XXI

Castro observó con curiosidad el artilugio. Estaba formado por un mango de boj de unos cincuenta centímetros engarzado a presión en una pieza rectangular de madera maciza con los bordes romos.

– ¿Qué cojones es esto? -preguntó.

– Es un mazo de entallador, jefe -explicó el agente Alonso-. Se emplea para restaurar retablos y meter cuñas en la madera dañada para asegurar el armazón al muro. También puede emplearse con otros fines menos artísticos. Es contundente, preciso y, utilizado con saña, puede llegar a ser letal. Tenemos razones para pensar que se trata del arma homicida.

La puerta del despacho estaba abierta y el comisario estaba sentado en el borde de la mesa con tejanos descoloridos y una camisa remangada, observando el artefacto como si simulara estar impresionado. En realidad lo que estaba era impaciente y harto del puñetero caso en su conjunto. En la comisaría todo el mundo sabía que si Castro contaba con uno de los índices más altos de resolución de casos en la brigada, se debía básicamente a que, por mucho que se complicaran las cosas, su nivel de frustración o cabreo nunca le impedía perder de vista la estrategia que debía seguir.

Y las cosas ciertamente se habían complicado. La caída de un poste de alta tensión había dejado sin luz a los vecinos de la comarca, y a última hora de la noche el tráfico ferroviario todavía no había podido ser restablecido. Las incidencias por el temporal de viento habían desbordado a los bomberos y a la Guardia Civil de la zona, que había tenido que pedir refuerzos a la central de Santiago. Castro había aprovechado la ocasión para enviar a Zárate y a Romaní a Caldas con indicaciones muy precisas. Con viento o sin viento, para él las prioridades estaban claras.

El coche patrulla pasó por delante de la reja del cementerio y se detuvo un momento con el motor en marcha y las luces largas iluminando las cruces de piedra. El agente Zárate se quedó mirando. Un pasillo central de gravilla y dos más angostos a cada lado flanqueados por cipreses. Había algunos panteones decorados con esculturas, pero la mayor parte de los nichos estaban colocados unos sobre otros en los muros de piedra, formando pequeñas columnas cubiertas por un tejadillo bajo el que figuraba el nombre de la familia. En algunos aparecía la fotografía del fallecido junto a la fecha de nacimiento y defunción. Casi todos personas mayores. Encima sobresalían las cruces de distintos tamaños. El leonés distinguió a la izquierda la tumba con flores frescas donde hacía apenas una semana había sido enterrada Patricia Pálmer. Una sepultura sencilla de mármol con un ángel custodio.

– Son bonitos los cementerios de aquí -murmuró en voz baja.

– Hombre, bonitos… -le replicó el subinspector Romaní mirándolo de reojo como si fuera un necrófilo o algo por el estilo.

El agente sonrió. Poco a poco iba pillándoles el tranquillo a los gallegos.

La radio estaba dando en ese momento el parte meteorológico de las ocho de la tarde. Al llegar a Sietecoros cogieron el desvío hacia una antigua granja de cerdos, propiedad de la empresa Ferticeltia, y doblaron por una pista angosta encajonada entre eucaliptos que discurría hacia la Fuensanta. No llevaban orden de registro, pero en una noche como aquélla confiaban en poder moverse a su antojo por los alrededores sin que nadie les pidiera papeles. Estaban a menos de doscientos metros del lugar cuando oyeron la detonación.

El subinspector Romaní frenó en seco y ambos salieron disparados del coche. Los faros seguían encendidos iluminando la explanada. A escasos metros había una motocicleta arrumbada de mala manera. Retiraron los seguros de sus pistolas automáticas, avanzaron con cautela hacia el portón de la nave y aguzaron el oído. Nada. El único ruido que se oía era el rumor del viento en los árboles de la laguna. Romaní intentó hacer palanca en la cerradura pero no pudo forzarla.

– ¡Mierda! -murmuró por lo bajo, mirando de soslayo al agente Zárate-. A ver si tú eres capaz de abrir esta maldita puerta.

En ese momento se oyó al fondo la señal de un móvil con la sintonía de una rianxeira.

