XVII

Lois Castro no conocía a Márquez ni tenía la más remota idea sobre la investigación que llevaba a cabo para El Heraldo en torno a la desaparición de un manuscrito del siglo IV. Y hasta aquella mañana ni siquiera sabía que el Liber apologeticus era una obra atribuida a Prisciliano. De haberlo sabido, seguro que no estaría en aquel momento contemplando el desorden de su mesa y golpeando inconscientemente con el lápiz el borde del tablero.

Tener que enterarse por el veterano periodista de El Heraldo no le había hecho pizca de gracia. Villamil y él se habían citado a primera hora en El Derby, uno de los cafés míticos de Santiago, situado justo al comienzo de la zona vieja. El comisario había tardado más de diez minutos en atravesar cojeando la plaza de Galicia con un viento siberiano que cortaba hasta los pensamientos. Al entrar en el local sintió esa clase de vaho condensado con olor a café y a aguardiente que tanto le recordaba a los bares de Corcubión, una atmósfera cargada y profundamente masculina que se quebraba de pronto como una exhalación con una ráfaga de aire helado cada vez que alguien abría la puerta de la calle. Vio al periodista sentado a una mesa lateral junto a la ventana que daba a la calle Huérfanas. Vestía una chaqueta de pana marrón y una inconcebible corbata serigrafiada con la cara del gato Félix.

«Por el amor de Dios… -pensó Castro- que era un tipo serio, mientras se desanudaba de mala gana la bufanda y la dejaba con el tres cuartos en el perchero de la entrada.»

– ¿Cómo va eso? -preguntó Villamil a modo de saludo.

– Va -respondió el comisario lacónico.

– ¿Es cierto lo que se dice por ahí?

– No sé…, ¿qué se dice?

– Que ha venido un inspector de Madrid a hacerse cargo de la investigación.

– ¿Ah, sí?

Villamil tuvo la impresión de que, si quería obtener alguna información, iba a tener que soltar algún lastre. Bajó un momento la mirada antes de decidirse a abordar el tema. Después torció la boca en un gesto que traslucía cierta dificultad de síntesis. Reflexionó unos instantes como si necesitara hacer acopio de fuerzas y luego se dirigió al comisario con una nueva determinación en la voz.

– Voy a contarle el asunto a mi manera, ¿vale? Es como una historia en dos partes. Una es larga y oscura, pero responde a una lógica comprensible. La otra es más extraña y, bien pensado, podría tratarse de una locura, sin embargo, creo que una y otra están estrechamente relacionadas. Lo único que le pido es que me preste atención hasta el final, luego puede hacerme todas las preguntas que quiera. ¿De acuerdo?

Castro asintió con la cabeza y a continuación pidió un café.

– Como sabe, en El Heraldo estamos llevando a cabo nuestra propia investigación sobre la muerte de Patricia Pálmer…

– ¿Estamos? ¿Usted y quién más? -le interrumpió el comisario.

– Me ayuda una periodista de local, pero eso no importa ahora. La cuestión es que el asunto ha tomado una deriva inesperada que creo que debe conocer.

– Soy todo oídos…

– Supongo que recuerda la conversación que mantuvimos en su despacho, todo aquel asunto del vertido y las denuncias de organizaciones ecologistas…

– Perfectamente.

– Vale, pues después de aquello, la empresa intentó lavar su imagen y se hicieron algunos cambios que al parecer no gustaron a todos los socios. A partir de entonces Ferticeltia se convirtió en un nido de víboras como cualquier sociedad en la que se establece una lucha a muerte por el poder.

– Pero la familia sigue controlando la mayor parte de las acciones, ¿no?

