II

Febrero es un mes tranquilo en la redacción de un periódico local, aunque lo cierto es que el resto de los meses tampoco pasa nada especial. Ésta es una ciudad apacible, con su catedral, su casco histórico y sus placitas de piedra donde a media tarde, si no llueve, las madres sacan a sus niños a pasear y se sientan en los bancos a hablar de pañales y de papillas infantiles. Las campanas le dan un toque medieval que tiene su punto, pero para una aspirante a periodista que forjó su vocación leyendo El americano impasible digamos que Santiago de Compostela no era precisamente el corazón del mundo. El primer día que Laura Márquez empezó a trabajar como becaria en El Heraldo Gallego supo que no era la clase de destino con el que habría soñado Graham Greene. Llamó con los nudillos al despacho del director, asomó la cabeza y recibió la primera lección importante de periodismo.

– ¿Y ésta quién es? -preguntó el director dirigiéndose al tipo que tenía al lado con un fax en la mano y una corbata de color mostaza con la efigie de Bugs Bunny.

– La nueva -le contestó el de la corbata.

– Soy Laura Márquez -se presentó ella adelantándose unos pasos y alargando la mano, esforzándose por saludar con cortesía-. Acabo de incorporarme.

– Muy bien, Laura Márquez. Para empezar, ¿por qué no nos subes un par de cortados? -le soltó el jefe, y continuó hablando con el otro como si ella se hubiera vuelto invisible.

Fue una bienvenida en toda regla. De eso hacía exactamente cinco meses, tres semanas y un día. Y en todo ese tiempo la chica había llegado a la conclusión de que se puede sobrevivir titulando teletipos en la sección de cultura.

¿Cómo había llegado hasta allí? Bueno, ésa es una historia más larga. Hay que decir que arrastraba la leyenda negra de haber publicado una novelita. Nada, apenas ciento cincuenta páginas. Una historia sobre un marinero al que no conocía nadie. Pero eso en el entorno del periodismo es fatal. Todo el mundo lo sabe. Al escritor que es periodista se le supone una terrible lucha interna, como si trabajara con partes distintas del cerebro al escribir un cuento o un reportaje. Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Se le considera un agente doble. Nadie se fía de él, y lo más fácil es que acabe redactando la sección de cine y espectáculos de una ciudad perdida con campanas y soportales. Vale, no era la clase de vida que ella había imaginado en la facultad: Hemingway y Martha Gellhorn en la guerra civil española, Woodward y Bernstein, los héroes del Washington Post, Kapuscinski, Manu Leguineche y todos los demás. Con veinte años cualquiera cree en la inmortalidad. Luego viene la vida y sus rebajas. Y a fin de cuentas, ahí era adonde había ido a parar la juventud dorada del país: a la sección de cultura de los periódicos locales, que es como decir al limbo, un cajón de sastre donde se acaba destinando a los que nadie sabe muy bien adónde enviar. Jóvenes versátiles que lo mismo pueden cubrir una rueda de prensa que escribir un pregón de fiestas o la necrológica de una vieja gloria local si se tercia. Chicos listos, irónicos, con una ironía algo adolescente, tímidos, poco sociables, en ocasiones amorales y casi siempre solitarios. Tienen sus mitos dentro de la profesión como todo el mundo, conocen la máxima de Dylan Thomas según la cual un buen periodista debe procurar por encima de todo ser bien recibido en el depósito de cadáveres. Sienten debilidad por algunos poetas, como T. S. Eliot, al que pueden citar de corrido: «Agua caliente a las diez. Y si llueve, un coche cerrado a las cuatro.» Incluso llegan a escribir sus propios versos en los ratos libres, que por supuesto firman con seudónimo y a veces se quedan absortos mirando el remolino que forma la espuma en el fregadero sin pensar en nada, como solía pasarle cada vez con más frecuencia a Laura Márquez. Una generación sin mucho futuro. Aunque no sé por qué demonios hay que meter a su generación en esto. Cada cual ya tiene bastante con sus propios asuntos.

