Soñaba. Oí otra vez los cánticos, como los ecos de un gong. Pero se desvanecieron a medida que fui recuperando la conciencia de mí mismo. También se desvanecieron las estrellas, y el vasto cielo oscuro desapareció.
Abrí los ojos despacio.
Ningún dolor, en ninguna parte del cuerpo.
Estaba tendido en la cama de baldaquín, en la Posada de la Misión. Me rodeaba el mobiliario familiar de la suite.
Durante largo rato dejé descansar la vista en el dibujo ajedrezado de la seda del baldaquín, y me di cuenta, me obligué a mí mismo a darme cuenta, de que estaba de vuelta en mi propio tiempo, y de que no sentía dolor en ninguna parte del cuerpo.
Me incorporé poco a poco.
– ¿Malaquías? -llamé.
Sin respuesta.
– Malaquías, ¿dónde estás?
Silencio.
Sentí que algo en mi interior estaba a punto de quebrarse, y aquello me aterrorizó. Susurré su nombre una vez más, y no me sorprendí cuando tampoco hubo respuesta.
Una cosa sabía, sin embargo. Sabía que Meir, Fluria, Elí, Rosa, Godwin y el conde habían escapado sanos y salvos de Norwich. Lo sabía. En algún lugar de mi mente nublada perduraba la visión del carro escoltado por los soldados alejándose velozmente por el camino de Londres.
Aquello parecía tan real como cualquier detalle de esta habitación, y esta habitación parecía completamente real, fiable y sólida.
Bajé la vista hacia mí mismo. Mis ropas estaban en desorden y arrugadas.
Pero llevaba uno de mis trajes, americana y pantalones caquis con chaleco, y camisa blanca con el cuello desabrochado. Ropas habituales en mí.
Busqué en el bolsillo y descubrí que llevaba la identificación que solía utilizar cuando venía aquí como yo mismo. No Toby O’Dare, desde luego, sino el nombre que utilizaba para moverme por ahí sin disfraz.
Volví a meter en el bolsillo mi permiso de conducir, salté de la cama y fui al cuarto de baño a mirarme en el espejo. No había magulladuras, ni señales.
Pero creo que fue la primera vez en muchos años que vi mi propia cara. Vi a Toby O’Dare, de veintiocho años de edad, mirándome desde el espejo.
¿Por qué pensaba que tenía que haber magulladuras y señales?
El hecho era que no podía creer que estuviera aún vivo, no podía creer que hubiera sobrevivido a lo que parecía ser una muerte merecida delante de la catedral.
Y si este mundo no me hubiera parecido tan vívido como aquél, habría creído estar soñando.
Paseé por la habitación, aturdido. Vi mi habitual bolsa de piel, y me di cuenta de lo mucho que se parecía a la bolsa que había estado cargando de aquí para allá a lo largo del siglo xiii. También estaba aquí mi ordenador, el portátil que utilizaba sólo para la búsqueda de información.
¿Cómo estaban aquí esos objetos? ¿Cómo había llegado yo aquí? El ordenador, un portátil Macintosh, estaba abierto y conectado, como podía haberlo dejado yo mismo después de usarlo.
Por primera vez se me ocurrió que todo lo ocurrido había sido un sueño, un mero producto de mi imaginación. El único problema es que nunca podría haber imaginado algo así. No podría haber imaginado a Fluria, o a Godwin, o al anciano Elí y la manera que tuvo de dar la vuelta al juicio en el momento decisivo.
Abrí la puerta y salí a la galería cubierta. El cielo era de un color azul pálido y el sol me calentó la piel, y después de la nieve, el barro y los cielos cubiertos que había conocido las pasadas semanas, aquel calor me pareció una caricia.
Me senté a la mesa de hierro y noté la brisa que me envolvía y me preservaba del excesivo calor del sol; esa vieja frescura familiar siempre presente en el aire del sur de California.
