Después de que el jet de Alitalia procedente de Amsterdam aterrizó en la pista del Aeropuerto Leonardo da Vinci, situado a cierta distancia de Roma, en la avanzada mañana de este viernes, y mientras caminaban a través del campo pavimentado y ascendían por la ancha rampa color rojo hacia la aduana controlada por carabinieri, donde se veía un letrero que decía Controllo Passaporti, en la mente de Steven Randall había predominado un pensamiento satisfactorio. Ángela había cedido.
Ambos habían seguido al maletero de camisa color azul que acarreaba sus maletas (Randall había retenido su preciado portafolio) a través del encristalado recinto de la terminal aérea, hormigueante como estaba de ruidosos pasajeros y visitantes, saliendo por debajo de un gigantesco alero de metal. Habían llamado a un taxi, y al pasar junto a la enorme estatua barbuda de Da Vinci, y cerca de los letreros esmaltados en azul que indicaban: ROMA, y los anuncios exteriores que promovían Pepsi-Cola, Ethiopian Airlines, Visite Israel, Telefunken, Olivetti, y los verdes pinos en forma de sombrilla, y los circundantes campos de zucchini y broccoli, y el mercado de comestibles conocido como Cassa del Mercato, y los edificios de apartamentos del suburbio de San Paolo, y el canódromo, y las losas rotas del Foro y el Coliseo (y durante el recorrido de media hora hasta el «Hotel Excelsior») Randall se sintió invadido por un sentimiento de creciente excitación.
Este lugar, antiguo y nuevo, se quedó pensando Randall, aquí es donde todo comenzó. Aquí, la gente lo recordaría siglos después, fue donde Resurrección Dos se había iniciado y donde el renacimiento de la fe había tenido su principio. Aquí fue donde una vez más se había dado esperanza a un mundo tristemente materialista. Todo esto sería posible (y él había rezado para que así fuera), si esta última duda negra pudiera ser borrada por la única persona del proyecto que, hasta ahora, los había eludido a todos.
Dejando a Ángela con su maleta en la acera de la entrada interior de coches del «Hotel Excelsior», Randall se había apresurado hacia el vestíbulo para registrarse para su estancia de una noche. Una vez que hubo depositado su propia maleta en el espacioso cuarto doble que le fue asignado, el número 406, había bajado con su portafolio para reunirse con Ángela y acompañarla a la quinta de la familia Monti, donde su recluido padre estaría esperándolos.
Al salir del hotel y cruzar la entrada de automóviles hacia Ángela, quien ahora estaba parada en la Via Vittorio Veneto haciéndole señas, Randall se sintió como si hubiera entrado a la ardiente ráfaga de un horno. Era el mediodía, y Roma estaba cociéndose bajo el intenso sol veraniego.
Ángela había alquilado un automóvil con chófer, un sonriente, pequeño y sempiterno italiano que usaba pantalones blancos de dril y que se había presentado como Giuseppe. Su coche, un «Opel» grande y flamante, afortunadamente tenía aire acondicionado y todas las ventanillas cerradas.
Acomodándose en el asiento trasero, Ángela, que estaba seria, observó a Randall cerrar la puerta.
– ¿Estás listo? -dijo ella-. Ahora iremos a ver a mi padre.
– De nuevo, Ángela, gracias.
Ella habló rápidamente en italiano al chófer y le dio en inglés el domicilio adonde iban.
– A la Villa Bellavista, que está justo después de entrar a la Via Belvedere Montello.
El auto giró rápidamente y se metió al tráfico de la Via Veneto. Iban en camino a ver al profesor Augusto Monti.
«Por fin», pensó Randall.
El recorrido duró cuarenta minutos, tal vez cuarenta y cinco. Randall alcanzó a ver los nombres de algunas de las plazas y las calles por las que transitaban. Piazza Barberini. Via del Tritone. Piazza Cavour. Viale Vaticano, bordeando la ciudad del Vaticano. Via Aurelia, a la salida de Roma. Via di Boccea, ya en la campiña, con algunos edificios y poblados esparcidos.
Una vuelta a la derecha. La Via Belvedere Montello. El «Opel» estaba aminorando la marcha. El «Opel» frenó.
– Aquí es -dijo Ángela-. Villa Bellavista.
Randall miró por la ventanilla del auto. Detrás de una cerca de hierro color verde, cuya base de piedra era una combinación de rosa y amarillo, más allá de un jardín ondulado y parcialmente oculta tras de cipreses y pinos, se alzaba una rojiza mansión de dos pisos.
Ángela dijo algo al chófer, éste metió la velocidad y el «Opel» se movió lentamente junto a la cerca de hierro hasta llegar a la puerta que un portero canoso sostenía abierta. El portero saludó y Ángela contestó el saludo, mientras Giuseppe dirigía su coche a través de una vereda. Segundos después se encontraban frente a la escalinata que conducía a la terraza y a la apartada puerta principal de la mansión.
Giuseppe había dado la vuelta al auto rápidamente para ayudarlos a salir. Randall, con su portafolio y una mezcla de emociones (expectación, aprensión), subió los escalones junto con Ángela. Al llegar a la puerta principal, ella no se molestó en sacar la llave. La puerta no estaba acerrojada. La abrió, por encima del hombro hizo a Randall una seña con la cabeza, y él la siguió hacia dentro de la casa.
Estaban en el pasillo de entrada, cuyo piso estaba compuesto por ladrillos barnizados. A la izquierda había una escalera. A la derecha, una sala. Entraron a la sala, que era un cuarto enorme con techo abovedado y por piso más ladrillos rojos barnizados. El mobiliario incluía dos pianos de cola, varios conjuntos de muebles y una variedad de lámparas.
«Demasiada casa para un profesor retirado y solitario», pensó Randall.
Ángela lo condujo hacia el conjunto más cercano para que tomara asiento; un sofá de terciopelo verde, una mesa para café y varias sillas en color crema. Pero Randall no se sentó en el sofá. Permaneció de pie, rígido, con la vista fija. Dos escenas extrañas y confusas llamaron su atención.
Al frente, la ventana que daba al jardín lo inquietó. Estaba protegida con barrotes de arriba a abajo.
También al frente, a través de una puerta lateral, dos mujeres jóvenes habían entrado al cuarto. Estaban idénticamente ataviadas, con cofias almidonadas, cuellos blancos y delantales encima de unos uniformes azul marino.
Perplejo, Randall se giró hacia Ángela. Ella lo miraba fijamente, e hizo una pequeña afirmación con la cabeza.
– Sí, mi padre vive aquí -dijo ella-. Es un asilo de locos.
Quince minutos después, a solas y paseando inquietamente por toda la sala (la recepción, en realidad) de la Villa Bellavista, Steven Randall aún no se recuperaba de la impresión que le causó la revelación de Ángela.
Hasta hoy, le había parecido perfectamente lógico creer que el profesor Monti se hallaba recluido en las afueras de Roma por razones políticas. Aun al llegar aquí, la Villa Bellavista le había engañosamente parecido una residencia privada; un escondite perfecto y lujoso para quien había sido un eminente arqueólogo que había hecho un descubrimiento invaluable. De hecho, esta construcción había sido, tiempo atrás, la mansión campestre de algún acaudalado romano que luego la vendió a un grupo de psiquiatras italianos que la habían convertido en una casa di cura, un sanatorio para enfermos mentales. Los doctores habían tenido buen cuidado de que el edificio conservara, hasta donde fuera posible, su mobiliario residencial y su atmósfera hogareña, en la creencia de que eso produciría un efecto saludable en los pacientes.
Pero era, simple y llanamente, usando las palabras de Ángela, un asilo de locos. Y el profesor Monti era, y había sido durante más de un año, su paciente más prominente (aunque sin publicidad).
Todo esto se lo había dicho Ángela en los emotivos momentos que siguieron a su primera revelación.
– Ahora comprenderás mis evasivas y mis mentiras -había dicho Ángela-. Mi padre estaba perfectamente bien; era normal, tenía la mente claramente aguda, hasta hace poco más de un año. De la noche a la mañana sufrió un colapso mental total. Se volvió abstraído, desorientado, incomunicativo, y desde entonces lo han atendido aquí. No podía decírselo a nadie; ni a los editores, ni siquiera a ti, Steven. Si se hubiera sabido la noticia… si la hubieran distorsionado los enemigos de mi padre o los enemigos del proyecto… podría haberse creado un estigma, una duda acerca de todo su trabajo, de su descubrimiento, del propio proyecto. Yo no podía permitir que eso sucediera, así que me interpuse entre mi padre y todos aquellos que deseaban verlo. Pero anoche me di cuenta de que ya no podría impedir que tú lo averiguaras. Estuve tentada a decírtelo y terminar con el asunto, pero temía que pudieras todavía pensar que te estaba mintiendo. Así que hice lo que tú deseabas. Te traje a Roma, a la Villa Bellavista, para que vieras por ti mismo. Ahora, ¿confiarás en mí, Steven?
– Por siempre jamás, querida -Randall la había tomado en sus brazos, conmovido y avergonzado-. Lo siento, Ángela; en verdad lo siento. Espero que me perdones.
Ángela lo había perdonado, porque pudo comprender sus dudas, y le había dicho otra cosa:
– Además, te traje aquí para que conocieras a mi padre por otra razón. Él normalmente está en lo que parece ser un estado catatónico, aunque algunas veces, en raras ocasiones, muy raras, tiene breves intervalos de lucidez. Siempre, cuando mi hermana y yo lo vemos, está completamente fuera de contacto con toda realidad. Pero algunas veces tiene un destello, un chispazo de su propio ser normal y consciente. Yo esperaba, por ti, que al mostrarle la fotografía y al hablarle, podrías conmover algún recuerdo de su pasado. De este modo, se despejaría tu última duda acerca del Evangelio según Santiago.
– Gracias, Ángela. Pero, realmente no esperas que tu padre pueda reconocer algo, ¿verdad?
– Es muy poco probable. Sin embargo, uno nunca sabe. Existen tantos misterios acerca de la mente humana. De todos modos, entraré a verlo yo sola. Tú espera aquí. No me demoraré. Después, yo me encargaré de que alguien te lleve a verlo.
En seguida, Ángela desapareció.
Randall continuó paseando, tratando de comprender cómo un brillante profesor como Monti (con una mente tan abierta durante toda su vida) pudo haberse vuelto loco de la noche a la mañana. Ya no le interesaba alternar con esa mente. Nunca antes había tenido que vérselas con un enfermo mental. No tenía la menor idea de lo que podía esperar o de cómo comportarse. No obstante, se aferraba a una pequeña esperanza de que el profesor pudiera (con alguna palabra, alguna seña) resolver sus inquietudes acerca del Papiro número 9, y sabía que debía llevar a cabo esa entrevista.
Randall se dio cuenta de que Ángela Monti había reaparecido.
No estaba sola. Había entrado a la sala de recepción acompañada por una joven enfermera, alta y huesuda. La enfermera permaneció atrás, junto a la puerta abierta, y Ángela se dirigió hacia Randall, circunspecta y tensa.
– ¿Cómo está? -quiso saber Randall.
– Tranquilo, cortés, sereno -dijo ella, tragando saliva y añadiendo-: No me reconoció.
Ángela trató de contener las lágrimas, pero no pudo. Apresuradamente, Randall le pasó un brazo alrededor de los hombros, tratando de confortarla. Ella buscó a tientas un pañuelo en su bolso, se lo llevó a los ojos, y finalmente levantó la vista hacia Randall, forzando una ligera sonrisa.
– Siempre… siempre me sucede lo mismo. Olvídalo, ya se me pasará. Ahora puedes ir a verlo, Steven. No te preocupes. Es inofensivo, calmado. Traté de hablarle de ti. No sé si me entendió. Pero inténtalo tú. Ve con la enfermera… la Signora Branchi. Ella te mostrará el camino. Yo estaré ocupada mientras tanto. Tengo que llamar a casa y decirle a Lucrezia (nuestra ama de llaves) que mi hermana llegará hoy de Nápoles con los niños para verme.
