Estaba ya avanzada la tarde de ese lunes, por fin. Era un día cálido, mas no ardiente, y el sol ya estaba bajo. Steven Randall se encontraba sentado en el Café Doney, en la Via Veneto, esperando a Robert Lebrun.
Distraídamente, Randall jugueteaba con la copa de Campari que aún no había probado y que se encontraba en la mesa frente a él. Su cabeza volteaba de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, como si estuviera contemplando un partido de tenis, mientras inspeccionaba la incesante corriente de peatones que iban y venían por la acera, entre las hileras de mesas.
Estar tan intensamente a la expectativa resultaba agotador, y Randall se dijo a sí mismo que Lebrun llegaría a la hora que había prometido llegar, y trató de relajarse. Se masajeó la nuca, estando sus músculos tensos como cables, y se permitió el pequeño lujo de dejar que su mente divagara.
La marcha del tiempo, desde la partida de Lebrun el sábado por la noche hasta esta hora de su reunión, ya bien entrada la tarde del lunes, pudo haber sido intolerable, de no ser porque Randall se había propuesto ocupar casi todo su tiempo con trabajo; aunque era verdad que no había trabajado el sábado por la roche. Después de despedir a Lebrun, pero especialmente después del conflicto que tuvo con George L. Wheeler por teléfono, había estado demasiado agitado para hacer algo de significación. En cambio, había comido un bocadillo en su habitación, meditando acerca del futuro inmediato. ¿Qué sucedería si (a pesar de la burla de Wheeler en cuanto a la posibilidad de una falsificación) Lebrun entregaba la prueba contundente del fraude? ¿Cuál sería el siguiente paso de Randall? ¿Se presentaría ante Wheeler y Deichhardt y los otros editores y les mostraría la evidencia, obligándolos a aceptar lo que ya no podrían negar? Por otra parte, ¿qué pasaría si ellos rechazaran arbitrariamente la verdad? ¿Qué sucedería entonces? Era poco probable que ignoraran una prueba genuina de la falsificación; pero, ¿y si lo hicieran?
Había otras alternativas que Randall ya había estudiado cuidadosamente, contemplándolas como posibilidades. Lo único que no había podido prever era lo que habría en todo esto para él, excepción hecha de la satisfacción de haber descubierto la verdad. Una satisfacción sombría, esa perspectiva de una verdad acompañada por la destrucción de su renovada fe; pero sombría o no, de alguna manera le daría a su propio yo una nueva dimensión.
Ayer, durante todo el día y parte de la noche, realmente se había entregado a su trabajo. Todavía estaba en la nómina de Resurrección Dos, y consideró que su deber era aportar lo que se esperaba de él. Pero había sido un trabajo lento, forzado, el cotejar investigaciones y escribir gacetillas de Prensa que ensalzaban el milagro del Nuevo Testamento Internacional. Fue terrible, porque se trataba de los preparativos para la glorificación de lo que él ahora consideraba una causa perdida, una farsa que jamás vería la luz del día.
Además, durante el día de ayer, había hablado constantemente por teléfono a Amsterdam (por lo menos seis veces) para colaborar con su personal de relaciones públicas. Todo su equipo estaba allá el domingo, trabajando afanosamente… O'Neal, Alexander, Taylor y De Boer. Por teléfono le habían leído sus gacetillas, y él les había hecho sugerencias y correcciones, y les había dado instrucciones de último minuto. Él, por su parte, les había dictado sus propias gacetillas para que se les hiciera una revisión final y pasaran al mimeógrafo.
Jessica Taylor le había dicho, entre otras cosas, y casi como un aparte muy casual, que Ángela Monti había regresado de Roma y se había presentado en las oficinas, asombrándose de no encontrarlo allí y preguntando por él. Al oír esto, Randall le había pedido a Jessica que notificara a Ángela que él todavía se hallaba en Roma atendiendo algunas citas y entrevistas, pero que estaría de vuelta el martes. ¿Había algo más que decirle a Ángela? No, nada más; sólo que continuara a cargo de su oficina y atendiera el teléfono.
Contrariamente a Wheeler, ni uno solo de los miembros de su equipo le había preguntado qué diablos estaba haciendo en Roma en un momento tan atareado como ése.
Dos cosas más habían ocurrido el día de ayer. La primera, vital; la segunda, en cierto modo, crucial.
El asunto vital fue que había telefoneado a su abogado, Thad Crawford, despertándolo en su apartamento en Nueva York, y le había ordenado que fuera al Banco temprano por la mañana del lunes y utilizara su carta poder para que le transfirieran a Randall 20 mil dólares a Roma, y que se hiciera cargo de que el dinero estuviera disponible en efectivo y en dólares norteamericanos.
El asunto crucial (crucial únicamente porque Wheeler lo había desconcertado respecto de la veracidad de Lebrun, o la falta de ella) era el de asegurarse acerca del ex convicto con quien en breve estaría negociando. Un antiguo amigo de Randall (se habían iniciado juntos en el campo publicitario) hacía mucho que había abandonado las relaciones públicas para retornar a su primer amor, el periodismo, y había estado de plantilla en la oficina parisiense de la Prensa Asociada, en la Rue de Berri, durante muchos años. Su nombre era Sam Halsey, un individuo agudo a quien no había desanimado la rutina y cuya amistad Randall apreciaba y disfrutaba cada vez que la renovaban en prolongadas sesiones de bebida cuando Sam iba a Nueva York a pasar sus vacaciones.
Así que lo segundo había sido localizar a Sam Halsey en París el día de ayer, y afortunadamente, Randall lo había encontrado de inmediato, tan alegre y profano como siempre, pegado al solitario escritorio del despacho nocturno de la Prensa Asociada.
Randall le había especificado que quería pedirle un favor: que se llevara a cabo cierta investigación, pero indicándole que requería las respuestas antes del siguiente atardecer. ¿Contaba Sam con alguien que pudiera hacerlo? Sam le había preguntado qué era lo que quería. Randall quería saber si el Ejército francés había formado un regimiento llamado la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo en el año de 1915. Además, Randall quería saber si había algún registro en los expedientes del Ministerio de Justicia acerca de un joven francés llamado Robert Lebrun, quien había sido arrestado y enjuiciado por falsificación en 1912 y sentenciado a la Isla del Diablo. Intrigado, Sam Halsey se había ofrecido como voluntario para hacer él mismo la investigación a la mañana siguiente y luego llamarle.
El día de hoy, durante la mañana y la tarde de este lunes, Randall no había trabajado para Resurrección Dos. Todo lo contrario (como Wheeler habría señalado, de haberlo sabido), Randall se había entregado a actividades opuestas a los intereses de sus engañados patrones.
Thad Crawford había resuelto lo que Wheeler (otra vez Wheeler, ¡maldito!) habría calificado como las treinta monedas de plata. Randall había recogido ya los veinte mil dólares en las oficinas de American Express, cerca de la Piazza di Spagna. El efectivo, en billetes de alta denominación, se encontraba en una caja de seguridad en el «Hotel Excelsior», listo para ser entregado a Lebrun a cambio de la prueba de su falsificación.
Antes de eso, habían llegado dos llamadas telefónicas de Sam Halsey desde París. La primera había sido para informar que después de mucho presionar al departamento de Prensa del Ministerio de la Defensa Nacional, su portavoz, renuentemente, había permitido a Sam examinar los documentos clasificados en el Service Historique de l'Armée en Vincennes. Allí, el guardián sí había cooperado. Revisó junto con Sam los antiguos archivos y le confirmó que, en efecto, había existido un regimiento formado por convictos voluntarios de la Guayana Francesa en el año de 1915 y que habían combatido en la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo, bajo el mando del general Pétain. Sin embargo, hubo una desilusión. En el registro de enlistados no existía «Lebrun, Robert». Lo más parecido a ese nombre, bajo la L, había sido un «Laforgue, Robert». Pero Sam aún no terminaba. Se iba a dirigir al Ministerio de Justicia para seguir hurgando, y ofreció a Randall que volvería a llamarle dentro de unas cuantas horas.
Sam Halsey había llamado por segunda vez en menos de una hora. Los empolvados archivos del Ministerio de Justicia, correspondientes a 1912, tampoco tenían registrado a ningún criminal bajo el nombre de «Lebrun, Robert». Pero con su olfato de reportero, y sólo por no dejar, Halsey había buscado ese otro nombre similar, el nombre de «Laforgue, Robert».
– Lotería, Steven… encontré un falsificador, un criminal con cinco alias, uno de los cuales era… escucha esto, amigo mío… «Lebrun, Robert», sentenciado a cadena perpetua en la colonia penal de la Guayana Francesa, en 1912.
Así que Lebrun había dicho la verdad. A pesar de lo que Wheeler decía, a Lebrun no se le había sorprendido en una sola falsedad, por lo menos hasta ahora. La creencia de Randall en la historia de la falsificación y en la evidencia que esperaba, se había fortalecido por completo.
Confiadamente, Randall había bajado al Café Doney diez minutos antes de las cinco para aguardar la llegada de Robert Lebrun.
Randall dejó de lado sus divagaciones y se concentró en el presente, en la proximidad de su pesquisa. Miró su reloj, e instantáneamente se sintió inquieto y ansioso por lo que las manecillas le indicaron. Eran exactamente las cinco veintiséis. Echó una ojeada alrededor, buscando nuevamente. La acera estaba abarrotada. Tantos extraños, tantos rostros diferentes… pero ninguno era el rostro de la persona que estaba indeleblemente marcada en su cerebro.
Ya habían pasado 30 minutos de la hora que Robert Lebrun había fijado inequívocamente para su encuentro.
Randall se concentró en el continuo desfile de peatones que se movían incesantemente; en los hombres, en los ancianos, previendo el salto de entusiasmo que daría cuando viera al encorvado viejo, con su andar desgarbado, el cabello teñido de color castaño, los anteojos con cristales oscuros y aros de metal, sus astutas facciones corroídas y carcomidas por el tiempo, y arrugadas como una ciruela pasa… el hombre que traería dos objetos que vender: primero, un pequeño paquete con un devastador fragmento que contenía en tinta invisible el alarido del fraude y luego, otro paquete, más voluminoso, con una pequeña caja de acero en la que estaban las desoladas porciones de un antiguo rompecabezas y el réquiem para Santiago el Justo y Petronio el centurión.
Los minutos seguían pasando y el hombre no se veía por ningún lado.
El Campari de Randall permanecía intacto sobre la mesa, pero éste finalmente lo tomó y se lo bebió hasta el fondo.
Todavía no aparecía Robert Lebrun.
Poco a poco, Randall se fue descorazonando. Sus grandes esperanzas se habían derrumbado, se habían convertido en un desastre interno, y a los cinco minutos después de las seis de la tarde, sus esperanzas desaparecieron por completo.
Wheeler se lo había advertido: Él no irá a usted, Steven. Y Lebrun no había venido.
Randall se sintió abrumado, engañado e indignado. ¿Qué le había ocurrido a ese hijo de puta? ¿Había temido entregar sus pruebas? ¿Había cambiado de parecer? ¿Había decidido que no podía confiar en su nuevo socio, retractándose del compromiso? ¿Había negociado por otro lado, buscando una mejor oferta y recibiéndola? O, ¿a sabiendas de que estaba meramente perpetrando otra estafa, había sentido dudas de última hora?
Fuera cual fuese la respuesta, Randall tenía que saber por qué Robert Lebrun no había cumplido su promesa. Si Lebrun no venía a él, entonces, ¡maldita sea!, él iría a Lebrun. O, por lo menos, lo intentaría.
Randall arrojó quinientas liras y una propina sobre la mesa, se puso en pie y se dirigió a buscar a su especialista en Lebrun, el jefe de personal del Doney, Julio, el encargado de los camareros.
Julio estaba parado junto a. la puerta que había entre el café al aire libre y el restaurante interior, ajustándose el nudo de su corbata de lazo. Saludó a Randall efusivamente.
– ¿Está todo en orden, señor Randall?
– No precisamente -dijo Randall con seriedad-. Iba a encontrarme aquí con nuestro amigo (usted sabe, el que usted llama Toti o Duca Minimo) Robert Lebrun. Habíamos hecho una cita de negocios para las cinco de la tarde. Ya son más de las seis y aún no ha aparecido. ¿Es posible que hubiera venido antes de las cinco?
Julio negó con la cabeza.
– No, había muy poca gente en el café. Yo lo habría visto.
– Anteayer me dijo usted que, por lo que sabe, él siempre viene al Doney a pie. Usted admitió que por su pierna artificial, Lebrun no podría caminar una gran distancia, lo cual significa que probablemente vive cerca de aquí.
– Yo supongo que así es.
– Julio, reflexione. ¿Puede recordar si alguna vez oyó decir dónde vive?
El encargado parecía afligido.
– Nunca he sabido nada. Ni siquiera tengo una remota idea. Después de todo, señor Randall, tenemos muchos clientes, incluso muchos regulares -Julio trataba de serle útil a Randall-. Naturalmente, no hay residencias privadas, cuando menos no muchas, en las proximidades de este barrio, y si las hubiera, Toti… Lebrun… el señor Lebrun seguramente no podría darse ese lujo. Yo tengo la impresión de que él es pobre.
– Sí, es pobre.
– Así pues, tampoco tendría los medios para vivir permanentemente en un hotel. Existen unos cuantos hoteles baratos en la zona (que usan la mayoría de las muchachas que caminan por las calles), pero esos hoteles serían también demasiado caros para nuestro amigo. Yo creo que debe tener un pequeño apartamento. Hay muchos de clase inferior, no muy lejos, a una distancia que puede cubrirse caminando desde el Doney. Pero la pregunta es: ¿cuál es el domicilio? Y eso yo no lo puedo decir.
Randall había sacado su billetero. Incluso en Italia, donde los nativos son por lo general más simpáticos y serviciales con los extranjeros que en cualquier otra parte, las liras a menudo servían como un acicate para estimular una colaboración entusiasta. Randall puso tres mil liras en la mano de Julio.
– Por favor, Julio, necesito más ayuda de parte suya…
– Es muy amable de su parte, señor Randall -dijo el encargado, embolsándose los billetes.
– …O tal vez usted conozca a alguien que pueda ayudarme. Ya una vez me condujo usted hasta Lebrun. Tal vez pueda hacerlo de nuevo.
