Dentro de muchos años, cuando echara una mirada retrospectiva a su vida, Randall recordaría las dos últimas horas (en realidad, la última) que había pasado esta noche en la sala de la suite real del «Hotel Amstel» en Amsterdam. Recordaría esa hora de esta noche como una señal, como una marca, como un punto crucial en el curso de su odisea personal sobre la Tierra. Había llegado a este lugar y a este punto del tiempo como un ser sin timón, sin dirección definida. Esta noche, casi por primera vez desde que tuviera memoria, sentía que tenía una guía, una luz que podría orientarle hacia la clase de vida por la cual optara.
Y había algo infinitamente más profundo… algo que no podía tocar o tomar entre sus manos, pero que sabía que estaba vivo en su interior y que era tan real y tangible como los órganos de su cuerpo.
Lo que llevaba dentro era una sensación de paz. Era también una sensación de seguridad. Y era, sobre todo, la sensación de un propósito, aunque no estaba seguro de cuál fuera su finalidad y que, por alguna razón, no importaba.
Había una cosa que este sentimiento no era; y eso también lo sabía él con certeza. El sentimiento que se había posesionado de él nada tenía que ver con la religión en ninguno de sus aspectos ortodoxos o estrictos. Aún pensaba, como Goethe, que los misterios no son necesariamente milagros. No, no era la religión lo que se había apoderado de él. Era más bien una convicción, una fuerza difícil de definir. Era como si hubiera descubierto que el significado de su vida, y su objetivo, no eran meramente la nada. A cambio de eso había surgido esa convicción de que su existencia, como la de todos los hombres, había sido creada por alguna razón, por algún propósito mayor. Se había vuelto consciente de una continuidad, de su eslabonamiento a un pasado en el que, en cierto modo, había vivido antes y a un futuro en el que viviría y volvería a vivir, una y otra vez, a través de mortales desconocidos para él y que nacerían como él había nacido, y que perpetuarían su realidad eternamente.
Él sabía que aquello que saturaba su ser todavía no podía llamarse fe… es decir, una fe incuestionable en un invisible y divino maestro o en un proyectista magistral que proveyera a los humanos de motivaciones y propósitos, y que fuera la explicación de lo inexplicable. Lo que le había sobrecogido, y que podía serle más fácilmente comprensible, era el principio de una convicción; la convicción de que su existencia sobre la Tierra tenía un sentido, no sólo para sí mismo, sino también para aquellos con quienes su vida tenía contacto. En concreto, que no estaba aquí por accidente o por azar y, por lo tanto, que no era algo consumible, un mero desecho, una cifra danzando en el vacío rumbo a la última oscuridad.
Recordaba a su padre citándole, en alguna ocasión, al terrible y abrumador San Agustín: «Él, que nos creó sin nuestra ayuda, no nos salvará sin nuestro consentimiento.» Con cierto pesar, Randall se dio cuenta de que aquello aún no era parte de su convicción. Todavía no podía avizorar nada a lo cual pudiera ofrecer su consentimiento para la salvación. Ni podía creer en lo que dice el Libro: que caminamos por la fe, no por la vista. Él mismo requería de la vista… y esta noche había visto algo.
¿Qué había visto? No lo podía describir más profusamente. Tal vez el tiempo pudiera enfocar la imagen. Por ahora, el descubrimiento de la convicción en él, de su creencia en un designio, en una finalidad humana, era suficiente; era una conmoción, una esperanza, casi una pasión.
Con determinación se liberó a sí mismo de ese capullo de introspección y trató de reintegrarse a su prosaico mundo, para volver sobre el sendero que le había traído a este viaje por la extraña tierra de la convicción.
Hacía dos horas que había vuelto a la suite real que ocupaba en el primer piso del «Hotel Amstel», y en la que apenas había reparado. Aún estaba perturbado por la experiencia que había tenido en la calle. En esta ciudad seguía y apacible, llena de gente abierta y amigable, había sido atacado, acechado por dos extraños, uno de ellos enmascarado. La Policía había levantado acta del incidente calificándolo de crimen menor; un ordinario intento de robo, cometido por un par de rufianes. Randall, depositando su disputado portafolio sobre la enorme y ornamentada cama, sabía bien que el propósito había sido otro. En aquel portafolio no llevaba simplemente un libro, sino lo que Heine llamara el Libro que contenía el alba y el ocaso, la promesa y la realización, el nacimiento y la muerte, el drama entero de la Humanidad, grande y sabio como el mundo; el Libro de los Libros.
Sin embargo, reflexionó Randall, este mismo Libro al que Heine aludiera se había vuelto, a los ojos de muchos lectores, un objeto muerto, obsoleto, desconectado de una nueva era, como un polvoriento, inútil mueble heredado, relegado al ático de la civilización. Ahora, casi de la noche a la mañana, por azar, le había sido inyectada la vida; se le había dado juventud, y el Libro -al igual que su héroe- se había revitalizado. Sus patrocinadores prometían que una vez más sería el Libro de los Libros. Pero más aún, este libro ostentaba la contraseña, la clave, la Palabra que inspiraría una fe sustentada en el retrato fresco de Jesús, obra de Santiago; y, por ende, la justicia, la bondad, el amor, la unión y, finalmente, la esperanza eterna, entrarían en un mundo materialista, injusto, cínico y maquinal que oscilaba cada vez más y más cerca de Armagedón.
En la calle, dos hombres habían estado dispuestos a herir, incluso a matar, con tal de obtener esa contraseña. Hasta antes de esa aterradora experiencia, Randall había tomado como jarabe de pico la advertencia en el sentido de que se había incorporado a un juego peligroso. Ya no sería necesaria una nueva advertencia; había quedado completamente convencido. Desde esta noche en adelante, estaría preparado para todo.
Había llegado a su suite ardiendo en deseos por leer la Palabra, pero había decidido posponerlo hasta que se calmaran sus nervios. Había regresado a la enorme sala de su suite, donde una bandeja con botellas, vasos jaiboleros y una cubeta con hielo se encontraban sobre la mesa para café con cubierta de mármol, rodeada por tres sillones forrados en encendido color verde limón y un moderno sofá largo tapizado con fieltro azul.
Sobre la bandeja había encontrado una nota de Darlene, escrita en tono ligeramente irritado. No le había gustado quedarse sola todo el día… pero la excursión en autobús había sido un éxito y había reservado lugar en el último paseo a la luz de las velas a través de los canales, ya que la camarera le había dicho que era lo más romántico, y por lo tanto estaría de vuelta cerca de medianoche.
Randall se había servido un escocés doble con hielo, se había paseado un poco por la regia sala, se había sentado al moderno escritorio con su carpeta de piel marroquí y había observado los tres juegos de puertas francesas que conducían a un balcón que daba al río, y se había terminado su bebida. Luego había solicitado servicio en su habitación, y ordenado la salade, el filetsteak y media botella de beaujolais, y entonces se había metido al baño para tomar una placentera ducha.
Acababa de ponerse su bata de baño de seda italiana encima de su pijama de algodón, cuando el camarero entró con su cena. Había resistido la tentación de leer el Nuevo Testamento Internacional mientras cenaba, pero no se demoró con la ensalada, el filete y el vino.
Al fin, hacía ya una hora, rebosante de expectación, había abierto su portafolio, sacando las pruebas y llevándolas al sofá. Acomodó bien los cojines y se hundió en ellos para examinar el libro.
En la página titular, bajo el epígrafe de Nuevo Testamento Internacional, se leía un aviso en tinta: PRUEBAS DE PAGINAS SIN CORREGIR. Abajo, en una etiqueta pegada a la hoja, aparecía una copa de un memorándum de Karl Hennig, de K. Hennig Druckerei, Maguncia. En este escrito, Hennig señalaba que el papel de las pruebas era corriente, pero que las dos ediciones iniciales de la Biblia se harían en papel de la mejor clase existente, siendo la primera una edición para la Prensa y el clero, que se llamaría Edición del Púlpito y que se realizaría en papel importado de la India, y la otra sería una edición popular comercial para el público, que se haría en papel vitela. Las páginas medirían veinticinco centímetros de alto por quince de ancho. Puesto que la Biblia sería utilizada principalmente por los protestantes (aunque fuera igualmente asequible a los católicos), las anotaciones habían quedado reducidas al mínimo e incorporadas como un suplemento especial en seguida de cada libro del Nuevo Testamento.
El contenido del Pergamino de Petronio había quedado colocado como un apéndice entre el Evangelio según San Mateo y el Evangelio según San Marcos, e incluía anotaciones acerca de los antecedentes del descubrimiento del pergamino en Ostia Antica, su autentificación, su traducción del griego y su relación con la historia de Cristo.
El recién descubierto libro, escrito por el hermano de Jesús, se había incorporado como parte de los cánones y había tomado sitio entre el Evangelio según San Juan y los Hechos de los Apóstoles. Todo el Nuevo Testamento había sido retraducido a la luz de los últimos descubrimientos. En último término, un Antiguo Testamento Internacional se publicaría como un volumen aparte, y sería asimismo retraducido para aprovechar los adelantos lingüísticos propiciados por el hallazgo de Ostia Antica. La fecha tentativa de publicación era el 12 de julio.
En su infancia y juventud, Randall había leído el Nuevo Testamento y releído algunos fragmentos, interminablemente. Esta noche no había tenido la paciencia de releer una vez más los Evangelios Sinópticos (los de Mateo, Marcos y Lucas ni el cuarto evangelio, el de Juan, con sus discursos simbólicos). Quería ir directamente a los nuevos descubrimientos; a Petronio, a Santiago. En seguida del Evangelio de San Mateo, Randall había encontrado la página que ostentaba el encabezado.
INFORME DEL JUICIO DE JESÚS POR PETRONIO.
El texto del informe de Petronio, escrito en nombre de Pilatos, llenaba dos páginas. Las anotaciones que le seguían llenaban cuatro páginas. Randall comenzó a leer.
A Lucio Elio Sejano, amigo del César. Informe de la sentencia pronunciada por Poncio Pilatos, gobernador de Judea, de que un tal Jesús de Nazaret fuera castigado con la crucifixión. Al séptimo día de los idus de abril, en el año decimosexto del reinado del César Tiberio, en la ciudad de Jerusalén, Poncio Pilatos, gobernador de Judea, condenó a Jesús de Nazaret por actos de insurrección y le sentenció a muerte en la cruz [Anotación: el patibulum].
