IV

Lo primero que hizo Laura Márquez al llegar a casa fue colgar la trenca en el perchero de la entrada, encima del radiador, y dejar los libros sobre la mesa. Después secó cuidadosamente con una toalla la hoja del teletipo que se le había caído en la calle y la clavó con una chincheta en el corcho que había en la pared, a un lado de la ventana. Era un apartamento pequeño que había alquilado por mediación de Villamil en la plaza de O Toural, al lado de la óptica Feijóo.

– Al menos no es el típico piso de estudiantes con calentador de butano y muebles de formica -le había dicho-. Además está a un paso del periódico.

Pagaba casi doscientos euros más de lo que costaba un alquiler en la zona nueva, pero valía la pena. Calefacción central, suelo de madera, el espacio interior dividido en dos partes por un arco de mampostería y grandes ventanales que daban a los tejados del casco histórico, con sus chimeneas humeantes. Lo había amueblado por cuatro duros con alfombras portuguesas, lamparitas morunas y estanterías de Ikea. En la parte del fondo había colocado la cama, un futón con edredón nórdico azul marino y estrellitas blancas, donde a veces le gustaba tumbarse boca arriba mirando al techo, mientras la voz de Cesária Évora la llevaba muy lejos, suspendida por el aire. Sangue de Beirona…

De la pared lateral de la habitación colgaba un curioso escudo montado sobre un tapiz de franela escarlata con dos floretes de duelo cruzados, entreverados por un peto y una careta con los bordes de cuero. Lo cierto es que la panoplia habría lucido más en una vieja mansión señorial que en aquel apartamento de ochenta metros cuadrados, pero cada cual tiene su código de lealtad hacia los objetos. Uno de los floretes era antiguo, de puño francés, y tenía la cazoleta un poco abollada. Cuando se sentía muy contrariada con el mundo, acostumbraba a desfogarse trazando quiebros silbantes en un gimnasio ubicado en un antiguo almacén de ultramarinos, donde un capitán retirado le enseñaba a batirse el cobre. Salía de allí nueva, con los músculos flexibles y una fiera sonrisa de duelista. Debajo del escudo se veía una silla de lona con ropa deportiva apoyada en el respaldo, pantalón y chaqueta de esgrima de color gris plata y unos guantes de reglamento de la marca Fuji.

Al otro lado se hallaba la salita con un sofá cubierto por una tela beige y una cómoda de roble que ya estaba en la casa antes de que ella la alquilara. Frente a la ventana había instalado una mesa de caballete donde había puesto el almacenador de discos compactos, varios archivadores y cuadernos, un ordenador portátil y una impresora de inyección de tinta. Tenía también un televisor de veinticinco pulgadas y una minicadena musical situada justo debajo del corcho, donde había ido clavando con chinchetas algunas postales y fotografías de sus viajes. En una de ellas un chaval moreno de gafas se estaba comiendo un plato de espaguetis en una terraza con cara de guasa. En otra aparecía ella de pie en la estación de tren de Santa Apolonia, con un libro bajo el brazo, una bolsa de cuero colgada al hombro y una mano en alto, diciéndole adiós a alguien.

«Trenes que no has de tomar déjalos pasar», recordó de pronto esas palabras de Wilby con tanta claridad que le pareció que por la ventana entraba una luz. El acento sudamericano, el timbre grave y cálido con una ligerísima entonación musical. Wilberth Santos era chileno, con buenos reflejos verbales. Le encantaba cambiar los refranes y hacer pareados. Un poeta de la experiencia, según el argot de los suplementos literarios, aunque él detestaba que lo encasillaran. Lo de la poesía de la experiencia le sonaba como la función clorofílica o el envasado al vacío. Lo suyo era mucho más simple, escribía sus versos fuera del horario laboral, normalmente sin haber dormido, cuando podía, como cualquier hijo de vecino. Pero, clasificaciones al margen, el chico era bueno con las palabras. A veces incluso muy bueno, aunque tendía a abusar demasiado de su ingenio. La Fundación Gulbenkian los había invitado a un congreso de jóvenes escritores en Lisboa. Y allí se fueron los dos, a hablar en uno de esos ateneos con poco público y mucho fondo a que tan aficionados son los portugueses. Ella, con su novela recién publicada, y él, con sus poemas de Saturday Evening. Días de paseos al mediodía por el cañón embodegado de la Alfama bajo balcones con macetas y mujeres asomadas a la ventana que los veían pasar de la mano, él con chaqueta de pana y gafas de trotskista, y ella con unos tejanos muy gastados y una bufanda roja, subiendo a grandes trancos los escalones de piedra, declamando versos como poetas bragados; tardes de siesta y literatura y de tranvías amarillos en los que subían a última hora hasta la cresta de luces del castillo de San Jorge y bajaban de nuevo hacia la boca del estuario para caminar entre soportales y atrios con escaleras que hundían sus peldaños en el agua y con gaviotas que sobrevolaban los tejados; imágenes para el olvido: Wilberth haciendo el ganso sentado a la puerta del café A Brasileira, al lado de la estatua de Pessoa; ella hojeando un libro en una librería de viejo del Chiado, traduciendo mentalmente del portugués, muy concentrada con el ceño fruncido; los dos juntos a última hora en un antiguo almacén de especias de la Alcántara reconvertido en pub nocturno, bailando música caboverdiana, muy pegados el uno al otro, mirándose seriamente, en silencio, como al principio de conocerse. Sangue de Beirona. Todo muy parecido a estar recién enamorados. Lisboa y sus trenes que no has de tomar.

