XVI

El chico permanecía al lado de la cama, bien plantado sobre sus botas Mountain Guide de color calabaza, los pulgares colgados en los bolsillos de los tejanos, una ceja enarcada, expectante. Márquez le calculó un metro setenta, flaco, y con aquella cazadora de cuero y sus rizos encaracolados tenía un aspecto singular. Le pareció un poco macarra y bastante guapo. Él la miraba con la misma calidez que podría haber en el glaciar Perito Moreno en sus buenos tiempos.

– Si prometes portarte bien, te quito la mordaza -dijo-. No tenemos mucho tiempo.

– ¿Tenemos? -consiguió articular ella, incrédula, con las mandíbulas todavía entumecidas.

– Sí. Las cosas se han complicado un poco.

– Vaya… -se limitó a decir, decidida a seguirle la corriente como a los locos.

– Si has llegado hasta aquí, supongo que ya sabes de qué va este asunto.

El chico le dio la espalda y se acercó a la mesa en la que abrió un botellín de agua mineral que se bebió a grandes tragos sin ofrecerle. Después arrastró una silla hasta el borde de la cama y se sentó a horcajadas.

A Márquez le dolían todos y cada uno de los músculos del cuerpo, y las bridas que llevaba alrededor de las muñecas estaban a punto de cortarle la circulación. De pronto sintió un cansancio infinito y maldijo su profesión, lo que también incluía a Graham Greene y su Americano impasible, e incluso a Woodward y a Bernstein, los chicos malos del Washington Post. ¿Quién cojones la mandaría meterse donde no la llamaban en lugar de obedecer a su redactor jefe? Villamil debía de estar en aquel momento delante de la pantalla de su ordenador, procesando información sobre las actividades del arzobispado y sus movimientos bancarios. Conociéndolo, era probable que también estuviera blasfemando en arameo. El móvil había sonado dos veces, sin duda había estado intentando localizarla.

El chico hablaba demasiado de prisa y sus ojos apenas parpadeaban mientras lo hacía. Eran de un tono castaño claro con pequeños pigmentos amarillos que todavía los volvían más incomprensibles. Su aspecto era el de alguien que vivía a salto de mata y que no se había dado una ducha en bastante tiempo. Márquez imaginó que no debía de haberle sido fácil burlar el cerco policial. Eso la hizo observarlo con cierto arrobamiento y prestar más atención a lo que decía. El chico mencionó una furgoneta, una Volkswagen Crafter de color gris metalizado con cristales tintados y puerta corredera, aparcada junto a la verja de los hangares de la fábrica; habló de un hijo del guarda forestal, un chaval medio sonado, ex boxeador o algo parecido, que había ganado varios concursos levantando piedras y hacía de vigilante nocturno; también dijo algo sobre el trasiego de camiones que rodeaban el meandro que describía el río en la Fuensanta. A Laura le sonaba vagamente el lugar.

– ¿No es ahí donde sitúa la leyenda la cuna de Prisciliano?

– Joder, no me vengas tú también con ésas -resopló el chaval echándose hacia adelante en la silla-. Esto no tiene nada que ver con historias de santos. Estoy hablándote de algo serio. Y peligroso… No sé si te das cuenta. Patricia está muerta, a mí han intentado atropellarme y tirarme por un terraplén. Esos camiones se paraban en la gasolinera a llenar el depósito, maldita sea. -Hablaba a trompicones. A Márquez le dio la impresión de que estaba bastante nervioso e intentaba disimularlo-. Desde aquí se oía el ruido de los motores. Había un cierto ritmo en el paso de los vehículos, uno cada diez minutos más o menos, como si se hubieran puesto de acuerdo para repartirse la noche. Descargaban y volvían.

Había poca luz. La de la bombilla de sesenta vatios que colgaba del techo caía directamente sobre la cama donde estaba Márquez. Durante unos diez segundos el chico la observó con renovado interés, como si de pronto le recordase a alguien. El chubasquero le venía demasiado grande y la hacía parecer una cría con la capucha mojada de lluvia, el pelo corto y un hilo muy fino de sangre que le corría de la nariz al labio superior.

– ¿Te duele? -preguntó él.

Márquez se restregó contra el hombro con gesto estoico.

– No, ya no.