Conmovido por este frío y seco veredicto pagano que reverberaba a través del correr de los siglos, Randall continuó sentado leyendo hasta terminar el informe oficial escrito el viernes 7 de abril del año 30 A. D.
Sin perder tiempo en examinar el texto de nuevo, o siquiera en pensar en él, Randall hojeó las páginas siguientes hasta llegar a la última del Evangelio según San Juan. Contuvo la respiración y pasó también esa página.
Allí estaba, en su sencillo esplendor, tina realidad, un hecho, la contraseña hacia la fe, la largamente esperada Resurrección.
EL EVANGELIO SEGÚN SANTIAGO
Yo, Santiago de Jerusalén, hermano del Señor Jesucristo, Su heredero, el mayor de Sus hermanos sobrevivientes e hijo de José de Nazaret, pronto seré llevado ante el Sanedrín y su más alto sacerdote, Ananías, acusado de conducta sediciosa en virtud de mi jefatura de los seguidores de Jesús en nuestra comunidad.
Aquí, como un sirviente de Dios y del Señor Jesucristo, y mientras me resta tiempo para realizar este acto necesario, doy un breve testimonio de la vida de mi hermano Jesucristo, y de Su ministerio, para prevenir las crecientes distorsiones y calumnias y para dar orientación a los discípulos de la fe contra las múltiples tentaciones y para restaurar la fortaleza a nuestros seguidores entre las doce tribus perseguidas de la Dispersión.
Los otros hijos de José, hermanos sobrevivientes del Señor y míos propios son… [N. del Editor: Parte faltante del fragmento.] Yo quedo para hablar del primogénito y más amado Hijo. Este testimonio es la fe y memoria que doy de la vida, y el testimonio de los apóstoles, de Los Discípulos de Jesús que también pudieron atestiguar Su vida donde yo no pude atestiguarla, y asiento la verdad del Hijo, que habló por el Padre para que los mensajeros pudieran traer las nuevas a Los Pobres en todas partes. [N. del Editor: Los primeros seguidores de Jesús eran conocidos como Los Discípulos de Jesús y también como Los Pobres.]
El Señor Jesucristo nació de su madre María, quien había sido protegida por una unidad con el Creador, y fue dado a luz en el atrio de una posada en un lugar llamado Belén en el año que vio la muerte de Herodes el Grande, y algunos años antes de que Quirino fuera procónsul de Siria y Judea, y Jesús fue llevado para ser circuncidado…
La Palabra.
La Señal. La Luz. La Manifestación de Dios.
Deslumbrado, con la frente húmeda y las sienes palpitantes, Randall continuó leyendo, y leyó y leyó, las treinta y cinco páginas íntegras, absorto y sacudido por la voz del hermano que hablaba desde el año 62, poco más de treinta años después de que Jesús, inconsciente, sangrante, había sido bajado de la bárbara Cruz y revivido. Éste era Santiago, hablándoles a incontables generaciones que aún no nacían, apenas meses antes de que él mismo se enfrentara a su brutal muerte.
Randall había terminado el Evangelio según Santiago.
El final.
El principio.
Tenía la boca seca por el asombro. La maravilla era que sentía como si él hubiese estado allí; como si hubiese visto y escuchado al hombre de Galilea; como si le hubiese tocado y hubiese sido tocado por Él. Él creía. Hombre o Dios, no importaba. Él, Steven Randall, creía.
Era difícil dejar estas páginas y volver a las anotaciones, a los antecedentes, a las explicaciones, pero lo hizo; y cada una de las siete páginas adicionales atraparon su atención.
Sin embargo, Randall no se permitiría pensar. Sentía, pero se rehusaba a pensar.
Volvió rápidamente al principio del Evangelio según Santiago y lo releyó. Luego, otra vez al apéndice previo, el informe sobre el Juicio de Jesús por Petronio; y lo releyó.
Por fin, depositando suavemente el Nuevo Testamento Internacional sobre la mesa de café, se había hundido en los cojines del sofá y se permitía pensar a la par que sentir.
Y fue entonces cuando Randall se percató del grado hasta el cual esta nueva Palabra, la Palabra, había penetrado su escepticismo y despertado dentro de él una emoción que no sintiera desde que era un jovenzuelo en Oak City.
Su vida había sido creada de modo que pudiera significar algo, para él mismo, para otros.
Había analizado la sensación una y otra vez.
Y ahora, tras un lapso de dos horas desde que había entrado en la suite, y casi una hora después de que había abierto el Nuevo Testamento Internacional, se sentaba en el sofá, tratando de controlar sus emociones y de manejar inteligente y racionalmente lo que había leído.
Se quedó mirando a las encuadernadas páginas del libro, y trató de evocar y rehacer en su cabeza lo que acababa de experimentar.
El Informe de Petronio era un documento oficial relativamente breve y de rutina. Precisamente lo llano de su tono, lo conciso (el tono de un centurión o capitán romano sin mayor pulimento describiendo para su superior, el prefecto de la Guardia Pretoriana en Roma, la sentencia de un chiflado e inofensivo criminal menor) lo hacía cien veces más real, mucho más creíble y escalofriante que el más bello y literario relato de San Lucas, el cual había escrito:
«Entonces Pilatos sentenció que se hiciese lo que ellos pedían; y les soltó a aquel que había sido echado en la cárcel por sedición y homicidio, a quien habían pedido; y entregó a Jesús a la voluntad de ellos.»
Petronio había escrito:
«El juicio fue celebrado al alba, ante el palacio de Herodes. Como testigos, los fariseos y saduceos no ayudaban, e insistían en que el acusado estaba siendo juzgado por infringir leyes civiles y no la Ley Mosaica. Los testigos que comparecían ante el tribunal eran amigos de Roma, aquellos que deseaban la paz, la mayoría de elfos ciudadanos de Roma. Éstos acusaban a Jesús de crímenes y aportaban su evidencia de que Jesús se proclamaba Rey de Israel y decía tener una autoridad superior a la del César, y que era alguien que enseñaba y predicaba la sedición y la desobediencia en las ciudades de todo el territorio, y que intentaba alborotar e incitar a la rebelión a los sometidos.»
Randall recordó más acerca de este informe firmado por Petronio y enviado sobre la firma «Poncio Pilatos, prefecto de Judea», a «Lucio Elio Sejano, amigo del César», en Roma. Petronio había dado vida, en dos frases, a aquella abominable escena final en el Pretorio, con Pilatos en su alto estrado y el hombre, Jesús, silencioso ante él:
«El acusado compareció a su propia defensa, negando todos los cargos en su contra, excepto el de que proclamaba tener mayor autoridad que la del César. El acusado, Jesús, afirmaba que su Dios le había encomendado su misión, que era la de establecer un reino del Cielo sobre la Tierra.»
Petronio había informado de la sentencia de muerte y de la orden de Pilatos de que su primer centurión llevara a cabo la ejecución de inmediato. Tras de ser flagelado con látigos de tres colas, Jesús había sido conducido por los guardias al lugar de la Crucifixión. Petronio había concluido:
«Así fue ejecutado más allá de la Puerta de las Ovejas. Su muerte ocurrió, como fue verificado, en la novena hora. Dos amigos del criminal, ambos miembros del Sanedrín, pidieron su cuerpo a Pilatos, el cual les fue concedido para su entierro. Así fue cerrado el caso de Jesús.»
Pero lo que había conmovido a Randall aún más era la narración del Evangelio según Santiago. La biografía estaba interrumpida en partes donde faltaban palabras o frases, sólo porque ciertos fragmentos de las hojas de papiro se habían convertido en polvo o porque la antigua escritura, la escritura en tinta primitiva, se había vuelto ilegible sobre la fibra decolorada. Pero, aplicando la lógica deductiva, eminentes expertos habían aportado la mayoría de las palabras y frases faltantes, las cuales, aunque estuvieran encerradas en un bosque de paréntesis, en modo alguno oscurecían la imagen del verdadero Jesús.
Leer a Santiago era creer, sin una sola duda.
Las palabras de Santiago no sólo sonaban auténticas (con la misma estimulante franqueza de la Epístola General de Santiago que aparece en el Nuevo Testamento común) sino que claramente indicaban que ésta era la historia de un ser humano que había vivido muy cerca de otro. La narrativa, cruda en su simplicidad, no estaba embellecida por la propaganda de los evangelistas o de los promotores cristianos posteriores, quienes habilidosamente habían alterado o reescrito los cuatro evangelios al comienzo del siglo ii, antes de que se hubieran convertido en los cánones del Nuevo Testamento en el siglo iv.
Santiago, como líder de los seguidores de Jesús en Jerusalén, había escrito que Jesús era un judío que quería modificar y mejorar el judaísmo. Su versión era ajena a la teología de los cristianos organizados que vinieron después y que escribieron acerca de sucesos que no habían observado. Esos cristianos se propusieron cambiar de manera drástica el judaísmo para eventualmente suplantarlo. Copiaron lo mejor de su moralidad y de su historia, pero modificaron a su Dios; a cambio de uno justo, recto, que tenía un pueblo elegido, adoptaron un Dios que creía en el amor a los judíos y a los gentiles por igual, y proclamaron exclusividad ante el Retorno del Mesías. Los propios evangelistas se habían dedicado a anunciar no meramente un hombre y su vida, sino una idea sobre la cual se pudiera edificar la Iglesia cristiana.
Más aún, Santiago había absuelto a los judíos de toda responsabilidad por la muerte de Jesucristo y, en llana contradicción con la apologética de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, había culpado directamente a los romanos; y la versión de Santiago quedaba confirmada por el Informe de Petronio. Los especialistas bíblicos modernos hacía mucho que sospechaban que la idea de un Pilatos renuente que se veía forzado por las autoridades judías a condenar a Jesús a la muerte, había sido sólo una distorsión de la verdad por parte de los evangelistas, por razones políticas.
