V

Castro tenía aspecto de haber dormido poco. Iba vestido con una camisa gris sin corbata y americana de mezclilla. Miró el reloj de reojo. Eran las nueve y diez y las cosas no iban al ritmo que le habría gustado. Se echó hacia atrás en la silla y dirigió la mirada a los dos policías que tenía sentados frente a él en su despacho. Ambos iban vestidos con el uniforme de faena, jersey azul marino y pantalón de lona metido por dentro de las botas. Romaní y Zárate. El primero, flaco, de gafas, con dientes de conejo y algunas canas en las sienes; el otro, más joven, veintitrés o veinticuatro años, leonés, de La Bañeza, con el pelo rubio rapado casi al cero como un soldado y complexión musculosa que le daba cierto aire al personaje de Russell Crowe en L. A. Confidential. De hecho, ése era su mote entre los compañeros, Raselcrau, aunque maldita la gracia que le hacía que le llamaran así.

– ¿Y bien? -preguntó el comisario.

Fue el subinspector Romaní quien depositó encima de la mesa un dossier mecanografiado en cuya cabecera se podía leer en letras mayúsculas el nombre de PATRICIA PÁLMER BARREIRO.

Castro hojeó el informe mecanografiado que contenía más de diez folios DIN A-4 y algunas fotografías. Se fijó especialmente en una de tamaño carné en la que la chica aparecía con el pelo recogido en una coleta y el gesto serio y concentrado. Su mente tardó unos segundos en asociarla con la muerta que había visto en la catedral, el rostro lívido a la luz de las linternas, la postura forzada, con la cabeza como descoyuntada con respecto al cuerpo. Nunca le habían impresionado los cadáveres. Estaba habituado. Para él eran simples piezas de un puzle que había que resolver. Sin embargo, cada detalle nuevo que iba conociendo de la víctima le hacía perder distancia. La visión del cuerpo sin vida de la chica no le había supuesto ningún problema, pero la contemplación de aquellas fotos le obligó a tragar saliva. Había una de 15 x 10 en la que estaba sentada en la escalera de la plaza de la Quintana tocando la guitarra, rodeada de un grupo de amigos de su misma edad. Llevaba la melena pelirroja suelta sobre los hombros y un fular de color violeta. Se la veía sonriente y relajada. No parecía la misma. Guapa -pensó Castro para sí-, pero de una belleza rara, como de medallón antiguo. Había también otras fotos familiares: una junto al árbol de Navidad con un gorro de Papá Noel, otra en la que iba disfrazada del rey Melchor y repartía caramelos a los críos en una cabalgata de Reyes, otra jugando con un perro labrador…

– ¡Vaya putada! -la exclamación le salió a Castro de dentro. No le dolía la muerte, le dolía la vida que tarde o temprano acababa emergiendo tras la investigación de un asesinato. Volvió a guardar cuidadosamente las copias en la carpeta-. Ya lo estudiaré después con calma -dijo-. Ahora me gustaría que me hicieseis un resumen de vuestras conclusiones -el comisario miraba directamente al poli flaco.

– Jefe, permítame que le diga que es un informe pormenorizado pero generalista -respondió Romaní-. Usted dijo que quería saberlo todo sobre la muchacha, pero no especificó nada en particular. Así que nos ceñimos a los datos. Quiero decir que, a lo mejor, si supiéramos exactamente lo que buscamos, podríamos enfocar el estudio de una manera más eficiente.

– De momento no sabemos nada, subinspector. La liebre puede saltar donde uno menos se lo espera, y los que salen de caza nunca la ven dormir en el erial.

El policía joven arrugó el ceño preguntándose qué demonios habría querido decir Castro. Zárate se sentía a menudo desconcertado con la labia del comisario. Lo consideraba un intelectual, y no estaba seguro de que eso fuera una buena cualidad tratándose de un policía, pero se fiaba de él. Se pasó la mano por el pelo con ademán reflexivo. Lo llevaba tan corto que apenas se le apreciaban algunos brillos dorados en la nuca.

Su compañero, sin embargo, encajó la metáfora con una sonrisa de conejo al cabo de la calle.

