VIII

Casi dos días después, increíblemente, Randall se encontraba ubicado en la Edad Media.

Era una soleada y temprana tarde griega, y ya había llegado a su destino, el monasterio de Simopetra; un viejo edificio de piedra y madera con galerías exteriores y balcones voladizos sobre un lado del acantilado, a una altura de 365 metros sobre el Mar Egeo.

Llevando una ligera patequilla que contenía una muda de ropa y algunos artículos de tocador que había comprado en París, así como su portafolio debidamente cerrado con llave, Randall caminaba fatigadamente a través de un polvoso patio. Adelante de él marchaba el monje recepcionista, el padre Spanos, un religioso de mediana edad que vestía una sotana morada y que lo había recibido cuando llegó en mula con su bizco y maloliente guía nativo, llamado Vlahos.

– Sígame, sígame -le había dicho el padre Spanos por encima del hombro con un sonsonete que revelaba su gran acento en el idioma inglés, y Randall, falto ya de aliento, había seguido al ágil monje hacia el interior del monasterio de Simopetra, subiendo peldaños de madera, destartalados y empinados.

Desde abajo se elevaba en el aire el pesado y estruendoso sonido sordo de unos martillazos lentos, aunque el eco era más parecido al del tañir de una campana lerda y ronca.

Randall se detuvo, asombrado por el sonido.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

Llegaron a los últimos escalones, el padre Spanos se giró hacia abajo y respondió, casi a gritos:

– La segunda llamada del semandron. Viene del martillo de madera que golpea contra un tablón de ciprés, para convocar a nuestra comunidad de cien a orar. La primera llamada es a medianoche. La segunda, ahora después de la comida del mediodía, es para cantar las horas y la liturgia. La tercera y última es antes de la puesta del sol.

Randall había llegado a la parte superior de la escalera.

– ¿Cuánto tiempo dura esta segunda oración?

– Tres horas. Pero no tema, que no tendrá que aguardar tanto al abad Petropoulos. Él lo espera y sus devociones serán breves. -El monje puso al descubierto sus dientes de sierra-. Tiene hambre, ¿no?

– Pues…

– Su comida está preparada. Para cuando termine, el abad estará listo. Venga.

Randall prosiguió la caminata detrás del padre Spanos, a lo largo de un amplio y húmedo corredor encalado que estaba dividido por columnas bizantinas astilladas y una que otra pintura al fresco de santos con ojos saltones. Finalmente, entraron a la sala de recepción, que parecía una celda y cuyas paredes habían sido recientemente pintadas de gris. En el centro de la habitación yacía una mesa larga y dos pulidos bancos de madera. Había sólo un lugar puesto, con un plato de peltre y una jarra, también de peltre, que tenía encima una manzana verde a manera de tapón, un tenedor de estaño de dudosa limpieza y una cuchara grande de madera.

El padre Spanos condujo a Randall al lugar que estaba puesto en la mesa.

– Ahora, comerá -dijo el monje-. Después de los alimentos, el abad lo recibirá en su oficina, en el cuarto de juntas, que está al lado.

– ¿Cómo está el abad? Supe que ha estado muy enfermo durante los últimos cinco años.

– Ha estado enfermo. Desórdenes intestinales. Un período de fiebre tifoidea. Sin embargo, el abad tiene mucha resistencia. El clima, la vida espiritual, las hierbas medicinales secas y el poder derivado de tocar los santos iconos han devuelto al abad Petropoulos su fuerza. Está recuperado.

– ¿Ha viajado fuera de la comunidad en años recientes?

– No. Excepto a Atenas, dos veces. Pero planea viajar fuera de Grecia prontísimo. -El padre Spanos se dio la vuelta y batió las palmas sonoramente-. Un acólito le servirá ahora.

– Antes de que se vaya -dijo Randall- quiero hacerle una pregunta más. He sabido que a ninguna mujer se le permite entrar a las santas comunidades de la península. ¿Es eso cierto?

El padre Spanos inclinó ligeramente la cabeza y dijo con voz solemne:

– El edicto fue hecho hace diez siglos. Ninguna hembra, humana o animal, ha corrompido jamás nuestras comunidades. Tres excepciones. Una vez, en el año de 1345, un rey servio trajo a su esposa a la costa. En tiempos más recientes, la Reina Isabel de Rumania se acercó a un monasterio, al igual que Lady Stratford de Recliffe, esposa de un embajador británico, pero ambas fueron rechazadas. Aparte de semejantes intentos provocados por el demonio, ninguna hembra ha estado aquí. Ejemplo: en 1938 murió aquí nuestro buen hermano Mihailo Tolto, a la venerable edad de 82 años. Vivió y murió sin nunca haber visto a una mujer en toda su vida.

– ¿Cómo fue esto posible?

– La madre del padre Tolto murió durante el parto. Él fue traído a nosotros como infante a las cuatro horas de nacido. Llegó a la edad viril, a la vejez, sin salir nunca de aquí, sin nunca haber puesto los ojos sobre una mujer. Un ejemplo más. -La sonrisa serrada del monje reapareció-. Un ginecólogo griego, esclavizado por sus pacientes hembras, quería estar seguro de escapar de ellas para descansar y estar en paz. Vino a Atos a pasar unas vacaciones. Aquí, él lo sabía, ninguna de sus pacientes podría alcanzarlo o molestarlo. Es verdad. No tenemos tentaciones de Eva. Sólo los hermanos y Dios. Espero que disfrute de nuestro humilde alimento.

No bien se había retirado el padre Spanos cuando apareció un tímido acólito que vestía una sotana y que empezó a servir el almuerzo a Randall. La comida era sencilla: avena grumosa, trozos de pescado blanco, queso de oveja importado, médula vegetal, pan negro, café turco y una naranja. Ángela, al igual que su guía, Vlahos, lo habían preparado para el pulpo cocido, pero ahora se alegraba de que le hubieran dado algo diferente. Y una jarra de vino tinto fuerte le había dado más sabor a lo que había comido.

Sin embargo, Randall no pensaba en la comida, sino en lo que había sucedido en París dos días antes.

Ángela Monti había traicionado su fe. Le había mentido. Le había hablado de su visita al Monte Atos, el único lugar sobre la Tierra en el que ella no pudo haber estado.

A través de su larga jornada, Randall se había sentido iracundo hacia ella. Había amado a esa muchacha italiana y había creído en ella. La semana pasada había pensado que era una traidora y una mentirosa, pero ella había demostrado, a entera satisfacción, que no era ninguna de las dos cosas. Y luego él la había amado y había confiado en ella aún más. Ahora… esta última, indefendible mentira.

En sus peores momentos, durante el viaje de Francia a Grecia, en sus furiosos diálogos mentales con ella, la había embestido salvajemente, diciéndole que era una puta traicionera y sin escrúpulos. Randall odiaba calificar a una mujer en esos términos, pero ésa era la manifestación de su ira, su creciente decepción de la muchacha que él había creído digna de su recién descubierta fe y su creencia en los demás.

Al final del viaje (irónicamente, en una tierra que no admitía mujeres), esta mujer todavía dominaba sus pensamientos. Si ella nunca había estado aquí, él la había traído, y poco a poco, recordándola, su enojo había disminuido. Trató de inventar excusas para su mentira, porque todavía la amaba, pero no pudo encontrar ni una sola.

Decidió exorcizarla de su mente.

Repasó los eventos de los últimos tres días que lo habían traído a esta aislada y extraña península de un solo sexo.

Al finalizar la tarde del viernes anterior, en París, después de la mentira de Ángela (¡maldita sea, expúlsala, exorcízala, libérate, concéntrate!), Randall había decidido impulsivamente someter el anacronismo que Bogardus había descubierto en el papiro de Santiago al juicio final del principal experto en arameo de todo el mundo.

Luego, estando todavía en París, había dedicado el sábado por la mañana a las formalidades de conseguir una invitación y después un permiso para visitar el Monte Atos. Sin el prestigio y el poder político del profesor Aubert, le hubiera llevado semanas. Con Aubert telefoneando de larga distancia, había tomado sólo unas cuantas horas. La Sección Eclesiástica del Ministerio Griego de Relaciones Exteriores le había concedido a Randall su diamonitirion, un pasaporte especial a la república independiente de Atos, prometiéndole que recibiría el documento a su llegada a Salónica. Aubert se había comunicado con un colega de la Universidad de Salónica, quien a su vez se había puesto en contacto con el abad Petropoulos en Karyaí, la capital del Monte Atos, para solicitarle una cita. El abad había estado de acuerdo en recibir a Randall en el monasterio de Simopetra. Después de eso, los complejos preparativos para el viaje se habían realizado apresuradamente.

Una vez que su itinerario se hubo definido, Randall había hecho dos llamadas telefónicas a Amsterdam. Había telefoneado al «Hotel Victoria» para dejarle un recado a Ángela diciendo que estaría fuera durante cinco o seis días en una misión especial. En seguida, había tratado de comunicarse con George L. Wheeler, al «Hotel Krasnapolsky», pero se había enterado de que el editor aún se hallaba ocupado con Hennig en Maguncia, y Randall sólo había dejado un recado informándole que salía de viaje para entrevistarse con el abad Petropoulos acerca del error señalado por Bogardus, y que regresaría dentro de unos cuantos días para preparar la campaña publicitaria para el día del anuncio.

Ayer, sábado, había tomado un jet de la Olympic Airways en el Aeropuerto de Orly, en París, con rumbo a Salónica, en Grecia. El vuelo había durado menos de cuatro horas. Viajando en automóvil a través de las anchas avenidas de Salónica, entre casas greco-moriscas e innumerables iglesias bizantinas, había recogido su pasaporte para Atos en el consulado norteamericano, verificado la reservación para la última etapa de su viaje, y pasado una noche intranquila en el «Hotel Mediterráneo».

Esta mañana muy temprano había abordado un sucio y grasiento buque costero que iba de Salónica a Dafne, el puerto oficial de Monte Atos, a 130 kilómetros de distancia. Allí, en la delegación de Policía, con su techo rojo, un oficial, que vestía un gorro de terciopelo con una doble águila bizantina, una falda blanca y borlas en los zapatos, había sellado su pasaporte. Luego, en el cobertizo de la aduana, unos monjes de cabellos largos habían inspeccionado su petaquilla y su portafolio, y un monje obstinado le había, en efecto, tocado y sentido el pecho, diciendo:

– Para asegurarnos de que usted no es una mujer disfrazada de hombre.

Después de que en la aduana le habían aprobado la petaquilla y el sexo, Randall fue recibido por su guía, a quien se había notificado anticipadamente de su llegada. El joven griego, Vlahos, que era guía y arriero, vestía sencillamente salvo por unos zapatos hechos con tiras de neumático para automóvil, que usaba para escalar los montes con mayor facilidad. Vlahos ya había alquilado un engaze, una lancha privada que los transportaría la corta distancia por mar hasta la orilla de Simopetra. La lancha privada resultó ser un liviano bote de muy dudosa seguridad marítima; sin embargo, con el propietario ligeramente ebrio al timón y Vlahos y él protegidos del sol por una sucia lona, la bamboleante nave de un solo motor, que se movía con repetidos ruidos explosivos, los había llevado a salvo hasta el cobertizo acuñado entre los pedrejones que yacían al pie del monasterio que reposaba en lo alto de la cima sobre el mar.

Ahí, Vlahos había regateado para alquilar dos mulas, y una vez montados, habían comenzado a ascender por la peligrosa vereda que serpenteaba alrededor del escarpado acantilado hacia la cima que parecía un nido de águilas. Después de veinte minutos, descansaron en un templo que contenía un icono que mostraba a la Virgen junto a San Joaquín y Santa Ana. Mientras bebían agua de sus cantimploras, Vlahos había explicado que Simopetra significaba Roca de Plata y que el monasterio había sido fundado en 1363 por un ermitaño que había tenido una visión.

Y ahora, la única visión de Randall era la de huir de aquel sendero peligroso, de la mula que lo traqueteaba y del enervante sol, para encontrar la seguridad que le proporcionaría el paraíso que estaba al final de la vereda. Después de quince exhaustivos minutos, habían llegado a la cima y, más allá de los sembradíos de col, se erguía el muro vertical del monasterio, con sus balcones de podridos pisos entablados. De una de las puertas del edificio, el monje recepcionista salió apresuradamente a darle la bienvenida.

«¡Toda esta pesadilla exótica -pensó Randall- sólo para averiguar cómo Jesús, según Santiago, había logrado cruzar el lecho supuestamente seco de un lago romano que no sería desaguado sino tres años después de haberlo cruzado!»

Esta pesquisa era una locura quijotesca. Se preguntaba por qué razón la había emprendido. Aunque lo sabía. Quería conservar viva su recién nacida y apenas animada fe.

– Señor Randall…

Se volvió sobre el banco para encontrar al padre Spanos parado junto a él.

– …usted gusta, el abad Mitros Petropoulos lo verá ahora. Es costumbre llamarle padre.

De buena gana, Randall le entregó su petaquilla al monje, reteniendo el portafolio y siguiendo al monje a la oficina del abad.

El cuarto al que había entrado era sorprendentemente espacioso y estaba brillantemente iluminado. Los muros estaban cubiertos con unos vivos frescos religiosos. Abundaban iconos con representaciones del arcángel Gabriel, de Cristo, de la Virgen entronizada. Una impresionada araña de peltre colgaba del techo, y numerosas lámparas latonadas de aceite bañaban la oficina con un amarillo vivificante. Junto a una mesa redonda, donde había unas velas encendidas y varios gruesos tomos medievales esparcidos, estaba parado un patriarca que seguramente tenía más de setenta años.

Vestía un gorro negro parecido a un fez, una pesada túnica negra, que tenía cosida una pequeña calavera con dos huesos cruzados, y calzaba unos rústicos zapatos de campesino. Era un pequeño y frágil griego, con parches de piel oscura y delgada como pergamino que asomaban entre su largo cabello, y con bigote y barba, canosos y espesos. Unas extrañas gafas cuadradas sin arillos descansaban, caídas, sobre su delgada nariz.

El padre Spanos lo presentó al patriarca y se retiró.