– Sí, pero no es un bloque monolítico. El hermano mayor, Evaristo López, de unos cuarenta y tantos, es actualmente el director ejecutivo, un bala perdida, ambicioso, bastante incompetente, juerguista, y sin dos dedos de frente. En realidad, la que toma las decisiones importantes es su mujer, una coruñesa hija de un pez gordo de la banca gallega. Él sólo se dedica a las relaciones sociales. Fue presidente durante un par de años del Salnés Fútbol Club, también es habitual de los locales de alterne de la comarca, amigo de narcotraficantes, en fin, una joya. Luego está el segundo hijo, Gerardo, que estudió administración y dirección de empresas en Vigo y durante un tiempo intentó hacer su trabajo lo mejor posible, especialmente buscando financiación, pero carece del gen emprendedor del padre. No es tan frívolo como su hermano, pero no sirve para los negocios y odia a su cuñada. Está casado, tiene tres hijos y vive convencido de que su familia se la va a jugar con la herencia. Quiero decir que, llegado el momento, quizá estaría dispuesto a hablar.

– Está usted en todo -dijo Castro sonriendo de medio lado-. Esto ya empieza a parecerse a un caso. Continúe…

– Todavía nos queda un tercero en discordia. El benjamín de la familia, fruto según las malas lenguas de un desliz del viejo con una de las criadas. El chico se crió en casa. Debe de tener unos veintinueve o treinta años. Aparentemente es el que vive más apartado de la empresa, un muchacho introvertido y tímido. De pequeño sufrió varias crisis nerviosas y luego en la adolescencia se obsesionó con la religión. Anduvo metido en alguna secta de ésas y llegó a iniciar estudios en el seminario menor, aunque abandonó en el segundo año y la familia movió sus influencias para que continuara su formación en Roma.

El rostro de Castro se había afilado con una oreja levantada como un perro de presa. Una luz diminuta parpadeaba a toda velocidad en el interior de su cerebro. Antes de que el periodista tuviera tiempo de ser más explícito, lo adivinó.

– ¿No irá a decirme que es el nuevo diácono de la catedral?

– En efecto -respondió el periodista-. Ginés López de Santa Olalla, uno de los mayores expertos en códices antiguos que tiene la curia compostelana.

– ¿Y?

– Joder, pues todavía no lo sé. El poli es usted -resopló Villamil pasándose la mano por el pelo con ademán de cansancio-. Pero el caso es que uno de esos códices ha desaparecido. Y ahora viene la segunda parte de la historia. Se trata de un manuscrito atribuido a Prisciliano, el Liber apologeticus. ¿Ha oído hablar de él?

Castro negó con la cabeza. Muy a su pesar tuvo que reconocer que el asunto empezaba a intrigarle de veras.

– Bueno, es un tratado donde el profeta expone sus teorías sobre el bien y el mal con postulados condenatorios contra la propiedad, el poder y la propia Iglesia. El texto es bastante revolucionario incluso para esta época. De hecho, se ha puesto de moda entre los jóvenes. Muchos reivindican al tal Prisciliano como si fuera el Che Guevara o algo parecido.

Villamil hizo una pausa y pareció ensimismarse en sus propios pensamientos con ostensible incomodidad. No sabía muy bien cómo contarle aquello. Luego se dirigió al comisario con una nueva entonación en la voz y le dijo lo que tenía que decirle.

– Patricia Pálmer tuvo en sus manos ese manuscrito pocas horas antes de morir.

Castro adelantó el colmillo en una mueca incrédula. Pensó muchas cosas al mismo tiempo sin una secuencia lógica. Encendió un cigarrillo y estuvo un buen rato observando al periodista con ojos escrutadores y desdeñosos. No le cabía la menor duda de que Villamil ya conocía esa información el día que se habían entrevistado en su despacho. Si se lo hubiera dicho entonces, tal vez podría haber ganado un par de días. Quizá más.

