IX

La cría estaba sentada en un cojín con la cabeza inclinada sobre la libreta, concentrada en el dibujo. Todo el espacio de la mesa estaba ocupado por sus cosas, el estuche rosa de Hello Kitty con sus lápices, la goma de borrar, las tijeras, el sacapuntas, cada cosa en su sitio. Castro la observaba desde el sofá mientras leía el periódico, el pelo rubio sujeto en una cola de caballo, el suéter de rayas marineras, el peto vaquero, la lengua curvada sobre el labio superior, como siempre que estaba muy concentrada en algún trabajo, el lápiz apretado con fuerza entre los dedos para no salirse de las dos rayas del cuaderno.

– A ver qué estás escribiendo, Candela.

– Un cuento -respondió la niña.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo es ese cuento?

– Pues es un cuento de un mago -contestó la niña sin levantar la cabeza del cuaderno, ensimismada, sin concederle mucha atención a su padre.

Castro pensó en todas las veces que él también se había desentendido de sus asuntos. «Ahora no, Candela, que papá está ocupado», le decía. Llevaba varios días sin prestarle atención, absorbido por el asunto de la estudiante muerta, y la cría le pasaba factura.

– Me encantan los magos -insistió tratando de recuperar el terreno perdido-. ¿Por qué no me lo cuentas?

La niña lo miró condescendiente, mordisqueando el extremo del lápiz entre los dientes.

– Bueeeeno… -dijo, poniendo cara de infinita paciencia, y empezó su relato-: Éste era un mago, tan mago, tan mago, tan mago que hasta lo perseguía la policía…

Castro sonrió débilmente con una expresión extraña en la comisura de los labios y permaneció en el sofá con las piernas cruzadas atendiendo al cuento como el buen padre que nunca había logrado ser, mientras en el tocadiscos sonaba Tears in heaven, de Eric Clapton, y él pensaba en los laberintos de la vida. Le gustaba aquella canción. El hijo de Clapton había muerto a los cinco años al caerse por la ventana de un rascacielos, y la canción hablaba de un hombre que pierde a su hijo y quiere saber cómo sería reencontrarse con él en el cielo. «Would you know my name, if I saw you in heaven…» No debía de ser fácil superar la pérdida de un hijo. No quería ni imaginar lo que él sería capaz de hacer si alguna vez le ocurriese algo a Candela. Volvió a mirarla con su suéter marinero y los ojos agrandados, moviendo mucho las manos al contar la historia del mago. Pero nadie puede proteger siempre a otra persona. Algún día dejaría de ser una niña y tendría que aprender a enfrentarse al mundo sola. Muchas veces lo pensaba cuando veía a esos adolescentes de diecisiete años que salían deshidratados de las discotecas, con la mirada perdida, igual que si salieran de un túnel y el mundo fuera un lugar desconocido y hostil, o a las cuadrillas de chavales de instituto que los sábados se juntaban para hacer botellón junto a la explanada de la estación de autobuses y dejaban el terraplén lleno de litronas de cerveza. ¿En qué momento exactamente dejaba de haber magos en la cabeza de los niños y su rastro era reemplazado por todos los atributos abstractos de la noche o del crimen? Tal vez Patricia Pálmer había tenido también su mago con un vestido verde, como el que había pintado Candela, y una chistera llena de estrellas. Castro no tenía ni idea de cuáles eran los laberintos por los que podía perderse una estudiante de filosofía, pero de lo que no le cabía ninguna duda a aquellas alturas era de que la chica se había metido por propia voluntad en la boca del lobo.

De los interrogatorios realizados el día anterior a sus compañeras de piso había sacado la conclusión de que la semana antes de su muerte sus hábitos habían cambiado radicalmente.