El director del periódico le pidió que les subiera un par de cortados, por esa parte iba. Lo suyo habría sido obedecer, pero la chica acababa de llegar a la ciudad y no sabía dónde se acostumbraba a pedir los cafés en la redacción. Así que se escabulló lo más discretamente que pudo, regresó a su mesa de trabajo y simuló una concentración intensísima en la pantalla del ordenador.

El tipo con la corbata del conejo de la suerte resultó llamarse Villamil. Era un gallego de Caldas de Reis, medio asilvestrado, no muy alto y flaco como un sarmiento. Acostumbraba a vestir con un peculiar desaliño indumentario que le daba cierto aire al teniente Colombo. Tenía gustos imposibles. Podía combinar un plato de pulpo a feira y un batido de vainilla con la misma soltura con la que era capaz de meter en la misma conversación a Rosa Luxemburgo y al obispo de Mondoñedo. A las pocas semanas Laura se dio cuenta de que su afición por las corbatas extravagantes iba en serio. Tan en serio como su sentido del humor, lo que le confería un vago atractivo. En la profesión era todo un referente. Debía de pasar de los cuarenta años que aparentaba porque presumía de haber empezado en el oficio cuando los periodistas todavía llevaban visera y manguitos. Ya saben, esa época fascinante de los talleres con olor al plomo de las linotipias y las botellas de leche al lado de la máquina. Probablemente exageraba. En la redacción se contaba que en el año 1973, en plena dictadura, había conseguido el cese del jefe superior de la Policía, lo que en aquella época, tal como debió de ser esa ciudad, tenía más mérito que lo de Woodward y Bernstein con el Watergate. El asunto por lo visto había empezado con un pastor alemán que mordió a un profesor de filosofía en la arboleda de Santa Susana y le causó una desgarradura importante a la altura de la pantorrilla. El propietario se limitó a llamar al animal por su nombre, sin atender al herido. El individuo que mostró tan alto comportamiento cívico resultó ser, ni más ni menos, que el jefe superior de la policía, un ultraderechista de tomo y lomo que la tenía tomada con los profesores de instituto interesados en enseñar a sus alumnos el imperativo categórico de Kant. La investigación iniciada por El Heraldo Gallego se leyó como un thriller trepidante. Hasta los lectores más reaccionarios devoraban la sección cada mañana con el desayuno, como A sangre fría de Truman Capote. Tiempos heroicos.

Villamil era un tipo de afectos espontáneos. Fue lo que debió de ocurrirle con Laura. Una muchacha callada, con el pelo corto y pinta de enclenque en un antro de tipos resabiados que pasaban de los cincuenta y estaban de vuelta de todo, le hizo despertar probablemente su instinto paternal. Aquel día, cuando salió del despacho del director, se acercó a su mesa.

– No hagas caso, Márquez -dijo guiñándole un ojo mientras señalaba con la barbilla el despacho del jefe-, normalmente no muerde. -Y a continuación le dio lo que podría interpretarse como una palmadita de bienvenida en el hombro. Fue el comienzo de una extraña amistad.

A ella le gustó lo de «Márquez». No es que renegase de su nombre propio, Laura es un nombre prestigioso. Pero en aquella redacción de periodismo precario, donde ya estaba resignada a hacer desde necrológicas hasta partes del tiempo, que alguien se dirigiera a ella por su apellido no estaba mal. No estaba nada mal.

Villamil la adoptó. Le enseñó a poner ladillos y a titular con menos de diez palabras. También intentó inculcarle algunas ideas de cómo debía trabajar. Ella lo escuchaba con mucha atención y después hacía lo que le daba la gana. Pero de todo lo que logró aprender de él en los primeros meses, lo más importante se lo dijo en voz baja a pesar de que en aquel momento estaban solos él y ella en la redacción. La chica se había quejado de lo aburrido que era el reportaje en el que estaba trabajando sobre los petroglifos en el arte rupestre. Entonces el veterano periodista se dirigió a ella como el maestro Po de la serie «Kung Fu».