Pensaba en todo ello ahora, en su despacho, mientras golpeaba inconscientemente el borde del tablero con el lápiz. Uno de los tubos fluorescentes del techo estaba estropeado y titilaba constantemente. Era obvio que las cosas no marchaban como debían. El recuerdo de la conversación con el diácono se interponía constantemente en sus reflexiones como una inquietud irracional. La atmósfera se le antojaba demasiado densa allí dentro. El novio de la chica seguía en paradero desconocido y, por si eso fuera poco, todavía nadie había podido hacer las comprobaciones necesarias con la maldita llave. Algunos casos parecían tender señuelos en varias direcciones con el único fin de disimular el anzuelo que se había quedado enredado en el medio La llave era la última oportunidad. Castro estaba seguro, más allá de toda lógica, de que si conseguía encajar esa pieza todo lo demás se colocaría en su sitio con la misma precisión que rige el mecanismo de los relojes suizos. El agente Zárate y el subinspector Romaní entraban en el turno de tarde, por lo que había tenido que enviar a dos policías de servicio a realizar un discreto registro en la catedral aprovechando que el diácono se hallaba en una reunión del patronato. Santa Olalla desempeñaba sus funciones a conciencia. Al parecer, la junta se había retrasado una hora, lo que los obligó a posponer el registro hasta el mediodía. Castro había preferido no encargarse él personalmente del asunto para dar la impresión de que se trataba de una inspección rutinaria, pero le parecía que ya estaban tardando demasiado. Su desazón había ido en aumento conforme pasaban las horas. Sabía que la hipótesis de que la llave de Patricia Pálmer correspondiera a la puerta de acceso a la tienda de souvenirs era sólo una posibilidad remota, pero se había aferrado a ella como a una tabla de salvación, lo que en cierto modo le hacía sentirse igual que un principiante. Estaba agotado, cabreado con todo el mundo y bastante frustrado.

Encendió el ordenador, accedió a su correo personal e imprimió los documentos sobre Ferticeltia que había pedido al Departamento de Hacienda. Sólo en el año 2006 la empresa había obtenido contratos por valor de un millón quinientos cuarenta mil euros. La mayoría, a cuenta de otras sociedades que en realidad eran holdings de su propiedad, como Viajes Sar, S. L., que pertenecía al director ejecutivo de Ferticeltia, Evaristo López; la consultora Even Faster, especializada en estudios de demoscopia, que estaba a nombre de su mujer y a la que le fueron adjudicados más de cincuenta contratos sin acudir a concurso; Fitmar, Agro Galego, Inmobiliaria Rías Baixas, S. A… Todas eran sociedades tapadera relacionadas de algún modo con los miembros del consejo de administración de Ferticeltia. Según el informe se trataba de un grupo de empresas que utilizaba como práctica habitual el soborno a funcionarios de la Xunta para obtener contratos ventajosos y saltarse todo tipo de prohibiciones en materia urbanística y medioambiental. Las empresas se nutrían de fondos públicos y evadían parte de los beneficios a través de patronatos y donaciones.

Allí estaba todo. Un informe pormenorizado de cuentas que incorporaba también la lista de todo el personal contratado por la empresa en los últimos seis meses, incluidos los guardias jurados encargados de vigilar las instalaciones. 127 folios. Esa línea de investigación era precisamente la que les había absorbido la mayor parte del tiempo dedicado al caso, y resulta que ahora aparecía el puñetero manuscrito de un profeta y todo el trabajo se iba a tomar por saco. Montones de horas destinadas a seguirle la pista a cada una de las empresas y descubrir quién se hallaba detrás, para estar casi como al principio. Evidentemente allí había más de un delito grave: soborno, blanqueo de capital, fraude fiscal… Pero Castro no acababa de ver el cargo de asesinato por ningún lado. A no ser que apareciera alguna prueba de que Patricia Pálmer conociese esa información y la hubiese utilizado para presionar a alguien, lo más que podía hacer con todo el dossier era pasárselo a los de Delitos Fiscales y que ellos se llevaran las medallas. Otro puto caso que, independientemente de cómo acabara, los de homicidios tenían todos los números de la rifa para perder. El comisario resopló, irritado. Ordenó los folios, luego los metió en una carpeta azul plastificada y, sin saber a ciencia cierta cuándo regresaría -ni siquiera si iba a regresar-, se largó de la oficina.

