VII

El instituto anatómico forense era un edificio nuevo y anodino que se hallaba detrás de la Facultad de Medicina, a diez minutos de la comisaría, y allí se encontraban también algunas de las dependencias de la policía científica. En un cuartito del segundo piso, al lado del laboratorio, estaba el locutorio de sonido, en el mismo pasillo que los despachos, una habitación pequeña e insonorizada como los estudios de una emisora de radio. De un gancho colgaban los cascos de audición y una bolsa amarilla de supermercado llena de cables. Castro se colocó los auriculares.

– Rebobina otra vez -dijo el forense. Estaba de pie, al lado de la mesa de grabación, con los zuecos blancos que usaba siempre en el laboratorio.

Una agente rubia y atractiva con los labios delicadamente pintados de un tono rosa transparente subió el mando del ecualizador y pulsó la tecla roja. El forense había encendido un cigarrillo, su expresión era grave, pero mantenía la mirada serena tras el humo.

Lo primero que se oyó fue una voz de mujer joven, una estudiante sin duda: «Patri, soy Elena. Que no he ido hoy a clase de Fidelius. Ya te contaré… Pero necesito que me pases los apuntes. Si puedes, tráemelos al Moore's esta noche, ¿vale? Un beso.» A continuación vino una voz de hombre, grave, con un marcado acento gallego, que preguntaba si había recibido ya la transferencia para el piso.

– Ése es su padre -dijo Castro reconociendo la voz.

El siguiente mensaje también procedía de una voz masculina, pero más joven e irónica: «¿Dónde te has metido? ¿Vas a volar el planeta o qué? Llámame, tengo buenas noticias.» No se despedía, ni decía quién era, como si no hiciese falta. Alguien de confianza, sin duda.

– Atento ahora -dijo Arias mientras le hacía un gesto a la agente para que subiera el volumen.

Al principio se oyó un sonido que podía ser el chasquido de una lengua, y luego una voz rara, difícil de identificar en cuanto a edad o sexo, ya que forzaba artificialmente los agudos, como suele hacer todo el mundo de un modo inconsciente cuando está asustado o implora algo: «No vayas, no sabemos de qué va ese tío. Por favor, déjame hablar contigo.» Castro se apartó un poco el auricular del oído y entonces le pareció que la persona que había dejado el mensaje respiraba de un modo entrecortado, como si estuviera corriendo o haciendo algún esfuerzo físico que le debilitaba la voz, o quizá estuviera llorando: las lágrimas también consumen gran cantidad de energía y modifican el tono haciéndolo más estridente e infantil. Durante unos segundos la comunicación entró en una zona de interferencias o baja cobertura en la que resultaba imposible comprender nada. Se trataba de palabras fragmentadas, inconexas: «…-amos…, -ave», aunque también podía ser «sabe», o tal vez «cabe». Al final la conexión volvió a restablecerse: «Por favor, Patri, por favor, por favor, por favor…», continuaba la voz implorante como una letanía cada vez más débil, hasta quedar completamente oculta por un claxon de tráfico tan estridente que a Castro le sonó como un trallazo en el oído.

– Hemos limpiado el fondo para identificar desde dónde se hizo la llamada -explicó Arias-. Y debió de ser desde una de las rondas de circunvalación. Hay sonidos de camiones y vehículos pesados.

– Los de la científica ya están rastreando las llamadas a través del estudio de los repetidores BTS. Dentro de unas horas la tendremos localizada casi al milímetro.

El comisario consultó el gráfico donde figuraba el horario de llamadas, con el número registrado y la compañía. La primera llamada relacionada con los apuntes se había realizado el 25 de febrero a las 13.05 desde un móvil de la compañía Amena. Castro subrayó el número. La segunda se produjo una hora después y correspondía a un teléfono fijo de Caldas de Reis, que, tal como el comisario había supuesto, correspondía al número del domicilio familiar. El tercer mensaje, el de las buenas noticias sin firma, tuvo lugar a las 16.28 desde un móvil Movistar. Castro también lo subrayó. Y el último número era el 628 828 532 de la compañía Amena, la llamada había tenido lugar apenas tres horas antes del momento probable de la muerte según el informe de Arias. O sea, a las 18.30. Castro rodeó el número con un círculo rojo.

– Al parecer, la chica mantuvo el móvil apagado o fuera de cobertura al menos desde el mediodía. -El comisario se pasó la mano por el mentón, tratando de deducir en la serie de llamadas alguna señal que arrojara luz sobre el día fatídico.

No había muchas cosas en claro, pero sí unos cuantos cabos por dónde empezar a tirar.