El encargado, pensativo, frunció el ceño.
– Existe una pequeña posibilidad. No puedo prometer nada, pero voy a ver. Si usted quiere ser tan amable de esperar.
Julio se alejó rápidamente por el pasillo hacia la acera y chasqueó los dedos imperativamente a varios camareros que estaban a su derecha, diciéndoles: «Per piacere! Facciamo, presto!» Luego se volvió hacia la izquierda, repitiendo la llamada.
De ambas direcciones se acercaron apresuradamente los camareros, reuniéndose con el encargado. Randall los contó; eran siete. Julio les hablaba animadamente, gesticulando, haciendo la pantomima del torpe caminar de Lebrun. Cuando terminó, varios de los camareros reaccionaron con un exagerado encogimiento de hombros. Dos o tres de ellos se rascaron la cabeza, tratando de pensar. Pero todos permanecieron mudos. Finalmente, Julio levantó las manos desamparadamente y disolvió el grupo. Seis de los camareros regresaron a sus puestos y sólo uno permaneció allí, rascándose la barbilla con una mano, pensativamente.
Julio se había vuelto hacia Randall. Sus rasgos trigueños tenían la expresión de un sabueso triste. Estaba a punto de hablar, cuando el camarero que estaba detrás de él saltó repentinamente.
– Julio -exclamó el camarero, sujetando al encargado por el codo.
Julio se inclinó hacia un lado, acercando el oído a la boca del camarero que le murmuraba algo. El camarero levantó un brazo, señalando hacia el otro lado de la calle, mientras Julio asentía con la cabeza y el rostro se le iluminaba con una sonrisa.
– Bene, bene -dijo Julio, palmeando al camarero en la espalda-. Grazie!
Randall permaneció de pie junto a la puerta, desconcertado, mientras Julio se acercaba z él apresuradamente.
– Es posible, es posible, señor Randall, pero uno nunca puede saber con esas mujeres -dijo Julio-. Los camareros conocen a la mayoría de las muchachas italianas que andan por las calles, las jóvenes prostitutas. Al igual que en todas partes de Europa, están por toda Roma (en el Jardín Pincio, en el Parque Caracalla, en la Via Sistina cerca de la Piazza di Spagna), pero las más bonitas, ésas vienen a la Via Veneto para sonreír a los paseantes y hacer negocio. A esta hora, muchas vienen a sentarse para tomar un aperitivo… algunas aquí, al Doney, pero la mayoría van al otro lado de la calle, donde está nuestra competencia, el Café París… Algunas veces allí está más animado. Así que Gino, el camarero que me hablaba, recuerda que Toti (el tal Lebrun) es amigo de muchas de las prostitutas. Gino dice que una vez Toti hasta iba a casarse con una de ellas.
Randall asintió con la cabeza ansiosamente.
– Sí, ya había yo oído hablar de eso.
– Gino dice que esa mujer con la que Lebrun se iba a casar cuando tenía mucho dinero tiene una amiga con la que vive en un cuarto, y esa amiga está siempre a esta hora en una mesa especial en el Café de París. Su nombre es María. Yo también la conozco. Gino cree que ella le puede decir dónde vive Lebrun. Puede ser que no lo diga, pero… -el encargado hizo una señal, restregándose los dedos pulgar e índice- un poco de dinero le soltará la lengua, ¿o no? Gino cree que ella está allí ahora. Iremos a ver. Yo le llevaré.
– ¿Puede hacerlo ahora mismo, Julio?
Julio sonrió ampliamente.
– Para un italiano, dejar el trabajo para hablar con una muchacha bonita, no es problema, es un placer.
Julio se dirigió hacia la apiñada acera con Randall detrás de él. Pasaron el «Hotel Excelsior» llegando hasta la esquina, y esperaron a que cambiara la luz del semáforo. Al otro lado de la calle, paralelo al Doney, Randall vio los toldos con el letrero: CAFÉ DE PARÍS RESTAURANTE. Las mesas, parcialmente escondidas tras unas plantas y arbustos, parecían tener más gente que las del Doney.
La luz del semáforo había cambiado. Conforme empezaban a cruzar la calle, esquivando los automóviles que viraban desde la intersección, Julio dijo:
– Lo presentaré sólo como un amigo norteamericano que desea conocerla. Después lo dejaré. Es lo mejor. Usted podrá explicarle a ella lo que desea. Todas ellas hablan inglés. María también.
Cuando llegaron al kiosco de revistas y periódicos, al otro lado de la calle, Randall detuvo a Julio un momento.
– ¿Cuánto debo ofrecerle a la chica?
– Una muchacha como María, que es de primera clase, les cobraría a los italianos diez mil liras (alrededor de quince dólares), pero a un turista, especialmente a un norteamericano que vista bien y no sepa regatear, quizá le pida veinte mil liras (treinta dólares), aunque tal vez regateando la consiga por menos. Esa suma cubre un máximo de media hora en la cama… en algún hotel cercano de segunda. Uno paga por el tiempo. Si todo lo que quiere es hablar, le cuesta lo mismo. Pero -Julio le guiñó un ojo-, algunas veces uno puede hablar y además hacer el amor. Esas muchachas están orgullosas de poder lograr muchas transacciones en poco tiempo. La media hora normalmente se convierte en diez minutos, lapso en el que se pueden encargar de un hombre. Son muy listas. Pero, veamos si María está en su sitio.
Julio se codeó para pasar entre los curiosos congregados alrededor del kiosco, se detuvo bajo el toldo rojo y miró hacia las hileras de mesas que estaban de espaldas a la Via Veneto. Randall lo había seguido, pero se mantuvo alejado a cierta distancia. Julio estaba buscando entre los parroquianos, y su rostro se iluminó al reconocerla. Hizo una señal a Randall y se deslizó entre dos mesas hacia la parte trasera. Randall lo seguía unos cuantos metros detrás.
Era una chica bonita y joven que estaba agitando la aceituna que tenía ensartada en un palillo de dientes dentro de su copa de Martini y que ahora levantaba una mano para saludar a Julio. Tenía cabello largo y negro que enmarcaba su virginal rostro; era el retrato de la pureza y la inocencia, desmentido sólo por su ligero vestido veraniego. Tenía en el frente un gran escote que revelaba la mitad de cada uno de sus grandes senos, era corto y estrecho y lo tenía bastante arriba, mostrando sus llenos muslos.
– María -murmuró Julio, haciendo el gesto de besar el dorso de la mano de la muchacha.
– Signore Julio -respondió la chica con complacida sorpresa.
Julio permaneció de pie, inclinándose hacia ella y hablándole en italiano, en voz baja y con rapidez. Escuchándolo, ella asintió dos veces con la cabeza y observó abiertamente a Randall, quien estaba de pie, sintiéndose incómodo y torpe.
Julio retrocedió e hizo avanzar a Randall.
– María… éste es mi amigo de Norteamérica, el señor Randall. Trátalo bien -se enderezó y le sonrió satisfecho a Randall-. María lo tratará bien. Por favor, siéntese. Arrivederci.
El encargado se había marchado, y Randall tomó una silla al lado de María, sintiéndose todavía incómodo y preguntándose si alguno de los otros parroquianos lo estaría mirando. Pero nadie parecía prestarles atención alguna.
María se acercó más a él, y los montículos de sus semidesnudos senos temblaron provocativamente. Volvió a cruzar las piernas y esbozó una media sonrisa.
– Mi fa piacere di vederla. Da dove viene?
– Lo lamento, pero no hablo italiano -se excusó Randall.
– Discúlpeme -dijo María-. Estaba diciéndole que estoy encantada de conocerlo y que de dónde es usted.
– Soy de Nueva York. Mucho gusto en conocerla, María.
– Julio dice que usted también es amigo del Duca Minimo -su sonrisa se hizo más amplia-. ¿Es cierto eso?
– Sí, somos amigos.
– Es un viejo agradable. Quería casarse con mi mejor amiga, Gravina, pero no tenía los medios. Qué lástima.
– Puede ser que pronto tenga dinero -dijo Randall.
– Oh, ¿de verdad? Eso espero. Se lo diré a Gravina -sus ojos se fijaron en los de Randall-. ¿Te gusto? ¿Piensas que soy bonita?
– Eres muy bonita, María.
– Bene. ¿Quieres hacer el amor ahora mismo? Te haré todo. Te haré un buen trabajo. Puedo hacerlo normalmente o a la francesa, como te guste. Estarás feliz. Sólo serán veinte mil liras. No es demasiado por un buen trabajo. ¿Quieres venir con María ahora?
– Mira, María, aparentemente Julio no te lo explicó… pero hay algo más importante que necesito de ti.
Ella parpadeó como si estuviera loco.
– ¿Más importante que hacer el amor?
– En este momento, sí. María, ¿sabes tú dónde vive Lebrun… el Duca… el Duca Minimo… sabes dónde vive?
Ella se puso instantáneamente en guardia.
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Yo tenía su dirección, pero la perdí. Se suponía que nos íbamos a reunir hace una hora. Julio pensó que tú me podrías ayudar.
– ¿Nada más para eso viniste conmigo?
– Es muy importante.
– Para ti sí, para mí no. Lo siento. Conozco su dirección, pero no puede darla. Él nos hizo jurar a mi amiga y a mí que nunca la daríamos. No puedo faltar a mi promesa. Así que tal vez ahora sí tengas tiempo para que María te haga el amor.
– Solamente tengo tiempo para verlo a él, María. Si él es tu amigo, puedo decirte que quiero verlo para ayudarlo -Randall sacó su billetero del bolsillo interior de la chaqueta-. Tú dijiste que harías el amor por veinte mil liras. Está bien, ¿te parece que vale veinte mil liras si puedes hacerme feliz de una manera diferente?
Él estaba extrayendo de su cartera los billetes de alta denominación cuando ella miró nerviosamente alrededor y le empujó la cartera.
– Aquí no, por favor.
– Lo lamento -Randall volvió a meter su billetero en el bolsillo, pero guardó el rollo de liras dentro del puño-. Para mí lo vale. No tienes que hacer nada. Sólo muéstrame dónde vive.
María contempló el dinero, que estaba medio escondido en la mano de Randall, y lo miró a él astutamente.
– He jurado no decirlo. Pero tú quieres ayudarlo. ¿Lo vas a hacer rico?
Randall estaba dispuesto a estar de acuerdo con todo.
– Sí.
– Si es por él, yo misma te mostraré dónde vive. Su apartamento está cerca de aquí.
Él suspiró aliviado.
– Gracias.
Sin demora, Randall pagó la cuenta de María y ambos se levantaron y abandonaron juntos el Café de París. Pasaron por el kiosco de la esquina, alcanzaron la luz verde del semáforo y cruzaron la Via Veneto hacia la esquina del «Hotel Excelsior».
Ella señaló una ancha calle que corría al lado del hotel.
– Via Boncompagni -dijo-. Él vive en esta calle, no muy lejos. Tres o cuatro manzanas. Podemos caminar.
María tomó a Randall del brazo y empezaron a caminar animadamente por la Via Boncompagni. Ella iba tarareando al caminar, pero al finalizar la primera manzana, se detuvo abruptamente y estiró la palma de su mano.
– Págame ahora -le dijo.
Él depositó el fajo de liras en la mano de María, que soltó a Randall con la otra mano mientras contaba cuidadosamente los billetes. Satisfecha, metió el dinero en su bolso blanco.
– Te llevaré con tu amigo -dijo ella.
María comenzó a caminar de nuevo, volviendo a tararear, y Randall caminó a su lado. Al llegar a la tercera manzana, él dijo:
– ¿Cómo sabes tú dónde vive el Duca?
– Te lo diré, pero no se lo repitas a él. Es muy orgulloso. Algunas veces, cuando Gravina o yo, y una o dos de las otras chicas también, no podemos conseguir cuarto en un hotel porque está lleno, hacemos un arreglo con el Duca para usar su habitación para atender nuestros clientes. Le pagamos a él la mitad de nuestros ingresos por usar su cuarto. A nosotros no nos importa. Él es amable, y eso le ayuda a pagar su renta.
– ¿Cuánto paga de renta?
– Por una habitación con baño y una pequeña cocina, cincuenta mil liras al mes.
– ¿Cincuenta mil? Eso equivale, aproximadamente, a ochenta dólares? ¿Puede él con ese gasto?
– Ha vivido aquí durante muchos años, dice él. Desde que era rico.
Estaban cruzando una intersección, la Via Piemonte, y llegando a la cuarta manzana.
– ¿Cuándo fue rico? -preguntó Randall.
– Él dice que hace cuatro o cinco años.
Eso concordaba, pensó Randall. Hacía cinco años que Lebrun había recibido su parte de la transacción con Monti por el descubrimiento de Ostia Antica.
– Aquí es -anunció María.
Se habían detenido frente a un edificio de apartamentos de seis pisos que tenia la fachada de piedra manchada de hollín. La entrada del edificio estaba entre la Iranian Express Company y un local con un letrero de BARBIERE y el típico poste de peluquería frente a la tienda.
Sobre el edificio de apartamentos de Lebrun, cincelada en piedra, había sólo una palabra: CONDOMINIO.
Debajo estaban dos enormes puertas de madera completamente abiertas, y más adentro había una puerta de vidrio y un pasillo de entrada con una especie de caseta, y hasta el fondo había un patio.
– Aquí te dejo -dijo María extendiéndole la mano-. Debo regresar a trabajar.
Randall le estrechó la mano.
– Gracias, María; pero, ¿dónde…?
– Entra. La caseta que ves a la derecha es donde el portiere deposita el correo. A la izquierda está el ascensor y también hay una escalera. Pero primero debes ver al portiere para decirle que quieres ver al Duca. Si no está en la caseta, ve al patio. A un lado están unas ventanas con macetas y plantas, frente a donde el portiere y su esposa viven. Llamas allí. Ellos te llevarán con tu amigo. Buona fortuna. -Ella empezó a alejarse, pero se detuvo y regresó para decirle-: Cuando le veas, no le digas que María te trajo hasta aquí.
– No se lo diré, María. Te lo prometo.
Randall la vio alejarse hacia la Via Veneto, meciendo sus desfajadas nalgas y su bolsa blanca, y luego se volvió hacia el edificio de apartamentos.
