XXIII

Desde el pórtico de la Gloria, las esculturas miran al peregrino con cierta sorna. Las piedras están vivas. Respiran. Hablan por sí solas. Hay que saber escucharlas. Los veinticuatro ancianos del Apocalipsis abren los labios, cuchichean entre sí, se intercambian desde hace siglos los secretos de la catedral bajo las lámparas medievales con olor a sebo de ballena. La sonrisa del profeta Daniel lo dice todo. Todo empezó con una conjunción astral en la noche de los siglos. Después vino la conexión entre las luminarias y las piedras. Así se descubrió la tumba del mártir que creía en la naturaleza. Sobre ese misterio se construyó el mundo. La catedral.

Su creador fue un constructor de puentes, el maestro Mateo, que seguía a los profetas y a los músicos cuando volvían de las tabernas con sus instrumentos. Bajaban por el callejón de las trompas con los carrillos enrojecidos por el vino y saludaban por el camino a los cortejos medievales que recorrían las calles. Los pantalones peludos, las máscaras en el rostro y las sandalias del demonio. Después el escultor ascendió a toda la comitiva al pórtico de la Gloria.

Castro no era un tipo de fe, pero tenía sensibilidad para captar la poesía. De niño su madre lo había llevado a la catedral para que chocara su cabeza con la del maestro Mateo como cualquier crío gallego al tener uso de razón. El contacto con la piedra matriz. Nadie supo nunca si el maestro creía o no creía o en qué creía. La imagen del escultor está a ras del suelo en la parte posterior del parteluz, mirando hacia el altar. No es ningún santo que figure en el santoral, pero el pueblo lo ha canonizado por cuenta propia y sigue religiosamente ese ritual pagano desde hace siglos. A ver qué más milagro quieren los curas que semejante pórtico de piedra.

El comisario paseaba solo por la nave central del templo en dirección a la capilla mayor, donde hacía casi tres semanas había aparecido el cuerpo sin vida de Patricia Pálmer contra el respaldo de madera del coro. En aquel momento no había pensado ni por asomo que el caso pudiera complicarse tanto.

Cuando llegaba al final, le gustaba recapitular a solas. Buscó el frescor y el silencio de la catedral. Estaba convencido de que una investigación policial sólo servía para explicar las cosas en parte. Estaba claro que había llegado al fondo de la verdad en algunas cosas, pero desde luego no a toda la verdad.

La otra parte de la investigación se hallaba ahora en manos de Delitos Fiscales. El informe de la policía científica sobre el caso Ferticeltia no dejaba lugar a dudas. Empezaba por el Agromax. Historial del producto, residuos y efectos medioambientales. Continuaba con los sobornos a funcionarios de Sanidad con los que se había conseguido la validación del mismo, compra de registros y licencia de exportación. Lo de los vertidos era un asunto feo, pero había cosas peores. Entre otras lindezas había constancia documental probada de la costosa campaña de presentación del abono en una lujosa casa rural de Cambados a la que no faltó ninguno de los hombres fuertes de los Miñocas, principal clan familiar de las Rías Baixas. Ostras, percebes, whiskys selectísimos, compañía femenina y masajistas tailandesas contratadas especialmente para la ocasión. Sólo con aquello había munición suficiente para empapelar a la empresa por corrupción, colaboración con el narcotráfico y delito contra la salud pública, lo que de momento significaba echar el candado a la fábrica por una larga temporada.

El comisario no tenía una mente novelesca, sino especulativa. Formulaba hipótesis y planteaba interrogantes, pero no adelantaba juicios. Las preguntas sin respuesta se las llevaba a casa como parte del bagaje del oficio. Investigaciones que se quedaban a medias. Informes atrasados. Amenazas anónimas. Una licencia concedida por el ayuntamiento de O Grove a la inmobiliaria Rías Baixas, S. A.; compra de terrenos a la misma sociedad por parte de una congregación religiosa auspiciada por Ginés López de Santa Olalla para la edificación de un colegio de élite patrocinado por el Sínodo de Obispos; programas de provisión de fondos destinados a un proyecto pastoral de la Fundación JUVE, centrada en captar vocaciones religiosas en el ámbito universitario; desviación de subvenciones de la Xunta en materia de cooperación con el Tercer Mundo y ayuda al desarrollo agrícola hacia iniciativas privadas, como la financiación de un campo de golf a cargo de don Epifanio Cuestas, directivo de Caixa Nostra y suegro de Evaristo López… Piezas sueltas de un puzle que nunca llegaba a encajar del todo.

