VI

Laura Márquez estuvo un rato removiendo el café, absorta en sus dudas. Pasaba la cucharilla mecánicamente por el poso de la taza, se la llevaba a la boca untada de un resto de azúcar líquido, traslúcido, igual que el caramelo fundido, y la saboreaba con cierta glotonería infantil. Al fin miró alrededor, estremeciéndose como si el frío de la mañana acabara de penetrarle a través de la trenca que llevaba abrochada hasta arriba. Era temprano y todavía no había nadie a aquella hora. Le gustaba esa atmósfera interior de los bares a primera hora, con olor a café fuerte y a cruasanes recién horneados. Un lugar tranquilo donde poner en orden la agenda del día. Por la noche era otra cosa, barra de madera y niebla en los espejos. «Tierra de hadas», recordó que había escrito una vez Wilberth refiriéndose a uno de aquellos locales del Pacífico en caserones de finales de siglo, derruidos, abandonados, convertidos en pensiones de mala muerte con botes de colores en la bahía y huellas de pájaros en la arena. Qué lejos, todo. Chiringuitos que llevaban por nombre Donde el Negro Veliz, El Cinzano o The Looker On. Camareros filósofos, noches de pisco con coca-cola, allá en el otro mundo donde Wilberth Santos le había dicho muchas veces que volverían a encontrarse. Pero ¿quién iba a tomarlo en serio entonces? Una noche lo vio así asomado a la ventana, fumando, con el torso desnudo, eludiendo sus preguntas, mirando al vacío, y se asustó. Era huérfano, igual que ella. Bueno, a su padre en realidad nunca llegó a conocerlo. Pero la muerte de su madre no había sido precisamente accidental. Vivía obsesionado con eso. Los huérfanos suelen desarrollar una intensa vida interior, aunque Wilby no era de los que malgastan su tiempo dedicándose a echar de menos todo lo que han perdido. A veces se quedaba callado como si estuviera en otro mundo, pero pasaba pronto. ¿Quién iba a pensar entonces en algo como lo que ocurrió?

Laura intentaba alejar aquello de su mente para siempre pero los recuerdos estaban ahí, acechando tras la puerta cerrada para deslizarse por los resquicios en el momento menos pensado. Había creído que era posible, incluso fácil, aislarse de todo con los cascos del mp3, marcar las distancias, instalarse en una ciudad desconocida con su catedral y sus soportales, en un apartamento con estanterías de Ikea y un escudo con dos floretes cruzados colgado de la pared; quedarse tumbada boca arriba en la cama, con los ojos abiertos, y pensar que podía soportarlo muy bien sola, incluso aunque durase toda la vida, que era suficientemente fuerte para acostumbrarse a todo. A veces uno piensa que tiene el horror controlado, bien a raya y, en cuanto se descuida, aparece de nuevo, bajo la forma más insospechada. La barra de un bar que recuerda extrañamente a otro, un verso rescatado del olvido, una radio sonando en alguna parte, una muchacha muerta en extrañas circunstancias… Y todo vuelve a empezar de nuevo.

La reunión matinal del periódico se había adelantado a las nueve y media. En general Laura no solía acudir. Era su privilegio de novata. En contrapartida tenía que cargar con los asuntos que los demás dejaban de lado. Pero aquel día era distinto. Por eso cuando apareció en la reunión con cara de sueño y su mochila colgada al hombro, los cuatro redactores la miraron sorprendidos, incluido Villamil, que se hallaba en un rincón de la mesa pendiente del monitor de televisión.

En aquel momento el canal autonómico ofrecía en la pantalla una foto de carné de Patricia Pálmer con los ojos muy abiertos, como si la hubiera deslumbrado el flash, y el pelo recogido en una cola de caballo.

– Joder! -exclamó Villamil dando un bote en la silla-. Yo a esa cría la conozco.

Fue el pistoletazo de salida. A partir de aquel momento la presencia del crimen cayó sobre la redacción con un escalofrío febril de actividad. En las horas siguientes, a través de las noticias toda la ciudad se contagió de aquel sobrecogimiento de calles de piedra batidas por una lluvia fina que goteaba en los canalones de cinc y obligaba a salir con paraguas, impermeable y botas de goma. Como si la muerte formara parte indisoluble de aquella estación invernal, con su paisaje de cámaras de televisión tapadas con plásticos improvisados o bolsas de supermercado. Las riadas de periodistas de todos los medios se instalaron en la plaza del Obradoiro como una colonia de aves rapaces, con sus unidades móviles llegadas desde Madrid y sus furgonetas coronadas por antenas parabólicas y cables y micrófonos con los que asaltaban al primer incauto que osara acercarse a la catedral, dando pábulo a todo tipo de rumores. Unos mantenían que la muchacha había sido violada, otros, que la habían estrangulado. Se decía que la policía sospechaba del novio de la chica, que había un testigo… Castro se había quedado corto en sus previsiones. Una joven muerta en la catedral era un bocado demasiado suculento para la codicia de las grandes cadenas sensacionalistas.