Planté los codos sobre la mesa e incliné la cabeza hasta dejar que descansara en mis manos. Y lloré. Tanto lloré que incluso prorrumpí en sollozos sonoros.
El dolor que sentía era tan horrible que no pude describírmelo ni siquiera a mí mismo.
Me di cuenta de que pasaba gente a mi lado, y no me importó lo que veían ni lo que sentía. En cierto momento, una mujer se me acercó y puso su mano en mi hombro.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -susurró.
– No -dije-. Nadie puede. Todo se ha acabado.
Le di las gracias, tomé su mano en la mía y le dije que era muy amable. Sonrió, asintió y se fue con su grupo de turistas. Desaparecieron por la escalera de la rotonda.
Busqué en un bolsillo, encontré un ticket de aparcamiento de mi coche y bajé, cruzando el lobby y pasando bajo el campanario. Entregué el ticket al guardacoches con un billete de veinte dólares y me quedé allí, aturdido, mirándolo todo como si nunca lo hubiera visto antes: el campanario con sus muchas campanas, las petunias que florecían en los arriates de la entrada, y las palmeras esbeltas que se alzaban como para señalar el cielo impecablemente azul.
El guardacoches se colocó a mi lado.
– ¿Se encuentra bien, señor? -preguntó.
Yo me llevé la mano a la nariz. Me di cuenta de que aún lloraba. Saqué un pañuelo de lino del bolsillo y me soné.
– Sí, estoy bien -dije-. Acabo de perder a un puñado de buenos amigos -añadí-. Pero no me los merecía.
No supo qué decir, y no lo culpo por ello.
Me puse al volante del coche y conduje tan rápido como pude hasta San Juan Capistrano.
Todo lo que había ocurrido pasaba por mi mente como una larga cinta, y no veía ni las colinas, ni la autopista ni las señales de tráfico. En mi corazón me encontraba en el pasado, y sólo por instinto conducía el coche en el presente.
Cuando entré en el terreno de la misión, miré a mi alrededor desesperanzado y de nuevo susurré: «Malaquías.»
No hubo respuesta, y no vi a nadie que se pareciera ni remotamente a él. Sólo las familias de costumbre, que paseaban entre los arriates de flores.
Fui directamente a la capilla Serra.
Por fortuna no había mucha gente allí, y las pocas personas presentes rezaban.
Recorrí la nave con la vista fija en el tabernáculo y la luz encendida a su izquierda, y deseé de todo corazón tenderme en el suelo de la capilla con los brazos abiertos y rezar, pero me di cuenta de que los otros se me acercarían si hacía una cosa así.
Todo lo que pude hacer fue arrodillarme en el primer banco y repetir otra vez la oración que dije cuando el gentío me atacó.
– Señor Dios -recé-. No sé si ha sido un sueño o real. Sólo sé que ahora soy tuyo. Nunca quiero ser otra cosa que tuyo.
Por fin me senté en el banco y lloré en silencio durante una hora por lo menos. No hice ningún ruido que pudiera molestar a la gente. Y cuando alguien pasaba cerca de mí, yo bajaba la vista y cerraba los ojos, y ellos seguían sencillamente su camino para decir sus oraciones o encender sus velas.
Miré el tabernáculo y dejé mi mente en blanco, y acudieron a mí muchos pensamientos. El más desolador fue que estaba solo. Todas las personas a las que había conocido y amado con todo mi corazón habían sido apartadas de mí para siempre.
Nunca volvería a ver a Godwin ni a Rosa. Nunca volvería a ver a Fluria ni a Meir. Lo sabía de cierto.
Sabía que nunca, nunca en mi vida, volvería a ver a las únicas personas que había realmente conocido y amado. Se habían ido lejos de mí; estábamos separados por siglos, y yo no podía hacer nada, y cuanto más pensaba en ello más me preguntaba si volvería a ver a Malaquías alguna vez.