Castro se pasó la mano por el pelo. Empezaban a salirle algunas canas en las sienes. Miró el reloj. Las dos y cuarto. Había quedado en encontrarse con Arias para picar algo antes de entrar en el turno de tarde.

Salió por la puerta del Obradoiro, pensativo, con las manos en los bolsillos de la gabardina y la cabeza baja. Parecía que anduviera con el Apocalipsis a cuestas, como un toro a punto de embestir.

El bar Las Vegas estaba abarrotado. Muchos policías tenían la costumbre de comer allí porque estaba a un paso de la comisaría. Como cada día predominaban los uniformes azules de faena.

– ¿Aún hay mesa? -preguntó Castro desde la barra levantando la voz sobre el barullo de conversaciones cruzadas.

– Lo esperan en la del fondo, jefe -le contestó la camarera señalando una mesa junto a la ventana donde ya estaba sentado el forense con una botella de albariño-. Lo de siempre, ¿no?

La chica no tardó ni tres minutos en aparecer con una fuente de pimientos de Padrón y una tabla de pulpo a feira recién condimentada. Se veían los cristales de sal gruesa brillando entre el aceite de oliva y el rojo del pimentón.

– Tráiganos también una ración de chocos en su tinta -pidió Arias.

– Ya veo que has perdido el apetito -soltó Castro con sorna.

La sintonía del telediario les hizo girar a ambos la cabeza hacia el televisor de plasma donde acostumbraban a ver los partidos del Dépor.

En la pantalla varios efectivos de la policía y de la Guardia Civil con trajes especiales de nailon, guantes y mascarilla rastreaban el fondo de la laguna. Se hizo un silencio repentino en el local mientras la voz de la periodista Ana Blanco abría el informativo con la noticia:

– Están ustedes viendo el momento en el que un grupo de agentes del cuerpo especial de rescate en montaña saca el primero de los cinco cadáveres aparecidos en la laguna de la Fuensanta, en los alrededores de una nave abandonada, propiedad de la empresa Ferticeltia, en la localidad gallega de Sietecoros.

»La aparición del cuerpo sin vida de la joven estudiante Patricia Pálmer en la catedral de Santiago hace ya veinte días fue el arranque de una exhaustiva investigación policial que puso al descubierto una intrincada trama de corrupción empresarial y administrativa vinculada a uno de los clanes más peligrosos del narcotráfico gallego. Los narcos utilizaban las instalaciones de la empresa para ocultar sus operaciones delictivas.

»Patricia Pálmer, estudiante de filosofía, pertenecía a un minoritario grupo ecologista llamado El Arca de Noé. La organización mantenía contacto con corrientes cristianas vinculadas al priscilianismo y muy críticas con la Conferencia Episcopal. La muerte de la chica a manos del sacerdote integrista Salustiano Barcia se produjo en la propia catedral mientras ambos pugnaban por un manuscrito atribuido a Prisciliano. La investigación sobre el posible móvil del crimen sacó a relucir la red de extorsión. Según fuentes policiales, la chica habría puesto a la empresa contra las cuerdas al hacerse con un dossier interno que contenía revelaciones que implicaban a altos funcionarios de la Xunta, a la Confederación de Empresarios Galegos (CEG) y al propio patronato de la catedral.

»La noticia ha causado un profundo impacto en la localidad de Caldas de Reis, de donde era la estudiante. En el dispositivo especial han participado efectivos de la policía y de la Guardia Civil y para el dragado de la laguna ha sido necesaria la participación de equipos especiales en rescates de espeleología y alta montaña.

