VII

Había sido una noche de insomnio, y ahora era la media mañana del viernes más negro que Steven Randall había conocido en toda su vida.

Había ordenado a Theo que lo condujera no al «Gran Hotel Krasnapolsky», sino al de Bijenkorf, la tienda de departamentos más grande de Amsterdam, un edificio de cinco pisos ubicado sobre el Dam.

Veinte minutos antes había llamado por teléfono a Ángela Monti desde el «Amstel»; no la había encontrado en el «Hotel Victoria», pero a la siguiente llamada la había localizado justo cuando ella entraba en el cubículo contiguo a su propia oficina, preparándose para reemplazar a Lori Cook como su secretaria.

La conversación telefónica había sido a nivel de monólogo breve… de parte de Randall.

– Ángela, tengo que verte fuera de la oficina acerca de algo muy urgente. En cualquier otro lugar. Me dijiste que has estado en Amsterdam varias veces antes. ¿Qué te parece si nos vemos en esa tienda de departamentos que está en el Dam? ¿Hay ahí alguna cafetería donde podamos sentarnos a platicar unos minutos? -El almacén tenía una cafetería en la planta baja y una en el último piso, el cuarto-. Está bien. Nos veremos arriba. Ahora mismo salgo para allá. Te espero.

Randall entró a de Bijenkorf por el lado del Dam.

Todavía era temprano, así que el gigantesco emporio aún no estaba repleto de compradores. Se dirigió a una vendedora del departamento de bolsos y sombreros y le preguntó dónde se encontraban los ascensores; ella le indicó que quedaban enfrente, al centro de la tienda.

Caminó apresuradamente entre los mostradores y los aparadores, con sus montones de joyería de fantasía, sus flores artificiales, sus discos estéreo y sus toallas, sin prestar atención, sin importarle nada, tratando sólo de concentrarse en su confrontación con Ángela Monti.

Posiblemente ella era una mentirosa, y casi seguramente una traidora. En un principio Randall había dudado de los servicios de inteligencia de De Vroome, en el sentido de que el profesor Monti se encontrara en desgracia y que Ángela le hubiera mentido y se hubiera prestado para proteger y promover personalmente a su padre. Y aun después de poseer la prueba de que Ángela estaba colaborando con De Vroome para destruir a Resurrección Dos, a Randall le resultaba difícil de creer. ¿Por qué querría ella ayudar a arruinar un proyecto, cuya destrucción también arruinaría a su amado padre? A menos de que… y ésta era realmente una posibilidad… a menos de que Ángela no amase a su padre. Por lo que Randall sabía, bien podría ser que Ángela lo odiara y que hubiera buscado la oportunidad de sabotear el proyecto originado en sus descubrimientos.

De cualquier forma, fuera cual fuere el motivo, el abominable hecho existía: la trampa que habían tendido la noche anterior había revelado sin duda que Ángela era la delatora dentro de Resurrección Dos. Una vez aclarado esto, no parecía haber mayor razón para dudar de la afirmación de De Vroome en el sentido de que Ángela era una farsante y una mentirosa. Y sin embargo, apenas ayer al mediodía, y la noche anterior, había intimado con ella más profundamente de lo que jamás había intimado con ninguna otra mujer, y la había amado y había confiado en ella como en ninguna otra. Resultaba imposible creer que ella había traicionado no sólo el proyecto, sino el amor que él le tenía. No obstante, también resultaba imposible eludir la fría evidencia de que eso era precisamente lo que ella había hecho.

En unos cuantos minutos lo sabría. Le temía a la verdad, pero debía saberla, aunque tuviera que arrancársela a Ángela.

Sentía ganas de estrangularla por haber saboteado la poca fe que apenas recientemente había adquirido. Pero hacer eso equivaldría a cometer un suicidio. Sería una confrontación sin esperanza, de la cual no habría supervivientes.

Todos los ascensores estaban ocupados, y a pocos metros vio que varios clientes tomaban una escalera eléctrica. No podía esperar. Se dirigió apresuradamente a la escalera, se subió en el escalón y se agarró del pasamanos que ascendía en movimiento.

Se bajó en el cuarto piso y miró a derecha e izquierda, hasta que encontró el letrero que decía: EXPRES BAR/EXPRES BUFFET.

Cruzó el torniquete de entrada, recibiendo de manos de una distraída empleada un boleto amarillo que debía ser perforado para mostrar lo que había ordenado. Delante de él, en una larga barra de alimentos, alcanzó a ver a Ángela llevando una bandeja en las manos e inspeccionando el menú que estaba colgado en la pared, detrás del mostrador: warme gerechten, koude gerechten, limonade, koffie, thee, gebak.

Se acercó a ella por detrás.

– Por favor, pídeme un té solo, nada más. Buscaré un lugar para sentarnos.

Antes de que ella pudiera saludarlo, él ya se había alejado, para no tener que mirarla a la cara. Las mesas con cubierta de formica que había en el centro de la cafetería estaban ocupadas. Del otro lado había una fuente de soda en curva con altos bancos giratorios, donde había lugar de sobra. Se sentó en uno de los bancos dando la espalda a la barra de alimentos y, asomándose por encima de la angosta fuente, pudo mirar hacia abajo y observar la actividad que se desarrollaba en el primer piso del almacén.

La espera le pareció interminable.

– Buenos días, cariño -le dijo Ángela.

– Buenos días -contestó él fríamente.

Le quitó la bandeja con el té, el café y el pan tostado untado con mantequilla, la sostuvo entre ellos, para que no tuviera que besarla, y esperó hasta que Ángela se sentara en el banco contiguo. Luego puso la bandeja sobre la barra y comenzó a endulzar el té y a moverlo, evitando mirarla a los ojos.

– ¿Qué sucede, Steven? Estás muy extraño esta mañana.

Él la miró a los ojos; aquellos hermosos ojos verdes, ahora perplejos, que escondían el engaño y la traición.

Randall se sintió mal, se sintió enfermo, y no sabía cómo o por dónde empezar.

– Steven -insistió ella-, ¿por qué me miras así?

– ¿Cómo?

– Tan fríamente.

Sólo atreviéndose a hablar podría dar fin a esa situación.

Así que comenzó, consciente de que su voz era trémula.

– Ángela, anoche me enteré de algo que tiene que ver contigo, y que tenemos que aclarar. -Aspiró profundamente y luego hizo su primera acusación-. Me mentiste acerca de tu padre.

Ángela se sonrojó notoriamente.

– ¿Que te mentí? ¿Quién lo dice? ¿Qué locuras te han contado acerca de mí?

– Tú me hiciste creer que a tu padre lo mantenían alejado de Resurrección Dos debido a que sus superiores le tienen envidia y por intereses políticos. Me dijiste que la razón por la cual no podía entrevistarse conmigo o colaborar con elementos de nuestro proyecto era que constantemente lo estaban enviando a realizar excavaciones arqueológicas en lugares lejanos, como Pella y Egipto. Dijiste, además, que a tu padre lo obligaron a llevar a cabo esos viajes para que pudiera retener su cátedra en la Universidad de Roma. Pero anoche yo escuché algo distinto.

La voz de Ángela era tan trémula como la de él.

– ¿Qué fue lo que escuchaste? ¿Quieres decírmelo, por favor?

– Que a tu padre nunca lo enviaron a ninguna de esas excavaciones arqueológicas de las que tú me hablaste. Que tu padre fue destituido de su cargo en la Universidad de Roma. Que se le obligó a retirarse y que ahora vive recluido y semi escondido en alguna parte de los suburbios de Roma. Que ahí se encuentra ahora y que ahí ha estado casi todo el tiempo desde que hizo su descubrimiento.

Titubeó acerca de lo demás, pero ella insistió en que no se guardara nada.

– Steven, ¿qué más te dijeron?

– Que el Ministerio obligó a tu padre a retirarse debido a que al adquirir el terreno para la excavación en Ostia Antica timó a los propietarios para que, al adueñarse de la propiedad en vez de arrendarla, pudiera conservar el cincuenta por ciento. Que esto se supo después de que la excavación había concluido y que el Ministerio lo mantuvo en secreto para evitar empañar el descubrimiento y para ocultar la estafa a la Prensa sensacionalista. Que el Ministerio reembolsó a los dueños el importe de las propiedades (de hecho, los compró a ellos) no sólo para enmendar lo que tu padre les había hecho, sino para tener asegurado su silencio. Que tu padre fue deshonrado y obligado a salir de la Universidad de Roma, que entonces se retiró y, para conservar su pensión, supongo yo, aceptó no asociarse con Resurrección Dos y mantenerse escondido. Que para proteger su reputación, tú, siendo su hija… engañaste a todo el mundo con respecto a sus actividades. Esta parte de tus mentiras me parece comprensible, pero la otra es la que no entiendo y que me parece imperdonable, Ángela.

– ¿Cuál es esa otra parte?

– Que tú evitaste, hasta donde te fue posible, colaborar en el proyecto hasta que aparecí yo. Yo era el gran publicista que el consorcio había contratado, el que se encargaría de promover y dar fama al proyecto. En mí viste a quien podría hacer al distinguido profesor Monti tan renombrado, tan célebre, tan aclamado en todo el mundo, que el Gobierno italiano ya no podría retenerlo escondido, casi en el exilio, y ni siquiera se atrevería a mencionar nuevamente el escándalo. La publicidad y la fama absolverían a tu padre; lo liberarían, lo reintegrarían a su posición anterior. Y para alcanzar este objetivo, tú te propusiste, deliberadamente, servirte de mí, engañarme, manipularme.

Ella lo miró fijamente. Un hondo silencio los separaba.

– ¿Crees tú que me serví de ti, Steven? -le dijo.

– No lo sé. Tengo que averiguarlo.

– ¿Crees tú que hice el amor contigo, en tu cama y en mi habitación, y que te permití penetrar mi cuerpo porque quería seducirte para que fueras un muñeco que ayudara a mi familia?

– Mira, Ángela…

– ¿Quién te dijo que te mentí, que me serví de ti? ¿Quién te dijo que mi padre está en desgracia porque cometió una estafa, un crimen? ¿Quién te dijo semejantes cosas?

– Vi al dominee Maertin de Vroome anoche.

Randall la observaba cuidadosamente, tratando de detectar en su reacción cuán cercana era su relación con De Vroome, pero la reacción de Ángela fue de sorpresa. Él no pudo distinguir si ella estaba asombrada de que De Vroome lo hubiese visto o de que hubiera llegado ya hasta su colaborador clandestino.

– ¿De Vroome? -murmuró Ángela.

– Sí, anoche. El reverendo me mandó buscar y lo vi. El resultado de nuestra entrevista te lo diré dentro de un momento. El punto es que De Vroome quiere destruirnos, y para lograr ese fin ha reunido documentos acerca de ciertas personas clave de Resurrección Dos. Tiene un expediente muy completo acerca de tu padre y de ti, y me reveló parte del contenido de esos papeles. Y ahora ya conoces sus verdades, Ángela. Yo pude no haberlas aceptado como verdades, pero me enteré de algo aún más serio.

– ¿Algo más serio? ¿Qué?

– Dentro de un momento. Primero, tienes que contestar a la pregunta que te hice. Ángela, lo que me contó De Vroome, ¿es falso o verdadero?

– Falso, completamente falso -dijo Ángela con voz temblorosa-. Si alguna vez te mentí, fueron mentiras pequeñas, sin importancia, mentiras blancas que tuve que decir, hasta que te conociera mejor. Pero lo que te ha dicho De Vroome acerca de mi padre… que mi padre cometió un crimen… eso es completamente falso. Eso es una calumnia inventada por los calumniadores de mi padre, el doctor Tura y sus colaboradores; por el propio De Vroome.

– Si lo que me dijo De Vroome es falso, ¿cuál, entonces, es la verdad, Ángela?

– Tú conoces las leyes arqueológicas italianas sobre excavaciones. El Gobierno era dueño de la mayoría de las tierras en Ostia Antica, pero no era propietario ni tenía control sobre una parcela que está a lo largo de la antigua costa, el terreno donde mi padre deseaba excavar. Esa zona, que comprendía varias hectáreas, estaba en manos de particulares, dos hermanos y una hermana, y mi padre les dio a elegir entre que le arrendaran la propiedad o se la vendieran.

– ¿Les dijo tu padre a los propietarios qué era lo que estaba buscando? -preguntó Randall.

– Por supuesto. Ellos creyeron que papá estaba loco y no quisieron involucrarse en la aventura. Estaban ansiosos por deshacerse de esa propiedad inservible, y encantados se la vendieron a papá de inmediato. Incluso le aumentaron el precio, y fue difícil para papá conseguir suficientes liras para poder comprarla.

– Bueno, ¿entonces de dónde sacó De Vroome la idea de que lo que tu padre hizo era ilegal?

– Del doctor Fernando Tura, naturalmente. Cuando mi padre hizo su gran descubrimiento, el doctor Tura se puso loco de envidia. Él fue quien dijo a los anteriores propietarios que esa venta les había costado una fortuna y quien los incitó a ir el Ministerio a quejarse de que mi padre los había timado, que los había engañado diciendo que quería comprar la parcela con propósitos diferentes al de la excavación arqueológica. Los miembros del Ministerio se vieron obligados a hacer una investigación exhaustiva, y llevaron a cabo una audiencia privada. Descubrieron que todo lo que había hecho mi padre había sido correcto y legal, y que las acusaciones carecían de fundamento. Mi padre fue declarado inocente de todos los cargos. Existe evidencia de esto, si el Gobierno la saca de sus archivos y te la muestra.