No sé cuánto tiempo me quedé allí.
En algún momento me di cuenta de que se estaba haciendo de noche.
Había dicho al Señor una y otra vez cuánto lamentaba el mal que había hecho, y le pregunté si los ángeles me habían infundido una ilusión para mostrarme el error de mi conducta, o bien si había estado en realidad en Norwich y en París; y le confesé que, tanto si había estado allí como si no, no era merecedor de la gracia que había recibido.
Por fin salí de allí y volví a la Posada de la Misión.
Había oscurecido ya, porque era primavera y anochecía pronto. Me encerré en la suite Amistad y me puse a trabajar con el ordenador.
No me fue difícil encontrar imágenes de Norwich, fotografías del castillo y de la catedral, pero el castillo de las fotografías era radicalmente diferente de la vieja construcción normanda que yo había visto. En cuanto a la catedral, la habían ampliado considerablemente desde mi visita.
Tecleé «judíos de Norwich» y leí con una vaga aprensión toda la horrible historia del martirio del pequeño san Guillermo.
Luego, con manos temblorosas, tecleé Meir de Norwich. Para mi completo asombro, había más de un artículo sobre él. Meir, el poeta de Norwich, había sido una persona real.
Me recosté en mi asiento, sencillamente atónito. Y durante un largo rato fui incapaz de hacer nada. Luego leí aquellos breves artículos y supe que el hombre era conocido sólo por un manuscrito con poemas en hebreo en el que se identificaba a sí mismo, un manuscrito conservado en los Museos Vaticanos.
Después de eso tecleé muchos nombres diferentes, pero no apareció nada importante que pudiera relacionar con lo que me ocurrió. No había ninguna historia sobre la muerte de más niños.
Pero la triste historia de los judíos en la Inglaterra de la Edad Media llegó muy pronto a una brusca conclusión en 1290, cuando todos los judíos fueron expulsados de la isla.
Me recosté de nuevo en mi asiento.
Había hecho ya suficientes búsquedas, y lo que pude saber es que el pequeño san Guillermo tuvo la particularidad de ser el primer caso de un asesinato ritual atribuido a los judíos, una acusación que se repitió una vez tras otra a lo largo de la Edad Media e incluso después. Y que Inglaterra fue el primer país que expulsó a los judíos en bloque. Había habido antes expulsiones de ciudades y territorios, pero el primer país fue Inglaterra.
Sabía lo que vino después. Los judíos fueron acogidos de nuevo, siglos más tarde, por Oliver Cromwell, porque Oliver Cromwell creía que el fin del mundo era inminente y que la conversión de los judíos iba a representar un papel en ese proceso.
Cuando apagué el ordenador me dolían los ojos; me eché en la cama y dormí muchas horas.
Me desperté temprano, la mañana siguiente. Eran las tres de la madrugada, en el despertador. Eso quería decir que eran las seis de la mañana en Nueva York, y el Hombre Justo estaría en su oficina.
Abrí mi teléfono móvil, prepago como los que siempre he utilizado, y marqué su número.
En cuanto oí su voz, dije:
– Mira, no voy a volver a matar nunca. Nunca volveré a hacer daño a nadie si puedo impedirlo. Ya no soy tu francotirador de la aguja. Se acabó.
– Quiero que vengas aquí, hijo -replicó.
– ¿Por qué, para matarme?
– Lucky, ¿cómo puedes pensar una cosa así? -dijo. Parecía sincero y un poco dolido-. Hijo, estoy preocupado por lo que puedas hacerte a ti mismo. Siempre me ha preocupado esa cuestión.
– Bueno, pues no tienes por qué preocuparte más -dije-. Hay algo que quiero hacer.
– ¿Qué es?
– Escribir un libro sobre una cosa que me ha ocurrido. ¡Oh, no te preocupes!, no tiene nada que ver contigo ni con nada que me hayas pedido que haga. Todo eso quedará en secreto, como siempre lo ha estado. Puedes decir que sigo el consejo del padre de Hamlet. Dejo que sea el cielo quien te juzgue.