Randall la dejó, se presentó con la señora Branchi, y juntos se dirigieron a un antiséptico corredor. A la mitad del camino, la señora Branchi sacó del bolsillo de su uniforme azul marino un aro de llaves.
– Ésta es la habitación del profesor Monti -dijo ella. Luego, dándose cuenta de que la puerta estaba entreabierta, instantáneamente se inquietó-. Se supone que debería estar cerrada con llave -asomó la cabeza en el cuarto y se volvió hacia Randall con evidente alivio-. Es la camarera. Está dentro recogiendo la bandeja del almuerzo.
Segundos después, la camarera, que llevaba un uniforme diferente (cofia y un delantal blanco sobre un vestido color de rosa), salió con los residuos de la comida.
La señora Branchi murmuró una pregunta en italiano, y la camarera respondió en voz baja, alejándose rápidamente por el corredor. La enfermera miró a Randall.
– Le pregunté cómo está el profesor, y me dijo que como de costumbre, sentado frente a la ventana, mirando hacia fuera. Podemos entrar. Simplemente los presentaré y lo dejaré a solas con él. ¿Cuánto tiempo necesitará usted?
– No lo sé -dijo Randall nerviosamente.
– El doctor Venturi prefiere que las visitas no excedan de diez a quince minutos.
– Muy bien, deme quince minutos.
La señora Branchi abrió más ampliamente la puerta y dejó entrar a Randall, quien se asombró de que ése de ninguna manera fuera un cuarto de hospital. Él se esperaba un cuarto similar al que su padre había ocupado en el hospital de Oak City, pero esta habitación tenía la apariencia de cuarto de estar-biblioteca-recámara, combinados dentro de un apartamento privado.
La impresión inmediata que le dio a Randall fue la de un recinto soleado, confortable, acogedor, con un placentero aire acondicionado. A un lado de la pieza estaba la cama, y junto a ella una mesa y una lámpara. Una puerta parcialmente abierta dejaba entrever un gran cuarto de baño con el piso de mosaico azul. En el lado opuesto del cuarto, debajo de una moderna pintura al óleo, estaba un decorativo escritorio con su silla de piel, y sobre el escritorio había fotografías enmarcadas de una mujer de avanzada edad con grandes aretes (probablemente su difunta esposa), retratos de las hijas del paciente, Ángela y Claretta, así como de sus nietos. En el centro de la habitación había un mullido sillón, una mesa con una planta verde y dos rígidas sillas. A través de la ancha ventana se observaba una tranquila vista de los jardines. Sólo las delgadas barras de hierro echaban a perder la serenidad del paisaje y, al igual que las paredes pintadas de blanco, le recordaban a uno que ésta era una clínica psiquiátrica.
Frente a la ventana, meciéndose mecánicamente hacia delante y hacia atrás, casi perdido en las profundidades de la mecedora, estaba un pequeño y remoto anciano, con el rostro todavía rollizo, mechones de cabello blanco, prominentes cejas grises y unos vacíos y acuosos ojos fijos en las flores del exterior. Ése era, con menos porte, más acabado, el hombre que Randall había visto la noche anterior en las fotografías tomadas seis años atrás.
La señora Branchi se había dirigido hacia la mecedora, tocando la manga de la camisa deportiva color café que vestía el paciente.
– Profesor Monti -dijo ella suavemente, hablándole como si estuviera despertando a alguien-, tiene usted un visitante de Norteamérica.
Con un dedo le hizo señas a Randall, a la vez que tras de sí buscaba a tientas una de las pesadas sillas para arrastrarla frente a la mecedora.
– Profesor, éste es el señor Randall. Está interesado en su trabajo.
El profesor Monti observó el movimiento de los labios de la enfermera con leve interés, pero no hizo reconocimiento alguno de la presencia de Randall.
La señora Branchi se volvió.
– Los dejaré, señor Randall. Si me necesita, hay un timbre colgando de la cabecera de la cama. De no ser así, vendré por usted dentro de quince minutos.
Randall esperó a que ella se hubiera marchado, escuchó el pestillo de la cerradura de la puerta y finalmente se sentó en la dura silla que estaba frente a la pequeña figura de la mecedora.
El profesor Monti se había dado cuenta, al fin, de la presencia de su visitante, y ahora lo observaba silencioso y sin curiosidad.
– Soy Steven Randall -dijo, presentándose nuevamente-. Soy de Nueva York. Soy amigo de su hija Ángela. Usted acaba de verla, y creo que ella le habló un poco de mí.
– Ángela -dijo el profesor Monti.
Repitió el nombre sin acento ni puntuación, sin reconocimiento ni interrogación. Simplemente había repetido el nombre del mismo modo como un niño comprueba la rareza de un juguete nuevo.
– Estoy seguro de que ella le habló acerca de mi relación con Resurrección Dos y del trabajo que estoy desarrollando para promover su descubrimiento -continuó Randall.
Se sentía como si estuviera dirigiéndose a la blanca pared que estaba más allá de la mecedora de Monti. Tuvo el impulso de llamar con el timbre a la señora Branchi y correr. No obstante, compulsivamente, prosiguió hablando, contándole cómo George L. Wheeler lo había contratado y lo había llevado a Amsterdam. Le habló del entusiasmo que él y los demás del proyecto sentían ahora que se acercaba el día del anuncio, cuando el descubrimiento del profesor en Ostia Antica se daría a conocer a millones de personas en todo el orbe.
Conforme Randall presionaba, el profesor Monti comenzó a prestar más atención. Aunque estaba retraído e incapacitado o indispuesto para hablar, Monti parecía estar interiormente receptivo a lo que Randall le estaba diciendo. Parecía estar tan alerta como lo estaría cualquier persona ligeramente senil ante el monólogo de un extraño.
Randall se reanimó. Éste podría ser el largamente esperado intervalo lúcido, posiblemente provocado por el hecho de que Randall estaba pisando sobre terreno conocido. Éste podría ser un día de suerte.
– Permítame decirle exactamente por qué estoy aquí, profesor Monti -dijo Randall.
– Sí.
– Su descubrimiento ha sido autenticado. El Nuevo Testamento revisado ha sido traducido a cuatro idiomas. La Biblia está casi lista para su publicación, excepto que… -Randall titubeó, y luego continuó decididamente-. Ha surgido un problema. Espero que usted pueda resolverlo.
– Sí.
Randall observó el rostro del profesor. Había en él genuina curiosidad, o así lo parecía. Randall se sintió definitivamente alentado.
A punto de resumir, Randall se agachó a su portafolio, puso en marcha su grabadora y luego extrajo la fotografía crucial.
– Varios de nosotros encontramos un error desconcertante (o cuando menos lo que nosotros pensamos que es un error) en la traducción. Ahora bien, le diré qué es lo que me inquieta. -Randall revisó la fotografía-. Aquí tengo una fotografía tomada del Papiro número 9, uno de los papiros que usted encontró cerca de Ostia Antica. Lo que me inquieta es que esta reproducción no es igual a la primera fotografía que yo vi del Papiro número 9. Mi preocupación es que ese papiro haya sido alterado por alguna persona o que haya sido sustituido por otro.
El profesor Monti se inclinó un poco hacia delante en su mecedora.
– ¿Sí?
Estimulado, Randall continuó.
– Ya no existe forma alguna de saber si esta fotografía representa al papiro original que usted descubrió o si corresponde a un papiro alterado. El negativo de la foto original se perdió en un incendio. Sin embargo, profesor Monti, Ángela dice que usted vivió tan cerca de todos los preciados fragmentos, que cada signo, cada garabato, cada punto está grabado en su mente. Ángela piensa que usted sabría casi de inmediato si esta foto es en realidad una reproducción verdadera del papiro que usted extrajo de la excavación o si representa una hoja alterada o sustituida. Es de primordial importancia, profesor Monti, que nosotros sepamos la verdad. ¿Puede usted decirme si ésta es una fotografía del papiro que usted descubrió en Ostia Antica?
Entregó la reproducción al profesor Monti, quien la tomó cuidadosamente con sus temblorosas manos. Durante varios segundos, el profesor ignoró la fotografía, mirando fijamente a Randall y meciéndose en silencio.
Finalmente, como si recordara lo que tenía en las manos, sus ojos se desviaron hacia la fotografía. Lentamente la levantó y la ajustó a cierto ángulo, para que la luz del sol qué se filtraba a través de la ventana con barrotes brillara sobre ella. Una sonrisa se formó gradualmente en su redonda cara, y Randall, observándolo, sintió surgir la esperanza.
Transcurrieron mudos segundos. El profesor Monti bajó la foto hasta su regazo, con los ojos todavía fijos en ella. Sus labios comenzaron a moverse, y Randall se esforzó por captar las palabras, entrecortadas y apenas audibles.
– Verdadera, es verdadera -estaba diciendo el profesor Monti-. Yo escribí esto.
Levantó la cabeza para afrontar la mirada de Randall.
– Yo soy Santiago el Justo. Yo fui testigo de estos acontecimientos -sus labios volvieron a moverse, y su voz se hizo más fuerte-. Yo, Santiago de Jerusalén, hermano del Señor Jesucristo. Su heredero, el mayor de Sus hermanos supervivientes e hijo de José de Nazaret, pronto seré llevado ante el Sanedrín y su más alto sacerdote, Ananías, acusado de conducta sediciosa en virtud de mi jefatura de los seguidores de Jesús en nuestra comunidad.
Randall se recargó en su silla, abatido.
«Dios mío -se dijo a sí mismo-, el anciano cree que él es Santiago de Jerusalén, hermano de Jesucristo.»
El profesor Monti había elevado la mirada hacia el techo, y continuó hablando, con mayor fervor en su temblorosa voz.
– Los otros hijos de José, hermanos supervivientes del Señor y míos propios, son José, Simón y Judas. Todos están más allá de los linderos de Judea e Idumea, y yo quedo para hablar del primogénito y más amado hijo.
El profesor Monti estaba recitando, con su acentuado inglés, una de las primeras partes del papiro arameo que había sido incluido en el Evangelio según Santiago, dentro del Nuevo Testamento Internacional. Pero había algo inesperado, casi misterioso, en la citación, y Randall lo captó de inmediato. El profesor Monti, al enumerar los nombres de los hermanos de Jesús y Santiago, estaba añadiendo un trozo faltante del tercer papiro; una porción que se había desmoronado o disuelto y que había desaparecido después de casi dos mil años.
Esto era inexplicable, salvo por una posibilidad… que el profesor Monti estaba (o había estado) tan compenetrado con el conocimiento bíblico que había recordado los nombres por lecturas de otras fuentes, como el Evangelio según San Mateo o los Actos de los Apóstoles o de Eusebio, el antiguo historiador de la Iglesia, y los había incorporado a su recitación.
– Yo, Santiago el Justo, hermano de Nuestro Señor…
El profesor Monti seguía con su declamación demente.
Sobrecogido por la tristeza que le causaban el desahuciado viejo y la pobre Ángela, Randall escuchó apesadumbrado.
Las palabras del profesor Monti se habían vuelto inaudibles. Luego cayó en el silencio y se quedó mirando fijamente a los jardines a través de la ventana.
Suavemente, Randall tomó la fotografía del regazo del anciano y la devolvió a su portafolio. Apagó su grabadora y vio la hora en su reloj. La señora Branchi estaría de vuelta en un minuto o dos.
Se puso de pie con su portafolio.
– Gracias, profesor Monti, por su tiempo y su colaboración.
Para sorpresa de Randall, el profesor Monti se levantó cortésmente de la mecedora. Se veía más pequeño que antes. Esquivando a Randall se dirigió a su escritorio, se colocó detrás y pareció que momentáneamente había olvidado su propósito. Luego abrió un cajón y buscó una hoja de papel en blanco y un pedazo de lápiz amarillo.