– ¿Y tu padre, Ángela?

– Él se alegró de ser vindicado. Pero como es un hombre muy sensible, no pudo soportar la presión de la investigación, y especialmente el hecho de que aquellos que habían sido sus amigos hubieran siquiera considerado los cargos que se le imputaban, que lo hubieran investigado y procesado, y que hubieran desconfiado de él durante tanto tiempo. Aún antes de que lo absolvieran, él renunció a su cátedra en la Universidad de Roma y se retiró. No quería meterse en políticas profesionales. Había logrado la meta de su vida y con eso le bastaba.

– ¿Está retirado ahora?

– Sí. Vive una vida de eremita, dedicándose únicamente a escribir y a estudiar. Está muy decepcionado de la forma como fue tratado y no desea tener nada que ver con los de su círculo académico; ni siquiera con aquellos que están desarrollando y promoviendo su descubrimiento. Él piensa que el anuncio de su hallazgo hablará por sí solo y por él. Pero el doctor Tura, para justificar su propia conducta y para proteger su puesto, no ha dejado de calumniarlo y de hacer insinuaciones acerca del escándalo. Me parece indudable que De Vroome se haya enterado de los chismes del doctor Tura y haya aceptado las calumnias como hechos reales para su expediente. ¿Por qué no? Como tú lo has dicho, Steven, De Vroome está decidido a destruir el proyecto y a todos los que tengan que ver con él. ¿Por qué me tomé la molestia de verte en Milán, después de que en varias ocasiones me había rehusado a entrevistarme con elementos de tu personal? Simplemente para asegurarme de que tú tuvieras la versión exacta del papel de mi padre. Si es que, como lo piensa mi padre, el anuncio del descubrimiento hablará de él ante el mundo, entonces yo, como su hija, tenía que cerciorarme de que el anuncio fuera completo y correcto.

– ¿Por qué viniste a Amsterdam a trabajar como asesora?

El fantasma de una sonrisa surgió en la cara de Ángela.

– No para servirme de ti; no había necesidad de ello. Tú me invitaste y yo acepté; y no para cerciorarme de que mi padre recibiera más publicidad, porque de todas formas la recibirá… su posición está asegurada… Acepté porque… porque sentí un afecto inmediato hacia ti…, y porque quería estar a tu lado.

Randall se conmovió, pero no podía permitirse el lujo de ablandarse. El cargo más grave estaba aún por hacerse. En el instante en que disparara esa bala, sus relaciones morirían para siempre. Ella era Mateo, la traidora, y debía informarle de lo que había descubierto, antes de dirigirse al inspector Heldering, al doctor Deichhardt, a George Wheeler y a todos los demás.

¿Qué era lo que le acababa de decir? Ah, sí; que había venido a Amsterdam para estar a su lado.

– Ángela -dijo él-, ¿puedes pensar en alguna otra razón por la cual te hayas unido al proyecto?

– ¿Alguna otra razón? No, no hay ninguna otra -frunció las cejas, y añadió-: ¿Qué otra razón podría haber?

– Pues, el querer hacer algo por alguna otra persona, además de tu padre y de mí.

– ¿Alguna otra persona? ¿De qué me estás…?

Randall no encontró forma de aliviar un golpe que tenía que ser directo.

– Ángela, ¿por qué estás trabajando en nuestro proyecto como delatora secreta para el reverendo Maertin de Vroome? ¿Por qué le estás pasando nuestros secretos al enemigo?

Nunca había visto él una cara tan estupefacta. Sin miedo ni temor; simplemente estupefacta. Su boca se movió en silencio antes de que pronunciara la primera palabra.

– ¿Qué? ¿Qué dijiste?

Randall repitió exactamente lo que había dicho, y añadió:

– Tengo pruebas irrefutables de que estás de parte de De Vroome.

– Steven, ¿de qué me estás hablando? ¿Te has vuelto loco?

Randall no cedió.

– Ayer por la tarde envié un memorándum confidencial a doce personas de nuestro proyecto. Una de esas copias le llegó a De Vroome. Tu copia. Esto es un hecho, Ángela. No lo puedes negar.

Su asombro parecía genuino.

– ¿Un memorándum? ¿Que le entregué cuál memorándum a De Vroome? Lo que me dices no tiene sentido. Yo no conozco a ese hombre. Jamás en mi vida lo he visto, y no tengo intenciones de verlo. ¿Cómo o por qué habría de hacerlo? Steven, ¿acaso has perdido el juicio? ¿De qué me estás hablando?

– Te diré de qué te estoy hablando. Escúchame atentamente.

Llanamente le contó acerca del primer comunicado secreto que había llegado a manos de De Vroome y del segundo mensaje confidencial que había ideado como trampa, y de que había visto una copia del memorándum con el nombre clave de ella, Mateo, en la oficina de De Vroome la noche anterior.

– El comunicado que contenía el nombre de Mateo te fue entregado en persona, Ángela. Tengo el recibo que tú firmaste con tus iniciales. ¿Ahora lo recuerdas?

– Sí -contestó ella-, ya lo recuerdo. Lo recibí… déjame pensar… sí, me quedé dormida bastante tiempo en el hotel, después de que tú te fuiste. Cuando desperté y me di cuenta de que era muy tarde, me sentí angustiada y salí apresuradamente hacia el «Krasnapolsky» para tratar de sacar algo de trabajo. Fui a la oficina que la señorita Dunn me había asignado originalmente, y empecé a arreglar mis expedientes (que no eran muchos) para cambiar mis cosas a la oficina de tu secretaria. El guardia de seguridad estuvo ahí, sí, y me entregó el mensaje. Le eché un vistazo para ver si era importante y pensé que no lo era, así que lo puse dentro de una de mis carpetas de papel manila y me las llevé todas a la oficina de Lori. Había una gaveta vacía en el segundo archivo, y allí archivé la carpeta que contenía el memorándum, junto con las demás. Ahí la puse. Lo recuerdo claramente. Todavía debe estar ahí.

Randall reflexionó acerca de lo que ella había dicho. O estaba siendo completamente sincera, o era la mentirosa más desvergonzada que jamás hubiera conocido. Lo más probable era que no fuera sincera.

– Ángela -le dijo-, sólo había un memorándum que contenía el nombre de Mateo. Tú me estás diciendo que está en tu archivo y yo te digo que lo vi en la oficina de De Vroome. Esa hoja de papel no podría estar en tu oficina y en la de De Vroome al mismo tiempo.

– Lo siento -«dijo ella-, no puedo darte más explicaciones. Te mostraré mi copia ahora mismo.

– Está bien. Enséñamela.

Al bajarse de los bancos de la cafetería, Ángela lo miró de frente.

– No me crees, ¿verdad?

– Yo sólo sé lo que sé-, que De Vroome me mostró tu copia del memorándum.

– Steven, ¿que no ves que no tendría sentido que yo estuviera ayudando a ese monstruo de De Vroome? Él quiere destrozar a Resurrección Dos y desprestigiar el Nuevo Testamento Internacional. Yo deseo ayudar en el proyecto y fomentar la aceptación de la nueva Biblia. Si no por ti, al menos para que el nombre de mi padre y su descubrimiento reciban los honores que merecen. ¿Por qué habría yo de colaborar con un hombre que, en efecto, destruiría a mi padre junto con todos los demás?

– Yo no sé por qué. Tal vez haya muchas cosas que ignoro acerca del profesor Monti y de Ángela Monti. Hasta donde yo sé, bien podría ser que odiaras a tu padre.

– Oh, Steven -dijo ella con desesperación, tomando su bolso mientras él recogía la cuenta para pagarla-. Te lo enseñaré. Todavía tengo el memorándum.

En silencio bajaron por el ascensor a la planta baja de Bijenkorf, salieron a la calle, y diez minutos más tarde ya se hallaban en la oficina de Lori Cook, que ahora ocupaba Ángela.

Inflexible, Randall se quedó parado junto al archivo, mientras ella abría el segundo gabinete metálico y cogía la tercera gaveta, agachándose sobre los expedientes.

– Está en la «R» -dijo- La etiqueta de la carpeta dice Relaciones Públicas/Memorándums. -Recorrió los separadores, metió la mano detrás del que tenía la letra «R» y, asombrada, se giró hacia Randall-. No está aquí. Pero yo estoy segura de que… -Frenéticamente, comenzó a examinar todas las carpetas que había detrás de cada separador-. Debo haberlo archivado mal. Espera, lo encontraré en un momento.

Los minutos pasaron y ella no lo encontraba.

Se puso en pie, nerviosa, llena de pánico, sintiéndose perdida.

Randall aún sospechaba de su sinceridad.

– Estás segura de que lo archivaste?

– Creo que sí -dijo ella sin seguridad-. Después de que me cambié aquí, estas carpetas estaban apiladas sobre el escritorio. Comencé a archivarlas…

– ¿ Entró alguien en la oficina antes de que terminaras de archivar y de que cerraras con llave el archivo?

– ¿Alguien…? Pues, sí. No te lo mencioné anoche mientras cenábamos porque pensé que las visitas no eran importantes -Ángela se dirigió al escritorio-. Varias personas vinieron a verte. Yo… déjame ver… tratando de ser eficiente, escribí los nombres de todas las personas que vinieron o llamaron por teléfono… -Abrió el cajón central del escritorio, sacó una libreta de taquigrafía y buscó la primera hoja-. Jessica Taylor estuvo aquí un momento. Me dijo que había estado trabajando contigo y preguntó si la necesitarías para algo más. Le contesté que tú habías salido y que no sabía dónde estabas.

– Estaba abajo con Heldering, cerciorándome de que todos los memorándums hubieran sido entregados -Randall señaló la libreta-. ¿Quiénes fueron los otros?

Ángela pasó la hoja.

– Elwin Alexander y… -Se detuvo abruptamente-. ¡Ya lo recuerdo! Qué tonta soy; se me olvidaba. Aquí tengo su nombre. Lo anoté. Mira, Steven, puedes verlo…

El dedo de Ángela recorrió las líneas de la libreta hasta señalar el nombre del doctor Florian Knight escrito con lápiz.

– ¿Knight? -exclamó Randall.

– Fue el doctor Knight -dijo Ángela con alivio-. Gracias a Dios que se ha aclarado esto. Ahora me creerás. Sí, el doctor Knight vino cuando yo estaba archivando. Quería verte. Dijo que había asistido a una conferencia de publicidad que tú habías convocado, y que después le habías ofrecido algún material para que se documentara acerca del tipo de información que tú le pedirías. ¿Es verdad que se lo ofreciste?

– Sí.

– Cuando tú no estabas aquí, Knight vio mis carpetas sobre el escritorio y dijo que tal vez ahí podría encontrar lo que tú le habías ofrecido. Me mostró su tarjeta de seguridad, que era igual que la mía y las de los demás asesores, así que no había razón para no acceder a su petición. Revisó todas las carpetas y dijo que la mayor parte de lo que necesitaba estaba probablemente en tu oficina, pero que por el momento quería que le prestara las copias de tus memorándums recientes, ya que él se había unido tarde al proyecto y quería enterarse de tus planes. Me dijo que me devolvería el material de archivo por la mañana, cuando viniera a buscarme de nuevo.

– ¿Lo devolvió esta mañana?

Preocupada, Ángela buscó sobre el escritorio.

– Aparentemente no. Aún debe tenerlo.

– No, no lo tiene -dijo Randall inflexiblemente-. Maertin de Vroome es quien lo tiene. -Con el puño golpeó la palma de su mano-. El doctor Knight. Maldita sea. Debí haberlo sabido.

– ¿Sabido qué?

– Olvídalo.

– ¿Hice mal en prestarle el material?

– Eso no importa ahora. Tú no podías saber que estaba mal.

– Steven, pero ahora ya sabes que yo no tuve nada que ver con De Vroome. Ahora me creerás. Ven, yo te acompañaré a la oficina del doctor Knight. Él confirmará lo que yo te he dicho, y tal vez tenga alguna explicación.

– No necesito que me dé explicaciones -dijo Randall amargamente.

En su interior, Randall maldecía su propio sentimentalismo. Cuando se enteró del odio que Knight sentía por el doctor Jeffries y por Resurrección Dos, de boca de Valerie Hughes, la prometida de Knight, en aquella taberna londinense, se había dado cuenta de que no debería alentar al caballero de Oxford para que se le uniera al proyecto. Desde un principio, Knight había sido el eslabón débil, el que más probablemente cometería una traición con tal de recuperar el dinero que él sentía que la nueva Biblia le había negado. Randall recordó que aun el día de ayer se había preocupado por Knight, y que deliberadamente no le había enviado una copia del comunicado, con la vana esperanza de que el verdadero saboteador fuera alguien más. Pero, después de todo, el traidor era el doctor Florian Knight.

– ¡Maldita sea!

Ángela estaba esperando.

– ¿Vamos a verlo?

– No es necesario que tú vayas -Je dijo él, tratando de sonreír-. Ángela, perdóname por haber desconfiado de ti. Sólo puedo decirte… que te quiero.

Ella lo abrazó, con los ojos cerrados, y presionó sus labios contra los de él. Cuando terminaron de besarse, ella le murmuró al oído:

– Yo te amo más, mucho más de lo que tú me podrías querer a mí.

Él sonrió.