Una anotación citaba al experto francés Maurice Goguel, París, 1932:
«Aquel a quien los cristianos presentaron ante el mundo como el mensajero de Dios y el Salvador, había sido sentenciado a muerte por un tribunal romano. Este hecho causó dificultades para la prédica del Evangelio en el mundo romano, porque pudo haber dado la impresión de que convertirse a la fe cristiana significaba tomar el partido de un rebelde y, por lo tanto, estar en oposición a la autoridad imperial. De ahí que los cristianos estuvieran ansiosos por probar que el Procurador que había enviado a Jesús a la ejecución había estado convencido de su inocencia, y que había anunciado públicamente que había sido forzado a ceder por la irresistible presión del populacho y las autoridades judías.»
Otra anotación citaba al estudioso alemán Paul Winter, Berlín, 1961:
«Escribiendo probablemente en Roma [San Marcos] quiso enfatizar la culpabilidad de la nación judía, y particularmente de sus líderes, por la muerte de Jesús; ellos, y no los romanos, eran quienes debían ser señalados como responsables de la crucifixión. No hay que asumir que el evangelista fuera movido por sentimientos positivamente antisemitas; su tendencia era defensiva más que agresiva. Estaba preocupado por eludir la mención de cualquier cosa que provocara sospechas o antagonismos romanos contra los ideales que él defendía… No debe darse lugar a la inferencia de que Jesús estuviese conectado en modo alguno con las actividades subversivas como las que habían ocurrido en el levantamiento reciente. Consecuentemente, el evangelista urdió ocultar que Jesús había sido condenado y ejecutado por cargos de sedición. La tesis arguye que no fue arrestado por tropas romanas ni sentenciado por un magistrado romano por razones políticas, sino que su condena y subsecuente ejecución se debieron a alguna oscura causa de la Ley judía.»
Ahora, al fin, esa mentira histórica había sido eliminada por Santiago el Justo.
Pero sobre todo, antes y más importante que nada, la asombrosa revelación de que Jesucristo había sobrevivido a Su Crucifixión (ya fuera por la voluntad de Dios o por la mano de un médico humano) y que no solamente se había mostrado personalmente, sino que había recorrido el mundo, extendiendo Su ministerio terrenal durante otros diecinueve años antes de ascender al cielo.
Jesús según Santiago.
Increíble; y sin embargo, totalmente creíble.
Era un terremoto que sacudiría el canon evangélico de siglos, y al mismo tiempo aseguraría su propio lugar como un edificio que albergaba a un maestro del genio, la sabiduría, la previsión; un profeta creíble, alguien con quien una era racional y científica podría relacionarse y a quien podría interpretar y seguir. Provocaría una sensación internacional; una sensación y un hálito de esperanzas que podría inspirar veneración en los hombres durante siglos por venir.
Jesús según Santiago.
Era una biografía antigua, podada de fábulas, que revivía a un hombre y no a un artificial soplo divino; tal vez no a alguien que caminara sobre las aguas, ni que resucitara muertos, ni sólo a un Hijo de Dios, sino a un hijo de todos los hombres y de todos los tiempos, que conoció el sufrimiento y la alegría y que predicó la bondad, la comprensión y la camaradería, censurando, al mismo tiempo, la crueldad, la hipocresía y la codicia.
«Buscad las escrituras», había aconsejado el discípulo Juan en su evangelio. Steven Randall había buscado una nueva escritura, y ahora trataba de recordar lo que le había inspirado, animado y elevado a tal altura.
Jesús según Santiago. Las imágenes y las visiones danzaban y cantaban dentro de la cabeza de Randall.
El nacimiento de un niño en el atrio de una posada en Belén, desde luego. Dado a luz ya fuera por una virgen de quince años que había concebido por el Espíritu Santo o por una mujer adolescente que hubiera sido fecundada por un marido terrenal… lo cual había quedado sin aclarar, tanto por parte de Santiago como de sus traductores. No obstante, había un indicio de que hubiera Nacido de una Virgen, en el uso que Santiago hacía de la frase «protegida». [Anotación: La implicación en Santiago es que Jesús fue concebido por el Espíritu Santo y que nació de la Virgen María. Tal como Justino Mártir lo explicara en el año 150 A. D.: «Las palabras "He aquí que la virgen concebirá" significan que la virgen concibió sin conocer varón; porque si hubiera tenido trato con alguno ya no sería virgen. Pero el poder de Dios descendiendo sobre la virgen la protegió y provocó que ella concibiera aunque fuera virgen.» Por otra parte, toda vez que Santiago inequívocamente se llama a sí mismo hermano del Señor Jesucristo, puede argüirse que Jesús hubiera nacido de la unión entre María y José, puesto que Santiago parecía haber sido posterior. San Juan Evangelista, de hecho, había dejado asentado que Jesús había nacido «conforme a la carne».] Y después de su nacimiento, Jesús había sido circuncidado al octavo día; sí.
La huida a Egipto, confirmada por Santiago. Había existido un Rey Herodes que había temido el nacimiento de un Mesías y había dispuesto el sacrificio de todos los niños menores de dos años en la región de Belén. [Anotación: La crueldad de Herodes era bien conocida en su tiempo. Aunque observaba la Ley Mosaica y se rehusaba a matar cerdos y a comer su carne, había mandado matar a la que alguna vez fue su esposa favorita y a sus dos hijastros. Esto provocó que César Augusto comentara en Roma: «Preferiría ser el cerdo de Herodes que el hijo de Herodes.»]
Para proteger a su hijo del infanticidio, María y José habían tomado a Jesús huyendo hacia Hebrón, en la planicie costera, y después habían ido a Gaza y Rafia, y luego (por medios desconocidos, aquí faltaban palabras) habían llegado a Pelusio, en Egipto. Había un millón de judíos en Egipto, y Jesús se había refugiado con parientes judíos en Alejandría hasta que Herodes el Grande murió. Luego de que el reinado de Arquelao hubo comenzado, María, José y el niño habían vuelto a Palestina, estableciendo su hogar en Galilea.
Los años hasta ahora desconocidos de la juventud de Jesús fueron esquemática aunque brillantemente expuestos a la luz por Santiago. Jesús estudió en una beth hasefer, una casa del libro, una escuela primaria, y antes de la edad de trece años (su edad se deduce a través de las anotaciones) estudió la Ley de Yahweh, el Libro de Jonás, los relatos de varios Mesías y los comentarios de los predicadores. En varias ocasiones visitó la cercana comunidad ascética de los esenios y conversó con ciertos sabios, discutiendo los libros de Enoch. De ellos surgió Su deseo de abolir la esclavitud, la fabricación de las armas y las ofrendas de sacrificios. De ellos también le vino el deseo de ver realizado el reino Mesiánico. Durante un tiempo, su tutor fue un maestro fariseo en Jerusalén, y en el templo los sacerdotes quedaron muy impresionados por Su sabiduría, precocidad y santidad. Santiago estuvo presente en la confirmación de su hermano Jesús.
El padre de ambos, José, había sido en verdad un trabajador de la madera [Anotación: En tiempos de Jesús no había en hebreo o arameo palabra que equivaliese a carpintero], y derribaba los cedros y los cipreses en los bosques y reparaba vigas y hacía baúles y pértigas de arar y artesas, pero su hijo mayor, Jesús, no había sido trabajador de la madera, excepto para ayudar ocasionalmente a José en el labrado de algún objeto de ese material. Jesús había dedicado sus años de adolescente a trabajar la tierra como labriego y a pastorear, arando primero el pequeño sembrado de trigo de la familia, cuidando del viñedo y, ya mayor, atendiendo el rebaño de ovejas. La familia de José había vivido austeramente en una pequeña morada de adobes, de la cual los animales venían a ocupar la mitad.
A la muerte de José (el fragmento que indicaba el tiempo se había deteriorado, pero los anotadores creían que había sido tres años después del bar mitzvah de Jesús), Cristo había conmovido a Sus familiares y vecinos con Su Plegaria junto al cuerpo de Su padre: «Padre de infinita misericordia, de ojos que ven y oídos que oyen, escucha ¡oh! mi oración por José, el anciano, y envía a Miguel, el jefe de tus ángeles, y a Gabriel, tu mensajero de luz y a tus ejércitos de ángeles, para que puedan marchar con el alma de mi padre, José, hasta llevarla a ti que estás en las alturas.»
De ahí en adelante, Jesús se convirtió en el jefe del hogar, consistente de Su madre y Sus hermanos y hermanas, y trabajó la granja y los viñedos y estudió aplicadamente las antiguas escrituras. Al fin, divinamente inspirado, cedió la granja a Santiago, y comenzó a predicar apaciblemente una doctrina de amor, unión y esperanza en las aldeas de la remota Galilea. Él sabía el koine, el griego común de las ciudades, pero se dirigía a las comunidades judías en el cotidiano lenguaje arameo.
En el decimoprimer año del reinado de César Tiberio, Jesús [Anotación: Cuando tenía veintinueve años de edad] fue en busca de aquel a quien conocía con el nombre de Juan el Bautista, y fue bautizado. En los días que siguieron, se retiró a los bosques y colinas para meditar acerca de su rumbo y para buscar la guía de Su Dios en el cielo. Cuando volvió entre los hombres, Su misión era clara* y Sus prédicas se volvieron más audaces y más intensas.
Y luego, de la pluma de carrizo de Santiago, venía una descripción de su hermano mayor conforme emprendía Su ministerio de salvación de los oprimidos, de la gente común que estaba agobiada por los irrelevantes legalismos de la ortodoxia judía y aplastada por las legiones romanas de ocupación. Jesús era de estatura ligeramente superior a la normal [Anotación: La estatura normal de Sus compatriotas era de aproximadamente un metro sesenta y tres centímetros de estatura, así que la de Jesús probablemente fue de un metro sesenta y ocho centímetros] y llevaba el cabello hasta los hombros, con mechones ondulados más abajo de las orejas, un amplio bigote y una espesa barba. Su cabello, del color de las castañas, estaba dividido hacia ambos lados por una raya que llevaba a la mitad de la cabeza. Tenía una amplia frente poblada de cicatrices, los ojos grises y hundidos, la nariz muy larga, chueca y en forma de gancho, los labios llenos. Su semblante estaba cubierto de llagas y Su cuerpo estaba igualmente ulcerado: «El Señor estaba desfigurado en la carne, pero era hermoso de espíritu.» Su mirada era dominante, aunque a menudo era reservado e introspectivo. Sus maneras eran amables, aunque a veces se ensombrecían por la severidad. Su voz era profunda y musical, y daba consuelo a Su creciente multitud de seguidores y discípulos. Su postura era ligeramente encorvada y Su paso era desigual, debido a una deformidad corporal; cojeaba de una pierna lisiada, lo que había llegado a ser evidente el año anterior a Su Crucifixión en Jerusalén y que le ocasionaba muchas dificultades. [Anotación: En el año 207 A. D., uno de los primeros escritores de la Iglesia, Tertuliano, nacido en Cartago, convertido al cristianismo en Roma, señalaba que Jesús había sido inválido: «Su cuerpo no era siquiera de genuina forma humana.»]
