VIII

– Pero, bueno, no puedo creer que me estés hablando en serio -el director de El Heraldo permanecía sentado en el despacho, jugando con la estilográfica entre los dedos. Villamil le había explicado el descubrimiento de Laura Márquez en la biblioteca y llevaba diez minutos intentando convencerlo para que dejara a la chica entrar en el caso-. ¿De verdad me estás pidiendo que deje un asunto como éste en manos de una becaria? Por el amor de Dios, Moncho.

Se conocían desde hacía tiempo, cuando las linotipias y todo eso. Los dos eran veteranos en el oficio. Habían entrado juntos en El Heraldo y, aunque cada uno aceptaba su lugar en la cadena de mando, en privado siempre habían hablado sin trabas.

– Lo único que te pido es que la dejes trabajar conmigo. Vamos a medias en esto. Al fin y al cabo fue ella quien estableció la conexión.

– Mira, si necesitas refuerzos, no hay problema. Coge a Piñeiro o a Garraigós, pero no me hables de Márquez. Acaba de aterrizar en el periódico, no tiene experiencia, y encima es más rara que un perro verde. Además, no tengo nada claro que esté en sus cabales. No tiene amigos, va a su puta bola, no habla con nadie…

– Conmigo sí que habla -le cortó Villamil con voz firme-. Además, prefiero a la gente callada a la que va dándole el parte a toda la parroquia, como Curra Miralles.

El director de El Heraldo hizo un gesto de resignación al oír el nombre de la encargada de los ecos de sociedad, una vieja gloria que el periódico arrastraba como un lastre. No había conocido a nadie más cotilla en toda su vida.

– Míralo como quieras, Moncho, pero Márquez muy normal no es.

– Si no te fías de ella, ¿por qué la has contratado?

– Sabes tan bien como yo que no tuve otro remedio. Con la baja de Marisa, nos quedamos en cuadro. Tiene un buen expediente, eso sí que te lo reconozco. Pero de la misma manera te digo que algo le pasa. -El director dejó su estilográfica en la mesa y se echó hacia atrás en la silla como si quisiera darle un nuevo rumbo a la conversación-. Y no es sólo por lo que se comenta en la redacción.

– ¿Qué es lo que se comenta? -preguntó Villamil con cara de póquer.

– Lo del altercado y todo eso…

La expresión del periodista no era simulada. En realidad no sabía nada del asunto.

– Bueno -dijo el director antes de que Villamil tuviera tiempo de reaccionar-, parece que protagonizó un incidente serio en Portugal. Estuvo detenida varios días, en Lisboa o en el Algarve, no sé bien. Debió de armar una buena… Tuvo que intervenir la embajada.

– ¿Y eso quién lo dice?, ¿Curra Miralles?

– Tiene buenas fuentes, ya lo sabes.

– ¿Cuál fue el motivo del altercado, si puede saberse? -se interesó Villamil.

– Vete a saber… -cortó el director, dando a entender que si sabía algo del asunto no pensaba soltar prenda.

Villamil frunció el ceño, no tenía ni idea de aquello. No se imaginaba a Márquez perdiendo los estribos. Precisamente lo que le había llamado la atención en ella desde el principio era su desapego, como si le diera igual ocho que ochenta. Una actitud de indolencia que no encajaba bien con montar una bronca de tanto calibre. Pero, por alguna razón, decidió aparcar el dato en la recámara de su cerebro, quizá para evaluarlo más adelante y de momento siguió en sus trece.

– Mira, si a estas alturas no eres capaz de distinguir dónde hay una buena periodista, tal vez deberías replantearte tu trabajo -dijo en un tono ostensiblemente irritado. Que alguien hubiera estado hurgando en los antecedentes penales de una chavala de veintitrés años no le había gustado ni un pelo. Apoyaba las dos manos en el filo de la mesa con toda contundencia, enseñando el colmillo-. Tienes una redacción obsoleta. Mira a Piñeiro, que se ha tomado una semana para hacer un reportaje sobre el tema de las licencias ilegales y ha escrito una mierda burocrática que aburre hasta a las ovejas. Lo sabes perfectamente. Ni una palabra sobre las escuchas telefónicas, ni de las deudas de juego del delegado de turismo, ni nada de nada. Por no hablarte de Elenita de Tomás, con sus recetas dominicales del brazo de gitano o de las críticas literarias de Luis Airoso, que va de fino estilista y cada vez que pone a caldo una novela al autor le dan el Pulitzer o el Cervantes. Lo que se dice tener ojo clínico. Si ésos son tus periodistas experimentados, estamos jodidos. El Heraldo se va al carajo. ¿Cuándo fue la última vez que agotamos la edición?