– Será mejor que vayamos a mi despacho -sugirió Arias después de darle las gracias a la agente-. ¿Seguro que no quieres ver por última vez el cadáver? -propuso al pasar por delante de la cámara frigorífica-. Enseguida pasarán a recogerlo para devolverlo a la familia.

– No hace falta -dijo Castro-. Pero me gustaría echarles un vistazo a sus objetos personales.

– De acuerdo.

Era una sala muy aséptica con un zócalo de azulejos sanitarios. Suelo enlosado. Dos mesas de acero inoxidable. Cajones clasificadores de varios tamaños. Un lavabo y una mesa de disección en perfecto estado de revista iluminada por un foco fluorescente como el de los quirófanos y varios estantes con tarros de cristal etiquetados. La camiseta con la cara del Che, la falda y los leggings de rayas que Patricia Pálmer llevaba puestos cuando la mataron estaban cuidadosamente doblados sobre una de las mesas metálicas de la Unidad de Inspección Ocular. La cazadora de cuero se hallaba extendida a un lado, junto al sujetador, unas braguitas tipo tanga en las que todavía se distinguía la etiqueta de H &M y los botines Converse.

Los agentes de la científica eran en su mayoría mujeres. A Castro le gustaba trabajar con ellas, eran meticulosas hasta el extremo, profesionales, y tenían un instinto que las llevaba a reparar en detalles que normalmente a los hombres les pasaban inadvertidos.

Julia Barrios era de las más eficientes. Castro le sonrió mientras ella se acercaba con una bandeja metálica. En ella había varias bolsitas de plástico cerradas herméticamente. Una contenía una pinza del pelo con forma de mariposa y algunos cabellos sueltos como hilos largos de cobre. Tenía una pequeña etiqueta identificativa escrita con rotulador que decía «cabellos víctima». Otra contenía un solo pelo negro, duro y muy corto, que al parecer no respondía a ningún ADN humano. En la tercera bolsa había dos llaves unidas por una arandela de metal. La llave más grande parecía de un armario o de una vitrina antigua con la cabeza formando un dibujo de tréboles entrelazados. La pequeña podría haber sido de un trastero o un garaje. Y todavía había otra bolsa, con una correa de cuero y un pequeño colgante de porcelana blanco y azul, de la fábrica Sargadelos. Era una figura rara, una especie de búho con cresta de gallo y cuerpo de gladiador con una serpiente enroscada en el brazo.

– Es un amuleto -aclaró la agente Barrios-. Para el mal de ojo y cosas así, ya sabe que aquí…

– Sí, ya sé… -convino Castro.

– Aunque ahora la gente joven lo lleva más bien por adorno -especificó la agente. Luego se llevó la bandeja a un estante y regresó con otra bolsa hermética de un tamaño mayor que las anteriores. Contenía únicamente un teléfono móvil, modelo Samsung X510-. Éste es el hallazgo del día -dijo-. Ya ha escuchado la grabación.

– Sí -asintió Castro-. Vamos a necesitar una copia de las llaves y de momento nos quedamos el teléfono. El resto de los objetos personales puede devolverlos a la familia cuando vengan a recoger el cuerpo.

La agente Barrios le entregó un dossier con la transcripción de las llamadas.

– Buen trabajo -dijo Castro a modo de despedida.

– No lo hemos encontrado nosotros -contestó ella refiriéndose al teléfono móvil.

– Estaba en una nave lateral -intervino el forense, que hasta ese momento había permanecido en silencio-, junto a la pila de agua bendita, a bastante distancia de donde apareció el cuerpo. Acaba de traerlo una mujer que vino de parte del padre Barcia. Es una señora mayor y está bastante nerviosa -añadió con voz queda mientras abría la puerta para salir al pasillo. Había un vago olor a productos químicos que recordaba la atmósfera de un quirófano-. He pensado que sería mejor que la entrevistases aquí, en mi despacho, en lugar de en la comisaría, ya sabes cómo es la gente…