El subinspector Romaní levantó una mano en señal de espera, pero nadie contestó a la llamada. Al cabo de unos segundos volvió a oírse de nuevo la sintonía: «Ondiñas veñen, ondiñas veñen, ondiñas veñen e vaaan…»

El leonés retrocedió un paso, echó el cuerpo hacia atrás para tomar impulso y lanzó una patada que desencajó la puerta y arrancó de cuajo las bisagras.

– ¡Alto! ¡Policía! -gritó.

El subinspector Romaní lo cubría desde la puerta. En el interior la claridad de la luna entraba por un ventanuco circular situado muy arriba y los faros del coche creaban una zona de semipenumbra fantasmal. El agente Zárate hizo un barrido con la mirada. La nave, en efecto, estaba abandonada, algunos sacos apilados al fondo, herramientas amontonadas junto a la entrada. Avanzó dos o tres pasos moviéndose en círculo, sin bajar el arma. Con la mano izquierda sacó del bolsillo una pequeña linterna y achicó los ojos para ver mejor.

– ¡Redióoos! -exclamó con los ojos desorbitados al tropezar con el cuerpo del chico. Cuando lo enfocó con la linterna, ni siquiera pudo distinguir sus rasgos. El rostro estaba oculto por una capa informe de sangre muy oscura-. Llama a una ambulancia -gritó, afónico. Tardó varios segundos en descubrir los otros dos cuerpos al fondo. Olía a tasajo de carnicería fresca. El hombre tenía el cuello seccionado con un corte profundísimo a través del cual colgaban los tendones. La chica estaba debajo, aplastada por aquella mole de noventa kilos y cubierta por un lodazal de sangre. Parecía una cría. Tenía al menos un orificio de bala en la caja torácica a dos centímetros del corazón. El agente Zárate le puso dos dedos en el cuello sin encontrarle el latido, pero percibió un ligero movimiento en sus labios. La oyó susurrar unas palabras que no pudo entender.

– Llama a la centralita -pidió a su compañero-. ¡Rápido! ¡Pide refuerzos! ¡Que vengan todos!


En la comisaría de la calle Rodrigo de Padrón reinaba cierto ambiente de final de trayecto. El padre Barcia esperaba desde media tarde para ser interrogado en uno de los bancos de espaldar rígido donde solían sentarse esposados los prisioneros antes de tomarles declaración. Tenía la cabeza echada hacia atrás, apoyada contra la pared de azulejos en la que había pegado un cartel con fotografías en color de varios terroristas de ETA. Junto a la puerta, dos policías de guardia fumaban escuchando en la radio el partido de fútbol del Dépor. La voz del locutor y el fragor del estadio de Riazor se mezclaban con los mensajes de la emisora policial.

– Dos a cero, jefe -dijeron cuando entró Castro-, nos están machacando.

El comisario hizo un gesto de cansancio mientras se disponía a atravesar el vestíbulo hacia la sala de interrogatorios. Necesitaba tiempo, no mucho, quizá sólo unas horas, para interrogar al deán e intentar atar los cabos que aún quedaban sueltos antes de que se pusieran en marcha los mecanismos del procedimiento judicial. Sabía que cuando la prensa se hiciera eco de la noticia, a la mañana siguiente, ya no habría nada que hacer. Había esperado con ganas ese momento, pero ahora que había llegado la sensación era muy parecida a la decepción, una especie de sequedad de boca que todo buen policía sabe reconocer cuando se acerca el final de una investigación.

De todos los resultados posibles, aquél era el que en el fondo más le indignaba al comisario desde el punto de vista personal, hasta el extremo de haber estado a punto de poner en peligro la resolución del caso. Desde el principio había apostado por Santa Olalla. No sólo porque hubiera algo en el joven diácono que le irritara especialmente, como cabría pensar, sino porque cumplía a rajatabla el perfil del sospechoso. Culto, maquiavélico, bien relacionado con el poder…, la clase de individuo que maneja los hilos detrás del telón. El padre Barcia, por el contrario, parecía más una víctima propiciatoria que ninguna otra cosa. Algo en el fuero interno del comisario se resistía a admitir como contrincante a un hombre mayor y enfermo, a punto de jubilarse. Desde el punto de vista de su prurito profesional, Santa Olalla era un adversario que estaba a su altura, mientras que el padre Barcia no pasaba de ser un anciano fanático que había perdido con los años los últimos rastros de lucidez. El orgullo suele jugar malas pasadas incluso a los mejores policías.