Hasta el momento la documentación del caso comprendía cinco dossiers, que incluían el informe de la autopsia, álbumes de fotos, objetos personales, la agenda de Patricia Pálmer, sus cuadernos de apuntes de la facultad y dos carpetas más con los resultados de los interrogatorios a las personas de su entorno, incluida la homilía del párroco de Caldas de Reis en el funeral. En total más de cien folios mecanografiados a doble espacio. La labor de investigación estaba siendo muy exhaustiva comparada con cualquier otro homicidio. Se habían seguido todas las hipótesis, tanto las más plausibles como las menos prometedoras, sin embargo los resultados dejaban bastante que desear, y no es que no hubiera hilos de dónde empezar a tirar, es que había demasiados y cada uno llevaba a un camino diferente y contradictorio con el anterior. Hacía ya tres días de la aparición del cuerpo de la chica y seguían sin tener un solo sospechoso, si se descartaba como tal al novio de la chica, Roberto Caamaño, estudiante de Biológicas, no de Filosofía como habían pensado en un principio, con el que hasta el momento nadie había conseguido dar, pese a todos los esfuerzos realizados. Desde la extraña llamada que había efectuado desde la ronda de circunvalación al teléfono de Patricia escasas horas antes de su muerte advirtiéndola de alguna clase de peligro extraño y difuso, nada se sabía de él. Su móvil estaba muerto. Castro había dado la orden de peinar los hospitales de la comarca y registrar todos los partes de ingresos del día 25 de febrero. Había escuchado la cinta más de diez veces. El mensaje de voz se interrumpía con el sonido prolongado de un claxon. Eso fue lo que le hizo pensar que el chico podría haber sufrido un accidente, un atropello o algo así. Pero no había nadie que respondiera a su descripción ni en los hospitales públicos ni en las clínicas privadas. Literalmente se lo había tragado la tierra.

Por lo que se refería al párroco de Caldas, Zárate y Romaní habían realizado un buen trabajo. Era evidente que la chica tenía una buena sintonía con el cura. Un tipo raro, sin embargo, con informes bastantes desfavorables por parte del episcopado, que en más de una ocasión había intentado quitárselo de encima destinándolo a un pueblo perdido de la sierra de O Caurel. Pero la rotunda oposición de los feligreses los había obligado a dar marcha atrás. Estaba claro que la vertiente religiosa del caso no debía desestimarse en absoluto. Al menos una de las mujeres interrogadas que asistían al rosario de la tarde en la catedral aseguraba haber visto con anterioridad a Patricia Pálmer merodeando por la sacristía en alguna ocasión. Quizá no estaría de más una entrevista con el representante del arzobispado sobre el asunto, pensó Castro mientras tomaba nota en su agenda.

Ése era otro punto oscuro de la investigación, la agenda de Patricia Pálmer, un bloc de gusanillo con papel reciclado donde apuntaba las fechas de los exámenes, los seminarios del cuatrimestre, los días de entrega de los trabajos y cosas por el estilo. Cada página empezaba con un espacio reservado al santoral, donde a veces la chica escribía un pequeño comentario sobre un libro que había leído o un diálogo de una película que había visto. Tenía su propio sistema de valoración de una a tres estrellas. Por ejemplo, a Los amantes del círculo polar, de Julio Medem, le había puesto tres estrellas; sin embargo, a La dalia negra le había puesto sólo una. A Castro le sorprendió. No había visto la película, pero había leído el libro y le había gustado bastante. El viernes 25 de febrero Patricia Pálmer no apuntó ningún título en el círculo mágico, sino unas frases extrañas:


Siempre en estado de alerta,

siempre arenas movedizas

y la ilusión hecha trizas, un día más,

si pongo un ritmo demasiado fuerte,

hoy sólo me puede parar la muerte…


Castro no sabía si aquello tenía algún significado, si respondía a su estado de ánimo o simplemente a la chica le gustaba hacer versos y escribir letras de canciones. A continuación, en la parte correspondiente al dietario, las tres primeras horas del día estaban en blanco. Castro había comprobado que coincidía con su horario de clases. Después había varias anotaciones, pero eran aparentemente cosas normales, domésticas, como una lista de la compra que solía hacer en el supermercado Froiz, que estaba a menos de cincuenta metros de su casa: pasta de dientes, compresas Evax con alas, Fairy, naranjas de zumo, huevos, y un paquete de pan Bimbo. A las 16 horas había estado en la peluquería Sheyla haciéndose la cera en las piernas. Ese dato Castro no sabía cómo interpretarlo. No tenía ni idea de las costumbres de las mujeres en relación con la depilación. No sabía si lo normal era depilarse todas las semanas, todos los meses, o dependía de tener en perspectiva alguna cita especial. Fuera como fuese, no había olvidado el dato de la autopsia que confirmaba que Patricia Pálmer había mantenido relaciones sexuales presumiblemente consentidas pocas horas antes de su muerte.