– Ya veremos -le dijo, separándose de ella-. Ahora, me voy a buscar al doctor Knight. Quiero verlo a solas.

Rápidamente, Randall caminó por el pasillo hacia la oficina del doctor Knight.

El doctor Knight no estaba.

La secretaria lo disculpó.

– Me telefoneó para decir que no vendría hoy.

– ¿Dónde está?

– Está trabajando en su hotel. El «Hospice San Luchesio».

– ¿El San qué?

– Se lo anotaré en un papel. «San Luchesio». Se encuentra en Waldeck Pyrmontlaan número 9. La mayoría de los clérigos y teólogos que trabajan en nuestro proyecto están hospedados ahí. Es un hotel extraño.

Randall no tuvo tiempo de preguntarle qué tenía de extraño. Tomó la dirección y se dirigió a la puerta.

– ¿Debo llamar al doctor Knight para avisarle que va usted a verlo? -le preguntó la secretaria.

– No. Prefiero darle una sorpresa.


Era en verdad un hotel extraño.

A primera vista, el «San Luchesio» era engañoso. Parecía un ordinario edificio de apartamentos, una construcción moderna de cinco pisos ubicada sobre una ancha calle.

El «San Luchesio» era un lugar del que Randall jamás había oído hablar… un pequeño hotel construido exclusivamente para clérigos protestantes, católicos romanos y monjas que estuvieran de paso por la ciudad.

Theo había conducido a Randall hacia el lugar donde se hospedaba el doctor Florian Knight, y había sido su fuente de información. Durante el año pasado, Theo había transportado a innumerables clérigos (así como a teólogos seculares que tenían que ver con Resurrección Dos y a quienes se había otorgado permiso especial para alojarse allí) del «San Luchesio» al «Krasnapolsky» y viceversa, y bastó una pregunta de Randall para que Theo le diera los pormenores.

El «San Luchesio», que llevaba el nombre del primer seguidor de San Francisco de Asís, había sido construido en 1961. El hotel eclesiástico tenía 34 habitaciones con 50 camas. El precio diario de una habitación con desayuno era de catorce florines (aproximadamente cuatro dólares). Theo le había explicado que a un lado del vestíbulo había una sala de doble uso con muchas ventanas. Durante las horas regulares se empleaba como sala para orar; durante las horas de comida se acondicionaba como comedor. Ese salón estaba amueblado con oscuras sillas movibles, cada una con su propia mesa. Si un huésped deseaba rezar o meditar, podía hacer que la silla movible diera hacia los cuadros sagrados que estaban colgados en la pared. A la hora de las comidas, podía cambiar la dirección de su asiento hacia el centro del salón y comer en su mesa. A un lado del vestíbulo, de acuerdo con Theo, estaba la propia capilla del hotel, que tenía un enorme vitral. Siempre había dos sotanas colgadas junto al vitral, una para sacerdotes católicos y otra para ministros anglicanos, y un armario central contenía todos los atavíos necesarios para decir misa.

Theo detuvo la limusina «Mercedes-Benz» frente al «San Luchesio» y Randall se apeó, cruzó la acera, y entró en el hotel.

El vestíbulo no tenía la apariencia de un vestíbulo de hotel, sino que más bien parecía la sala de una mansión inmaculada y alegre. Las paredes circundantes tenían franjas horizontales de madera con cojines tapizados, adosados a ellas, y Randall se dio cuenta de que servían como respaldos para cuando alguien deseaba sentarse en los bancos que había debajo de las franjas. Había alegres cuadros colgados de la pared, escenas bíblicas pintadas sobre tela, dando un maravilloso efecto de colorido. Adelante se encontraba el único toque parecido al de un hotel: un mostrador de recepción en el que estaba una dama robusta como de unos cincuenta años de edad.

Todo el ambiente transpiraba pureza y bondad.

Era un lugar estupendo, pensó Randall, para enfrentarse a ese teólogo y ponerlo al descubierto como lo que era, un hijo de puta y un maldito traidor.

Randall se encaminó directamente a la recepción.

– Vengo a ver al doctor Florian Knight. Trabajamos juntos.

La corpulenta recepcionista tomó el teléfono.

– ¿Lo espera el doctor Knight?

– Posiblemente.

– Llamaré a su habitación. ¿Quiere darme su nombre?

Después de darle su nombre, Randall caminó nerviosamente hacia la entrada de la sala que servía para orar y para comer. Distraídamente miró las sillas y las mesas de madera color café, y regresó al mostrador de la recepción en el momento en que la recepcionista colgaba el auricular sobre el aparato telefónico.

– El doctor Knight está en su habitación -dijo ella-. Está en el cuarto piso. Lo esperará a la salida del ascensor.

Estaba en el pasillo, esperándolo, cuando Randall salió del ascensor en el cuarto piso. El doctor Florian Knight, a quien Randall había visto apenas ayer en Amsterdam, tenía la misma figura delgada parecida a la de Aubrey Beardsley y, sin embargo, no era el mismo. Por primera vez desde que lo había conocido, el doctor Knight no estaba irascible, nervioso o enojado; estaba desconcertantemente calmado y tranquilo. Estaba, además, profundamente preocupado y absorto en sus pensamientos.

Knight condujo a Randall a su habitación sencilla, que era aún más pequeña que la estrecha recámara de su apartamento londinense. La habitación era limpia y austera… una cama, un lavabo, una mesa plegable y un armario en el que probablemente sólo cabían dos trajes. Había también un solitario sillón colocado debajo de una alta ventana.

– Siéntese usted en el sillón -dijo Knight, con un tono de voz más hospitalario, menos arrogante que de costumbre-. Le ofrecería un trago, pero el alcohol está estrictamente prohibido en este hotel franciscano. Fuera de eso, el lugar me parece bastante cómodo. Los buenos hermanos manejan el lugar como si San Francisco de Asís fuera el gerente general, y puesto que San Francisco era bastante hábil para comunicarse con los pájaros, los sirvientes andan por aquí gorjeándoles a los huéspedes. Todo aquí es absolutamente fascinante.

Conforme se sentaba en la orilla de la cama, Knight añadió:

– Lamento que haya tenido que venir a verme hasta aquí, señor Randall. Pensaba volver al «Kras» mañana y estar nuevamente a su disposición. De todas formas, ya está usted aquí. ¿Se le ofrece algo en particular?

– Sí, algo muy especial -dijo Randall enfáticamente-. Algo que le concierne a usted.

– Bueno, entonces, a sus órdenes, señor.

Randall decidió no desperdiciar palabras. Iría directamente al grano.

– Doctor Knight, ayer, al terminar el día de trabajo, usted le pidió prestada una carpeta a la señorita Monti, mi secretaria. Esta carpeta contenía un memorándum confidencial que yo había redactado. Algunas horas más tarde, ese comunicado estaba en manos del dominee Maertin de Vroome, el enemigo declarado de nuestro proyecto.

Randall hizo una pausa esperando alguna reacción de Knight, ya fuera de sorpresa o repudio. Pero, por el contrario, el caballero de Oxford no mostró emoción alguna.

– Lamento mucho saberlo -dijo el doctor Knight tranquilamente, al tiempo que abría una lata de mentas Altoids y le ofrecía una a Randall, quien la declinó-, pero no puedo decir que me sorprende.

Confuso, Randall miró fijamente al estudioso.

– ¿Que no le sorprende?

– Bueno, aunque no esperaba yo que le llegara a De Vroome, siempre existía la posibilidad. Lo que me sorprende es que usted se haya enterado. ¿Está seguro de que De Vroome tiene ese memorándum?

– Por supuesto que estoy seguro. Vi a De Vroome anoche y tenía el memorándum en sus manos.

– Y, ¿está usted seguro de que era precisamente el que yo había tomado prestado de la señorita Monti?

– Exactamente el mismo -dijo Randall ásperamente, aún desconcertado por la aceptación tan obvia que el erudito hacía de su papel de traidor-. Y le voy a decir cómo le seguí la pista al robo hasta dar con usted.

Rápidamente, Randall le habló de los nombres en clave que había empleado en las copias del memorándum, dándole detalles acerca de su entrevista con De Vroome y de su confrontación con Ángela Monti. Cuando concluyó su recitación, sostuvo la mirada fijamente sobre Knight. El sabio británico continuó chupando menta, aunque ahora la mano que sostenía la lata de Altoids le temblaba.

– ¿Qué tiene usted que decir al respecto? -le preguntó Randall.

– Muy hábil -dijo el doctor Knight con admiración.

– Y muy poco hábil de su parte; más bien, una grandísima estupidez -dijo Randall-. Lo consideré un mal riesgo de seguridad desde que me enteré de que se publicaría su libro, Simplemente Cristo, debido a la aparición del Nuevo Testamento Internacional. Debí haberme dado cuenta de que alguien tan amargado por nuestro proyecto… tan desesperado por dinero… sería capaz de cualquier cosa, con tal de obtener lo que él pensaba que le correspondía por justicia.

La lata que el doctor Knight sostenía en una mano temblaba más notoriamente.

– ¿Así que usted sabe todo eso acerca de mí?

– Lo supe desde un principio, en Londres. Pero estaba tan impresionado por sus antecedentes, por su valor potencial para el proyecto… que, considerando la súplica de Valerie en favor de usted…

– Ah, Valerie.

– …que descarté mis dudas y me persuadí a mí mismo de que usted era y seguiría siendo digno de confianza. Pero me equivoqué. Nos traicionó. Voy a informar de todo lo que sé. Está usted acabado.

– No -dijo el doctor Knight rápidamente, casi frenéticamente.

Su calmada fachada británica se había agrietado y comenzaba a desintegrarse. Era, en vida, el retrato de Dorian Gray; cambiante, avejentado.

– No, no les diga nada -suplicó-. ¡No permita que me despidan!

– ¿Que no se lo permita? -dijo Randall, perplejo-. Usted ha admitido que le entregó el memorándum confidencial a De Vroome…

– Yo no le di nada directamente a De Vroome, créame, nada. Si fui débil y en algo los traicioné, lo hice sólo en pequeños detalles, inofensivamente. Pero eso ha cambiado. Ahora pueden confiar en mí por completo. Estoy dedicado a Resurrección Dos. Es mi vida. No puedo permitir que me separen del proyecto.

Nervioso, Knight se puso en pie y empezó a caminar, retorciéndose las manos.

Atónito, Randall lo observaba. Las contradicciones en el comportamiento y las palabras de Knight no tenían absolutamente ningún sentido. Knight estaba enfermo, pensó Randall. Enfermo e histérico. Trató de hacerlo volver al raciocinio.

– Doctor Knight, ¿cómo puede usted decir, por una parte, que está dedicado a Resurrección Dos, si por la otra, hace sólo unos minutos admitió haber entregado nuestros secretos al dominee De Vroome? ¿Espera usted que retengamos a un traidor?

– ¡Yo no soy un traidor! -gritó vehementemente el doctor Knight. Se acercó a Randall y se paró frente a él-. ¿No comprende? Quise serlo. Empecé a serlo. Pero no pude… una vez que conocí la verdad… no pude. Y ahora usted debe permitir que me quede. Me mataré si no puedo continuar con ustedes.

– ¿De qué diablos está usted hablando? -exclamó Randall-. Sus palabras no tienen sentido. Esto es ridículo. Ya ha sido suficiente…

Randall trató de ponerse de pie, pero Knight le puso la mano sobre un hombro y lo detuvo.

– No… no… Espere, Randall, deme una oportunidad. Le explicaré, le contaré todo, y entonces tendrá sentido para usted. Tenía miedo de decírselo, pero ahora veo que es necesario, o todo estará perdido. Por favor, escúcheme.

Hasta que Randall se hubo sentado de nuevo, el doctor Knight se alejó, caminando más allá de la cama, tratando de controlar su nerviosismo y tratando de pensar lo que iba a decir. Por fin, aparentemente más calmado, regresó al lado de la cama, se sentó, fijó tristemente la mirada en el piso, y continuó hablando:

– Cuando usted vino aquí me comporté descaradamente. Creí que mi franqueza lo desarmaría y que nos llevaría a un entendimiento… bueno, que me permitiría informarle sin consecuencias que había yo participado en ciertos actos malintencionados, pero que ya habían quedado atrás, que yo había cambiado y que ya se podía confiar en mí. Pero veo que todavía me considera usted un delator y que realmente piensa hacer que me despidan. Ahora me doy cuenta de que no hay forma de evitar confesarle toda la verdad. Supongo que no hay razón para proteger a los otros…

Los otros. Randall se enderezó en el sillón y lo escuchó atentamente.

– …ni hay razón para sentir temor de confesarle lo que sucedió anoche y esta mañana. -Levantó la vista-. Si todavía cree que lo que digo no tiene sentido…

– Continúe usted -dijo Randall.

– Gracias. Con respecto a mi amargura, a mi ira hacia el doctor Jeffries, es muy cierto. Fue indiscreto de parte de mi querida Valerie el habérselo dicho, pero la puedo perdonar. La distracción de Valerie es su esfuerzo de siempre por salvarme de mí mismo y para ella -esbozó una sonrisa fugaz-, pero sigo queriéndola. Sí, ella me suplicó que me incorporara a Resurrección Dos. Yo acepté, pero no por las razones que ella pensaba. Tal como usted se lo imaginó, yo llegué aquí con sentimientos que me hacían indigno de confianza. Sabía que Resurrección Dos tenía enemigos, y sabía quiénes eran. Había leído la entrevista de Plummer con Maertin de Vroome y los dos artículos que con actitud similar publicó después. No tenía ningún plan concreto, pero me acechaba el pensamiento de que a través de mi participación en Resurrección Dos podría hallar mi propia salvación.