Éste era el abad Mitros Petropoulos.

– Bienvenido a Simopetra, señor Randall. Espero que su viaje no haya sido demasiado cansado.

Su tono de voz era gentil y confortante.

– Es un honor ser recibido aquí, padre.

– ¿Prefiere usted que conduzcamos nuestra conversación en francés o en italiano, o le satisface mi inglés?

Randall sonrió.

– En inglés, definitivamente… aunque ojalá supiera yo arameo.

– Ah, arameo; realmente no es tan formidable como usted se lo pueda imaginar. Claro que ya me resulta difícil juzgar. He dedicado toda mi vida a estudiarlo. Por favor, siéntese. -El abad se había sentado en una silla con respaldo de barrotes junto a la mesa redonda, y Randall rápidamente se sentó junto a él-. Supongo -continuó diciendo el abad- que preferirá pasar la noche aquí antes de regresar a Salónica.

– Si usted me lo permite.

– Nos complace recibir visitas, aunque sea esporádicamente. Como es natural, encontrará algunas incomodidades en nuestras instalaciones. Por un lado, debo de prevenirlo, las bañeras son desconocidas en nuestro monasterio. Nos gusta decir: «Aquel que ha sido bañado en Cristo, no necesita bañarse otra vez.» Pero encontrará su colchón fumigado; sin chinches u otros insectos.

– Padre Petropoulos -aseveró Randall-, mi único interés es el arameo.

– Sí, claro. El lenguaje de Nuestro Señor. Un idioma humilde, sin belleza propia; sin embargo, parte de la más grandiosa sabiduría de la Tierra se expresó en ese lenguaje. Sí, el arameo. Un idioma semítico. La palabra se deriva de Aram, el nombre de las tierras montañosas de Siria y Mesopotamia, donde era hablado por los pueblos arameos; nómadas que comenzaron a establecerse en el norte de Palestina, incluyendo a Galilea, después del siglo v antes de Jesucristo. Era la lengua común entre los pobres de Galilea cuando Cristo convivió con ellos. El hebreo lo hablaban sólo los educados. En tiempos de Cristo, el hebreo lo utilizaban los sacerdotes, los eruditos y los jueces, mientras que el arameo lo hablaban las masas y aquellos que se dedicaban al comercio y los negocios. No obstante, el hebreo y el arameo están íntimamente relacionados. Podría decirse que son primos.

– ¿En qué sentido se diferencian?

– No es fácil de explicar -dijo el abad Petropoulus, frotándose la barba-. ¿Cómo podría expresarlo? El hebreo y el arameo tienen el mismo alfabeto de veintidós caracteres o signos, pero todos son consonantes. Ninguno de los dos idiomas contiene más sonidos fonéticos de lo que permite su alfabeto. Así que cuando los idiomas hablados se escriben, los sonidos faltantes, o vocales, se indican con caracteres junto a las consonantes más cercanas. Una persona que escriba en hebreo y otra que escriba en arameo escribirían las mismas consonantes para la misma palabra… pero cada uno añadiría signos un poco diferentes para las vocales. Por ejemplo, al escribir Mi Señor o Mi Dios en hebreo, quedaría como Eli, mientras que en arameo quedaría como Elia. ¿Me explico?

– Pu…es -dijo Randall-, creo que entiendo algo.

– No tiene mayor importancia -dijo el abad-. Lo que le interesa a usted, supongo, es el arameo antiguo.

– Exactamente.

– Bueno, procedamos. Debo decirle, señor Randall, que salvo por la escasa información que me dieron desde Salónica, sé que usted desea que yo examine un papiro del siglo i donde aparece una escritura en arameo, y no sé nada más acerca de los motivos de su visita.

– Padre, ¿ha oído algo acerca de Resurrección Dos?

– ¿Resurrección Dos?

– Es el nombre en clave de un proyecto para la edición de Biblias, cuya labor se está llevando a cabo en Amsterdam. Un grupo de editores se han asociado para ofrecer al mundo una nueva versión del Nuevo Testamento, basada en un trascendental descubrimiento arqueológico realizado en las afueras de Roma hace seis años…

– Ah, sí -interrumpió el abad Petropoulos-. Ahora lo recuerdo. El estudioso bíblico de la Gran Bretaña… Jeffries, el doctor Jeffries… me extendió una invitación para colaborar en la traducción del hallazgo arameo. No fue muy explícito, pero lo poco que me dijo en su carta me pareció intrigante. Si no hubiera estado yo tan enfermo en aquel entonces, quizá habría aceptado. Pero me fue imposible. ¿Puede decirme, señor Randall, de qué se trata? Lo guardaré en secreto.

Sin titubear, durante los siguientes cinco minutos Randall le reveló los puntos más importantes contenidos en el Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago.

Cuando hubo terminado, los ojos del abad brillaban.

– ¿Es posible? -murmuró-. ¿Puede existir un milagro como éste?

– Puede serlo, y lo es -dijo Randall calmadamente-, dependiendo del veredicto de usted acerca de un fragmento confuso en uno de los papiros encontrados en la excavación.

– Esto es obra del Señor -dijo el abad-. Yo soy Su siervo.

Randall levantó su portafolio, lo abrió y buscó la fotografía de Edlund del Papiro número 9. Mientras hacía esto, dijo:

– El descubrimiento fue realizado en un antiguo lugar de recreo cercano a Roma por el profesor Augusto Monti, el arqueólogo italiano. A mí se me ha informado que el profesor Monti y su hija lo visitaron hace cinco años para autenticar el hallazgo. Pero luego me enteré de que habría sido imposible que su hija hubiera estado en el Monte Atos…

– Totalmente imposible.

– …pero me pregunto si el profesor Monti realmente vino aquí a consultarlo a usted.

La gran barba del abad se movió de un lado a otro.

– Nadie, nadie con ese nombre me ha visitado jamás. Por lo menos… -Su voz se apagó, y las esquinas de sus ojos se arrugaron, mientras trataba de recordar algo-. ¿Dijo Monti? ¿El de la Universidad de Roma?

– El mismo.

– Recuerdo que intercambiamos correspondencia; definitivamente lo recuerdo. Fue hace unos cuatro o cinco años. Incluso tal vez antes. Este profesor romano quería que yo fuera su invitado. Dijo que pagaría mis gastos para ir a Roma a autentificar algunos papiros arameos. Él estaba demasiado ocupado para visitarme en Atos. Más tarde (ahora lo recuerdo), el doctor Jeffries, al invitarme a colaborar en la traducción, mencionó a un arqueólogo italiano como el descubridor de dos extraordinarios documentos del siglo i. Pero, en cuanto a haber conocido personalmente a Monti, ya fuera aquí, en Atos, o en cualquier otra parte… no, nunca he tenido la buena fortuna de conocerlo.

– Es lo que yo pensé -dijo Randall, escondiendo su amargura-. Sólo quería estar seguro. -Puso su portafolio en el suelo, pero sostuvo en la mano la fotografía del papiro dudoso, así como una copia de la traducción final del arameo al inglés-. Esto es lo que he venido a Atos a mostrarle. Pero antes de mostrárselo, padre, permítame explicarse cuál es el problema que ha surgido, puesto que yo espero que usted pueda resolverlo.

Omitiendo los detalles acerca de Bogardus y su participación en Resurrección Dos, Randall explicó brevemente que alguien, cuando el Nuevo Testamento ya estaba en la imprenta, se había tropezado con un anacronismo, una discrepancia, en la traducción del pasaje que describe la huida de Jesús de Roma a través del fértil valle donde en otro tiempo había existido el Lago Fucino.

– No obstante, de acuerdo con los historiadores romanos -concluyó Randall-, el Lago Fucino no había sido desaguado sino tres años más tarde.

El abad comprendió.

– Permítame ver la traducción.

Randall se la entregó.

– Vea las líneas cuarta y quinta.

El abad leyó para sí mismo la traducción, y luego releyó las líneas y cuarta y quinta, en voz alta.

– Nuestro Señor… mmm… hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos del Lago Fucino, que había sido desaguado por órdenes de Claudio César y cultivado y labrado… -Se meció pensativamente-. Sí. Ahora permítame ver el original en arameo, de donde se hizo esta traducción.

Randall entregó la fotografía al abad. El anciano griego echó un vistazo a la fotografía, hizo una mueca y levantó la vista.

– Ésta es sólo una reproducción, señor Randall. Debo ver el papiro original.

– No lo tengo, padre. Nunca permitirían que yo, ni nadie, viajara con él. El papiro es demasiado valioso. Lo guardan bajo seguridad dentro de una bóveda especial en Amsterdam.

El abad Petropoulos estaba decepcionado.

– Entonces, la tarea que me encomienda resultará doblemente complicada. De por sí es muy difícil leer el arameo, con esos caracteres tan pequeños. Ahora, examinarlos en una reproducción y tratar de traducirlos con precisión, es casi imposible.

– Pero esta fotografía fue tomada con rayos infrarrojos, para destacar los signos más borrosos y descoloridos y…

– No importa, señor Randall. La reproducción es una segunda situación, y casi siempre, para mis cansados ojos, vaga y variable.

– ¿Podría cuando menos tratar de descifrar lo que hay en la fotografía, padre?

– Lo intentaré. Seguro que sí.

El abad se levantó emitiendo un gruñido, cojeó hacia una de las mesitas de lámpara, abrió un cajón y sacó un gran lente de aumento.

Randall observaba atentamente mientras el abad se agachaba, sosteniendo la fotografía del papiro bajo la luz y estudiándola a través de la lupa. Durante varios minutos, el abad continuó inspeccionando la fotografía con profunda concentración. Por fin puso la lupa sobre la mesa y se acomodó de nuevo en su silla, recogiendo la traducción para leerla nuevamente.

Sin decir palabra, le devolvió la traducción a Randall y, acariciándose la canosa barba, valorizó la fotografía.

– Usted sabe, naturalmente, que el doctor Jeffries y sus colegas tuvieron la ventaja de trabajar con el papiro original. Teniendo esto en mente, es probable que su traducción sea excelente. Y si lo es, entonces el códice o rollo que este fragmento representa debe ser ciertamente considerado como el descubrimiento más asombroso y emocionante de la historia cristiana.

– Yo no tengo dudas acerca de eso -convino Randall-. Pero sí las tengo con respecto a la exactitud de la traducción del arameo.

El abad Petropoulos se rascó debajo de la barba, absorto en sus pensamientos.

– Por lo que he podido descifrar de la fotografía, la traducción es bastante precisa, aunque no podría jurar que así sea. Muchos de los caracteres arameos, como usted mismo puede ver, están borrosos, casi han desaparecido con el paso de los siglos. Varias palabras, en las líneas que a usted le interesan, son apenas legibles.

– Lo sé, padre; sin embargo…

Ignorando a Randall, el anciano prosiguió:

– Siempre ocurre lo mismo con estos manuscritos antiguos. Un lego no comprende los problemas. En primer lugar, estamos entendiéndonos con el material físico, el papiro. ¿Qué es el papiro que se utilizó en un manuscrito como éste? Ese papel para escribir se manufacturó del meollo del tallo de la planta del papiro, que se encontraba en la región del Nilo, en Egipto. El meollo se rebanaba en tiras, y dos capas de esas tiras se engomaban en forma de cruz. El papel de papiro que de eso resultaba no era más duradero que nuestro moderno y corriente papel bond, y ciertamente no pretendían que sobreviviera diecinueve siglos. En climas húmedos, el papiro se desintegraba. Bajo condiciones secas, sobrevivía más tiempo, aunque se volvía extremadamente quebradizo, pudiendo partirse o desmoronarse en polvo al solo contacto del dedo. Este fragmento de papiro que me ha mostrado usted en una fotografía, probablemente es tan quebradizo, está tan gastado, que la escritura es casi oscura. Más aún, en el siglo primero, el arameo se escribía con caracteres en forma cuadrada, cada letra o signo asentándose separadamente en ese papel de meollo. Como resultado, las palabras individuales no se conectaban. Se podría pensar que eso lo haría más fácil de distinguir y de leer, pero todo lo contrario. Es mucho más fácil leer una palabra en la cual las letras están conectadas en manuscrito cursivo, pero desafortunadamente, las palabras conectadas, la escritura cursiva, no surgieron sino hasta el siglo ix. Tales son los obstáculos, que se vuelven más difíciles de superar cuando uno los estudia en una reproducción.

– No obstante, este texto arameo se leyó y se tradujo totalmente.

– Sí, lo mismo que los tres mil cien antiguos fragmentos y manuscritos del Nuevo Testamento que existen en todo el mundo (ochenta de ellos escritos en papiro y doscientos en unciales, es decir, en letras mayúsculas) fueron también traducidos con éxito, pero después de enormes dificultades.

Randall insistió.

– Aparentemente, las dificultades también fueron superadas en estos papiros. El Evangelio según Santiago fue traducido. Usted me ha dicho que cree que puede ser una traducción exacta. Entonces, ¿cómo explica la incongruencia en el texto?

– Hay varias explicaciones posibles -dijo el abad-. Nosotros ignoramos si Santiago, en el año 62 A. D., conocía el alfabeto lo suficientemente bien como para haber podido escribir este evangelio con su puño y letra, aunque puede ser que sí. Sin embargo, lo más probable es que, para ahorrar tiempo, se lo haya dictado a un amanuense, un escribano experimentado, y que él sólo haya firmado el documento. Este papiro puede representar lo que el escriba asentó originalmente, o bien ser una copia adicional (una de las otras dos copias que Santiago dijo haber enviado a Barnabás y a Pedro) escrita por otro escribano. Además, al tomar el dictado, el escriba pudo haber escuchado algo equivocadamente, haberlo entendido mal y transcrito incorrectamente al papiro. O un copista, cansado de la mano o de los ojos o con una mente divagadora, pudo haber copiado una o varias palabras o toda una frase incorrectamente. Recuerde usted que, en arameo, un solo punto colocado arriba o abajo de una palabra o en una posición equivocada, puede cambiar completamente el significado de la palabra. Por ejemplo, existe una palabra en arameo que puede significar «muerto» o puede significar «aldea», simplemente de acuerdo con el lugar donde se coloque un punto. Un error tan insignificante muy bien pudiera explicar ese anacronismo. Por otra parte, al escribir o dictar su biografía de Cristo, trece años después de Su muerte, la memoria de Santiago pudo haber olvidado por dónde o cómo salió Nuestro Señor de Roma.