Hizo varios trazos sobre el papel, revisó su obra, añadió otro trazo, y pareció estar satisfecho consigo mismo. Levantó el papel y se lo ofreció a Randall.
– Para usted -le dijo.
Randall aceptó el papel, preguntándose qué era lo que Monti había dibujado.
– Es un regalo -murmuró el profesor Monti-. Lo salvará a usted. Es un regalo de Santiago.
Randall bajó la vista hacia la hoja de papel que tenía en la mano. En ella había un tosco dibujo.
Era un bosquejo infantil, primitivo y enigmático, de un pez atravesado por un arpón.
Éste era el regalo de Santiago, un talismán que salvaría a Randall, según había prometido el profesor. Para Randall no tenía ningún sentido, y se preguntaba cuál sería el significado que le había dado la mente nebulosa del profesor Monti. Randall suspiró. Nunca lo sabría, y ya no parecía importarle.
Randall oyó que la puerta del cuarto se abría.
Rápidamente, dobló el dibujo y lo deslizó dentro del bolsillo de su chaqueta. Dio las gracias al profesor Monti por ese regalo, y nuevamente le agradeció el tiempo que le había concedido. Luego dejó al padre de Ángela junto al escritorio y se dirigió hacia la señora Branchi, que estaba en la entrada.
Al llegar al corredor, vio cómo la enfermera cerraba la puerta con llave. Acercándose a él, ella le dijo:
– Ahora lo llevaré de vuelta con la Signorina Monti.
Pero Randall no estaba listo para marcharse todavía. Se le había ocurrido algo más.
– Señora Branchi, me estaba preguntando… ¿hay algún médico o psiquiatra en el sanatorio que esté encargado del caso del profesor Monti? Quiero decir, ¿hay algún doctor que haya atendido de cerca al paciente?
– Sí, por supuesto. Hay siete doctores en nuestro cuerpo médico, pero el director es el doctor Venturi. Él ha vigilado al profesor Monti desde que fue admitido a la Villa Bellavista. Tiene su despacho en la planta alta.
– ¿Sería posible verlo, aunque fuera brevemente?
– Espere aquí. Veré si está desocupado.
El doctor Venturi estaba desocupado.
El director del cuerpo médico era un esbelto italiano semicalvo, de benévolos y límpidos ojos oscuros, nariz arqueada y manos inquietas. No tenía la apariencia de médico, y Randall pensó que esto era porque vestía una alegre chaqueta a cuadros en lugar de la tradicional bata blanca.
Cuando Randall le preguntó por la bata, el doctor Venturi le explicó amablemente:
– La bata acostumbrada en las clínicas establece una barrera entre médico y paciente, cosa que nosotros no estimamos deseable. Queremos que nuestros pacientes se sientan en igualdad con sus doctores. Para nosotros es importante que ningún paciente (incluyendo al profesor Monti) se sienta diferente de nosotros. Deseamos que nos tengan confianza y que se relacionen con nosotros como amigos.
La oficina del doctor Venturi era tan poco médica como su propia persona. Sentado en una silla con tapiz floreado frente al escritorio imperial del médico, Randall se encontraba en medio de una habitación amueblada con modernos sofás, plantas exuberantes y pinturas abstractas.
Randall, en un último esfuerzo desesperado por encontrar alguna pista acerca del misterio del Papiro número 9, había estado informando al doctor Venturi de su infructuosa reunión con el profesor Monti. Acababa de relatarle la fantasía de Monti de creer que él era Santiago, hermano de Jesucristo.
– ¿Se ha comportado el profesor Monti de esa manera con anterioridad? -inquirió Randall.
– Frecuentemente -dijo el doctor Venturi, tomando un abrecartas y dejándolo; levantando un lápiz y volviéndolo a dejar-. Y eso nos resulta muy desconcertante. Ese comportamiento no corresponde a sus síntomas generales. Mire usted, alguien que cree que es un mesías (o el hermano de Jesús en este caso) generalmente es un paranoico con un complejo de superioridad. El profesor Monti, por otra parte, padece de pérdida de la memoria y tiene síntomas catatónicos relacionados con la histeria y que se fundamentan en sentimientos de culpa. Sería clínicamente comprensible que él tuviera fantasías, pero por lo común un paciente bajo sus condiciones no creería tener la identidad de una persona prominente como Jesús o Santiago, sino más bien la de alguien que tal vez se siente culpable de haber dañado a Jesús o a Santiago. Su comportamiento de hoy con usted, representando al hermano de Jesucristo, sigue siendo incomprensible para mí. Pero, naturalmente, nosotros conocemos muy poco acerca del pasado interior del profesor Monti, de su mente, y es poco probable que alguna vez tengamos la oportunidad de saber más.
Randall se agitó en su silla.
– ¿Quiere usted decir que no sabe nada acerca de los antecedentes profesionales del profesor Monti y de sus excavaciones arqueológicas?
– Ah, señor Randall, entonces, ¿usted sabe acerca del descubrimiento de Monti en las afueras de Ostia Antica? Yo no podía hablar de eso hasta que…
– Yo formo parte del proyecto, doctor Venturi.
– No estaba yo seguro. Sus hijas me hicieron jurar que jamás hablaría de eso con ningún extraño, y he cumplido mi palabra.
– ¿Qué sabe usted acerca del trabajo del profesor? -preguntó Randall.
– De hecho, muy poco. Cuando me llamaron para hacerme cargo del caso, el nombre del profesor Monti ya me era familiar, por supuesto. Su nombre es muy conocido en Italia. Por sus hijas me he enterado de que él había hecho una excavación cerca de Ostia Antica que tendría gran importancia en los campos de la historia bíblica y la teología. Se me dijo que sería la piedra angular de una nueva Biblia.
– Pero, ¿no conoce usted la esencia del descubrimiento?
– No. ¿Está usted sugiriendo que si la conociera podría yo entender mejor sus fantasías acerca de creerse Santiago, hermano de Cristo?
– Podría arrojar alguna luz, doctor. Y sí, lo que el profesor Monti descubrió se convertirá en una nueva y trascendental Biblia.
– Eso es lo que sospechaba. Recientemente, en Il Messaggero, nuestro diario romano, leí un artículo en tres partes escrito por un periodista británico… se me olvida su nombre…
– ¿Cedric Plummer?
– En efecto, Cedric Plummer. Los artículos eran vagos (extensos, aunque escasos de hechos concretos), acerca de los preparativos secretos que se llevan a cabo en Amsterdam para la publicación de una nueva Biblia, cuya versión estará basada en unos nuevos descubrimientos y respaldada por los eclesiásticos conservadores para sostener el statu quo. Me pareció intrigante, pero tan lleno de especulaciones y rumores que me resultó difícil tomarlo en serio.
– Puede usted tomarlo en serio -dijo Randall.
– Ah, entonces, ¿ésa es la Biblia que próximamente se publicará y de la cual nuestro paciente es el responsable? -El doctor Venturi giró distraídamente una página de su calendario de escritorio y la volvió a su sitio-. Qué lástima que el profesor Monti no podrá gozar de los frutos de su trabajo. Por lo que respecta a sus fantasías, aunque esta Biblia nos las podría esclarecer, yo dudo que tuvieran alguna significación médica para él. ¿Ocurrió algo más durante su reunión con Monti allá abajo?
– Me temo que no -dijo Randall. Luego lo recordó y buscó dentro del bolsillo de su pantalón-. Excepto por esto. -Desdobló la hoja de papel y se la enseñó al médico-. El profesor Monti hizo este dibujo y me lo dio cuando iba yo a salir. Dijo que era un regalo que me traería la salvación.
– Ah, el pescado -dijo el doctor Venturi, reconociéndolo.
No tomó el dibujo de manos de Randall, sino que buscó entre los expedientes que había en su escritorio y abrió uno. De ahí sacó varias hojas de papel y se las mostró a Randall, una tras otra, seis en total. Cada una era una variante del bosquejo del pez arponeado que Randall sostenía en las manos.
– Como usted puede ver, señor Randall, yo tengo mi propia colección privada de la producción del profesor Monti -dijo el médico-. Sí, él hace ocasionalmente esos dibujos para regalarlos a sus enfermeras o a mí, y me temo que su creación artística está limitada a este único sujeto… el pescado.
Está obsesionado con él. Nunca se ha sabido que haya dibujado ninguna otra cosa desde que ha estado aquí bajo nuestro cuidado. Sólo el pez.
– Debe tener alguna significación -rumió Randall-. ¿Tiene usted alguna teoría acerca de lo que está tratando de comunicar?
– Naturalmente, pero no puedo imaginar con precisión de qué se trata, excepto que ese pez está estrechamente relacionado con su fantasía de vivir en el siglo i. Como sin duda usted sabe, los primeros seguidores de Cristo, los primeros cristianos, cuando fueron perseguidos y acosados, empleaban el símbolo del pez para identificarse secretamente uno con otro. El origen de esta contraseña visual es interesante. Para sus primeros discípulos, el Mesías era conocido como «Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador», lo cual, traducido al griego, el idioma usado por las fuerzas romanas de ocupación, era Iesous Christos, Theou, Uios, Soter. Las iniciales de esas cinco palabras en griego, que se deletreaban I-CH-TH-U-S, se han convertido a ICTHYS… la palabra griega que significa pez. Hoy en día, el estudio de los peces se llama ictiología. Así que, como usted ve, las iniciales del nombre de Jesucristo junto con sus títulos formaban la palabra pez… el símbolo de identificación entre los seguidores del culto de los cristianos.
– Fascinante -convino Randall, examinando una vez más el dibujo de Monti-. Pero el arpón no era parte del símbolo, ¿o sí?
– No -dijo el doctor Venturi, devolviendo su colección de dibujos al expediente-, no, eso parece ser una añadidura hecha por el profesor Monti. El arpón… o jabalina o lanza… sea lo que fuere… parece ser un símbolo negativo. No obstante, ¿quién podría decir qué es lo que verdaderamente pasa por su mente? Al creerse Santiago, el hermano, ¿está proyectando una rivalidad fraternal hacia Jesús, el pez, arponeándolo? ¿O acaso piensa que la lanza atravesando el símbolo de su hermano es un arma que traspasa su propia persona? No podemos decirlo. Yo me temo que este símbolo, al igual que tantas otras cosas relacionadas con el profesor Monti, permanecerán en el misterio.
El doctor Venturi sacó una vieja pipa de espuma de mar y una bolsa de tabaco.
– ¿Le molesta? -preguntó el médico.
Randall señaló su propia pipa de brezo, y después de que hubieron intercambiado mezclas de tabaco y de que comenzaron a fumar, ambos volvieron al asunto del profesor Monti. Fue entonces que Randall decidió remontarse al pasado.
– Doctor -dijo-, ¿cuándo fue el profesor Monti confinado a esta clínica por primera vez? Y, si es que está usted en libertad de decírmelo, ¿cuáles fueron las circunstancias bajo las que fue remitido aquí?
– ¿Las circunstancias? -El doctor Venturi echó bocanadas de humo-. Naturalmente, la historia clínica es confidencial, pero cuando Ángela Monti me avisó que iba a traerlo a usted, también solicitó que el personal le fuera franco y claro acerca del estado de su padre.
– Ella está en la sala de espera -dijo Randall apresuradamente-. Si desea usted consultarla nuevamente…
– No hay necesidad. -El doctor Venturi inhaló pensativamente el humo de su pipa de espuma de mar, y finalmente la colocó en un cenicero de cerámica-. Yo intervine en el caso… permítame recordarlo… hace aproximadamente un año y dos meses. Un colega (que era el médico de la familia Monti) me notificó que mis servicios se requerían con urgencia para uno de sus pacientes que estaban en el Policlínico, un hospital que está en los terrenos de la Universidad. El paciente resultó ser el profesor Augusto Monti. Había sufrido un repentino y agudo colapso nervioso. Inmediatamente fui a verlo, lo examiné y diagnostiqué su estado.