– Se refiere al dinero.

– Bueno… sí. Si he de ser franco, yo había pensado que el dinero era mi única salvación; dinero que me había sido negado porque el Nuevo Testamento Internacional estaba a punto de publicarse. Dinero para recuperar mi oído, dinero para poder casarme, mantener a Valerie y vivir una vida digna de un joven escolástico inglés.

– ¿Así que se puso en contacto con Cedric Plummer?

– No fue necesario -dijo el doctor Knight-. Fue él quien me buscó. O, para ser más preciso, fue alguien que representaba a Plummer.

Randall, asombrado, levantó las cejas.

– ¿Alguien más? ¿Alguien del «Krasnapolsky»?

– Sí.

Randall metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y extrajo la grabadora miniatura.

– Si no le importa…

– ¿Quiere grabar lo que le voy a decir? ¿Por qué?

– Si hay otras personas involucradas con usted…

– Ya veo. ¿Esto contribuirá a que me absuelvan?

– No se lo puedo garantizar, doctor Knight. Si su defensa es legítima, le convendrá que yo la tenga grabada, por si acaso se necesita. Si a mí no me satisface su relato, le entregaré la cinta a usted… y entonces podrá dar a los editores una versión directa.

– Me parece bien -Knight esperó a que Randall ajustara el volumen de la grabadora y a que la colocara sobre el piso entre ellos. Luego se dirigió al aparato-: Éste será mi jurado, y me inspirará para hacer mi confesión y para defenderme tan completa y desapasionadamente como me sea posible.

– Me decía usted que cuando llegó a la ciudad y se presentó en el «Krasnapolsky», alguien que no era Plummer se le acercó para hacerle proposiciones -dijo Randall, iniciando el interrogatorio.

– Sí, alguien que sabía de mi situación personal, de mi libro inédito acerca de Cristo, de mi afección auditiva, de mi disgusto, de mis necesidades y mis anhelos. Me sugirió que podría existir la forma de que yo me resarciera del dinero que me pertenecía por derecho, pero no quise aceptar. No me atreví a traicionar la confianza que habían depositado en mí. No podía convertirme en un traidor como Sir Roger Casement. Sin embargo, durante el corto tiempo que tengo de estar aquí, hice un hábito de copiar cualquier material secreto que recibía o del que podía yo apoderarme. Tuve el cuidado de escuchar todas las conversaciones importantes, hacer anotaciones y esconderlas. Pero no hice nada hasta que el contacto se volvió a acercar a mí. Yo deseaba determinar el valor de mis servicios. Al mismo tiempo, se me preguntó qué era lo que yo podía ofrecer. Impulsivamente, y para probarlos, entregué mi pequeño acerbo de documentos de Resurrección Dos a la persona que me había hecho las proposiciones, e inmediatamente después fui conducido hasta Plummer, quien gentilmente me informó que lo que les había proporcionado les sería útil.

– ¿Fue así como se enteraron de la fecha del anuncio y de nuestro plan para transmitirlo por televisión desde el palacio real a través del Intelsat?

– Sí. Plummer me dijo que toda la información les había sido útil, pero que no era suficiente. Querían que continuara enviándoles todos los memorándums y comunicados que pudiera, pero que lo más importante era conseguirles un ejemplar anticipado de la nueva Biblia, o por lo menos un resumen del contenido original; es decir, los textos de Petronio y Santiago, con los cuales yo había trabajado, pero que no conocía en su totalidad. Plummer dijo que ellos tenían otra forma de conseguir el material.

– Hennig -dijo Randall.

– ¿Qué?

– Olvídelo. Continúe.

– …pero que no querían correr riesgos y que preferirían estar doblemente seguros. Entonces, Plummer me habló del precio. Era… era abrumador. Esa suma de dinero sería la solución de todos mis problemas. Era irresistible. Yo estuve de acuerdo en conseguirles la nueva Biblia, o cuando menos transcripciones de los nuevos descubrimientos que aparecen en ella, y les prometí que se los entregaría ayer.

Una vez más, Randall dejó entrever su asombro.

– ¿Y cómo esperaba usted apoderarse de un ejemplar? El libro está guardado bajo llave en el taller de impresión y todas las pruebas de imprenta se encuentran en la bóveda.

El doctor Knight movió un dedo.

– No precisamente. Pero permítame no divagar de mi cronología. Ya traté de obtener un ejemplar de la nueva Biblia anteayer, pero no pude y, como me resultaba imposible entregarla, quería apaciguar a mi… a mi contacto y demostrar mi buena voluntad. Así es que busqué algo que entregarles y les envié el memorándum de Mateo.

– Ya veo.

– Naturalmente, no quedaron satisfechos. Lo que ellos querían era la Biblia. Yo estaba seguro de que podría hacerme con un ejemplar anoche mismo.

– Pero no pudo -dijo Randall.

– Al contrario, sí pude.

Randall se inclinó hacia delante.

– ¿Que se apoderó del Nuevo Testamento Internacional?

– Con alguna dificultad, pero sí. Verá usted, señor Randall, no todas las pruebas de imprenta están en la bóveda. Cada teólogo en jefe tiene su propio ejemplar. El doctor Jeffries es uno de ellos, y no se olvide usted de que nuestra relación sigue siendo estrecha. Él tiene una habitación grande al final del pasillo, a la cual yo tengo acceso para compartir sus libros de consulta. Yo sabía que él guardaba el Nuevo Testamento Internacional dentro de su portafolio bajo una cerradura de combinación, pero como es tan distraído tiene la costumbre de anotarlo todo; lo busqué en la habitación y, tal como me lo esperaba, encontré la combinación y me la aprendí de memoria. Yo tenía que abrir su portafolio cuando él no estuviera, así que aproveché que iba a salir anoche (tenía planeado salir anteanoche, pero pospuso su cita). Esperé que se fuera. Luego entré a la habitación, abrí el portafolio y saqué las galeradas encuadernadas del Nuevo Testamento Internacional. Clandestinamente, saqué el libro del hotel y lo llevé a una tienda donde sacan fotocopias, que había localizado previamente y que aún estaba abierta a esas horas de la noche. Señalé la traducción del Pergamino de Petroruo y del Evangelio según Santiago, y pedí que me sacaran copias de esas páginas. Regresé a la habitación del doctor Jeffries, volví a poner la Biblia en el portafolio, lo cerré, y me llevé las fotocopias a mi cuarto.

Randall estaba sin aliento.

– ¿Ya las entregó al enemigo?

El doctor Knight volvió a mover el dedo.

– Estaba a punto de hacerlo. Me disponía a tomar el teléfono y llamar a mi contacto para hacer los arreglos para la entrega de las fotocopias anoche, a cambio de mis treinta monedas. No obstante, usted sabe, yo soy lo que soy, un erudito curioso, antes que un comerciante práctico. Así que no pude resistir la tención de leer el Evangelio según Santiago antes de entregarlo.

– Lo leyó -dijo Randall-. Y, ¿qué pasó después?

– El milagro -dijo el doctor Knight simplemente.

– ¿El qué?

– Mi comunión con Nuestro Señor y el milagro que le siguió. Señor Randall, si usted me conociera bien, sabría que yo estoy profundamente interesado en la religión, aunque no sea un hombre intensamente religioso. Siempre he observado a Cristo y Su misión desde fuera, objetivamente, como escolástico que soy. Nunca me acerqué a Él ni le di cabida en mi corazón. Pero anoche leí a Santiago y me senté aquí, como estoy ahora en esta cama, y lloré. Vi simplemente a Jesús y por primera vez sentí Su compasión. Se apoderó de mí la emoción más profunda de toda mi vida. ¿Me comprende usted?

Randall asintió con la cabeza y guardó silencio.

– Me dejé caer sobre la cama y cerré los ojos -dijo el doctor Knight con creciente entusiasmo-. Me sentía cubierto por un gran amor a Cristo, por una desbordante fe en Él y por un intenso deseo de ser digno de Él. Debí haberme quedado dormido. En mis sueños, o tal vez a la mitad de la noche, en algún momento en el que estuve despierto, vi a Jesús, toqué el borde de su túnica, lo oí hablándome… a mí…. diciendo algunas de las palabras que su hermano Santiago había citado. Le pedí que perdonara mis pecados, los cometidos y los aún por cometer, y le prometí dedicar mi vida a Su servicio. Él, a su vez, me bendijo y manifestó que a partir de ese instante todo marcharía bien conmigo. ¿Cree usted que el episodio, haya sido sueño o no, me pinta como un loco, como un lunático? Así lo hubiera creído yo también, excepto por lo que sucedió después.

Sobrecogido durante un instante, sumergido en la introspección, el doctor Knight había dejado de hablar. Randall, contagiado por la emoción, trató de hacerlo reaccionar.

– ¿Qué fue lo que sucedió después, Florian?

El doctor Knight parpadeó.

– Lo increíble -dijo-. Desperté muy temprano esta mañana, cuando la luz del sol se filtraba por esa ventana que está arriba de usted, y estaba empapado en sudor. Me sentía purificado de toda maldad. Me sentía en paz. Permanecí acostado, sin moverme, y entonces escuché un sonido dulce y hermoso, el chirrido de un pájaro que se encontraba en el alféizar de la ventana. Un pájaro; escuché el canto de un pájaro… yo, que no había oído un pájaro durante años… yo, que apenas podía oír hablar a una persona, a menos que se parara junto a mí y gritara… yo, que había estado sordo durante tanto tiempo… oí el canto de un pájaro, y sin mi audífono… No lo tenía puesto cuando me acosté. Véalo ahí, sobre la mesa de noche, justamente donde lo dejé anoche. Ahora no lo tengo puesto y usted no lo había notado… pero he oído cada una de las palabras que usted ha dicho en esta habitación, clara y fácilmente, sin ningún esfuerzo. Esta mañana estaba yo loco de emoción. Después de escuchar al pájaro, salté de la cama y encendí mi radio de transistores, y la música invadió mis sentidos. Corrí a la puerta, la abrí y escuché a las camareras platicando en el pasillo. Podía oír. Me había ofrecido a Cristo, y Él me había perdonado y me había devuelto el oído. Me había sanado. Ése es el milagro. ¿Me cree usted, Randall?

– Le creo, Florian -dijo Randall, profundamente conmovido.

Se preguntó qué seguiría, pero no tuvo que esperar.

– Cuando recobré el equilibrio, hice una llamada telefónica. Hablé con… con mi contacto. Le dije que estaba listo para verlo. En lugar de ir a trabajar, me entrevisté con él en su apartada residencia, en uno de los suburbios de Amsterdam. Le informé de inmediato que no había logrado obtener la Biblia, y que lamentaba mucho haberla prometido y, más aún, que estaba arrepentido de haberle entregado toda aquella información menor que ya obraba en su poder. De hecho, le pedí que me devolviera lo que le había proporcionado el día de ayer, el memorándum de Mateo. Él me dijo que le sería imposible devolvérmelo porque ya estaba en manos de otra persona. Ahora supongo que lo tenía De Vroome, aunque esto yo no lo sabía.

– Sí, así fue.

– Entonces, esta persona… mi contacto… me pidió que continuara tratando de obtener la Biblia para entregársela, pero yo le dije que la mera idea me parecía repugnante. Entonces me dijo que estaba seguro de que me pagarían más de lo estipulado con anterioridad, y yo le dije que ya no me interesaba regatear. Entonces me amenazó, diciendo que si yo no cooperaba, él pondría al descubierto mi participación hasta la fecha. Yo le dije que me importaba un comino, y me fui. Regresé aquí, destruí las fotocopias que había hecho de las páginas del Nuevo Testamento Internacional para asegurarme de que el contenido estuviese a salvo de De Vroome, y al poco rato me enteré de que usted estaba aquí a verme. Ahora comprenderá lo que le debo al nuevo libro, a Santiago, al proyecto, y por qué le pido a Dios que no me despidan. Yo debo continuar dentro de Resurrección Dos. Debo colaborar en la buena labor.

Randall había estado escuchando y reflexionando. No había duda de que, cualquiera que hubiera sido la causa, milagrosa o psicológica, el doctor Knight podía oír de nuevo. En cierto modo, sí, se trataba de un verdadero milagro. Que el milagro de Lori Cook hubiera sido un fraude o no ya no importaba. El milagro del doctor Knight era suficiente prueba del poder del mensaje de la nueva Biblia. Pero este milagro, se dijo Randall a sí mismo, no lo revelaría a los editores, y mucho menos permitiría que fuese explotado para promover la venta del Nuevo Testamento Internacional. Le aconsejaría al doctor Knight que siguiera su plan y continuara usando su audífono hasta que la Biblia se hubiera lanzado venturosamente. Resultaba evidente que la integridad del doctor Knight era ahora irreprochable, y que su sinceridad era indudable. Sólo faltaba una cosa.

– Florian -dijo Randall-, si en verdad desea continuar con nosotros y colaborar en nuestra buena labor, como usted ha dicho, puede comenzar por decirme quién es el verdadero delator, quién es el que se acercó a usted, ese contacto que es amigo de De Vroome.