– Lucky, tú no estás bien de la cabeza.
– Sí que lo estoy -dije.
– Hijo, ¿cuántas veces he intentado decirte que trabajabas para los Chicos Buenos, todo el tiempo? ¿Tengo que decírtelo con todas las palabras? Has estado trabajando para tu país.
– Eso no cambia nada -dije-. Te deseo suerte. Y hablando de suerte, quiero revelarte mi nombre auténtico. Me llamo Toby O’Dare y nací en Nueva Orleans.
– ¿Qué te ha ocurrido, hijo?
– ¿Sabías cómo me llamaba?
– No. Nunca pudimos seguir tu rastro de antes de tus amigos de Nueva York. No tienes por qué contarme esas cosas. No voy a utilizarlas. Ésta es una organización que puedes abandonar cuando quieras, hijo. Puedes marcharte. Lo único que deseo es estar seguro de que sabes bien adónde vas.
Me eché a reír.
Por primera vez desde mi regreso, me eché a reír.
– Te quiero, hijo -dijo.
– Sí, lo sé, jefe. Y en cierta manera, yo también te quiero. Ése es el misterio. Pero no sirvo para lo que quieres ahora. Voy a hacer algo de provecho con mi vida, aunque sólo sea escribir un libro.
– ¿Me llamarás de vez en cuando?
– No lo creo, pero siempre puedes echar un vistazo a las librerías, jefe. ¿Quién sabe? Puede que encuentres mi nombre en una portada, algún día. Voy a ponerme con eso ahora. Quiero decirte…, bueno, no ha sido culpa tuya en lo que me convertí. Todo fue cosa mía. En cierto modo me salvaste, jefe. Podía haberse cruzado en mi camino alguien mucho peor, y todo habría sido una calamidad aún mayor de como ha sido. Buena suerte, jefe.
Cerré el teléfono antes de que pudiera decir nada.
Durante las dos semanas siguientes viví en la Posada de la Misión, y escribí en mi portátil toda la historia de lo sucedido.
Escribí cómo se me apareció Malaquías, y la versión de mi vida que él me contó.
Escribí todo lo que había hecho, en la medida en que pude recordarlo. Me dolió tanto describir a Fluria y a Godwin que a duras penas pude soportarlo, pero escribir me pareció el único camino posible, de modo que seguí haciéndolo.
Finalmente incluí las notas acerca de los datos reales que pude reunir sobre los judíos de Norwich, los libros que trataban sobre ellos, y el dato sugerente de que Meir, el poeta de Norwich, había existido en realidad.
Para terminar escribí el título del libro, y éste fue La hora del ángel.
Eran las cuatro de la madrugada cuando por fin acabé de escribir.
Salí a la galería, la encontré completamente a oscuras y desierta, y me senté a la mesa de hierro, sencillamente a pensar, a esperar que el cielo se iluminara, que los pájaros iniciaran sus inevitables cantos.
Podía haber llorado de nuevo, pero por el momento me pareció que no me quedaban más lágrimas.
La realidad, para mí, era ésta: que no sabía si todo aquello había ocurrido o no. No sabía si era un sueño imaginado por mí, o inducido por alguien situado cerca de mí. Sólo sabía que me había cambiado por completo y que haría cualquier cosa, cualquiera, por ver otra vez a Malaquías, por oír su voz, simplemente por mirarlo a los ojos. Simplemente por saber que todo había sido real, o por perder la sensación de que todo había sido innegablemente real, de que me estaba volviendo loco.
Había otra idea que me rondaba, pero no conseguí precisar cuál era. Me puse a rezar. Pedí de nuevo a Dios que me perdonara todas las cosas que había hecho. Pensé en los rostros que había visto entre el gentío e hice un profundo acto de contrición por cada uno de ellos. El hecho de poder recordarlos a todos, incluso a los hombres a los que maté primero, tantos años atrás, me dejó asombrado.
