10 Fluria continúa con su historia

– Hermano Tobías, si alguna vez conocéis a mi Godwin, él os querrá. Si Godwin no es un santo, seguramente es que los santos no existen. Y bendito sea el Todopoderoso, que me ha enviado precisamente ahora un hombre tan parecido a Godwin, y tan parecido también a Meir, porque a los dos me recordáis.

»Os decía que las niñas crecían y de año en año estaban más bonitas, y más cariñosas con su abuelo, y representaban en su ceguera una alegría mayor de la que posiblemente pueden proporcionar los niños a un hombre capaz de ver.

»Pero dejad que mencione aquí de nuevo al padre de Godwin, sólo para decir que el hombre murió despreciando a Godwin por su decisión de convertirse en fraile dominico, y que por supuesto dejó toda su fortuna a su hijo mayor, Nigel. En su lecho de muerte, obligó a Nigel a prometer que nunca volvería a poner los ojos en su hermano Godwin, y Nigel, que era un hombre diplomático e inteligente, lo prometió con un encogimiento de hombros.

»Eso es lo que me contó Godwin en sus cartas, y que Nigel, en cuanto hubo depositado a su padre en su tumba en la iglesia, viajó a Francia para ver al hermano al que añoraba y amaba. Ah, cuando pienso en esas cartas, fueron para mí como el agua fresca para el sediento, durante tantos años, aunque no me fuera posible compartir con él las alegrías que me daban Lea y Rosa. Incluso entonces mantuve ese secreto encerrado en mi corazón.

»Llegué a ser una mujer que disfrutaba tres grandes placeres, una mujer que escuchaba tres bellas canciones. La primera canción era la instrucción diaria a mis preciosas hijas. La segunda era la lectura y la escritura para mi amado padre, que dependía casi por entero de mí en ese aspecto, aunque disponía de muchos estudiantes que le leían; y la tercera canción eran las cartas de Godwin, y las tres canciones se fundían en un pequeño coro que consolaba, educaba y mejoraba mi alma.

»No penséis mal de mí por haber mantenido el secreto de las niñas delante de su padre. Recordad lo que estaba en juego. Porque aun con Nigel y Godwin reconciliados y escribiéndose mutuamente con regularidad, yo no podía esperar que de mi revelación saliera nada que no fuera un desastre completo.

»Dejad que os hable más de Godwin. Él me lo contó todo sobre sus clases y sus controversias. No podía enseñar teología hasta haber cumplido los treinta y cinco años, pero predicaba con frecuencia ante grandes multitudes en París, y tenía muchos seguidores. Era más feliz de lo que nunca había sido en la vida, y repetía una y otra vez que deseaba que yo también fuera feliz, y me preguntaba por qué no me casaba.

»Decía que los inviernos eran fríos en París, como los de Inglaterra, y que el convento era frío. Pero que nunca había sentido aquella alegría cuando tenía una bolsa con dinero suficiente para comprar toda la leña, o la comida, que se le antojara. Todo lo que quería en este mundo era saber cómo me iba a mí, y que yo encontrara también la felicidad.

»Cuando me escribía esas cosas, la verdad no revelada me dolía, porque mi felicidad consistía en tener a nuestras dos hijas sentadas en mis rodillas.

»Poco a poco, me di cuenta de que deseaba que Godwin lo supiera. Quería que supiera que aquellas dos hermosas flores de nuestro amor habían crecido a salvo y desplegaban ahora toda su inocente belleza con la protección adecuada.

»Y lo que hacía más doloroso el secreto era el hecho de que Godwin seguía con tanto ardor sus estudios de hebreo, que a menudo debatía con estudiosos judíos de París, e iba a sus casas a estudiar con ellos, igual que tiempo atrás había viajado una y otra vez entre Londres y Oxford con la misma intención. Godwin era, entonces igual que antes, un enamorado de nuestro pueblo. Por supuesto, deseaba convertir a aquellos con quienes discutía, pero sentía un gran amor por sus mentes agudas, y por encima de todo por las vidas devotas que vivían, de las que solía decir que le enseñaban más acerca del amor que la conducta de algunos de los estudiantes de teología de la universidad.

»Muchas veces deseé confesarle mi verdadera situación, pero como os he dicho, me abstuve de hacerlo por dos consideraciones. Una, que Godwin se sentiría profundamente infeliz si supiera que me había dejado embarazada cuando se marchó. Y la segunda, que podría sentirse alarmado, como le ocurriría a cualquier padre gentil, por el hecho de que dos hijas suyas fueran educadas en el judaísmo, no tanto porque le pareciera mal lo que yo hice ni por temor por sus almas, sino porque era consciente de las persecuciones y la violencia a que se ve sujeto nuestro pueblo.