Robert Lebrun, pensó él. ¡Por fin!
A grandes zancadas cruzó la sucia entrada con piso de mármol, abrió la puerta de vidrio y penetró. La caseta del portero estaba vacía. Randall continuó hacia el oscuro patio.
Un montón de plantas de hule llenaban el centro del patio, y a la izquierda, desde una ventana abierta, un hombre joven, bastante moreno y de apariencia siciliana, estaba regando una hilera de plantas que había en el pretil de la ventana. De repente, dejó de regar para observar a Randall con curiosidad.
– Hola -dijo Steven-. ¿Habla usted inglés?
– Sí, un poco.
– ¿Dónde puedo encontrar al portero?
– Yo soy el portero. ¿Quiere algo?
– Un amigo mío vive aquí y yo quisiera…
– Un momento.
El portero desapareció de la ventana y segundos después volvió a aparecer a través de una puerta lateral que daba al patio. Era un hombre pequeño y gallardo que vestía una camisa azul de trabajo y unos parcheados pantalones de mezclilla. Se enfrentó a Randall con las manos en las caderas.
– ¿Quiere usted ver a alguien?
– A un amigo -Randall se preguntó qué nombre debería usar, lamentándose de no haberle preguntado a María bajo qué nombre conocían al anciano. Probablemente el italiano-. Signore Toti.
– Toti. Lo siento, pero no. No hay ningún Toti.
– Tiene un apodo. Duca Minimo.
– ¿Duca…? -El portero sacudió vigorosamente la cabeza-. No hay nadie aquí con ese nombre.
«Entonces debe ser Lebrun», decidió Randall.
– Bueno, en realidad, él es francés… casi todos lo conocemos como Robert Lebrun.
El portero miró a Randall.
– Hay un Robert… un francés… pero no es Lebrun. ¿Tal vez se refiere usted a Laforgue? ¿Robert Laforgue?
Laforgue, por supuesto. Ése era el nombre bajo el cual Sam Halsey, de la Prensa Asociada en París, había encontrado a Lebrun enlistado en los archivos del Service Historique. Era el nombre verdadero de Lebrun.
– Sí -exclamó Randall-. Ése es. Siempre confundo su apellido. A Robert Laforgue es a quien quiero ver.
El portero miró de una manera extraña a Randall.
– ¿Es usted pariente de él? -le preguntó.
– Soy un amigo cercano. El señor Laforgue me está esperando para discutir un asunto de negocios muy importante.
– Pero eso es imposible -dijo el portero-. Ayer al mediodía tuvo un accidente grave frente a la Stazione Ostiense. Fue atropellado por un automóvil cuyo chófer huyó. Murió instantáneamente. Mis condolencias, Signore. Su amigo está muerto.
Un joven y solícito oficial de Policía había conducido a Steven Randall hacia fuera de la Questura, el cuartel general de la Policía romana, y le había llamado un taxi, dándole instrucciones al chófer:
– Obitorio, Viale dell' Universitá -y rápidamente dijo algo más en italiano, repitiendo la palabra «Obitorio» y especificando la dirección exacta-, Piazza del Verano 38.
El chófer del taxi hizo rápidamente la señal de la cruz, accionó la palanca de velocidades y el automóvil inició la marcha veloz hacia el gran conjunto universitario romano donde estaba situado el depósito de cadáveres no identificados.
Meciéndose de un lado al otro mientras el taxi se traqueteaba al virar en las esquinas, Randall estaba todavía alterado por el impacto de la impresión, pero se iba recuperando gradualmente.
La mayoría de las personas, reflexionó Randall, experimentan pocos momentos de shock en toda su vida. Sin embargo, en poco más de un mes, él los había soportado (el impacto de la sorpresa o el horror, el repentino sacudimiento de los sentidos o las emociones) una y otra vez. Había soportado el ataque sufrido por su padre; lo de Bárbara y el divorcio; el problema de la drogadicción de Judy. Y detrás de todo eso estaban la ocasión en que lo habían inducido a creer que Ángela era la traidora en el proyecto y la vez en que se había enterado del fallo descubierto por Bogardus. Estaban también el momento reciente en que se había enterado que el profesor Monti estaba recluido en un manicomio y la ocasión cuando el dominee De Vroome le había revelado, en el ascensor, que acababa de ver al falsificador de los documentos de Santiago y de Petronio. Y habían habido otras ocasiones en las que una cierta información había hecho que la cabeza le diera vueltas y que la sangre se le helara. Para él, era como si el shock se hubiera convertido en un modo de vida.
Pero en ningún momento había sufrido un revés más grande que el recibido hacía dos horas, cuando el portero le había dicho que Robert Lebrun estaba muerto.
El golpe había sido tan inesperado que lo había dejado casi mudo. No obstante, horrorizado como estaba, había resistido la noticia, y hasta había recobrado la compostura, porque sus experiencias con Resurrección Dos lo habían condicionado a esos asaltos a su sensibilidad.
Podía recordar (todavía como si fuera un sueño) cómo el portero le había narrado los acontecimientos del domingo por la tarde, que apenas fue ayer. La Policía se había presentado en el edificio de apartamentos de la Via Bocampagni para averiguar si un tal Signore Robert Laforgue residía allí. Habiéndose asegurado de que ese edificio era en realidad donde Laforgue Lebrun vivía, los oficiales habían informado al portiere que el anciano había muerto en un accidente hacía tres horas.
La víctima estaba cruzando la plaza de la Piramide di Caio Cestio hacia la Porta San Paolo, la estación del Metro y del ferrocarril, en dirección a la pequeña estación conocida como Stazione Ostiense, cuando un automóvil grande y negro (un testigo creía que había sido un «Pontiac» norteamericano; otro pensaba que había sido un «Aston Martin» británico) se había precipitado hacia la plaza, golpeando a la víctima de frente, arrojándolo por lo menos a diez metros de distancia y desapareciendo de la vista en la confusión. La víctima, con el cuerpo aplastado y destrozado, había muerto instantáneamente.
La Policía había explicado al portero que, a pesar de que los efectos personales del muerto llevaban el nombre de Robert Laforgue y esta dirección, no habían encontrado en su persona nada más que indicara el nombre de algún familiar o amigo o compañía de seguros. ¿Sabía el portero de algún pariente o amigo que debiera ser notificado o que pudiera encargarse del cadáver? El portero no había podido recordar el nombre de ninguna persona allegada a la víctima. Rutinariamente, la Policía había subido al apartamento de Lebrun en busca de alguna pista. Aparentemente, no había ninguna.
Randall recordó que había solicitado permiso para ver las habitaciones de Lebrun. Como sonámbulo, había seguido al portero hacia el ascensor, que tenía una hendidura para monedas («todo aquel que use la electricidad debe pagarla», había murmurado el portero), y éste había depositado una moneda de diez liras en la alcancía, empujando el botón correspondiente al piso de Lebrun.
En el tercer piso, a la izquierda del ascensor, el portero había abierto el cerrojo de una puerta verde. Entraron a un cuarto sencillo que también había sido verde alguna vez, y que ahora estaba manchado, desteñido y desconchado, y que tenía un desvencijado sofá cama, dos lámparas de pie con feas manchas color beige, una cómoda muy gastada, una radio, un espejo roto, un refrigerador portátil que todavía zumbaba ruidosamente (el portero lo desconectó de inmediato), unos cuantos anaqueles apoyados sobre ladrillos y que contenían varios libros muy manoseados, encuadernados en rústica (la mayoría eran novelas y obras sobre política, y ninguno relacionado con la teología en Palestina o Roma), en francés y en italiano. Arriba, en el techo, había una instalación vulgar con un foco mortecino. Junto al cuarto había una reducida despensa y una minúscula cocina con un tablero de madera que tenía una plancha para cocinar y un fregadero. Más allá estaba un pequeño baño.
Renuentemente, bajo el ojo vigilante del portero, Randall recorrió con detenimiento las habitaciones de Lebrun, examinando sus dolorosamente escasas pertenencias… Dos raídos trajes y una andrajosa trinchera, algunas ropas en los cajones y los gastados libros. Excepción hecha de varias notas de comestibles sin pagar y una libreta de anotaciones en blanco, no habían ni papeles personales ni tarjetas, ni siquiera correspondencia que diera alguna pista de la relación o asociación de Robert Lebrun con cualquier otro ser humano sobre la Tierra.
– Nada -había dicho Randall desanimadamente-. Ni fotografías, ni anotaciones; nada escrito por él.
– Tenía unas cuantas amigas en la calle. Por lo demás, vivía como un ermitaño -había dicho el portero.
– Es como si alguien hubiera estado aquí y hubiera borrado totalmente la identidad del anciano.
– No ha habido visitantes, que yo sepa, excepto la Policía, y usted, Signore.
– Así que todo lo que queda de Robert Lebrun es el cadáver -había dicho Randall, apesadumbrado-. ¿Dónde está el cuerpo?
– La Policía sólo me avisó, por si aparecía algún pariente o amigo, que retendrían el cuerpo durante un mes en el Obitorio…
– ¿El depósito de cadáveres?
– Sí, la Morgue… allí estará durante un mes en espera de que alguien lo reclame y pague el costo del entierro. Si nadie lo hace, sepultarán el cuerpo en el Campo Comune…
– ¿Quiere usted decir en el cementerio de los pobres, en la fosa común?
El portero había asentido con la cabeza.
– Donde entierran los cuerpos que no han sido identificados ni reclamados.
– Creo que me gustaría ver el cadáver, sólo para estar seguro -había dicho Randall. La Policía había encontrado una identificación en el cuerpo; sin embargo, alguien más pudo haber llevado consigo los papeles con el nombre de Lebrun. Randall tenía que verlo por sí mismo. Tenía que estar completamente seguro-. ¿Cómo puedo hacerlo?
– Primero, tendrá que ir a la Questura, el cuartel general de Policía, y obtener un permiso para ver el cadáver y hacer la identificación.
Así pues, Randall había ido al cuartel general de la Policía de Roma y solicitado ver los restos de Robert Laforgue, alias Robert Lebrun. Atendido por un joven oficial italiano, Randall había dado los diferentes nombres de Lebrun, una descripción del francés, la edad de la víctima, y algunas otras señas. Después había pronunciado su propio nombre y sus antecedentes, inventando una historia acerca de su amistad con Lebrun y diciendo haberlo conocido en París y que lo veía siempre que visitaba Roma. Había llenado cuatro páginas del Proceso Verbale, una especie de informe oficial, y una vez hecho eso, se le había concedido un permiso por escrito para ver el cuerpo, identificarlo y reclamarlo, si así lo deseaba. Como Randall aparentaba estar confuso, el joven oficial lo había puesto en el taxi y lo había dirigido hacia el depósito de cadáveres de la ciudad.
El taxi aminoró la marcha y Randall miró por la ventana. Estaban transitando entre los edificios que había en los terrenos de la Città Universitaria. Habían llegado a la Piazzale del Verano, y el chófer frenó su vehículo. Señaló hacia un edificio de ladrillos amarillos, de tres pisos de alto, que estaba detrás de un muro que tenía puertas dobles de hierro pintadas de azul.
– Obitorio -murmuró el chófer.
Randall le pagó, añadiendo una generosa propina; el chófer se volvió a santiguar, esperó a que su pasajero bajara del auto, y se alejó velozmente.
Empujando una de las puertas de hierro para entrar, Randall se encontró en un pequeño patio rodeado de edificios. Sobre la entrada del edificio más cercano y más grande había un letrero iluminado por una lámpara exterior. Decía: UNIVERSITA DI ROMA, INSTITUTO DI MEDICINA LEGALE E DELLE ASSICURAZIONI, OBITORIO COMUNALE.
Obitorio Comunale. Vaya maldito lugar para su reunión cumbre con Robert Lebrun.
Entrando al edificio principal había un guardia que llevaba un uniforme indescriptible. Había varias puertas frente a Randall. Él mostró su permiso policíaco al guardia, quien le señaló un cuarto a la derecha donde un oficial italiano, fofo y con un espeso bigote, cuello rojo en su uniforme negro, estaba de pie revisando unos papeles detrás de un largo mostrador de mármol.
El oficial levantó la cabeza cuando Randall se acercó, y le hizo una pregunta en italiano.
– Lo lamento, pero yo únicamente hablo inglés -dijo Randall.
– Yo también hablo inglés, aunque no muy bien -dijo el oficial de la Morgue.
El tono de su voz era apaciguado; el sosegado tono profesional y respetuoso, común a los directores de funerarias y oficiales de los depósitos de cadáveres en el mundo entero.
– Mi nombre es Randall. He venido a identificar un cuerpo, el de un amigo. Su nombre es Robert Lebrun… no, Robert Laforgue. Lo trajeron aquí ayer.
– ¿Tiene usted el permiso de la Policía?
– Sí, lo tengo -Randall le entregó su pase.
El oficial uniformado lo examinó, frunció los labios, tomó un micrófono de intercomunicación de detrás del mostrador, habló rápidamente en italiano, lo volvió a colocar en su lugar y se volvió hacia Randall.
– Si me hace el favor de seguir conmigo -dijo.
Regresaron al vestíbulo de entrada y se dirigieron hacia otra puerta que tenía un vidrio despulido y un letrero: INGRESSO E VIETATO, que Randall interpretó como que la entrada estaba prohibida. El oficial abrió el cerrojo de la puerta y Randall penetró al corredor que le seguía, sintiéndose asaltado por un hedor intolerable. El olor era, inconfundiblemente, el de los cadáveres, y le sobrevino una horrible sensación de náusea. Su instinto fue el de darse la vuelta y huir. Esta identificación era inútil. La supervivencia era lo único que importaba, pero el oficial lo tenía firmemente tomado de un brazo y lo estaba empujando por el corredor.
Al final, un policía estaba de guardia ante una puerta que tenía un letrero: STANZE DI RICONOSCIMENTO.
– ¿Qué es eso? -inquirió Randall.
– Salas de Reconocimiento -tradujo el oficial-. Es aquí donde usted identifica.
El policía mantuvo abierta la puerta, y Randall, cubriéndose las fosas nasales con la mano, se forzó a sí mismo a entrar. Era un cuarto pequeño con moderno alumbrado fluorescente. Dos puertas que había en un muro de vidrio en el lado opuesto del cuarto se habían abierto y un asistente hizo rodar eficientemente una camilla sobre la cual estaba tendido un cuerpo, envuelto de cabeza a pies con una sábana blanca.