Castro aún no lo sabía, pero aquélla iba a ser una noche muy larga. Se estiró la americana, se atusó el pelo y se preparó para el desenlace como el actor veterano que se dirige al último acto. Por más errores que pudiera haber cometido en el transcurso de la investigación, el último combate debía librarse limpiamente. El interrogatorio es un arte de temple. Nada debe interferir en él. Ni el cansancio ni la piedad. Un último baile sin máscara ejecutado con precisión, de un modo implacable.

– Vamos allá -se dijo encaminándose por el pasillo hacia la sala de interrogatorios mientras se colocaba la camisa por dentro del pantalón y ponía el reloj en hora. Pasaban unos minutos de las siete de la tarde.

El padre Barcia estaba encogido en su silla con los hombros hundidos, sin probar el vaso de agua que un agente le había puesto encima de la mesa. Sobre la pared del fondo seguían las fotografías de Patricia Pálmer, que también habían servido de escenografía para el interrogatorio improvisado de Ginés de Santa Olalla.

El aspecto del deán había empeorado considerablemente en los últimos días, llevaba el alzacuello medio caído, como si su cuerpo hubiera perdido peso y consistencia, y la sotana llena de manchas. Contestó al saludo del comisario con un imperceptible movimiento de cabeza.

– En su declaración original -comenzó Castro- aseguró usted que nunca había visto a Patricia Pálmer antes de que apareciera su cuerpo en la catedral, ¿no es cierto, padre?

– Así es -asintió el sacerdote con un carraspeo.

– ¿Está seguro? Piénselo bien -dijo el comisario despegando algunas de las imágenes de la pared del fondo-. Mire la foto. ¿Seguro que no recuerda haberla visto alguna vez en misa, en la sacristía o por algún lugar?… No era una chica que pasara desapercibida. Alta, pelirroja…

El sacerdote miraba hacia un punto indefinido del espacio por encima de los hombros del comisario.

– No la había visto nunca, ya se lo he dicho.

– De acuerdo.

Castro bebió un trago de agua fría. Era el comienzo que esperaba. Uno de los testigos, una mujer que asistía habitualmente al rosario de la tarde, había reconocido a la chica y aseguraba haberla visto hablando en la sacristía con el padre Barcia al menos en dos ocasiones. A partir del primer renuncio, obtener una confesión era sólo cuestión de tiempo. El comisario volvió a depositar el vaso sobre la mesa y desvió hábilmente la conversación hacia cuestiones cotidianas a las que el sacerdote pudiera responder cómodamente sin ponerse a la defensiva.

Un cuarto de hora después, conforme al plan previsto, un agente entró en la sala de interrogatorios y se acercó a Castro para comentarle algo al oído. Acto seguido el comisario abandonó la sala por unos minutos. Cuando volvió a entrar, su rostro tenía una expresión adusta.

– Padre Barcia -dijo inclinándose hacia él con voz solemne-, acaban de confirmarme del departamento técnico que uno de los objetos hallados en el registro de su domicilio podría corresponder al arma del crimen. Se trata de un mazo de entallador. -Castro pulsó un timbre y un policía de uniforme entró con la herramienta y la depositó encima de la mesa-. ¿Lo reconoce?

Los ojos opacos del sacerdote miraron al vacío con desamparo. Después de unos segundos interminables asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.

– Bien, vamos a ir al grano, si le parece. Usted sabe perfectamente por qué le hemos traído aquí, ¿verdad? Patricia Pálmer no forzó ninguna cerradura para entrar en la catedral porque alguien le dio una llave de la puerta de acceso. Santa Olalla conserva la suya; sin embargo, usted parece haberla extraviado. ¿Qué cree que puede significar eso?

– Usted sabrá…

– Vamos, padre… Esto no va a ser fácil para ninguno de los dos, pero de usted depende que acabemos lo antes posible. Su coartada para el día de autos, siento decírselo, es bastante endeble. La mujer de la limpieza que trabaja en su casa no pudo responder por usted, como le habría gustado, por la simple razón de que en el intervalo de tiempo que estamos investigando no se hallaba en la casa rectoral. Mire, padre, yo sé que usted es un hombre de fe -dijo Castro con mucha suavidad-. Ha dedicado su vida a Dios. Estoy seguro de que no quería hacerlo. Usted nunca mataría a nadie si no lo creyera necesario.