Viajaba con un asno, que cargaba Su botijo de agua, Su escudilla, Sus pergaminos enrollados en cilindros, Sus sandalias de repuesto, y caminaba delante del asno, vistiendo algunas veces un manto de lana, una túnica de lino ceñida con una cuerda; calzaba sandalias con tiras de cuero e iba cargando Su bolso y Su bastón.
Al mensaje de Jesús, Santiago dedicaba lo que ahora constituían siete páginas completas en el Nuevo Testamento Internacional. Jesús se dirigía a los pobres y a los que sufrían, y los despertaba. Besaba a todo aquel que era amigo y le decía: «La paz sea contigo», y agregaba que Él venía del Padre que está en los cielos, aseverando: «Aquellos de vosotros que creyeren en mí, aunque estuvieren muertos, vivirán.» Les decía que había sido enviado para implantar en la Tierra un nuevo reino de amor y paz.
«Todos los que le vieron y escucharon, supieron igualmente de Su compasión.» Todos eran como uno solo a Sus ojos. Hablaba de la tiranía, la brutalidad, la pobreza y el caos sobre esta Tierra, que debían desaparecer ante Su promesa de justicia, bondad, desprendimiento y paz. Aquellos que creyeran triunfarían sobre la muerte, y en el reino por venir conocerían la felicidad eterna.
A menudo, escribió Santiago, Jesús era específico en sus prédicas. Demandaba igualdad para las mujeres. «Una hija tiene el derecho de heredar parte por parte con sus hermanos.» Santiago corroboraba la autenticidad del pasaje de San Juan acerca de la mujer sorprendida en adulterio, sólo que el relato de Santiago difería del de aquél. Jesús había ido a predicar al templo en el Monte de los Olivos cuando los fariseos, esforzándose por ponerle una trampa, lo confrontaron con una mujer casada hallada en adulterio. «Ellos le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido descubierta en adulterio. Nos fue ordenado que sufra la estrangulación. ¿Qué dices a esto? " Y Jesús les dijo a aquellos que trataban hacerle errar: "Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que la estrangule." Así, convicto por su propia conciencia, cada uno salió del templo. Jesús tocó la frente de la mujer y le preguntó: "¿Te ha condenado algún hombre?" Ella replicó: "Ninguno, Señor." Y Jesús dijo: "Ni yo te condeno. Vete, y de ahora en adelante no peques más."»
Santiago había asentado numerosos proverbios de su hermano Jesús que resultaban de sobrecogedora relevancia para el mundo de hoy en día. Proverbios relativos a la explotación de los pobres por los ricos y por la clase dominante; frases que se referían a la necesidad de un pacto entre las naciones para terminar con la guerra y el colonialismo; dichos acerca de la necesidad de educación para todos; palabras que desaprobaban la superstición, el dogma y el rito, y dos sentencias que en realidad profetizaban que un día los hombres saltarían a los planetas del cielo en una época en la que la Tierra estaría al borde de su autodestrucción.
A todo lo largo de su relación, Santiago había recolectado preceptos, aforismos, máximas y adagios de Jesús que hasta ahora habían sido desconocidos, al igual que algunos que obviamente habían servido como fuente original para los cuatro evangelistas tradicionales y para los escritores de los muchos evangelios apócrifos.
Según Santiago, «Nuestro Señor Jesucristo les decía que aquel que tiene en su canasta un bocado que comer y se pregunta: "¿Qué comeré mañana?", es un hombre de poca fe.»
Según Santiago, «Y Jesús les recordaba: "Tened presente esto: ningún sirviente puede servir a dos amos. Si deseáis servir a Dios y a Mammón, ello no os aprovechará en ningún caso."» Según Santiago, «El ungido les dijo a sus seguidores: "Renovaos buscando la comunión con la naturaleza de la vida y con el Hacedor. Id al bosque y al prado, y respirad larga y plenamente, y conoced el aire y la verdad, y meditad sobre la verdad, arrojando fuera todo lo que corrompe al hombre, todo lo que es sucio para el cuerpo y malo para la mente. Así, por el aire y por el Padre sagrado, naceréis de nuevo."»
Había más.
Había esto, el germen de la Regla de Oro: «Dijo Jesús: "Los hijos de Dios deben convertirse en los hijos de los hombres; cada hombre ha de ayudar al otro, cada hermano al hermano. Todos los hijos de los hombres serán hijos de Dios si aman no solamente a aquellos que los aman, sino si aman a sus enemigos y devuelven amor por odio. Cualesquiera dos que hagan la paz uno con el otro en esta casa, dirán a la montaña: Muévete, y será movida. Trata con los otros como querrías que te tratare contigo. Nada hagas a tu vecino lo que no querrías que él te hiciere después. Aquellos que esto obedecieren, harán la Tierra como el cielo, y heredarán y conocerán el reino de Dios."»
Y había esto, una forma de vivir: «Entonces dijo Jesús: "Desprecia la hipocresía y aquello que es malo. Busca la verdad y aquello que es bueno. No dejes que el reino del cielo se marchite, porque el reino es como la rama de una palmera, cuyos frutos caen cerca de ella, y los frutos son bienes que deben ser recobrados y nuevamente sembrados."»
Y había esto, una filosofía para el presente: «Y Jesús los reunió a Su alrededor, diciéndoles: "No olvidéis cuánto tiempo ha existido el mundo antes de vuestro nacimiento, y cuánto existirá después de vosotros, y con esto sabed que vuestra vida terrenal es un solo día y vuestros sufrimientos una sola hora. Por lo tanto, vivid no con la muerte sino con la vida. Recordad mi palabra, que es tener fe, dar amor, hacer buenas obras. Porque benditos serán aquellos que serán salvados por creer en esta palabra."»
En varias ocasiones, Santiago había sido testigo de la curación que hacía su hermano de los enfermos; empero, nunca había atestiguado los divinos milagros de los que se rumoreó en tantas lenguas. Había visto la intervención de Jesús en favor de Lázaro. Aunque San Juan había embellecido posteriormente el suceso y lo había hecho un milagro de resurrección de la muerte, Santiago había sido testigo presencial del acontecimiento mismo. «Entonces Marta y María habían mandado llamar a Jesús después de que su amado hermano, Lázaro, había caído gravemente enfermo y yacía inmóvil. Yo fui con Jesús a la casa de Lázaro en la ladera del Monte de los Olivos, y entré con él a la casa, donde Jesús miró a su amigo y tocó su frente febril, exclamando: "Oh Lázaro, levántate", y Lázaro se levantó y a partir de entonces estuvo sano.»
Dos veces, durante Su ministerio, había padecido Jesús mal trato de los centuriones romanos; una vez en Cafarnaúm, donde sufrió la fractura de una pierna. (La pierna le fue mal curada, y desde entonces Jesús caminó con una pronunciada cojera.) En ambas ocasiones los centuriones le habían amenazado con el arresto y el castigo si no desistía de agitar al populacho.
Sin embargo, en ninguna ocasión había sido realmente arrestado, y en ningún momento desistió de Sus prédicas.
En el año decimosexto del reinado de Tiberio [Anotación: Cuando Jesús tenía treinta y cuatro años de edad], Jesús había llevado su credo de caridad, misericordia y paz (y de obediencia a ninguna otra autoridad que a Dios y a Sí mismo como la Palabra de Dios) al corazón de Jerusalén. Los ocupantes romanos le advirtieron que Sus enseñanzas podrían fomentar otra rebelión, y tanto Santiago como la jerarquía del Sanedrín judío le rogaron a Jesús que llevara Sus prédicas a otra parte, para no fomentar más el antagonismo con los romanos y con el violentamente antisemita Poncio Pilatos, protegido de Sejano en Roma.
Jesús se había negado a hacer caso de las advertencias o el consejo que había recibido. Y aunque cada uno de Sus movimientos era observado por espías pagados, Él continuó predicando, y durante la fiesta de Pascua osó dar Su mensaje a la multitud a la sombra misma del palacio de Herodes. Encolerizado, Pilatos conferenció con Herodes Antipas, gobernador de Galilea, que acababa de llegar a la ciudad. Esa noche, Jesús celebró la cena de Seder con Sus más cercanos discípulos en la casa de Nicodemo, donde volvió a narrar la historia del Éxodo de los Hijos de Israel, respondió a preguntas hechas por el más joven de los presentes, repartió el pan sin levadura, o matzoth, y tomó hierbas amargas y vino. Finalmente, persuadido por Santiago y los otros de abandonar Jerusalén por un tiempo y llevar Su mensaje a otra parte, Jesús salió esa noche a través del Valle de Kidron, cuando un espía cuyo nombre se desconoce condujo a un destacamento de soldados romanos hasta Él. Jesús fue interceptado y arrestado.
A la mañana siguiente, frente al palacio de Herodes, Jesús fue emplazado a juicio ante Poncio Pilatos. Acusado de desafiar a la autoridad y fomentar la inquietud, Jesús se mantuvo de pie aguardando la sentencia. Los testigos llevados en Su contra habían sido romanos o personas a quienes se les había sido implacable durante el breve juicio. [Anotación: Saduceos que regentaban el templo y rehusaban a prestar testimonio en contra de Jesús (por temor de echarse encima a Sus seguidores o de acarrearse la hostilidad de la comunidad judía al ponerse de parte de las autoridades romanas).] Pilatos había sido implacable durante el breve juicio. [Anotación: El Rey Agripa I informó a César Calígula que Pilatos era siempre: «inflexible, inmisericorde y obstinado».] El veredicto de Pilatos fue lacónico. Le dijo a Jesús: «Serás crucificado.» Y Jesús replicó: «Mira, que tu casa se queda desolada.»