Laura había tenido que regresar a España con unos días de antelación para presentarse al examen de un máster de periodismo, y él le había hecho la foto en el andén. Una fotografía feliz, aparentemente. Es lo que tienen las fotos, que detienen el tiempo en un instante aislado, el de decir adiós. La cabeza ligeramente ladeada, el flequillo despeinado por el viento, el hoyuelo de la barbilla. Una despedida más de las miles de despedidas que tienen como escenario una estación ferroviaria, a no ser porque una nunca sabe cuándo se está despidiendo para siempre.

Aprobó el examen, por supuesto, y a los seis meses le salió aquella sustitución en El Heraldo Gallego. En medio ocurrió algo de lo que nunca había hablado con nadie.

Un túnel negro. Dadas las circunstancias, Santiago de Compostela le pareció un lugar tan bueno como cualquier otro para desaparecer del mapa.

Afuera seguía lloviendo, la lluvia repiqueteaba en los cristales con insistencia y las gotas de agua descomponían en reflejos la débil luz exterior. En noches como aquélla, Wilby era su fantasma favorito. En el interior del apartamento, de pie, inmóvil bajo el arco de mampostería, Laura se detuvo un instante al acecho de sus recuerdos como si dudara en qué parte de la estancia prefería situarse en aquel momento. No lo pensó mucho. Se enfundó los guantes de esgrima, descolgó el florete y, echando el brazo atrás, se dejó caer tres veces consecutivas sobre la pierna derecha flexionada, como si lanzara tres estocadas a fondo contra las sombras. No podía decirse que tuviera el estilo del gran don Jaime Astarloa, [1] pero se sintió mucho mejor después de hacerlo. Luego fue a la cocina, se preparó un sándwich de jamón y queso, encendió el flexo de su mesa de trabajo y se puso manos a la obra. Desde que el teletipo de la Agencia EFE, con la noticia de la desaparición de un manuscrito del archivo diocesano había irrumpido en su vida, no había dejado de darle vueltas. Era obsesiva, sugestionable e intuitiva, y se agarró a aquel asunto como a un clavo ardiendo. Cuando la procesión va por dentro, no hay nada como un buen estímulo externo para salir del atolladero. Tomó carrerilla y se tiró de cabeza a la red. Lo primero que tecleó en el buscador de Google fue «Liber apologeticus». Rápidamente miles de documentos empezaron a llenar la pantalla. Era increíble la cantidad de archivos de diferentes autores de la Iglesia que respondían a ese epígrafe. Había libros apologéticos de un tal Tertuliano, de Idacio, de Flavio Clemente, de Eusebio, de Juan Crisóstomo, de san Agustín… Laura se sintió momentáneamente desorientada. Tratando de centrar mejor la búsqueda, añadió el dato cronológico del siglo IV al que también hacía referencia el teletipo. El número de documentos disminuyó considerablemente, pero todavía seguían siendo muchos. De todos modos, comprobó que los archivos más fiables en PDF remitían a un manuscrito atribuido a un tal Prisciliano que había sido condenado por hereje en el Concilio de Burdeos. Así que decidió buscar información sobre él en la página web del archivo diocesano.


Prisciliano, obispo de Ávila (Gallaecia, ¿352? – Civitas Treverorum, 385).