– En realidad no es amigo de De Vroome -dijo el doctor Knight-. Ni siquiera estoy seguro de que lo conozca personalmente. Es amigo de Cedric Plummer. Eso resultó obvio la primera vez que me llevó con Plummer. Nos entrevistamos en el club nocturno Fantasio. Nos sentamos en un banco, ahí dentro, y ambos fumaron pipas de hachich. Parecían ser muy amigos. Estoy seguro de que mi contacto le entregó nuestros secretos a Plummer y él debe haberlos pasado a De Vroome.

– Correcto -dijo Randall-. Ahora dígame el nombre del amigo de Plummer, el traidor de Resurrección Dos. Tendrá que decírmelo.

– ¿Nuestro Judas? -dijo el doctor Knight-. Es Hans Bogardus, el bibliotecario del proyecto. Es de él de quien debemos deshacernos… si no queremos ver a nuestro Cristo crucificado de nuevo y para siempre.

De vuelta en el primer piso del «Gran Hotel Krasnapolsky», Steven Randall se encaminó directamente a su oficina.

En el cubículo de la secretaria, Ángela Monti levantó la vista, suspendió la mecanografía, y le preguntó:

– ¿Fue el doctor Knight?

– No.

– Me alegro. ¿Quién fue, entonces?

– Ahora no, Ángela. Después hablaremos del asunto. Comunícame por favor con el doctor Deichhardt. Si no ha llegado aún, llama a George Wheeler.

Randall entró en su oficina. Sacó la grabadora del bolsillo de su chaqueta, hizo retroceder durante unos minutos el cassette, apretó el botón de avance, volvió a hacer retroceder la cinta y escuchó de nuevo la grabación, parándola y volviendo a poner en marcha para borrar cierta información secreta. Satisfecho, preparó el aparato, lo metió en su portafolio y esperó a que Ángela le pasara la llamada telefónica.

Al fin, impaciente por terminar con el asunto, tomó su portafolio y regresó a la oficina de Ángela justo en el momento en que ella colgaba el auricular.

– Lo siento, Steven -le dijo ella-. Ambos salieron de la ciudad. La secretaria del doctor Deichhardt dice que los editores se encuentran en Alemania; en Maguncia, para celebrar una junta con el señor Hennig esta mañana.

– ¿Te dijo cuándo regresarán a Amsterdam?

– Lo pregunté, pero no me lo pudo informar porque lo ignora.

Randall maldijo entre dientes. Él mismo tendría que encargarse de hacer el trabajo sucio. Sabía que el encuentro crítico con Bogardus no podía esperar. Había demasiadas cosas en juego.

– Está bien, Ángela, gracias. Te veré luego.

Caminó por el pasillo, dio vuelta a la derecha y se detuvo frente a la Kames 190. Sobre la puerta estaba pintada la palabra BIBLIOTECA en cinco idiomas, y debajo, con letras cursivas, decía: Hans Bogardus.

Randall se armó de valor y entró.

Hans Bogardus, sentado a una amplia mesa donde había montones de libros de consulta, estaba agachado sobre un volumen abierto, sacando apuntes. Su largo cabello rubio caía hacia delante, oscureciendo su rostro. Al oír el sonido de la puerta que se abría y se cerraba, levantó la cabeza. Sus jóvenes y afeminados rasgos mostraron asombro. Comenzaba a ponerse de pie, pero una señal de Randall lo hizo permanecer sentado.

– Quédese donde está -dijo Randall, tomando asiento en la silla que estaba frente a Bogardus.

Mientras Randall dejaba caer su portafolios sobre la mesa y comenzaba a abrirlo, miró fijamente al joven bibliotecario holandés. Como siempre, Randall encontraba repulsivo a Bogardus. Salvo por los ojos de rana y los gruesos labios, el rostro del bibliotecario era casi plano; dos fosas era lo que tenía por nariz, y su cutis era pálido, casi albino.

– ¿Cómo está, señor Randall? -dijo el joven holandés con voz de falsete.

– Tengo algo para usted -dijo Randall.

La atención del bibliotecario se fijó ansiosamente en el portafolio.

– La Biblia terminada… ¿Ya llegó de Maguncia?

– No ha llegado -dijo Randall-, pero cuando llegue, usted no será uno de los que la vean, Hans.

Las pálidas pestañas de Bogardus parpadearon cautelosamente, mientras se humedecía los gruesos labios.

– ¿Qué… yo no… qué quiere usted decir?

– Esto -dijo Randall, mostrándole la pequeña grabadora.

Deliberadamente, puso el aparato sobre la mesa y lo puso en marcha.

– La primera voz que va a escuchar es del doctor Florian Knight. La otra es mía. La grabación se hizo hace menos de una hora.

La cinta comenzó a girar. La voz del doctor Knight se oía con inconfundible fidelidad. Randall se inclinó hacia delante, subió ligeramente el volumen y luego se recostó en su silla, con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras observaba al bibliotecario escuchando la grabación.

Gradualmente, durante los dolorosos y lentos segundos que siguieron, conforme la confesión del doctor Knight llenaba la biblioteca, el pálido rostro de Hans Bogardus empezó a tomar color. Manchas rosadas brotaron sobre sus quietas mejillas. No se movía. Sólo se oía el sonido de su agitada respiración, como contrapunto de la voz del doctor Knight.

La cinta estaba acabándose. La solemne acusación final (ahora implacable) del doctor Knight, se elevó por encima de la mesa.

¿Nuestro Judas? Es Hans Bogardus, el bibliotecario del proyecto. Es de él de quien debemos deshacernos… si no queremos ver a nuestro Cristo crucificado de nuevo y para siempre.

Después de eso, sólo se oyó el suave ronroneo de la cinta terminada. Randall se estiró y apagó el aparato, guardándolo nuevamente en su portafolio.

Gélidamente, afrontó la vacía mirada de Bogardus.

– ¿Le interesa negar esto frente al doctor Knight, el consejo de editores y el inspector Heldering?

Hans Bogardus no contestó.

– Está bien, Hans; lo hemos descubierto. Afortunadamente para nosotros, lo que le ha entregado a su amigo Cedric Plummer, para el dominee De Vroome, no tiene gran valor. Ya no podrá obtener más información, y de seguro tampoco un ejemplar anticipado de la Biblia. Voy a ordenar a Heldering que envíe a un guardia de seguridad para que lo mantenga vigilado… hasta que localice a Deichhardt o a Wheeler en Maguncia y les informe de lo sucedido para que lo despidan.

Randall esperaba una explosión de histeria, una negación retardada, una salvaje escena defensiva.

No ocurrió nada.

Una mueca malévola, ruin, se dibujó en el rostro plano del joven holandés.

– Es usted un tonto, señor Randall. Esos jefes suyos… no me despedirán.

Esto era algo nuevo, inesperado, descarado.

– ¿No lo cree? Supongamos que tan sólo…

– Estoy seguro de que no -interrumpió Bogardus-. No se atreverán a despedirme cuando se enteren de todo lo que yo sé. Permaneceré en mi puesto hasta que yo decida irme. Y no me iré hasta que tenga la Biblia en mi poder.

El joven holandés estaba loco, pensó Randall. Era inútil seguir hablando con él. Randall empujó su silla hacia atrás.

– Está bien. Averigüemos.si se le despide o no. Voy a telefonear a Deichhardt y a Wheeler a Maguncia…

Bogardus empujó la mesa, todavía sonriéndole a Randall engreídamente.

– Sí, hágalo -le dijo-. Pero antes, cerciórese de una cosa. Dígales que Hans Bogardus, con su talento, ha descubierto en su Biblia lo que todos sus científicos, estudiosos de los textos y teólogos no lograron descubrir. Dígales que Hans Bogardus ha descubierto una imperfección, un defecto fatal que puede destruir su Biblia, hacerla aparecer como un fraude y arruinarlos por completo, si es que.se decide a divulgar semejante error ante el mundo. Y lo divulgaré si me fuerzan a dimitir.

«Está definitivamente loco», pensó Randall. Sin embargo, el joven holandés hablaba con tal convencimiento («tiene cerebro de computadora, puede localizar cualquier cosa», le había comentado cierta vez Naomí) que Randall no se levantó de su silla.

– ¿Un defecto fatal en la nueva Biblia? ¿Cómo pudo encontrarlo en un libro que no ha visto, ni mucho menos leído?

– He leído lo suficiente -dijo Bogardus-. He estado alerta durante un año. He investigado, he escuchado, un poco aquí, un poco allá. Recuerde que yo soy el bibliotecario de consultas. Me solicitan que investigue una palabra, una frase, un párrafo, una cita. Las consultas son cautelosas, pero yo he visto muchas piezas sueltas del rompecabezas. Es verdad que me han ocultado muchas cosas; a mí y a otras personas de aquí. No conozco el título preciso de la Biblia, ni el contenido exacto del descubrimiento; ni tampoco conozco el noventa por ciento del nuevo texto. Pero sí sé que sé algo que hasta ahora nadie conocía acerca de Jesucristo, con detalles de un ministerio prolongado. Estoy enterado, con certeza, de que a Jesús se le ubica en varios lugares fuera de la antigua Palestina; entre ellos, Roma.

Randall estaba impresionado, y respetaba más al bibliotecario.

– Muy bien, Hans. Supongamos que lo poco que dice saber sea verdad. ¿Quiere que yo crea que tan escaso conocimiento pudo proporcionar suficiente información para haber descubierto lo que usted llama un defecto…?

– Un defecto fatal.

– …de acuerdo, un defecto fatal que los más grandes expertos del mundo pasaron por alto; hombres que han tenido en sus manos el texto completo y quienes lo han traducido y estudiado durante muchos años.

– Sí -dijo Bogardus-, porque tienen una vista de embudo y ven sólo aquello que quieren ver; porque miran con los estrechos ojos de la fe. Yo se lo digo, ya ha sucedido aquí, en Amsterdam, con anterioridad. Entre 1937 y 1943, seis nuevos y desconocidos Vermeers, pintados en el siglo xvii, fueron descubiertos por un hombre llamado Hans van Meegeren y vendidos a los museos y a los coleccionistas más importantes del mundo en ocho millones de florines (más de tres millones de dólares). Los críticos y los expertos aclamaron la autenticidad de esos Vermeers, sin haberse dado cuenta de que las manos de Cristo, en uno de los retratos, habían sido pintadas tomando como modelo las propias manos de Van Meegeren; de que las sillas, en una de las pinturas, habían sido copiadas de las sillas del moderno estudio de Van Meegeren y de que el óleo utilizado sobre esos lienzos contenía resina sintética, que no existió sino hasta después de 1900, en tanto que Vermeer había muerto en 1675. Los cuadros eran un fraude que tiempo después fue descubierto Pero para cualquier experto no hubiera sido necesario observar el lienzo completo de un Vermeer falsificado para detectar el fraude. Un centímetro del lienzo, con su resina sintética, hubiera sido suficiente. Y yo, de la misma manera, he visto suficiente. He observado un centímetro del lienzo completo de su Biblia, y eso ha bastado para llamarla una falsificación.

Habiéndolo escuchado hasta este punto, Randall decidió seguirle el juego un poco más.

– Y tal defecto…, ¿se lo ha comunicado usted a Plummer y a De Vroome?

Bogardus titubeó.

– No, no lo he hecho. Aún no.

– ¿Por qué no?

– Eso… eso es un asunto personal.

Randall recargó las palmas de las manos sobre la mesa y se puso de pie.

– Bueno, ahora sí estoy seguro de que usted está mintiendo. Si hubiera algún error en la Biblia, se lo habría informado a Plummer de inmediato. Por eso le paga él, ¿no es verdad?

Bogardus se puso de pie de un salto. Su rostro estaba rojo de ira.

– Cedric no me paga nada. ¡Lo hago por amor!

Randall permaneció de pie, inmóvil. Ésa era la conexión. Bogardus y Plummer eran una pareja de enamorados. Había tocado un centro nervioso homosexual.

Bogardus giró la cara hacia otro lado.

– He guardado en secreto lo que sé; no se lo he dicho a Cedric. Sé el valor que eso tendría para él. Sería aún más importante que la nueva Biblia. Si él escribiera y publicara un artículo acerca de esa imperfección, del defecto, se… se haría rico y famoso. Pero no se lo he dicho, porque… ¿cómo es lo que dicen en las películas norteamericanas?… es mi as escondido. Porque, últimamente, Cedric no ha sido tan afectuoso conmigo y… y sé, aunque él no sabe que yo lo sé, que me ha sido infiel. Con alguien aún más joven y más… más atractivo. Cedric me ha dicho que, cuando todo esto termine, me llevará de vacaciones al norte de África. Me lo ha prometido, para después de que le entregue yo la nueva Biblia. Sí, la nueva Biblia será suficiente para que yo lo retenga por el momento. Pero, por si algo saliera mal, tengo mi as, mi última carta, mi descubrimiento secreto que arruinará todo lo que hay aquí.

Randall sintió un sobresalto ante la lastimera desesperación que reflejaba la aturdida voz del holandés; la desesperación de uno que teme perder al otro. Ahora, Randall se preguntaba qué tan cierto sería lo que clamaba el bibliotecario al decir que conocía algo del Nuevo Testamento Internacional que lo desacreditaría. Bogardus tenía que estar fraguando una mentira; cualquier cosa que atemorizara a los editores para que lo retuvieran y le entregaran el texto del nuevo descubrimiento. No había más remedio que desafiar al traidor.

– Hans… -le dijo Randall al holandés.