– Precisamente por eso -replicó el director-. Ahora tenemos un buen tema, y ¿qué se te ocurre? Ni más ni menos que darle cancha a la nueva. Acojonante. Si no fuera porque le doblas la edad, pensaría que la chica te pone.

– No me jodas -rió Villamil, sarcástico, aflojándose el nudo de la corbata de color azul con dibujos de Pixie y Dixie-. Te equivocas con Márquez. Puede que no sea la persona más indicada para enviar a una recepción diplomática, pero es capaz de averiguar lo que sea, escribe como Dios y tiene olfato. Además, podría camuflarse perfectamente entre los amigos de Patricia Pálmer como una estudiante más. Solamente te pido que le des una oportunidad. Ahora bien, si quieres seguir desperdiciando sus facultades y teniéndola de chica de los recados o poniendo ladillos, bien, allá tú… -dijo con énfasis. Era su última carta, y la jugó con cuidado, intercalando un silencio significativo-. Pero no cuentes conmigo entonces para el asunto. Tengo mis reglas. Ella descubrió la relación entre la chica muerta y el manuscrito. O vamos a medias, o yo también estoy fuera.

El director de El Heraldo permaneció en silencio un par de minutos, con los dientes apretados y los ojos fijos en la primera página de la edición impresa con la foto de Patricia Pálmer. Era la misma foto de carné que había aparecido en TVG y en el resto de los medios. Al final levantó la mirada.

– Vale -dijo blandiendo la estilográfica en alto como si estuviera amonestándolo-. Tenéis cinco días. Ni uno más. Si en ese tiempo no conseguís material para una edición especial, os envío a los dos a galeras. Además, te hago responsable de lo que le pueda pasar a Márquez. Y ahora, lárgate.

Villamil sonrió sin decir palabra, como un zorro viejo.

Media hora más tarde Laura Márquez y él se dirigían a Caldas de Reis en un Fiat Punto de color gris por una carretera comarcal con muchas curvas entre campos flanqueados por muros de piedra. Había vacas pastando a uno y otro lado, y algunas casas dispersas. El limpiaparabrisas marcaba el compás de la lentitud, que es el tiempo de la espera. Dejaron atrás una fábrica de leche. Márquez parecía ensimismada. Villamil la miraba de reojo, el pelo mojado, el ceño fruncido, la rodilla huesuda al lado de la caja de cambios. No es que tuviese pinta de mosquita muerta, pero tampoco se la imaginaba batiéndose con la Guardia Nacional portuguesa en plan Lara Croft. A lo lejos asomaba la silueta azulada de los montes de Saiar.

– Nunca me cuentas nada.

Márquez se giró y lo observó con recelo instantáneo. Luego volvió a mirar hacia el frente con determinación.

– ¿Y eso a qué viene ahora? -Su rostro, vuelto hacia la lluvia, resultaba insondable-. No hay nada que contar -zanjó al tiempo que subía el volumen de la radio.

– Vale. Sólo preguntaba -se defendió él.

No tenía ni idea de por qué, pero Márquez le caía de puta madre. Envuelta siempre en aquella especie de albur que le iba y le venía. En las últimas semanas había descubierto que tenerla cerca despertaba en él una sensación insólita, no exactamente agradable, pero inesperada. Como sentirse algo tierno por dentro, lo que por otro lado no dejaba de fastidiarle un poco.

La carretera transcurría ahora entre bosques de acacias y eucaliptos. «Todos tenemos nuestro propio abismo», pensó Villamil. Al cabo de unos segundos de silencio incómodo, levantó la mano del volante y le revolvió el pelo en son de paz.

– Quita, quita… -lo apartó ella de un manotazo-. A veces eres un poco capullo -le soltó sin rencor.

Villamil sonrió y decidió que lo mejor sería cambiar de tercio.

– Pontecesures -dijo imitando el tono de un guía turístico y señalando el valle que se extendía a un lado de la carretera-, la cuna del priscilianismo.

No esperaba que Márquez estuviera muy puesta en el asunto. Al fin y al cabo la chica era de fuera, y para los no gallegos Prisciliano era un perfecto desconocido. Sin embargo, tuvo que reconocer que se había hecho una composición de lugar bastante aproximada sobre el autor del liber apologeticus y todo el corpus ideológico de su doctrina.