Lo que más llamó su atención fue la curiosa xilografía que daba inicio a la página. Se trataba de un óvalo que encerraba dentro un extraño animal con cabeza de rey o de gallo y cuerpo de gladiador. La composición seguía los principios de la perspectiva egipcia: torso de frente y rostro de perfil. Llevaba un escudo en la mano izquierda y un látigo enroscado con forma de serpiente en la derecha. Lo rodeaba un círculo con las letras del alfabeto griego y en cada una de las cuatro esquinas figuraban los doce signos del zodíaco. Aries, Leo y Sagitario en la parte superior izquierda; Tauro, Virgo y Capricornio en la derecha. Géminis, Acuario y Libra en la esquina inferior izquierda. Y en el otro extremo, Cáncer, Escorpio y Piscis. Debajo de la xilografía figuraba una inscripción críptica con símbolos geométricos, espirales, triángulos y cruces que a Laura le recordaron unas fotografías que había tomado recientemente para un reportaje sobre el arte rupestre gallego.

Tras una primera criba del material archivado, decidió centrarse sólo en los documentos en español y en inglés. Tras la segunda, más concienzuda y meticulosa, se quedó con lo que realmente le interesaba. Navegar por la red era una de las pocas cosas, además de la esgrima, que la reconciliaban con el mundo. Como explorar un continente ignoto. Todavía no sabía a ciencia cierta si aquellos ficheros guardaban alguna relación con lo que estaba buscando pero, por si acaso, creó una carpeta nueva para guardarlos. Cuando el cursor se detuvo en el espacio en blanco reservado para dar nombre al archivo, Laura se quedó un instante pensativa mirando la oscuridad, y al cabo de un segundo sonrió para sus adentros con un gesto evocador, recordando una de sus lecturas favoritas, y tecleó cinco letras con un solo dedo: «R-O-S-A-E.» Genitivo singular. Conociéndola, no hacía falta ser un gran adivino para deducir la asociación de ideas que le llevó a bautizar el documento con «El nombre de la rosa».

A los ocho años, leyendo un libro infantil sobre los griegos y los romanos, en Toulouse, en casa de su abuelo, Laura Márquez había descubierto un grabado de Eneas con su padre Anquises cargado a hombros, abandonando Troya por la Puerta Escea. Durante años ese grabado fue para ella la demostración palpable de que Homero no había mentido. Hay una edad en que las ilustraciones tienen tal poder de sugestión que pueden despertar la mente de una cría ensimismada y huraña hasta límites insospechados. La clarividencia de la imaginación. Fue en aquella época cuando Márquez empezó a manifestar la misma predilección por los libros y las láminas antiguas que un pirata por el mapa del tesoro. Desde entonces su única máxima en la vida había sido encontrar lo que buscaba. Aunque no siempre supiera exactamente qué era.

Debía de ser la una de la madrugada cuando se desconectó de Internet. Seguía lloviendo y la plaza de O Toural brillaba acharolada por los reflejos de las farolas. A esas alturas ya sabía que el manuscrito había estado custodiado por el archivo diocesano hasta el mes de febrero, en que había sido cedido temporalmente para su estudio a la biblioteca de la Universidad de Santiago, merced a un acuerdo con la Dirección de Patrimonio Histórico.

De momento, desde el punto de vista periodístico el asunto revestía dos vertientes de interés. Una, el posible valor del manuscrito en el mercado de arte, que, al tratarse de un ejemplar único, no debía de ser moco de pavo. Tal vez cincuenta o sesenta mil euros, calculó a ojo. Yotra, la posible guerra encubierta entre la Iglesia y la Xunta de Galicia; a fin de cuentas, la cuestión del patrimonio artístico y su conservación dependían directamente de la Consellería de Cultura. Pero, más que eso, lo que a Laura le encandilaba del asunto a efectos estrictamente personales era que el tema tal vez tuviera que ver con los grandes misterios de los libros raros. O peligrosos. Ejemplares cuya lectura había sido considerada actividad sospechosa por todos cuantos a lo largo de la historia habían recelado de la libertad de los demás, empezando por la Iglesia, con su Index librorum prohibitorum et expurgatorum. Afuera remaba el silencio y Márquez no pudo sustraerse a la inevitable asociación de ideas. Miró las fachadas de piedra con los escudos arzobispales y pensó que probablemente en otro tiempo la ciudad habría visto arder allí mismo piras con los ejemplares prohibidos. Aquél era un capítulo que Laura tenía bien aprendido. Al fin y al cabo había crecido entre libros. Desde que se quedó huérfana a los cinco años, se había criado en Toulouse en una casa con cerca de diez mil volúmenes. Su abuelo materno, Isaac Montaner, había sido un conocido bibliófilo que la enseñó a amar desde niña las letras capitulares, el olor del pergamino y los floretes antiguos. Además, el primer hombre del que Laura Márquez había estado seriamente enamorada había sido fray Guillermo de Baskerville. [2] Con tales antecedentes, no era difícil comprender su fascinación.