Bogardus, abstraído en su propia vileza frente a Plummer, apenas parecía recordar que no se hallaba solo.

– Hans, todavía no me ha dado una razón para que no lo denuncie yo ante los editores y lo despidan inmediatamente. Usted presume de que ha encontrado una incongruencia en uno de los pasajes de la nueva Biblia. Supongo que a eso se refiere al hablar de una imperfección. Si eso es cierto, ahora es el momento de sustentarlo o callar. Por mi parte, yo no creo que usted haya descubierto ni una maldita cosa que me pudiera impedir echarlo de aquí.

– ¿No lo cree usted? -dijo Bogardus ferozmente.

Pero no agregó más.

Randall titubeó.

– Estoy esperando su respuesta.

Bogardus se relamió los labios y permaneció callado.

– Está bien -dijo Randall-, ahora estoy seguro… Usted no es sólo un traidor sino también un farsante, y voy a decirles que se deshagan de usted.

Dio la media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

– Espere -gritó Bogardus de pronto, interponiéndose apresuradamente frente a Randall-. Puede decirles que me despidan, pero más le valdrá no detenerse ahí. No me importa que se enteren ellos. De todos modos es demasiado tarde. Dígales que vean el Papiro número 9, la cuarta línea de arriba hacia abajo. Nadie, excepto yo, se ha dado cuenta de lo que eso significa. Si le entrego esta información a Cedric, al mundo, sobrevendrá el fin de Resurrección Dos. Pero -hizo una pausa para tomar aire- les prometo que nunca la revelaré, si es que me entregan la Biblia de inmediato. De lo contrario, estarán completamente perdidos.

– Lo van a echar de aquí hoy mismo, Hans -dijo Randall.

– Dígales que vean el Papiro número 9, la cuarta línea. Ya lo averiguarán.

Randall lo apartó de su camino, abrió la puerta y salió.

Por supuesto que él lo averiguaría.


Una hora después lo había averiguado ya.

Randall estaba sentado a su escritorio, sosteniendo el auricular del teléfono entre el oído y el hombro. Aguardaba a que la operadora del conmutador de los talleres de Karl Hennig en Maguncia, localizara a George Wheeler.

Mientras esperaba, Randall revisó nuevamente los apuntes mecanografiados que sostenía en las manos. Esos apuntes representaban lo que él había logrado averiguar del «defecto fatal» que Bogardus atribuía al Papiro número 9, línea 4, del Evangelio según Santiago.

Había sido difícil obtener esa información. Por un lado, Randall no era un erudito. Por otro, él no tenía acceso a los fragmentos originales que estaban en la bóveda. Y por otro más, no sabía leer el arameo. Esta última razón se convirtió en un muro impenetrable cuando recordó que poseía un juego completo de las fotografías que Edlund había tomado de los papiros, el único juego de copias existente, y que se hallaba en los confines de su propio archivo de seguridad.

Había analizado la copia en papel brillante del acercamiento fotográfico del fragmento marcado con el número 9, y le había resultado completamente indescifrable e ininteligible, con sus rasgos ondulados, sus caracteres y sus puntos, como si fueran hormigas en un desfile imposible de distinguir claramente. Pero la copia fotográfica venía acompañada por una lista de los encabezados de los capítulos y los números de párrafos que marcaba dónde aparecía cada línea del arameo en las traducciones del Evangelio según Santiago. El Papiro número 9, línea 4, correspondía a Santiago 23:66 en la edición inglesa del Nuevo Testamento Internacional.

Puesto que a él no se le había permitido retener la copia que había leído de la Biblia, Randall había tratado de averiguar quién podría tener otra a mano. Los editores estaban fuera de la ciudad y el doctor Knight había destruido su propia fotocopia. Entonces, Randall recordó que el doctor Knight había utilizado las galeradas que se encontraban dentro del portafolio del doctor Jeffries.

Randall localizó a Jeffries en su oficina, y el teólogo británico había colaborado con mucho gusto. Umm, Santiago 23:66, umm, veamos. Randall había obtenido la línea traducida. «Y Nuestro Señor, al huir de Roma con sus discípulos, hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos del Lago Fucino, que había sido desaguado por órdenes de Claudio César y cultivado y labrado por los romanos.»

Simple, directo, inocente.

¿Dónde estaba el defecto fatal que Bogardus había señalado?

Los judíos habían sido expulsados de Roma en el año 49 antes de Jesucristo, Jesús se encontraba entre ellos y era el año en que había muerto, el último año de Su vida, según Santiago. ¿Qué estaba mal en todo eso?

Sin decir qué era lo que buscaba, Randall había asignado a Elwin Alexander y a Jessica Taylor para averiguar lo que pudieran acerca del Emperador Claudio, la expulsión de los judíos de Roma en el año 49 A. D., y esas hectáreas de tierra cultivada que una vez habían constituido el Lago Fucino cerca de Roma. Sus investigadores habían escudriñado los escritos de los antiguos historiadores… Tácito, Suetonio, Dion Casio y el grupo que había escrito la Historia Augusta , así como los de los historiadores modernos, anteriores y posteriores a Gibbon. En poco tiempo, el equipo publicitario de Randall había vuelto con fotocopias del material que había encontrado.

Randall hojeó el material desesperadamente, y de pronto una fecha lo dejó estupefacto. En pocos segundos reconoció el tal defecto fatal al cual se refería Bogardus.

El Fucino había sido un lago cercado de tierra en las proximidades de Roma. No tenía salida. Regularmente, cuando la temporada de lluvias llegaba a la antigua Roma, las aguas del Lago Fucino crecían, se desbordaban e inundaban la campiña. El Emperador Claudio había ordenado a sus ingenieros que desaguaran el lago para siempre, y ellos desarrollaron un proyecto que se convirtió en una tarea formidable. Tendrían que excavar un túnel de cinco kilómetros de longitud desde el Lago Fucino, a través de las rocas de una montaña adyacente, hasta el Río Ciris. Claudio había dirigido a treinta mil obreros que trabajaron en el proyecto durante más de una década, excavando y construyendo el túnel. Cuando terminaron, Claudio soltó las aguas del Lago Fucino a través del túnel, desaguando y secando el lago por completo, y convirtiéndolo en un lecho de tierra cultivable.

Jesús había caminado sobre las tierras de cultivo que anteriormente habían estado bajo el Lago Fucino en el año 49 antes de Jesucristo. Ésa era la versión de Santiago.

Claudio César había ordenado desaguar el Lago Fucino y convertirlo en tierras de cultivo en el año 52 A. D. Ésa era la versión de los historiadores romanos.

Ahí estaba el error, el defecto descubierto por Bogardus.

Jesús, al huir, en el año 49 A. D., había cruzado un lago seco, a pesar del hecho irrefutable de que el lago todavía existía en aquel año y que no sería desaguado sino hasta tres años después de la muerte del Señor.

El anacronismo dentro del Evangelio según Santiago estaba ahí, visible a todos. Posiblemente nadie lo notaría jamás, de la misma manera como nadie lo había detectado hasta ahora, excepción hecha de un bibliotecario holandés. No obstante, si se recalcara, si fuera transmitido a todo el mundo, el público se sentiría inquieto, tal como Randall se sentía en este momento.

Debía existir una explicación de esta falla.

Todavía esperando en la línea para hablar con George Wheeler en Maguncia, Randall pensaba que el editor no tendría dificultad para resolver el problema. Una vez solucionado eso, Bogardus podría ser despedido de inmediato y Resurrección Dos estaría finalmente a salvo del dominee De Vroome.

La telefonista alemana que operaba el conmutador de Hennig habló nuevamente.

– Herr Wheeler ha sido notificado. En seguida viene al teléfono.

Se escucharon varios golpecillos secos, seguidos por la atronadora voz de Wheeler que estalló en el oído de Randall.

– ¡Hola! ¿Quién habla… Steven Randall?

– Sí, George, tuve que…

– Me sacaron de una junta muy importante, diciendo que era una llamada urgente. ¿Qué demonios sucede que no pueda esperar hasta que yo regrese?

A pesar del disgusto de Wheeler, Randall insistió:

– No, no puede esperar, George. Es muy importante. Tenemos un problema aquí.

– Si tiene que ver con la publicidad…

– Tiene que ver con todo el proyecto, con la propia Biblia. Le daré la información rápidamente. Me entrevisté con Maertin de Vroome anoche.

– ¿Qué? ¿Vio a De Vroome?

– Así es. Me mandó buscar. A mí me entró la curiosidad y lo fui a ver.

– Situación peligrosa. ¿Qué quería?

– Le daré los detalles cuando nos veamos. Lo más importante…

– Steven, mire, mañana podremos hablar de eso -Wheeler parecía sentirse acosado y nervioso-. Tengo que regresar a la junta con los otros editores y con Hennig. Algo ha surgido, una emergencia. Lo veré después…

– Creo que ya estoy enterado de la emergencia -interrumpió Randall-. Acaban ustedes de saber que Plummer y De Vroome están tratando de chantajear a Hennig. Tienen pruebas de que Hennig fue un incinerador de libros nazi en 1933.

Se escuchó una exhalación de sorpresa desde Maguncia.

– ¿Cómo lo supo usted? -preguntó Wheeler.

– Por De Vroome.

– ¡Ese hijo de puta!

– ¿Y qué piensan hacer? -inquirió Randall.

– Todavía no estamos seguros. De Vroome tiene en su poder negativos y algunas impresiones, pero las fotografías pueden mentir. En este caso, la fotografía no representa la verdad. Karl Hennig era en aquel entonces tan sólo un muchacho que apenas comenzaba la preparatoria y para él era sólo una diversión callejera, así que se unió al alboroto. ¿Qué muchacho no quisiera lanzar sus libros de texto al fuego? Tampoco era nazi. No pertenecía a la juventud hitleriana, ni nada semejante. Pero si la fotografía se diera conocer y se distorsionara sensacionalísticamente… bueno, usted es publicista… usted sabe…

– Se vería muy mal. Lo sé. Afectaría las ventas.

– Bueno, no se va a publicar -dijo Wheeler llanamente-. Tenemos varios planes para acallarlos. Y una cosa sí es definitiva; no pagaremos el precio de De Vroome. No le anticiparemos nuestro secreto, a ningún precio.

– Por eso le estoy llamando, George. Me he tropezado con una situación similar de chantaje aquí en el «Krasnapolsky». Y quiero saber qué…

– ¿Qué situación de chantaje? ¿Qué está sucediendo allí?

Brevemente, Randall le informó cómo, a través de su entrevista con De Vroome, había logrado conocer la identidad del traidor del proyecto.

– ¿Quién es? -interrumpió Wheeler.

– Nuestro bibliotecario. Hans Bogardus. Lo interrogué hace una hora. Ya confesó. Es él quien ha estado pasando nuestros…

– ¡Está despedido! -ladró Wheeler-. Se lo dijo usted, ¿o no?

– No, espere, George…

– Vaya usted y dígaselo ahora mismo. Dígale que el doctor Diechhardt y George Wheeler lo han autorizado. Haga que suban Heldering y sus guardias para que echen de una patada en el culo a ese hijo de puta de Bogardus.

– No es tan sencillo, George. Por eso le he llamado.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Bogardus está tratando de extorsionarnos. Afirma haber descubierto una evidencia que desafía la autenticidad del Evangelio según Santiago. Me ha dicho que le entregará esa evidencia a su novio. Cedric Plummer… sí, así es… y nos reventarán hasta el cielo si intentamos despedirlo.

– ¿De qué demonios está usted hablando, Steven? ¿Cuál evidencia?

Randall tomó su hoja de apuntes y leyó el pasaje de Santiago y la investigación acerca del Lago Fucino.

– ¡Eso es ridículo! -explotó Wheeler-. Nosotros tenemos a los mejores expertos del mundo… expertos en el proceso de datación por medio del carbono 14, en la crítica textual, en el arameo, en la historia antigua, hebrea y romana. Han sido años de trabajo. Cada palabra, frase y oración de Santiago, han sido analizadas bajo lente de aumento, escudriñadas por los ojos más agudos y las mentes más alertas del mundo. Y todos, unánimemente, sin excepción alguna, lo han aprobado y autentificado. Así que, ¿quién le va a prestar atención a un bibliotecario puto que anda chillando que encontró un error?

– George, tal vez no le presten atención a un bibliotecario puto, a una nulidad, pero el mundo entero escucharía al dominee Maertin de Vroome, si es que se entera.

– Bueno, pues no se enterará, porque no hay nada de qué enterarse. No hay tal error. El descubrimiento de Monti es auténtico. Nuestra Biblia es infalible.

– Entonces, ¿cómo explicaremos que nuestro Nuevo Testamento presenta a Jesús atravesando un lago seco en Roma, tres años antes de que fuera desaguado?

– Estoy seguro de que ya sea Bogardus o usted lo captaron mal, que han enredado el asunto. De eso no hay duda. -Hizo una pausa-. Está bien, está bien, sólo para tranquilizarlo a usted, léame de nuevo ese pasaje… despacio. Espere, déjeme sacar mi pluma y tomar un pedazo de papel. Está bien, léame ese disparate.

Randall se lo leyó despacio, y cuando terminó dijo:

– Eso es todo, George.

– Gracias. Se lo mostraré a los demás. Pero ya verá que no es nada. Puede usted olvidarse del asunto. Proceda como de costumbre. Nosotros tenemos que resolver nuestro problema aquí.