Las manos del sacerdote empezaron a temblar incontroladamente y trató de ocultarlas bajo la mesa. El comisario se levantó de la silla y comenzó a dar vueltas alrededor de la mesa, tomándose su tiempo.

– ¿Qué fue lo que le hizo esa chica, padre? -dijo inclinándose sobre su silla.

El sacerdote estaba conteniendo la respiración. Su rostro había adquirido la rigidez del cuero viejo y sus labios empezaban a amoratarse.

– Era un demonio -dijo al fin soltando todo el aire de golpe.

– ¿Qué quiere decir?

– Tenía la marca de Satanás -exclamó el cura con aprensión. Una rápida asociación de ideas le hizo recordar a Castro que la chica llevaba las zapatillas calzadas del revés-. Soy un hombre mayor, comisario -continuó el anciano-, he visto muchas cosas a lo largo de mi vida. Y créame -dijo aferrándose al brazo de Castro-, estoy acostumbrado a reconocer las argucias del Maligno cuando se presenta bajo cualquier apariencia. Fíjese si sería el diablo que al principio casi consiguió engañarme. Parecía un ángel… -El sacerdote se llevó la mano a la frente con un ademán evocador y permaneció así unos segundos, como si se hubiera abstraído, pero enseguida retomó el hilo-. Fingió interesarse por nuestra orden. La dejamos asistir a las ceremonias reservadas exclusivamente a nuestros fieles, como una más de nosotros. -Castro se preguntó qué clase de ceremonias serían ésas, y si se celebrarían en el convento de la calle Jerusalén, pero prefirió no interrumpir al anciano-. Debería haberme dado cuenta de su verdadera naturaleza la primera vez que mencionó el libro del hereje -continuó el sacerdote-. Los lobos tienen sus madrigueras, y el buen pastor nunca puede bajar la guardia. Pero hasta que se presentó en la catedral y la oí hablar por boca de su maestro no supe que estaba poseída.

– ¿Su maestro? -se interesó el comisario, siguiéndole la corriente.

– Sí. Uno de esos filósofos de pericia diabólica que adiestran a sus alumnos en los principios del mal. Cuando la universidad pidió el manuscrito para su estudio, hice cuanto pude para impedir que cayera en sus manos, pero a pesar de ello obtuvieron el permiso del arzobispado. El enemigo es poderoso y tiene aliados hasta en el Vaticano.

– Así que fue usted quien redactó el oficio de denegación…

– Era mi deber. Bien sabe Dios que el priscilianismo fue el origen de todos nuestros males… -El anciano miró hacia arriba, como quien pone a Dios por testigo-. No pude evitar que el libro saliera de nuestro archivo, pero al menos conseguí ocultarles el opúsculo, que es la parte más venenosa, donde el hereje esparce a los cuatro vientos la semilla del diablo; donde acerca el sacerdocio a la mujer, que es la esencia del pecado, la causa de la expulsión del Paraíso, el comienzo del cautiverio, un ser vil, pérfido, fallido. El rostro del sacerdote se iba amoratando. Conforme aumentaba su ira, se iba envalentonando. Ya no parecía un anciano desamparado, sino un sumo sacerdote imbuido de la cólera divina-. Razón tenía san Agustín: «Femina est mas occasionatus» -citó como un profeta-. Cada palabra escrita por el hereje ha destruido una parte de la fe que la Iglesia ha necesitado siglos para construir, pero en ese opúsculo su lengua bífida adquiere la fuerza destructiva de mil serpientes. Si su mensaje llegase a oídos de la gente, sería como entregarle en mano a Satán el arma con la que aniquilarnos. Sería el triunfo del averno. ¿Qué quería que hiciese? Usted no puede entenderlo, pero a veces el pastor se ve obligado a sacrificar alguna oveja para salvar el rebaño…

El sacerdote se calló. El silencio en el interior de la sala parecía una burbuja hermética. Después del arrebato místico, el padre Barcia arqueó por completo la espalda y dejó caer la cabeza hasta tocar el pecho con la barbilla, un síntoma de cansancio que Castro conocía perfectamente. No se trataba de algo físico, sino moral, una especie de decaimiento que había percibido muchas veces en los interrogatorios cuando el sospechoso estaba a punto de venirse abajo en el instante previo a la confesión. Por un segundo el silencio pareció solidificarse y la sala se volvió más fría, como si hubiera entrado una corriente de aire por la ventana. El comisario supo que había llegado el momento. Pero entonces, de pronto, el timbre de alarma de la centralita le estalló en los oídos como un trallazo.