– Bien, jefe. -Carraspeó un par de veces para aclararse la voz, se ajustó las gafas con un dedo en el puente de la nariz y empezó por el principio-. Patricia Pálmer nació en la localidad de Caldas de Reis el 12 de marzo de 1988. O sea, que aún no había cumplido los veinte años. El padre era técnico reparador de instalaciones eléctricas, está jubilado, y la madre se dedica a las labores domésticas y a cultivar un pequeño huerto que tienen en las afueras del pueblo, en un lugar llamado Sietecoros. Son gente trabajadora. Tienen otro hijo, diez años mayor que Patricia, que es informático y trabaja en una empresa de comunicación en Edimburgo. Parece que se llevaba bien con su hermana. Le pagaba cursos de inglés, algún capricho, viajes y cosas así. Solía venir dos veces al año, en Navidad y en verano. Creo que ya lo han avisado y, si no está aquí, estará a punto de llegar.

– Ya debe de haber llegado -apuntó el leonés-. El entierro será mañana a las cinco en la parroquia de Caldas… Bueno, eso es lo que nos dijeron. La familia no quiere esperar más, creo que…, ya sabe, para acabar cuanto antes, por el revuelo de la prensa, supongo.

Castro levantó las cejas, compresivo, al tiempo que se acercaba a la cafetera exprés situada sobre una repisa, junto a la ventana. Todo el despacho tenía un aire austero y funcional. Una amplia mesa de trabajo, estanterías de oficina, varios armarios metálicos con llave y, como concesión particular, un cómodo sillón giratorio de cuero negro donde el comisario acostumbraba a leer los informes policiales cuando estaba a solas, con los pies sobre la mesa, bajo un flexo articulado. Al otro lado de la ventana la calle ofrecía su imagen habitual, con los taxis parados y la gente caminando de prisa, de un lado para otro. Castro sacó las tazas del armario. Pulsó el interruptor del agua, esperó dos minutos hasta que la máquina empezó a emitir un ligero silbido mientras soltaba el vapor y a continuación el aroma del café inundó toda la estancia.

– ¿Azúcar? -preguntó.

– No, gracias -respondieron los dos policías al unísono.

Después de depositar la bandeja en la mesa, el comisario le hizo un gesto con la mano a Zárate invitándolo a continuar.

– Pues, como le iba diciendo, se trata de una familia normal y corriente. La chica estudió el bachillerato en el instituto Rosalía de Castro. No se le daban muy bien las matemáticas, pero aprobaba todo en junio y en el último curso incluso sacó un par de matrículas en Filosofía e Historia. No sé si le interesa esa etapa de su vida. Era una cría.

– Me interesa todo lo que os haya llamado la atención. ¿Hay algo que os haya parecido importante o distinto de cualquier adolescente de su edad?

– Bueno… -respondió dubitativo el policía rubio-, iba a misa. Eso no es muy habitual que digamos. O sea…, entre las chicas de su edad.

– ¿A misa? -repitió Castro incorporándose bruscamente en la silla-. ¿Quieres decir que acudía a la iglesia los domingos?

– No sólo los domingos, señor. Solía ir a la parroquia con mucha frecuencia, pero no a rezar, bueno…, quiero decir que hay muchas maneras de creer. O sea, que parecía algo importante para ella… No sé, pero creo que… Bueno, que procuraba hacer cosas por la gente. El párroco de Caldas es un cura de esos que van sin sotana. Siempre está organizando actividades para los chavales…, conciertos de rock, partidos de futbito, reciclaje y cosas así. En los años duros consiguió sacar de la droga a unos cuantos muchachos del pueblo por medio de una asociación, el Proyecto Vida, creo que se llama. La gente del pueblo lo aprecia.

– De hecho será él quien oficiará el funeral por Patricia -intervino Romaní.

Castro se pasó la mano por la barbilla y anotó algo en un papel.

– Bien, sigamos con su etapa universitaria -dijo-. ¿Continuaba siendo tan asidua a la parroquia?

– No tanto, tenga en cuenta que ya no vivía en el pueblo. Compartía un piso en Santiago con otros estudiantes, en la calle Honduras, muy cerca de la plaza Roja -explicó Romaní-. Pero siempre que volvía a casa en vacaciones o los fines de semana iba a hacerle una visita al párroco.

– ¿Y en Santiago qué clase de vida hacía?

– Pues como todos. Asistía a clase con regularidad, sacaba buenas notas dentro de lo que cabe, tenía buena relación con sus compañeros y con los profesores, lo típico… También salía de marcha los jueves, al principio se reunía a tocar con un grupo en un garaje que tenían alquilado en la zona nueva, pero enseguida lo dejó. Después empezó a meterse en política. Tenía relación con un grupo ecologista, El Arca de Noé, una asociación minoritaria. Pasó una noche en comisaría junto a otros miembros de la organización cuando el incendio de las oficinas de la empresa Ferticeltia, la del vertido -explicó el policía-, pero todos fueron puestos en libertad sin cargos. Al parecer, el incendio fue fortuito.