El oficial sacudió la cabeza hacia la camilla y, como un autómata, Randall se acercó con él al cuerpo.
El oficial tomó la orilla de la sábana y la levantó parcialmente hacia atrás.
– ¿Es éste… su Robert Laforgue?
A Randall se le subió el estómago hasta la garganta, mientras se inclinaba hacia delante. Echó una mirada y retrocedió. El anciano rostro arrugado, con la piel muerta como si fuera un pedazo de papiro, quebrada, magullada y purpúrea, ya sin sangre, pertenecía a Robert Laforgue, alias Lebrun.
– Sí -susurró Randall, controlando la náusea.
– ¿Está usted seguro de la identificación?
– Seguro.
El oficial dejó caer la sábana, con la mano hizo una seña al asistente para que se llevara la camilla, y se volvió hacia Randall.
– Gracias, Signore. Hemos terminado aquí.
Mientras se alejaban del pabellón de identificación y cruzaban el corredor, lo que Randall pudo percibir no fue meramente el fétido olor de la muerte, sino la asquerosa peste de la coincidencia.
Este nuevo olor sucio lo inundó. Cuando él había querido ver el original del Papiro número 9, en Amsterdam, el documento había desaparecido, por coincidencia. Cuando había querido ver el negativo del papiro, los materiales de Edlund, el fotógrafo, se habían perdido en un incendio, por coincidencia. Cuando estuvo preparado para recibir la evidencia del fraude, en Roma, el falsificador había muerto en un accidente el día anterior, por coincidencia. Por coincidencia… ¿o intencionadamente?
El oficial de la Morgue le estaba hablando.
– Signore, ¿sabe usted de algún pariente que haga la reclamación para recibir el cuerpo?
– Dudo que exista alguno.
– Así que, puesto que usted es el único que aparece para hacer la identificación (no ha habido otros), sería legal que usted hiciera la disposición. -El oficial miró a Randall esperanzadamente-. Si usted desea.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Puesto que la identificación está hecha, ahora debemos deshacernos del cuerpo. Si usted no hace la reclamación, el cadáver va a ser enterrado en el Campo Comune…
– Oh, sí, ya sé. La fosa común.
– Si usted desea la responsabilidad, nosotros podemos arreglar que la compañía privada de funerales se lleve el cuerpo, lo embalsame, lo ponga en la capilla y lo entierre en el cementerio católico, el Cimitero Verano, con servicios apropiados. Además, una lápida. Nosotros hacemos este respetable entierro en la iglesia, si usted paga. Lo que usted quiera, Signore.
Habían llegado al vestíbulo de entrada, y se dirigieron hacia el cuarto que tenía el mostrador de mármol, Randall no tuvo dudas. Al margen de que Lebrun hubiera sido sincero o un farsante, la verdad es que había estado dispuesto a colaborar con él. A pesar de que no había tenido la oportunidad, merecía algo a cambio. El respeto humano, por lo menos.
– Sí, yo pagaré todos los gastos del funeral -dijo Randall-. Denle un entierro apropiado. Solamente una cosa… -no pudo evitar una ligera sonrisa, recordando a Lebrun-. Sin servicios religiosos y que no lo entierren en el cementerio católico. Mi amigo era… agnóstico.
El oficial de la Morgue hizo un gesto de comprensión y se paró detrás del mostrador.
– Se hará como usted desea. Después de que la compañía funeraria lo embalsame, el entierro será en el cementerio no católico… el Cimitero Acatólico. Allí descansan en paz muchos no creyentes… poetas extranjeros. Será apropiadísimo y correcto. ¿Usted pagará ahora, Signore?
Randall pagó al momento, aceptó un recibo, firmó un documento final y se alegró de que todo hubiera terminado ya para poderse marchar.
Cuando se preparaba para irse, el oficial del depósito de llamó.
– ¡Signore! Un momento…
Preguntándose qué pasaría ahora, Randall regresó al mostrador de mármol, donde el oficial había colocado una bolsa de plástico.
– Puesto que usted ha hecho la reclamación, usted puede poseer los bienes de la víctima.
– ¿Se refiere usted a las cosas que había en su apartamento? Puede usted regalarlo todo a alguna organización no religiosa de caridad.
– Así se hará… pero, no, yo hablo de lo que hay en esta bolsa… sus efectos personales, lo que había en el cuerpo cuando fue traído aquí.
El oficial desató la cuerda de la bolsa de plástico y la volcó sobre el mostrador. Las últimas pertenencias de Lebrun resonaron al caer.
– Llévese lo que usted quiera como recuerdo. -Un teléfono comenzó a sonar en la parte trasera del cuarto-. Excúseme -dijo el oficial del depósito, y se apresuró a contestar el aparato.
Randall permaneció silenciosamente de pie frente al mostrador, con lo que quedaba de Robert Lebrun.
Había bastante poco, y lo que había hizo que le doliera el corazón. Recogió cada uno de los efectos y los puso a un lado. Un golpeado reloj con caja de metal y las manecillas detenidas a las doce veintitrés. Un paquete semivacío de cigarrillos franceses Gauloise. Una caja de cerillas. Algunas monedas italianas de diez liras. Por último, un barato y desgastado billetero en imitación de piel color café.
Randall tomó la cartera, la abrió y empezó a vaciarla de su contenido.
Una tarjeta de identificación.
Cuatro billetes de mil liras.
Un quebradizo pedazo de papel doblado.
Y un boleto de ferrocarril, color de rosa y de forma oblonga.
Randall tiró el dinero y la tarjeta de identificación sobre el mostrador, cerca del billetero vacío. Desdobló el pedazo de papel. Desde el centro de la hoja, el dibujo de un pez, un pez atravesado por un arpón, le saltó a la vista. El pez era similar al que Monti había dibujado, pero más redondo, hecho por otra mano, posiblemente por la de Lebrun. En la esquina inferior derecha de la página, minuciosamente escritas en tinta, estaban las palabras: Cancello C. Decumanus Maximus, Porta Marina. 600 mtrs. Catacomba.
Ahora el boleto color de rosa del ferrocarril. Estaba en tres partes. Los cuadrados estaban rodeados con treinta y un números, cada uno obviamente representaba un día del mes. El cuadrado de arriba decía: ROMA S. PAOLO/OSTIA ANTICA. El cuadrado de abajo decía: OSTIA ANTICA/ROMA S. PAOLO.
Las sienes de Randall empezaron a palpitar.
El oficial de la Morgue había vuelto al mostrador.
– Mil perdones -dijo-. ¿Ha encontrado algo?
Randall le mostró el boleto color de rosa.
– ¿Qué es esto?
El oficial echó un vistazo.
– El boleto del ferrocarril. Está perforado para uso el día de ayer. La sección de arriba es de la estación de Roma San Paolo para tomar el tren a Ostia Antica, donde tenemos el famoso lugar de recreo a la orilla del mar y muchas ruinas antiguas. La siguiente sección es del regreso… es viaje redondo, la misma fecha… de Ostia Antica a Roma. La tercera sección es el recibo. Se compró para ayer, pero no se usó, porque el pedazo para ir y el pedazo para regresar no han sido arrancados.
La cabeza de Randall continuaba palpitando, y en el caos de su mente intentó reconstruir en su imaginación la escena del domingo: Robert Lebrun había ido a la estación del ferrocarril de San Paolo el día de ayer, compró un billete que lo llevaría a Ostia Antica y lo regresaría a Roma, todo el mismo día. Había llegado demasiado temprano para tomar su tren, así que probablemente había salido cojeando hacia la plaza en busca de un lugar donde disfrutar del sol antes de partir. Más tarde, al cruzar la plaza de regreso a la estación, había sido atropellado y muerto, con el billete aún sin usar.
Lebrun iba a ir a Ostia Antica, el lugar del gran descubrimiento del profesor Monti, para recuperar la evidencia, la prueba de que el hallazgo había sido sólo una falsificación suya.
Randall se guardó el billete dentro del bolsillo de su chaqueta y examinó el dibujo del pez y las palabras misteriosas que había en la esquina inferior derecha del papel. Luego levantó la vista.
– ¿Qué es la Porta Marina?
– ¿Porta Marina? También está en Ostia Antica. En la parte final de las ruinas de Ostia Antica… el Balneario de Porta Marina… muy interesante, muy antiguo; usted debe verlo.
«Por supuesto que lo veré», se prometió Randall a sí mismo.
Dobló el papel y lo guardó dentro del bolsillo junto con el billete.
– Quédese con el resto -le dijo al oficial.
– Gracias, gracias, y mis condolencias por su pérdida de un amigo, Signore.
Sí, condolencias por la pérdida de un amigo, pensó Randall mientras se alejaba del depósito de cadáveres. Pero gracias, además, a un amigo, por un pequeño legado y una remota esperanza.
Al salir a la cálida noche romana, Randall supo que debía concluir la jornada que Robert Lebrun había iniciado. El billete color de rosa que llevaba en el bolsillo no había sido usado. A la mañana siguiente tendría otro billete color de rosa en el bolsillo, pero ése sí sería usado, de Roma a Ostia Antica y de Ostia Antica a Roma.
¿Y después de eso? Mañana se sabría.
Con demasiada lentitud, el mañana de anoche se había convertido en hoy.
El nuevo billete color de rosa estaba ya en su bolsillo, y la fecha perforada en los números que rodeaban el billete era el 2. Y ahí estaba él, en la avanzada mañana de un martes que era el 2 de julio, a bordo del destartalado tren que poco a poco se acercaba estruendosamente al antiguo puerto medio sepultado donde, bajo la pala del profesor Monti, se había iniciado Resurrección Dos y donde, a través del testimonio secreto de Robert Lebrun, Resurrección Dos podría finalizar.
La anterior había sido una noche muy ocupada para Steven Randall. Se había asegurado, a través del conserje del «Hotel Excelsior», de las horas de salida de los trenes matutinos que iban de Roma a Ostia Antica. Era un viaje de solamente veinticinco minutos, se le había informado. Después de eso, siguiendo pistas, había bajado al distrito de la Via Veneto en busca de algunas librerías italianas que tuvieran libros en inglés y que estuvieran abiertas hasta las ocho o más tarde. Había encontrado dos, y en ellas había localizado lo que quería: ejemplares usados de las obras acerca de Ostia escritas por Guido Calza, quien había dirigido algunas de las primeras exploraciones de las ruinas en el siglo xx, y por Russell Meiggs, quien había asentado el registro histórico más completo acerca del florecimiento y la decadencia de la antigua ciudad.
Para completar los libros, Randall había adquirido un mapa turístico que mostraba el plano de la ciudad en la antigua época romana y en los tiempos modernos, así como una guía que describía las ruinas descubiertas en el siglo pasado. No había referencia alguna acerca del profesor Augusto Monti… lo cual era comprensible, ya que el mapa y los libros eran de fechas anteriores al descubrimiento que había hecho Monti hacía seis años. Después, Randall recordó que el hallazgo de Monti se había mantenido en perfecto secreto y no se haría del conocimiento público sino hasta fines de esa semana.
Hasta dos horas después de la medianoche, Randall había examinado escrupulosamente los libros y el mapa, con sus planos antiguos y modernos, estudiándolos con mayor atención de la que jamás había otorgado a ningún libro de texto en la secundaria o en la universidad, hacía ya muchos años. Casi había memorizado todas las vistas y la leyenda de Ostia Antica y sus alrededores. Se había penetrado de los planos de la típica villa patricia romana del siglo primero, como aquélla que Monti había desenterrado. La típica villa tenía un vestíbulo, un atrio o patio abierto, un tablinum, o biblioteca, un triclinium o comedor, recámaras, un oecus o salón principal, una cocina, habitaciones para los sirvientes, algunas letrinas… y sí, por Dios, algunas veces hasta una catacomba.
En el pedazo de papel que llevaba Randall en su cartera, Robert Lebrun había garabateado (después de Porta Marina, después de 600 mtrs.) la palabra catacomba, y anoche en su lectura, se había ocupado en buscarla. Se había enterado de que numerosas excavaciones realizadas en Italia habían revelado que algunas villas, propiedades de los cristianos conversos secretamente, tenían su propia catacomba, una cámara subterránea para enterrar privadamente a la familia.
Habiendo terminado con los libros, Randall había sacado de su maleta el expediente con las notas de investigación que tanto él como Ángela habían hecho acerca de las excavaciones del profesor Monti en la zona del puerto hacía seis años. Reuniendo cada una de las últimas palabras de la confesión que Lebrun le hiciera durante su única entrevista, las añadió a las breves anotaciones que ya había hecho. Finalmente, con los ojos irritados y el cerebro fatigado, se fue a dormir.
Esta mañana, armado únicamente con el mapa y la hoja de papel que tenía el dibujo del pez arponeado y las misteriosas notas en la esquina inferior derecha, había tomado un taxi hacia Porta San Paolo.
Había resultado ser una estación ordinaria, con algunas columnas de piedra en el exterior y piso de mármol en el interior; pasando la cafetería y el kiosco de periódicos, había una hilera de taquillas. Llevando su perforado billete color de rosa en la mano, Randall se había dirigido a la plataforma de la estación y a su tren. Había abordado un vagón pintado de azul y blanco y, unos momentos después, él y los otros pasajeros habían iniciado su viaje.
Ahora, al ver su reloj, se dio cuenta de que habían transcurrido diecisiete minutos desde la partida. Estaba a sólo ocho minutos de su destino.
Normalmente, el viaje le habría parecido insoportable. Los asientos de los pasajeros eran duros bancos de madera, ni sucios ni limpios, sino simplemente viejos. El vagón estaba repleto y la atmósfera era sofocante; estaba abarrotado de sencillos italianos, pobremente vestidos, que regresaban a sus pueblos y villas desde la gran ciudad. Se oían muchos parloteos, lloriqueos y quejidos (o a eso sonaban), y la mayoría de quienes se encontraban alrededor de él estaban empapados en sudor, mientras el despiadado sol penetraba a través de las sucias ventanas. Desde el principio, las luces eléctricas del techo habían estado encendidas, lo cual había parecido incomprensible hasta que atravesaron el primer túnel de una montaña, y luego otro y otro.