Villamil conocía bien el paño, tenía sus propias fuentes y le gustaba cazar solo. Por supuesto el asunto le fue adjudicado, y durante una semana quedó liberado de cualquier otra labor en El Heraldo. El resto de la redacción se repartió las ruedas de prensa municipales, la comisión de cuentas del Parlamento, el escándalo de la adjudicación de plazas en una oposición a funcionarios de la Consellería de Sanidad y el resto de la agenda. Así que Laura no tuvo el menor problema para ocuparse de su Liber apologeticus. Nadie le prestó mucha atención.

– Al menos es mejor que los petroglifos -le dijo Villamil con cierta sorna. Le había decepcionado que Márquez no hubiera mostrado más interés por lo que a todas luces era la noticia del día.

No es que a ella el asunto de la chica muerta no le despertase interés periodístico o morboso, como a los demás; lo único que ocurría era que su pensamiento ya había tomado una determinada dirección y no le apetecía variar el rumbo. Una chica de piñón fijo. Su particular concepción del azar incluía respetar el orden natural de las cosas, y si el manuscrito de un hereje gallego se había cruzado en su camino, por algo sería. Además, le gustaban los enigmas que le obligaban a pensar en cosas sobre las que nunca había pensado antes.

Metió en la mochila su bloc de notas, una grabadora Sony y un pendrive. Se subió la capucha de la trenca y, con el sigilo de un fraile benedictino, se dirigió directamente a la biblioteca de la universidad. La movía una nostalgia extraña de tierras sin ley.

Lo más probable era que el manuscrito desaparecido nunca hubiera estado a disposición del público general. Los fondos especiales se hallaban en el piso de abajo, en una dependencia contigua al laboratorio en el que se realizaban los trabajos de encuadernación y restauración de los códices, un cuarto cerrado con poca luz para no dañar los pergaminos al que sólo tenían acceso los especialistas acreditados. Sin embargo, confiaba en que hubiera versiones digitales de algunas de sus páginas en los estudios monográficos realizados por otros autores. Fue a esa información a la que Laura intentó acceder desde uno de los ordenadores de la biblioteca.

La sala era amplia, rodeada por dos pisos de estanterías con vitrina y unas veinte hileras de sólidas mesas de castaño con sillas tapizadas de color verde musgo. Había poco más de una docena de usuarios a aquella hora, la mayoría estudiantes con sus apuntes y su lata de coca-cola encima de la mesa; también había una mujer de mediana edad con suéter gris y aspecto de monja teresiana, un erudito de pelo blanco algo estrafalario que consultaba vehementemente sus reseñas bibliográficas, y un individuo alto de cuarenta y tantos con pinta de profesor que Laura no dudó en calificar como un tipo bastante sexy. Gafas con montura dorada, camisa azul celeste, chaqueta de ante y barba corta de perilla. Estaba en una de las mesas laterales donde se hallaban los monitores de consulta, a menos de metro y medio de donde ella se encontraba. Visto de perfil, tenía un aire a Indiana Jones que a Laura no le desagradaba en absoluto.

Después de demorarse unos segundos en la contemplación del paisaje, decidió centrarse en la pantalla. La imagen que ahora tenía delante correspondía a una de las páginas centrales del Liber apologeticus, el tono del soporte recordaba el color de la piel de una pandereta. «Vitela de agnus nonato», explicaba una nota a pie de página. El texto en latín estaba distribuido en dos anchas columnas de treinta y dos líneas cada una y comenzaba con una profesión de fe: «Peregrinus ego sum…» Los márgenes eran amplios y se distinguían claramente las letras de inicio de párrafo por el color dorado en contraste con el resto del texto escrito con tinta negra. En algunos tramos había palabras desvaídas de color humo, apenas comprensibles, que, probablemente debido al deterioro, la luz infrarroja no había logrado digitalizar.

Por lo que pudo averiguar, no se trataba del ejemplar original del siglo IV, sino de una copia renacentista, impresa en Alcalá en 1670. Llevaba el sello del impresor, Miguel de Eguía, en la página del título con una serpiente enroscada que se mordía su propia cola. Contaba con dos apéndices que aportaban algunos textos eclesiásticos donde se rebatía su doctrina, entre ellos el de su enemigo acérrimo, el obispo Itacio de Ossonoba, y otro en el que se incluía una transcripción de las actas del Concilio de Burdeos (Burdigalia), donde fue acusado de herejía. En total, setenta y siete páginas incluida la cubierta y las ilustraciones. Sin embargo, la copia complutense no incluía el opúsculo que, según sus datos, debía de figurar en la versión original. A Laura le sorprendió que el libro hubiera podido imprimirse en pleno auge de la Inquisición, especialmente cuando todas las obras del autor formaban parte del índice de títulos prohibidos desde hacía más de un siglo. Un privilegio que, al parecer, Prisciliano había compartido con Descartes, Galileo, Pascal, Voltaire y otros pensadores insignes.