– ¿Es eso lo que usted cree?

– No -dijo el abad-. Este material era demasiado preciado, aun en su época, para permitir el menor descuido humano.

– Entonces, ¿qué es lo que cree?

– Creo que la explicación más factible sería que los traductores modernos (con el debido respeto al doctor Jeffries y sus colegas) cometieron un error al traducir del arameo al inglés y a otros idiomas contemporáneos. El error pudo haber ocurrido por una de dos razones.

– ¿Cuáles razones?

– La primera es simplemente que hoy no conocemos todas las palabras arameas que Santiago conocía en el 62 A. D. No sabemos el vocabulario arameo completo. No existía ningún diccionario de ese idioma y aunque, afortunadamente, hemos definido muchas palabras, cada nuevo papiro que se descubre nos da palabras desconocidas que nunca antes habíamos visto. Recuerdo un descubrimiento realizado en la gruta de Murabba'at, un uadi en el desierto judío, para cuya traducción solicitaron mi colaboración. El descubrimiento consistía en contratos legales escritos en arameo en el año 130 A. D., así como dos cartas escritas también en arameo por Bar-Kokhba, un jefe rebelde judío, que fue el responsable de la revuelta contra Roma en 132 A. D. Había muchas palabras arameas que jamás había visto yo.

– Y entonces, ¿cómo pudo traducirlas?

– De la misma manera como el doctor Jeffries y sus colaboradores tradujeron algunas de las palabras desconocidas que seguramente encontraron en los papiros de Santiago… mediante la comparación con palabras conocidas dentro del texto, tratando de comprender el significado y el sentido que el escritor quería dar a sus palabras, y por analogía con las formas gramaticales conocidas. Lo que estoy diciendo es que con frecuencia resulta imposible expresar un lenguaje antiguo en palabras modernas. En tales casos, la traducción se convierte más que nada en un asunto de interpretación. Pero esta clase de interpretación puede conducir a cometer errores.

El abad se acarició la barba pensativamente, y luego continuó.

– El segundo escollo, señor Randall, radica en que cada palabra aramea puede tener varios significados. Por ejemplo, existe una palabra en arameo que significa «inspiración», «instrucción» y «felicidad». Un traductor tendría que decidir cuál de esas definiciones quiso emplear Santiago. La decisión del traductor es simultáneamente subjetiva y objetiva. Subjetivamente, debe evaluar la yuxtaposición de las diferentes palabras que aparecen en una o varias líneas. Objetivamente, debe tratar de ver que un punto o un rasgo que pudo haber existido alguna vez, podría encontrarse borrado ahora. Es tan fácil pasar por alto, calcular mal, cometer errores. Los seres humanos no somos omnisapientes, sino susceptibles a los juicios equivocados. Los traductores de la Versión del Rey Jaime del Nuevo Testamento trabajaron empleando antiguos textos griegos que se referían a Jesús como «su Hijo». De hecho, el griego antiguo no contenía una palabra como el posesivo «su», así que la Versión Común Revisada se corrigió para que dijera «un Hijo». Este cambio fue probablemente más preciso, y alteró el significado de la referencia a Jesús.

– ¿Pudo haber ocurrido algo semejante en esta traducción?

– Posiblemente. El arameo fue traducido de tal modo que dijera que «Nuestro Señor… hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos del Lago Fucino, que había sido desaguado». Si se sustituye «campos del» por «campos alrededor del» o «campos cercanos al» y «que había sido» por «que sería», el significado cambia completamente.

– ¿Usted cree que sea posible que esas palabras hayan sido traducidas erróneamente?

– Creo que ésa es la explicación más factible.

– Y, ¿si no hubieran sido traducidas erróneamente? ¿Si ésta fuese una traducción correcta y precisa?

– Entonces consideraría yo que la autenticidad del Evangelio según Santiago estaría bajo sospecha.

– Y, ¿si estuvieran sólo mal traducidas?

– Consideraría que el nuevo evangelio es auténtico y que constituye el descubrimiento más trascendental en la historia del hombre.

– Padre -dijo Randall, inclinándose en su silla hacia delante-, ¿no cree que valdría la pena cualquier esfuerzo por averiguar si este evangelio es, en verdad, el más trascendental en la historia del hombre?

El abad Petropoulos parecía confuso.

– ¿Qué está usted tratando de decir?

– Estoy sugiriendo que vaya usted conmigo a Amsterdam mañana por la mañana, para que allí examine el papiro original y de una vez por todas nos diga si es que tenemos un descubrimiento verdadero o un hallazgo posiblemente falso.

– ¿Desea usted que yo vaya a Amsterdam?

– Mañana mismo. Con gastos pagados. Además, se haría una generosa contribución a su monasterio. Y, sobre todo, su autentificación pondría al Nuevo Testamento Internacional fuera de toda suspicacia.

El abad Petropoulos asintió con la cabeza pensativamente.

– Lo último es lo más importante. Sería, en realidad, obra de Dios. Sí, señor Randall, puedo hacer ese viaje. Pero no mañana.

– ¡Estupendo! -exclamó Randall-. ¿Cuándo puede hacerlo?

– Desde hace tiempo he estado planeando concurrir, como representante de nuestra república monástica de Monte Atos, a un concilio eclesiástico de la Iglesia Ortodoxa Griega, que será presidido por mi superior y amigo, Su Santidad, el Patriarca de Constantinopla. Es imperativo que yo asista a las sesiones junto con los metropolitanos de la Iglesia. Debemos hacer cualquier esfuerzo por unir más a nuestros cerca de ocho millones de fieles. La sesión de apertura del concilio se llevará a cabo en Helsinki dentro de siete días, y yo debo salir de Atenas rumbo a Helsinki dentro de cinco.

El viejo abad se puso en pie lentamente. Randall pensó que seguramente escondía una sonrisa detrás de su espesa barba.

– Así es que, señor Randall -continuó el abad-, he estado considerando la posibilidad de salir de aquí un día antes, dentro de cuatro días, para hacer una breve desviación. Después de todo, podría decirse que Amsterdam queda en camino a Helsinki, ¿verdad? Sí, iré allá para examinar el papiro original y decirle si se trata de un milagro o de un engaño… Ahora, señor Randall, debe descansar antes de la cena. Estamos preparando para usted nuestra especialidad favorita. ¿Ha probado el pulpo cocido alguna vez?

Randall había esperado que, al regresar a Amsterdam y a su empleo en el «Hotel Krasnapolsky» tres días después, encontraría a George L. Wheeler y a los otros cuatro editores furiosos por haberse ausentado sin el consentimiento de ellos.

En cambio, la reacción de Wheeler lo había tomado completamente por sorpresa.

En realidad, Randall había vuelto la noche anterior (había salido del Monte Atos al amanecer del lunes y había llegado a Amsterdam en la noche del martes) y había querido enfrentarse a Wheeler de inmediato, para continuar con la escena impostergable que le esperaba con Ángela Monti. Pero el viaje de regreso, la pérfida bajada de la montaña a horcajadas sobre una mula, la travesía en la lancha privada y luego en el vapor costero, el vuelo en avión de Salónica a París, el transbordo, el vuelo a Amsterdam y el recorrido en taxi desde el Aeropuerto Schiphol hasta su hotel, había sido más agotador que el viaje de ida.

Había regresado a su suite sucio, tambaleándose de fatiga y sin ánimos de enfrentarse a Wheeler o a Ángela. Estaba demasiado exhausto incluso para tomar una ducha. Se había dejado caer en la cama, quedándose dormido hasta la mañana siguiente.

Al dirigirse a su oficina en el «Krasnapolsky», había decidido que aún no estaba listo para discutir con Ángela. Primero lo primero, se dijo a sí mismo. Debían hacerse dos pruebas de fe; una acerca de la validez de la Palabra, y otra acerca de la honestidad de Ángela. Y era importante enfrentarse primero a la de la Palabra.

Desde el cuarto de recepción de las oficinas de los editores, Randall había hecho una llamada interna a Ángela, la había saludado, había ignorado su calurosa bienvenida y le había explicado que estaría ocupado con los editores todo el día (puesto que él sabía que en realidad no lo estaría y no quería verla cuando regresara a su oficina, le había pedido que hiciera una investigación en la Netherlands Bijbelgenootschap, la Sociedad Bíblica). En cuanto a una cita para esta noche, había estado evasivo. Le dijo que quizás estaría todavía ocupado, pero que él la avisaría.

Una vez hecho eso, se dirigió a la oficina de Wheeler preparado para lo peor, pero se llevó una sorpresa.

Impulsivamente, había hablado de un hilo, sin dar al editor oportunidad de que lo interrumpiera, diciéndole dónde había estado y qué había hecho durante los últimos cinco días.

Wheeler lo había escuchado con interés benigno y le había respondido de una manera casi congratulatoria.

– No, no me preocupa el que usted haya descuidado su trabajo publicitario. A ninguno de nosotros le molesta. Creo que es mucho más importante que usted se convenza a sí mismo de que nada malo sucede aquí. Después de todo, no podemos esperar que se entregue de lleno a la venta de un producto, a menos de que crea en él totalmente.

– Gracias, George. Una vez que el abad Petropoulos haya visto y autenticado el fragmento, estaré totalmente convencido.

– Ésa es otra cosa por la que podría yo decir que le estamos sumamente agradecidos. Siempre quisimos sacar a Petropoulos de su ermita, simplemente para que él también comprobara la traducción, pero nunca pudimos lograrlo. Usted tuvo éxito donde nosotros fracasamos, así que sólo podemos estar agradecidos por su iniciativa. No es que jamás hayamos tenido dudas acerca del papiro, pero será un adorno el tener al abad dentro de nuestro proyecto, y un placer el ver que él despeje la última duda que a usted le queda.

– Es muy bondadoso de su parte, George. Compensaré el tiempo perdido y estaremos listos para el día del anuncio.

– El día del anuncio. Todos nos sentiremos mucho mejor cuando eso haya pasado ya. Mientras tanto, aunque tengamos que permanecer cautelosos, creo que ya todos podremos respirar mejor.

– ¿Por qué? -inquirió Randall.

– En cuanto al asunto de Hennig, tenemos ya un plan factible para protegerlo del chantaje de Plummer; y con respecto al Judas de la oficina, ese hijo de puta de Hans Bogardus, lo hemos despedido. Lo echamos fuera de aquí en cuanto regresamos de Maguncia.

– ¿De veras?

– Bueno, hizo un escándalo y nos amenazó con descubrir lo que supuestamente sabe, tal como lo hizo con usted, y nos advirtió que informaría a De Vroome y a Plummer acerca del tal error fatal, y que ellos nos arruinarían en el instante en que la nueva Biblia saliera al público. Le dijimos que adelante, que lo intentara, pero que los esfuerzos de sus amigos de nada servirían, porque una vez que vieran la Biblia se darían cuenta de que era invencible. Sea como fuere, echamos a Bogardus.

Jamás había estado tan impresionado. Que los editores no hubieran temido a Bogardus y que estuvieran deseosos de recibir al abad Petropoulos para que examinara el pergamino, casi había restaurado por completo la fe de Randall en el proyecto. Había una última petición que hacer.

– George, tengo la fotografía del Papiro número 9 en mi portafolio…

– No debería andar acarreando por ahí algo tan preciado. Debería guardarla bajo llave en su archivo a prueba de fuego.

– Lo haré, pero antes quisiera compararla con el fragmento original del papiro que está en la bóveda. Querría ver si el original es más fácil de leer. Es decir, me gustaría saber qué es lo que tendrá el abad para trabajar.

– ¿Quiere echarle un vistazo al original? Por supuesto, si eso lo va a hacer feliz. No hay problema. Déjeme telefonear al señor Groat a la bóveda y decirle que saque el original y lo tenga listo. Luego bajaremos al sótano para que usted pueda verlo. Le advierto que no habrá mucho que ver. Es casi imposible descifrar algo en un pedazo antiguo de papiro, a menos que uno sea un experto, como Jeffries o Petropoulos. Sin embargo, sentirá usted una gran emoción simplemente al contemplarlo… un pedazo de manuscrito del año 62 A. D. que contiene las palabras, las verdaderas palabras que escribió el hermano de Jesús. Será una experiencia que querrá contarles a sus nietos algún día. Muy bien, déjeme localizar al señor Groat, y luego iremos abajo.

Todo esto había ocurrido antes de las diez de la mañana.

Ahora, a las diez con ocho minutos, Randall y Wheeler bajaban con el ascensor hacia el sótano del «Hotel Krasnapolsky», donde una bóveda especialmente construida salvaguardaba los tesoros que habían hecho de Resurrección Dos y el Nuevo Testamento Internacional una realidad.

El ascensor automático hizo una parada suave y la puerta se abrió. Randall siguió a Wheeler dentro del sótano, donde contestaron el saludo del oficial de seguridad que se hallaba armado y sentado en una silla plegadiza.

Caminaron estruendosamente a través del piso de cemento del lóbrego sótano, enviando con los tacones reverberaciones a través del pasaje subterráneo. Al dar vuelta a una esquina hacia un segundo corredor, avistaron un deslumbrante cuadrado de luz fluorescente que brillaba desde el distante fondo.

– La bóveda -explicó Wheeler.

Al acercarse al cuadrado de luz, Randall pudo distinguir la enorme puerta de la bóveda, a prueba de fuego, con su cerrojo plateado y su disco de combinación de seguridad, en blanco y negro, que se hallaba entreabierta. De pronto, del hueco de la bóveda emergió la figura rechoncha de un hombre que cruzó la puerta y se apresuró a encontrarlos.

Asombrados, Randall y Wheeler se detuvieron, mientras Randall miraba con la boca abierta al hombre cuyo plano tupé estaba desacomodado y cuyos bigotes de cepillo le bailaban sobre la boca. Se trataba del señor Groat, el celador de la bóveda, que corría con la chaqueta abierta, dejando entrever la funda de su revólver.