– Está bien -dijo Randall, sintiéndose más seguro-. Entonces despediré a Hans Bogardus y haré que el inspector Heldering lo acompañe hasta la puerta del hotel.

Hubo el más corto de los silencios al otro lado de la línea.

– Con respecto a Bogardus, sí, por supuesto que tendremos que deshacernos de él. Pero, pensándolo bien, Steven, tal vez sería mejor que lo hiciéramos nosotros mismos. Quiero decir, un empleado como Bogardus no es responsabilidad de usted. Las contrataciones y las cesaciones son labor nuestra. Al doctor Deichhardt le gusta ser muy correcto en asuntos como éste. Estos alemanes, usted sabe. Le diré qué. Olvídese de Bogardus por hoy y usted haga su trabajo. Mañana, cuando estemos todos de vuelta en la oficina, haremos lo que nos corresponde. Yo creo que eso es lo mejor. Ahora, más vale que regrese yo con Hennig para atender nuestro problema inmediato. Ah, y a propósito, Steven, gracias por su vigilancia. Ha tapado el escape que había en Amsterdam. Merece usted una gratificación. Y con respecto a ese… lago… cómo se llame… Fucino, olvídelo.

Wheeler había colgado, y Randall hizo lo mismo.

Sin embargo, cinco minutos más tarde, todavía sentado en el sillón giratorio de su escritorio. Randall no se había podido olvidar del asunto. Trató de definir aquello que lo inquietaba.

Y lo definió.

Había sido el cambio en el tono de voz y en la actitud de George Wheeler acerca del despido de Hans Bogardus. Primero, el editor había querido que echaran inmediatamente a Bogardus del «Krasnapolsky». Después, al enterarse del hallazgo y la amenaza del bibliotecario, Wheeler cambió de parecer repentinamente. ¡Qué extraño!

Pero había otra cosa que le preocupaba más a Randall. La manera tan casual, tan natural con la que Wheeler había echado de lado el anacronismo que Bogardus había encontrado. Wheeler no lo había refutado con hechos nuevos; simplemente no le concedió importancia alguna. Claro que Wheeler no era teólogo ni erudito, así que no podría esperarse que él diera respuestas verdaderas. «Pero más valdría que alguien le encontrara alguna explicación, pronto», pensó Randall.

Se enderezó en su silla. Él mismo era uno de los Guardianes de la Fe, de la nueva Fe. Como publicista, al igual que como ser humano, no podía venderle eso al mundo (o, en verdad, a sí mismo) si todavía existían preguntas que no pudieran ser contestadas.

Aquí, sobre su escritorio, se hallaba una pregunta. La falla descubierta por Bogardus. La credibilidad misma del proyecto podría destruirse si la cuestión no se aclaraba.

Era un pequeño detalle, cierto. Pero…

Un viejo refrán que alguien había dicho (Herbert, ¿había sido George Herbert?, o, tal vez, ¿Benjamín Franklin?) le vino a la mente. Por falta de un clavo se pierde la herradura; por falta de una herradura se pierde el caballo; por falta de un caballo, el jinete se pierde.

Pues bien, este jinete no se iba a perder.

A éste, él lo clavaría.

Randall tomó el teléfono y apretó el timbre.

– Ángela, llama a Naomí Dunn. Dile que quiero tomar un avión a París dentro de las próximas dos horas. Pídele que me concierte una cita con el profesor Henri Aubert, en su laboratorio, para esta misma tarde.

– ¿Otro viaje? ¿Sucede algo, Steven?

– Sólo una investigación -dijo él-. Un poco más de investigación.


Una vez más, Randall se encontraba en París, en el Centre National de la Recherche Scientifique en la Rue d'Ulm, donde el profesor Aubert tenía su oficina y sus laboratorios.

Ahora, sentados en los extremos opuestos de un sofá estilo Luis XVI, se encontraban frente a frente, mientras Aubert abría la carpeta de archivo que le acababan de entregar.

Antes de examinar el contenido, Aubert se sobó una ceja.

Sus angulosos rasgos reflejaban asombro.

– Aún no comprendo, Monsieur Randall, por qué desea usted que revise por segunda vez los resultados de nuestro análisis de los papiros de Monti. No le puedo informar nada distinto de lo que le informé a usted durante nuestra primera reunión.

– Sólo deseo asegurarme de que no pasó nada por alto.

El profesor Aubert aún no se sentía satisfecho.

– No hay nada que pudiera yo haber pasado por alto, especialmente en el caso de los papiros de Monti.

Observó a Randall y agregó:

– ¿Hay algo en particular que lo esté preocupando?

– A decir verdad -admitió Randall-, existe cierta confusión con respecto a la traducción hecha de una hoja llamada Papiro número 9.

Randall buscó con la mano su portafolio, que yacía junto al sofá, lo abrió, y extrajo la fotografía del Papiro número 9, tomada por Oscar Edlund.

– Ésta -dijo, mostrándosela al profesor francés.

– Un espécimen muy hermoso -Aubert se encogió de hombros resignadamente-. Muy bien. Permítame revisar nuestra prueba de los papiros.

Randall devolvió la fotografía a su portafolio, llenó su pipa y comenzó a fumar, mientras observaba al profesor Aubert que hojeaba los informes de sus pruebas. Aubert sacó dos pedazos de papel amarillo y los leyó mentalmente con cuidado.

Después de un intervalo, Aubert miró a Randall.

– Los resúmenes de nuestras pruebas de carbono 14 confirman lo que usted ya sabe. El papiro en cuestión es absolutamente auténtico. Proviene del siglo i y se puede lógicamente fechar en el año 62 A. D., cuando Santiago escribió sobre esta fibra comprimida.

Randall tenía que reasegurarse. Había estado trabajando durante su vuelo a París.

– Profesor -le dijo- algunas autoridades han criticado las pruebas del radiocarbono. G. E. Wright hizo que se comprobara un antiguo pedazo de madera tres veces, y le dieron tres fechas distintas, tan separadas entre sí como 746 a. de J. y 289 a. de J., y después de que el doctor Libby dio a conocer su prueba de los Rollos del Mar Muerto, en 1951, alguien que escribió en la revista The Scientific American, un año después, pensó que existían muchos «enigmas, contradicciones y debilidades» acerca de las pruebas de datación por radiocarbono y que tal procedimiento aún estaba lejos de ser «tan perfecto como una máquina eléctrica para lavar platos». ¿Acaso ha tenido en cuenta tal margen de error?

El profesor Aubert rió entre dientes.

– Por supuesto que sí. Y, ciertamente, los críticos que ha mencionado usted tenían razón. Ellos hablaban de un margen de error bastante amplio, allá en la década de los cincuenta. En aquel tiempo, a través de nuestras pruebas, era posible ubicar un objeto dentro de un margen de cincuenta años de su fecha de origen. Gradualmente, con mejoras, bajo condiciones favorables, hemos podido señalar un hallazgo antiguo dentro de un límite de veinticinco años. -Hizo a un lado su carpeta-. Si tiene más aprensiones acerca de la autenticidad del Papiro número 9, puede despojarse de ellas. Tengo los informes sobre mis pruebas, y tengo una larga experiencia en la interpretación de informes semejantes. Con eso basta. De hecho, con la debida modestia, mi palabra debería ser suficiente para tranquilizarlo. Puede usted confiar en mí, Monsieur Randall.

– ¿De veras? -dijo Randall. No tenía intenciones de soltarle la pregunta así, pero había demasiado en juego para andar encubriendo la verdad. Y añadió-: ¿Está usted seguro de que puedo confiar en usted completamente?

El profesor Aubert, que había comenzado a ponerse de pie, preparándose para concluir la entrevista, volvió a sentarse. Sus angulosos rasgos se habían vuelto más rígidos.

– Monsieur, ¿qué está usted sugiriendo?

Randall se dio cuenta de que había ido demasiado a fondo para retractarse. Hundió el puñal sin consideración alguna.

– Estoy sugiriendo que usted no ha sido sincero conmigo. Cuando estuvimos juntos la última vez, me mintió acerca de de su vida personal.

El profesor Aubert observó a Randall por un instante, y cuando habló, lo hizo cautelosamente.

– ¿De qué habla usted?

– Usted habló mucho de su nueva fe en el futuro. Me dijo que por fin le había dado a su esposa el hijo que ella siempre había deseado. Desde entonces, he sabido de cierta fuente que usted se sometió a una vasectomía; que voluntariamente hizo, hace varios años, arreglos para que lo esterilizaran, a efecto de que no pudiera (y no puede) preñar a una mujer.

Aubert estaba visiblemente sacudido.

– Su fuente, Monsieur… ¿Quién le proporcionó tal información?

– El dominee Maertin de Vroome, quien parece haber investigado muy de cerca a varias personas involucradas en nuestro proyecto. Él me dio esta información gratuita acerca de usted.

– Y, ¿le creyó usted? Después de todo, Monsieur, usted vio a Gabrielle, mi mujer. Usted vio por sí mismo que ella está en un avanzado estado de preñez.

La conversación se estaba volviendo más delicada para Randall. Sin embargo, decidió continuar.

– Profesor Aubert, yo no dije que su esposa no pudiera tener un hijo. Dije que, según De Vroome, usted no podía embarazarla, aunque usted me había dicho lo contrario -Randall titubeó, y luego añadió-: Menciono esto sólo porque estábamos hablando acerca de la confianza.

El profesor Aubert asintió con la cabeza, casi para sí mismo, y pareció ablandarse un poco.

– Muy bien. Tiene usted razón. Si ha de confiar en mi palabra, debe creerla sin excepción. Está bien, es verdad. Lo que le dijo su informador es cierto. Tontamente, me sometí a la operación, la vasectomía, hace tiempo. Soy estéril. Soy incapaz de preñar a una mujer. Sin embargo, esto es algo de lo cual uno generalmente no habla, y ciertamente no es algo de lo cual mi palabra o mi integridad debieran juzgarse. Lo que es importante es lo que le dije acerca del efecto que Petronio y Santiago tuvieron sobre mí y de mi retorno a la fe. En ambos sentidos, le dije la verdad. Lo que también es cierto es que yo le había informado a Gabrielle que yo deseaba un hijo tanto como ella, o quizás aún más intensamente. Así que le dije que encontrara la forma de embarazarse.

Randall se sintió avergonzado por haber sacado a relucir todo el asunto, y sintió repulsión por el dominee De Vroome, que lo había programado para desconfiar de sus colegas.

– Lo siento, profesor Aubert. Lamento mucho haber dudado de su palabra, aunque fuera por un momento.

El científico francés trató de sonreír, pero no pudo.

– Es comprensible, dadas las circunstancias. Pero ahora, ¿está usted satisfecho?

– Estoy completamente satisfecho -dijo Randall, disponiéndose a partir-. Quería asegurarme de que la escritura del papiro data de tiempos de Cristo, y usted me lo ha aseverado.

El profesor Aubert había vuelto a sentirse alerta y profesional.

– Perdón, Monsieur Randall, pero creo que usted me mal entendió. Yo no le garanticé que la escritura del papiro date de tiempos de Cristo, sino sólo que el papiro en sí data de aquella época. Nuestro proceso de datación por medio del radiocarbono puede autenticar el papiro, pero no lo que aparece en él. Nuestras pruebas muestran que el material empleado para el Evangelio según Santiago (incluyendo en este caso el material empleado en el Papiro número 9) es lo que representa ser. En cuanto al mensaje escrito en el papiro…, estando seguro de que también es auténtico, no obstante, ése no es mi campo y no está dentro de mis terrenos científicos.

Esa diferencia, que nunca se le había ocurrido a Randall, ahora lo hacía dudar de nuevo.

– Bueno, ¿a quién le corresponde ese campo entonces? ¿Quién autentica la escritura?

– Este proceso requiere de un cierto número de especialistas. Habría otros dos científicos involucrados. Uno de ellos examinaría el papiro ante una lámpara ultravioleta para detectar si existe cualquier indicio de alguna escritura anterior, para averiguar si es que alguien consiguió un pedazo de antiguo papiro borrado. El otro científico, un químico, haría un análisis químico de los pigmentos de la tinta en sí. Por ejemplo, para sus escritos, Santiago el Justo empleó como pluma una caña, cortada en diagonal para sacarle punta, y la sumergió en tinta hecha de noir de fumée (negro de humo), mezclada con una antigua clase de cola. Esa tinta puede analizarse para indicar si pertenece a la época del año 62 A. D.

– Pero, ¿quién hace las pruebas de lo que está escrito, de la escritura en sí?

– Sabios, teólogos y críticos textuales experimentados. Los críticos textuales comparan el fragmento en arameo con otros escritos. Los sabios o eruditos se encargan de ver que el texto esté escrito en el anverso del papiro y no en el reverso. Pero el criterio más importante se relaciona con la calidad y el estilo (o uso) del lenguaje para autenticar el arameo. -El profesor Aubert esbozó una sonrisa-. Pero todo esto se hizo, todo, para autenticar el Evangelio según Santiago. Se utilizaron grupos de expertos para verificar la escritura. No veo justificación para que usted dude de ellos.

– Tiene usted razón, naturalmente -dijo Randall-. Sin embargo, digamos que yo soy irrazonable y obstinado. Supongamos que todavía guardo la más mínima duda. ¿Cómo podría descartarla?

– Es muy sencillo. Consultando al principal experto en arameo que hay en todo el mundo. Es lo más que puede usted hacer.