Al fondo de la sala se oyó un sonido gripado, como si el motor de los montacargas que servían para trasladar los pedidos del sótano a la primera planta no acabara de arrancar. Laura apenas prestó atención, estaba absolutamente encandilada con la lectura del texto en castellano que aparecía en la introducción.


Quiero desatar y quiero ser desatado. / Quiero salvar y quiero ser salvado. / Quiero ser engendrado… / Soy lámpara para ti, que me ves. / Soy puerta para ti, que llamas a ella. / Tú ves lo que hago. No lo menciones. / La palabra engañó a todos, pero yo no fui completamente engañado.


Parecía una especie de himno o cántico de fuerte inspiración gnóstica, dedicado quizá a Jesucristo, a juzgar por los párrafos que venían a continuación.

El autor del texto decía haber constituido en Burdeos una comunidad de pensadores que se dedicaban entre otras muchas labores a la recolección de piedras abraxas en las antiguas cuevas prehistóricas de Aquitania, y utilizaban una concha de vieira como símbolo de hermandad. Vestían de blanco y oraban a la luz de la luna para incrementar la luminaria del fuego, tal como hacían los antiguos celtas, que adoraban el plenilunio. Tenían una visión panteísta de la naturaleza y en ello se consideraban descendientes directos de los druidas. «Dios asienta su trono sobre los bosques y sobre las lluvias, alimenta su espíritu de las aguas calmas o tempestuosas; del corazón del roble, del silencio de la nieve y del arco iris…» Esos salmos le trajeron a Laura recuerdos infantiles muy lejanos. Tendría seis o siete años y estaba sentada en un trineo con una boina de cuadros escoceses durante una excursión a los Alpes con su abuelo. Se acordaba de la boina porque le daba mucha vergüenza ponérsela debido a la borla de color rojo chillón; temía que se rieran de ella en el patio del colegio. Se obligaba a llevarla como un reto, igual que aguantar la respiración bajo el agua. Al final se había dado cuenta de que era una de esas prendas con poderes especiales como la capa de Superman: le daba valor para ser diferente. Recordaba un bosque de abetos y delante una llanura resplandeciente, blanca e inmensa como nunca antes había visto ninguna. Jamás había sentido tanto frío. Dentro de los mitones de lana le crujían los dedos. La sensación era parecida a tener una mano enterrada en el hielo durante mucho rato. El color azul del cielo tenía un matiz metálico. De las matas colgaban hilos de escarcha que captaban la luz y la descomponían en extraños arco iris. La claridad le hacía lagrimear. Estaba deslumbrada, pero también sobrecogida ante aquella extensión inmensa, pura y vacía. Probablemente entonces no había alcanzado a entender aquella sensación, pero ahora no le cabía ninguna duda. Se trataba de pánico. Simple y verdadero pánico. En algún libro había leído que los griegos temían al dios Pan, que se manifestaba en plena naturaleza. Pánico y panteísmo tenían a fin de cuentas la misma raíz. «El cosmos y la naturaleza tienen sus leyes inmutables y necesarias dentro de un orden de Dios. Si el hombre quiere actuar en contra de este orden, no es un Dios ofendido y furioso quien le castigará, sino el mismo orden de la naturaleza.» Aquella vinculación de Dios con la naturaleza le resultó realmente curiosa. Laura siempre había relacionado la conciencia sobre el medio ambiente con organizaciones ecologistas surgidas a partir de los años setenta como Greenpeace, pero nunca había contemplado la posibilidad de que la defensa de la «madre tierra» pudiera formar parte de un testimonio cristiano tan antiguo. «Dios asienta su trono sobre los bosques…»

«Vaya -pensó-, nunca se sabe… Realmente nunca se sabe.» Recogió sus cosas. Apagó el monitor y se dirigió al mostrador del registro con la intención de comprobar quién o quiénes habían consultado el manuscrito en las semanas anteriores a su desaparición.

El mostrador de registro se hallaba en un extremo del pasillo, frente a los ascensores. La secretaria era una mujer de mediana edad con unas uñas artificiales de porcelana.

– Hola, me llamo Laura Márquez. Estoy trabajando en una tesis de historia medieval -mintió-, y me vendría bien consultar los fondos protegidos. ¿Podría informarme de los requisitos necesarios para acceder a la planta baja?