»Hace dos años se enteró de lo ocurrido en relación con el pequeño san Hugo de Lincoln. Y nos escribimos el uno al otro con toda sinceridad nuestros temores acerca de lo que podía pasar en la judería de Londres. Cuando se nos acusa en un lugar, la violencia puede surgir en otro distinto. El odio y las mentiras sobre nosotros se extienden como una plaga.

»Eran horrores como aquellos los que me impulsaban a guardar el secreto. Porque, ¿qué pasaría si Godwin se enteraba de que sus hijas corrían peligro de ser asaltadas y asesinadas? ¿Qué es lo que haría?

»Lo que finalmente me llevó a explicárselo todo, fue la llegada de Meir.

»Meir entró en nuestra casa igual que había hecho Godwin años atrás, para estudiar con mi padre. Como os he dicho antes, la ceguera de mi padre no detuvo la afluencia de estudiantes. La Torá está escrita en el corazón, solemos decir, y después de tantos años de comentarios sobre el Talmud, él lo conoce de memoria. Y también se sabe de memoria los comentarios de Rashi sobre el Talmud.

»Los maestros de las sinagogas de Oxford venían con frecuencia a nuestra casa a consultar a mi padre. Le presentaban incluso sus discusiones, para que las arbitrase. Y tenía muchos amigos cristianos que le pedían consejo en cuestiones sencillas y que, de vez en cuando, si necesitaban dinero ahora que hay leyes contra nuestros préstamos, recurrían a él para que se lo facilitara sin hacer constar por escrito ningún interés. Pero no quiero hablar de esas cosas. Nunca he gestionado personalmente mis propiedades.

»Y muy pronto después de llegar Meir a la casa de mi padre, empezó a gestionar mis asuntos, y de ese modo no me vi obligada a pensar en cuestiones materiales.

»Me veis aquí ricamente vestida y con esta cofia blanca y el velo, y no veis nada que empañe la imagen de una mujer acomodada a excepción de esta etiqueta de tafetán cosida a mi pecho que me identifica como judía, pero creedme cuando os aseguro que apenas me preocupo de las cosas materiales.

»Sabéis por qué somos prestamistas de dinero para el rey y para las personas de este reino. Lo sabéis perfectamente. Y probablemente sabéis también que desde que el rey nos prohibió prestar dinero con interés, se han encontrado formas de eludir la prohibición y todavía tenemos en nuestro poder la firma del rey en muchos pergaminos de deuda.

»Pues bien, como mi vida estaba dedicada a mi padre y a mis hijas, nunca se me ocurrió que Meir podría pedir mi mano, aunque no dejé de observar lo mismo que habría advertido cualquier mujer, y estoy segura de que incluso vos mismo, a saber que Meir es un hombre apuesto, de una gran amabilidad y de una inteligencia aguda.

»Cuando con el mayor respeto solicitó mi mano, lo planteó a mi padre en los términos más generosos: no era su intención privarlo de mí y de mi amor, sino muy al contrario invitarnos a todos nosotros a trasladarnos con él a la casa que acababa de heredar en Norwich. Tenía allí muchas relaciones y conocidos, y era amigo de los judíos más ricos de Norwich, que abundan en esta ciudad como os habréis dado cuenta simplemente al ver cuántas notables casas de piedra se levantan aquí. Sabéis por qué construimos de piedra nuestras casas. No tengo que explicároslo.

»Pero mi padre ya casi no veía nada. Podía decir cuándo había salido el sol y sabía cuándo era de noche, pero a mí y a mis hijas nos conocía por el tacto de sus suaves manos, y si había algo que amaba tanto como nos amaba a nosotras, era instruir a Meir y guiar sus lecturas. Porque Meir no sólo es un estudiante de la Torá y del Talmud, y de astrología y de medicina, y de todas las demás materias que han despertado el interés de mi padre, sino que además es poeta, y tiene la visión del poeta sobre las cosas, y descubre belleza en todo lo que ve.

»Si Godwin hubiera nacido judío, habría sido el gemelo de Meir. Pero hablo sin sentido, porque Godwin es la suma de muchas corrientes sorprendentes, como he explicado. Si Godwin entra en una habitación, es como si irrumpiera de pronto un grupo numeroso de personas. Meir en cambio aparece en silencio, como con un resbalar de sedas. Se parecen y al mismo tiempo son completamente distintos.