Después de pasar por el salón de belleza, la chica todavía tuvo tiempo de fotocopiar los apuntes sobre teoría de los mitos y los símbolos que había tomado esa mañana en clase. Castro suponía que las fotocopias podían ser para la estudiante que había dejado el primer mensaje en su buzón de voz, una tal Elena, que por algún motivo no había podido asistir a la facultad. Tampoco Patricia pudo llevarle nunca los apuntes al Moore's, como seguramente se había propuesto. A juzgar por su agenda, no parecía que Patricia hubiera previsto una jornada tan complicada como la que finalmente acabó siendo. Nadie, sabiendo que tiene problemas serios, se toma muchas molestias en comprar pan Bimbo o en pasarle los apuntes a una amiga. A las 18.30 recibió la última llamada desde la ronda de circunvalación, y media hora más tarde fue vista en la catedral. Desde entonces hasta las 21.15, hora aproximada de la muerte, había una laguna completa en sus movimientos. Dos horas largas y decisivas en las que nadie la había vuelto a ver y en las que, además, había estado incomunicada, sin su móvil, y probablemente se había acostado con alguien que tal vez fuera su asesino.

El juez instructor del caso había encargado también un rastreo de los foros de Internet en los que la chica participaba como estudiante de filosofía. Pero no había nada especialmente reseñable, a excepción de su conciencia por la defensa del medio ambiente, que a veces, en opinión de Castro, rozaba tintes un poco exagerados o apocalípticos. No obstante, junto a eso había también datos científicos que demostraban que la chica se había tomado al menos la molestia de investigar el asunto, por ejemplo, cuando aseguraba que la cantidad de cadmio en la patata cultivada superaba el doble de los límites permitidos por la OMS, o que el nivel de plomo en la población había aumentado un 98,7 por ciento en los últimos años, en su mayor parte a través de la alimentación. Castro había tenido la prevención de contrastar los datos, y sus cálculos eran asombrosamente precisos.

Al principio no le dio más importancia. ¿A ver quién, a esa edad, no ha querido salvar el mundo? Pero de pronto se acordó de que, según sus informes, Patricia Pálmer había tomado parte en las protestas contra el vertido tóxico, así que pensó que, aunque ya había transcurrido más de un año, tal vez no estaría de más pedirle a la Consellería de Medio Ambiente el dossier completo del caso Ferticeltia. Al parecer, la empresa disponía de todos los permisos legales para la utilización de sustancias químicas y de todas las certificaciones necesarias en materia de control medioambiental. Además, poseía una póliza de seguros que incluía daños al medio ambiente. La propia aseguradora fue la encargada de llevar a cabo la depuración de las aguas con un tratamiento de carbón activo. Castro sabía que el asunto no había llegado a la fiscalía, así que no esperaba grandes resultados del dossier pero, tal como estaban las cosas, cualquier información relacionada con Patricia Pálmer, por tangencial que fuera, era mejor que nada.

Se le había pasado el día sin enterarse. Afuera habían empezado a encenderse las luces de la calle. Miró con indiferencia el semáforo del cruce, los edificios del otro lado, bloques de pisos con balcones cerrados de aluminio. Había alquilado aquel apartamento después de su divorcio. Un espacio cómodo y funcional, pero aún no había conseguido darle un aire propio. Todavía olía un poco a pintura y a barniz de muebles nuevos. Se sentía bien teniendo un territorio suyo por donde andar descalzo, ver películas en blanco y negro de madrugada y preparar huevos fritos con beicon a las cinco de la mañana, cosas todas ellas bastante difíciles de compatibilizar con la vida en pareja. La libertad de elección conlleva siempre una cierta idea de la soledad. Sin embargo era feliz cuando Candela se quedaba a dormir.

Castro fue a la cocina y preparó la cena de la niña. Una tortilla francesa con jamón de York, un Petit Suisse de fresa y un tazón de Cola Cao con Krispies. Luego le puso su pijama favorito de Pocahontas, se la llevó a caballito a la cama y se quedó sentado en el borde, leyéndole un cuento hasta que se durmió con ese olor a yogurcito tierno que tienen los críos cuando están soñando.

Después volvió a la salita y sacó una cajetilla de tabaco del cajón que había bajo el estante de los CD. Se dejó caer en el sofá, buscó el mechero y se colocó el cigarrillo entre los labios. Era el primero de la tarde y lo saboreó con placer. «Si uno fuera capaz de fumar solamente los cigarrillos que le apetecen…», pensó.