– ¿Qué fue lo que provocó que lo recluyeran en el hospital?
Distraídamente, el doctor Venturi tomó su pipa, la dejó, buscó un lápiz y comenzó a garrapatear en un bloc de notas.
– ¿Usted desea conocer las circunstancias que indujeron a la reclusión? Dos días antes del colapso, según supe posteriormente, el profesor Monti estaba siguiendo su rutina habitual en la Universidad de Roma. Había estado impartiendo su cátedra en el Aula di Archeologia. Había estado conferenciando con sus colaboradores de facultad. Había preparado una solicitud para una subvención que le permitiera realizar una nueva excavación en Pella. Ese día, además, al igual que en la mayoría de sus días ocupados, había llevado un programa de citas y había recibido a los visitantes.
– ¿Qué tipo de visitantes?
– El tipo que normalmente recibe un prominente arqueólogo. Algunas veces veía a colegas y catedráticos de otros países o bien a funcionarios gubernamentales. Tal vez a vendedores de equipo para excavaciones, estudiantes graduados o directores de publicaciones arqueológicas. Yo no conozco con exactitud sus actividades de ese día. Su hija podrá decirle más al respecto. Yo sólo sé que había estado en la universidad la mayor parte de la mañana, que había salido una o dos veces para cumplir con unas citas y que había regresado nuevamente a su despacho para continuar trabajando. Por la noche, puesto que no había regresado a su casa para cenar, su hija Ángela telefoneó a la escuela para pedir al conserje de guardia que le recordara a su padre que era hora de volver a casa. El conserje subió por la escalera a la oficina del director del departamento de arqueología y llamó a la puerta, pero no recibió respuesta, lo que le pareció extraño puesto que las luces estaban encendidas. Se decidió a entrar, y allí encontró al profesor en su escritorio (el escritorio estaba desordenado y una lámpara volcada) murmurando ininteligiblemente, diciendo incoherencias, justo la clase de plática que acaba usted de escucharle. Estaba totalmente desorientado. Luego, sobrevino un estupor. El conserje, asustado, llamó a Ángela Monti y solicitó inmediatamente una ambulancia.
Randall se estremeció al imaginar la escena, reviviendo lo que debió haber sido un verdadero horror para la pobre Ángela.
– ¿Estaba coherente el profesor Monti…?, o, mejor dicho, ¿después de eso volvió a coordinar alguna vez?
– Ni una sola vez en el año y meses que han transcurrido -dijo el doctor Venturi con un suspiro-. Sencillamente, algo se había interrumpido, por así decirlo, dentro de su cerebro. Para usar el lenguaje vernáculo, literalmente había perdido la razón. Desde entonces no ha tenido contacto alguno con la realidad.
– ¿No existe esperanza alguna de que se recupere?
– ¿Quién puede decirlo, señor Randall? ¿Quién sabe lo que el futuro nos traerá en los campos de la ciencia, la medicina, la psiquiatría, o los progresos venideros en la bioquímica de las anormalidades mentales? En la actualidad no hay nada. Puede usted estar seguro de que lo hemos intentado todo. Después de varios días, hice que el profesor Monti se mudara aquí, a la Villa Bellavista. Llevamos a cabo, en vano, varias formas de tratamiento… psicoterapia, medicación farmacológica, electrochoques bajo anestesia. Ahora, sólo nos esforzamos porque siempre esté cómodo y en paz, para que pueda dormir. Además, lo estimulamos para que se mantenga ocupado. Lo motivamos para que asista con regularidad a nuestro taller a trabajar en el telar o para que use nuestra piscina, pero tiene muy poco interés en esas cosas. La mayor parte del tiempo se sienta frente a la ventana mirando hacia fuera o escuchando música, y algunas veces ve la televisión, aunque yo no creo que capte lo que ve.
– Ángela… es decir, la señorita Monti… cree que el profesor ha tenido algún que otro momento lúcido.
El doctor Venturi se encogió de hombros.
– Ella es su hija, y si eso la hace más feliz, nosotros no la vamos a contradecir.
– Ya veo -dijo Randall pensativamente-. ¿Y con respecto a las visitas? ¿Recibe el profesor Monti otras visitas aparte de sus dos hijas?
– Sus hijas, sus nietos en días de fiesta y en su cumpleaños, y el ama de llaves.
– ¿Ningún extraño?
– A nadie se le permite la entrada -dijo el doctor Venturi-. Algunos han solicitado permiso para visitarlo, pero se les ha negado. Las hijas del profesor decidieron que la presencia de su padre aquí, al igual que su desafortunado estado, debe mantenerse en secreto hasta donde sea posible. Únicamente los familiares más cercanos al profesor Monti, o sus acompañantes, pueden visitarlo.
– Pero los extraños -persistió Randall-. Usted mencionó a algunos que solicitaron permiso para visitar al profesor. ¿Recuerda quiénes eran?
El doctor Venturi negó, moviendo su pipa de espuma de mar.
– No podría recordar los nombres. Algunos de sus viejos camaradas y colegas de la universidad. Solamente se les dijo que padecía una alteración nerviosa y que debía descansar. Varios intentaron verlo los primeros meses, pero fueron rechazados. No hemos vuelto a saber de ellos.
– ¿Alguien más? -preguntó Randall-. ¿Algún otro intento de alguien más en los meses recientes?
– Pues, ahora que usted lo menciona… hubo uno, y lo recuerdo porque ocurrió recientemente y su nombre es muy conocido.
– ¿Quién fue? -inquirió Randall con interés.
– Un eminente clérigo, el reverendo Maertin de Vroome. Hizo una solicitud por escrito para visitar al profesor Monti. Debo decirle que me impresionó. Yo no sabía que él y Monti fueran amigos. Poco después se me informó que no lo eran… que no eran amigos. Yo había confiado en que una visita del reverendo podría estimular a mi paciente, así que pasé a las hijas la solicitud del reverendo De Vroome. Ellas la rechazaron, y con bastante firmeza, debo añadir. Así pues, yo informé al reverendo De Vroome que no se permitían las visitas. En realidad, usted es el primer extraño a quien se le permite ver al profesor Monti desde que fue recluido aquí. -Echó un vistazo al reloj que estaba sobre su escritorio-. ¿Tiene usted alguna otra pregunta, señor Randall?
– No -dijo Randall, poniéndose de pie-. No tengo nada más que preguntar… o que averiguar.
El recorrido de regreso a Roma, en el «Opel» de Giuseppe, con aire acondicionado, fue lóbrego.
En el asiento trasero, con Ángela acurrucada contra él, un Randall renuente se vio forzado a rememorar lo que había acontecido durante su reunión con el profesor Monti y después con el doctor Venturi.
Ángela hacía reminiscencias breves, melancólicas acerca de su padre, tal como había sido en los años anteriores; recordaba la viveza y la agudeza de su mente. Era una lástima, dijo ella con infinita tristeza, que su padre nunca conocería las maravillas a las que su descubrimiento seguramente conduciría.
– Ahora lo sabe -le aseguró Randall-. Lo supo desde el momento en que hizo su descubrimiento, y disfrutó plenamente de lo que estaba proporcionando al mundo.
– Eres bueno -Ángela lo besó en la mejilla.
Ella lo invitó a cenar con su hermana y los hijos de ésta en la casa de la familia. Él estuvo tentado a aceptar, pero lo reconsideró y luego cambió de parecer.
– No, yo creo que lo mejor será que estés a solas con tu familia -dijo él-. Después de esto tendremos mucho tiempo para estar juntos. Además, debo regresar a Amsterdam. El tiempo apremia. Tal como están las cosas, Wheeler se enfurecerá porque estuve fuera de la oficina el día de hoy.
– ¿Vas a regresar a Amsterdam esta noche?
– Tal vez muy de noche; necesito despachar algo de correspondencia personal mientras estoy aquí. Cuando vuelva a Amsterdam ya no habrá oportunidad. Debo escribirles a mis padres y a mi hija. También tengo pendientes algunos asuntos de negocios. Como el de Jim McLoughlin, el individuo del Instituto Raker. Ya sabes quién. Mi abogado no ha podido localizarlo todavía, así que pensé que sería mejor que yo le escribiera personalmente una carta para que le sea remitida. Sí, probablemente tomaré el último vuelo de regreso.
– Dile a Giuseppe que te deje primero a ti en el «Excelsior» -dijo Ángela-. Después, puede llevarme a mí a casa.
Randall dio instrucciones al chófer y se volvió hacia Ángela una vez más.
– ¿Regresarás a Amsterdam mañana por la mañana?
Ella sonrió pícaramente.
– Mañana por la noche, si mi jefe no me despide. Quisiera ir de compras con mi hermana y llevar a mis sobrinos a los Jardines Borghese, y quizá visitar a algunos amigos. Mañana por la noche tu secretaria regresará, si te parece bien.
– No me parece bien, pero la estaré esperando.
Ella estaba observándolo. Su sonrisa había desaparecido.
– Quiero preguntarte algo, Steven…
– ¿Qué cosa?
– Una vez que estemos de vuelta en Amsterdam, ¿qué te propones hacer?
– Trabajar, por supuesto. Trabajaré afanosamente para terminar con el proyecto. -Él vio la intención de Ángela en su rostro y comprendió-. Oh, quieres decir que… ¿si voy a continuar tratando de averiguar algo más acerca del fragmento del papiro… acerca de la fotografía? No, Ángela. Tu padre fue el último intento. Es un callejón sin salida. Aun cuando quiera continuar, ya no hay ningún sitio adónde ir. Voy a almacenar mi lupa y mi gorro de cazador, junto con mis impulsos de Sherlock Holmes. Ya volví al negocio de las promociones. Me dedicaré por completo a vender la Palabra.
– ¿Aunque tengas dudas?
– Ángela, a eso he venido a Roma. Siempre tendré dudas acerca de los misterios, de la misma manera como siempre tendré un cierto grado de fe. ¿Conoces la oración de Ernesto Renán? «Oh Dios, si existe un Dios, salva mi alma, si tengo un alma.» Ése soy yo ahora.
Ángela se rió.
– ¿Y puedes vivir así?
– Tengo que hacerlo. No hay alternativa -Randall apretó la mano de Ángela-. No te preocupes, seguiré adelante… Ya llegamos al «Excelsior». Está bien, querida, un beso más. Nos veremos mañana.
Después de que se había bajado del «Opel» con su portafolio y había visto alejarse al automóvil, se dirigió hacia el fresco hall del «Hotel Excelsior». Se detuvo brevemente ante la mesa del conserje para recoger su llave y cruzó el vestíbulo hacia los ascensores.
Uno de los ascensores acababa de llegar a la planta baja y de él estaban saliendo los pasajeros. Randall se hizo a un lado hasta que quedó vacío; luego entró al ascensor, dando media vuelta para oprimir el botón del quinto piso. Al hacerlo, se dio cuenta de que alguien más había entrado al ascensor, inmediatamente detrás de él, y ahora extendía el brazo por encima de su hombro para oprimir el botón del cuarto piso. Era un brazo que estaba cubierto por un atuendo clerical.
Cuando las puertas se cerraron tras ellos y el ascensor comenzó a ascender lentamente, Randall se dio la vuelta para mirar a su compañero.
Se quedó sin aliento.
Sobrepasándolo en estatura y envuelto en una sotana negra, el cadavérico rostro le brindó una levísima sonrisa con los ojos. Era el dominee Maertin de Vroome.
– Así que volvemos a encontrarnos, señor Randall -dijo el dominee De Vroome-. Espero que su visita de esta tarde a nuestro profesor Monti haya sido productiva.