Contemplando el panorama a través de la ventana, Randall no encontró nada de interés. Había muchos edificios de apartamentos arruinados, alguna ropa recién lavada colgando de los pequeños balcones y, aquí y allá, oscuras casas de campo pertenecientes a conjuntos residenciales. El tren se había detenido a sacudidas ante las descuidadas estaciones de pequeños pueblos… en Magliana, en Tor di Valle, después en Vitina.
Ahora estaban saliendo de Acilia. El panorama estaba mejorando. Sobre el horizonte se veía una arboleda de olivos, algunas granjas, prados, arroyos que desembocaban en el Tíber y una moderna autopista, la Via Ostiensis, supuso Randall, visible en una línea paralela.
Todo esto había sido una vez el majestuoso camino de Roma al puerto desarrollado por Julio César y Augusto César. Mejorado por los Césares posteriores, Claudio y Nerón, el puerto había sido una fortaleza contra los invasores y eventualmente había llenado los graneros en Ostia, el centro de abastos de la capital.
No obstante, a Randall en realidad no le interesaba lo que había fuera de la ventana, o el calor y las condiciones sofocantes que prevalecían dentro del vagón. Su verdadera atención estaba en lo que le esperaba más adelante, en la posibilidad de que la mano muerta de Robert Lebrun lo condujera hacia la evidencia de la falsificación, la cual obviamente había escondido en alguna parte del antiguo puerto, fuera de las excavaciones controladas por el Gobierno… probablemente en las proximidades del punto donde Lebrun dijo haber ocultado su fraude para que Monti lo descubriera.
Randall sabía que tenía escasísimas probabilidades en su favor. Eran las mismas probabilidades de encontrar una aguja en un pajar. No obstante, tenía una pista, y con un poco de confianza se sintió impulsado a representar ese acto final. De alguna manera, nada parecía más importante que saber si el mensaje del Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio, que se ofrecerían al mundo a través de Resurrección Dos dentro de unos pocos días, era la Palabra… o la Mentira.
El tren chirriaba más lentamente; de hecho, estaba deteniéndose. Randall miró su reloj. Veintiséis minutos desde que había salido de Roma. Se asomó hacia fuera a tiempo para ver un negro letrero que ostentaba unas palabras en blanco. Decía: OSTIA ANTICA.
Se levantó de un salto, apretujado entre la docena de sudorosos pasajeros que llenaban el pasillo, y arrastrando los pies alcanzó la puerta del vagón.
Después de atravesar la plataforma, los pasajeros se precipitaron hacia un paso a desnivel. Randall los siguió. Bajó la escalera, caminó por un túnel de hormigón reconfortantemente fresco que cruzaba por debajo de las vías del ferrocarril, y luego subió los escalones que conducían a la pequeña y acalorada estación. Pasó con prisas cerca de una estatua sin cabeza que estaba frente a la ventanilla de los billetes y se dirigió al exterior.
Tratando de ignorar el abrasante calor y de orientarse, se sintió agradablemente sorprendido. Era como si lo hubieran arrojado a un paraíso rural. Frente a él había palmeras e higueras, y más allá alcanzó a ver la escalera de un puente. Los otros pasajeros se habían evaporado. Él se hallaba solo en ese tranquilo y pacífico lugar… pero no completamente solo.
Un chófer de taxi, un nativo de cómica apariencia, sonriente y raquítico, que llevaba un ancho sombrero de gondolero, una harapienta camisa, una banda color escarlata a la cintura y pantalones anchos, se le había interpuesto con rapidez.
El chófer, bronceado por el sol, se tocó respetuosamente el ala del sombrero.
– Buon giorno, signore. Yo soy Lupo Farinnaci. Todos en Ostia me conocen. Yo tengo un taxi. «Fiat». ¿Quiere un taxi?
– Creo que no -dijo Randall-. Solamente voy a las excavaciones…
– Ah, scavi, scavi, excavaciones, sí. Usted camina. Es una caminata corta. Más allá del puente, más allá de la autostrada, hacia la puerta de hierro.
– Gracias.
– No se quede mucho. Demasiado caliente. Si usted quiere un paseo fresco, tal vez después a Lido di Ostia, la playa de Roma, Lupo lo lleva en taxi.
– No creo que tenga tiempo.
– Tal vez. Usted vea. Si necesita un taxi, Lupo aquí… en el restaurante «Al Desembarcadero de Eneas»… A veces en el puesto de frutas más allá. Usted vea. Tal vez.
– Gracias, Lupo. Si lo necesito, lo buscaré.
Asándose, Randall se dirigió hacia el puente y lo cruzó, y cuando hubo descendido cerca de un campo abierto en el que había un grupo de pinos, su camisa estaba empapada y la llevaba pegada a la piel. Con el mapa en la mano, identificó un castillo del siglo xv, el de Giuliano della Rovere, quien se había convertido en el Papa Julio II, y luego encontró un restaurante campestre con el extraño nombre de Allo Sbarco di Enea (Al Desembarcadero de Eneas, según le había dicho Lupo) donde, bajo un techo compuesto de enredaderas, había gente comiendo. La entrada principal a las ruinas (marcado en el mapa como Cancello A, Porta Romana) debía estar cerca.
Caminó un poco más y vislumbró una puerta de hierro que tenía al frente un letrero amarillo que anunciaba, en letras negras: SCAVI DI OSTIA ANTICA.
Una vez que hubo cruzado la entrada, todo se volvió a transformar, como por acto de magia, en el país de las maravillas. Ante él se extendía un parque, o lo que parecía ser un parque, con verdes pinos que despedían un aroma fresco y estimulante, y desde el mar, que estaba a unos cuantos kilómetros de distancia, una ligera brisa lo envolvía e incrementaba sus esperanzas.
A su izquierda, Randall vio un pabellón minúsculo, dentro del cual estaba una anciana obesa observándolo. La vieja tenía en las manos un rollo de boletos y le estaba gritando:
– Bisogno comprare un biglietto per entrare, signore! ¡Necesita comprar un boleto para entrar, Mr.!
Respondiendo a la llamada, Randall se acercó a la anciana y compró un boleto para ver las ruinas.
Con el cartoncillo en la mano y guardándose el cambio, vio otra señal amarilla con una inscripción en italiano. Inquisitivamente miró a la vendedora de boletos.
– Que el superintendente dice que no se acerque a la excavación; no está permitido -explicó ella-. Vea las ruinas; la excavación no. Dice que cuidado con el desnivel del terreno cuando camine, para protegerse las piernas.
– Tendré cuidado -prometió él.
Siguiendo nuevamente su mapa, Randall buscó el Decumanus Maximus, la antigua calle principal que atravesaba todo lo que había sido descubierto de Ostia Antica. No tuvo problema para encontrar el camino, pero desde que dio los primeros pasos supo que tendría dificultad para recorrerlo.
La calle principal, hoy día igual que en su apogeo durante el siglo ii, estaba cubierta con resbaladizas y separadas piedras redondas, de modo que al caminar sobre ellas uno resbalaba, tropezaba y se torcía los tobillos. Al fin, en vista de que la superficie irregular y resbaladiza le estaba impidiendo avanzar, Randall se pasó a un lado del camino, donde había hierba, y reanudó la marcha entre el pasto, los parches de tierra y los antiguos despojos sobre el cadáver de esa ciudad romana.
Aquí, según le indicaba su mapa, estaban los muros destruidos de un granero del siglo ii, y allá, las columnas de un teatro que había funcionado en el año 30 A. D. Aquí, los restos del Teatro de la Comunidad, y allá, el Balneario del Foro.
Pero, impacientándose con el mapa, prefirió recrear la vista con el panorama total, contemplando los estratos descubiertos que revelaban las volcadas urnas de mármol con sus refinados tallados, la sección de un apartamento con sus paredes interiores pintadas, los tazones secos de varias fuentes, los restos de imponentes arcos y un pedrejón con la inscripción Decumanus Maximus.
Había reconocido dos terceras partes de las ruinas de Ostia Antica, y la región estaba completamente desolada; no había otra alma a la vista y comenzó a sentirse perdido.
Se detuvo bajo la sombra de un pino, sentándose en la orilla de un muro de piedra destrozado, y desdobló la hoja de papel que había tomado de la cartera de Lebrun.
Releyó la misteriosa anotación que había en la esquina inferior derecha: Cancello C, Decumanus Maximus, Porta Marina. 600 mtrs. Catacomba.
Examinándolo por centésima vez, Randall se sintió menos seguro de que representaba lo que ayer había pensado que significaba. El había creído que éste era el destino al que Lebrun quería llegar el domingo; un registro escrito de la zona donde había escondido la evidencia de su falsificación. Ahora, Randall experimentaba sus primeras dudas.
Sin embargo, no había alternativa; tenía que seguir adelante. Según su mapa, Cancello C (que de acuerdo con su diccionario significa Puerta C) o la Porta Marina estaban a la vuelta de la curva del camino, al mero final del Decumanus Maximus y en el límite exterior de las ruinas de Ostia Antica.
Se embolsó tanto el papel doblado como el mapa, se levantó del muro de piedra y se dirigió hacia la curva del camino principal.
En cinco minutos llegó al final del camino empedrado con guijarros y lleno de baches, deteniéndose frente a las desplomadas piedras del Balneario de la Porta Marina. A su derecha, más allá de los excavados huertos de las casas de los tiempos de Adrián, había una extensión de terreno accidentado, cuyo segado pasto estaba amarilleado y marchitándose bajo el ardiente sol.
Protegiéndose los ojos del sol con una mano, contemplando la zona que había entre la pradera y el Balneario de la Porta Marina, vislumbró un puesto descubierto, un kiosco turístico que vendía jugos de frutas, y luego descubrió algo más. Una figura humana que se hacía más grande cada segundo, mientras se precipitaba hacia él, saludándolo.
Esperó, y quien corría resultó ser un delgado e impetuoso jovencito, de trece o catorce años, de espesa cabellera negra azabache, enormes ojos oscuros, sin camisa, unos pantalones cortos de color caqui y unos rotos zapatos de tenis.
– Eh, signore! -le gritó, llegando hasta donde estaba Randall y poniéndose las manos en las caderas, tratando de recuperar la respiración-: Lei e inglese, vero? Usted es inglés, ¿no?
– Norteamericano -dijo Randall.
– Yo hablo inglés -anunció el muchacho-. Lo aprendí en la escuela y de muchos turistas. Me presentaré. Mi nombre es Sebastiano.
– Bien; hola, Sebastiano.
– ¿Usted quiere un guía? Yo soy buen guía. Yo ayudo a muchos norteamericanos. Yo les muestro todas las vistas de Ostia Antica durante una hora por mil liras. ¿Usted quiere que le muestre las ruinas principales?
– Ya he visto las ruinas principales. Ahora estoy buscando algo más. ¿Tal vez tú me podrías ayudar?
– Yo le ayudaré -dijo Sebastiano entusiastamente.
– Entiendo que hubo otra excavación por aquí, hace como seis años, en alguna propiedad privada de los alrededores. Ahora bien, si…
– ¿Scavi de Augusto Monti? -interrumpió el muchacho. Randall se mostró asombrado.
– ¿Tú sabes? Yo había oído que todavía era un secreto…
– Sí, mucho secreto -dijo Sebastiano-. Nadie sabe de eso, nadie viene a verlo. El letrero dice zona prohibida porque todavía hay agujeros y zanjas, y las autoridades no dejan entrar a nadie. El Gobierno lo ha convertido en un terreno histórico y ahora lo supervisa. Pero mis amigos y yo vivimos cerca de allí, jugamos en esos campos, así que vemos todo. ¿Usted quiere ver scavi de Augusto Monti?
– Pero, ¿y si la zona está restringida?
Sebastiano se encogió de hombros.
– Nadie vigila. Nadie mira. ¿Usted quiere ver por mil liras?
– Sí -recordó la nota de Lebrun que llevaba en el bolsillo-. La parte que quiero visitar está a seiscientos metros de la Porta Marina.
– Fácil hacerlo -dijo el muchacho-. Usted venga. Yo contaré seiscientos metros mientras vamos. ¿Usted es arqueólogo?
– Soy geólogo. Quiero examinar el… el suelo.
– No hay problema. Empezamos. Cuento seiscientos metros en mi cabeza. Está antes de los pantanos y las dunas de arena. Sé dónde nos lleva.
A donde los llevó, diez minutos después, fue a la entrada de una zanja honda, una zanja central, que se dividía en muchas otras zanjas y brechas, en su mayor parte cubiertas por tablones de madera, apoyados sobre pesadas vigas que servían como techo.
Junto a la abertura de la zanja principal había un letrero roto y astillado, destruido por el clima. Randall señaló con un dedo el letrero.
– ¿Qué dice?
Sebastiano se arrodilló junto a la señal.
– El letrero dice, yo traduzco… Scavi, es difícil para mí… Ya recuerdo… «Excavaciones de Augusto Monti. Peligro. Zona restringida. Prohibida la entrada» -se puso en pie, sonriendo alegremente-. Como le dije.
– Bien -Randall se asomó a la zanja. Cinco o seis escalones de madera habían sido construidos para penetrar a este pasaje subterráneo-. ¿Hay alguna luz allí abajo?
– Del sol únicamente. Pero suficiente. El techo no está bien ajustado. La luz se filtra. Esta zanja lleva a la gran excavación de la antigua villa, sólo medio desenterrada. ¿Usted quiere que le muestre?
– No -dijo Randall rápidamente-, no, eso no será necesario. Estaré abajo sólo unos cuantos minutos. -Buscó un billete de mil liras y lo puso en la palma de la mano del muchacho-. Agradezco que me quieras ayudar, pero preferiría que nadie me molestara mientras estoy revisando las cosas. ¿Comprendes?
Solemnemente, el muchacho hizo un juramento con la mano levantada.
– No le diré a nadie. Usted es mi cliente. Si me necesita otra vez, para ver más, estoy por el puesto de frutas.
Sebastiano se dio la vuelta, comenzó a correr a través del campo, hizo una seña de despedida con la mano y desapareció de la vista detrás de un montículo de hierba. Randall esperó hasta que el muchacho se hubo marchado y se volvió hacia la entrada de la excavación.