– No olvides, pequeño saltamontes, que el hecho más irrelevante puede esconder dentro una piedra de toque -le dijo.

A ella le gustaban las frases lapidarias, y aquélla, por algún motivo, se le quedó grabada. Desde entonces se esforzó por no bajar la guardia ni ante los anuncios publicitarios.

Esa misma actitud expectante tenía aquel incierto domingo de febrero. Llovía. Desde la ventana de la redacción, la calle parecía ganada por el invierno. Ni un alma. Sólo piedra gris y cielo de plata. Se había estropeado la caldera de la calefacción, por eso llevaba puestos los guantes de lana y el cuello del jersey subido hasta la nariz como si acabara de regresar de una expedición ártica. Su aspecto en general tenía bastante de exploradora, con los tejanos descoloridos, los movimientos sigilosos y la mirada a menudo perdida en sus lejanías. Una cicatriz de dos centímetros le partía la ceja izquierda con una curiosa media luna. No era precisamente el tipo de mujer de curvas sinuosas que hace volver la cabeza a los hombres por la calle, pero observada a la distancia adecuada, ganaba bastante. Tenía un hoyuelo en la barbilla, los ojos castaños y unos pómulos altos que le daban cierto aire de guerrera samurái con la que mejor no encontrarse por el pasillo según qué días. Otra de sus características es que llevaba siempre puestos los auriculares del mp3 como medida disuasoria. Eso la libraba de no pocas conversaciones insustanciales. En la redacción tenía fama de bicho raro. Le llamaban la China, aunque no tenía antepasados orientales, que ella supiera. Bien mirado, su rostro tenía una claridad especial de piel limpia que acentuaba su aspecto aniñado. Nunca llevaba maquillaje, salvo un bálsamo de labios transparente con sabor a vainilla. Vestía de un modo bastante descuidado, con prendas deportivas: botines de básquet, vaqueros muy desgastados y una trenca azul marino con trabillas de húsar y capucha que casi siempre llevaba puesta, como si quisiera protegerse de algo u ocultar su identidad. Un especialista en psicología indumentaria habría sacado la conclusión de que a la chica no le gustaba llamar la atención. Pero a la pregunta de si le gustaba o no le gustaba pasar desapercibida, la respuesta que sin duda ella habría dado habría sido del tipo «y a ti qué demonios te importa», como solía contestar a quien metía demasiado las narices en sus asuntos.

Le había tocado trabajar en fin de semana y estaba tecleando en el ordenador con los guantes puestos confiando en llegar al cierre con un reportaje sobre las escuelas rurales en el que llevaba enfrascada varios días. Era increíble la cantidad de niños que estudiaban todavía en esas viejas escuelas unitarias. Más de dos mil quinientos sólo en Galicia. Un único maestro para niños de edades diferentes. Aulas de aldea rodeadas de brezos y caballos salvajes. Un paraíso, según se mire. Encendió la grabadora y volvió a escuchar por segunda vez la conversación con el maestro.

Tenía un dolor en el hombro. Se levantó de la mesa y se masajeó las cervicales. Odiaba los domingos. Siempre le habían parecido días desterrados del infinito. Seguía lloviendo, pero con menos intensidad. Una llovizna oblicua, como rayada a lápiz. Se preguntaba cómo podían los gallegos convivir con aquel tiempo. Le gustaba el paisaje, pero echaba de menos la luz mediterránea. Llueve para que yo sueñe, pensó recordando vagamente unos versos. Y, de repente, leyó aquel teletipo de la Agencia EFE. Fue como una revelación. Todo pareció adquirir sentido: la lucecita roja de la grabadora encendida como una señal de alarma, aquella sucesión de nubes avanzando por el cielo como el bosque de Birnam hacia Dunsinane, la fortaleza de Macbeth. Y en ese mismo momento supo que alrededor de aquella noticia iban a girar los próximos días de su vida. No lo supo con la razón, sino con otra parte de la inteligencia difícil de precisar. Sus ojos castaños pestañearon un par de veces con rapidez.