»Ayer culminaron las labores de identificación de los cinco cadáveres hallados en avanzado estado de descomposición en el fondo de la fosa de vertido que rodea la antigua granja. A las 17.30, las autoridades judiciales procedieron al levantamiento de los cuerpos, y un equipo de la policía científica se encargará de la identificación de los cadáveres presuntamente relacionados con ajustes de cuentas entre clanes rivales. Al balance de víctimas hay que añadir, además, los nombres del guardia jurado Andrés Nigrán Corbeira y del estudiante de veintidós años Roberto Caamaño. Una periodista de El Heraldo, Laura Márquez, se encuentra en estado muy grave en el Hospital Provincial de Compostela.

»Hasta el momento la operación se ha saldado con doce detenidos, pero el comisario Lois Castro no descarta que se puedan producir más detenciones en el marco de la investigación. El juzgado de instrucción número 3 de Santiago ha decretado el secreto de sumario… Les seguiremos informando de cualquier novedad que se produzca en relación con este caso que ha provocado una profunda consternación en la localidad de Caldas de Reis y en toda Galicia…

– Así que, después de todo, la muerte de la chica no guardaba una relación directa con el caso Ferticeltia -comentó Arias mientras llenaba los vasos.

– Bueno, según se mire -respondió Castro-. La chica peleaba en los dos frentes, el económico y el religioso. En cierto sentido puede decirse que era una agente doble. Eso nos hizo creer que el asesino podría pertenecer a la red de extorsión. Era la hipótesis más razonable, ¿quién iba a pensar a estas alturas en un cura martillo de herejes? Seguimos un planteamiento equivocado pero, al final, una cosa nos llevó a la otra. Como decían los hermanos maristas: Dios escribe recto con renglones torcidos.

– No entiendo qué demonios pensaba encontrar en el manuscrito.

– Es probable que Patricia Pálmer supiera que el Liber apologeticus original contaba con un opúsculo, conocido sólo por unos pocos eruditos, que por lo visto no figuraba en la copia renacentista impresa en Alcalá que le fue cedida a la universidad por el arzobispado.

– ¿Un opúsculo?

– Sí. Al parecer, en ese texto Prisciliano defendía a capa y espada la participación de las mujeres en la liturgia. Si lo piensas, es la rehostia -dijo Castro alzando una ceja-. ¿Sabías que la Congregación para la Doctrina de la Fe incluye la ordenación sacerdotal de una mujer entre los delitos más graves que pueden cometer los eclesiásticos, al mismo nivel que la pornografía infantil o la pederastia…?

– Manda cojones…

– No me explico cómo a día de hoy la Iglesia continúa marginando a las mujeres si son ellas prácticamente las únicas que van a misa. Que yo sepa, cuando prendieron a Cristo, mientras los apóstoles huían despavoridos, las mujeres fueron las únicas que permanecieron a su lado hasta el final, con la Magdalena al frente.

– A lo mejor la misoginia viene de ahí… -sentenció Arias-. Hay comparaciones difíciles de soportar.

– Es posible… El padre Barcia ha resultado ser un misógino de catecismo, si es que puede decirse algo así -apuntó Castro por el colmillo-. Pertenece a una orden tradicionalista que tiene su sede en la calle Jerusalén. Representan el sector más rancio de la Conferencia Episcopal. Para ellos el sacerdocio femenino es el peor de los anatemas. El viejo cura acusa a la mujer de todos los males, desde la expulsión del Paraíso por culpa de Eva, la dichosa manzana y toda esa vaina… Tendrías que haberlo oído…

Castro se quedó callado. La luz grisácea de la ventana endurecía su perfil angosto. Aquel caso le había llevado a un círculo cerrado de pensamientos. En lo más profundo de su mente no conseguía librarse de la sensación de que el deán no era en el fondo más que un chivo expiatorio sacrificado en la particular guerra de sectas que se estaba librando dentro de la propia curia. El forense lo conocía lo suficiente para adivinar su estado de ánimo.