Titubeó. De repente, todo esto era tonto, quijotesco; esta ridícula aventura. ¿Qué diablos estaba haciendo aquí, él, uno de los principales publirrelacionistas de los Estados Unidos, el director de publicidad de Resurrección Dos, en medio de la nada, junto a esta excavación aislada y abandonada?
Pero era como si una mano invisible lo estuviera empujando. La mano de Robert Lebrun. ¿No estaba Lebrun dirigiéndose hacia este sitio hacía dos días?
Inmediatamente comenzó a descender. Uno de sus pies descansó sobre el primer escalón de madera, y entonces, gradualmente, continuó bajando, escalón por escalón, hasta que llegó al duro suelo del fondo de la zanja. Se dio la vuelta y vio que la estrecha excavación tenía por lo menos veinte metros hacia delante, y que la oscuridad subterránea se desvanecía con los numerosos rayos de luz solar que se filtraban a través de los tablones que estaban arriba.
Empezó a avanzar cautelosamente. A los lados, la tierra estaba parcialmente apuntalada para prevenir desprendimientos y, a intervalos, había postes verticales, como columnas de madera, para sostener el techado de tablones y algunas hojas de lámina. En cierto lugar, la tierra había sido cavada y revelaba un antiguo piso de mosaico en un túnel corto en forma de cruz, y después había muchas cajas, algunas vacías, la mayoría medio llenas con pedazos gruesos de roca roja, trozos de mármol, un fragmento de lo que semejaba un receptáculo de mármol, y astillados ladrillos amarillos.
Aproximándose al final de la zanja, antes de que ésta se extendiera hacia las excavaciones más grandes, Randall se percató de que los tablones de arriba habían sido removidos, de manera que su camino estaba, de este modo, considerablemente mejor iluminado.
Una vez más, inspeccionando los costados de la acanalada hendedura, se encontró frente a una sección del muro de la excavación, que era extrañamente distinta (estaba ahuecada, daba la impresión de estar compuesta de piedra caliza y parecía constituir los restos de la pared de una especie de gruta), y entonces, abruptamente, Randall se detuvo allí mismo.
En la ahuecada pared que estaba a su derecha encontró, por vez primera, inscripciones.
En la superficie del muro de roca labrada (¿podría ser la catacomba familiar?, ¿la antigua cámara mortuoria subterránea?), débilmente grabados en la piedra porosa conocida como tufa granulare, había retratos primitivos, dibujos del siglo primero, inscripciones de los primeros cristianos perseguidos en los tiempos apostólicos.
No había muchos, y no eran muy claros, pero sus contornos podían distinguirse.
Randall se acercó al muro de toba. Vislumbró un ancla. El ancla secreta que los primeros cristianos utilizaban para disfrazar la Cruz de Cristo. Distinguió las letras griegas y las primeras dos letras de la palabra griega Christos, y descifró una burda paloma y una rama de olivo, trazos del símbolo de la paz entre los primeros cristianos.
Randall se agachó junto a la pared. Distinguió lo que parecía una… sí… una ballena, el primer signo cristiano de la Resurrección. Y luego, en la desmoronadiza roca roja, el vago contorno de un pez, y otro pez, y un tercer pez primitivo, tallados en pequeño, como ciprinos, los símbolos de la palabra I-CH-TH-U-S, cuyas letras eran las iniciales de las palabras griegas atribuidas a Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador.
Definitivamente, el muro de toba escondía una subcámara, una disimulada bóveda de sótano donde una familia romana convertida el cristianismo había alguna vez enterrado furtivamente a sus muertos y había dejado en la roca señales de su credo y su fe.
Randall se hizo hacia atrás, escudriñando cuidadosamente la superficie del muro en busca de más inscripciones, hacia los lados y hacia arriba y hacia abajo, y entonces, repentinamente… hasta abajo, a escasos treinta centímetros del piso de la zanja, lo vio.
Se echó hacia delante, arrodillándose para verlo más de cerca, para estar seguro, para estar absolutamente convencido. Sostuvo la mirada en esa inscripción, más clara, mucho menos antigua que todas las demás.
En la toca de toba había sido tallada la figura de un pez, un pez grueso, un pez con un arpón que lo atravesaba por la mitad.
La mano de Randall buscó a tientas el papel que llevaba en el bolsillo, lo desdobló y con ambas manos lo alisó contra la pared.
El pez arponeado que Robert Lebrun había dibujado sobre la hoja de papel era una réplica exacta del pez arponeado que había sido laboriosamente grabado en el muro de toba de la vieja excavación de Monti.
Se le dificultó la respiración. Randall se dejó caer sobre las caderas y se dijo a sí mismo, murmurando:
– Por Dios, lo encontré; por Dios, tal vez esté yo ante la tumba de Resurrección Dos.
Su próximo movimiento.
Lo pensó con cuidado y, cuando estuvo satisfecho, se puso de pie apresuradamente y comenzó a retroceder a través de la excavación.
Subió los escalones para salir del fresco túnel hacia el resplandor de la temprana tarde, y rápidamente caminó por el campo y cruzó el montículo de hierba hasta que el puesto de frutas estuvo a la vista y al alcance de su voz. Vio al muchacho, Sebastiano, su reciente guía, jugando con una pelota, y a otra persona, Lupo, el chófer de la perpetua sonrisa y el viejo «Fiat», que estaba disfrutando de alguna bebida en el mostrador.
Randall llamó al muchacho, tratando de atraer su atención haciéndole señas con ambos brazos, hasta que por fin Sebastiano lo vio, tiró a un lado su pelota y llegó corriendo a verlo. Randall hubiera querido pedirle a Sebastiano tantas herramientas como fuera posible (un zapapico, una pala, una carretilla), pero decidió que eso estaría más allá de las posibilidades inmediatas del muchacho y, aun cuando no fuera así, el conseguirlas y emplearlas podría provocar sospechas.
Randall lo estaba esperando con tres billetes de mil liras. Sostuvo dos de los billetes en una mano.
– Sebastiano, ¿te gustaría ganar dos mil liras?
Los ojos del muchacho se agrandaron.
– Tengo muchos deseos de examinar el suelo de la zanja; tomar algunas muestras de la tierra -dijo Randall rápidamente-. Necesito por un rato una pala o un zapapico que sea resistente; tal vez durante una hora. ¿Sabes dónde puedo conseguir uno prestado?
– Yo le puedo traer una pala -prometió ansiosamente Sebastiano-. Hay una en nuestra casa para jardinería.
– Solamente la quiero prestada -repitió Randall-. La devolveré antes de irme. ¿Te tomaría mucho tiempo traérmela?
– Quince minutos, cuando mucho.
Randall le entregó al muchacho las dos mil liras, y luego sostuvo un tercer billete por encima de la palma de la mano de Sebastiano.
– Y otras mil liras si lo haces discretamente; si te aseguras de que sea sólo entre tú y yo.
Sebastiano tomó también el tercer billete.
– E il nostro segreto, lo prometto, lo giuro. Es entre nosotros, nuestro secreto. Se lo prometo, se lo juro -dijo el muchacho, gozando la conspiración.
– Entonces apresúrate.
Sebastiano se alejó como un rayo, galopando a través del campo y dirigiéndose no hacia el puesto de frutas, sino hacia el camino que estaba a la derecha del kiosco.
Randall esperó impacientemente, fumando su pipa, contemplando las ruinas de Ostia Antica y tratando de no pensar en la excavación de Monti que estaba a sus espaldas. En menos de quince minutos, Sebastiano reapareció con una excelente pala de hierro, pequeña y puntiaguda, como las que usan los soldados para cavar zanjas. Randall dio las gracias al muchacho, de nuevo murmuró algo acerca de que guardara silencio, y prometió devolverle la pala en el puesto de frutas dentro de aproximadamente una hora.
Después de que el muchacho se había ido, Randall se apresuró hacia la excavación de Monti, cuidadosamente bajó de nuevo a la zanja y caminó hasta el fondo, donde los rayos del sol todavía caían sobre el muro de toba con sus antiguas inscripciones.
Se quitó la chaqueta y la dejó, junto con la pala, sobre el piso de la zanja, dirigiéndose luego al lugar donde había visto unas cajas alineadas. Seleccionó tres que alguna vez habían contenido artefactos, cajas con costras de mugre y lodo que ahora estaban vacías, y las arrastró, una tras otra, hasta el sitio donde llevaría a cabo su propio trabajo.
Haciendo el trazo de un gran cuadrado alrededor del pez arponeado de Lebrun, comenzó a picar la toba, penetrándola y rompiéndola con la punta metálica de la pala, demoliendo el pez arponeado (después de todo, eso no implicaba la destrucción de ninguna antigüedad genuina), definiendo el cuadrado y ahuecándolo. El revestimiento de la superficie estaba más endurecido, era menos penetrable de lo que él había previsto, así que tuvo que emplear toda la fuerza de sus músculos para rajarlo y romperlo. Pero una vez que el muro de la catacumba empezó a partirse, a desprenderse, a desintegrarse, la toba se hizo menos resistente y se desmoronaba más fácilmente, y su tarea se volvió menos desalentadora. Cavando persistentemente, echando los trozos de piedra dentro de las tres cajas, sintió que realmente estaba progresando.
Con impetuosa esperanza, hundió la pala más profundo y más profundo en la porosa piedra.
Había transcurrido una hora, y durante casi cada minuto de ese lapso había estado cavando incesantemente.
Ahora, riachuelos de sudor le corrían continuamente por las mejillas, y el pecho, y los costados; y los hombros y la espina dorsal le dolían. Clavó una vez más la pala de hierro en el agujero que había abierto en la pared de la catacumba, sacó otra palada de terrones de roca suave y la arrojó dentro de la caja casi llena que estaba detrás de él.
Jadeando, se detuvo para descansar, apoyándose en el mango de la pala y sacando su pañuelo, que ya estaba sucio, para enjugarse el sudor de la frente y de los ojos.
Había gente loca en todas partes, reflexionó Randall mientras permanecía parado allí; posiblemente algunos de los fanáticos que dirigían el proyecto en Amsterdam, definitivamente Monti en Roma, tal vez Lebrun en el cielo o en el infierno, pero de todos ellos, el más loco debía ser él mismo.
¿Qué diría su padre en Oak City si pudiera verlo ahora? ¿Qué dirían George L. Wheeler y Naomí? Y lo peor de todo, ¿qué diría Ángela Monti?
El veredicto sería unánime. Estaba loco. Eso, o que era el demonio encarnado.
No obstante, no había podido ignorar la fantástica pista que le ofrecía la sombra de Robert Lebrun… el pez arponeado en sus manos, y el pez arponeado en el muro.
Después de descubrirlo, uno de sus primeros pensamientos había sido ponerse en contacto con el Sumo Consejo de Antigüedades y Bellas Artes de Roma y explicarles todo, solicitando su ayuda. Había tenido el pensamiento, pero lo descartó. Había temido que los poderosos de Roma pudieran estar confabulados con los poderosos de Resurrección Dos. Contrario a sí mismo, aquéllos podrían no desear la verdad, sino únicamente el éxito y las ganancias, y al abrigar esa desconfianza hacia ellos, Randall había podido comprender, por primera vez, algo acerca de la paranoia de Robert Lebrun hacia sus enemigos, lo mismo clérigos que autoridades gubernamentales.
Así pues, por esa paranoia, a pesar de que su decisión llevaba un elemento de infantilismo, de inmadurez, y hasta de romanticismo impráctico, Randall había resuelto hacer por sí mismo lo que pudiera hacerse. De hecho, hacer lo que Lebrun habría hecho si hubiera vivido para volver a visitar este sitio hacía cuarenta y ocho horas.
El pez arponeado, grabado en el muro de la catacumba, era una invitación a cavar. Así que Randall se puso a cavar.
Había hecho pruebas con la pared de la catacumba, con la porción que estaba bajo los rayos del sol vespertino y que ostentaban las inscripciones antiguas. En sus investigaciones, había aprendido acerca de esta roca rojiza, esta toba. Era porosa, desmoronadiza y se partía con bastante facilidad bajo cierta presión, cuando estaba bajo condiciones de humedad y oscuridad. Por esa razón, los cristianos de los siglos i y ii habían descubierto que era ideal cavar nichos en las catacumbas. Sin embargo, cuando la toba era expuesta a la luz, al sol y al aire fresco, automáticamente se endurecía, se convertía casi en roca irrompible, tan resistente como el mármol. Esos eran los hechos que Randall sabía y que hicieron posible su empresa arqueológica de aficionado.
Porque los tablones que conformaban el techo habían permitido que la luz del sol diera con fuerza sobre esta pared durante meses, y la delgada costra exterior de la toba se había endurecido como el mármol y además había preservado las antiguas inscripciones. Pero la parte inferior del muro de la catacumba no estaba expuesta al sol o a la luz, y allí, en la zona que rodeaba al pez arponeado, la toba no se había endurecido sino que permanecía accesible para excavar. Tal vez ésa era la razón por la cual Lebrun había escondido su evidencia (si es que, en efecto, lo había hecho) abajo, en la parte húmeda. Y ésa era la razón por la cual Randall había considerado el ponerse a cavar.
En ese momento, una hora después, estaba inspeccionando un formidable agujero en la parte baja del muro, un hoyo que todo lo que había producido eran fragmentos de roca.
El aspecto más desalentador de toda esta obsesiva tarea había sido el persistente y molesto hecho de que Randall no sabía con exactitud qué era lo que esperaba encontrar.
Empapado en sudor y fatigado, descansando recargado sobre su pala Randall trató de recordar lo que Robert Lebrun le había prometido entregar, como evidencia y prueba de la falsificación, en la habitación del «Hotel Excelsior»…
Primero, un fragmento de papiro que encaja en la laguna, muesca o agujero que hay en el Papiro número 3… la porción faltante que Monti le recitó a usted, aquella en la que Santiago menciona a los hermanos de Jesús y suyos propios. Es de forma irregular, y mide 9,2 por 6,5 centímetros, y encaja perfectamente en el agujero del supuesto original… Ese fragmento que conservé contiene en su medula prensada, dibujada con tinta invisible justamente sobre el texto legible, la mitad de un pez arponeado. La otra mitad está en el Papiro número 3. El fragmento que obra en mi poder contiene también mi propia firma contemporánea y una frase de mi puño y letra que dice que ésta es una falsificación…
Entonces le daré la evidencia complementaria y concluyente de mi falsificación… los editores tienen veinticuatro trozos de papiro, algunos de los cuales tienen uno o dos huecos que juntos hacen un total de nueve, los mismos que obran en mi poder… pero los demás, ocho, están bien guardados en una caja de acero de 45 centímetros que se encuentra oculta en un lugar seguro.