»Mi padre consintió de inmediato en que me casara con Meir, y estaba dispuesto a viajar a Norwich, donde sabíamos que la comunidad judía era muy próspera y que había reinado la paz durante muchos años. Después de todo, las horribles acusaciones de que los judíos mataron al pequeño san Guillermo databan de casi cien años atrás. Y sí, la gente visitaba la capilla y en su fervor nos miraba con miedo, pero contábamos con muchos amigos entre los gentiles, y las viejas injurias y los rencores a veces pierden su aguijón.

»Pero ¿debía casarme con Meir sin contarle la verdad? ¿Iba a dejar un secreto así entre nosotros, que mis hijas tenían un padre vivo?

»No podíamos pedir consejo a nadie, o así pensaba mi padre después de meditar mucho sobre el asunto, y no quería que yo hiciera nada antes de que de una u otra forma el problema quedara resuelto.

»De modo que, ¿qué pensáis que hice? Sin decirle nada a mi padre, me dirigí en busca de consejo al hombre en el que más confiaba en el mundo y a quien más amaba, y ése era Godwin. A Godwin, considerado un santo viviente por sus hermanos de París, y un gran estudioso de la ciencia de Dios, le escribí y le planteé la cuestión.

»Escribí la carta en hebreo, como hacía a menudo, y le conté toda la historia: “Tus hijas son hermosas de mente, de corazón y de cuerpo -le dije-, pero creen ser las hijas de un padre que ha muerto, y el secreto ha sido tan bien guardado que Meir, que me ha propuesto matrimonio, no sospecha la verdad.

»”Ahora te lo planteo a ti, que estás más allá del punto en que el nacimiento de esas niñas podría causarte dolor o preocupación, al tiempo que te aseguro que esas niñas preciosas reciben tantas atenciones como pueden desear: ¿qué debo contestar a la propuesta de Meir? ¿Puedo convertirme en la esposa de ese hombre sin darle una explicación completa?

»”¿Cómo puedo guardar un secreto así a un hombre que no aportará al matrimonio más que cariño y ternura? Y ahora que sabes, ¿qué es lo que deseas en el fondo de tu corazón para tus hijas? Acúsame ahora, si lo deseas, de no haberte dicho que esas jóvenes sin par son tus hijas. Acúsame ahora, antes de que contraiga matrimonio con ese hombre.

»”Te he dicho la verdad, y siento un gran alivio egoísta por haberlo hecho, debo confesarlo, pero también una alegría desinteresada. ¿Debo contar a mis hijas la verdad cuando tengan edad para entenderla, y qué debo hacer con ese buen hombre, Meir, ahora?”

»Le rogué que aquello no significara un golpe para él, y que me diera su piadoso consejo sobre lo que debía hacer. “Es al hermano Godwin a quien escribo -le dije-, al hermano que se ha entregado a sí mismo a Dios. En él confío para una respuesta que esté a un tiempo llena de amor y de sabiduría.” También le dije que le había ocultado la verdad a sabiendas, pero que nunca podría saber si al obrar así lo había protegido o le había hecho daño.

»No recuerdo qué más escribí. Puede que le contara la viveza del ingenio de las dos niñas, y cómo progresaban en sus estudios. Desde luego le conté que Lea era la más callada de las dos, y que Rosa siempre había sido más alegre y bromista. También le dije que Lea desdeñaba las cosas mundanas porque no las consideraba importantes, mientras que Rosa nunca tenía suficientes vestidos o velos.

»Le dije que Lea estaba siempre pendiente de mí, a mi lado, mientras que Rosa espiaba desde la ventana todas las idas y venidas de Oxford o de Londres, cuando se veía obligada a quedarse en casa.

»Le conté que las dos hijas se parecían a él en algún aspecto, Lea en la piedad y la disciplina, y Rosa en la alegría irreprimible y la risa fácil. Le dije que las niñas habían heredado propiedades cuantiosas de su padre legal, y que también recibirían bienes de mi padre.

»Una vez despaché la carta, tuve miedo de irritar o decepcionar a Godwin, y de perderlo así para siempre. Aunque ya no lo amaba como lo había hecho de joven, y ya no pensaba en él como hombre, lo amaba con todo mi corazón, y ponía mi corazón en cada carta que le escribía.

»Y ¿qué creéis que ocurrió?

He de confesar que no tenía idea de lo que había podido ocurrir, y las ideas se atropellaban en mi mente hasta el punto de que me costaba un gran esfuerzo seguir la narración de Fluria. Había mencionado que perdió a sus dos hijas. Mientras me hablaba, la emoción la embargaba. Y en buena medida, esa misma emoción había hecho presa en mí.

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