Patinando, se detuvo frente a ellos, con tantos jadeos que no podía articular las palabras que quería decir.

Wheeler lo agarró de los hombros.

– Groat, ¿qué demonios sucede?

– Mijnheer Wheeler! -gritó Groat-. Help! Ik ben bestolen! Politie!

Wheeler lo sacudió fuertemente.

– ¡Maldita sea, hombre, hable en inglés! Spreek Engels!

– Auxilio… necesitamos ayuda -jadeó el rechoncho holandés-. Me… nos…, han robado. ¡ La Policía, debemos llamar a la Policía!

– Maldita sea, Groat, este lugar está lleno de policías -dijo Wheeler enojado-. ¿Qué sucedió? Contrólese y dígame qué es lo que ha ocurrido.

Groat tuvo un ataque de tos que finalmente logró controlar.

– El papiro… el Papiro número 9… falta… ¡Ya no está! ¡Lo han robado!

– ¡Usted está loco! ¡No puede ser! -bramó el editor.

– Lo he buscado por todas partes… por todos lados -susurró Groat-. No está en la gaveta que le corresponde… tampoco está en las otras gavetas… no está en ninguna parte.

– No lo creo -interrumpió Wheeler-. Iré a ver.

Wheeler caminó apresuradamente, seguido por el aterrorizado celador.

Randall los siguió lentamente, tratando de comprender lo acontecido.

Al llegar a la puerta abierta de la bóveda, Randall escudriñó la cámara a prueba de fuego y robo. Tenía por lo menos seis metros de fondo y tres de ancho, y estaba construida de hormigón reforzado con acero. Había unas hileras de gavetas metálicas que, según había oído Randall, estaban recubiertas con asbesto. Cuatro lámparas fluorescentes colocadas en el techo de hormigón brillaban sobre una larga mesa rectangular, cubierta con una superficie de mate blanco, donde yacían aproximadamente una docena de oblongos de vidrio plano.

La atención de Randall se concentró en la actividad de Wheeler y el celador de la bóveda.

Groat iba tirando hacia fuera una tras otra de las anchas gavetas cubiertas con vidrio, mientras Wheeler examinaba lo que contenían. Los dos se movían de una gaveta a otra, y el editor se veía cada vez más frustrado y apoplético.

Preguntándose si podría existir algún otro lugar dentro de la cámara donde el papiro se pudiera haber traspapelado, o incluso escondido, Randall examinó la bóveda una vez más. Había dos respiradores en lo alto del muro izquierdo debajo de los cuales, a la altura de los ojos, había una serie de discos e interruptores eléctricos, que sin duda servían para controlar la humedad de los invaluables y quebradizos papiros. El piso de piedra estaba limpio.

Randall retrocedió cuando el editor, con el rostro oscuro y preocupado, y el estupefacto y corpulento celador se encaminaron hacia él.

– Es imposible, pero Groat tiene razón -gruñó Wheeler-. Ha desaparecido al Papiro número 9.

– ¿Cómo ése? -preguntó Randall incrédulamente-. ¿Qué hay con los demás? ¿Todavía están aquí?

– Sólo ése -dijo Wheeler, temblando con una mezcla de ira y frustración-. Todo lo demás está en su lugar. -Abriéndose camino entre Randall y Groat, fue a inspeccionar la cerradura de la enorme puerta de acero-. No hay señales, ni pintura descascarillada. No ha sido forzada.

Randall se dirigió al celador.

– ¿Cuándo fue la última vez que usted vio el Papiro número 9?

– Ayer por la noche -dijo el atemorizado Groat-, cuando cerré la bóveda para irme a casa. Todas las noches, antes de irme, reviso cada una de las gavetas para asegurarme de que cada espécimen esté en su lugar y estudiar la condición en que se encuentra, para saber si el aparato humedecedor está preservando adecuadamente los fragmentos.

Wheeler se dio la vuelta.

– ¿Ha venido alguien de visita desde anoche?

– No, nadie -dijo Groat-, hasta que usted y el señor Randall llegaron.

– ¿Y qué me dice de los guardias que Heldering mantiene en este lugar? -quiso saber Randall.

– Es imposible para ellos -dijo el celador-. No tendrían manera alguna de entrar. No saben la intrincada combinación de seguridad.

– ¿Quién conoce la combinación? -preguntó Randall.

Wheeler se interpuso entre los dos.

– Yo le puedo decir quién tiene acceso. Sólo somos siete personas. Groat, por supuesto, Heldering y los cinco editores: Deichhardt, Fontaine, Gayda, Young y yo mismo. Nadie más.

– ¿Pudo alguien haber robado la clave de la combinación? -dijo Randall.

– No -contestó Wheeler llanamente-. La combinación nunca se ha escrito sobre papel. Todos la sabemos de memoria. -Movió la cabeza-. Esto simplemente no pudo suceder. Es increíble. Es el misterio más extraño al que me haya enfrentado jamás. Tiene que haber una solución sencilla. Repito que no pudo suceder.

– Pero sucedió -dijo Randall- y, por coincidencia, falta precisamente el fragmento de papiro que nos interesa, el que bajamos a ver.

– Me importa un bledo de qué papiro se trata -interrumpió Wheeler-. No podemos permitirnos el lujo de perder un solo fragmento. Dios mío, esto podría ser un desastre. Ni siquiera somos dueños de los papeles. Pertenecen al Gobierno italiano. Son tesoros nacionales. Después de que el arrendamiento caduque, tendremos que devolverlos. Y esto no es lo peor. Lo peor de todo es que deberemos tener todos los papiros originales para respaldar y comprobar la validez de nuestro Nuevo Testamento Internacional.

– Especialmente el Papiro número 9 -dijo Randall en voz baja-. Ése es el que está en duda.

Wheeler frunció el ceño.

– No hay nada que esté en duda.

– Plummer y De Vroome afirmarán ante el mundo que éste sí lo está, y por consecuencia toda la Biblia, a menos de que el abad Mitros Petropoulos lo pueda ver y nos dé la respuesta.

Wheeler se golpeó la frente con la palma de la mano.

– ¡Petropoulos! Me había olvidado de él. ¿Cuándo llega a la ciudad?

– Mañana por la mañana.

– Pues, maldita sea, tendrá usted que aplazar su visita. Envíele un telegrama. Dígale que su examen tiene que posponerse. Dígale que estaremos en contacto con él en Helsinki.

El corazón de Randall se hundió.

– George, yo no puedo hacer semejante cosa. Petropoulos ya está en camino de Amsterdam.

– ¡Maldita sea, Steven, tiene que hacerlo! No tenemos nada que mostrarle. Y dejemos ya de perder el tiempo. Tengo que notificar a Heldering y a su personal… y a Deichhardt y a los otros. Nuestra labor principal es averiguar dónde está ese papiro y recuperarlo.

– La Policía de Amsterdam -dijo Groat-. Debemos llamar a la Policía.

Wheeler se giró para mirarlo.

– ¿Está usted loco? Si permitimos que toda esa maldita fuerza policíaca de la ciudad se entere de esto, estaremos perdidos. Sería el fin de nuestra seguridad. De Vroome se enteraría de todo, y nos sacaría la delantera. No, eso no lo podemos hacer. Nosotros tenemos nuestra propia fuerza policíaca, así que voy a poner a Heldering sobre el asunto. Todo el mundo dentro de Resurrección Dos (y esto tendrá que ser una labor interna) será interrogado severamente. Cada oficina y cada escritorio serán completamente registrados. Aun las habitaciones donde vive nuestro personal, todas serán escudriñadas, hasta que recuperemos ese papiro faltante. Groat, usted quédese aquí en la bóveda, y no se aleje. El guardia de seguridad también. Yo, yo voy a subir directamente a hacer sonar la alarma. Y usted… usted, Steven, notifíquele a Petropoulos que no lo podemos recibir, cuando menos no por ahora.

Diez minutos después, cuando Randall regresó a su oficina, todavía profundamente preocupado, había encontrado un sobre apoyado contra el calendario de su escritorio.

Era un cablegrama enviado desde Atenas.

Estaba firmado por el abad Mitros Petropoulos.

El abad se hallaba, en verdad, camino de Amsterdam, y con ansiosos deseos de examinar el fragmento. Llegaría mañana por la mañana, a las 10,50.

Randall gruñó para sus adentros. El experto entre los expertos, el restaurador de la fe, ya estaba en camino. Ya no podría detenerlo. Y ya no estaba el error hallado por Bogardus para mostrárselo. No había nada que mostrarle, nada.

Randall se sintió enfermo. No de frustración… sino de desconfianza.


A la mañana siguiente, habiendo llegado al Aeropuerto Schiphol con media hora de anticipación, Steven Randall se hallaba sentado a la barra de la cafetería, aguardando la llegada del abad Mitros Petropoulos en el vuelo de Air France al cual había transbordado en París.

Sorbiendo su café caliente (la tercera taza de la mañana), Randall contemplaba tristemente el quinteto de alegres lámparas globulares que se elevaba sobre la barra.

Se sentía más deprimido que nunca. No tenía idea de qué le podría decir al abad, salvo la verdad, acerca de la desaparición del Papiro número 9; verdad que los editores no querían que se supiera. A Randall no se le ocurría una sola mentira, así que había decidido decir la verdad y ofrecer infinitas disculpas por haber desviado al anciano sacerdote. Se podía imaginar la consternación de Petropoulos al enterarse del extravío. Y se preguntaba, además, si el abad abrigaría sospechas… las mismas sospechas que a él le carcomían el cerebro desde el día anterior.

Porque la larga búsqueda de ayer no reveló ningún indicio acerca del paradero del papiro extraviado.

Heldering y sus agentes de seguridad habían interrogado a todas las personas que trabajaban para Resurrección Dos en ambos pisos del «Gran Hotel Krasnapolsky». Además, habían hurgado por todos los rincones de cada oficina y sala de conferencias. Habían hecho una lista de todos los miembros del proyecto que no se encontraban en el hotel y los habían ido a buscar, comenzando con el doctor Knight, que estaba trabajando en el «San Luchesio», y terminando con Ángela Monti, que se encontraba en el «Hotel Victoria», después de haber regresado de su tarea de investigación. Incluso habían registrado el apartamento del señor Groat y, según Randall había oído, se habían colado a las habitaciones de Hans Bogardus mientras el ex bibliotecario se encontraba ausente.

El inspector Heldering y sus agentes no habían averiguado nada ni descubierto rastro alguno del Papiro número 9.

Los editores, que habían evitado el pánico y que no estaban dispuestos a rendirse, se habían encerrado en una oficina con Heldering hasta la medianoche. Para todos los involucrados, el misterio se había profundizado. Para Randall, sólo sus sospechas habían aumentado.

La noche anterior se había retirado, solo, a su suite del «Hotel Amstel» para cavilar. Había contestado sólo una llamada, la de Ángela, evadiendo sus preguntas acerca de qué era lo que estaba sucediendo y por qué la habían interrogado tan bruscamente. Randall le mintió diciendo que iba a tener una junta con los miembros de su personal en la habitación contigua, y le había prometido que la vería la noche siguiente, o sea esta noche. El encuentro con Ángela sería otro evento que le resultaría miserable, pero sabía que ya no lo podría posponer.

Sí, había cavilado la noche anterior, y todavía estaba cavilando, sentado en la cafetería del Aeropuerto Schiphol. Era demasiada coincidencia… la repentina desaparición de un papiro que estaba en duda… la víspera de la prueba final de autenticidad. Apenas se atrevía a hacer conjeturas acerca de cómo había ocurrido la desaparición. Constantemente tenía que recordarse a sí mismo que la pérdida del papiro era tan dañina para los cinco editores como para su propia fe. Sin ese fragmento, ellos eran vulnerables y él ya no podía tener fe. La desaparición simplemente no podía ser obra interna. Y sin embargo, tampoco podía ser obra externa, de ninguna manera.

Desafiando toda lógica, la sombra de la desconfianza, de la sospecha, permanecía en la mente de Randall.

Una voz se escuchó de nuevo por el altavoz del aeropuerto, pero esta vez llamándolo a él.

– Señor Steven Randall… Se solicita la presencia del señor Steven Randall en la inlichtingen…. en la mesa de información.

¿Qué podría ser?

Apresuradamente, Randall pagó su cuenta y salió de la cafetería, dirigiéndose a la mesa principal de información en la Sala de Llegadas de Schiphol.

Dio su nombre a una bella jovencita holandesa que estaba detrás del mostrador.

La joven buscó el mensaje y lo entregó a Randall.

Decía: «Señor Steven Randall. Comuníquese inmediatamente con el señor George L. Wheeler al "Gran Hotel Krasnapolsky". Urgentísimo.»

En pocos segundos, Randall se hallaba al teléfono, esperando que la secretaria de Wheeler lo comunicara con el editor norteamericano.

Randall afianzó fuertemente el auricular al oído, sin saber qué esperar, consciente sólo de una cosa: que el vuelo 912 de Air France, procedente de París y en el cual viajaba el abad Petropoulos, aterrizaría dentro de exactamente cuatro minutos.

La voz de Wheeler llegó al auricular… No era una voz ronca, ni rasposa, sino jubilosa como una campana…

– ¿Es usted, Steven? Le tengo buenas noticias. Las mejores. ¡Lo encontramos!… ¡Hemos localizado el papiro!

El corazón de Randall estaba agitado.

– ¿Lo encontraron?

– ¿Creería usted que no fue robado… que no fue sacado de la bóveda? Ahí estuvo todo el tiempo. ¿Qué le parece? Lo recobramos en un acto de desesperación. Ya no sabíamos qué hacer. Hace una hora, yo sugerí que buscáramos en la bóveda una vez más. Pero esta vez quería que todas esas gavetas de metal y vidrio fueran desmanteladas; que las sacaran y las desarmaran. Así que pusimos a trabajar a dos carpinteros, y cuando sacaron la gaveta 9 y la pusieron en el suelo, ¡lo encontramos, encontramos el papiro faltante! Lo que sucedió es que la parte de atrás de la gaveta se había aflojado y zafado, y el papiro, con sus flexibles hojas protectoras de acetato de celulosa, de alguna manera se había deslizado hacia atrás y había caído a través de la apertura que había en la parte posterior de la gaveta, quedando prensado y oculto contra la pared de la bóveda. Lo encontramos ahí colgado, y gracias a Dios que no había pasado nada; estaba intacto. ¿Qué le parece todo esto, Steven?