Totalmente desconcertado, Randall dijo abruptamente:
– ¿Cómo demonios supo usted que lo vi?
– Usted vino a Roma para verlo, así como yo lo hice antes. Es sencillo. He convertido en uno de mis deberes sagrados el estarlo vigilando a usted, señor Randall. Desde la última ocasión en que estuvimos juntos, he observado cada uno de sus movimientos subsecuentes con creciente interés y con un respeto cada vez mayor. Tal como me lo imaginé desde un principio, usted es un buscador de la verdad, de los cuales no hay muchos. Usted es uno de ellos. Yo soy otro. Me complace saber que nuestras búsquedas son iguales y que nuestros senderos convergen. Tal vez ha llegado la hora de que tengamos, aquí en la Ciudad Eterna, otra charla privada.
Randall se puso rígido.
– ¿Acerca de qué?
– Acerca de la falsificación del Evangelio según Santiago y del Pergamino de Petronio.
– ¿Por qué… por qué demonios está usted tan seguro de que son falsificaciones?
– Porque acabo de ver al falsificador en persona y me he enterado de todos los detalles del fraude… Bien, hemos llegado; éste es mi piso. Confío en que usted también se quedará aquí. ¿O no, señor Randall?
En el esplendor de la amplia y afelpada sala de la suite del dominee De Vroome en el «Hotel Excelsior», Randall se sentó aturdido.
Totalmente estupefacto por las contundentes palabras del clérigo, Randall lo había seguido dócilmente hacia fuera del ascensor, cruzando el pasillo regiamente alfombrado y llegando finalmente hasta la propia suite.
Randall quería creer que ésta era una trampa, un engaño, alguna clase de juego que De Vroome deseaba jugar con él. Aun cuando había estado tan escéptico acerca del proyecto, tan lleno de dudas, Randall quería dudar ahora del enemigo del proyecto. Pero no podía. Hubo algo en el tono de voz de De Vroome, cuando le habló en el ascensor, que le indicaba que por fin estaba a punto de saber la verdad.
Se hundió en el sillón de terciopelo café, todavía sin decir palabra. No le quitó los ojos de encima al dominee De Vroome. El clérigo le había preguntado si deseaba que subieran a la habitación algún bocadillo, unos hors d'oeuvres. Le había recomendado el caviar Beluga o el prosciutto di Parma. Randall había negado con la cabeza, incrédulo ante la naturalidad de su anfitrión.
– Entonces un trago -dijo el dominee De Vroome-; seguramente apetecerá un trago.
El clérigo había caminado silenciosamente sobre los tapetes orientales hacia lo que resultó ser un refrigerador con puerta de madera que estaba entre la chimenea de mármol y el antiguo escritorio de caoba. Examinó las botellas que estaban en la bandeja que había encima del pequeño refrigerador.
Todavía dando la espalda a Randall, preguntó:
– ¿Qué desea beber, señor Randall? Yo me serviré un coñac y agua.
– Escocés con hielo, por favor.
– Muy bien.
Mientras preparaba las bebidas, De Vroome continuó hablando:
– La mayoría del personal que colabora en la producción del Nuevo Testamento Internacional (sí, señor Randall, ahora ya sé cuál es el nombre) es gente decente; hombres profundamente espirituales, como usted lo ha señalado. Ellos creen en la esencia de la Palabra, al igual que yo. Pero están tan ansiosos por contemplar una renovación de la fe universal que se han sometido a quienes habrían de manipularlos. Ellos mismos se han dejado cegar por esos comerciantes de la religión, hambrientos de poder; aquellos que utilizarían cualquier recurso con tal de sobrevivir. -Hizo una pausa-. Aun la falsificación.
De Vroome se alejó lentamente del bar empotrado, llevando un vaso en cada mano.
– No abrigue dudas, señor Randall. Usted ha estado sobre la pista correcta. Existe un falsificador y nosotros lo hemos escuchado. Lo hemos visto.
Llegó hasta la pequeña mesa de madera color oscuro, colocó frente a Randall el vaso con escocés y se sentó cómodamente en el sofá color café más cercano a Randall.
Levantó su copa y, con una intencionada sonrisa, hizo un brindis.
– Por la verdad -propuso el reverendo.
Sorbió su coñac, dándose cuenta de que Randall no había tocado su vaso y asintiendo comprensivamente.
Dejó su copa sobre la mesa, se cubrió las piernas con su sotana negra y se encaró a Randall directamente.
– Los hechos -dijo-. ¿Cómo fue que localizamos al falsificador? No teníamos manera de localizarlo, a pesar de que estábamos seguros de que existía o había existido. No, nosotros no lo encontramos. Él nos encontró a nosotros. El señuelo fue, impensadamente, la serie de artículos de Cedric Plummer acerca del cisma que hay dentro de las Iglesias cristianas, de mis esfuerzos en favor de la Reforma, de los preparativos de la jerarquía ortodoxa para sostenerse con la publicación de un Nuevo Testamento, drásticamente revisado, basado en algún nuevo descubrimiento secreto en Italia. Los artículos del señor Plummer, como usted sabe, se difundieron internacionalmente, y uno de los principales diarios que publicaron una traducción fue Il Messaggero, el periódico de gran circulación aquí en Roma.
Hasta ahora todo parecía ser verdadero, pensó Randall. No hacía más de una hora que el doctor Venturi le había mencionado haber leído los artículos de Plummer en Il Messaggero.
– Como usted podrá imaginarse -continuó el dominee De Vroome-, el señor Plummer recibió una cantidad considerable de cartas de los lectores en respuesta a su sensacional serie. Una de estas cartas, escrita a mano y en papel corriente fue remitida al señor Plummer a cargo del diario romano, el cual a su vez la envió, junto con otras cartas, al diario del señor Plummer, el London Daily Courier. El director del periódico de Plummer en Londres automáticamente envió el paquete por correo una vez más, dirigido al hotel de Plummer en Amsterdam. Si bien es cierto que nuestro amigo y periodista británico puede tener muchos defectos, la falta de respeto por su público lector no es uno de ellos. Siguiendo su costumbre, Plummer leyó cada una de las cartas que iban dirigidas a él… y una en particular, con el matasellos de Roma, la leyó y la releyó varias veces, antes de llevármela a la Westerkerk. Esa carta especial (y altamente estimulante) estaba escrita por un caballero que se presentaba a sí mismo como un francés que había residido durante muchos años en Roma en calidad de expatriado. No firmaba la carta con su nombre verdadero, sino con un seudónimo divertido y autodeprecativo. Firmaba… Duca Minimo. ¿Conoce usted la lengua italiana, señor Randall?
– No la conozco -dijo Randall.
– Duca Mínimo, en italiano, quiere decir Duque Mínimo, o sea, insignificante. Un refinado contrapunto del contenido de la carta que sí era algo. Debo añadir que el remitente no indicaba a Plummer su domicilio, excepción hecha del Yermo Posta, Posta Centrale, Roma… Lista de Correos en la oficina central de correos en Roma. Ahora bien, pasemos al contenido de la carta… -El dominee De Vroome tomó otro sorbo de coñac antes de proseguir-:…que parecía demasiado atractivo para ser cierto. Este expatriado francés residente en Roma escribió diciendo que había leído los artículos de Plummer con gran interés. Ésas fueron sus palabras. Gran interés, en verdad. Una proposición en la que ciertamente no se decía todo. En su carta, prosiguió diciendo que esta nueva Biblia (el Nuevo Testamento Internacional, según creía él que sería llamada) estaba basada en una excavación realizada por el arqueólogo italiano, profesor Augusto Monti, de la Universidad de Roma, en el perímetro del antiguo pueblo de Ostia Antica, hacía unos seis años. La excavación había producido un extraordinario descubrimiento, un nuevo evangelio escrito en arameo por Santiago el Justo, hermano de Jesús, y que se suponía de fecha anterior a cualquier otro evangelio dentro de los cánones existentes. Junto con este nuevo quinto evangelio, Monti había descubierto, además, los restos de un antiguo pergamino oficial enviado de Jerusalén a Roma, un documento que contenía un breve relato del juicio de Jesús. En base a este hallazgo, escribió el Duca Minimo, el Nuevo Testamento Internacional estaba siendo producido. Pero, según escribió el que se firmaba como Duca Minimo, todos los fundamentos para la nueva Biblia eran una gran mentira; el descubrimiento de Monti no era más que una falsificación cuidadosa y doctamente urdida que había tomado varios años de preparación. El nuevo hallazgo era un fraude, y el Duca lo sabía porque él mismo había sido el falsificador. Estaba orgulloso de poder decir que la aceptación y autenticación de los documentos lo colocaban en el rango principal de falsificadores literarios, sobrepasando todo lo realizado en el pasado por Ireland, Chatterton, Psalmanazer o Wise.
La mirada del dominee De Vroome buscó alguna reacción en Randall, pero no la hubo.
– Nuestro remitente es un docto caballero. Eso es lo menos que podemos decir -añadió De Vroome.
Absorto como estaba, Randall se contuvo para escuchar lo que vendría después.
– Para concluir con el contenido de la carta -prosiguió De Vroome-, este expatriado francés le dijo a Plummer que estaba dispuesto a revelar toda su participación en el fraude y hacer pública la falsificación la noche de la aparición de la nueva Biblia. Agregó que si Plummer deseaba conocer los detalles del engaño y que si quería saber el precio que él pondría a las pruebas irrefutables de su maniobra, estaba dispuesto a reunirse con Plummer y negociar en un terreno neutral. Para esta junta preliminar, estaba preparado para recibir a Plummer, si iba solo, en una fecha determinada y en cierto lugar en París, siempre y cuando Plummer le enviara el importe de un boleto de avión de Roma a París, ida y vuelta, así como una pequeña cantidad de dinero para alimentos y para hospedaje por una noche. Ésa, señor Randall, era la carta que Cedric Plummer me mostró.
Por fin levantó Randall su vaso de escocés. Ya lo necesitaba.
– Y, ¿creyó usted lo que decía esa carta? -preguntó Randall.
– Al principio no; por supuesto que no. La Tierra está llena de chiflados religiosos. Ordinariamente, yo habría ignorado semejante carta. Sin embargo, mientras más la estudiaba, más veía yo la posibilidad de que su autor pudiera estar diciendo la verdad. Yo creo que había una cierta evidencia en el contenido de la carta que le daba un aspecto de veracidad. El remitente hablaba del descubrimiento del profesor Monti cerca de Ostia Antica. Hasta entonces, nosotros conocíamos el papel que había desempeñado Monti, pero el sitio exacto de su descubrimiento había sido mantenido en riguroso secreto dentro de Resurrección Dos. Todos los que estábamos afuera sabíamos que se había realizado en Italia un descubrimiento que tenía que ver con la nueva Biblia, pero ninguno de nosotros, incluyéndome yo, sabía de la ubicación precisa del hallazgo. Eso me pareció impresionante, y era algo que podía verificarse y que yo comprobé de inmediato, a través de ciertos colaboradores que tengo aquí en Roma. En cuanto les proporcioné el nombre específico del lugar de la excavación, mis colaboradores pudieron confirmar que en los alrededores de Ostia Antica, efectivamente, fue donde Monti había hecho un importante descubrimiento bíblico. En la carta se mencionaba, además, el título de la nueva Biblia, el mismo que yo desconocía y que, según pude verificar, resultó exacto. Sea como fuere, ésa era información interna a la cual, hasta entonces, sólo había tenido acceso un círculo privado de colaboradores del proyecto. Tal vez algunas personas del exterior pudieron haberse enterado de eso… pero, ¿un desconocido expatriado francés en Roma? Eso era algo que yo no podía ignorar. Aun cuando este Duca Minimo no hubiera sido el falsificador, aun cuando él hubiera obtenido esa información secreta de segunda mano, no obstante, sabía lo bastante como para que se le tomara en serio. Si él mismo no era la fuente de ese conocimiento, entonces de seguro estaba relacionado con alguien que sí lo era. Definitivamente valía la pena ver al Duca Minimo, especialmente considerando la modesta inversión financiera que tendría que hacerse. Así que le di instrucciones a Cedric Plummer para que le escribiera a cargo de la Lista de Correos en Roma, mostrando interés por escuchar la historia que nos relataría el falsificador y poniéndose de acuerdo acerca de la fecha, hora, y lugar de la reunión. Además, le pedí que le enviara un boleto de ida y vuelta, y dinero para sus gastos. Plummer contestó la carta tal como yo le indiqué y, en la fecha acordada, voló a París para el rendez-vous.