Después de una severa flagelación (dos látigos guarnecidos con huesos de perro fueron usados para azotar a Jesús más de cien veces), Él y dos criminales llamados Dimas y Gestas fueron conducidos por un contingente de soldados romanos y hechos salir por la Puerta de las Ovejas hacia una pequeña colina cercana a las murallas de Jerusalén. Allí fue crucificado Jesús. No se le perforaron las manos ni los pies con clavos de hierro; en lugar de eso, con cuerdas le ataron las muñecas al travesaño de la cruz y los tobillos le fueron ceñidos al poste de madera de olivo. Retorciéndose en agonía, sangrando todavía por las laceraciones del látigo, sediento y delirante, estaba colgado allí, al sol, para morir. Para precipitar Su fin, un soldado apuñaló a Jesús en el costado con una espada corta, y riendo dijo: «¡Ahora dejemos que Elias venga a salvarle!»
Al extraérsele la hoja de la espada, Jesús perdió el conocimiento.
A la novena hora [Anotación: las tres de la tarde], el centurión miró a Jesús, lo tocó, lo sintió yerto, y anunció que estaba muerto. Entonces, unos amigos del fallecido, Nicodemo y José de Arimatea, invocando la ley romana que permitía un funeral honorable para aquellos que eran ejecutados por razones políticas, hicieron llegar a Pilatos la petición de que les permitiera tomar el cuerpo y darle un entierro decente. Su deseo fue concedido.
Antes de la caída de la noche, Nicodemo dio instrucciones a los discípulos Simón y Juan para que bajaran el cuerpo y lo llevaran a la tumba privada de su familia, y allí prepararan el cadáver para su entierro. Mientras los hombres iban a avisar a Santiago y a buscar lino y mirra y polvos de áloe para ungirlo, María de Magdala se sentó a vigilar el cuerpo que yacía sobre el piso de la antecámara de la tumba. Cuando los hombres regresaron con el afligido Santiago en su compañía, María les salió al encuentro con las asombrosas palabras: «¡Hermanos, un milagro! ¡Rabbuli (el Maestro) vive!»
Y según Santiago, su hermano estaba en verdad vivo, en estado de coma, respirando débilmente. De inmediato, Santiago y los discípulos se llevaron al inconsciente Jesús hacia la seguridad de una cueva, en tanto que secretamente se enviaba a un mensajero a traer a un médico esenio para que atendiera a Jesús, que se aferraba a la vida todavía. Después de examinarlo, el médico declaró que la espada del soldado no había alcanzado los órganos vitales de Jesús, y que los romanos le habían dado prematuramente por muerto. Después de una semana de cuidados, durante la cual fue atendido diariamente por el médico esenio, Jesús había sanado, aunque se encontraba muy debilitado por todo lo que había sufrido.
Según Santiago:
Hubo dos versiones en torno a la resurrección. María de Magdala atestiguó que Jesús había sido resucitado por Su Padre celestial. El médico declaró que Jesús había sobrevivido a la crucifixión como mortal porque, por casualidad, su herida había sido poco profunda. [Anotación: Éste no es el único caso de supervivencia de una crucifixión de que se tenga registro. Informando acerca de un caso similar que ocurriera cuarenta años más tarde, el historiador Flavio Josefo escribió: «Y cuando fue enviado por Tito César… a cierta aldea llamada Thecoa, para averiguar si era un lugar adecuado para acampar, mientras volvía vi a muchos cautivos crucificados; y reconocí a tres de ellos como antiguos conocidos míos. Aquello me apenó mucho así que, con lágrimas en los ojos, fui a Tito y le dije de ellos; y él inmediatamente ordenó que fueran bajados… aunque dos de ellos murieron en las manos del médico, mientras que el tercero se recobró.» Véase Josefo: La vida de, 75.] Que mi hermano nuestro Señor hubiese muerto y sido resucitado por Dios, o que se hubiere recobrado en la carne por medio de la medicina y la voluntad de Dios, no puedo decirlo. Pero así que tuve la certeza de la supervivencia de mi hermano, me apresuré a informarlo a los otros que lo creían muerto, y a decirles «Maranatha…. el Señor ha venido», y ellos aceptaron su regreso y se regocijaron y se renovó su fe.
Todos acordaron, como uno solo, que fuere lo que fuere que hubiera ocurrido, había sido un milagro. Jesús vivía. Luego, una noche, cuando había sanado totalmente y ya estaba fuerte, Jesús me convocó, al igual que a nuestro tío, Simeón Cleofás, a su escondite y habló, diciendo: «Ustedes son los amados, y ustedes serán la causa de la vida entre muchos. Proclamen las buenas nuevas del Hijo y del Padre.» Luego dijo que debería partir, y cuando yo le pregunté adónde iría, él replicó: «Hay muchas mansiones en la casa de mi Padre, y debo visitarlas y difundir el mensaje de salvación hasta que yo sea llamado a ascender hacia el Padre.» Antes de que el gallo cantara, acompañamos a nuestro Señor a una colina cerca de Betania, y allí nos dijo que nos quedáramos, y nos bendijo, y con su bastón en la mano desapareció en la niebla y en la oscuridad. Entonces nos arrodillamos y dimos gracias, y elevamos nuestros corazones a los cielos.
Amén, Él vivió, afirmó Santiago, y todo lo demás que Santiago asentó lo había oído de aquellos que fueron testigos oculares del continuado peregrinaje de Jesucristo.
La apariencia física de Jesús se había alterado por tantos sufrimientos, y había pocos que, al verlo, lo reconocieran de inmediato. Jesús fue a Cesárea, a Damasco, a Antioquía, e hizo un viaje a Parthia y otro a Babilonia; luego regresó a Antioquía y de allí a Chipre, Neápolis, Italia y a la propia Roma.
Que Él estuvo en esos lugares y en otros, Santiago lo supo de boca de los discípulos, cada vez que volvían a Jerusalén. Maranatha, decían ellos en arameo, y Santiago sabía entonces que el Señor había ido a ellos y que ellos le habían visto en carne y hueso.
Los testigos de Su segundo ministerio eran numerosos. En la aldea de Emaús, a once kilómetros de Jerusalén, Jesús fue visto por Cleofás y Simón, y Él compartió su pan con ellos. En la costa del mar de Tiberias, se encontró con Tomás, Simón Pedro y Simón, hijo de Jonás, y se les reveló y cenó con ellos. En el camino a Damasco, cinco años después de la Crucifixión, Saúl de Tarso -llamado Pablo después de su conversión- fue abordado en la noche por un extraño, y cuando Saúl le preguntó su nombre, el extraño contestó: «Yo soy Jesús.»
Mucho tiempo después de la Crucifixión, Ignacio de Antioquía, que de niño había escuchado a Jesús predicar en tal lugar, cuando creció, informó a los discípulos: «Está vivo; lo he visto.» Más tarde, después de que Jesús había llegado a Italia a bordo de un barco mercante e iba caminando por la Vía Apia sobre el camino a Roma, se encontró al apóstol Pedro, quien se quedó pasmado. Jesús le dijo: «Tócame y verás que no soy un demonio sin cuerpo.» Pedro lo tocó y creyó que era de carne. «¿Adónde vas, Señor?», le preguntó Pedro. Jesús replicó: «He venido a estos lugares para ser crucificado de nuevo.» [Anotación: Santiago confirma la declaración del teólogo Ireneo, quien escribió, entre los años 182 y 188 A. D., siendo el primero en mencionar los cuatro evangelios canónicos, que Jesús no murió sino hasta la edad de cincuenta años. Santiago confirma también la aseveración de un autor desconocido en Acta Pilati, o los Actos de Pilatos, también conocidos como el Evangelio de Nicodemo, probablemente escrito en el año 190 A. D., en el sentido de que Jesús no murió en el año 30, sino en alguna fecha entre el año 41 y el 54, durante el reinado de Claudio César.]
Pero sólo unos pocos, relativamente, de los que lo habían conocido antes, lo reconocieron nuevamente en la carne. El resto de Sus discípulos y seguidores creían que había ascendido a los cielos cerca de Betania. Y esa versión era alentada por Santiago, Simeón Cleofás y aquellos pocos que le reconocieron; porque estos apóstoles, amén de su deseo de proteger la vida de Jesús en Su renovado ministerio y de evitar un nuevo arresto y una segunda Crucifixión, habían acordado no hablar de lo que realmente había ocurrido. Así que Jesús continuó a salvo Su ministerio como un humilde y santo maestro, revelándose solamente a unos cuantos.
Santiago había sabido que su hermano Jesús era visto a menudo en Roma, en la Puerta Pinciana, mendigando ahí entre los pobres y los inválidos, brindándoles ayuda y consuelo. En el año noveno del reinado de Claudio César, los sesenta mil judíos que había en Roma fueron expulsados de la ciudad, y entre ellos iba Jesús. «Y Nuestro Señor, al fugarse de Roma con sus discípulos, hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos del Lago Fucino, que había sido desaguado por Claudio César y cultivado y labrado por los romanos.» Jesús contaba entonces cincuenta y cuatro años de edad.
Santiago escribió:
Pablo me dijo que cuando llegó a Corinto y tuvo tratos con un judío llamado Aquila y con su esposa Priscila, ambos trabajadores del cuero, él se enteró de la agonía final y verdadera resurrección y ascensión de Jesús. Aquila y Priscila habían sido expulsados de Roma junto con otros judíos por mandato del emperador Claudio, bajo el severo edicto de no congregarse ni practicar su credo proscrito mientras se encontraran sobre suelo romano. Aquila y Prisicila habían abandonado Roma en compañía de Jesús y habían realizado el arduo viaje hacia el Sur, al puerto de Puteoli. En la ciudad porteña, mientras aguardaban un barco de transporte de granos que los llevara a Alejandría, y de allí a Gaza, Jesús reunió a los refugiados en una casa judía y les habló de mantener firme su fe en el Padre y en el venidero reino de Dios y del Hijo. Y luego se reveló como el Hijo. Para obtener la recompensa de 15.000 sestercios, un delator de la congregación informó a las autoridades locales que Jesús había desobedecido el mandato del César. De inmediato, una compañía de soldados romanos guarnecidos en una estación en las afueras del puerto, fue despachada para arrestar a Jesús por el crimen de traición.