A Castro le sonaba vagamente el asunto. El año anterior, seis o siete chavales se habían encadenado a la verja de una nave de productos químicos y fitosanitarios de la empresa Ferticeltia, próxima a Caldas de Reis, con una pancarta pintada con una calavera. El hecho no habría pasado de una simple anécdota de no ser porque ese mismo verano la citada empresa produjo uno de los peores vertidos tóxicos que había sufrido Galicia: oxileno, tetracloroetileno, benceno y otros derivados del petróleo altamente cancerígenos. Se había montado una buena. En un informe del Seprona se había llegado incluso a señalar la presencia de uranio entre los residuos derivados de la fabricación de abonos. El río Umia quedó para el arrastre. Hubo que construir a toda velocidad un dique para evitar que el vertido desembocase en la ría y contaminase la zona marisquera. Hasta el ejército tuvo que movilizarse y acudieron más de cincuenta camiones de diferentes puntos de España y Portugal para construir los diecisiete kilómetros de tuberías necesarios para suministrar agua potable a las zonas afectadas por el vertido. Prácticamente toda la comarca del Saines. La hostia, y luego nada. Ni los auditores de la Xunta de Galicia, ni el Parlamento, ni el Seprona, ni los plenos municipales, ni las asociaciones de vecinos. Nada. Una multa administrativa y un acuerdo de inversión del grupo en las principales entidades financieras de la comunidad, y ahí seguía la empresa Ferticeltia como si tal cosa.

Vaya, Patricia Pálmer. Parece que te gustaban las causas perdidas. ¿No me saldrás una especie de Erin Brockovich, verdad?, pensó Castro, recordando una película de Julia Roberts que había visto recientemente. [3] Castro no era apolítico, pero digamos que mantenía sus reservas respecto a los representantes de los partidos, asociaciones y demás organismos institucionales. Y si había votado en las últimas elecciones autonómicas era más por vergüenza torera que por convicción. Según su punto de vista, nada podía ser peor para Galicia que otros cuatro años de Fraga como presidente de la Xunta. Pero eso no significaba que tuviera claras sus preferencias. Los nacionalistas le parecían en el fondo gente muy conservadora y tan antigua como un pantano del Mesozoico. Era gallego por los cuatro costados. De Corcubión. Incluso había vivido de crío su etapa de pasión por los tiranosaurios y los cefalópodos, que tanto abundaron en el Jurásico. Pero en pleno siglo XXI no creía que haber nacido en la provincia de La Coruña supusiera a priori más méritos para nadie que ser de Albacete, por poner un ejemplo. Ya bastante difícil era aguantar la vida a palo seco siendo del Dépor, para encima complicar las cosas con otras cuestiones existenciales. Por otra parte, tampoco creía que los socialistas hubieran demostrado la energía esperada en desmantelar los andamios del caciquismo rural y sus viejas servidumbres, ahí estaban los escándalos de financiación, concesión de licencias, el caso Aneiro, etc. La historia de siempre: cambiar algo para que todo siga igual.

– ¿Habéis comprobado si la chica estuvo detenida en alguna otra ocasión aparte de ésa?

– No hay constancia -respondió el poli flaco-. Parece que su militancia ecologista se limitaba a colocar alguna pancarta y asistir a manifestaciones. Ya sabe que los movimientos antiglobalización tienen mucho predicamento entre los estudiantes universitarios. Pero no parece que haya estado metida en ningún altercado serio.

– Ya… Bueno, de todas formas habrá que hacer un seguimiento más exhaustivo -apuntó Castro con una ceja levantada mientras miraba hacia la ventana. El sol acababa de salir de detrás de una nube y todo el despacho se iluminó de golpe-. No creo en las coincidencias. ¿Qué opinas tú, Zárate?

El policía se incorporó en la silla, nervioso.

– ¿Yo, señor? -balbuceó-. Pues creo que hay que tenerlo todo en cuenta… Quiero decir que… Bueno, es lo que usted dijo antes, o sea, que el sitio donde la liebre duerme en el erial es donde puede estar agazapada la sorpresa, ¿no?