– ¿No vas a contarme nada más? -dijo para sacarlo de su hermetismo.

– No hay mucho que contar -soltó Castro con resignación-. La chica debía de conocer el contenido del opúsculo, por eso buscó acercarse al deán para ganarse su confianza. Se introdujo en la orden y se hizo pasar por una de ellos, hasta que descubrió que el anciano escondía el texto prohibido junto con otros documentos en una gaveta oculta bajo el retablo del altar mayor. Lo demás es fácil de imaginar.

– Mucho saber me parece ése para una simple estudiante.

– Bueno, en realidad quien supervisaba la búsqueda era su profesor de teoría de los mitos, un tal Fidel Dalmau, Fidelius para los amigos. Toda una eminencia en simbología religiosa que, sin embargo, a la hora de la verdad resultó ser de los que saben nadar y guardar la ropa. El tipo estaba casado y mantenía con ella una relación clandestina. Para evitar el escándalo la facultad ha decidido concederle repentinamente un año sabático. Fue él quien le marcó el camino. Llevaba tiempo detrás de ese manuscrito. Al parecer estaba trabajando en una tesis con la que pretendía obtener una cátedra en la Sorbona. Cuando se dio cuenta de que el texto cedido a la universidad no incluía el opúsculo, debió de atar cabos… Hay individuos expertos en lograr que otros se jueguen la vida para conseguir lo que ellos no tienen cojones de hacer.

– Tampoco debió de serle muy difícil convencerla -argumentó Arias-. A la chica parecían gustarle esa clase de causas. A fin de cuentas estaba obsesionada con Prisciliano. ¿Quién sabe qué fuego ardía dentro de su enigmática cabeza?

– Sin duda habría sido una buena sacerdotisa. En cualquier caso, si su intención era hacerse con el texto original, no le sirvió de mucho -se lamentó el comisario-. Lo que realmente ocurrió en esos encuentros sólo ellos lo saben. La confesión del padre Barcia parece sacada del Apocalipsis. Según todos los indicios, la chica estuvo a punto de conseguir su objetivo. Estaba familiarizada con los evangelios. No debió de serle muy difícil llevar al cura a su terreno. Una vez dentro se convirtió en un auténtico peligro. Según ellos, Patricia Pálmer era la encarnación misma de Satanás, con toda su inteligencia y sus artes diabólicas. Vete a saber qué delirio llegó a imaginar el anciano en su locura. Cuando se dio cuenta de que les había engañado y había descubierto el escondite del libro, se le debieron de cruzar todos los cables. Fue entonces cuando en un arrebato de ira mesiánica cogió el mazo de las obras de restauración de una de las capillas y se abalanzó sobre ella por sorpresa. A Dios rogando y con el mazo dando…

– Una reacción primaria -apostilló el forense.

– Sí -matizó Castro con el colmillo retorcido-, quizá demasiado previsible en un hombre de su carácter.

– ¿Qué quieres decir?

– No sé… Tal vez alguien previo que en determinadas circunstancias el padre Barcia actuaría exactamente como lo hizo. Es sólo una suposición, sin embargo, no dejo de darle vueltas. Lástima que no podamos contar con la versión de la chica. Me habría gustado charlar con ella de un par de cosas.

El forense se levantó a coger un cestillo con pan de pueblo que la camarera le pasaba por entre las mesas. Durante unos segundos permaneció con la mirada fija en la fuente de los chocos. Los acontecimientos se habían precipitado en las últimas horas y todavía quedaban algunas cosas bajo la tinta negra del calamar.

– Lo que no acabo de entender es qué papel desempeñaba exactamente el diácono en todo el asunto.

– En un individuo con sus estudios y ambición el destino natural habría sido el Vaticano. De hecho formaba parte de la Comisión Pontificia para los Bienes Culturales de la Iglesia. Un tipo demasiado listo para mancharse las manos. Pero Santa Olalla ya no es asunto mío -dijo el comisario encogiéndose de hombros, aunque algo en el tono de su voz parecía indicar que no le había hecho ni pizca de gracia que lo hubieran dejado fuera de esa parte de la investigación.