En la pared de enfrente había un fotomural magnífico del puente de Brooklyn de noche, bajo la nieve, con los edificios iluminados de Manhattan al fondo y un tipo fumando en primer plano. La fotografía era en blanco y negro y estaba envuelta en esa neblina que tienen algunas películas de los años cincuenta. Medía 150 x 110, y estaba firmada por Eddie Sheridan. Se la había regalado un famoso abogado que había llevado un caso relacionado con el narcotráfico, César Sueiro. El tipo había metido en la trena a varios peces gordos y estaba seriamente amenazado por uno de los clanes más peligrosos de Vilagarcía, por eso había pedido protección policial. Castro estaba destinado entonces en la unidad de vigilancia. Se convirtió en su ángel de la guarda. Después de ser su sombra durante más de dos meses, una noche de confidencias ambos hablaron y bebieron más de la cuenta. El resultado acabó siendo una amistad sellada con Jack Daniel's en la que juraron ser hermanos de sangre hasta que la muerte resolviera el asunto. Afortunadamente no hubo que llegar hasta ese extremo. El abogado acabó trasladándose a un famoso bufete de Nueva York, desde donde le envió aquel regalo enmarcado. Fue lo único que Castro quiso salvar de sus gananciales. Le gustaba aquella foto. Un farol encendido y solitario, los copos de nieve cayendo despacio, un tipo fumando en el puente… La imagen se aproximaba bastante a su idea de la amistad, al menos hasta donde recordaba.

«Las oraciones interrogativas son siempre subordinadas -le había dicho Sueiro en una ocasión-. Cuando hay demasiadas incógnitas, lo que hay que buscar es la oración principal.» Pero en el caso que ahora le preocupaba a Castro el interrogante más flagrante afectaba a la propia víctima: ¿quién demonios era en realidad Patricia Pálmer?

Cuantas más vueltas le daba al caso, más importante le parecía conocer la psicología de la víctima y de su entorno más próximo. Era como si los presentimientos se fueran imponiendo sobre los datos objetivos y las reflexiones. Castro era un tipo metódico, reflexivo. Nunca antes le había ocurrido algo así. Lo único que tenía claro era que el asesinato de Patricia Pálmer no había sido espontáneo ni fruto del azar, y que la persona que lo había llevado a cabo, por propia iniciativa o cumpliendo órdenes, no había sido un loco, ni un violador, ni un delincuente habitual, sino alguien con una razón concreta y probablemente poderosa para hacerlo. Si supiera el motivo, no tendría el menor problema en dar con el asesino. Pero ¿por qué una chica de apenas veinte años, una simple estudiante, iba a suponer para alguien una amenaza tan seria que acabase llevando al asesinato?

Desde la ventana de su apartamento Castro vio las luces encendidas de los edificios de enfrente. Cada ventana iluminada representaba un enigma, igual que en el universo los planetas desconocidos. La llegada de la noche solía provocarle un cansancio gradual que no era únicamente físico. Tenía que ver con cierto desaliento y el olor a nuevo de la casa en la que vivía solo. Apagó con cuidado el cigarrillo en el cenicero que sostenía en la mano izquierda y se puso a revisar de nuevo las carpetas con los informes de los interrogatorios realizados a los amigos y las compañeras de piso de Patricia Pálmer. Lo hizo con suma concentración, con un lápiz rojo en la mano, para que no se le escapara ningún detalle. Al cabo de diez minutos volvió atrás, a la segunda hoja del informe, como si hubiera encontrado allí algo relevante. Se trataba de un párrafo que ya conocía con las declaraciones de una compañera de piso, Nerea Pintos, a las que en principio no había dado mucha importancia porque no aportaban nada sobre el día del asesinato, pero sí en cambio sobre el carácter de Patricia. «¿Habías notado algún cambio en su comportamiento durante los últimos días?», rezaba la encuesta policial. «No, bueno, no sé… Ella era así. Siempre procuraba mantenerse a la altura de… a la altura de todo lo que afirmaba.» «¿Qué quieres decir?» «Era algo que últimamente se interponía de repente entre tú y ella, una forma de estar por encima o marcar las distancias. Yo creo que era por Robin. Desde que salía con él estaba como en otro mundo. Todas cambiamos cuando nos enamoramos de un tío.» Ésa fue la frase que subrayó el comisario. O sea, que Patricia Pálmer había cambiado, y ese cambio supuestamente tenía que ver con Roberto Caamaño, estudiante de biológicas, hasta la fecha en paradero desconocido. Y, a falta de algo mejor, principal candidato a encabezar la lista de sospechosos.

Rastreó el resto de los informes, buscando más datos subliminales sobre el muchacho, pero lo único que consiguió sacar en limpio es que no gozaba de muchas simpatías entre el grupo de amistades de Patricia. Al parecer era un chico que la acaparaba demasiado, bastante guapo y un poco friki, según la expresión utilizada por otro de los interrogados. Coleccionaba culebras, salamandras y otros reptiles. Castro enarcó una ceja. «Excelentes mascotas para alguien que ha decidido desaparecer del mapa -pensó-. No hay que preocuparse de a quién dejárselos cuando uno se larga una temporada.» Los ofidios se las apañan muy bien solos. Tal como están los precios de los hoteles para animales, no deja de ser una ventaja.

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