Cierto que en los últimos tiempos había vivido bastante alejada de esas preocupaciones. En realidad podría decirse que había estado fuera del mundo, encerrada en una especie de burbuja defensiva y silenciosa semejante a la de esos animales que duermen durante el invierno. Su limbo particular. Cuando llegó a Santiago no conocía a nadie, tampoco mostraba mucho interés por hacer amigos. Sólo aspiraba a que el mundo la incordiara lo menos posible, manteniéndose al margen de todo lo que le molestaba o le importaba literalmente un comino, que eran unas cuantas cosas. Callada y hosca. De su corazón a sus asuntos, como cuando antiguamente los duelistas se ponían de perfil para ofrecer el menor flanco posible al adversario. Una de las enseñanzas que le había aportado la esgrima. Aparte de Villamil, apenas se relacionaba con sus compañeros. Tampoco ayudaba mucho a sus relaciones sociales la manera insolente que tenía de mirar a los demás y no dar explicaciones. Era su jodido carácter.

Fuera del cono azul de luz que proyectaba el flexo y la pantalla del ordenador, la habitación se hallaba completamente envuelta en sombras. Miró hacia la ventana como si esperara descubrir algo en la plaza, pero todo continuaba en silencio, la fuente con su cántaro de piedra, el pazo de Bendaña rematado en un atlante que sostenía sobre sus espaldas el peso del mundo, las torres lejanas de la catedral. Afuera seguía lloviendo y, de no ser por la tenue cruz verde de una farmacia parpadeando en la oscuridad, la plaza podía pasar perfectamente por un escenario medieval.

Se inclinó hacia atrás en el respaldo de la silla, bostezó y estiró los músculos entumecidos de los brazos. El silencio nocturno era denso y el frío exterior dejaba un cerco helado en los cristales. Pensó en irse a la cama pero estaba segura de que no podría dormir, así que volvió a sentarse frente al ordenador. Mejor sería hacer un repaso mental de sus conclusiones para plantear bien el tema en la reunión de redacción del periódico a la mañana siguiente. Ya estaba viendo el titular: «Desaparece un manuscrito del gran hereje gallego.» Sólo siete palabras. No estaba mal. Villamil le daría el visto bueno.

Lo que había sacado en claro de la información consultada era que el mártir había empezado a ejercer su labor pastoral en una época en que las revueltas campesinas eran moneda corriente en las tierras gallegas. Al parecer, su doctrina estaba inspirada en una tradición de carácter libertario y comunal basada en el principio de la pobreza que condenaba expresamente la esclavitud y la corrupción de los funcionarios de Roma. Tal vez por eso su mensaje caló tan hondo en las clases populares gallegas, poco admiradoras del Imperio. Acostumbraba a celebrar las reuniones en los bosques y el baile formaba parte importante de la liturgia como en los ritos paganos anteriores a la llegada de los romanos. Sus adversarios le acusaban de abogar por la libre interpretación de las Escrituras y de permitir que las mujeres participaran en los oficios en pie de igualdad con los hombres, concediéndoles un destacado papel intelectual en el grupo. También le recriminaban su negación del dogma de la Trinidad, sustituir las especies eucarísticas del pan y el vino por leche y uvas; o una acusación que todavía sorprendió más a Laura: la de llevar el pelo largo o andar descalzo, «nudis pedibus incedere».

Una especie de hippy que repartía flores, pensó para sí mientras echaba un vistazo hacia la noche que acechaba fuera. Y en cierto sentido no se equivocaba.

De pronto le vino a la memoria una noticia que había publicado el periódico en la sección de sucesos hacía algunos meses: un acto de vandalismo en una pequeña iglesia rural en las afueras de Santiago. No recordaba exactamente el nombre de la parroquia. Cristales rotos, pintadas con aerosol, destrozos en los bancos, un trapo con gasolina lanzado por la ventana que no llegó a arder gracias a la rápida actuación del párroco y los vecinos. La cosa no había pasado de ser una gamberrada sin mayores consecuencias, pero a Laura le había parecido raro.

Cierto que los curas no se estaban ganando precisamente la simpatía de la gente, pero de ahí a quemar iglesias había un trecho. O eso pensaba Márquez.