Castro sabía que lo que tenían contra el diácono hasta el momento no era en modo alguno suficiente, por lo que lo más probable era que toda esa parte del asunto quedase en agua de borrajas. Para entrar a saco en ese capítulo sería necesario un juez decidido a llegar hasta el final, cosa poco probable, sobre todo teniendo en cuenta que el propio Vaticano había removido Roma con Santiago, nunca mejor dicho, para llevar a cabo la investigación sobre la congregación. La política de lavar la ropa sucia en casa.

– Por lo que respecta a nuestro caso -continuó Castro-, las cosas se le complicaron al aceptar encargarse de las maltrechas finanzas compostelanas. Cuando Evaristo López pasó a presidir el consejo de administración de Ferticeltia, vio el cielo abierto. Fue el gran momento de expansión de la orden. Utilizaron Galicia como punta de lanza para extenderse por el resto de España y América Latina con la ayuda de algunos políticos afines. Abrieron colegios de élite como Edelweiss o El Pinar, en la ría de Arousa, montaron sucursales, emprendieron proyectos conjuntos destinados a introducirse en distintos ámbitos económicos y financieros para ampliar la captación de fondos. Ciertamente cuando se tiene dinero y se saben manejar los recursos vaticanos, se pueden obrar milagros.

– Un caso perfecto de simbiosis entre el poder terrenal y el espiritual… -ironizó el forense.

– Y que lo digas… El tal Evaristo López es un verdadero gánster. Tenía todos los hilos bien amarrados. Los narcos con los que contactó a través del club de fútbol; la Caixa Nostra, a la que podía acceder por vía consorte, y la Iglesia por medio de su parentesco con Santa Olalla. A partir de ahí le vino todo rodado. Con lo que no contó fue con que una cristiana pelirroja y ecologista fuese a caer sobre sus planes como un auténtico misil de crucero.

– ¿Y qué crees que va a pasar con el diácono?

Castro se encogió de hombros.

– Habrás visto El padrino III, supongo. En cuestión de delitos económicos, la Iglesia cuenta con una larga tradición. Lo más probable es que Santa Olalla salga de ésta tan libre como el Espíritu Santo. Para el derecho canónico no cuenta el delito, sino el pecado que se castiga con el infierno. Y una vez en el infierno…, échale un galgo -Castro arqueó las cejas significativamente. No podía ocultar su desazón. Oficialmente la investigación había sido un éxito. El caso estaba resuelto, habían detenido a un asesino confeso, habían librado a la sociedad de unos cuantos malhechores y todo había salido bien a efectos internos, de estadísticas anuales, titulares en los medios de comunicación y medallas pertinentes con palmaditas en la espalda y música de final feliz.

Sin embargo, un buen poli sabe perfectamente cuándo las cosas se quedan a medias. Entonces arquea las cejas, maldice para sus adentros y se pide un whisky doble para conjurar la sensación de fracaso. A nadie le gusta abandonar a la suerte de un tribunal eclesiástico a unas adolescentes extranjeras sometidas a clausura y casi analfabetas. Pero un comisario de policía tampoco es Dios.

– ¿Y el otro cura, el de Caldas? -se interesó el forense.

– Ah…, Antón Fraguas. Bueno, ése es otro cantar. La Conferencia Episcopal daría cualquier cosa por verlo expulsado de su parroquia. Hace años que el cura de Caldas es la pesadilla particular de monseñor Souto Gadea. Estoy seguro de que estaba al tanto del asunto del manuscrito, pero no soltó prenda. Se acogió al secreto de confesión. Es un priscilianista convencido, igual que la chica. Actúan como una logia. Juran la inviolabilidad de los secretos del grupo aun a costa de mentir. «Iura, periura, secretum prodere noli» -dijo recordando las clases de latín de los hermanos maristas-. Pero hay que reconocer que, desde un punto de vista doctrinal, algunas de sus tesis son fascinantes.