– Lo primero es un informe de tu director de tesis, después tienes que rellenar el formulario que figura en la página web y cursar una solicitud al director del archivo.

– ¿No podría proporcionarme usted una fotocopia del impreso? -preguntó con la esperanza de hacerla abandonar su puesto durante unos minutos, los suficientes, esperaba, para que le diese tiempo a consultar el registro.

La secretaria la miró de arriba abajo con ojos escrutadores, pero finalmente accedió a su petición. Mientras se dirigía de mala gana a las oficinas de administración, Laura miró hacia uno y otro lado del pasillo. Le faltaba el aire como si hubiera estado corriendo, pero estaba demasiado emocionada para darse cuenta. El taconeo de la funcionaría marcaba su tiempo como la banda sonora de una película de suspense. No podía permitirse perder un solo compás. Se inclinó sobre el teclado del ordenador con el corazón latiéndole en el pecho como una ranita enjaulada y pulsó el código de Liber apologeticus, C 407 PR. La lista parecía larga. Tuvo que cliquear varias veces, temiendo que no le diera tiempo de llegar al final. Oyó en la estancia contigua el lento chirrido de una manilla al girar y luego el clic de la puerta. El tiempo se detuvo un instante. Alguien parecía estar manteniendo una charla sobre la reparación del tóner en la sala de fotocopias. Hizo clic de nuevo y por fin aparecieron los datos relativos al último mes. Fue entonces cuando sintió el estallido de un relámpago en el centro mismo del cerebro, como si de pronto se hubiera iluminado una ciudad entera dentro de su pensamiento.

– ¡Hostia! -exclamó casi en voz alta antes de apuntar a toda velocidad los datos y salir de allí corriendo tan de prisa que casi se estampa de narices contra el tipo con pinta de Indiana Jones, que se hallaba en ese momento en la puerta de los ascensores.

– ¿Se encuentra bien, señorita?

– Sí -balbuceó sin detenerse. Pero todo le daba vueltas. La sorpresa le había producido una sensación de vértigo, parecida a cuando un barco da un bandazo.

Afuera el cielo estaba gris y bajo, lo que acentuaba su sensación de hallarse en el interior de un naufragio. No sabía qué hacer. Desde la marquesina de un café hizo una llamada al móvil de Villamil.

– El número marcado no se encuentra disponible. Si quiere dejar un mensaje…

La sensación de inestabilidad iba a más, como si al alargar la mano en busca de un asidero no lo encontrara donde se suponía que debía estar. De modo que tomó aire y procuró tranquilizarse recordando la máxima del capitán del Nan-Shan en Tifón: lo fundamental es poner proa al viento y no perder la cabeza, se dijo. Si a un personaje de Conrad le había servido para dominar un barco con doscientos culis chinos a bordo, a ella también le debería funcionar para controlar sus emociones. Entró en el café y se sentó en una esquina, tratando de poner orden en sus ideas. Al otro lado de la cristalera unos estudiantes charlaban animadamente. Miró el reloj: las 13.05. Volvió a llamar a Villamil sin éxito. Dejó un mensaje en su buzón de voz.

Al fin, pasados diez minutos, sonó su móvil.

– Aleluya, ¿dónde te habías metido? -le espetó, desabrida, por todo saludo.

– En una sauna balinesa, si te parece -respondió Villamil-. ¿No ves los telediarios o qué, Márquez? Estoy hasta arriba con el asunto de la muerta.

– Pues de eso quería hablarte.

– ¿Qué pasa?

– Adivina quién fue la última persona que solicitó consultar el Liber apologeticus… -Laura prolongó el silencio todo lo que pudo-. ¡Patricia Pálmer! -exclamó al cabo de unos segundos tratando de controlar la adrenalina-. Tengo el número de su carné de biblioteca: B-5326/Y.

– ¡No puede ser! -respondió Villamil, incrédulo-. ¿Estás segura? ¿Cuándo?

– Yo tampoco me lo podía creer. Fue el 25 de febrero a las 17.35. El mismo día en que murió.

– La hostia puta, niña. ¿Hay alguien más que sepa esto?

– Nadie. Bueno, eso creo.

– Vale. Tardo menos de media hora en llegar al periódico. Espérame allí. Y no hables con nadie. ¿De acuerdo?

– Bien.

Laura se quedó un rato con el móvil en la mano después de cortar. Al otro lado de la calle había una pequeña iglesia románica con el portón verde. Sobre la clave de la triple arquivolta destacaba una escultura sedente de la Virgen en avanzado estado de gestación. Había pasado cientos de veces por delante, pero nunca hasta ahora se había fijado en ese detalle.

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