la mayor importancia. Nos iremos tan pronto como veamos que nuestro plan ha funcionado.

– Haré que lo coloquen en la parte de atrás de la casa -dijo el hombre-. Hay un callejón que da a otra calle. -Me miró vacilante, y continuó-: Todos los libros de Meir están ya en Oxford -dijo-, y los restantes objetos de valor han sido llevados fuera de esta casa durante la noche. Hubo que sobornar a los guardias, desde luego, pero se hizo. Podréis partir de inmediato, después de representar vuestra pequeña farsa.

– Lo haremos -dije.

El hombre se despidió con una reverencia y salió por la puerta principal.

Godwin me dirigió una mirada angustiada, y luego señaló al anciano.

Rosa no perdió el tiempo.

– Sabes cuál es el motivo que me ha hecho venir hasta aquí, abuelo. He venido a colaborar en un engaño necesario para acabar con las acusaciones de que mi madre envenenó a mi hermana.

– No me hables -dijo el anciano, con la mirada fija al frente-. No estoy aquí con la intención de ayudar a una hija que entregó a su propia hija a los cristianos. -Se volvió como si pudiera ver el resplandor del fuego-. Ni he venido para proteger a niñas que han abandonado su fe para correr al lado de padres que se comportan como salteadores nocturnos.

– Abuelo, te lo suplico, no me juzgues -dijo Rosa. Se arrodilló junto a la silla y le besó la mano izquierda.

Él no se movió, ni se volvió hacia ella.

– He venido aquí -dijo el anciano-, para aportar el dinero necesario para salvar a la judería de la demencia de estas gentes, atizada por la conducta insensata de tu hermana el entrar en su iglesia. Y eso está ya hecho. He venido aquí para salvar los libros preciosos que pertenecen a Meir, y que corrían el peligro de perderse. En cuanto a ti y a tu madre…

– Mi hermana pagó por haber entrado en la iglesia -dijo Rosa-, ¿no es cierto? Y también mi madre ha pagado por todo lo ocurrido. ¿No vas a acompañarnos y a declarar que soy quien voy a decir que soy?

– Sí, tu hermana pagó por lo que hizo -dijo el anciano-. Y ahora parece que personas inocentes van a tener que pagar también, y por eso he venido. Habría sospechado vuestra pequeña trama incluso aunque Meir no me lo hubiera confesado, y no sabría decir cuánto quiero a Meir incluso a pesar de que ha sido lo bastante loco para enamorarse de tu madre.

De pronto se volvió hacia ella, que seguía arrodillada a su lado. Pareció que se esforzaba en verla.

– Como no tengo hijos, lo quiero a él -dijo-. En tiempos, pensé que mi hija y mis nietas eran el mayor tesoro que podía poseer.

– Nos ayudarás en lo que intentamos hacer -dijo Rosa-. Por el bien de Meir y por el bien de todos los demás de esta ciudad. ¿Verdad que lo harás?

– Saben que Lea tiene una hermana gemela -dijo en tono frío-. Era algo que sabía demasiada gente en la judería para que pudiera mantenerse en secreto. Corres un gran riesgo. Desearía que nos hubieras dejado a nosotros la tarea de negociar para comprar una salida de este aprieto.

– No voy a negar que somos gemelas -contestó Rosa-. Sólo diré que Rosa me está esperando en París, lo que en cierto modo es verdad.

– Me disgustas -dijo el anciano entre dientes-. Desearía no haber puesto nunca mis ojos en ti cuando eras un bebé en los brazos de tu madre. Nos persiguen. Hombres y mujeres mueren por su fe. Pero tú abandonas tu fe únicamente para complacer a un hombre que no tiene derecho a llamarte hija suya. Haz lo que quieras y atente a las consecuencias. Quiero irme de este lugar y no volver a hablar nunca contigo ni con tu madre. Y es lo que haré en cuanto sepa que los judíos de Norwich están a salvo.

Godwin se acercó en ese momento al anciano y se inclinó ante él al tiempo que susurraba de nuevo su nombre, Magister Elí, y esperó ante su sillón a que le diera permiso para hablar.

– Tú me lo has quitado todo -dijo el anciano con dureza, vuelto el rostro hacia Godwin-. ¿Qué más quieres ahora? Tu hermano te espera en el castillo. Está cenando con el lord sheriff y con su apasionada lady Margaret, y él le recuerda que nosotros somos una propiedad valiosa. Ah, ese poder. -Se volvió hacia el fuego-. De haber habido dinero suficiente…

– Está claro que no lo ha habido -dijo Godwin en tono muy suave-. Querido rabí, por favor, di algunas palabras de ánimo a Rosa para lo que tiene que hacer. Si hubieras conseguido ese dinero, no haría falta nada más, ¿no es así? -El anciano no le contestó-. No la culpes a ella de mis pecados. Fui lo bastante malo de joven para perjudicar a otros con mi imprudencia y mi inconsciencia. Pensé que la vida era como las canciones que solía cantar acompañado por mi laúd. Ahora sé que no es así. Y he consagrado mi vida al mismo Señor al que tú adoras. En su nombre, y por el bien de Meir y de Fluria, te ruego que me perdones por todo el daño que te he hecho.