Naturalmente, he escondido las pruebas… el recobrar las pruebas me tomará un poco de tiempo. Están fuera de Roma… no muy lejos…
Fuera de Roma, no lejos; eso estaba claro, pensó Randall. Recuperar los objetos tomará un poco de tiempo. Eso estaba bien claro, maldita sea.
La segunda parte de la evidencia, dentro de una pequeña caja metálica eso también estaba bastante claro, pensó Randall.
Pero la primera parte de la prueba, la que Lebrun había prometido entregar a cambio del primer pago, el fragmento de papiro de forma irregular y escasos 9,2 por 6,5 centímetros de tamaño… esa parte no estaba clara. Lebrun había omitido describir la clase de recipiente en el que se hallaba escondido, Randall había omitido preguntárselo, y ahora era demasiado tarde.
Sin embargo, tenía que estar dentro de algún envase protector que seguramente sería reconocible, si pudiera encontrarlo. Randall clavó la mirada en los pedazos de toba que había en las cajas. No se había topado con ningún objeto extraño. Había roto todos y cada uno de los pedazos de toba y no había encontrado ningún recipiente de ninguna clase. Se preguntó si finalmente lo hallaría o si, de hecho, acaso existía fuera de la imaginación del ex convicto.
Se enderezó, tomó el mango de madera de la pala y prosiguió cavando.
Más toba, más escombros, más nada.
Mientras continuaba la excavación y los minutos pasaban, se comenzó a dar cuenta de que su principal obstáculo no era que se le acababa el tiempo, sino las fuerzas.
Metió la pala, y la sacó.
Otra vez adentro y… clang… golpeó algo duro… ¿un pedregón? Maldita sea; si había picado granito, la excavación habría terminado. Se arrodilló soltando un gemido y, a través del sudor que le corría por los ojos, miró, tratando de distinguir con qué se había topado en el agujero. Parecía ser sólo otra roca y, sin embargo, también parecía algo diferente. Dejó caer la pala y metió la mano en el hoyo; alcanzó el objeto y lo recorrió con los dedos para sentir su tamaño. De inmediato se dio cuenta, por lo que sintió en las yemas de los dedos y por la sensación que experimentó debajo de la piel, que el obstáculo tenía forma. Era un objeto elaborado por la mano del hombre. Tal vez un artefacto antiguo. Pero…
Tal vez no.
Con los dedos metidos profundamente en el agujero, tiró del objeto, tratando de echarlo fuera, de desatorarlo de la posición en que estaba entre las capas de toba. Volvió a meter la pala, maniobrando con la punta por debajo, por encima, alrededor del objeto, tratando de moverlo.
Luego otra vez a mano. En unos cuantos minutos se aflojó y comenzó a soltarse. Lo tomó con ambas manos y lo sacó del hoyo.
Era una especie de olla de alfarería, un tarro o vasija de barro, de no más de veinte centímetros de alto y treinta de circunferencia. La boca estaba sellada con una especie de substancia sólida y gruesa de color negro, probablemente brea. Randall trató en vano de perforar el tapón negro. Quitó la mugre que tenía pegada, y una delgada banda negra de brea que había alrededor del centro del tarro se hizo visible. Aparentemente, la vasija de barro había sido abierta en dos mitades y ahora estaba pegada con esa brea.
Randall la colocó sobre el piso de la zanja, se arrodilló, y con el mango de la pala golpeó la vasija por la mitad. Instantáneamente, bajo el fuerte golpe, el tarro se partió en dos mitades, quedando una de ellas parcialmente astillada.
Randall se abalanzó sobre los pedazos de barro, los separó, y de inmediato tuvo frente a sí el contenido. Un solo objeto, una simple bolsa gris de cuero.
Tomó la bolsa y la sostuvo cautelosamente, casi sin atreverse a abrirla.
Lentamente, la abrió, buscó con cuidado en su interior, y sus ampollados dedos cobraron vida al fresco contacto de lo que sintió como una fina tela. Suavemente, comenzó a extraerla. La sacó. Era un cuadrado de seda aceitosa que había sido doblado muchas veces. Comenzó a desdoblarlo, hasta que el contenido quedó al descubierto.
Hipnotizado, se quedó mirando lo que podría haber sido una quebradiza hoja café de maple, pero que era un fragmento de papiro… el preciado papiro de Lebrun. Estaba cubierto con caracteres arameos, varias líneas borrosas escritas con tinta antigua. Era el fragmento faltante del Papiro número 3 que Robert Lebrun había escrito, la primera pieza de la evidencia que había prometido entregar.
Aquí la tenía, se dijo Randall. Esta pieza era o la evidencia de una moderna falsificación que podría reventar la validez del Nuevo Testamento Internacional e impedir el resurgimiento de la fe en todo el mundo… o un fragmento de un auténtico papiro antiguo que para Monti había pasado desapercibido o una pieza que Lebrun había tenido en las manos y que respaldaría aún más contundentemente a Resurrección Dos, exponiendo a Lebrun como un simple y jactancioso mentiroso psicótico.
Sin embargo, de alguna manera, Lebrun lo había conducido a esto y le había recordado que, dentro del meollo, este fragmento de papiro contenía la prueba invisible de que el Evangelio según Santiago era una falsificación y una mentira.
Randall estaba demasiado exhausto para sentir emoción alguna.
No obstante, era posible que aquí tuviera la verdad.
Cuidadosamente, Randall envolvió el fragmento de papiro en su cubierta protectora de seda aceitosa, y con los dedos tiesos lo deslizó dentro de la sucia bolsa gris.
Su instinto le decía que se marchara con su tesoro en ese mismo instante. Pero el recuerdo de la segunda parte de la evidencia de la falsificación, la pequeña caja de acero que contenía los ocho fragmentos adicionales, lo desafió. Con esta primera parte descubierta, ¿podría la segunda prueba devastadora del fraude estar muy lejos? Si esa prueba también existía, debería estar aquí, probablemente en la misma zona, tal vez en las profundidades del mismo agujero.
Fatigado, Randall se puso de pie, tomó la pala y miró fijamente hacia el hoyo. Momentáneamente, se preguntó cómo un anciano como Lebrun había tenido la fuerza para realizar esta tarea… a menos que hubiera sido más vigoroso de lo que Randall había imaginado o a menos que se hubiera valido de un cómplice más joven o que le hubiera pagado a un ayudante de la región. Bien, las especulaciones resultaban inútiles en este momento. Lebrun había realizado la hazaña. Randall se preguntó si él mismo podría también llevarla a cabo, suponiendo que hubiera algo más que desenterrar.
Reuniendo casi las últimas reservas de vigor, Randall decidió continuar cavando. Dirigió su pala hacia el agujero, más adentro y más adentro, agradándolo, sin toparse con otra cosa que más toba, y preguntándose constantemente si Lebrun habría puesto todos los huevos en una sola canasta o si habría escondido la pequeña caja de acero en alguna otra parte. No importaba; debía continuar cavando.
Había sacado una pala más de roca porosa, arrojándola al piso, cuando oyó un tintineo que le pareció que sonaba como a voces humanas. Pensó que estaba desvariando. Estaba a punto de volverse hacia el agujero cuando nuevamente escuchó el sonido. Las voces eran más claras ahora. Hizo una pausa y escuchó, con la cabeza levantada.
Definitivamente eran voces; o una voz, la voz de una mujer.
Dejó caer la pala y se pegó contra el muro opuesto de la zanja. No había duda. Era una voz distante que flotaba desde lo lejos, más allá de la pradera, que estaba encima de él. Comenzó a volverse hacia la dirección de la entrada del túnel, con la intención de subir y asomarse para averiguar de dónde provenía el sonido. Pero una intuición, más bien un reflejo de su instinto de conservación, le impidió exponerse a través de la única entrada que había.
Sin embargo, él tenía que averiguar quién (o qué) estaba allá fuera.
Puesto que la techumbre de la zanja estaba a un metro de su cabeza, no había manera de observar por encima de la orilla o de estirarse para atisbar a través de las aberturas que había en el techado de tablones. Fijó la vista en las cajas llenas con los escombros, que estaban a sus pies. Rápidamente se agachó, y con un esfuerzo nacido de la prisa, las empujó a través del piso de la zanja. Con muchos esfuerzos, levantó una caja y la puso encima de la otra para formar unos burdos escalones bajos.
Cautelosamente, pisando con inseguridad, subió por su improvisada escalera, y con dificultad empujó los tablones que había sobre su cabeza para separarlos aún más. Entonces, lentísimamente, elevó la cabeza hasta que sus ojos quedaron por encima de la orilla de la zanja y fue clara su visión del campo y el montículo que se extendían hacia la periferia de Ostia Antica, así como del puesto de frutas y la carretera.
A primera vista captó de dónde provenía la voz, que nuevamente se había convertido en varias voces.
Todavía estaban distantes, los tres, y avanzaban en dirección a él; con rápidas y grandes zancadas bajaban el montículo, y eran voces agitadas y ruidosas. Una mujer, una tosca italiana, venía entre dos acompañantes, un muchacho y un hombre. Ella traía asido, con su regordeta mano, el brazo del muchacho (el muchacho era Sebastiano) y con la mano libre estaba gesticulando, amenazando con golpearlo, regañándolo con voz chillona, siendo las palabras todavía inaudibles. Y Sebastiano estaba protestando, mientras ella lo medio empujaba y lo medio arrastraba hacia la excavación de Monti.
La atención de Randall se fijó en la otra persona, lo cual resultó más alarmante. La otra persona representaba a la Ley. No llevaba espada, ni sombrero extravagante, como los carabinieri, sino una camisa veraniega y pantalones color verde olivo, una gorra con una placa de metal, dos bandas blancas cruzadas sobre la camisa y un cinturón blanco con una pistola dentro de una blanca funda. Era un elemento de la Policía rural.
Se estaban acercando; se aproximaban rápidamente.
Randall trató de comprender, y de inmediato presintió lo que estaba ocurriendo.
La mujer era la madre de Sebastiano. Debió haber notado la ausencia de su maldita pala, o de alguna manera se había percatado del hecho de que su hijo la había tomado. Debió haberle sacado la verdad al muchacho, y entonces había notificado al policía local acerca de Randall. Inmediatamente, el asunto se había convertido en algo más que la mera pala. Un extraño, un extranjero, había invadido secretamente la propiedad privada y estaba excavando sin permiso dentro de una zona arqueológica contralada por el Gobierno. Pericolo! ¡Peligro, el Estado está en peligro! Fermi que'uomo! ¡Detengan a ese hombre!
Venían a buscarlo, y posiblemente a arrestarlo.
De un salto, Randall bajó de su improvisada escalera. Ya no importaba si sus especulaciones eran exactas o no. Esto era un verdadero riesgo, era una trampa, y él tendría problemas. No podía dejarse atrapar con la bolsa y el fragmento de papiro. ¡La bolsa! Se inclinó, la alzó junto con su chaqueta, y al demonio con todo lo demás. Ahora sólo tenía un pensamiento. Escapar. Si lo agarraban con la bolsa, nunca podría explicarlo, ni en mil años.
Se subió de nuevo a las cajas y echó una mirada rápida y furtiva por encima de la zanja.
Se habían desviado los tres, el oficial de Policía, la mujer y el muchacho. No se dirigían hacia él, sino hacia la entrada de la zanja principal de la excavación. Estaban a punto de rebasar su campo de visión, como a media manzana de distancia, y casi habían llegado a la entrada. En el instante en que llegaran y comenzaran a desaparecer de su vista, que descendieran a la zanja que estaba a espaldas de él, tendría que moverse, y rápido.
– Lei dice che lo straniero è da solo qui? -la madre estaba regañando al muchacho. Y estaba gritando al policía, implorándole-: Dovete fermarlo! È un ladro!
Desesperado, Randall se preguntaba qué estaría diciendo ella. Seguramente algo acerca de un extraño que había bajado aquí solo y que estaba utilizando su pala. Con certeza algo acerca de atraparlo, de atrapar el ladrón.
Estaban desapareciendo de su vista; primero el policía, después Sebastiano, luego la iracunda madre.
Podía oír cómo resonaba el parloteo a través del túnel subterráneo.
Randall se movió con rapidez. Ascendió a la última caja llena de escombros, cuidadosamente puso la bolsa sobre la sucia orilla y tiró su chaqueta hacia fuera, se agarró firmemente de la orilla de la zanja y, con lo que le restaba de fuerzas, se impulsó hacia arriba, cayendo afuera sobre el pasto. Luego, arrastrándose completamente fuera de la zanja, completamente libre, tomó su chaqueta y agarró con firmeza la bolsa de cuero. Tambaleante, se puso de pie.
Comenzó a correr, tropezando y continuando, tan rápidamente como sus débiles piernas se lo permitían. Subió la pendiente, espió el puesto de frutas que se encontraba a un lado del distante camino, y hacia allí se dirigió, corriendo cuesta abajo, faltándole el aliento, aminorando el paso hasta alcanzar un trote cuando el terreno se niveló y se encontraba más cerca del puesto de frutas.
Entonces, sofocándose, tratando de recuperar el aire, reconoció al sonriente italiano que había estado hablando con el propietario del puesto de frutas y que ahora se marchaba, dirigiéndose hacia su pequeño «Fiat».
– ¡Lupo! -gritó Randall-. ¡Lupo, espéreme!
El taxista se volvió, asombrado, y cuando vio a Randall avanzando hacia él, su rostro se iluminó con una sonrisa. Acomodándose el sombrero de gondolero sobre la cabeza, Lupo miró esperanzadamente a Randall.
– Lo necesito -dijo Randall con voz entrecortada-. Necesito su taxi.
– ¿A la estación del ferrocarril? -preguntó Lupo con la mirada todavía fija en la desaliñada apariencia de su cliente… la cara sucia, la camisa manchada, las manos inmundas.