Sin juicio alguno, Jesús fue condenado a muerte. En una elevación del terreno fuera de Puteoli, fue azotado y atado a una cruz, habiéndole cubierto Su sangrante cuerpo con una sustancia inflamable. Los soldados se aseguraron de que Jesús estuviera bien atado a la cruz, le acercaron una antorcha y se fueron. No bien se habían marchado cuando un gran ventarrón sopló desde el puerto, extinguiendo las llamas que envolvían a Nuestro Señor. Cuando Aquila y otros discípulos bajaron Su ardido cuerpo de la cruz, Jesús estaba sin vida. Su cadáver fue provisionalmente escondido en una cueva para esperar la caída de la noche y darle un entierro apropiado. Ya de noche, al volver con una mortaja y con especias para embalsamar a Nuestro Señor, Aquila y Priscila y siete testigos encontraron la cueva vacía. Entre los discípulos había consternación y confusión. Mientras especulaban acerca de lo que habría ocurrido con el cadáver, un círculo de luz con el brillo incandescente de un millón de resplandores llenó la boca de la cueva y les reveló a Jesús elevándose en plena gloria. Él les hizo señas, y ellos lo siguieron; Aquila y Priscila y los siete testigos caminaron hacia la cima de una distante colina arriba de Puteoli. Entonces, conforme el día alboreaba, Jesús les dio la bendición, e inmediatamente fue elevado a lo alto y envuelto por una nube que le llevó fuera de su vista hacia los cielos, y los testigos cayeron de rodillas asombrados y maravillados y dieron las gracias al Padre y al Hijo.
He aquí que así ascendió mi hermano Jesús a su Hacedor. Esto fue lo que Aquila y Priscila le relataron a Pablo en Corinto, quien a su vez me lo refirió a mí. Ahora, nuestro Señor es exaltado y está entronizado en el cielo a la diestra del Padre.
Santiago concluía su relato con una nota personal:
La fe en el divino propósito de mi hermano Jesús se ha incrementado en mí cada día, al igual que en todos Sus discípulos, y Su mensaje ha sido difundido. Yo he observado la ley de los judíos (no he comido carne, ni bebido vino; he conservado sólo una prenda y no he cortado mi cabello ni mi barba), también he encabezado la Iglesia de Jesús en Jerusalén. Las nuevas continúan difundiéndose entre los receptivos judíos de la Dispersión, y entre los gentiles, de Damasco a Roma, y entre los conversos de Samaria, y entre aquellos que están en Cesárea, Éfeso y Jopa, donde bautizamos a los circuncidados y a los no circuncidados por igual.
Las autoridades sospechaban de mí, y mi vida terrenal se acerca a su fin. Por lo tanto, estoy entregando a Mateo una copia de esta narración de la vida de nuestro Jesús, para que Barnabás la use en Chipre, y una copia a Marcos para Pedro que está en Roma, y esta copia la enviaré con otro… El saludo de Santiago con mi propia mano.
[Anotación: Santiago, el hermano de Jesús, autor de este evangelio perdido, fue mandado matar por el sumo sacerdote de Jerusalén en el año 62 A. D.]
[Anotación adicional: Varios meses después de que Santiago escribió su evangelio, durante un período en el que estuvo vacante la autoridad debido a un cambio de los procuradores romanos en Judea, el sumo sacerdote de Jerusalén, un hombre insolente llamado Ananías, abusó de su propia autoridad decidiendo eliminar a Santiago el Justo, jefe de la comunidad cristiana en Jerusalén, bajo la acusación de blasfemia. La blasfemia, según escribió Hegesipo en el siglo ii, fue que Santiago insistió en que Jesús había sobrevivido a la Crucifixión. De acuerdo con el historiador Josefo, «Ananías convocó a asamblea el Sanedrín de jueces y llevó ante ellos al hermano de Jesús (llamado Cristo), Santiago de nombre, junto con algunos otros; y no bien había formulado contra ellos el cargo de infractores de la Ley, ya los condenaba a ser apedreados». De acuerdo con otros testigos, cuando Santiago estaba siendo preparado para la ejecución, se arrodilló e imploró: «Yo te ruego, oh Señor Dios y Padre, que los perdones porque no saben lo que hacen.» Un amable sacerdote se interpuso para evitar la matanza, diciendo a los ejecutores: «¡Deténganse! ¿Qué están haciendo? ¡El Justo está rogando por ustedes!» Pero un miembro del pelotón de ejecución de un empellón hizo a un lado al sacerdote, y blandiendo un garrote de los usados para sacudir la ropa, golpeó a Santiago en la cabeza, causándole instantáneamente la muerte.]
Así murió el hermano de Jesús.
Y su legado, preparado apenas unos meses antes, durante aquel año 62, había sido éste.
La Palabra.
[Anotación final: Cualquier discrepancia entre los cuatro evangelios canónicos y el Evangelio según Santiago queda aclarada por la evidencia de que Marcos, que escribió el suyo alrededor del año 70 A. D., Mateo, que escribió alrededor del año 80 A. D., Lucas, que escribió entre los años 80 y 90 A. D., y Juan, que lo hiciera entre los años del 85 y 95 A. D., no sabían del segundo ministerio de Jesús, ni de Su visita a Roma, ni de Su segunda Crucifixión. El pequeño círculo de apóstoles que conocía el secreto lo mantenía como tal para proteger la continuidad del evangelio de Jesús. Las tres copias de la vida de Jesús que Santiago escribió en el año 62 A. D., nunca trascendieron al público… porque la que le fue enviada a Barnabás, que estaba en Chipre, se perdió con la muerte de aquél en Salamis; la de Pedro se destruyó cuando éste fue crucificado «de cabeza» en Roma, en el año 64 A. D., y la tercera copia era la que estaba oculta y enterrada en Ostia Antica. Consecuentemente, los cuatro responsables de los evangelios canónicos -Mateo, Marcos, Lucas y Juan- no tenían más información que la de las limitadas referencias orales de que Jesús había muerto y había sido resucitado y ascendido al cielo en las afueras de Jerusalén en el año 30. Los cuatro evangelistas, entre cuarenta y sesenta y cinco años más tarde, no sabían de los años adicionales de la vida de Jesucristo. Lo que ellos asentaron llevaba la historia de Jesús hasta un cierto punto, después del cual sólo quedaba el Evangelio de Santiago para suplementar y complementar la historia, y este evangelio estuvo perdido más de diecinueve siglos hasta el presente.]
Y ahora, advertía Randall, la verdad era descubierta; toda la verdad, la Palabra en su totalidad.
Entonces, Randall recordó algo más. En otro evangelio, el de Juan, había una curiosa promesa, y era ésta: «Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales, si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir. Amén.»
Ahora el mundo tendría todos los libros que debían estar escritos… Ahora, por fin, en un solo libro.
Y aquí estaba ese libro. Aquí, la Palabra.
Era una narración asombrosa que electrizaría al mundo entero. Por vez primera desde que había leído y releído, Steven Randall se enderezó en el sofá y vio que en sus manos estaba transmitir este milagro de descubrimiento al mundo expectante.
Ciertamente era el hallazgo más grande en la historia de la arqueología bíblica. ¿Acaso había habido, de hecho, descubrimiento en campo alguno de la arqueología que igualara a éste? El descubrimiento que Schliemann hiciera de la Troya de Homero, ¿sería equiparable a éste? ¿O el hallazgo de Carter de la Tumba de Tutankhamen? ¿O el encuentro de la piedra Rosetta? ¿O las excavaciones en busca del Hombre de Neanderthal, el eslabón perdido? No, nada de lo que se había encontrado antes era comparable al hallazgo del doctor Augusto Monti en las cercanías de Ostia Antica, en Italia.
Randall sabía que estaba pensando como agente de Prensa una vez más, y que si abriera las compuertas, cien ideas para promover este descubrimiento, esta nueva Biblia, irrumpirían en su cabeza. Empero, por algo las mantenía cerradas. Era egoísta. Aún estaba absorto por el poder del descubrimiento para conmoverlo y sacudirlo.
Cómo envidiaba a aquellos otros de allá afuera, los creyentes, los creyentes titubeantes, los reincidentes, los que necesitaban la Palabra y estarían emocionalmente mucho más receptivos a ella de lo que él mismo había estado. Instantáneamente pensó en sus seres queridos (su padre, que se encontraba postrado; su madre, que se hallaba perdida; Tom Carey su desilusionado amigo; incluso su hermana Clare), y trató de imaginar cómo les podría afectar a cada uno esta revelación del Cristo vuelto a nacer.
Inmediatamente pensó en Judy; y luego en su esposa Bárbara, que estaba en San Francisco, y en la libertad que ella le había implorado, y en el amor que necesitaba, y en su esperanza de una nueva vida mejor para Judy y para sí misma.
Se levantó del sofá, caminó lentamente hacia la recámara y se sentó a la orilla de la cama, contemplando el teléfono. Aquí ya estaba bien entrada la noche; allá, por consiguiente, la tarde era temprana todavía, a diez mil kilómetros lejos.
Reconsideró sus pensamientos. Finalmente, descolgó el aparato y solicitó una llamada de larga distancia a San Francisco.
Quince minutos después se había logrado la conexión. Hubo varias operadoras (Amsterdam, Nueva York, San Francisco; Randall no estaba seguro), pero habían dado con su esposa al otro extremo, por fin.
– Hola, ¿Bárbara?
– ¿Quién habla?
– Steven. ¿Cómo estás, Bárbara?
– ¿Steven? No te oigo bien. ¿Dónde estás?
– Te estoy llamando desde Amsterdam.
– ¿Amsterdam? Dios mío, ¿qué estás haciendo…? Ah, ya recuerdo; se lo mencionaste a Judy… una cuenta nueva.
– Sí. A propósito, ¿cómo está Judy?
– No está aquí ahora, sino te la pasaría para que hablaras con ella. Oh, está bien, le está yendo muy bien.
– ¿Sigue viendo al psiquiatra?
– Sigue viendo a Arthur, sí. Y en su escuela volvieron a admitirla. Creo que va a escribirte acerca de eso.