– ¡No me prediques a mí, hermano Godwin! -dijo el anciano con un sarcasmo lleno de amargura-. No soy uno de tus estudiantes atolondrados de París. Nunca te perdonaré que me hayas robado a Rosa. Y ahora que Lea ha muerto, ¿qué me queda si no es mi soledad y mi desconsuelo?

– No es así -dijo Godwin-. Seguramente Fluria y Meir criarán hijos e hijas de Israel. Están recién casados. Si Meir puede perdonar a Fluria, ¿por qué tú no?

De pronto el anciano tuvo un arrebato de ira.

Se volvió y apartó a Rosa de un empujón con la misma mano que ella tenía entre las suyas e intentaba besar de nuevo.

Ella cayó hacia atrás sobresaltada, y Godwin le dio la mano y la ayudó a ponerse en pie.

– He dado mil marcos de oro a vuestros miserables frailes negros -dijo el anciano con la cara vuelta hacia ellos, y la voz temblorosa de rabia-. ¿Qué más puedo hacer, sino guardar silencio? Llévate a la niña contigo al castillo. Probad vuestras zalamerías con lady Margaret, pero no os excedáis. Lea era mansa y dulce por naturaleza, y esta hija tuya es una Jezabel. Tenlo muy presente.

Yo me adelanté.

– Mi señor rabí -dije-, no me conocéis pero me llamo Tobías. También soy un monje negro, y llevaré a Rosa y al hermano Godwin conmigo al castillo. El lord sheriff me conoce, y allí haremos rápidamente el trabajo que hemos de hacer. Pero, por favor, el carro está en la parte de atrás, cuidad de estar listo para subir a él tan pronto como los judíos del castillo hayan sido liberados sanos y salvos.

– No -respondió en tono seco-. Es poco menos que obligado que vosotros salgáis de la ciudad después de esa pequeña comedia, pero yo me quedaré hasta asegurarme de que los judíos están a salvo. Ahora marchaos de aquí. Sé que has sido tú el que ha ideado este engaño. Adelante con él.

– Sí, he sido yo -confesé-. Y si algo sale mal, la culpa será mía. Por favor, por favor, preparaos para marchar de aquí.

– Yo podría hacerte la misma advertencia -dijo el anciano-. Tus frailes están enfadados contigo porque te fuiste a París a buscar a «Lea». Quieren por todos los medios hacer santa a una chiquilla atolondrada. Cuidado, porque si esto falla, sufrirás lo mismo que el resto de nosotros. Sufrirás el mismo destino que nos quieres evitar.

– No -dijo Godwin-. Nadie sufrirá ningún daño, y sobre todo no lo sufrirá quien nos ha ayudado con tanta abnegación. Vamos, Tobías, hemos de subir al castillo ahora. No hay tiempo para que yo hable a solas con mi hermano. Rosa, ¿estás preparada para lo que hemos de hacer? Recuerda que vienes enferma del viaje. No estabas durante este largo conflicto, y habrás de hablar sólo cuando lady Margaret te pregunte. Y recuerda las maneras dulces de tu hermana.

– ¿Me darás tu bendición, abuelo? -le apremió Rosa. Yo deseé que no lo pidiera-. Y si no es así, ¿me darás tus oraciones?

– No te daré nada -dijo él-. Estoy aquí por otras personas, que sacrificarían sus vidas antes que hacer lo que has hecho tú.

Se volvió de espaldas a ella. Parecía tan sincero y desgraciado al rechazarla como podría serlo el más infeliz de los hombres.

No pude entenderlo del todo, porque ella me parecía una muchacha frágil y cariñosa. Tenía un temperamento fogoso, pero era solamente una niña de catorce años, obligada a afrontar un enorme desafío. Me pregunté si el plan que yo había propuesto era el más acertado. Me pregunté si no estaba cometiendo un tremendo error.

– Muy bien, pues -dije. Miré a Godwin, y él pasó con cariño su brazo sobre los hombros de Rosa-. Vamos.

Unos fuertes golpes en la puerta nos sobresaltaron a todos.

Oí la voz del sheriff que anunciaba su presencia, y la del conde. De pronto se produjo un griterío en el exterior, y ruidos de gente que golpeaba las paredes.

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