– Me parece muy bien -jadeó Randall-. Me parece estupendamente bien.

– Así que traiga al abad Petropoulos. El papiro está aquí, esperándolo. Estamos listos para recibirlo.

Randall colgó el auricular y recargó el brazo y la cabeza contra el teléfono, debilitado por el alivio.

Luego oyó la voz que venía del altavoz.

– Air France anuncia la llegada de su vuelo 912, procedente de París.

Se dirigió a la sala de espera donde los pasajeros salían de la aduana.

Estaba listo para recibir al abad, para enfrentarse a la verdad y… una vez más… a la fe.

Era una escena rara, pensó Randall.

Todo el grupo se encontraba dentro de la bóveda, en el sótano del «Hotel Krasnapolsky», habiendo estado allí, prestando atención en silencio, durante cuando menos veinte minutos. Todos estaban concentrados en la única figura que estaba sentada en la cámara, la de Mitros Petropoulos, abad del monasterio de Simopetra, en el Monte Atos.

El abad, con su gorro negro como de turco, enfundado en su túnica negra y con su blanca barba rozando la orilla de la mesa, estaba agachado sobre la hoja de papiro café que había sido sacada de su carpeta de celulosa y que ahora estaba prensada entre dos placas de vidrio. Petropoulos estaba completamente absorto en su examen de los tenues caracteres arameos escritos en estrechas columnas sobre el áspero meollo de papiro. De vez en cuando, casi abstraídamente, buscaba a tientas su gruesa lupa, acercándola a los ojos mientras se agachaba más sobre la mesa. En repetidas ocasiones se refirió a extraños libros de consulta, buscando luego su pluma estilográfica y haciendo anotaciones en una libreta de apuntes que tenía a un lado.

Detrás de él, a una distancia respetuosa, el doctor Deichhardt, George Wheeler, Monsieur Fontaine, Sir Trevor Young y el Signore Gayda observaban tensos y nerviosos. Más allá de los editores, el solemne y ahora calmado señor Groat esperaba.

Randall, rodeado por el doctor Jeffries, el doctor Knight, el profesor Sobrier y monseñor Riccardi, estaba de pie a la entrada de la bóveda, absorto en el suspense de aquel espectáculo de un solo hombre.

Randall pensó fugazmente si todos formarían parte de un velatorio. Miró su reloj. Ahora habían transcurrido veinticinco… tic tac… veintiséis minutos.

De pronto, el abad Petropoulos se movió. Su frágil cuerpo se enderezó, recargándose contra el respaldo de la silla.

– Muy bien -dijo firmemente, agarrándose la barba y volviéndose hacia los editores-, estoy satisfecho.

El silencio se había roto; sin embargo, nadie más habló.

El abad Petropoulos resumió:

– La discrepancia es explicable. Ha habido un pequeño error, un error comprensible, pero, no obstante, un error, en la lectura del arameo original y en su traducción. Una vez que se haga la corrección, nadie podrá dudar del texto. Su autenticidad está más allá de toda duda.

Los tensos y contraídos rostros de los cinco editores, como si fueran uno solo, se relajaron y brillaron aliviados.

Todos rodearon al abad, extendiendo la mano para felicitarlo, saludándolo con agradecimiento y felicitándose a sí mismos.

– ¡Maravilloso, maravilloso! -dijo el doctor Deichhardt, alardeando-. Ahora, hablemos del error que usted ha encontrado…

El abad Petropoulos tomó su libreta de apuntes.

– La oración dudosa había sido leída del arameo original por los traductores como: «Y Nuestro Señor, al huir de Roma con sus discípulos, hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos del Lago Fucino, que había sido desaguado por órdenes de Claudio César y cultivado y labrado por los romanos.» Varios de los rasgos, las enroscaduras, los ganchos de la escritura, casi invisibles, deben haber sido pasados por alto, pero, al detectarlos, ofrecen diferentes palabras y cambian el significado. Correctamente leída e interpretada, la oración aramea en realidad se traduce como: «Y Nuestro Señor, al huir de Roma con sus discípulos, hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos cercanos al Lago Fucino; que sería desaguado por órdenes de Claudio César y cultivado y labrado por los romanos.» Como ustedes ven, «a través de los abundantes campos cercanos al» había sido mal interpretado por «a través de los abundantes campos del», y «que sería desaguado» había sido mal interpretado por «que había sido desaguado».

El abad puso la libreta sobre la mesa.

– Así que su misterio está resuelto. Todo está bien. Señores, quisiera añadir que considero el haber visto este papiro de Santiago como uno de los acontecimientos más conmovedores de mi larga vida. Todo el descubrimiento marca un punto muy elevado en la historia espiritual del hombre. Este texto alterará, mejorándolo, el curso de la cristiandad. Agradezco a ustedes la oportunidad que me han brindado para acercarme tanto a la persona de Nuestro Señor.

– ¡Gracias, muchas gracias a usted! -exclamó el doctor Deichhardt, quien junto con Wheeler ayudó al abad a ponerse en pie-. Ahora -anunció el editor alemán-, iremos arriba para disfrutar de un almuerzo en celebración del acontecimiento. Usted, padre, debe acompañarnos antes de partir hacia su concilio en Helsinki.

– Será un honor -dijo el abad.

Wheeler había recogido la libreta de apuntes de Petropoulos.

– Yo llegaré un poco tarde. Será mejor que telefonee al señor Hennig en Maguncia. Tendremos que suspender el trabajo de encuadernación. Será necesario corregir las traducciones, componer los caracteres de toda la página e imprimirla nuevamente para cada edición.

– Sí, sí, debe hacerse de inmediato -convino el doctor Deichhardt-. Dígale a Hennig que no podemos retrasarnos. Pagaremos los costos adicionales del taller y el tiempo extra de los operarios.

Mientras comenzaban a salir de la bóveda, Randall y su grupo se hicieron a un lado para abrir camino al abad y a los editores. Al pasar frente a Randall, el abad se detuvo brevemente.

– Ahora podrá usted comprender, señor Randall, aquello que le dije cuando me mostró la fotografía del papiro allá en Simopetra. La fotografía no era tan clara. Por un lado, no tenía dimensión de profundidad y no revelaba ninguna muesca recalcada sobre el papiro. Con mucha frecuencia, para una persona como yo, que ha vivido entre estos documentos antiguos, el original ofrece lo que ninguna reproducción puede mostrar claramente.

– Sí, me alegra que haya podido ver el original, padre -dijo Randall-. Ciertamente ha ayudado usted a solucionar un problema grave.

El abad sonrió.

– Usted compartirá el crédito conmigo.

Al decir esto, el abad y los editores salieron, seguidos por Sobrier y Riccardi. Randall se encontró a solas en la bóveda con el doctor Jeffries, que estaba molesto, el doctor Knight, con su apariencia beatífica, y el bullicioso señor Groat.

– Un momento, señor Groat -exclamó el doctor Jeffries-. Antes de que guarde usted este papiro, déjeme echarle otro vistazo a esa confusión.

El doctor Jeffries caminó vacilante hacia el fragmento de papiro, que seguía prensado entre las dos placas de vidrio. Randall y Knight lo siguieron.

El doctor Jeffries se hallaba obviamente perturbado. Randall se daba cuenta de que la responsabilidad total de encabezar el equipo de traductores y aprobar la traducción final había sido de Jeffries. Habérsele encontrado semejante error había significado un rudo golpe para su orgullo. En ese instante Jeffries lo demostraba, recorriendo con los dedos su hirsuta cabellera blanca y arrugando la rosada nariz hasta que se tornó color carmesí. Se colocó su binóculo y observó el papiro.

Randall, que aún no había visto al controvertido papiro original, se acercó para echarle una mirada. Era una hoja bastante grande de antiguo papel oscuro, arrugada, moteada, delgada, con las orillas escamadas. Tenía dos muescas desiguales, como si las hebras del meollo hubiesen sido mordisqueadas pos lepismas. Lo más asombroso era la claridad de la escritura aramea. A simple vista y sin ser experto, Randall podía descifrar porciones completas de las apiñadas columnas.

– Umm… umm… no comprendo -musitaba el doctor Jeffries-. Nunca comprenderé cómo pude haber interpretado mal esa oración. Ahora, conforme la veo, parece tan distinta, tan clara, tan correcta para haberla traducido como el abad lo hizo. Unas cuantas manchas, por supuesto, pero, no obstante, debería yo haber visto las palabras correctamente. -Movió la cabeza con tristeza-. Debe ser mi edad; mi edad y mis ojos…

– ¿Usted tradujo esta sección? -inquirió Randall.

– Sí -suspiró el doctor Jeffries.

– Pero hubo otros cuatro en su comité, quienes comprobaron la traducción después de usted, doctor Jeffries. También ellos lo interpretaron mal.

– Umm… es verdad. No obstante, el error…

– El error -dijo el doctor Knight con divertida mueca- es que los colegas que trabajan con alguien tan eminente como el doctor Bernard Jeffries pueden sentirse intimidados por él. Si él da una opinión, se convierte en un decreto, en un mandato que los estudiosos menores temen contradecir o revocar. Digo esto sólo por el alto respeto que me inspira la erudición del doctor Jeffries.

El doctor Jeffries bufó.

– La erudición requiere de vista aguda, y la mía ya no lo es. De hecho, ya no realizaré proyectos semejantes -se giró para ver a su protegido. Ahora les corresponde a hombres más jóvenes, con ojos más jóvenes y mentes más ágiles. Florian, quizá renuncie pronto a mi cátedra en Oxford. Quizá me mude a Ginebra para asumir a otras responsabilidades, muy diferentes. Cuando renuncie yo, pedirán mi recomendación para un sustituto. Recordaré la promesa que le hice, Florian. Además, no puedo pensar en alguien que estuviera mejor capacitado que usted.

El doctor Knight inclinó la cabeza.

– Su buena opinión acerca de mí es todo lo que yo deseo, doctor Jeffries. Ha sido un día propicio -señaló el papiro-. Lo que importa, en realidad, es la maravilla y el portento de este hallazgo que, como dijo el abad, cambiará el curso de la cristiandad.

Randall también señaló el papiro.

– Doctor Jeffries, éstas son las líneas que el abad acaba de traducir, ¿verdad?

– Las líneas que causaron los problemas -dijo el doctor Jeffries-. Sí, ésas son.

Randall acercó la cabeza a sólo unos cuantos centímetros del papiro para examinar atentamente los pequeños caracteres.

– Asombroso -dijo-. Son mucho más claros, más fáciles de leer que la fotografía que yo tengo del fragmento -levantó la vista-. ¿A qué se deberá? Yo pensé que la fotografía infrarroja restauraba la escritura antigua que no podía ser descifrada, y que la hacía más clara que el original. ¿No es verdad?

– Temería generalizar -dijo el doctor Jeffries desinteresadamente.

– Creo que Edlund me lo dijo en alguna ocasión. Si eso es cierto, entonces, de hecho, la fotografía debería ser más clara y más fácil de leer que este original.

– Cuando uno busca la precisión, siempre se refiere al original -dijo el doctor Jeffries impacientemente-. No hay distorsiones. Bueno, no hablemos más de ese maldito asunto. Subamos a comer.

Los tres subieron en el ascensor al primer piso donde Randall, habiendo decidido omitir el almuerzo, dejó a los dos letrados de Oxford y regresó a su oficina. Al entrar al cubículo de la secretaria, se sintió incómodo de pensar que tendría que enfrentarse a Ángela antes del anochecer. Pero su escritorio se hallaba limpio y el cuarto vacío, y entonces Randall recordó que la noche anterior le había pedido a ella que hiciera otro trabajo de investigación en la Sociedad Bíblica Holandesa.

Reconfortado por el pensamiento de que podría estar a solas… libre de Ángela, Wheeler y los demás… entró a su oficina, se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata, encendió su pipa y empezó a caminar lentamente alrededor del cuarto.

En la Zaal G, el comedor, los editores celebraban el acontecimiento.

Solo en su oficina, Randall no estaba de humor para festejos; todavía no.

Un escrúpulo, un presentimiento le machacaba todavía el cerebro, y él quería definirlo mejor. Hans Bogardus había ensombrecido el proyecto al descubrir un error en el evangelio de Santiago, y ahora un experto incensurable, venido desde Grecia, había explicado el error y proclamado que la nueva Biblia era original y auténtica. Todo esto era verdad. Sin embargo, lo que había sucedido mientras tanto era lo que inquietaba a Randall.

En el Monte Atos, el abad había estado renuente a emitir un juicio acerca de la fotografía del papiro en duda, pero en ese momento había pensado que estaba correctamente traducido. Así las cosas, Petropoulos había admitido que todo el Nuevo Testamento debería ser considerado sospechoso. Ahora, unos cuantos días después, el abad había estudiado el mismo papiro, en su original, y había emitido juicio absoluto en el sentido de que el arameo no había sido traducido correctamente y, por lo tanto, el Nuevo Testamento se hallaba fuera de toda sospecha.

¿Qué había modificado el juicio del abad? ¿Una nueva inspección del papiro… o… un nuevo papiro que inspeccionar?

Éste era el aspecto absurdo de todo el asunto; la desaparición del Papiro número 9, la increíble desaparición, justo en el momento en que se había vuelto vital examinarlo. Coincidencia, ¿verdad? Muy bien. Entonces, el siguiente aspecto absurdo; la reaparición del papiro, la increíblemente afortunada recuperación del documento, precisamente a tiempo para que lo analizara el abad. Otra coincidencia, ¿verdad?

Bueno, tal vez.

Tal vez.

Era muy extraño cómo el más pequeño garabato aquí o allá pudiera establecer la diferencia entre el fraude profano y la verdad divina. La mera ubicación del más diminuto garabato, desapercibido antes, pero ahora visto, resucitaba las fortunas de cinco editores religiosos. Cuánto de la fortuna y el porvenir de los hombres dependía de cuán poco.