En la plaza del Obradoiro sólo quedaban un par de cámaras de televisión y algunos cruceristas con chubasqueros amarillos que avanzaban cubiertos con sus capuchas hacia la entrada norte de la catedral. Castro enfiló hacia la rúa del Franco y se detuvo en un quiosco para comprar El Heraldo y las calcomanías de Shin-Chan que le había prometido a Candela. De pronto se le ocurrió ir a ver a la niña a casa de su ex, que vivía en un pequeño chalet del paseo de la Rosaleda. No solía ir por allí muy a menudo. Tampoco lo pensó mucho. Tal vez era el momento de hacer algo que no le hiciese sentirse peor que no pensar en nada.

– Parece que te haya atropellado un autobús -dijo su ex nada más abrir la puerta y verlo con un esparadrapo en la frente. Ya caminaba sin muleta, pero todavía llevaba una férula azul marino de termoplástico en el pie izquierdo-. Pasa, anda -añadió al verlo parado en el umbral con una expresión de inseguridad y desamparo, como si temiera que no fuera a dejarlo entrar.

A veces, sobre todo cuando estaba quieto, Castro daba la impresión de ser un tipo casi tímido, lo que en determinadas situaciones podía ser una ventaja. Siempre había un compañero dispuesto a invitarle a una copa extra, un testigo resuelto a hacerle una última confidencia, o una mujer resignada a adoptarlo en el acto. Un don o una estratagema inconsciente, pero casi siempre peligrosa para quien se dejara seducir por ella.

La niña corrió hacia él desde el pasillo con unas botitas azules y un descolorido chándal de color rojo pálido con Tintín y Milú en la parte delantera.

– En serio, ¿qué te ha pasado? -insistió su ex. Era una mujer alta, de pelo castaño, con una mirada luminosa que a veces a Castro todavía lo ponía contra las cuerdas.

– Ahora, no, Inés; otro día. ¿Por qué no me invitas a un café?

– Vale, pero podrías habérmelo dicho, ¿no? -protestó ella con una pizca de mala conciencia. Aún recordaba la bronca que le había montado por teléfono cuando él le había dicho que no podría recoger a Candela.

Mientras ella desaparecía en la cocina, Castro y la niña se sentaron en el sofá con la bolsa de las calcomanías de Shin-Chan. Prometía ser un rato familiar y casi enternecedor de pareja divorciada reunida en torno al tresillo, una sensación vagamente anestésica que a Castro le hacía sentirse tan hueco como los espacios entre las estrellas. Alguna vez se había planteado volver a casa, pero estaba seguro de que no funcionaría. Se pasaba las veinticuatro horas del día intentando correr detrás de algo que nunca lograba alcanzar. Había una barrera que separaba aquel universo familiar y ordenado del mundo ululante de las ambulancias y las sirenas policiales donde la gente moría o quedaba mutilada bajo las pesadas ruedas de un camión, donde una chica de veinte años era golpeada, tal vez violada y asesinada. Un mundo peligroso. Fascinante. Vivo. Y habitable en la misma medida en que son comestibles las criadillas del cerdo. Cuestión de gustos. O de hambre. Todo dependía de en qué lugar de la barrera se encontrara uno o de dónde estuviera sentado. A Castro en aquel momento el tresillo de color beige tostado donde se hallaba sentado le pareció un limbo bastante aceptable. Al fin y al cabo todo hombre necesita una tregua. Pero antes de que su ex mujer regresara de la cocina con el café, oyó vibrar el móvil en el bolsillo de la americana y vio el número de la centralita en la pantalla.

– Castro -contestó.

– Jefe, soy el agente Alonso -oyó al otro lado-. Bingo. La llave encaja en la cerradura como un guante. Tenía razón. Alguien debió de dársela a la chica, y quien lo hizo, desde luego, sabía que ella iba a ir allí. Es muy probable que estuviera esperándola. Necesitamos una orden de registro de la casa rectoral lo antes posible junto con un equipo del departamento.

– Voy para allá -respondió Castro, y colgó.

Cuando su mirada se encontró con la de Inés, ella enarcó una ceja y se limitó a empujar la puerta de la cocina con un golpe de cadera y regresar con la bandeja por donde había venido sin soltar palabra. Hay cosas que nunca cambian.

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