– Quiere usted decir que… Plummer realmente vio a ese hombre.
– Sí, lo vio.
Randall dio un gran trago a su escocés.
– ¿Cuándo?
– Hoy hace una semana.
– ¿Dónde?
– En el Père-Lachaise, en París.
– ¿Dónde está eso?
– Le Cimetière du Père-Lachaise… ¿no ha oído usted hablar de él? -dijo el dominee De Vroome con sorpresa-. Es el famoso cementerio donde tantas grandes figuras del pasado (Héloise y Abélard, Chopin, Balzac, Sarah Bernhardt, Colette) están sepultadas. Nuestro falsificador había escrito que estaría esperando a Plummer a las dos de la tarde en punto frente a la escultura de Jacob Epstein que está sobre la tumba de Oscar Wilde. Debemos admitir que fue un gesto teatral, pero no sin razón. Para una persona notoria, un falsificador confeso, era un sitio seguro y apartado. Además, tendrían privacidad. Yo visité el Père-Lachaise una vez. Es enorme, tranquilo, aislado, con lomas, senderos y florestas de álamos y acacias. Era un lugar perfecto y muy intrigante para un sensacionalista como Plummer.
– ¿Y se encontraron allí, Plummer y el falsificador? -apremió Randall.
– Allí se encontraron -dijo De Vroome-, pero no frente a la tumba de Wilde, como se había planeado originalmente. Cuando Plummer llegó al cementerio, un guardia le preguntó cuál era su nombre y le entregó un sobre sellado que alguien había dejado allí para él. El sobre contenía una nota garabateada por el Duca Minimo. Había cambiado el punto de reunión. Le avisaba a Plummer que prosiguiera hasta la tumba de Honorato de Balzac. Aparentemente, había mucho tráfico por los alrededores de la tumba de Oscar Wilde. A Plummer le pareció que éste era un toque especialmente poético. La pluma de Balzac había atraído a incontables pillos y bribones. Y ahora había atraído al hombre que probablemente era el más grande falsificador de la Historia. Plummer compró un mapa turístico del cementerio, marcó en él la ruta hacia la tumba de Balzac y no tuvo dificultad para encontrarla. Y allí encontró también al falsificador.
El dominee De Vroome hizo una pausa, se terminó su coñac y consideró rellenar su copa y el vaso de Randall, que ya estaban vacíos.
– ¿Otro trago, señor Randall?
– No deseo nada más… excepto su historia. ¿Qué sucedió?
– Con su habitual dedicación periodística, Cedric Plummer tomó notas extensas después de la reunión. Yo las he leído. ¿Cuál es la esencia de esas notas? Esto: el nombre verdadero de nuestro confeso falsificador es Robert Lebrun. Plummer se encontró con un hombre viejo (ochenta y tres años) pero no senil, sino perfectamente alerta, con la mente despierta y despejada. Tenía el cabello teñido de color castaño. Ojos grises, con una catarata. Lentes con aros metálicos. Nariz puntiaguda. Mandíbula prominente, una dentadura postiza que le quedaba floja y profundas arrugas en el rostro. Probablemente era de mediana estatura, pensó Plummer, pero aparentaba ser más bajo a causa de su postura encorvada. Tiene una extraña manera de andar, cojeando o balanceándose, a causa de una amputación; su pierna izquierda es artificial, y no le gusta hablar de ello. Sus antecedentes nos dan algunas bases con respecto a su historia de la falsificación.
– ¿De dónde es él?
– De París. Nació y fue criado en Montparnasse. No le dijo mucho a Plummer. Estaban de pie allí, cerca de la tumba de Balzac, bajo el sol, y Lebrun se cansó pronto. En su juventud había trabajado como aprendiz de grabador. Era pobre y quería dinero para sí mismo y para su madre, sus hermanos y sus hermanas, así que empezó a juguetear con falsificaciones sencillas, y descubrió que tenía un don para eso. Comenzó falsificando pasaportes, después se dedicó a falsificar billetes de baja denominación y luego continuó con cartas históricas, manuscritos raros y fragmentos bíblicos medievales iluminados, hechos en miniatura. Después se pasó de listo. Emprendió la falsificación de un documento gubernamental sin tener la suficiente preparación. Yo desconozco los detalles, pero fue descubierto, arrestado y enjuiciado, y puesto que en su historial existían otros delitos menores, fue sentenciado a prisión en el célebre penal de la Guayana Francesa. Allí, en esa colonia penitenciaria, la vida le resultaba imposible al joven Lebrun. Las autoridades de la prisión no hicieron ningún intento por rehabitarlo, y él se volvió más recalcitrante que nunca; sufría mucho por eso, y estaba casi deshecho. En un momento dado, después de haber estado prisionero en una de las tres islas que más tarde se conocieron como el grupo de las Islas del Diablo, Lebrun estaba al borde del suicidio. Fue entonces cuando le favoreció con su amistad un cura francés, un sacerdote católico de la Orden de la Congregación del Espíritu Santo que venía desde St. Jean para visitar las islas de la colonia penitenciaria dos veces por semana. El sacerdote se interesó mucho por Lebrun, lo convirtió a la religión y la fe, y lo aficionó a la lectura espiritual. Gradualmente, la vida de Lebrun cobró sentido y dimensión. Finalmente, después de permanecer tres años en la colonia penal de la Guayana, a Lebrun se le presentó una especie de oportunidad de recibir el indulto. Plummer no pudo averiguar los detalles, pero cualquier cosa que haya sido, esa oportunidad se convirtió en traición, y Lebrun se volvió más amargado y antisocial que nunca. Especialmente en contra de la religión.
Randall estaba confuso.
– No comprendo -dijo.
– Discúlpeme por no aclararle este punto crucial. De hecho, es poco lo que yo sé al respecto. Todo lo que Lebrun reveló fue que ese sacerdote en quien había confiado, ese hombre con sotana, le hizo una proposición en nombre del Gobierno francés. Si Lebrun se ofrecía como voluntario para una misión peligrosa y sobrevivía, se le concedería el indulto y sería liberado de la colonia penal. Lebrun estaba renuente a aceptar, pero estimulado por el cura, lo hizo. Sobrevivió a la misión con la pérdida de su pierna izquierda, pero la libertad valía aún ese precio. Sin embargo, la libertad no llegó. El indulto que el sacerdote le había prometido, representando al Gobierno francés, no le fue concedido. Lebrun cayó nuevamente en su infierno tropical. A partir de ese negro día de traición, Lebrun se prometió solemnemente cobrar venganza. ¿Contra el Gobierno? No. Era en contra del sacerdocio, del clero, de toda la religión (a causa de la decepción que había sufrido a manos de ella) que él juró vengarse. Así, con la ira en su corazón y en su mente, concibió un perverso plan que se mofaría de los cristianos creyentes y asestaría un golpe fatal contra el clero de todas las denominaciones.
– La falsificación de un nuevo evangelio -murmuró Randall.
– Sí, eso, y otra falsificación que presenta una fuente pagana acerca del juicio de Cristo que él había llegado a aborrecer. Lebrun planeó dedicar lo que le restaba de vida a la preparación del fraude, a pugnar porque el público lo creyera y, finalmente, a descubrir la verdad, mostrando así la falsedad de la fe religiosa y la credulidad de los tontos que tienen fe. Entre 1918, año en que lo arrojaron nuevamente a su celda en la isla de la Guayana, y 1953, cuando Francia cerró esa célebre colonia penal, Robert Lebrun preparó su venganza. Se empapó de la ciencia y los conocimientos bíblicos, así como de la historia del cristianismo del siglo i. Por fin, después de treinta y ocho años de reclusión, su liberación llegó con la eliminación de la colonia penal de la Guayana por parte del Gobierno francés. Lebrun fue devuelto a Francia en calidad de hombre libre, pero con el estigma de un ex convicto obsesionado por la venganza en contra de la Iglesia.
– ¿Y entonces emprendió su falsificación maestra?
– No de inmediato -dijo el dominee De Vroome-. Lo primero que quería era dinero. Reanudó su vida clandestina de falsificador, convirtiéndose en una fábrica individual de pasaportes ilegales. Reanudó, además, sus estudios de las Escrituras, de Jesús, de la primitiva era cristiana y del arameo. Obviamente, Lebrun era un brillante estudioso autodidacta. Al fin, ahorró suficiente dinero para adquirir los materiales antiguos que necesitaba. Con esos materiales, sus conocimientos obtenidos y su odio, abandonó Francia para tomar residencia en Roma y desarrollar secretamente, en papiro y pergamino, lo que él esperaba que sería la mayor falsificación de la Historia. La terminó, a satisfacción propia, hace unos doce años.
Randall estaba completamente hipnotizado, demasiado intrigado para continuar sosteniendo su incredulidad.
– ¿Y Monti? -preguntó Randall-. ¿Dónde encaja Monti en todo esto? ¿Este tal Lebrun lo conoció en Roma?
– No, en un principio Lebrun no conocía personalmente a Monti. Pero, naturalmente, durante sus estudios de arqueología bíblica, Lebrun se había familiarizado con el nombre de Monti. Y entonces, un día, después de que hubo terminado su falsificación y mientras trataba de resolver dónde y cómo lo podría enterrar para que después fuera descubierto en una excavación, se encontró con un artículo radical que Monti había escrito para una publicación arqueológica.
Randall asintió.
– Sí, el controvertido artículo que escribió el profesor Monti planteando la posibilidad de encontrar el documento Q en Italia, en lugar de Palestina o Egipto.
– Exactamente -dijo el dominee De Vroome, impresionado-. Ya veo que ha hecho bien su tarea, señor Randall. Pero, claro, usted tiene un excelente tutor en la hija del profesor Monti. Bien, para continuar, un día, en la Biblioteca Nazionale, Lebrun leyó ese artículo de Monti y de inmediato ató los cabos sueltos de su complot. De los lugares sugeridos por Monti para un posible hallazgo futuro, uno era el de las antiguas ruinas sepultadas a lo largo de la vieja costa cercana a Ostia. Después de un meticuloso estudio del sitio, Robert Lebrun se las ingenió para enterrar profundamente su falsificación, entre las ruinas de la villa romana de Ostia Antica del siglo i.
El escepticismo de Randall surgió nuevamente.
– ¿Cómo pudo hacer eso sin que lo descubrieran?
– Lo hizo -dijo firmemente el clérigo-. Yo no sé cómo, y él no le reveló a Plummer los medios de los que se valió. Yo creo que Lebrun era, y todavía es, capaz de cualquier cosa. Sobre todo, como usted debe darse cuenta, él siempre fue un hombre de infinita paciencia. Una vez que sus falsificaciones en papiro y pergamino estuvieron selladas y enterradas, dejó que transcurrieran varios años para permitir que el tarro sellado y el bloque de piedra formaran parte de las ruinas enterradas, al absorber los estragos del tiempo y tomar la apariencia de ser tan antiguos como los documentos que contenían. Durante ese lapso, el Gobierno italiano había autorizado que se realizaran nuevas excavaciones en Ostia Antica, y Lebrun vigiló, confiando en que su falsificación sería desenterrada accidentalmente. Pero esas excavaciones no fueron lo suficientemente extensas. Mientras tanto, el profesor Monti continuaba publicando sus escritos radicales, promoviendo sus puntos de vista acerca de la posibilidad de hallar el documento Q en Italia y, como resultado, Monti fue severamente criticado y ridiculizado por sus colegas más conservadores. Al leer eso, al enterarse de esa controversia interna, Lebrun supuso que el profesor Monti estaría dolido por los ataques de sus críticos académicos y ansioso por demostrar que sus teorías no eran meras fantasías. Lebrun resolvió que la hora de actuar había llegado. Así que hace siete años, según lo que le dijo a Plummer en el cementerio de París, se decidió a buscar al profesor Monti en la Universidad de Roma. Y, de acuerdo con los resultados, la psicología de Lebrun había sido correcta.