Se sobresaltó porque en medio de esas cavilaciones oyó gritar a alguien debajo de su ventana. Se incorporó de golpe y pudo ver a un tío con una gorra de tweed desgañitándose junto a la persiana metálica de la farmacia. Alguna urgencia nocturna, pensó. La inclinación de los balcones era demasiado pronunciada para descubrir a alguien que se ocultase debajo. Al poco rato volvió a oír el grito de nuevo. Alto. Espeluznante. Y esta vez mucho más cerca. La punzada de un presentimiento la hizo ponerse en guardia. Escudriñó el exterior con la frente pegada a la ventana. Sintió el tacto frío del cristal en la piel. Al cabo de unos segundos algo negro y grueso chocó contra el ventanal, aleteó desmañadamente, golpeándose la cabeza varias veces. Márquez retrocedió espantada. Luego el animal regresó de nuevo a las tinieblas batiendo las alas con torpeza. No había visto un bicho más feo en toda su vida.

Márquez no era supersticiosa, pero no lograba quitarse de encima la impresión de mal agüero que le había causado aquel pájaro moribundo. Estaba temblando, aturdida y desorientada como si hubiera tenido una pesadilla. De pronto sintió la necesidad imperiosa de tomar algo dulce que le templara el cuerpo. Se dirigió a la cocina, puso leche a calentar y llenó hasta arriba un tazón de Cola Cao con Kellogg's. Estuvo un buen rato removiendo la taza con una cuchara hasta que logró tranquilizarse.

Luego volvió al trabajo como quien hace un esfuerzo por sobreponerse, regresando a la normalidad de las cosas. Cogió un bolígrafo y se puso a apuntar datos y fechas en un bloc de hojas cuadriculadas. Empezó por el año 385, momento en el que Prisciliano, harto de que los obispos le hicieran la vida imposible, decidió acudir al emperador, Máximo, para que terciase a su favor en la persecución desatada dentro de la Iglesia contra él y sus seguidores.

Malos tiempos para pedir ayuda a Roma, pensó Laura. El emperador de Occidente tenía un panorama ciertamente complicado, con los bárbaros campando a su antojo por todas partes. Y, por si eso fuera poco, su colega de Oriente, temeroso de su poder, no le quitaba el ojo de encima, como si quisiera tomarle las medidas y no precisamente para hacerle una estatua ecuestre. Mantener semejante equilibrio de poderes no debía de ser moco de pavo. En tales condiciones, oponerse a los obispos no parecía lo más aconsejable. Todo el mundo conocía el rechazo de los priscilianistas a la unión de la Iglesia con el Estado imperial y sus mordaces críticas al enriquecimiento de la jerarquía. Por otro lado, a la Iglesia católica le interesaba más que nunca el respaldo del emperador para enfrentarse a los numerosos movimientos disidentes, que florecían hasta debajo de las piedras: arrianos, binionitas, maniqueos, ofitas, novacianos, nicolaítas, catafrigios y, para acabar de liarla -concluyó para sus adentros-, el Prisciliano de los cojones.

Además de hippy, ingenuo, pensó. En efecto, el gallego no se dio cuenta de que entre el poder terrenal y el espiritual estaban a punto de tenderle una trampa. Con público y picadores.

Tenía razón. El tal Prisciliano debería haberlas visto venir. Pero si los corderos estuvieran dotados del mismo olfato que los lobos, el mundo no sería lo que es. Un tipo algo menos santo pero más avispado se habría dado cuenta del peligro enseguida. El peligro se huele, es algo que sabe cualquiera. Por experiencia o por instinto. A Laura no le faltaba ninguna de las dos cosas, sin embargo carecía de suspicacia. Era demasiado joven. No tenía ni la más remota idea de dónde estaba a punto de meterse. Siempre es más fácil descubrir la trampa en el redil de un mártir muerto hace más de mil seiscientos años que ver la celada en el camino propio. El mundo de hoy vive de espaldas al peligro y sólo reacciona cuando ya es demasiado tarde, mientras que en el siglo IV las cosas en ese sentido estaban más claras. O conmigo o contra mí.

O sea -continuó ella con su informe particular-, que entre los obispos y el emperador consiguen hacerle al gallego una cama de cuatro por cuatro. Nada más llegar a Tréveris lo detienen y lo acusan de maleficium, práctica de rituales mágicos, uso de hierbas abortivas y dominio de la astrología y la cabalística, delitos todos ellos expresamente tipificados y condenados por las leyes romanas.

Total, que el hippy es decapitado junto a algunos de sus seguidores, convirtiéndose así en el primer hereje ajusticiado por la Iglesia católica a través del brazo de hierro del Estado. Un precedente temprano de la Santa Inquisición.

Laura sintió una ligera corriente de simpatía hacia un tipo que tenía enemigos tan peligrosos. También tuvo la impresión de haber colocado su ficha en la primera casilla de un tablero cuyas reglas del juego no conocía. Lo que Márquez no sopesó fue que, una vez empezada la partida, quizá no pudiera echarse atrás.

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