El forense tenía razón. La mujer estaba sentada en los asientos del pasillo, una de esas sillas de plástico de color anaranjado, atornilladas a la pared, como las de las salas de espera de los hospitales. Sostenía en el regazo un bolso negro con las manos anudadas como raíces. Castro siempre había sentido cierta lástima por esas mujeres enlutadas de aspecto insalubre que se pasan la vida en la iglesia, rezando el rosario o rogando por sus difuntos, siempre de negro, enlazando una desgracia con otra, cada vez más encorvadas, con los nudillos artríticos. La vio allí empequeñecida y asustada y le pareció conocerla de toda la vida. Estaba habituado a tratar con las mujeres de los pueblos cuando iban a renovar el carné de identidad o a sacar un certificado para un hijo, los zapatos de punta roma, con los tacones muy desgastados, las rodillas juntas, el rostro bajo con esa actitud concentrada de las personas que están habituadas a rezar y a esperar, y que sienten un respeto reverencial hacia cualquier clase de autoridad. Cada vez que se abría la puerta acristalada de la calle, la mujer giraba la cabeza y veía aparecer siluetas de funcionarios que entraban cerrando el paraguas y maldiciendo el tiempo, pero ninguno era policía. Cuando vio aparecer al comisario acompañado por el forense, lo reconoció por la televisión. Le sorprendió que fuera vestido de paisano, pero se levantó y se dirigió hacia él sin dejar de apretar el bolso, obstinada y nerviosa.

– Pase conmigo -le dijo Castro con la mayor amabilidad de que fue capaz, cediéndole el paso en la puerta hacia el interior del despacho de Arias.

– Verá -empezó diciendo la mujer cuando el forense los dejó a solas-, el viernes yo estaba en la catedral y vi a esa chiquilla como lo estoy viendo a usted ahora mismo. Dios mío, cuando ayer reconocí su cara en los telediarios casi me da un vuelco el corazón. -La mujer se santiguó. Parecía estar realmente afectada por lo sucedido-. Siempre suelo ir al oficio de las cinco, pero el viernes no me dio tiempo, porque tuve que ir a la estación de autobuses a recoger un paquete que me envió mi hermana por el Castromil.

– Pensé que ya no existía esa empresa -la interrumpió el comisario, que sabía que la mítica línea de transporte había pasado a mejor vida.

– Bueno, toda la vida se le ha llamado Castromil… -replicó la mujer-. No entiendo por qué hay que andar siempre cambiándoles el nombre a las cosas… Pero, a lo que iba, el caso es que por recoger el dichoso paquete tuve que ir a la misa de siete y llegué por los pelos. Apenas había nadie, cuatro o cinco personas, tal como está este tiempo… Antes ya podían caer chuzos que la gente cumplía con el precepto, pero ahora… el tiempo trae y lleva las cosas, todo el mundo está muy ocupado, qué le voy a contar. Sólo quedamos los viejos. La mujer levantó los ojos hacia el comisario, que permanecía de pie, apoyado en el borde de la mesa. No lo miraba para buscar su aquiescencia, sino como si quisiera cerciorarse del efecto que le causaban sus palabras-. Por eso me fijé en la chiquilla -continuó diciendo-. Ya le digo, no es frecuente ver a personas tan jóvenes en la iglesia. Iba vestida como van los chicos ahora, que parecen mendigos. Pero se la veía respetuosa, no como esos turistas que a veces entran en la catedral como elefantes en una cacharrería. No hizo la genuflexión, pero bajó la cabeza al cruzar por delante del altar. Parecía como si estuviera buscando a alguien, andaba mirando a un lado y a otro. Pasó varias veces junto a los confesionarios. Se ve que no estaba familiarizada con los horarios de la catedral porque, a partir de las siete, salvo excepciones, no se imparte el sacramento. Ya le digo yo que andaba un poco despistada. Si hubiera preguntado… -La mujer se detuvo como si de pronto se hubiera dado cuenta de que no procedía el comentario. Cuando se decidió a proseguir, en su voz había una especie de zozobra contenida-. Y fue ahí, junto a los confesionarios, donde se le debió de caer el teléfono, muy cerca de la pila de agua bendita. -Castro escuchaba en silencio, sin mover un solo músculo del rostro, con las pupilas muy concentradas. La mujer interpretó que en el fondo de su expectación había un punto de recelo-. Guardé el aparato en el bolso con la intención de entregárselo al padre Barcia. Yo ni siquiera sé cómo funcionan esos chismes -se excusó, como si temiera que el inspector pudiera pensar mal de ella-. Pero era ya tarde, y el padre suele retirarse pronto, así que creí que sería mejor devolverlo otro día. -La mujer se detuvo de nuevo. Iba sopesando sus palabras, como si dudase-. ¿Quién iba a pensar que ocurriría una cosa así?, pobre chiquilla. Ni siquiera a la mañana siguiente, cuando acordonaron la capilla, imaginé que pudiera tratarse de un crimen. Pensar que podría haberme cruzado con el asesino -la mujer se santiguó con aprensión-. ¡Virgen santísima! ¡Y todavía anda por ahí…!

– No se preocupe, señora -la tranquilizó Castro sobreactuando un poco-, cogeremos a ese tipo.