– ¿Quién es ese experto?

– Existe un erudito en arameo que sobresale de entre todos los demás -dijo el profesor Aubert-. Existen muchos que son brillantes, por supuesto, como el doctor Bernard Jeffries, de Resurrección Dos, o el reverendo Maertin de Vroome, de la facción de la oposición. Pero hay otro que está muy por encima de ellos. El abad Mitros Petropoulos del monasterio de Simopetra, en el Monte Atos.

– El abad Petropoulos -dijo Randall, arrugando la frente-. No me suena su nombre. Ni el del Monte Atos. ¿Dónde queda eso?

– Es uno de los pocos lugares verdaderamente arcaicos que quedan sobre la Tierra -dijo el profesor Aubert saboreándolo-. Atos es una comunidad monástica que está en una remota península de Grecia, aproximadamente 240 kilómetros al norte de Atenas, frente al Mar Egeo. Es un pequeño territorio con gobierno autónomo y veinte monasterios ortodoxos griegos regidos por un Santo Sínodo que está integrado por un monje representante de cada monasterio. Fue establecido hace más de mil años, probablemente en el siglo ix, por Pedro el Atonita, y fue el único centro cristiano que sobrevivió al imperio islamita u otomano. A principios de este siglo existían, creo yo, cerca de ocho mil monjes en las cimas de Atos. Hoy en día habrá quizá tres mil.

Todo esto era nuevo para Randall, y se le antojaba fantástico.

– Y esos monjes…, ¿qué hacen allí?

– ¿Qué hacen los monjes en todas partes? Oran. Buscan el éxtasis, la unidad con Dios. Buscan la revelación divina. En realidad, en el Monte Atos existen dos sectas. Una secta es cenobítica, ortodoxa, austera, rígida, donde los monjes se apegan a los votos de pobreza, castidad y obediencia. La otra secta es idiorrítmica, más relajada, más democrática, que permite el dinero, las posesiones personales y las comodidades. Naturalmente, el abad Petropoulos es un monje cenobita. Sin embargo, su gran reputación como especialista en arameo lo ha hecho más mundano. Estudia tanto como reza, mientras que otros monjes también enseñan, pintan, o cultivan los jardines cuando no se encuentran entregados a sus devociones.

– ¿Conoce usted al abad? -preguntó Randall.

– No, personalmente no. Pero una vez hablé con él por teléfono (es incongruente, pero algunos monasterios tienen teléfono), y también he cruzado correspondencia con él. Verá usted, el Monte Atos es una bodega de manuscritos antiguos (existen por lo menos diez mil en sus bibliotecas) y, en repetidas ocasiones, cuando han reaparecido pergaminos medievales olvidados, el abad Petropoulos me los ha enviado para que los analice. Me consta, por lo que me han dicho, que es la primera y última autoridad en el arameo del siglo i.

Mientras el profesor decía lo último, Randall había buscado su portafolio y encontrado el directorio confidencial del personal que había trabajado o que estaba trabajando en el «Hotel Krasnapolsky» en Amsterdam. Examinó rápidamente la lista de traductores y expertos en idiomas internacionales que había en el proyecto. Entre ellos no pudo encontrar el nombre del abad Mitros Petropoulos. Randall levantó la vista.

– Bueno, esto es muy extraño. El nombre del abad no aparece como asesor lingüístico, pasado o presente, de Resurrección Dos. Aquí tenemos el descubrimiento arqueológico religioso más importante de la historia. Está escrito en arameo. Y usted me está hablando del mejor de los expertos en arameo en todo el mundo. Sin embargo, ese experto nunca formó parte de nuestro proyecto. ¿Tendría usted alguna idea de por qué nunca se le utilizó?

– Estoy seguro de que en algún momento dado se le consultó -dijo el profesor Aubert-. Sería impensable que un hallazgo como el de los papiros de Santiago no pasara frente a sus ojos. Debe haber alguna explicación.

– ¿Cuál explicación?, me pregunto yo.

– Hable con el doctor Deichhardt o el señor Wheeler. Ellos contrataron a los traductores. Ellos sabrán. O vea al profesor Monti. Seguramente él también lo sabe.

– Sí -dijo Randall inciertamente. Sabía que sería imposible hablar con Wheeler o con cualquiera de los otros editores en Maguncia. El profesor Monti, que se encontraba retirado en Roma, sería igualmente difícil de localizar. De pronto, a Randall se le ocurrió algo-. Profesor Aubert, tengo una idea de cómo podría yo aclarar este asunto del abad Petropoulos. ¿Tiene usted un teléfono disponible?

El profesor Aubert se levantó del sofá y señaló el teléfono que estaba sobre su escritorio.

– Puede usar mi teléfono y hablar en privado. Quiero archivar el expediente de estas pruebas y ver cómo andan las cosas en el laboratorio. Estaré de vuelta en diez minutos. ¿Desea que mi secretaria gestione la llamada?

– Si no es mucha molestia. Quisiera que llamara por cobrar a nuestras oficinas principales en Amsterdam. Deseo hablar con la señorita Ángela Monti.


Había estado hablando con Ángela durante algunos minutos. Fingió haber telefoneado para averiguar si en el curso del día había habido algún asunto importante que hubiera requerido su atención personal.

Ahora, casi casualmente, le planteó la pregunta:

– A propósito, Ángela, hay otra cosa que quería preguntarte. Después de que tu padre hizo su descubrimiento, ¿sometió los papiros de Santiago a algunos de los principales expertos en arameo… o eso lo hicieron los editores después de que arrendaron los papiros?

– Claro que mi padre hizo examinar los papiros por varios expertos en arameo. Papá podía leer el arameo lo suficientemente bien como para saber el valor de lo que había hallado, pero no podía confiar sólo en sí mismo. Tuvo que recurrir a los más sobresalientes eruditos en lenguas semíticas.

– ¿En Roma, o consultó a eruditos de otras partes?

– De todas partes. Fue necesario. Tú conoces los resultados. -Hubo un corto silencio-. ¿Por qué me lo preguntas, Steven?

– Simplemente tenía curiosidad.

– ¿Simplemente tenías curiosidad? Ya te conozco bien, Steven. ¿Qué es lo que te preocupa del arameo?

No había razón para ocultárselo, pensó Randall. Esta mañana ella había demostrado que era completamente sincera y digna de confianza.

– Bien, no tengo tiempo de entrar en detalles. Ya descubrí al traidor del proyecto. No es el doctor Knight. Es alguien más. A través de esa persona, me he enterado de que podría haber un… un error de traducción en el texto arameo… algo que presenta una inexplicable discrepancia.

– ¡Oh, no puede ser! Demasiados especialistas en arameo, los mejores que existen, han estudiado el texto de los papiros.

– Bueno, eso es lo que me preocupa -dijo Randall-. Que no todos los mejores especialistas hayan sido consultados. Acabo de enterarme en París, por conducto del profesor Aubert, que el principal erudito en arameo en todo el mundo es el abad Mitros Petropoulos, superior de uno de los monasterios que hay en el Monte Atos, en Grecia. Su nombre no aparece en la lista de los que han colaborado en Resurrección Dos. ¿Te suena ese nombre, Ángela?

– ¿El abad Petropoulos? Naturalmente. Lo conocí personalmente. Mi padre sabía que el abad era el erudito más sobresaliente en arameo y, hace cinco años, mi padre y yo fuimos al Monte Atos para verlo. Fue de lo más hospitalario con nosotros.

– Y, ¿tu padre le mostró los papiros al abad Petropoulos?

– Así fue. Le pidió al abad que examinara y autenticara el texto en arameo. Fue una experiencia inolvidable. El monasterio… ya olvidé cuál de ellos… era muy pintoresco. El abad se tomó bastante tiempo para inspeccionar y analizar la escritura. Papá y yo tuvimos que pasar la noche allí… y comer esa horrible comida… me parece que nos sirvieron pulpo cocido… hasta que el abad terminó sus exámenes y pruebas el segundo día, sintiéndose verdaderamente emocionado con el descubrimiento. Dijo que no existía nada en el mundo que se le comparara. Nos aseguró su completa autenticidad.

– Pues, créeme que me da mucho gusto saberlo -dijo Randall aliviado-. Lo único que me desconcierta es por qué el doctor Deichhardt no empleó al abad Petropoulos en lugar del doctor Jeffries para supervisar la traducción final. Yo creo que el abad debió haber sido el primer erudito a quien deberían haber contratado.

– Lo intentaron, Steven. Mi padre les recomendó al abad y los editores querían emplearlo, pero el obstáculo lo fue el propio abad Petropoulos. Él había entrado a un prolongado período de ayuno, lo cual, por encima de la limitada dieta del monasterio, las condiciones insalubres y el agua contaminada, lo debilitó, cayendo gravemente enfermo. Se veía muy débil cuando mi padre y yo lo visitamos. De cualquier forma, cuando comenzó la labor de traducción el abad se encontraba demasiado enfermo para abandonar el Monte Atos y venir a Amsterdam. Los editores no podían esperar a que se restableciera, así que tuvieron que conformarse con que el abad sólo verificara los papiros. Para la traducción, pensaron que podían proceder con otros eruditos que eran casi tan capaces como el abad.

– Eso lo explica todo -dijo Randall.

– Ahora, ¿quieres dejar de preocuparte y regresar a mi lado?

– Jurado que regresaré a tu lado. Te veré esta noche, querida.

Después de colgar, Randall se sintió mejor. Si el abad Petropoulos había autenticado la escritura de los papiros y el profesor Aubert había autenticado el material de los mismos, no había adónde más ir ni nada más que cuestionar. Si Hans Bogardus había descubierto una falla en el texto, debía ser una falla menor, resultante de una sombra en la traducción. Randall dejaría que los editores y los teólogos se encargaran de hacer las investigaciones posteriores. Él ya había hecho suficiente, y ahora se sentía reasegurado de que el Nuevo Testamento Internacional… y su propia fe creciente… estarían a salvo del enemigo.

Cinco minutos después, con su portafolio bajo el brazo, salió a esperar al profesor Aubert afuera de su oficina para agradecer al científico la generosidad de su tiempo y su colaboración.

Cuando el profesor Aubert regresó, Randall le dio las gracias.

– Me voy de regreso a Amsterdam -le dijo-. Ya todo está aclarado.

– Ah, bon, me da mucho gusto -dijo el científico-. Permítame acompañarlo a la puerta. -Mientras caminaban, el profesor Aubert le dijo-: ¿Así que la señorita Monti le informó que el abad Petropoulos trabajó para los editores del proyecto?

– No precisamente en el proyecto -dijo Randall-. Sino que antes, hace cinco años, el abad vio y examinó los papiros que contienen el Evangelio según Santiago, y los autenticó completamente. De hecho, el profesor Monti y su hija Ángela viajaron a Grecia y pasaron dos días con Petropoulos en su monasterio del Monte Atos, mientras el abad examinaba la escritura aramea.

El profesor Aubert miró a Randall agudamente.

– ¿Lo oí decir, señor Randall, que la señorita Monti acompañó a su padre a visitar al abad?

– Así es.

– ¿Que los dos fueron juntos al Monte Atos?

– Sí, la señorita Monti y su padre estuvieron allá.

– ¿Eso le dijo la señorita Monti? -dije el profesor Aubert incrédulamente.

– Sí, eso me dijo.

El profesor echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

– Pas possible.

– ¿Qué tiene eso de gracioso?

El profesor Aubert trató de contener la risa y pasó un brazo por encima de los hombros de Randall, diciendo:

– Porque le jugó una broma, señor Randall. Ella le estaba… ¿cuál es la expresión?… ¡Ah, sí, claro! Le estaba tomando el pelo.

A Randall no le hizo gracia.

– No entiendo.

– Ya lo entenderá. Verá usted, cualquiera que conozca algo acerca del Monte Atos, sabe que la señorita Monti jamás pudo haber estado ahí. Ella no podría poner un pie en esa península, ni hace cinco años ni hoy ni nunca. Qué, ¿no se lo mencioné antes? La razón por la cual el Monte Atos es uno de los lugares únicos en el mundo es que a ninguna mujer se le permite cruzar la frontera de esa comunidad monástica. En mil años, ninguna mujer ha estado ahí.

– ¿Qué?

– Es verdad, señor Randall. Desde el siglo ix, en virtud del voto de castidad y para reducir las tentaciones sexuales, las mujeres han sido excluidas del Monte Atos. En realidad, excepto por los insectos, las mariposas y las aves salvajes, que no pueden controlarse, cualquier hembra está proscrita. En el Monte Atos existen gallos pero no hay gallinas, toros mas no vacas, carneros mas no ovejas. Hay gatos y perros, pero no del género femenino. La población es totalmente masculina. Nunca ha nacido un niño ahí. El Monte Atos es la tierra sin mujeres. Así que le aseguro que cuando la señorita Ángela le habló de haber estado allí, sólo estaba bromeando.

– Hablaba con absoluta seriedad -dijo Randall en un tono de voz casi inaudible.

Al observar el rostro de Randall, el profesor Aubert se tornó grave.

– Tal vez quiso decir que el profesor Monti fue solo a ver al abad Petropoulos.

– Ninguno de los dos vio al abad -dijo Randall austeramente-, y el abad jamás ha visto el texto arameo de los papiros -Randall hizo una pausa-. Pero los verá, porque yo voy a mostrárselos. Profesor Aubert, ¿cómo puedo llegar al Monte Atos?

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