El chico apartó la mirada incómodo y continuó con el relato de una forma atropellada, como si tuviera muchas más cosas que decir que tiempo para hacerlo. Laura apenas podía seguirlo. Habló de desechos radiactivos, de tanques M-60, de plantas potabilizadoras y de rottweilers. También mencionó unos ficheros guardados en una carpeta del ordenador de Patricia, con nombres, fechas y tablas de equivalencia, todo en un relato inconexo del que lo único que ella pudo sacar en conclusión es que quizá habían dado con algo serio.

– Ferticeltia utiliza rocas de fosfato para obtener el ácido fosfórico con el que fabrica el Agromax; los residuos sobrantes los deposita en esa mierda de vertedero, dentro de los límites de su propiedad. Supongo que eso es precisamente lo que transportaban los tanques de los camiones, una sustancia lechosa que acaba endureciéndose como el cemento. Sabíamos que su contenido en metales tóxicos era muy alto, pero de lo que no teníamos ni puñetera idea era de lo del uranio. Conseguimos los resultados de las mediciones de radiactividad realizadas por la propia empresa. Los niveles de concentración son de un gramo por tonelada. Muy por encima de los límites permitidos.

– ¡Joder! ¿Y no lo denunciasteis?

– Pues claro que lo hicimos, al ayuntamiento, a la Consellería de Medio Ambiente… Hubo un informe de El Arca de Noé, distribuimos octavillas, organizamos actos de protesta, nos encadenamos a la verja de la fábrica, pero no sirvió de nada. Entonces fue cuando Patricia decidió cambiar de táctica y actuar por su cuenta.

– A ver si lo he entendido bien. ¿Me estás diciendo que Patricia y tú os metisteis solos en esto?

– Bueno, teníamos nuestros contactos, los de El Arca de Noé nos echaron un cable, y también en la universidad -el rostro del chico se ensombreció repentinamente-. Había un profesor de la facultad con el que Patricia tenía mucha confianza, uno de esos guaperas con mucha labia… -Luego se quedó callado con el ceño fruncido. Parecía un poco herido en su orgullo.

A Márquez empezaban a casarle algunas cosas. Ya no le parecía que el chico estuviera tan loco.

– No la dejaba en paz -soltó él al cabo de un rato-. Esos tipos son todos iguales. Van a lo que van. Además… -añadió con una expresión de infinito desprecio-, si es que podría ser su padre.

– Quizá sólo quería ayudarla…

– ¿Ayudarla? Venga… Las tías es que a veces parecéis gilipollas.

A lo lejos se oyó el traqueteo lejano de un tren, aunque también podía ser el sonido de la lluvia en los árboles. Márquez miró pensativa hacia el cristal roto de la ventana. Sólo se veía la esquina de un hórreo de piedra gris. No fue la típica construcción gallega lo que llamó su atención, sino el encuadre. Tardó unos segundos en darse cuenta, pero de pronto la imagen emergió de su memoria como de una cubeta de revelado. Era una fotografía en blanco y negro. El tipo iba vestido de Sherlock Holmes con una gorra de doble visera y capelina de tweed y sujetaba a un perro por el collar. La foto estaba hecha probablemente desde la ventana con un gran angular. Fidel Dalmau mantenía en ella una pose tan estudiada y simétrica que a Laura le dio que pensar.

– ¿Crees que el profesor estaba al tanto de vuestras investigaciones? -preguntó. Su cerebro continuaba funcionando en el mismo rumbo de forma infatigable y callada, y quizá también con una pizca de aprensión.

– Por mí, no, desde luego… -el chaval miró ceñudo al suelo-, pero vete a saber qué le contó Patri. -Hizo una pausa que a Márquez le pareció eterna-. Basta que una persona desaparezca para que te des cuenta de lo poco que sabías de ella -añadió, pensativo, con voz amortiguada. Parecía realmente decepcionado-. Ella siempre se quedaba un poco por encima de la situación, o aparte, no sé cómo explicarlo. Había algo en su forma de hacer las cosas que te hacía dudar. No sé…, como si en algún lugar tuviera un compartimento secreto en el que no dejaba entrar a nadie. La veías hablar, reír como si nada, tomarse una cerveza y, de repente, le descubrías en los ojos esa mirada, ¿sabes? Una expresión extraña, como si estuviera pensando en otra cosa. Le gustaba el riesgo. Traté de advertirla del peligro en muchas ocasiones, la última vez ni se dignó cogerme el puto móvil. Si lo hubiera hecho, tal vez aún estaría viva. Pero ella iba a la suya. Nunca tenías la sensación de que estaba contigo al ciento por ciento. Hay personas así, que sólo te cuentan de la misa la media.