La fotografía era lo que más inquietaba a Randall. Si el abad no había podido distinguir los caracteres que formaban las palabras en la fotografía, debía haberlos encontrado más difícil de descifrar en el original. Maldita sea, esto simplemente no tenía sentido, se dijo a sí mismo Randall. Estaba casi seguro de que la fotografía infrarroja hacía resaltar lo que no se podía ver claramente en un original. No obstante, las palabras habían sido infinitamente más borrosas y tenues en la fotografía que el original que acababa de observar.

No, no tenía sentido. O, tal vez, tenía demasiado sentido.

Randall se detuvo frente a su archivo a prueba de fuego. Abrió la chapa, soltó la barra de seguridad y cogió la gaveta donde a petición de Wheeler había depositado la fotografía del Papiro número 9.

La carpeta de manila que contenía las fotografías que Edlund había tomado del hallazgo de Monti (el único juego que había en el edificio) se encontraba a la vista. Randall buscó la primera fotografía y la sacó. No era la número 9, sino una fotografía de la número 1. Desconcertado (él recordaba haberla puesto al frente cuando archivó la número 9 en su carpeta), Randall buscó entre todas las fotografías. La fotografía del Papiro número 9 era la última; la que estaba al final de todas.

Pensó que esto no era motivo de sospecha. Ya con anterioridad había sido descuidado para archivar. Lo que probablemente había hecho fue meter la fotografía del Papiro número 9 dentro de la carpeta sin darse cuenta del lugar en el que la había puesto.

Regresó a su escritorio con la copia brillante, ampliada a 28 por 36 centímetros, y se sentó en su silla giratoria para analizarla.

El doctor Jeffries había verificado, cuando se hallaban juntos en la bóveda, cuáles eran las líneas arameas en controversia. Ahora, Randall buscó esas líneas y las encontró de inmediato. Sus ojos las contemplaron fijamente, como si estuviera hipnotizado.

Esas líneas eran las mismas de antes; sin embargo, de alguna manera, no eran las mismas.

Parpadeó. Eran más claras, más precisas que cuando las había visto en Atos. Por lo menos, así le parecían. Con un demonio, eran tan legibles como el papiro original que acababa de observar en la bóveda, o aún más. Si ésta había sido la fotografía que le había mostrado a Petropoulos en Atos, el abad habría podido leer los caracteres fácilmente; de hecho, los habría leído mejor que cuando descifró el original.

Randall arrojó la fotografía sobre su escritorio y se frotó los ojos.

¿Lo estaba engañando la vista? ¿Era ésta la misma fotografía de siempre? ¿O era su viejo cinismo, el cinismo que su esposa Bárbara, que su desdichado padre, que él mismo siempre habían odiado; acaso era ese cinismo, esa autodestructiva desconfianza en cualquier cosa valiosa, que le envolvía y se esparcía por todo su cuerpo nuevamente, como un mal canceroso? Evaluó sus sentimientos.

¿Era la duda que persistía dentro de él, un deseo honesto de encontrar la verdad o era un maldito hábito de rechazar la fe?

¿Existía alguna razón para volver a sospechar, o estaba dando rienda suelta a su escepticismo acostumbrado, vulgar y sin fundamento?

Maldito sea, había una forma de saberlo.

Se levantó de la silla giratoria, tomó la fotografía y fue por su chaqueta.

Una persona le daría la respuesta. Una persona, y sólo una, había tomado la fotografía. Oscar Edlund, el fotógrafo de Resurrección Dos. Y era Oscar Edlund a quien iba a ver en este instante.


Media hora después, Randall se alejó del taxi que lo había llevado al domicilio de Edlund y se encontró contemplando una casa holandesa de tres pisos, del siglo xix, ubicada en un muelle conocido como el Nassaukade.

Randall se había enterado de que Resurrección Dos había arrendado esta casa como vivienda para algunos de los elementos que trabajaban para el proyecto. Albert Kremer, el redactor, y Paddy O'Neal y Elwin Alexander, los publicistas, eran algunos de los inquilinos que ocupaban las ocho recámaras. También aquí, Edlund tenía sus habitaciones y su cuarto oscuro.

El taxi de Randall no había podido dejarlo directamente enfrente de la casa. El espacio para estacionamiento lo ocupaba un automóvil sedán rojo, que parecía oficial, cuyo chófer, que vestía un uniforme extraño, aguardaba sentado al volante. Conforme Randall se acercaba a la casa, se quedó mirando al sedán rojo, tratando de adivinar el significado del escudo dorado que tenía sobre la puerta, el cual tenía escritas las palabras: Heldhaftig, Vastberaden, Barmhartig.

El chófer pareció adivinar el pensamiento de Randall, pues cuando éste pasó frente al automóvil, el uniformado se inclinó a través del asiento delantero y le dijo afablemente:

– ¿Usted es norteamericano? Las palabras significan: «Heroico, Decidido, Servicial.» Es el lema de los bomberos de Amsterdam. Éste es el vehículo oficial del comandante… el jefe de bomberos.

– Gracias -contestó Randall, preguntándose de inmediato qué estaría haciendo aquí el jefe de bomberos.

Randall se dirigió hacia la entrada de la casa, al tiempo que la puerta principal se abría y aparecía Oscar Edlund, cuyo rostro cicatrizado por el acné se veía más melancólico que nunca, acompañado por un oficial fornido, el comandante, sin duda, que venía vestido con un gorro negro con visera, que tenía un escudo rojo al centro, y un uniforme azul marino de botones metálicos y con cuatro galones dorados en la manga de la chaqueta.

Aunque se encontraba absorto en la conversación, Edlund vio a Randall y le hizo señas con un dedo, pidiéndole que lo esperara un momento. Randall esperó, todavía desconcertado, hasta que al fin Edlund estrechó la mano del comandante, quien rápidamente se retiró. Al pasar junto a Randall, el oficial lo saludó amigablemente con la cabeza, subió a su automóvil, y segundos después ya se había marchado.

Perplejo, Randall caminó hacia la casa, y el fotógrafo sueco salió a encontrarlo a medio camino.

– Debí haberle telefoneado antes, para averiguar si estaba usted ocupado -dijo Randall disculpándose. Hizo un gesto por encima del hombro, en dirección al automóvil rojo que se había alejado-. ¿Qué sucede?

Edlund se pasó los dedos por la desaliñada y pelirroja cabellera.

– Problemas, puros problemas -dijo tristemente-. Discúlpeme si estoy distraído. El caballero que acaba de irse es el comandante del cuerpo de bomberos de Amsterdam. Vino a entregarme el informe. El onderbrandmeester…

– ¿El qué?

– El subjefe del cuerpo de bomberos estuvo aquí hasta el amanecer, con algunos de sus ayudantes, haciendo la inspección -Edlund miró a Randall con curiosidad-. ¿No lo sabía usted? Lo siento. Anoche tuvimos un repentino e instantáneo incendio en la parte de atrás de la casa…

– ¿Hubo algún herido?

– No, no; nada de eso. Afortunadamente, la casa se hallaba vacía cuando el fuego se inició. Todos nos encontrábamos en el «Kras», en una junta especial a la cual nos citaron por la noche.

– ¿Una junta especial por la noche? ¿Acerca de qué?

– Los editores la convocaron, pero sólo el doctor Deichhart y la señorita Dunn los representaron. Nos hablaron de la necesidad de trabajar con mayor rapidez. No tuvo importancia. Sólo una charla para levantarnos el ánimo.

– ¿Y el incendio se inició mientras ustedes estaban fuera?

– Sí -dijo Edlund sombríamente-. Un vecino vio salir el humo y llamó a la estación central de alarmas en el Nieuwe Achtergracht. Una bomba de incendios y un camión de escalera llegaron a los pocos minutos. A la hora que Paddy, Elwin y yo regresamos, las llamas habían sido apagadas, pero yo tuve que permanecer levantado mientras el jefe de bomberos y sus ayudantes trataban de determinar la causa.

Randall examinó el edificio.

– La casa parece casi nueva.

– El fuego fue controlado donde se inició, o sea en mi cuarto oscuro y mi taller, antes de que se extendiera. Pero causó graves daños, tanto al cuarto oscuro como al laboratorio.

– ¿Quiere usted decir que solamente sus talleres fotográficos se quemaron?

– Sólo eso. El fuego destruyó casi la mitad del cuarto oscuro, y parte del resto. Permítame mostrárselo.

Penetraron por el estrecho pasillo de entrada impregnado por olores de cocina, atravesaron una estancia de techo alto donde habían unos sofás de terciopelo verde y una vitrina tallada, y donde aún persistía un claro aroma a humo, y luego llegaron a un cuarto aislado, ubicado en la parte de atrás, donde el hedor a quemado era más penetrante.

Una pesada puerta de roble estaba abierta, hecha pedazos por las hachas y mellada la cerradura de combinación, similar a la que protegía la bóveda del «Krasnapolsky»; la madera de la parte interior se hallaba chamuscada y negra.

– Éste es mi cuarto oscuro y mi taller… o lo que queda de ellos -dijo Edlund-. No se podrá ver bien hasta que restauren la electricidad. Las luces rojas no funcionan ahora. Pero esta parte del cuarto se utiliza para revelar las fotografías, y para colgarlas y secarlas. Ésas son paredes de mosaico, y sobre la mesa de formica abro mis rollos de película; aquellos tanques sirven para… bueno, eso no es de interés para usted. Pero, ¿puede usted ver? La pared de la derecha y el equipo que había ahí están carbonizados. El muro de enfrente está casi totalmente quemado. Y la cortina que separaba esta área de mis habitaciones contiguas se consumió. Si me hace el favor de seguirme.

Edlund caminó cautelosamente a través del apestoso cuarto oscuro, seguido por Randall; pasaron junto a una máquina que tenía un pedal que había sido grotescamente derretido por las llamas, y entraron a otro cuarto donde restos de cámaras, reflectores y un archivo reventado se sumaban a la devastación.

Sintiéndose desamparado, Edlund examinó este segundo cuarto.

– Aparentemente, el fuego se inició aquí. ¡Qué revoltijo! En mala hora ocurrió este incendio. Tendré que trabajar veinticinco horas al día para reponer la pérdida.

– ¿Cómo se inició el fuego? -preguntó Randall.

– En un principio, el subjefe de bomberos insistió en que fue un acto de vandalismo. Le demostré que eso era imposible. Este cuarto oscuro… de hecho los dos cuartos… fueron especialmente diseñados y construidos en la parte remodelada de esta vieja casa, para proteger la zona por razones de seguridad. Como usted ve, no hay manera de entrar… Esos respiradores cubiertos son demasiado pequeños, así que sólo queda la pesada puerta de roble, que es a prueba de fuego. Usted la vio. La brigada de bomberos tuvo que hacerla pedazos para entrar con sus mangueras. Esa puerta no fue tocada previamente por maleantes, y ningún incendiario podría adivinar la combinación de la cerradura para abrir esta puerta, que es la única.

– ¿Cuántas personas conocen la combinación?

– Yo tengo la combinación, naturalmente -dijo Edlund-. Nadie más usa esta oficina. -Luego recapacitó-. Bueno, supongo que otras personas de Resurrección Dos deben conocerla también, puesto que ellos mandaron construir el cuarto oscuro. Supongo que el inspector Heldering tendrá la numeración del disco. Quizá también el doctor Deichhardt y los otros editores. No lo sé. Finalmente convencí al subjefe de bomberos de que no pudieron haber sido maleantes. No tenían manera de entrar.

– Y, ¿qué tal si los maleantes lograron entrar por conducto de alguien de Resurrección Dos?

Edlund miró a Randall.

– También he considerado eso, pero no tiene lógica. ¿Por qué desearía alguien del proyecto destruir nuestra labor?

– ¿Por qué lo desearía alguien, en verdad? -dijo Randall, casi para sí mismo.

– Así que los bomberos continuaron inspeccionando, y hasta hace un rato, cuando llegaba usted, el comandante de la brigada me entregó el informe. Aunque esto no sea absolutamente concluyente, el comandante cree que el fuego se inició debido a un corto circuito.

Edlund se tapó la nariz.

– Aquí apesta. Salgamos.

Salieron del cuarto oscuro hacia un corredor que quedaba más allá de la destruida puerta de roble. El hostigado fotógrafo ofreció a Randall un cigarrillo, y cuando éste lo rechazó, Edlund sacó uno de la cajetilla y lo encendió.

– Lamento mucho agobiarlo con mi pequeño trauma -le dijo-, especialmente cuando usted ha sido tan amable de haber venido a verme a mi casa por primera vez. Soy un mal anfitrión. ¿Tiene algún asunto de qué hablar conmigo, Steven?

– Sólo una cosa. -Señaló la carpeta de manila que llevaba consigo-. Quería echarle un vistazo al negativo de una copia fotográfica que usted me hizo… el negativo de la fotografía del Papiro número 9.

Edlund reaccionó completamente consternado.

– Pero eso era parte de lo que se perdió. Usted vio la habitación interior con los aparatos y el archivo arruinados. Mi juego completo de negativos, todos y cada uno, se consumió en el fuego. Ahora sólo quedan las cenizas. Así que, como usted podrá ver, no puedo complacerlo hoy. Pero esto no es tan grave. Ya he hecho los arreglos necesarios para tomar mañana nuevas fotografías de los papiros y el pergamino en la bóveda. El día siguiente tendré los nuevos negativos, y le podré mostrar el que usted desea ver. Así que eso no significa una pérdida para usted. No tenga preocupación.

– Eso no me preocupa -dijo Randall cuidadosamente-. Yo tengo un juego completo de copias sacadas de sus negativos originales. Sólo quería comparar la copia que yo tengo aquí del Papiro número 9 con su negativo original, para ver si la copia había sacado todo lo que hay en el negativo.

Edlund se hallaba desconcertado.

– Por supuesto que todo lo que había en el negativo está en su copia fotográfica. ¿Por qué no habría de ser así? Yo mismo me encargo del revelado y de las copias. Lo hago con mucho cuidado…

– Oscar, no me mal interprete -interrumpió Randall rápidamente-. No estoy poniendo en duda su trabajo. Es sólo que, bueno, al examinar nuevamente el juego completo de copias, antes de decidir cómo las usaríamos en nuestra campaña publicitaria, descubrimos que había una, sólo una, que parecía no tener la misma calidad… bueno, la misma claridad y precisión que las demás.