– No está mal -reconoció cuando ella le hizo un resumen de sus indagaciones en la red. El comentario, dicho por él, sonaba bastante halagador. No era muy dado que digamos a las alabanzas-. Como ves, el tipo fue una especie de precursor del cambio climático. Según su teoría, el Edén no era un jardín perdido, sino un auténtico paraíso terrenal que el hombre va camino de mandar a tomar por saco.

– Lo que no acabo de entender -titubeó Márquez como si pensara en voz alta- es cómo pasó de ser demonizado a convertirse en santo.

– Bueno, del martirio a la santidad no hay un trecho tan largo. Por supuesto los curas y las autoridades nunca reconocieron a Prisciliano como santo, pero los curas y las autoridades no tienen ni puñetera idea de esas cosas. El pueblo ya lo había canonizado por su cuenta y riesgo. Luego vino lo del traslado del cuerpo a Galicia para darle cristiana sepultura, las luces misteriosas en su tumba, la capilla y todo lo demás. Así se construyen los mitos.

Era cierto. No es que en Galicia no tuviera predicamento la religión oficial. Pero si algo caracterizaba a los gallegos era una actitud de perro escaldado que los llevaba a encomendarse con una vela a Dios y con otra al diablo. Por si acaso. De ahí venía el culto a los exvotos, a los difuntos, a las almas en pena. Ya los muertos.

Pasaban por una calle con edificios de cuatro alturas. La mayoría de las ventanas lucían crespones negros. Cruzaron un puente con la barandilla de hierro forjado, la corriente gris del Umia bajaba crecida, casi a la altura de los pontones. A la izquierda se veía un antiguo molino; a la derecha, el balneario de aguas termales.

– Ya estamos cerca -dijo Villamil.

– ¿Estás seguro de lo que vamos a hacer?

– Absolutamente -respondió él-. Si hay alguien que puede darnos la conexión entre los dos únicos cabos que tenemos, es él -se refería a la persona que iban a entrevistar-. Probablemente conocía a Patricia. En Caldas nos conocemos todos. Mira, allí está la capilla -dijo señalando un edificio románico de piedra con el tejado a dos aguas y un pequeño campanario porticado que daba al cementerio.

– ¿Le has adelantado algo de lo que sabemos?

– Algo, sí, claro. Lo justo para ponerlo un poco al corriente. Prisciliano, el manuscrito desaparecido y poco más. Supongo que piensa que estamos haciendo un reportaje cultural para el suplemento del domingo. Nos espera en la casa rectoral. Es un pazo precioso, ya verás. Lo ha restaurado él solo, bueno, con la ayuda de algunos vecinos. Está ahí, a la vuelta del camino de tierra.

– No me gustan los curas.

– Éste te gustará -sonrió Villamil-. Es amigo mío.

– ¿Cómo has dicho que se llama?

– Antón.

La radio autonómica acababa de emitir unas declaraciones del padre de Patricia Pálmer pidiendo justicia. A continuación, la locutora hizo un balance de los acontecimientos sin ahorrarse detalles: «Los investigadores aún no han localizado el objeto que presuntamente causó la muerte de la estudiante. La policía sólo tiene la certeza de que la muerte se produjo con un objeto contundente pero no punzante. El inspector encargado del caso, Lois Castro, declinó hacer declaraciones a la prensa…»

– Nadie sabe lo que nosotros sabemos -el tono de Laura Márquez era neutro, pero contenía una nota casi inapreciable de desafío. Miraba a través de la ventanilla como si se desentendiera del asunto-. Podrían acusarnos de ocultación de pruebas. Quizá deberíamos contárselo a la policía.

– Lo haremos a su debido tiempo -respondió el periodista-. ¿O no quieres saber qué pintaba Patricia Pálmer en la biblioteca de la universidad consultando un libro de Prisciliano pocas horas antes de que la asesinaran?

Márquez sonrió de medio lado sin responder. Un gesto cómplice que en su caso equivalía casi a una rendición en toda regla. Con Villamil no le valían trucos. Se los sabía todos, como si la viera pensar. Por eso se hallaban en un pueblo de veinte mil habitantes con balneario de aguas termales, mientras el resto de los periodistas permanecían congregados a la puerta de la comisaría y en los alrededores de la catedral. Estaban a treinta kilómetros del lugar de los hechos. Aquello empezaba a parecerse a Bernstein y Woodward.

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