La incredulidad de la mujer no tenía que ver con el asesino, fuera quien fuese, ni con Patricia Pálmer ni con los detalles escabrosos de su muerte, sino con la evidencia de que un crimen de esas características hubiese ocurrido en plena catedral, y en una ciudad como Santiago, bendecida por el apóstol, donde nunca pasaba nada. Eso situaba el crimen en el mismo plano de la realidad en que todos vivían, y no en la televisión, en la sombra de una película de cine negro, ni en uno de esos reportajes de sucesos que se ven a veces, sino en las mismas calles de piedra por las que todos caminaban a diario: rúa de Válgame Dios, el Franco, el callejón de las Trompas, las Algalias, el Preguntoiro, Tránsito de los Gramáticos, Sal si Puedes…, calles siempre llenas de estudiantes vinculados desde entonces a aquel misterio, a la crueldad abstracta que había aniquilado a Patricia Pálmer. Muchos la conocían, otros le habían dado clase o habían sido sus compañeros, o habían tomado café con ella. Así, el tejido del crimen abarcaba las aulas de la universidad, los bares: El Gato Negro, O Galo, el Tumba a Dios, donde servían unas tapas de patatas bravas y tigres rabiosos que cortaban el aliento; el palacio de Fonseca, los comercios de ropa, las tiendas de ultramarinos, donde no se hablaba de otra cosa. Lo mismo ocurría en Caldas de Reis, el lugar donde había nacido la chica. Esa clase de sobrecogimiento que reina en los lugares golpeados por un aldabonazo brutal: puertas con crespones negros, lluvia en los tejados, campanadas de funeral en la torre de la iglesia cuya resonancia lenta se va extendiendo como una sombra por toda la explanada del cementerio con sus cruces de piedra, mujeres de luto, paraguas abiertos, coronas de flores, coches mal aparcados en el arcén todo a lo largo de la carretera principal. Un día de entierro en un pueblo pequeño conmocionado por la muerte violenta de una chica muy joven, conocida por todos. Una de los suyos. Las palabras del párroco, recordándola, miles de rostros callados y cabizbajos que hacían sus propias cábalas en el camino seguido por el cortejo fúnebre. Gestos de recelo ante cualquier desconocido en la confusión de coches, paraguas y cámaras de televisión. Miradas furtivas, palabras pronunciadas en voz muy baja junto al nicho cubierto por un tejadillo bajo en el que figuraba el nombre de la familia, casas cerradas a cal y canto. Amigos, sospechosos, policías, cada uno en su lugar, pero todos cobijados bajo la misma intemperie invernal. La cercanía de una desgracia alienta un curioso sentimiento de pertenencia que no tiene que ver con la compasión, sino más bien con un sórdido afán de notoriedad. Cualquiera se sentía inmiscuido y presumía de tener información confidencial, o de conocer a la familia, o de saber de buena tinta. Así se extendían los rumores. Eso Castro lo sabía de sobra.

Pero había también otra parte, una parte que le atañía directamente porque estaba relacionada con la investigación, con el análisis de las huellas, con las tres bolsas de plástico herméticamente cerradas. Era verdad que los avances científicos habían facilitado considerablemente el trabajo policial en los últimos años, pero Castro opinaba que el mundo no había cambiado tanto, y sabía por experiencia que la mayor parte de los casos seguía resolviéndose, no por la vía de la investigación, sino por la delación. Pensaba en Roberto Caamaño, el novio de la chica, del que no se sabía nada. Lo del método analítico o deductivo para descubrir al criminal era cosa de escritores, Conan Doyle, Agatha Christie y todos los que vinieron después. De eso precisamente hablaba con Arias al abandonar el edificio de los laboratorios.

– Las novelas son las novelas y la vida es la vida. Además, Sherlock Holmes no es un policía, es un adivino, un descifrador de secretos. Jamás se ha capturado a un solo criminal utilizando sus métodos. Ningún policía ha recurrido nunca a ellos.

– Así os va -le respondió Arias. El forense era un holmesiano convencido. Bajaban por la travesía de Fonseca hacia la comisaría, alentados por la niebla de aquel invierno que tenía algo de londinense por la chica muerta y el asesino fantasma que había actuado impunemente sin dejar señales materiales ni huellas que pudieran ser rastreadas-. No me has dicho qué opinas de la cinta.

– ¿Qué voy a opinar? Está claro que hay que investigar el ámbito más próximo de Patricia Pálmer. Una persona al menos, si no dos, sabía el riesgo que corría. -Castro pensaba sin duda en la última llamada realizada inteligible sólo a tramos, la voz implorante, alterada, como coaccionada por una amenaza inminente: «Por favor, Patri, por favor, por favor, por favor…»-. ¿En qué demonios andaría metida esa niña?

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