– No te hacía tan aficionado a las cuestiones teológicas.

– Digamos que en ciertas circunstancias me caen bien los perdedores. Ya lo dijo alguien: los santos son herejes que tienen éxito, y los herejes son santos fracasados. Prisciliano puso en cuestión demasiadas cosas y le tocó perder. Así es la vida -el comisario moduló una sonrisa de perro viejo-. Estoy seguro de que si la ciencia moderna probara que en la urna de plata no están los huesos del apóstol Santiago, la fe de los peregrinos no cambiaría ni un ápice. A la gente le trae sin cuidado quién demonios está enterrado en la catedral.

– En eso tienes razón.

Un grupo de turistas extranjeros con impermeables amarillos y mochilas atravesaba la plaza en ese momento en dirección a la catedral siguiendo un plano de viaje. Mujeres de edad intermedia, cuarenta o cincuenta años, y hombres rubios fornidos. Noruegos o suecos, sin duda. Algunos portaban el bastón con la concha del peregrino.

– Mira -dijo Castro entre dientes mientras encendía un cigarrillo-. Apuesto a que ésos no han oído hablar de Prisciliano en su puta vida.

El forense siguió al grupo con la mirada a través del cristal por toda la plaza, donde el sol acababa de encontrar un hueco entre las nubes.


25 de mayo de 2007


Estación de Santa Apolónia, Lisboa


Bullicio matinal de llegadas y salidas. Hebras de luz blanca filtrándose a través de la estructura metálica modernista, llenando el vestíbulo de un aire abierto y cosmopolita. Carros de equipaje, paneles informativos, rostros en fuga de viajeros saliendo a la mañana ajetreada y laboral.

El expreso procedente de Santiago hizo su entrada por la vía uno del andén principal en medio de una vaharada densa, profundamente ferroviaria. Márquez bajó del tren con una pequeña mochila a la espalda y las cicatrices todavía frescas. Estaba flaca como un silbido. Llevaba puestos unos tejanos muy gastados, una camiseta de algodón y un jersey de color crudo atado a la cintura. Aquellos arcos de hierro ejercían un poderoso magnetismo sobre ella. Villamil le había dicho en una ocasión que algunas personas llevan un hilo oscuro cosido en su interior. El periodista la seguía con una bolsa de cuero cruzada al hombro y esa especie de condescendencia escéptica que lo caracterizaba.

El sol relumbraba con brillos primaverales en todas las esquinas, una estampa de cierta felicidad al alcance de cualquiera, como ver a la gente leyendo en los parques cuando el sol calienta los bancos de madera. Mientras se dirigían a la parada de taxis, ella se puso unas gafas de sol de color tostado que parecían alargar insólitamente la perspectiva de las calles con el tono sepia de los recuerdos. Durante un tiempo había creído olvidar todos los rostros, todos los nombres… Pero, claro, es un decir. Nada se olvida.

Estaba de buen humor. Un par de veces pasó su brazo por el hombro del periodista con un gesto espontáneo y franco, como si buscara un punto de apoyo. Todavía cojeaba un poco. Lo hizo de un modo natural, igual que dos viejos camaradas de armas que regresan juntos al campo de batalla.

Se acomodaron en el asiento trasero del taxi, mirando el tráfico de alrededor a través de la ventanilla como un territorio sin conquistar pero no del todo desconocido. Lisboa. A Márquez le agradaba esa sensación de dejarse conducir por una ciudad extranjera. Era lo más parecido a una tregua con el mundo exterior. Durante el trayecto todo quedaba momentáneamente aplazado, en suspenso. A la espera.

Echó la cabeza hacia atrás contra el respaldo del asiento, hundió las manos en los bolsillos de los vaqueros y empezó a silbar una vieja canción caboverdiana. Sangue de Beirona.

Si había algo que no le gustaba era ir dejando cuentas pendientes por el camino.

Загрузка...