Luego recé en voz alta:
– Malaquías, no me dejes solo. Vuelve, aunque sólo sea para orientarme sobre lo que debo hacer ahora. Sé que no merezco que vuelvas, no más de lo que lo merecía la primera vez. Pero te lo ruego, no me dejes solo. Ángel de Dios, mi querido custodio, te necesito.
Nadie podía oírme en la galería silenciosa y oscura. Sólo soplaba una tenue brisa matutina, y en lo alto del cielo neblinoso las estrellas emitían sus últimos parpadeos.
– Echo de menos a las personas que he dejado -seguí diciéndole, aunque no estaba allí-. Echo de menos el amor que sentí en ti, y el amor por todos ellos, y la felicidad, la pura felicidad de arrodillarme en Notre Dame a dar gracias al cielo por lo que me había dado. Malaquías, tanto si todo ha sido real como si no, vuelve a mi lado.
Cerré los ojos. Agucé el oído por si escuchaba los cantos de los serafines. Intenté imaginarlos delante del trono de Dios, ver aquel resplandor glorioso y oír su inacabable canto de alabanza.
Tal vez a través del amor que sentía por aquellas personas de una época lejana había entreoído algo de aquella música. Tal vez la había oído cuando Meir, Fluria y toda la familia partieron sanos y salvos de Norwich.
Pasó largo tiempo antes de que abriera los ojos.
Había llegado el alba, y todos los colores de la galería eran visibles. Contemplé los geranios de color púrpura que rodeaban los naranjos plantados en los tiestos toscanos y pensé en lo extraordinariamente hermosos que eran, y de pronto me di cuenta de que Malaquías estaba sentado al otro lado de la mesa.
Me sonreía. Su aspecto era exactamente el mismo de la primera vez que lo vi. La complexión delicada, el cabello negro sedoso, los ojos azules. Estaba sentado con las piernas extendidas a un lado, apoyado en el codo, y me miraba como si llevara largo tiempo haciéndolo.
Sentí un temblor en todo el cuerpo. Alcé las manos como para rezar, me cubrí la boca mientras tragaba saliva, y susurré con voz trémula:
– Gracias al cielo.
Él se echó a reír sin ruido.
– Hiciste un trabajo espléndido -dijo.
Me disolví en lágrimas. Lloré como había llorado la primera vez, al regresar.
Me vino a la mente una cita de Dickens, y la pronuncié en voz alta porque la había memorizado muchos años atrás:
– «El cielo sabe que no hemos de avergonzarnos de nuestras lágrimas, porque son la lluvia que disuelve el polvo cegador de la tierra posado sobre nuestros duros corazones.»
Sonrió al oírlo, y asintió.
– Si fuera humano, yo también lloraría -susurró-. Es más o menos como una cita de Shakespeare.
– ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has vuelto?
– ¿Por qué crees? -preguntó-. Tenemos otro encargo y no nos queda mucho tiempo que perder, pero hay algo que debes hacer antes de empezar, y tendrías que hacerlo ahora mismo. He estado esperando que lo hagas todos estos días. Pero has escrito la historia que tenías que escribir, y lo que te corresponde hacer ahora no está claro para ti.
– ¿Qué puede ser? ¡Déjame hacerlo, y vamos luego a nuestro nuevo encargo!
Me sentí demasiado excitado para seguir sentado en mi silla, pero es lo que hice mientras lo miraba con impaciencia.
– ¿No sacaste ninguna lección práctica del modo como trató Godwin a Fluria? -preguntó.
– No sé lo que quieres decir.
– Llama a tu antigua novia de Nueva Orleans, Toby O’Dare. Tienes un hijo de diez años. Y necesita saber de su padre.
13.40 h
21 de julio de 2008