– ¿Quiere usted decir que Monti respondió? -dijo Randall, perplejo-. Pero, ¿a qué?
– A un pequeño fragmento de papiro en arameo que Lebrun le llevó -dijo el dominee De Vroome-. No hay que subestimar a Lebrun. Es diabólicamente listo. Había desprendido dos pedazos del material del Papiro número 3 del Evangelio según Santiago, en secciones rasgadas, para dar a la enterrada hoja de papiro una apariencia real y carcomida. Guardó intacto uno de esos dos fragmentos, y al otro le dio nueva forma y escribió sobre él. Éste fue el fragmento que desenvolvió y mostró al profesor Monti. Lebrun sabía de antemano que sería interrogado acerca de la forma en que había llegado a sus manos, así que explicó que él era un estudiante aficionado a la historia romana del siglo i y que había estado preparando, durante mucho tiempo, un libro acerca de Roma y sus colonias en aquel período de la antigüedad, y que había hecho su distracción durante los fines de semana el visitar los antiguos lugares involucrados en el primitivo comercio romano. Puesto que Ostia había sido un activo puerto marítimo en la época de Tiberio y Claudio, Lebrun había empleado innumerables fines de semana caminando por los alrededores y tratando de imaginar el puerto como había sido hacía casi dos mil años, pensando que todo eso sería provechoso para su libro. Por lo menos eso le dijo a Monti. Lebrun le explicó que él ya se había convertido en una persona conocida en la zona y que una tarde de domingo (eso le dijo) un chiquillo italiano se le había acercado tímidamente ofreciéndole en venta un pequeño recuerdo del lugar. Era el mismo fragmento que Lebrun le había llevado a Monti.
– ¿No se mostró Monti curioso por saber cómo el muchacho se había apropiado del fragmento? -interrumpió Randall.
– Naturalmente que sí. Pero Lebrun tenía una respuesta para todo. Explicó que al muchacho y a sus jóvenes amigos, cuando estaban jugando, les gustaba cavar cuevas en los montículos y las colinas, y que la semana anterior habían desenterrado una pequeña pieza de barro, sellada, que se rompió en pedazos cuando trataron de extraerla. Dentro había algunos trozos viejos de papel, muchos de los cuales se desintegraron, convirtiéndose en polvo, al ser expuestos a la luz, permaneciendo intactos sólo unos cuantos. Los alocados jovenzuelos, en sus juegos, usaron esos papeles como dinero de juguete y después los tiraron. No obstante, ese chico guardó un solo fragmento, pensando que podría valer unas cuantas liras para un investigador aficionado. Lebrun dijo que le compró ese fragmento al muchacho por una suma baladí, sin estar seguro de su verdadero valor, y que luego regresó a sus habitaciones en Roma y examinó minuciosamente el borroso papiro. Casi de inmediato, y gracias a sus profundos conocimientos de los manuscritos antiguos, Lebrun comprendió su posible significación. Y ahora se lo traía al profesor Monti, director de arqueología de la Universidad de Roma, para que lo autenticara. Según dijo Lebrun, Monti se mostró escéptico, pero interesado. Le pidió que dejara el fragmento de papiro durante una semana para que pudiera examinarlo. Ya puede usted imaginar lo que sucedió después.
Randall había estado escuchando cuidadosamente. De la misma manera como había dudado durante tanto tiempo de la versión de Resurrección Dos, ahora dudaba de la que Lebrun le estaba exponiendo. Ambas versiones resultaban igualmente buenas. Sin embargo, sólo una podía ser verdadera.
– Lo que me interesa saber, dominee, es lo que Robert Lebrun inventó después.
Los ojos de De Vroome se fijaron en Randall.
– Todavía se muestra usted escéptico, al igual que el profesor Monti en un principio -De Vroome sonrió-. Pero creo que se convencerá, como el profesor Monti se convenció durante la semana siguiente a que recibió el fragmento del papiro. Porque cuando Lebrun regresó a la universidad una semana después, Monti lo recibió regiamente y lo encerró en su despacho para hablar secretamente. Monti no ocultó su regocijo. Según Lebrun, estaba fuera de sí por la excitación. Monti le informó que había examinado el fragmento cuidadosamente y que estaba más que satisfecho acerca de su autenticidad. El trozo parecía ser una pieza de un antiguo códice del Nuevo Testamento que podría ser más antiguo que todos los conocidos. Incluso podría ser anterior a los primeros evangelios que se conocen, escritos por San Marcos (supuestamente en el año 70 A. D.) y San Mateo (atribuido al año 80 A. D.). Si ese fragmento había subsistido, debían existir más. Y si se hallaran más fragmentos, ello podría representar el descubrimiento bíblico más increíble de la Historia. Si Lebrun le indicaba el sitio de este descubrimiento, Monti podría obtener los permisos necesarios e iniciar su búsqueda. Lebrun estaba dispuesto a colaborar bajo dos condiciones. Primera, exigía que si la excavación tenía éxito, él tendría que recibir la mitad del dinero que Monti percibiera. Segunda, Lebrun insistía en que él debía permanecer como socio secreto, que su participación en el proyecto se mantuviera en silencio y su nombre no fuera mencionado o registrado por Monti, puesto que él era un extranjero radicado en Italia, tenía antecedentes inmerecidos como delincuente juvenil en Francia (por supuesto que no reveló a Monti la verdad completa acerca de sus antecedentes criminales) y no quería una publicidad que pudiera sacar a relucir su pasado y provocar una expulsión de su patria adoptiva. El profesor Monti estuvo conforme con ambas condiciones, y el acuerdo entre las dos partes se hizo.
– ¿Y Monti inició su excavación en las afueras de Ostia Antica?
– Sí, en el lugar que Lebrun le indicó mediante un mapa. Después de seis meses de preparativos, el profesor Monti comenzó a cavar. Tres meses después, se encontró con la ahuecada base estatuaria que contenía el supuesto segundo tarro sellado, en el que se encontraban el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio. Y seis años después, es decir, hoy, el mundo está a punto de conocer el quinto evangelio y su Jesús histórico, a través del Nuevo Testamento Internacional.
– Dominee -dijo Randall, incorporándose-, creo que tomaré otro trago.
El clérigo se puso en pie.
– Me parece que yo también tomaré otro.
Mientras De Vroome llevaba el vaso y la copa vacíos al refrigerador, Randall llenó nerviosamente su pipa con tabaco fresco. Había estado buscando esta puerta a la verdad, y ahora que se la habían abierto, todavía no podía ver hacia dentro con claridad.
– Ésa no puede ser toda la historia -insistió-. Hay muchos…
– De ninguna manera es toda la historia -respondió De Vroome, parado frente a la bandeja de los licores-. Aún falta el desenlace (de hecho, dos desenlaces), uno relacionado con Lebrun y con Monti y el otro con Lebrun, con Plummer y conmigo.
El clérigo terminó de servir los tragos y regresó con el escocés de Randall y su propio coñac con agua. Acomodándose nuevamente en la esquina del sofá, el dominee De Vroome prosiguió con su narración.
– Según Robert Lebrun, después de que el descubrimiento fue autenticado y vendidos a los editores de Resurrección Dos, el profesor Monti obedientemente le entregó la mitad de las ganancias del hallazgo. Pero recuerde usted que el objetivo original de Lebrun no era el dinero. Su verdadero propósito seguía siendo que el descubrimiento fuera aceptado por la Iglesia, para entonces desenmascarar el fraude y disfrutar su venganza final. Año tras año, aguardó a que el Nuevo Testamento Internacional fuera publicado, y siempre que el paciente criminal perdía la paciencia, Monti le aseguraba que el hallazgo estaba siendo traducido o que se estaba picando en linotipias o que se estaban corrigiendo las pruebas y que pronto se publicaría. Ése era el momento que Lebrun esperaba. El momento en que el descubrimiento fuera publicado; entonces él demostraría ante el público que ésa era una mentira y la Iglesia un fraude. Pero el año pasado, algo muy significativo le sucedió a Lebrun. Había jugado y perdido casi todo el dinero que obtuvo con lo de Ostia, lo había malgastado en prostitutas y se encontraba en la penuria. Como él ya estaba acostumbrado a vivir sin dinero, aquello no fue suficiente para inspirarle su siguiente acto. Lo que motivó una nueva reunión con Monti fue un romance verdadero. A su avanzada edad, Lebrun se había enamorado tontamente de una de las prostitutas que pululan por los Jardines Borghese. Estoy seguro de que ella era una muchacha joven, simplona y astuta, que no se interesaría en ese hombre viejo, a menos que pudiera proporcionarle comodidades y hasta lujos. Lebrun le confesó francamente a Plummer que estaba desesperado por poseerla. Sólo se le ocurría una solución. El chantaje.
– ¿Chantaje? Y, ¿a quién quería chantajear? ¿Al profesor Monti?
– Claro. Los años recientes no habían suavizado su obsesión por desenmascarar a la religión, a la Iglesia. Pero una nueva obsesión había tomado lugar junto a la primera. La necesidad de dinero; dinero para comprar amor. Así pues, el año pasado concertó una reunión privada con el profesor Monti…
– ¿El año pasado? ¿Cuándo?
– No estoy seguro.
«Tal vez hace un año y dos meses», calculó Randall.
– ¿Pudo haber sido en mayo del año pasado?
– Me parece que sí. Sea como fuere, Lebrun se reunió con el profesor Monti en algún sitio fuera de la universidad. Lebrun insistió en saber cuándo se iba a publicar el descubrimiento. A esas alturas, la traducción estaba siendo preparada para que Hennig iniciara la impresión en Maguncia. Monti le aseguró a Lebrun que la Biblia vería la luz pública al año siguiente… es decir, este año. Incluso le reveló el nombre de la Biblia. Satisfecho acerca de eso, Lebrun desató la tormenta. Le dijo a Monti que necesitaba más dinero desesperadamente, mucho dinero y de inmediato, y que esperaba que Monti se lo diera. Aparentemente, Monti se quedó perplejo. No tenía dinero sobrante, pero aun cuando lo hubiera tenido, no veía razón para regalárselo a Lebrun. Ya habían hecho un trato y Monti había cumplido su parte; había pagado a Lebrun lo que le había pedido. No había razón para darle más. «Hay una razón importante -dijo Lebrun-. Si usted no me da más dinero, lo arruinaré y arruinaré la Biblia que esos editores están preparando. Descubriré todo su hallazgo como lo que es… una falsificación… un fraude y una falsificación inventados en mi mente y perpetrados por mi mano.» ¿Puede usted imaginarse el efecto que eso tuvo en el pobre profesor Monti?
Randall se quitó la pipa de la boca.
– Monti seguramente no le creyó, ¿verdad?
– Por supuesto que Monti no le creyó. No había razón para creerle. Pero Lebrun le dijo a Monti que había ido preparado y que llevaba consigo una prueba absoluta, incontrovertible de su falsificación.
– ¿Qué prueba?