De eso Márquez sabía más que un poco. De compartimentos secretos, de gente en la que confías y a quien realmente no conoces, de sueños compartidos con fantasmas, de silencios abruptos de madrugada con la ventana abierta, de pasados que pesan como un muerto, de hoy por ti y mañana… si te he visto, no me acuerdo. Wilberth Santos era su única cuenta pendiente. De pronto sintió una extraña simpatía por el chaval.

– ¿Por qué no acudes a la policía?

– ¿A la poli? No, gracias. Ya acudí antes, cuando todo esto podría haberse evitado, y no me hicieron ni puto caso. Imagínate ahora, que creen que soy culpable… Además, si quieren cogerme, que se lo curren un poco. No me voy a ofrecer en bandeja. Antes quiero saber quién lo hizo y por qué. ¿Vas a ayudarme o no?

– Con las manos atadas, difícilmente -respondió Márquez Tras un momento de duda, el chico fue al baño, volvió con una toalla empapada y se la puso en la nuca.

– Echa la cabeza hacia atrás -le ordenó-, o seguirás sangrando. -Después le soltó las bridas de las manos.

– Lo que me extraña es que no hayan venido todavía por aquí -dijo ella estirando los dedos para desentumecerlos.

– Lo hicieron, registraron el galpón de arriba abajo. Dos polis, uno flaco y otro bastante corpulento. Menos mal que antes me dio tiempo de llevarme el portátil.

– ¿Dónde está?

– Tranquila -exclamó ufano-, lo tengo en un lugar seguro.

Márquez apoyó la cabeza en las manos un poco aturdida todavía, tratando de hacer recopilación de datos y establecer asociaciones. Tenía la impresión de que algo se le estaba yendo de las manos en todo aquello, parecido a contemplar un paisaje desde la perspectiva equivocada. A juzgar por lo que decía el chico, la actitud de Patricia planteaba nuevos interrogantes. Tal vez las cosas no fueran exactamente lo que parecían. Había algo en el asunto de los vertidos que no le acababa de encajar, como si fuera una trama demasiado burda, de película de serie B con empresarios taimados y tratos bajo mano que resultaba un tanto irreal, no porque no pudiese ser cierta, sino precisamente porque sonaba demasiado obvia. Como si alguien se hubiera aprovechado de la militancia ecologista de la chica para hacer que su muerte pareciera un ajuste de cuentas o algo por el estilo. Fue entonces cuando, por primera vez, se le ocurrió la idea de que tal vez alguien estuviera interesado en desviar la atención de la catedral. Imaginaba unas cuantas cuestiones que requerían respuesta y trataba de situarlas por orden de importancia. Después de unos segundos, preguntó:

– ¿Sabes si Patricia andaba detrás de un libro raro?

– ¿Un libro? -repitió él como si le hubiera preguntado por un objeto volador no identificado.

– Sí, un manuscrito antiguo o algo así.

– No lo sé, pero tampoco me extrañaría. Esa clase de chorradas eran típicas de ella. Le encantaban las sectas raras y cosas así. De todos modos, todo lo que tenía está en sus archivos. Como te he dicho, era muy meticulosa. Si quieres verlos, puedo enseñártelos.

El chico salió del galpón y se adentró en unos matorrales que había a la izquierda del camino de tierra. Cuando regresó arrastraba una moto entre las zarzas, empujándola por el manillar. Soltó unos cuantos tacos mientras trataba de hacerla arrancar a patadas.

Minutos después, ambos se dirigían a Santiago por una pista forestal en una motocicleta Honda de 125 centímetros cúbicos. Les pareció más prudente evitar la carretera nacional; además, la pista los llevaba prácticamente hasta la entrada de la ciudad.

Vistos a distancia parecían dos jinetes inclinados hacia adelante cabalgando en mitad de la lluvia, sin casco, avanzando contra viento y marea a lomos de una pequeña moto en la oscuridad como tantos adolescentes de diecisiete o dieciocho años que se puede encontrar uno la noche del sábado por las carreteras rurales dirigiéndose a una discoteca próxima o a unos recreativos, el que va de paquete pegado a la espalda del compañero para ofrecer menor resistencia al viento, frágiles y valientes en una carretera negra y plagada de trampas mortales, jugándose literalmente el tipo. Por sentido de la aventura, por amistad, por una chica, por una película, por lo que sea…

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó ella.

– Robin.

– ¿Como Robin de los Bosques?

– Exacto.

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