Castro sonrió a medias, tamborileando pensativamente sobre la mesa. Fue una sonrisa de complicidad que por un momento lo hizo parecer más joven, como cuando acababa de llegar al cuerpo y se creía el Llanero Solitario, un simple peón de veintipocos años con muchos arrestos y pocos recursos que pensaba que desde su humilde casilla de ajedrez podía cambiar el mundo. A veces echaba de menos esos tiempos, patrullar hasta las tantas por calles anochecidas, atravesar la ciudad con una especie de energía interior o exaltación vital, recorrer las afueras, las ganas de agarrarse a golpes en situaciones flagrantes, los bares recién abiertos cuando la atmósfera todavía estaba fresca y limpia, antes de comprender que la ley no siempre es sinónimo de justicia, ni dos y dos suman siempre cuatro, ni siempre se manda al trullo a alguien por lo que ha hecho. Le caía bien aquel aprendiz de policía. Era callado y cabal, con el ceño siempre un poco fruncido, como si le molestara la luz. Puro músculo a fuerza de muchas horas de ejercicio físico. No tenía experiencia ni grandes dotes de oratoria, evidentemente, pero era concienzudo y se tomaba el trabajo tan en serio como un campesino viejo.

Había salido de la academia hacía sólo cuatro meses y desde entonces Castro lo había asignado a la sección de homicidios con el subinspector Romaní para que lo desbravara. De momento, el tándem no parecía funcionar mal.

– Exacto, agente. En otras palabras, las cosas no tienen por qué parecer siempre lo que son, por eso no conviene funcionar con ideas previas. Los prejuicios son los peores enemigos de una buena investigación. Hasta el momento no sabemos mucho de este asunto, salvo que probablemente tendrá una enorme repercusión. Esta noche el telediario de TVG dará la primicia en el informativo de las ocho, y mañana lo sacarán en portada todos los medios. Eso significa que vamos a tener que trabajar en unas condiciones de enorme presión. No me gustaría que eso afectara al rigor de la investigación.

– Entiendo lo que quiere decir -respondió Romaní, poniéndose en pie como si supusiera que aquella advertencia marcaba el final de la conversación.

Pero Castro lo invitó a sentarse de nuevo con un gesto de la mano.

– Todavía no hemos acabado, subinspector. Nos falta el capítulo de las relaciones personales.

– Usted dirá…

– Quiero la lista completa de las amistades de Patricia Pálmer. Nos convendría saber si frecuentaba algún foro social tipo Facebook o Tuenti. Si tenía novio, alguna relación especial, algún secreto que ocultar…

– Por Dios, jefe, estamos hablando de una chiquilla, no de Mata-Hari.

– No te fíes, Romaní, hay niñas de trece años que tienen más secretos que un jefe de Estado.

– Todavía no ha aparecido su teléfono móvil y aún no hemos podido dar con su ordenador. Pero parece que salía con un chaval de su facultad, si es lo que quiere saber, un tal Roberto Caamaño. Éste -indicó el subinspector señalando la foto de grupo en la que Patricia estaba tocando la guitarra en la escalera de la Quintana.

Castro acercó la lupa y se fijó en un chaval de rizos encaracolados, moreno como un arcángel núbil, con cazadora de cuero y una mirada insolente que no dejaba entrever sentimientos demasiado cálidos.

El comisario alargó el brazo y miró el reloj. Las diez y media. El tiempo corría más que sus pesquisas.

– Buen trabajo, chicos. Quiero que mañana asistáis al entierro y tengáis los oídos bien abiertos. Necesito un resumen completo de la homilía de ese párroco, con puntos y comas incluidos. -Después, guiñándole un ojo al leonés, añadió-: Y recuerda, Zárate: los que salen de caza nunca ven dormir a la liebre en el erial.

Aún no se había puesto de pie cuando sonó el teléfono del despacho.

– Oye, Castro, ven enseguida, si puedes. Hay algo que quiero que veas. -El comisario reconoció la voz del forense al otro lado de la línea. Tampoco le pasó desapercibida una ligera inflexión en la entonación de la frase que lo mismo podía ser de sorpresa que de alarma. Pero, tratándose de Arias, cualquiera sabía.

– ¿De qué se trata?

– Mejor te lo cuento cuando llegues. Estoy en el laboratorio. Ya sabes, segundo piso, pasillo de la izquierda, la primera puerta.

– De acuerdo, voy para allá.

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