– ¡Qué bien!
– Le escribió a tu padre una carta de lo más dulce. Yo tuve una larga plática con Clare el otro día. Me parece que está mejorando poco a poco.
– Aún no me has dicho nada de ti, Bárbara. ¿Qué tal te está yendo?
– Bueno… bueno, Steven, ¿qué se supone que debo decir?
– Supongo que soy yo quien debe decir algo. En primer lugar, que lamento muchísimo la forma en que me comporté la última vez que estuvimos juntos, allá en tu habitación del hotel en Oak City.
– Olvídalo. Tú tienes tus…
– Me importa mucho… Mira, Bárbara, te diré por qué te estoy llamando. He estado pensando acerca de todo el asunto. Quiero decir, de que deseas el divorcio para poder casarte con Arthur Burke, y de que te dije que iba a pleitear; Bueno, quería que supieras que he cambiado de parecer y de sentir. Tú mereces ser libre para casarte de nuevo. Es lo que deseo para ti. Es lo justo y lo correcto. Así que esto era… Sea como fuere, estás libre; puedes iniciar los trámites de divorcio, que yo no me opondré.
– ¡Steven! No sé… no sé qué decir. No puedo creerlo. Estaba rogando que accedieras, por Judy.
– No lo estoy haciendo por Judy. Lo estoy haciendo por ti, Bárbara. Tú mereces algo de felicidad.
– Yo… yo… maldita sea, estoy pasmada. Steven, no sabes cómo me siento. Esto es lo mejor que has hecho en años. Casi podría decir que… bueno, lo diré… te amo por ello.
– Olvídalo. No hay suficiente amor en todas partes como para andar derramándolo así. Tú simplemente amas al hombre ése con el que te vas a casar. Y ama a nuestra hija. Y recuerda que la amo yo también.
– Steven, querido, recuerda esto. Judy es tu niña tanto como lo es mía. Podrás verla siempre que quieras. Eso te lo prometo.
– Gracias. Sólo espero que ella quiera verme a mí.
– Claro que sí. Ella te quiere.
– Está bien. De todas formas, le telefonearé a Grawford a Nueva York durante los próximos días (mañana mismo, si puedo) y le diré que hemos llegado a un acuerdo acerca del divorcio. Le pediré que se ponga en contacto contigo y que arreglaré la cuestión de los bienes y cualquier otra cosa con tu abogado.
– No habrá problemas, Steven… Steven, no me has dicho…, ¿cómo estás tú?
– No estoy seguro aún. Mejor, definitivamente mejor. Estoy poniendo en orden muchas cosas. Puede ser que yo esté un poco loco, dejándote ir.
– Ojalá nos hubiera funcionado, Steven.
– Me habría gustado también a mí. Pero no salió bien. Me complace que ahora estés en el buen camino. De todos modos, te deseo lo mejor; os deseo lo mejor a las dos. Tal vez pase a visitaros uno de estos años, cuando vaya yo por ese rumbo.
– Siempre serás bienvenido, Steven.
– Bien, no te olvides de darle a Judy todo mi amor… Y por lo que pueda quedar, mi amor también para ti.
– Y tú recibe nuestro amor, Steven. Adiós.
– Adiós… Bárbara.
Suavemente, Randall volvió a poner el auricular en el aparato. Se sentía… ¿cómo?… decente. No se había sentido así en mucho tiempo. Se sentía triste también, lo cual le era más común.
Se preguntaba qué era lo que le había inspirado a cortar el vínculo. ¿Se había suavizado por la maldita cosa de Cristo? ¿O algún retardado y molesto escrúpulo de conciencia lo había impulsado a rendirse? ¿Durante todo el tiempo había planeado, subconscientemente, ceder? No importaba; ya estaba hecho.
Entonces, Randall se dio cuenta de que no estaba solo.
Levantó la vista y, en la entrada, entre la sala y la alcoba, estaba Darlene.
Se veía atractiva con la blanca blusa transparente que revelaba el sostén calado y la ajustada y corta falda, color azul pálido, que acentuaba lo moldeado de sus largas piernas. Estaba sonriendo ampliamente y, de hecho, parecía regocijada.
Le dio una alegre sacudida a su cabellera rubia que le llegaba hasta los hombros y entró a la recámara, dirigiéndose hacia él.
– ¿Cómo está mi cielo? -inquirió melosamente.
La presencia de Darlene le sorprendió.
– Pensé que andabas en esa excursión por los canales.
– Ya se acabó, chistoso -Darlene se inclinó y lo besó en la nariz, sentándose en la cama y arrimándose a él-. Ya casi es medianoche.
– ¿Ya? -Algo cruzó por su mente y observó la jovial cara de la muchacha-. ¿A qué hora regresaste?
– Hace cinco minutos.
– ¿Dónde estabas? ¿En tu habitación?
– Estaba aquí, en la sala. Entré, pero tú estabas demasiado pegado al teléfono para oírme. -Una amplia sonrisa permanecía en el rostro de Darlene-. No pude evitar oírte.
– No importa. ¿Qué tal te fue en tu…?
– Pero, Steven, sí importa; importa mucho. No puedo decirte cuán feliz me siento.
– ¿Acerca de qué? -inquirió él con suspicacia.
Ella pareció azorada.
– Es obvio, ¿no? Estoy feliz de que por fin tuvieras los riñones para romper con esa vieja. Creí que nunca te la sacudirías. Ahora lo has hecho, gracias a Dios. Ya eres libre, absolutamente libre. Te tomó bastante tiempo -lo besó en la mejilla-. Pero al fin podemos estar juntos.
Él la miró y dijo cuidadosamente:
– Estamos juntos, Darlene.
– Bobo, tú sabes a qué me refiero.
Randall cambió de postura en la cama, para afrontar a Darlene.
– No, no estoy seguro. ¿Qué es exactamente lo que estás diciendo, Darlene?
– Que podemos casarnos, y que ya va siendo hora. Mientras tuviste esa esposa atada al cuello, nunca te molesté ni lo traje a colación, ¿verdad? Seguí contigo porque me importabas tú. Sabía que si pudieras te casarías conmigo. Eso es lo que toda muchacha desea. Ahora, cielo, ya puedes, y nunca me he sentido más emocionada. -De un salto se puso de pie y comenzó a desabotonarse la blusa-. ¡Uau! Vámonos a la cama… no desperdiciemos más tiempo. Celebrémoslo.
Randall se puso rápidamente de pie y la aferró por las muñecas para evitar que continuara desabotonándose la blusa.
– No, Darlene.
La sonrisa de ella desapareció, mientras le clavaba la vista en las manos.
– ¿Qué estás tratando de hacer?
Él le soltó las muñecas.
– No vamos a celebrar nuestro matrimonio. Yo no me voy a casar con nadie; al menos no por ahora.
– ¿Que no… qué? Debes estar bromeando.
– Darlene, el matrimonio nunca fue parte de nuestro arreglo. Recuérdalo. ¿Te prometí matrimonio alguna vez? Desde el principio te lo aclaré; que si querías simplemente mudarte conmigo y que viviéramos juntos estaba bien, estupendo. Viviríamos juntos. Nos divertiríamos un poco. Yo nunca hablé de nada más.
El suave ceño de Darlene se había fruncido.
– Pero eso fue antes, hace siglos, porque estabas atado. Quiero decir, como… bueno, así era, y yo lo entendí. Tú siempre dijiste que me amabas. Y yo me imaginaba que así era y que si alguna vez obtenías el divorcio querrías unirte a mí. Para siempre, digo. -Ella trató de recuperar su buen humor-. Steven, escucha, podría ser maravilloso para nosotros. Ha sido estupendo hasta ahora. Podría ser diez veces mejor. Escuché esa parte cuando estabas hablando al teléfono acerca de tu hija. Eso está muy bien, que te ocupes de ella, pero está creciendo y está fuera de tu vida; no tienes que preocuparte por eso. Porque me tendrás a mí. Tengo veinticuatro años, y estoy dispuesta y deseosa de darte cuántos hijos quieras. Por la ventana arrojaré las píldoras. Tú y yo; nosotros podemos producir tantos hijos e hijas como tú desees, y darnos un gran placer haciéndolos. Steven, tú puedes comenzar de nuevo.
Randall se apoyaba incómodamente en un pie y en otro, y miraba fijamente la alfombra.
– Darlene, puedes creerlo o no, si no quieres -le dijo él en voz baja-, pero no quiero comenzar todo de nuevo. Sólo deseo resolver este asunto en el que estoy metido y descubrir qué puedo hacer después. Tengo algunos planes, pero el matrimonio no es uno de ellos.
– Querrás decir el matrimonio conmigo -la voz de Darlene se estaba haciendo chillona. Él la miró y vio cómo sus rasgos se tornaban tensos-. Quieres decir que no soy lo suficientemente buena para ti -prosiguió ella-. Tú no crees que yo sea lo bastante buena.
– Nunca dije eso, ni lo diría, porque no es verdad. Lo expresaré de otro modo. Tener un trato sin complicaciones, tal como el que tenemos, es una cosa; el matrimonio es otra muy distinta. Lo sé. He pasado por ello. No somos el uno para el otro; no para el largo viaje. Ciertamente, no soy para ti. Yo soy demasiado viejo para ti y tú eres demasiado joven para mí. No tenemos los mismos intereses. Y una docena más de cosas. No funcionaría.
– Mierda -dijo ella disparatadamente. Estaba enojada y lo estaba demostrando, algo que nunca había osado hacer frente a él-. No me engañes, Steven, como engañas a todo el mundo. Puedo ver a través de ti. Es lo que yo dije. No piensas que yo sea lo suficientemente buena para la gran cosa que tú eres. Pues te voy a decir algo. Muchos hombres se arrastrarían por casarse conmigo. Muchos me lo han pedido. Cuando Roy fue hasta el barco para despedirme… Roy Ingram, ¿lo recuerdas?…, viajó desde Kansas City para rogarme que me casara con él. Tú lo sabes, y sabes que lo rechacé. Te estaba siendo fiel a ti. Así que si era lo bastante buena para Roy, ¿por qué diablos no lo soy para ti?