A continuación se produjo un estrépito de pasos a la carrera, de voces alarmadas y puertas que se abrían y se cerraban. Varias cabezas se agolparon al mismo tiempo en la sala de transmisiones, una oficina pequeña con una mesa de sonido llena de mandos y luces intermitentes, igual que una emisora de radio.

– ¿Qué pasa?

– Son Romaní y Raselcrau, jefe -dijo un agente joven de gafas con los auriculares colgados al cuello.

– ¿Rasel qué? -preguntó Castro.

– Perdón, señor, el agente Zárate, quería decir. Parece que hay varios muertos.

La comisaría se convirtió en un enjambre de actividad febril. El padre Barcia, entretanto, permanecía sentado sin que nadie le hiciera mucho caso. Alguien le tomó las huellas digitales y luego le dio un paño sucio que olía a alcohol para que se limpiara. Otro agente le hizo bajar por una escalera y lo llevó a una habitación blanca donde le tomaron fotografías de frente y de perfil. Lo llevaban y lo traían de un lado a otro como un fardo con el que nadie sabe muy bien qué hacer. Su importancia había pasado a segundo plano.

La voz de Castro llamó por megafonía a todas las unidades. Cuatro coches patrulla esperaban con los motores en marcha en la plaza Rodrigo de Padrón. El comisario dio las órdenes pertinentes y subió al primer coche, conducido por un policía veterano de rostro sanguíneo. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y extrajo un paquete de Winston. Así no había Dios que dejara de fumar.

– Vamos -ordenó escuetamente.

Desde el asiento del acompañante iba dirigiendo por radio todo el operativo. El trayecto hasta Sietecoros se le hizo eterno. La carretera serpenteaba sinuosa y negra como una culebra en la noche ventosa. Castro tuvo tiempo de repasar mentalmente los elementos del sumario del caso: un manuscrito del siglo IV desaparecido en extrañas circunstancias, una estudiante pelirroja asesinada; un cura iluminado que manejaba las penas del infierno como un inquisidor; una empresa fraudulenta con más tentáculos que un pulpo; un diácono metido a tiburón de las finanzas o a algo peor, y, para acabar de completar el panorama, una periodista de El Heraldo que había desaparecido del mapa sin dejar rastro. La voz de alarma sobre la reportera la había dado Villamil a primera hora con cierta preocupación paternalista. En un primer momento Castro no le dio más importancia. Bastante tenían ya con lo suyo como para ocuparse encima de una becaria desmandada. Pero ahora pensaba en ello soliviantado por un presagio siniestro, con el cigarrillo casi consumido, la brasa quemándole entre los dedos. Aplastó la colilla contra la suela de su zapato y la tiró por la ventanilla. Después marcó el teléfono de Villamil.

El periodista se hallaba cenando en la cocina de su casa, con un sándwich de jamón y pepinillos entre dientes y una película de fondo cuando oyó el móvil que se estaba cargando en el enchufe de la tostadora eléctrica. No había tenido ni un minuto para comer. Lo que se dice un día de perros. Hay días así; todo el mundo los tiene. Días en que el tiempo se desliza por la pendiente como un patín de hielo, en que nadie encuentra la pieza que busca, en que la redacción de un periódico se convierte en un corral de gallos donde hasta los becarios en prácticas van a su puta bola, sin dignarse dar señales de vida. En días como ésos, un periodista no aspira en absoluto a arreglar el mundo, sino sólo a que éste le dé por saco lo menos posible. Para Villamil la mejor forma de conseguirlo era encerrarse en su cubículo como un perfecto ermitaño antisocial rodeado de comida basura y latas de cerveza y ponerse en el vídeo su western preferido. En ésas estaba cuando sonó el teléfono. El periodista se levantó de mala gana al oír la llamada y, sin apartar la vista de la pantalla, se colocó el móvil entre el hombro y la oreja.

– ¿Sí? -respondió mientras los malos le daban estopa a John Wayne en Río Bravo.

– Ha habido un tiroteo en Sietecoros -soltó Castro sin más preámbulos-. Parece que hay una chica entre los heridos.