– ¿Cuál? ¿La número 9? Eso no puede ser. Todas son iguales, de la misma calidad, hechas de la misma manera. La fotografía, ¿la trae consigo? Permítame verla.

Randall sacó de un sobre la copia brillante, ampliada a 28 por 36 centímetros, del Papiro número 9, y se la dio a Edlund.

– Ésta es.

El sueco hizo un brevísimo examen de la fotografía.

– No tiene nada de malo -dijo-. La misma calidad que las otras. Todo se ve claramente. Lo siento, Steven, pero esta copia no es diferente de las otras que yo hice.

– Empleó la técnica infrarroja para sacar esta fotografía, ¿no es verdad?

– Claro que sí.

– Y, dígame, ¿por qué la técnica infrarroja?

– Pensé que usted ya lo sabía. Cuando uno tiene que fotografiar un objeto que es cuando menos parcialmente ilegible, tiene que someterlo a la técnica infrarroja. Los métodos comunes no captarían lo que no puede verse con claridad, pero la infrarroja sí. El papiro refleja la radiación infrarroja que recibe y se vuelve… bueno… se ilumina, se vuelve, de este modo, más legible.

– Y, ¿así fue cómo tomó la fotografía que ahora tiene en sus manos? -Randall titubeó-. O, ¿fue usted realmente quien la tomó? Mírela de nuevo, Oscar. ¿Juraría que usted la tomó?

En vez de examinar de nuevo la fotografía, Edlund miró fijamente a Randall.

– ¿De qué está hablando, Steven? Claro que yo tomé esta fotografía. ¿A quién más se le hubiera permitido hacerlo? Yo soy el único fotógrafo de Resurrección Dos, el único autorizado por seguridad, el único contratado para trabajar en el departamento de arte. Yo tomé todas las fotografías e hice todas las copias. ¿Qué le hace siquiera sugerir que yo no preparé esta fotografía?

– Sólo que parece diferente a las demás. No tiene la misma calidad o… el mismo estilo.

– ¿Calidad? ¿Estilo? No sé a qué se refiere usted.

Un poco molesto, Edlund volvió a mirar la fotografía, buscando ángulos para captar mejor la luz del pasillo. Esta vez la inspeccionó cuidadosamente.

– Oscar, concéntrese en las líneas cuatro y cinco de la primera columna -le pidió Randall.

– Sí, de acuerdo. Están perfectamente bien. Perfectamente legibles.

– A eso me refiero -dijo Randall. Se preguntaba si le podría revelar a Edlund lo que verdaderamente le preocupaba. Que la primera vez que el abad Petropoulos y él habían estudiado la fotografía, esas líneas eran ilegibles, tal como deberían haber estado en el papiro original, y ahora, misteriosamente, eran perfectamente legibles, tanto en la fotografía como en el papiro. Decidió mejor no hablarle de esto aún, sino pretender que había visto el papiro con anterioridad-. Oscar, cuando vi el papiro por primera vez, esas líneas eran de las más difíciles de leer, casi indescifrables. Apenas se podían distinguir los rasgos o colitas en el arameo. Pero aquí, en la fotografía, pueden verse claramente. No tiene sentido.

– Para usted no tiene sentido. Para un fotógrafo tiene muy buen sentido. Cuando se me da algo como un fragmento de papiro que puede tener dos o tres zonas bastante tenues, borrosas o manchadas, empleo la técnica de retención de luz o enmascarillado. Si yo utilizara una exposición más prolongada para sacar las líneas tenues o las zonas borrosas, provocaría una sobreexposición en el resto del escrito arameo. Así que lo que hago es evitar que la luz de mi ampliadora dé sobre ciertas secciones del papiro durante el proceso de copiado; bloqueo las secciones legibles y claras, que necesitan sólo un tercio de la exposición que requieren las zonas oscuras y borrosas. Y, a través de esta técnica, obtengo un negativo y una copia bastante uniformes y bastante legibles. Ahí tiene usted la explicación técnica del porqué lo que usted vio ilegible en el papiro resulta bastante legible en la fotografía. Permítame mostrarle.

Edlund acercó la fotografía a Randall.

– Ahí puede usted ver cómo esa técnica hizo resaltar el tenue arameo en las líneas cuarta y quinta, y lo volvió tan claro. Recuerdo que en este papiro había otra zona, igualmente oscura e ilegible, hasta que yo… -Su voz se desvaneció y se quedó parpadeando ante el margen inferior de la columna escrita en arameo-. ¡Qué raro! -musitó.

– ¿Qué le parece raro, Oscar? -interrumpió Randall.

– Esta zona inferior. Está sobreexpuesta. Un poco quemada. No está bien empleada la técnica que acabo de describirle. El canalete para bloquear la luz cortó la exposición… yo no soy tan descuidado; no haría un trabajo tan pobre. Estoy seguro… o por lo menos lo estaba… de que hice todas mis exposiciones balanceadas y uniformes. Estoy seguro de que así lo hice. He visto estas fotografías cientos de veces, y siempre me he sentido satisfecho. Sin embargo, aquí está esto, una zona sobreexpuesta. Quiero decir que, a simple vista, y para cualquier otra persona, quizá no sea notorio. Pero para mí, resulta obvio. No puedo comprender esto.

Randall le quitó amablemente la fotografía.

– Tal vez usted no hizo esta copia, Oscar.

– La hice, porque yo las hice todas -dijo Edlund obstinadamente-. Y sin embargo, yo no suelo trabajar tan mal. Es muy extraño que esto sucediera.

– Sí -dijo Randall-. Muchas cosas extrañas han ocurrido últimamente dentro del proyecto.

Randall quiso añadir que era extraño cómo unas cuantas líneas de la fotografía, que habían aparecido borrosas a la vista en el Monte Atos, se habían vuelto menos borrosas en Amsterdam. Y que era extraño cómo cierto papiro había desaparecido el mismo día en que él quiso verlo, para que luego reapareciera convenientemente al día siguiente. Y que era extraño cómo el negativo que él quería comparar con esta copia (supuestamente sacada de aquél) había sido consumido por el fuego sólo unas horas antes, y que era extraño cómo la técnica descrita por Edlund había sido empleada de manera tan poco profesional en sólo una de las fotografías, en esta copia del Papiro número 9.

Para Randall había preguntas, mas no respuestas satisfactorias. Estaba claro que Edlund, sin el negativo crucial y con la férrea convicción de que él era el único fotógrafo del proyecto, no le podía proporcionar las respuestas.

Randall conjeturó que, a menos que hubiera alguien, en algún lugar, que apoyara sus dudas o que se las despejara para siempre, tendría que dedicarse a Resurrección Dos con fe ciega. También sabía que era difícil, casi imposible, tener una fe ciega después de que uno había abierto los ojos. Pero, ¿abierto los ojos a qué?

En ese instante le vino una idea, y sus ojos se abrieron ante una posible solución que había pasado completamente por alto, la más obvia de todas.

– Oscar, ¿puedo usar su teléfono?

– Hay uno detrás de usted, en la pared. Adelante, úselo. Ahora, con su permiso, tengo muchas cosas que limpiar.

Randall dio las gracias al fotógrafo, esperó a que se marchara, y finalmente tomó el teléfono y llamó a Resurrección Dos.

Le dijo a la operadora del conmutador que quería hablar con el abad Petropoulos. Segundos más tarde, la operadora lo había conectado con la secretaria del doctor Deichhardt.

– Habla Steven Randall. ¿Todavía se encuentra ahí el abad Petropoulos?

– Sí, señor Randall. Acaba de regresar de almorzar con los editores. Todos están conferenciando en la oficina del doctor Deichhardt.

– ¿Podría avisarle? Quisiera hablar con él.

– Lo lamento mucho, señor Randall, pero tengo instrucciones de no interrumpir ni pasar llamadas telefónicas.

– Mire, nadie se va a molestar. Ellos saben que yo soy el responsable de que el abad se encuentre aquí. Entre y dígales que es muy importante.

– No puedo, señor Randall. Las órdenes del doctor Deichhardt fueron precisas. No quieren que se les interrumpa.

Exasperado, Randall cambió de táctica.

– Está bien, ¿cuánto tiempo estará ahí el abad?

– El doctor Deichhardt lo acompañará al aeropuerto dentro de cuarenta y cinco minutos.

– Bueno, yo estaré ahí de vuelta en menos de media hora. ¿Puede usted tomar un mensaje y encargarse de que el abad Petropoulos lo reciba en el instante en que salga de la junta?

– Por supuesto.

– Dígale… -Randall reflexionó acerca del recado, y luego lo dictó lentamente-: Dígale que Steven Randall quisiera verlo brevemente antes de que parta para Schiphol. Dígale que le agradeceré que fuera a mi oficina. Dígale que deseo… darle de nuevo las gracias personalmente, y despedirme de él. ¿Está claro?

La secretaria lo había anotado todo. Satisfecho, Randall colgó y luego salió apresuradamente a buscar un taxi.

Veinticinco minutos más tarde, Randall había regresado al primer piso del «Hotel Krasnapolsky», ansioso por mostrarle al abad Petropoulos la confusa fotografía del Papiro número 9.

Había entrado a su oficina y se preparaba para recibir al abad, cuando se dio cuenta de que no estaba solo.

En el otro lado del despacho se hallaba George L. Wheeler, un Wheeler que Randall jamás había visto. La rubicunda y redonda cara del editor estaba desprovista de su habitual disfraz de alegre vendedor. Wheeler estaba furioso. Su robusto cuerpo avanzó y se plantó frente a Randall.

– ¿Dónde diablos ha estado usted? -ladró Wheeler.

Intimidado por la inesperada agresividad de su patrón, Randall titubeó.

– Bueno, quería reunir algunas fotografías publicitarias y…

– No me salga con estupideces -dijo Wheeler-. Yo sé dónde ha estado. Fue a ver a Edlund. Acaba de estar allí.

– Así es. Hubo un incendio en su cuarto oscuro y nosotros…

– Ya estoy enterado de ese maldito incendio. Sólo quiero saber qué andaba usted haciendo de curioso por allá. Usted no fue a conseguir ningunas fotografías publicitarias. Fue allá porque sigue jugueteando con el Papiro número 9.

– Tenía algunas dudas más y quería comprobar algo.

– Con Edlund. Y como él no lo pudo ayudar, entonces decidió molestar nuevamente al abad Petropoulos -dijo Wheeler con disgusto-. Pues bien, yo he venido a decirle que no va a ver al abad, ni hoy ni nunca. Hace diez minutos que salió al aeropuerto. Y si usted tiene la simpática idea de ponerse en contacto con él en Helsinki o en el Monte Atos para que le dé una respuesta, olvídelo. Le pedimos que no vea a nadie ni hable con nadie, incluyendo a nuestro personal, acerca de nada que tenga que ver con el Evangelio según Santiago, y él estuvo completamente de acuerdo. También el abad desea proteger la obra de Dios, tanto de aquellos que están dentro como de quienes están fuera y que quieran crear problemas.

– Mire, George, yo no estoy tratando de crear problemas. Sólo quiero reasegurarme de que todo lo que respaldamos es auténtico.

– El abad está satisfecho de su autenticidad, y nosotros también. Así que, ¿qué diablos está usted tratando de hacer?

– Sólo trato de convencerme a mí mismo. Después de todo, yo formo parte de esta empresa…

– Entonces, maldita sea, ¡compórtese como tal! -El semblante de Wheeler estaba lívido-. Compórtese como uno de nosotros, y no como si fuera miembro del pelotón de demoliciones de De Vroome. Usted mismo trajo al abad aquí para que comprobara el papiro, y él lo examinó y confirmó que era genuino. Con un demonio, ¿qué más quiere usted?

Randall no respondió.

Wheeler dio un paso hacia delante.

– Yo le diré qué es lo que nosotros queremos. Queremos sustituirlo a usted, pero sabemos que el hacerlo nos provocaría retrasos. Así que hemos acordado que si se dedica a sus propios asuntos y deja de entrometerse en los nuestros, aceptaremos que continúe. Nosotros lo contratamos, con un sueldo muy abundante, para lanzar nuestra Biblia al público; no para investigarla. Nuestra Biblia ha sido analizada mil veces por hombres que están capacitados y que saben lo que hacen. Tampoco lo contratamos para que usted hiciera el papel de Abogado del Diablo. Ya hay suficientes De Vroome allá afuera sin que usted los ayude y los conforte. Usted está aquí para una sola cosa: para vender nuestra Biblia. Y a mí me han elegido para recordarle cuál es su verdadera tarea, y más vale que la haga… que se dedique a su trabajo y a nada más.

– Eso es lo que me propongo hacer -dijo Randall llanamente.

– No me interesan sus intenciones; me interesan los resultados. Lo que necesitamos son hechos. Escúcheme, nosotros sabemos quién trató de destruir el cuarto oscuro de Edlund. Sabemos que fueron algunos de los rufianes de De Vroome…

– ¿De Vroome? ¿Cómo podría él o cualquiera de sus colaboradores meterse en ese lugar?

– Olvídese del cómo y recuerde el quién. Fue De Vroome, y usted tendrá que creernos. Ahora bien, ya no vamos a correr más riesgos con ese radical hijo de puta. Está desesperándose y es capaz de cualquier cosa. Vamos a ganarle la partida. Hemos modificado nuevamente la fecha del anuncio. Lo vamos a hacer cuanto antes. Lo haremos dentro de ocho días, el viernes cinco de julio. He estado con el personal de usted durante una hora, y hemos cambiado la fecha para el palacio real y para el Intelsat. Estamos preparando los telegramas y cables para invitar a la Prensa. Estamos apresurando la redacción de artículos previos al anuncio, para que la Prensa ponga sobre aviso al público acerca de un gran acontecimiento que ocurrirá dentro de una semana, a partir de mañana. Hemos ordenado a Hennig que traiga libros sin encuadernar, tan pronto como los tenga listos, para estos colaboradores. Queremos que el personal de publicidad (y esto también lo incluye a usted) trabaje día y noche, hasta el día del anuncio. Queremos que todas las gacetillas estén listas en el momento en que entremos al palacio real para informar de nuestra Biblia al mundo entero. Escúcheme, Steven, nada debe interferir con su trabajo a partir de este momento.