La noticia no era nada del otro mundo: la desaparición de un manuscrito del siglo IV cedido por el archivo diocesano a la biblioteca de la universidad, el Liber apologeticus. Los robos de mapas y códices antiguos estaban a la orden del día, y muchos anticuarios vivían del suculento mercado generado alrededor. Hacía apenas unos meses, la directora de la Biblioteca Nacional había tenido que dimitir de su cargo a raíz de la sustracción de una réplica del siglo XV de un mapa atribuido a Ptolomeo.

Lo que llamó la atención de Laura no fue el robo propiamente dicho, sino el comunicado oficial de monseñor Souto Gadea en el que alertaba a las autoridades de la imperiosa necesidad de que ese documento volviera a la mayor brevedad posible al archivo, de donde nunca debería haber salido. Como si se tratara de algo absolutamente inexcusable o encerrara una alusión velada a cierta clase innombrable de peligros. En caso contrario -afirmaba el escrito-, la Iglesia no dudaría en recurrir al AF para hacer valer sus derechos. Laura no tenía ni la más remota idea de qué diablos era el AF, pero sintió una especie de escalofrío, como si su cuerpo hubiera reaccionado por anticipado ante algo que su mente ignoraba por completo.

De su faceta de novelista había aprendido a fiarse de sus instintos, y había algo muy retorcido en aquella nota. Algo urgente, incuestionable, perentorio, que llamaba poderosamente su atención, aunque no habría sabido definir de qué se trataba exactamente. Una parte de ella pensó, tal vez con una pizca de acierto, que quien la hubiese escrito lo había hecho con aprensión. Volvió a leerla despacio. El tono áspero y vagamente acusatorio del comunicado sugería un conflicto larvado entre la universidad y el arzobispado que a Laura no le pasó desapercibido. La expresión «de donde nunca debería haber salido», decía algo más. Algo sobre el carácter del libro y quizá sobre el carácter de monseñor. Pero la referencia al AF parecía encerrar una amenaza en toda regla. Era una de esas frases que abría una ventana indiscreta al patio de atrás.

Laura sabía perfectamente que en pleno siglo XXI los poderes de la Iglesia estaban muy mermados. Ya no había hogueras ni excomuniones, pero tenía otros recursos para arrojar a sus enemigos a las tinieblas exteriores. Por su cabeza pasaron muy rápidamente imágenes documentales vistas en televisión, en un reciente «Informe Semanal» emitido en el aniversario de varios sacerdotes asesinados en América Latina: el padre Ellacuría y cinco jesuitas en El Salvador, otro misionero en Sao Paulo, dos más en Rio de Janeiro y Bahía…, todos ellos miembros destacados de la Teología de la Liberación, gente díscola con Roma. Estaba claro que en ninguna de esas muertes la Iglesia había apretado el gatillo directamente, para eso estaban los escuadrones de la muerte, pero cualquier periodista, por joven que fuera, sabía que la Santa Madre Iglesia había oficiado en el asunto. Eso sin contar otros muertos derivados de turbios asuntos financieros relacionados con las cuentas del Vaticano.

Laura repasó el teletipo una vez más, línea a línea, y anotó en su cuaderno las siglas AF. Tenía la sensación de que un tornado hubiera pasado por su cabeza, tomando la forma de un pensamiento fugaz que por un instante estuvo a punto de cuajar en una idea concreta, aunque finalmente no lo hizo. Sin embargo, algo que llevaba demasiado tiempo dormido en su interior se despertó. Lo hizo de un modo casi imperceptible pero crucial. Y, por extraño que pueda parecer, se sintió responsable de lo que a partir de ese momento pudiera ocurrir.

La piedra de toque.

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