Si se hubiera tratado de un bombardeo aéreo, Villamil no habría reaccionado más de prisa. Se enfundó la cazadora de cuero y salió disparado hacia el garaje. Conocía la carretera como la palma de su mano. Desde Escravitude tomó un atajo a través de la pista forestal y llegó al lugar apenas siete minutos después que la policía.

Había varios agentes con perros siguiendo un rastro alrededor de la laguna, a unos doscientos metros de la granja. Los destellos azules de las sirenas cruzando sus haces en diagonales de luz con un recuerdo de reflectores antiaéreos, el viento, las linternas moviéndose entre los troncos finos de los eucaliptos, las siluetas de los policías horadando apenas la noche, entrando y saliendo de la nave, etiquetando sus hallazgos en bolsas de plástico. Había tanta gente deambulando de un sitio a otro que Villamil no sabía hacia a dónde mirar. De pronto se fijó en dos enfermeros que transportaban una camilla con un cuerpo envuelto en una funda hermética y plateada, cerrada con cremallera. Por un momento se le paralizó el corazón.

– La chica está ahí -dijo Castro acompañándolo hasta otra ambulancia situada unos metros más atrás-. No sé exactamente qué ha pasado, pero parece que se ha cargado a un hombre de los Miñocas.

– ¡¿Márquez?! -preguntó Villamil sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo.

Junto a la camilla, un médico bajito y rubio le estaba colocando una vía en el brazo. Había un armazón para el gotero con una bolsa de plástico llena de un líquido transparente. Márquez tenía el chubasquero lleno de sangre y la cara completamente lívida, los labios sin pizca de color. Parecía muy joven y muy sola.

– No sabía que ahora contrataran ustedes a menores de edad -soltó Castro al verla de cerca.

– No me joda -gruñó el periodista mientras se acomodaba en un hueco al lado de la camilla con el corazón alojado en la boca.

Apenas sabía nada de Márquez aparte de que era singular y de que estaba sola en el mundo. Sin embargo, pocas personas lo habían conmovido tanto en su vida como aquella periodista flaca que vivía en su propio mundo. No se parecía en nada a su ideal de chica lánguida y femenina que deshojaba una flor a la orilla de un lago. Márquez pertenecía a otra estirpe ingobernable y testaruda. Pero había una desproporcionada osadía en su modo de funcionar. Hacía las cosas a su manera, impulsada por estímulos y pensamientos más complejos de lo que permitían suponer su edad y su apariencia. El pelo corto, los andares de muchacho, aquella manera suya de entrar en batalla, por su cuenta y riesgo, sin encomendarse a nadie, era algo que a Villamil lo desarmaba por dentro.

– Te pondrás bien -dijo sin ninguna convicción mientras le apartaba con un dedo el flequillo de la frente.

– Ro… bin… -trató de decir Márquez. Su voz sonaba ronca, como si saliera del fondo de una caverna.

El comisario señaló con un gesto seco del mentón otra ambulancia que salía en aquel momento, rompiendo con sus destellos anaranjados la negrura del bosque.

– El chico era el novio de Patricia Pálmer -le explicó Castro al periodista-. Iba por libre. Ojalá lo hubiéramos encontrado antes.

Cuando la segunda ambulancia arrancó también hacia el Hospital Provincial, Márquez todavía seguía moviendo los labios. Villamil se inclinó sobre ella. Su boca emanaba un lejano aroma a vainilla. La chica hablaba tan bajo que tuvo que acercarse mucho para entender lo que decía. Le costaba demasiado esfuerzo componer cada palabra.

– No te cabrees -consiguió articular ella por fin en voz muy baja. Presentaba un aspecto en extremo demacrado, como si el dolor le hubiera pegado la piel a los huesos de los pómulos, como un guerrero samurái caído en combate.

– ¡Que no me cabree…! -le contestó Villamil mordiéndose el labio inferior pero sin dejar de acariciarle la frente. La ternura, el dolor, la impaciencia, lo irremediable o lo que demonios fuese que sintiera en ese momento le hizo estremecerse hasta las yemas de los dedos. Nadie nunca le había hecho sentirse así-. ¡Me cago en tus muertos, Márquez! -La otra mano la tenía fuertemente entrelazada entre los dedos de ella-. ¡Me cago en tus putos muertos!

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