– Eso no se lo reveló a Plummer -dijo el dominee De Vroome-. Pero, aparentemente, tenía la prueba, una verdadera prueba de la falsificación, porque cuando el profesor Monti la vio, quedó anonadado y se vio al borde de un colapso. Lebrun le dijo: «Si me da el dinero que quiero, le entregaré a usted esta prueba de la falsificación, y su reputación profesional quedará a salvo y el Nuevo Testamento Internacional seguirá siendo auténtico. Si rehúsa, yo haré pública esta evidencia y expondré los documentos de Santiago y Petronio como fraudes. ¿Qué dice usted?» Lo que Monti dijo fue que… buscaría la forma de conseguir el dinero, como fuera posible.
– Y, ¿lo consiguió?
– Nunca tuvo la oportunidad, como usted bien lo sabe, señor Randall. Monti regresó a su despacho privado en la universidad. Ya podrá usted imaginarse cuáles fueron sus sentimientos mientras estaba sentado a su escritorio, a solas, en un estado de petrificación, consciente de que había sido embaucado y que el trabajo de toda su vida se desmoronaría a su alrededor, cayendo en la desgracia mientras aquellos de Resurección Dos y de la Iglesia mundial, que habían confiado en él, irían a la bancarrota. Monti sufrió un absoluto colapso, mental y nervioso. Cuando Lebrun trató de localizarlo varios días después, para recibir el pago de la extorsión, se enteró de que el profesor estaba muy enfermo y no podía hablar con nadie. Lebrun no creyó lo que le dijeron, así que comenzó a indagar en la universidad, donde le informaron que Monti estaría ausente por un lapso prolongado. Todavía inseguro, Lebrun siguió una tarde a las hijas de Monti hasta la Villa Bellavista, en las afueras de la ciudad. Cuando descubrió que ése era un sanatorio para aquellos que padecen de desórdenes mentales, se vio precisado a aceptar el hecho de que Monti ya no le podría ser de utilidad.
– ¿Hizo algún intento por hablar con las hijas de Monti? -preguntó Randall.
– No, no que yo sepa -dijo De Vroome-. Después de eso, según le confesó a Plummer, Lebrun consideró a varias otras víctimas para su chantaje. Sopesó la idea de recurrir al Ministerio Italiano de Instrucción Pública y extorsionarles a ellos el dinero para acallar el escándalo, pero fue lo suficientemente sensato como para darse cuenta de que no podría enfrentarse a un Gobierno que sencillamente lo arrestaría, le confiscaría la prueba de la falsificación y se desharía de ella. Pensó en ir a Amsterdam y presentarse ante los editores con su evidencia del fraude, pero pensó que ellos harían cualquier cosa por proteger los millones de dólares que habían invertido en el proyecto. También les tuvo miedo. Sintió temor de que los editores encontraran la forma de hacerlo arrestar, quitarle la prueba y hacerlo enviar a la cárcel. Incluso pensó en recurrir a la Prensa, pero pensó que los periodistas lo considerarían como un loco y que revelarían su deshonroso pasado. Su único recurso, dedujo él, era acercarse a alguien, alguna persona privada, con credenciales inmaculadas y que tuviera tantos deseos de destruir a Resurrección Dos como los tenía él. Y entonces se tropezó con la serie de artículos de Cedric Plummer, y pensó que por fin había encontrado a su hombre y su única esperanza. Y tenía razón. Los había encontrado.
Con la mano temblorosa, Randall dio un largo trago a su escocés.
– Bien -dijo-, ¿cuál fue el resultado de ese encuentro entre Plummer y Lebrun en el cementerio de París? ¿Le pagaron ustedes para obtener la prueba de la falsificación?
El reverendo De Vroome frunció el ceño, se puso en pie y tomó un cigarro puro de una caja que había en la mesa lateral.
– El segundo desenlace -musitó, encendiendo el puro-, y más extravagante que todo lo que le precedió.
De Vroome permaneció de pie, dándole vueltas al puro entre los dedos.
– Sí, Plummer negoció un arreglo con Lebrun mientras caminaban juntos hacia la salida del Cementerio Père-Lachaise. Lebrun había dejado la prueba de la falsificación escondida en algún lugar seguro en los suburbios romanos. Estuvo de acuerdo en regresar a Roma, recobrarla y aguardar a que Plummer se le reuniera aquí. Se pusieron de acuerdo acerca de ese segundo encuentro… Lebrun fijó la fecha, la hora y el lugar, un café oscuro y apartado que ocasionalmente frecuentaba. Allí, Plummer podría examinar la prueba de la falsificación, y por esa evidencia y un informe del fraude, por escrito, Plummer le entregaría una suma de dinero relativamente modesta.
– ¿Cuánto?
El dominee De Vroome, de pie con su gran estatura, echó bocanadas de humo.
– Lebrun quería cincuenta mil dólares en moneda norteamericana o su equivalente en moneda suiza o británica. Plummer regateó con él, hasta que Lebrun aceptó la suma de veinte mil dólares.
– Y la reunión, ¿se llevó a cabo?
– Por así decirlo, sí. Pero antes déjeme hablarle de un cambio en los planes. Cuando Plummer regresó a Amsterdam y me relató lo que había ocurrido entre ellos, yo me sentí… digámoslo así… me sentí extremadamente regocijado y esperanzado. De inmediato decidí que la transacción era vital para nuestra causa y que, por lo tanto, no debía ser manejada sólo por Cedric Plummer. Él es un periodista entusiasta, pero no es experto en papirología, arameo y crítica de textos. Yo sí soy experto en las tres materias, y tenía la certeza de que la prueba de la falsificación de Lebrun estaría en el otro fragmento del Papiro número 3 que había recortado y mantenido intacto; o algo similar. Yo esperaba que además contendría alguna evidencia innegable de que no era genuino sino falso. Yo estaba mucho mejor capacitado que Plummer para emitir un juicio acerca de semejante prueba, así que lo acompañé a Roma.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace tres días. Fuimos en automóvil al punto de reunión aquí en la ciudad…
– ¿En qué parte de la ciudad?
Pacientemente, De Vroome complació a Randall.
– En un pequeño y barato café o bar para estudiantes que hay al otro lado de la angosta carretera que llega a la Piazza Navona. El café en sí está en la esquina de la Piazza delle Cinque Lune (la Plaza de las Cinco Lunas) y la Piazza di S. Apollinare. De ninguna manera es tan pintoresco como suena. El café se llama Bar Fratelli Fabbri… el Bar de los Hermanos Fabbri. Es poco atrayente. En el exterior tiene cuatro mesas con sillas de mimbre frente al establecimiento y un verde toldo raído para proteger del ardiente sol a los clientes habituales. Tiene dos entradas encortinadas con tiras azules de plástico para mantener fuera a las moscas… el tipo de cintas que uno encontraría en la entrada de una casa de mala nota en Argel. Plummer y yo íbamos a encontrarnos allí con Robert Lebrun a la una de la tarde. Nosotros llegamos con quince minutos de antelación y nuestros veinte mil dólares, tomamos una de las mesas exteriores y ordenamos Carpanos, aguardando con una tensión considerable, como usted bien podrá imaginar.
– ¿Apareció Lebrun? -preguntó Randall ansiosamente.
– A la una y cinco, cuando ya comenzábamos a preocuparnos, un taxi apareció repentinamente sobre la Piazza delle Cinque Lune y frenó patinando sobre la ancha calle frente al café. La puerta trasera se abrió y un anciano bastante encorvado bajó y caminó cojeando hasta la ventanilla delantera para pagarle al chófer. Recuerdo que Plummer me tiró del brazo. «¡Es Robert Lebrun, es él!» Plummer se puso en pie de un salto y gritó: «¡Lebrun! ¡Aquí estoy!» Lebrun se volvió, casi cayéndose sobre su pierna artificial, miró hacia nuestra mesa con ojos entrecerrados e inmediatamente se transformó. Pareció haberse disgustado mucho. Con una mano se estrujó el puño de la otra y, sacudiéndolas en dirección a nosotros, gritó alocadamente a Plummer: «¡Rompió usted su palabra! ¡No pretende publicarlo! ¡Me va a vender a ellos!» Me señaló con el dedo y, mientras lo hacía, por primera vez me di cuenta de que traía puesto mi traje clerical, mi sotana. Un desatino idiota. La había usado para un servicio religioso y no me había molestado en quitármela. El viejo estaba seguro de que Plummer había estado actuando en nombre de la Iglesia y que estaba tratando de apoderarse de la prueba de la falsificación para que la propia Iglesia se deshiciera de ella. Plummer trató de gritarle para que se acercara, e intentó cruzar el tráfico y alcanzarlo para explicarle mi presencia. Pero fue demasiado tarde. Tropezando, Lebrun había vuelto a subir al taxi; y se había alejado, dejándonos sin esperanza de alcanzarlo, sin ninguna esperanza. Nunca más lo volvimos a ver, ni pudimos localizarlo. No existe ningún Lebrun en el listín telefónico de Roma, ni en ningún otro directorio o registro municipal. Desapareció por completo.
– Así que usted no tiene nada -dijo Randall.
– Excepto lo que le he relatado en esta habitación. Sin embargo, le he revelado todo lo que ha sucedido, exactamente como sucedió, todos nuestros secretos, porque sabía que usted ha tenido las mismas sospechas que yo acerca de la nueva Biblia, y porque usted fue capaz de lograr lo que yo no pude. Usted, señor Randall, logró ver al profesor Augusto Monti el día de hoy. Y es Monti (el único que queda) quien sabe el verdadero nombre del falsificador, y su domicilio. Monti, y sólo Monti, nos podría conducir a Lebrun y a la prueba definitiva de la falsificación. ¿Cree usted que el profesor Monti lo ayudaría?
Randall puso a un lado su pipa, tomó su portafolio y se levantó.
– Usted sabe que Monti sufrió un colapso nervioso. Usted sabe que está en un manicomio. ¿Cómo podría él ayudar?
– Pero sus colegas de la universidad nos han informado que sólo padece de un desorden mental temporal.
– Eso es lo que han hecho creer. No es verdad. Yo estuve con Monti. Traté de sostener con él una conversación racional y fracasé. El profesor Monti está irremediablemente loco.
El dominee De Vroome pareció doblegarse.
– Entonces estamos perdidos y sin esperanza. -Su mirada afrontó a la de Randall-. A menos que haya algo más que usted sepa y que pudiera ayudarnos. De ser así, ¿lo haría usted?
– No -dijo Randall. Cruzando la sala se dirigió hacia la puerta, deteniéndose frente al dominee De Vroome-. No, no puedo ayudarlos, y si pudiera, no estoy seguro de que querría hacerlo. Ni siquiera estoy seguro de que Robert Lebrun exista. Y si existe, no estoy seguro de que pudiera creerse en él. Gracias por sus atenciones y por su confianza, dominee, pero yo me voy de regreso a Amsterdam. Mi búsqueda de la verdad ha terminado aquí, en Roma. No tengo fe en su Robert Lebrun… ni en su existencia. Buenas noches.
Pero al salir de la suite de De Vroome y caminar por el pasillo del cuarto piso, dirigiéndose por la escalera a su propia habitación que estaba en el quinto, Randall supo que no había sido honesto con el clérigo holandés.
Randall sabía que había mentido deliberadamente.
No tenía duda alguna de que un hombre llamado Robert Lebrun existía en algún lugar de la ciudad, y que ese Lebrun debía tener algún tipo de prueba de la falsificación. Era lógico; encajaba perfectamente en la secuencia de acontecimientos que Randall acababa de escuchar.
Lo que quedaba era localizar a Lebrun y obtener la prueba. Randall no iba a volver a Amsterdam; aún no. Iba a hacer un último esfuerzo por descubrir la verdad. Por ahora tenía una pista, una pista que lo podría conducir a Robert Lebrun.
Todo dependería de una cosa. Dependería del resultado de una llamada telefónica que estaba a punto de hacerle a Ángela Monti.