– Está bien, George.

Wheeler caminó airosamente hacia la puerta de la oficina, la abrió y se giró para ver a Randall.

– Sea lo que fuere lo que anda buscando, Steven, créame, no lo va a encontrar. Porque no existe. Así que deje de perseguir fantasmas y confíe en nosotros.

Wheeler se había marchado.

Y Randall se quedó con sus preguntas y sin respuestas. De repente, algo más había quedado. Un nuevo fantasma.

Uno más. El último que podría conocer las respuestas.

Por primera vez, Randall anhelaba ver a Ángela Monti esa noche.


Había trabajado hasta muy tarde con su personal, y no fue sino a las diez de la noche que finalmente pudo salir para concurrir a su ya muy retrasada cita con Ángela.

Tanto cuanto había deseado la reunión, la había temido. Desde que se había enterado en París de cómo Ángela lo había engañado (desde su viaje al Monte Atos, durante el cual había estado interiormente furioso contra ella), tantas cosas más habían sucedido que su ira había disminuido y comenzaba a alejarse con el tiempo. Pero aún le quedaban residuos de desconfianza. Si hubiera tenido una disyuntiva, habría continuado evitando enfrentarse a ella y al momento de la verdad. Pero sabía que no había alternativa… tenía que verla. Había demasiado en juego.

Cuando Randall renuentemente tocó a la puerta del cuarto 105 del «Hotel Victoria», había decidido manejar a Ángela fría, desapasionada, directamente. No obstante, cuando la puerta se abrió y apareció Ángela con su alborotado cabello negro, sus seductores ojos verdes y su cuerpo voluptuoso, sugerido a través del blanco negligée, él casi se olvidó de sus resoluciones. Había correspondido al abrazo de ella, experimentando un hormigueo al aspirar el aroma de su perfume, al sentir contra el pecho la presión de sus espléndidos senos y el calor de su cuerpo. Pese a que trató de controlarse, había reaccionado a su presencia. Después de rozar con los labios la mejilla de Ángela, finalmente se separó de ella y entró a la confortable habitación del hotel.

Charlaron poco y de cosas sin importancia (acerca de la investigación que ella había hecho; del excesivo trabajo que él tenía en virtud del nuevo plazo), mientras ella preparaba un escocés doble con agua para Randall y se servía un coñac. No había podido lanzarse a un J'Accuse directo, y cada minuto que pasaba se hacía más difícil iniciar el ataque a la honestidad de Ángela… y la consecuencia que ello acarrearía.

Él había tratado de limitar la conversación al trabajo, pero no era fácil. Sin embargo, había un disparo que quería hacer: el relativo a las fotografías, así que sacó a colación el tema. Una gran variedad de fotos se requerían para la campaña promocional y él había esperado que Edlund llenara sus necesidades. Desafortunadamente, al fotógrafo sueco le había ocurrido una desgracia. Randall le contó a Ángela acerca del incendio en el cuarto oscuro, y ella se compadeció. Luego, Randall le recordó de su primera reunión en Milán, cuando ella le había hablado de una colección de fotografías que poseía; fotografías que le habían tomado a su padre, y que él mismo había tomado, durante la excavación en Ostia Antica.

– ¿Tienes esas fotografías aquí? -le preguntó-. Estoy especialmente interesado en ver cualquier fotografía que tu padre haya sacado de los papiros de Santiago cuando los descubrió; o, mejor aún, acercamientos fotográficos de los papiros originales después de que fueron tratados químicamente y prensados entre vidrios.

Sí, Ángela había traído consigo a Amsterdam una variada colección de fotografías. Dirigiéndose al armario, sacó una caja de cartón, la abrió y dejó caer docenas de fotografías sobre la alfombra verde al centro del cuarto.

Ahora, media hora después, ambos se encontraban sentados en el piso, él sin la chaqueta y con las piernas cruzadas, examinando cada fotografía que ella le pasaba.

Para Randall, la memoria visual de la excavación resultó fascinante. Entre otras cosas, le ofrecía su primera imagen del profesor Monti; un hombre de baja estatura, corpulento y de edad avanzada, con el rostro gentil y angelical de un organillero italiano. Aparecían también varios obreros italianos, sudando bajo el ardiente sol romano en las trincheras de la excavación. Habían varias fotografías posadas de Ángela y de Claretta, su hermana mayor, que era más alta, más delgada y menos hermosa que Ángela, paradas junto a su padre en el campo del triunfo. Había algunas fotografías del profesor Monti mostrando sus descubrimientos, pero el escrito arameo de los papiros se perdía en la distancia que había entre el sujeto y la cámara. Había de todo, excepto lo que Randall buscaba.

Terminó de ver la última fotografía y levantó la vista.

– Muy bien, Ángela. Muchas de estas fotos serán útiles para nuestra campaña publicitaria. Las veré nuevamente durante el fin de semana y sacaremos varias copias de las mejores.

Los ojos de Ángela se fijaron en él.

– No pareces muy entusiasmado.

– Oh, son buenas. Supongo que yo esperaba… bueno… tal vez que tuvieras algunos acercamientos fotográficos de los papiros.

– Había algunos, si la memoria no me falla -dijo ella-. Mi padre solía sentarse a examinar ciertas fotografías durante horas, antes de que su hallazgo fuera autenticado y arrendado por el Gobierno italiano a los editores. Papá incluso tomó clases de arameo, así que podía leer los papiros con la misma facilidad con la que leía el italiano, el alemán o el inglés. Prácticamente los memorizó todos; cada palabra, cada rasgo. ¡Estaba tan orgulloso y enamorado de los papiros!

– ¿Dónde se encuentran esos acercamientos en estos momentos?

– No lo sé. Traté de hallarlos para traerlos conmigo a Amsterdam, pero no pude encontrar uno solo. Le pregunté a mi padre, pero él es el típico profesor distraído. No podía recordar dónde los había puesto. Yo supongo que no le importaba. Ya los había fotografiado en su cerebro. Tal vez los entregó en el Ministerio, donde a su vez probablemente los cedieron al doctor Deichhardt -Ángela se veía esperanzada-. Quizá le podrías preguntar al doctor Deichhardt.

– Sí, supongo que podría hacerlo.

– De todos modos, yo pensé que tú tenías tu propio juego, proporcionado por el señor Edlund.

– Solamente tengo… bueno, no importa. Sólo quería ver otras fotografías.

Ella lo miraba inquisitivamente y él evadió su mirada, ocupándose en recoger laboriosamente las fotografías esparcidas sobre la alfombra para regresarlas a la caja de cartón.

Cuando hubo terminado, Randall se dio cuenta de que Ángela todavía lo miraba fijamente.

– Steven -dijo ella tranquilamente-, ¿por qué has estado eludiéndome?

– ¿He estado eludiéndote?

– Sí. Algo ha ocurrido. ¿Cuándo volverás a amarme?

Él sintió que los músculos detrás del cuello se le ponían tensos.

– Cuando pueda volver a creer en ti, Ángela.

– ¿No crees en mí ahora?

– No -le dijo lisa y llanamente-. No, no creo en ti, Ángela.

Vaya. Por fin se lo había dicho. Se sintió aliviado y nuevamente disgustado, y con derecho a estarlo. Afrontó abiertamente la mirada de ella, en espera de sus protestas. Ángela no habló, ni dejó entrever reacción alguna. Su hermoso rostro permaneció inmóvil, salvo por varios pestañeos.

– Muy bien -dijo él-. Tú lo quisiste. Terminemos con el asunto de una vez.

Ella aguardó en silencio.

– No creo en ti porque ya no puedo creer en ti -le dijo-. Me engañaste la semana pasada, Ángela. Ya antes me habías mentido, pero había sido una mentira pequeña y sin trascendencia. Esta vez fue una mentira grande que pudo haber sido importante.

Randall esperaba una respuesta, pero no la hubo. Ángela parecía más triste que molesta.

– Me mentiste acerca del Monte Atos -continuó Randall-. Me dijiste que habías ido allí con tu padre para ver al abad Petropoulos. También dijiste que el abad había analizado los papiros y los había autenticado. ¿Lo recuerdas? Ésas fueron mentiras descaradas, Ángela. Lo sé porque yo fui personalmente al Monte Atos. ¿Sabías que estuve en el Monte Atos la semana pasada?

– Sí, Steven, lo sabía.

Randall no quiso indagar cómo ella se había enterado de su viaje. No quiso desviarse.

– Yo estuve en el Monte Atos, pero tú no. A ninguna mujer, a ninguna hembra se le ha permitido entrar a la Península Atonita durante más de mil años. Las mujeres están proscritas en ese lugar. Tú nunca estuviste allí, ni tampoco tu padre. Y el abad jamás ha visto a tu padre… ni había visto los papiros, hasta esta mañana. ¿Puedes negarlo?

– No, no puedo, Steven. No lo negaré. -Su voz era apenas un susurro- Sí, te mentí.

– Entonces, ¿cómo esperas que crea en ti… que confíe en ti… que crea cualquier otra cosa que me digas?

Ángela cerró los ojos, se los frotó con la mano y luego lo miró a él, angustiada.

– Steven, yo… yo no sé si puedo alcanzarte, penetrarte. Hay tanto en ti que es puro cerebro y nada de corazón. Sólo el corazón podría comprender que a veces una mentira es la verdad más pura que uno puede decir desde el fondo del alma. Steven, cuando me telefoneaste desde París, mi corazón podía escuchar y sentir esa parte tuya, de tu naturaleza, que más me preocupa y menos me gusta de ti.

– ¿Y qué es eso? -dijo él agresivamente.

– Tu cinismo. Tu cinismo irracional, defensivo y autoprotector. Tal vez implique una autoprotección para ti, Steven, y evite que tú salgas lastimado. Pero también es antivida, y yace entre tú y la vida y te impide recibir o dar amor profundo, amor verdadero. Una persona sin fe no puede amar. Te oí cuando me llamaste desde París. Me percaté de que nuevamente estabas dudando de la autenticidad del hallazgo de mi padre. Noté que estabas perdiendo la poca confianza que habías ganado. Otra vez te estabas convirtiendo en el Steven Randall que nunca pudo vivir cerca de sus padres, de su esposa, de su hija, de nadie. Ahí estabas, frente a una contundente evidencia de autenticidad, otorgada y sostenida por los estudiosos bíblicos más respetados y experimentados de todo el mundo, tratando nuevamente de desacreditar el milagro que mi padre había desenterrado en Ostia Antica. En París… en Atos… siempre buscando a alguien, incluyendo al propio demonio, que estuviera de acuerdo contigo para justificar tu cinismo. Pues bien, ya no lo pude soportar. Quise ponerle un freno a todo eso. No por consideración a mi padre, créeme, sino por ti. Así que dije lo que primero se me ocurrió. Yo recordaba el nombre del abad Petropoulos en el Monte Atos, porque yo había mecanografiado las cartas que mi padre le envió cuando sostenían correspondencia. Pero no sabía nada acerca del Monte Atos, así que caí en una mentira estúpida y disparatada. Sí, te mentí. Estuve dispuesta a mentirte, a decirte que habíamos estado en Atos… cualquier cosa… para impedir que trataras de arruinar la última cosa que podría dar significado a tu existencia. Era como si estuvieras neuróticamente obsesionado por la idea de realizar aquello en lo que De Vroome había fracasado… destruir a Resurrección Dos, la obra más importante en la vida de mi padre, una ardiente esperanza para la Humanidad y, finalmente, nuestra relación y tu propia vida. Eso es lo que traté de impedir, Steven; pero, obviamente, fracasé. Tú fuiste a Atos compulsivamente, y cuando el abad no estuvo de acuerdo contigo y nos apoyó a todos nosotros, todavía no quedaste satisfecho. Sean cuales fueren los hechos, probados y comprobados, tú tenías que insistir. Yo no sé tras de qué andas ahora, pero me acabo de dar cuenta de que tú no estás realmente interesado en estas fotografías. Tú andas tras de alguna otra cosa… y yo no sé lo que es… algo que te diga que tienes razón en continuar desconfiando y no creyendo. Te volvería a mentir con tal de detenerse. Te mentiría mil veces para impedir tu autodestrucción.

Ángela había quedado debilitada y sin aliento.

Tomó las manos de Randall y las apretó sin decir palabra, buscando comprensión en su rostro.

Por fin habló nuevamente:

– Steven, te amo. Haría cualquier cosa para que tú me amaras… para que tuvieras fe, fe en mí y en aquello en lo que yo creo… en el proyecto. Con semejante fe podrías conocer el amor… no sólo por mí, sino por ti mismo. ¿Te sería posible?

Él la miró fijamente.

– Es posible -dijo.

– ¿Cómo? ¿Qué puedo hacer yo? Te he dicho que haré cualquier cosa que me pidas.

– ¿Cualquier cosa? -dijo él suavemente-. Muy bien. Quiero que me lleves a Roma mañana.

– ¿A Roma?

– Quiero conocer a tu padre.

– Mi padre -dijo ella con un eco muy tenue-. ¿Eso es importante para ti?

– Quiero conocer al hombre que descubrió la Palabra. Quiero mostrarle una fotografía y hacerle una pregunta. Él es el último, el final del camino. Después de verlo, tendré que detenerme. Eso es lo que tú quieres, ¿o no? ¿Que yo me detenga? ¿Que tenga fe? Ahora todo depende de ti, Ángela. Está en tus manos. ¿Me llevarás a ver a tu padre?

– ¿Eso, eso resolvería todas las dudas que tienes acerca de mí?

– Sí.

Ángela aspiró profundamente, contuvo la respiración, y luego exhaló.

– Está bien, Steven… Es un error, pero debe hacerse. Volaremos a Roma mañana. Conocerás al profesor Augusto Monti. Te enfrentarás a él cara a cara. Tal vez eso lo resuelva todo.

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