– Maldita sea, ser lo bastante bueno no tiene nada que ver con esto. ¿Cuántas veces he de decírtelo? Ser el uno para el otro es lo que importa. Yo no soy la persona adecuada para ti, y quizá Roy sí lo es. Tú no eres adecuada para mí, pero tal vez lo seas para Roy.
– Tal vez vaya a averiguarlo -dijo ella en voz alta, comenzando a abotonarse la blusa-. Tal vez vaya a averiguar si Roy es adecuado para mí.
– Haz lo que quieras, Darlene. No voy a interponerme en tu camino.
Ella afrontó su mirada calmadamente.
– Steven, te estoy dando una última oportunidad. Ya estoy harta de andar puteando contigo. Soy una buena muchacha y quiero ser tratada con respeto. Si estás preparado para hacer eso, para hacer lo que deberías, me quedaré. De otra manera, te dejaré en este instante, en este mismo instante, y tomaré el primer avión que salga de aquí, y no regresaré jamás. Nunca volverás a verme. Depende de ti.
Randall se sintió tentado. Estuvo a punto de atraerla hacia sí, de ir y tomarla bruscamente entre sus brazos, apretándola hasta hacerle daño. La deseaba. Y no quería quedarse solo. Sin embargo, se contuvo. El precio que Darlene se había fijado era demasiado alto. Otro matrimonio miserable. Sencillamente no podía encararlo. En especial ahora que estaba buscando a tientas un camino, un sendero que lo conduciría a un lugar mejor. Darlene no era el camino. Darlene era un callejón sin salida. Peor aún, viéndola como era, viéndola como un ser humano joven con toda una vida por delante, él sabía que destruiría esa vida, la destruiría por falta de amor y comunicación. Era imposible. Unidos, serían víctimas; él de suicidio y ella de asesinato.
– Lo siento, Darlene -dijo él-. No puedo hacer lo que tú quieres.
Destellos de cólera distorsionaron el joven rostro de la muchacha.
– Está bien, inútil bastardo infame; ya no me volverás a tocar jamás. Me voy a mi habitación a empacar. Puedes hacerme la reserva del vuelo, y puedes pagar el pasaje. Diles que recogeré el boleto en la administración por la mañana.
Él empezó a seguirla hacia el pasillo de entrada.
– Si estás segura de que eso es lo que quieres… -dijo él débilmente.
– Estoy segura -dijo ella girando sobre sí- de que quiero un boleto de ida para Kansas City, ¿me oíste? ¡Y no vuelvas a acercárteme jamás!
Salió dando un portazo.
Pasado un rato, Randall fue a prepararse un trago fuerte y a ver si podía atender más trabajo esa noche.
Una hora y tres tragos después, Randall estaba todavía demasiado absorto en sus labores para sentir autocompasión.
Había revisado los expedientes de papel manila que contenían las entrevistas y el material con antecedentes acerca del doctor Bernard Jeffries, experto en traducción, en juicio crítico de textos y en papirología; acerca del profesor Henri Aubert, experto en radiocarbono; acerca de Herr Karl Hennig, experto en formato e impresión de libros. Había dejado la última carpeta hasta que pudiera releer las traducciones del pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago una vez más. Había releído los textos que estaban en las páginas de prueba, y con los descubrimientos se había estremecido esta vez tanto como antes. Ahora estaba ansioso y listo para indagar lo que pudiera acerca del descubridor.
Tomó el último expediente suministrado por su personal de publicidad. Éste contenía los derechos acerca del arqueólogo, profesor Augusto Monti.
Randall abrió la carpeta del papel manila. Adentro, para su sorpresa, no había más que cinco cuartillas mecanografiadas, unidas por un clip. Rápidamente, Randall leyó las cinco cuartillas.
Había una insípida biografía del profesor Monti. Sesenta y cuatro años de edad. Viudo. Dos hijas, Ángela y Claretta; una de ellas casada. El historial académico del arqueólogo, los cargos que había desempeñado, sus premios. Actualmente, director del Istituto di Archeologia Cristiana, profesor de Arqueología en la Universidad de Roma. Una lista de varias excavaciones realizadas en Italia y en el Medio Oriente, en las cuales Monti había participado o que había supervisado. Finalmente, dos cuartillas, atestadas de datos y abstrusos términos técnicos arqueológicos, dedicadas a la excavación en Ostia Antica hacía seis años. Punto.
¿Era éste un expediente de publicidad?
Randall no lo podía creer. El profesor Monti había hecho uno de los más trascendentales descubrimientos en la historia del mundo, y todo lo que se reflejaba de esto era alguna información que resultaba tan emocionante como un horario de ferrocarriles.
Frustrado, Randall terminó su escocés y se estiró para alcanzar el teléfono.
Era casi la una de la mañana. Le habían dicho que Wheeler siempre trabajaba hasta tarde. Valía la pena el intento de llamar al editor, decidió Randall, aunque lo despertara. Monti era la personalidad clave para hacerle publicidad en la promoción del Nuevo Testamento Internacional. Randall tenía que conocer la razón de esa ausencia de informes, y por cuáles medios podía obtener más información de inmediato.
Telefoneó a la suite de Wheeler y esperó.
Una voz femenina contestó. Randall reconoció la voz. Pertenecía a Naomí Dunn.
– Habla Steven -dijo-. Quería hablar con George Wheeler.
– Salió de la ciudad -respondió Naomí-. He estado recogiendo algunos papeles que había tirados en su habitación. ¿Se trata de algo en lo que yo pueda ayudarte?
– Tal vez puedas. Leí lo de Petronio y lo de Santiago esta noche, por primera vez. Fabuloso. Me sacudió bien y bonitamente.
– Así me lo esperaba.
– Estaba yo tan entusiasmado por el descubrimiento que traté de encontrar al genio responsable; es decir, al profesor Monti. Sucede que tengo su expediente conmigo. Acabo de leerlo. Casi nada. Endeble. No le da color al hombre. No hay detalles acerca del descubrimiento…
– Estoy segura de que el señor Wheeler y el señor Gayda pueden suministrártelos.
– No es suficiente, Naomí. Lo que yo quiero debe provenir directamente del corazón y las entrañas del propio arqueólogo. Cómo dio con el sitio donde había que buscar. Qué estaba buscando. Cómo se sintió cuando encontró lo que encontró. Y no solamente qué hizo, sino qué estaba ocurriendo en su interior antes, durante y después del hallazgo. Ésta es una historia fantástica y no podemos inflarla.
– Tienes razón -dijo Naomí-. ¿Qué sugieres que hagamos al respecto?
– Para comenzar, ¿alguien que pertenezca a este proyecto ha entrevistado personalmente alguna vez al profesor Monti?
– Déjame pensar. Al principio algunos de los editores; y luego los cinco se reunieron con él varias veces, en Roma, después de que arrendaron del Gobierno italiano los derechos a los papiros y el fragmento. No han tenido motivos para verse con el profesor Monti recientemente. Sin embargo, recuerdo algo. Cuando el personal de publicidad fue aceptado, antes de que tú fueras contratado para dirigirlo, una de las muchachas del equipo, Jessica Taylor, pensó que debía conocer a Monti para obtener más material. Además, Edlund trató de concertar una cita para ir a Roma y tomar algunas fotos de él. Ninguno de los dos llegó a verlo. En ambas ocasiones, Monti se hallaba en algún remoto lugar, representando al Gobierno italiano en diversas excavaciones. Una de sus hijas le dijo a Jessica, y más tarde a Edlund, que ella le avisaría cuando su padre regresara a Roma. Pero me temo que nunca hemos tenido noticas de ella.
– ¿Cuándo fue eso?
– Quizás haga unos tres meses.
– Bueno, el viejo Monti debe estar de vuelta en Roma para ahora. Quiero verlo. De hecho, debo verlo. No tenemos mucho tiempo. Naomí, ¿puedes llamarle a Roma y concertar una cita para pasado mañana? No, espera. Será domingo. Hazla para el lunes. Y cuando llames, si él no está allí, le dices a su hija que yo iré y lo hallaré donde se encuentre. No aceptaré un no por respuesta.
– Considéralo hecho, Steven.
Randall se sintió cansado y repentinamente decaído de espíritu.
– Gracias, Naomí, y ya que vas a andar en eso, podrías de una vez concertarme citas para después con Aubert en París y con Hennig en Maguncia. Debo ver a toda la gente clave que está involucrada en esta Biblia lo antes posible. Puedo hacerme de tiempo para eso ahora, trabajando por las noches. Además, me gustaría mantenerme tan ocupado como sea posible.
Hubo un breve silencio al otro extremo, y luego escuchó la voz de Naomí de nuevo, menos impersonal.
– ¿Estoy detectando una nota, la más ligera, de… de autocompasión en tu tono de voz?
– Sí. Finalmente me agarró. He estado bebiendo y sintiendo un poco de pena por mí mismo. Supongo… no lo sé… que nunca me he sentido tan solo como me siento esta noche.
– Pensé que Petronio y Santiago te tenían ocupado. Pueden ser buenos amigos.
– Pueden serlo, Naomí. Ya me han ayudado. Pero tendré que darles más tiempo.
– ¿Dónde está Darlene?
– Rompimos. Se vuelve a casa definitivamente.
– Ya veo -hubo una larga pausa antes de que Naomí hablara de nuevo-. ¿Sabes?, detesto que alguien esté solo. Yo sé lo que es eso. Yo puedo sobrellevarlo, pero no puedo sufrirlo en otra persona. Especialmente en alguien a quien le tengo afecto -hubo una segunda pausa, y luego Naomí dijo-: ¿Querrías compañía, Steven? Puedo pasar la noche contigo, si tú quieres.
– Sí, eso ayudaría.
– Sólo esta noche. Nunca más. Sólo porque no quiero que estés solo.
– Baja, Naomí.
– Allá voy. Pero sólo porque no quiero que estés solo.
– Estaré esperándote.
Randall colgó el teléfono y comenzó a desvestirse.
No tenía idea de por qué estaba haciendo esto. Naomí nunca lo sabría, pero hacer el amor con ella era como… como estar solo.
Sin embargo, él necesitaba a alguien, algo, quien fuera, lo que fuera… sólo por ahora, por este fugaz ahora, antes de que se aproximara a la verdadera pasión y a la plena revelación de la Palabra en Roma.