– No -respondió Randall de inmediato, sujetando firmemente al chófer de un brazo y llevándolo hacia el «Fiat»-. Quiero que me lleve directamente a Roma, lo más rápidamente posible. Le pagaré bien por llevarme, y también pagaré la gasolina y el tiempo que le tome regresar aquí. ¿Puede llevarme rápido?
– Ya estamos prácticamente allá -resopló alegremente Lupo, abriendo de un tirón la puerta trasera de su taxi-. ¿Usted disfrutó de las ruinas de Ostia Antica, Signore? Se pasa un día descansado, ¿no?
Por fin, Randall estaba a salvo dentro de su habitación en el «Hotel Excelsior».
En el vestíbulo, donde todos lo habían mirado con extrañeza, Randall había solicitado al inquieto conserje que le hiciera una reservación en el primer vuelo disponible de Roma a París. Todavía en el vestíbulo, había telefoneado al profesor Henri Aubert a París. Aubert no se encontraba en su oficina, pero su secretaria había tomado cuidadosamente el recado. Monsieur Randall estaría en París antes de la hora de cenar. Oui. Monsieur Randall tenía que ver al profesor Aubert en su laboratorio a esa hora para tratar un asunto de la mayor urgencia. Oui. Monsieur Randall telefonearía para confirmar la cita en cuanto llegara al Aeropuerto de Orly. Oui.
Ahora, ya en su habitación, Randall advirtió que apenas tenía tiempo para una llamada más y una ducha antes de abandonar el hotel.
Una llamada más.
Suponiendo que las pruebas de Aubert demostraran que el fragmento de papiro que Randall llevaba en la bolsa de cuero era genuino, producto del siglo i, faltaba un último paso, una prueba más crucial. Como el propio Aubert le había indicado previamente, la autenticidad del papiro no garantizaba la autenticidad del documento en sí. A fin de cuentas, lo que importaba era el texto arameo. Y en este caso, Randall lo sabía, había algo más. La escritura invisible que había mencionado Lebrun.
¿A quién debía llamar?
Sintió la tentación, casi filial, de ponerse en contacto con George L. Wheeler o con el doctor Emil Deichhardt y revelarles lo que tenía en su poder, pidiéndoles que trajeran a los doctores Jeffries y Knight, sus expertos en arameo, así como a algunos de los expertos en historia romana que tenían dentro del proyecto. Sin embargo, aunque era tentador y sin duda resultaría fácil, Randall desistió de la idea.
A menos que Wheeler y Deichhardt fueran masoquistas o suicidas, para nada apreciarían la prueba de la falsificación de Lebrun. No se podía confiar en ellos. Ni se podía confiar en el doctor Jeffries, puesto que tenía los ojos puestos en la jefatura del Consejo Mundial de Iglesias, y cuyo escalón a esa dirección radicaba en el éxito del Nuevo Testamento Internacional… No, Jeffries tampoco era confiable. Ni siquiera el doctor Knight, el querido doctor Knight, con su oído restaurado a través del milagro del nuevo descubrimiento. Tampoco él podría hacer un juicio imparcial. Randall se dio cuenta de que, en realidad, nadie de Resurrección Dos era de confianza. Todos tenían demasiado en juego.
Él sabía que lo que buscaba era alguien tan escéptico y a la vez tan objetivo acerca de la verdad como él lo había sido en su propia búsqueda.
Había sólo una persona.
Randall tomó el teléfono y llamó a la operadora de larga distancia.
– Deseo hacer una llamada de persona a persona, sumamente urgente, a Amsterdam. No, no tengo el número. Es la Westerkerk, en Amsterdam. Es una iglesia. La persona con quien quiero hablar es el dominee Maertin de Vroome.
– Por favor cuelgue, señor Randall. Trataré de localizar a la persona.
Apresuradamente, Randall vació los cajones, levantó todos sus efectos personales de la mesa y la cómoda y los arrojó dentro de su maleta, dejando afuera únicamente una camisa limpia y unos pantalones. Se desvistió hasta los calzoncillos, echó la camisa sucia y los pantalones a la bolsa de viaje y, finalmente y con todo cuidado, deslizó la bolsa de cuero gris dentro de la maleta. La cerró con llave.
El teléfono sonó y Randall levantó el auricular.
Era la operadora del hotel.
– Su llamada a Amsterdam está lista, señor Randall. Puede hablar.
La línea estaba libre. No había interferencias.
Instintivamente, Randall bajó la voz al hablar.
– ¿Dominee De Vroome? Habla Steven Randall. Le estoy llamando desde Roma…
– Sí, la operadora dijo que era una llamada desde Roma. -El tono de voz del clérigo holandés era más suave y atento que nunca-. Muy amable de su parte el acordarse de mí. Pensé que me había vuelto la espalda.
– No, seguí adelante. Supongo que creí todo lo que usted me dijo. Pero tenía que averiguarlo por mí mismo. Fui a buscar a Robert Lebrun. Lo encontré.
– ¿Lo encontró? ¿De verdad lo vio?
– En persona. Escuché su historia. Esencialmente era la misma que Plummer le había transmitido a usted, sólo que más completa. No puedo entrar en detalles ahora. Dentro de poco tengo que tomar un avión. Pero hice un trato con Lebrun.
– ¿Le entregó algo Lebrun?
– En cierto modo lo hizo. Ya le contaré a usted cuando lo vea. El hecho es que yo tengo la prueba de su falsificación aquí, en mi habitación.
Su interlocutor en Amsterdam emitió un largo y agudo silbido.
– Maravilloso, maravilloso. ¿Se trata de algún trozo faltante de alguno de los papiros?
– Exactamente. Con escritura aramea. Lo llevo a París. Llegaré al Aeropuerto de Orly, por Air France, a las cinco de la tarde. Iré directamente al laboratorio del profesor Aubert. Quiero que revise el papiro.
– Aubert no me importa -dijo el dominee De Vroome-. Pero comprendo que él es importante para usted… y para sus patrones. Naturalmente, el profesor certificará la autenticidad del papiro. Ésa debe haber sido la parte más fácil para Lebrun. Es lo que está escrito en el papiro lo que dará o no la prueba de la falsificación.
– Por eso lo llamo a usted -dijo Randall-. ¿Conoce a alguien en quien nosotros podamos confiar? -Se dio cuenta de que por primera vez había utilizado la palabra nosotros con De Vroome-. Alguien lo suficientemente experto que examine el texto arameo y nos diga…
– Pero ya se lo dije antes, señor Randall -interrumpió el clérigo-, hay muy pocos, en cualquier parte, que estén más familiarizados con el arameo que yo. En un asunto tan delicado como éste, creo que será mejor que usted deposite su confianza en mí.
– Gustosamente -dijo Randall con alivio-. Tenía la esperanza de que usted me ayudaría. Ahora, una cosa más. ¿Ha oído hablar alguna vez de una mujer llamada Locusta?
– ¿La envenenadora oficial del emperador Nerón? Por supuesto.
– Dominee, ¿es usted tan versado en la historia romana antigua y sus costumbres como lo es en el arameo?
– Aún más.
– Bueno, sólo para estar seguro de que no habría ninguna duda acerca de su falsificación, nuestro amigo Lebrun utilizó una antigua fórmula griega que Locusta usaba para escribir con tinta invisible, la cual posteriormente podía hacerse visible, y aplicó esa fórmula al fragmento que yo tengo, como prueba contundente de su fraude.
El dominee De Vroome rió entre dientes.
– Un auténtico genio del mal. ¿Le dio a usted la fórmula?
– No del todo -dijo Randall-. Sé que esa tinta invisible contiene ácido galotánico extraído de nueces amargas. Para hacer que la escritura se vea, se aplica una mezcla de sulfato de cobre y algún otro ingrediente. No tengo el nombre del otro componente.
– No importa. Esa tontería no será problema. Así que, señor Randall, gracias a usted al fin tenemos en nuestras manos lo que siempre habíamos sospechado que existía. Muy bien; excelente. Mis más efusivas felicitaciones. Ahora podremos ponerle fin a la farsa. Saldré inmediatamente de Amsterdam. Estaré en Orly, esperándolo. ¿A las cinco dijo? Allí estaré, listo para proceder. Usted sabe, debemos trabajar con rapidez. No tenemos tiempo que perder. ¿Está usted consciente de que sus editores han modificado la fecha del anuncio mundial de la nueva Biblia para este viernes por la mañana? Se llevará a cabo desde el Palacio Real de los Países Bajos.
– Estoy plenamente consciente de eso -dijo Randall-, sólo que no creo que se lleve a cabo, ni desde el palacio real ni desde ninguna otra parte; no después de que este cartucho de dinamita que está en mi maleta estalle el jueves. Lo veré a las cinco.
No fue sino hasta que su jet aterrizó sobre la mojada y resbalosa pista del Aeropuerto de Orly, en las afueras de París, cuando Steven Randall se sintió a salvo.
Sus experiencias en Italia habían sido molestas y amenazadoras. Ahora, todo había quedado atrás. Los pasajeros estaban bajando del avión a través de la rampa y pisando sobre suelo francés. A pesar de que Orly estaba comenzando a cubrirse de niebla y de que estaba cayendo una llovizna constante, era Francia y era hermosa. Francia significaba libertad. Se sintió liberado y aliviado por primera vez en muchos días.
Tomó su preciada maleta (no le había quitado la vista de encima al abordar su avión en Roma y había logrado que le permitieran llevarla consigo como equipaje de mano) y se reunió con los otros pasajeros que abandonaban la nave.
En unos cuantos minutos estaría con el dominee Maertin de Vroome; un aliado, su único aliado confiable, y juntos irían al laboratorio del profesor Aubert para abrir la bolsa de cuero. Con ello, las fuerzas de la luz tendrían su día y su arma, contra las hasta ahora dominantes fuerzas de la superstición.
Rápida y eficientemente, Randall fue transportado a la sala de llegadas y conducido al piso de arriba por la recepcionista francesa. Formándose en línea con los otros pasajeros, se paró sobre el andador automático que corría a lo largo del interminable corredor de peatones, y se bajó frente al letrero iluminado que decía: PARÍS.
Aquí, la actividad era intensa. Estaban los escritorios de fórmica roja que ya había visto antes, detrás de cada uno de los cuales había un police de l'air, que llevaba una gorra con una insignia alada, camisa color azul claro y pantalones azules. Eso era lo que los franceses llamaban el Filtro de Policía o control de pasaportes. Inmediatamente enfrente, debajo de otro letrero, DOUANES, o Aduanas, instalados en casetas color beige, estaban los oficiales franceses de aduanas, todos ataviados también con uniforme, estando visibles únicamente sus gorras con la insignia de una granada explotando sobre un cuerno de caza, así como sus chaquetas azul marino con botones plateados. Más allá, pasado el torniquete o puerta giratoria, Randall pudo observar los congregados grupos de visitantes y guías que esperaban la llegada de parientes, amigos, asociados de negocios y turistas.
Formándose para pasar el control de pasaportes, Randall estiró el cuello en busca de la alta e imponente figura del dominee De Vroome y su habitual sotana negra. Pero la multitud que esperaba era demasiado densa. No pudo encontrar a De Vroome; al menos no desde esa distancia.
Ahora se encontraba frente al escritorio, y un serio y aburrido police de l'air estaba estirando la mano. Randall soltó momentáneamente su maleta, buscó dentro del bolsillo interior de su chaqueta el pasaporte color verde de los Estados Unidos y lo presentó junto con la carte de débarquement. El policía dio vuelta a una o dos páginas del pasaporte, examinó la fotografía de Randall (que odiaba esa foto porque tenía ocho kilos más de peso cuando se la tomaron), la comparó con la apariencia personal de Randall, revisó una misteriosa hilera de tarjetas cuadradas color de rosa que estaban ordenadas en carpetas al frente del escritorio, echó un vistazo a Randall por segunda vez y finalmente asintió con la cabeza. Reteniendo la tarjeta amarilla de desembarque, el oficial devolvió a Randall su pasaporte y le hizo un gesto para que se dirigiera a las casetas de aduanas. Luego, el policía se puso de pie y abandonó su puesto, ante las protestas de los otros pasajeros que estaban esperando en la fila.
Randall tomó nuevamente su maleta. Con la mano libre extrajo del bolsillo de su chaqueta la hoja de declaraciones, y se dirigió hacia la caseta de aduanas más cercana, mientras continuaba buscando al dominee De Vroome entre la multitud de visitantes.
Todavía sosteniendo su maleta, Randall extendió el documento al oficial, ansioso por terminar con esa formalidad y entregarse a los asuntos cruciales de esa tarde. Pero el oficial de aduanas, al recibir la hoja de declaraciones, no prestaba atención, distraído por uno de sus colegas que estaba detrás de él. Por fin, el oficial se volvió, dispuesto a prestar toda su atención a la declaración de Randall.
El oficial levantó la vista.
– ¿No tiene más equipaje que reclamar abajo, Monsieur? ¿Ésta es su única maleta?
– Sí, señor. Únicamente esta pieza que tengo conmigo. Estuve fuera sólo unos días. -Le disgustó dar esas explicaciones nerviosas, pero los oficiales de aduana, no solamente aquí sino en todas partes, lo hacen a uno sentirse culpable sin razón-. Es sólo lo que necesitaba para pasar la noche -agregó, elevando más su maleta.
– ¿No se ha excedido usted del límite de importación de 125 francos? ¿No compró artículos, ni recibió regalos o adquirió valores en Italia que rebasen esa cantidad?
– Exactamente como lo asenté en la hoja -dijo Randall con un asomo de molestia-. Sólo traigo mis efectos personales.
– ¿Nada que declarar? -insistió el oficial.
– Nada -el disgusto de Randall iba en aumento-. Usted tiene mi declaración. Lo puse claramente y bajo juramento.
– Sí -dijo el aduanero, poniéndose de pie y llamando en voz alta-: ¡Maurice! -Salió de su caseta, esperó a que otro aduanero más joven lo reemplazara y se aproximó a Randall-. Por favor, sígame, Monsieur.
Perplejo, Randall iba pisándole los talones al oficial mientras cruzaban la puerta, después de haber pasado a empujones entre la masa de visitantes. Una vez más, Randall trató de buscar a De Vroome para solicitar su ayuda y salir de esos formalismos burocráticos, pero De Vroome no se veía por ninguna parte.
El oficial de aduanas hizo señas a Randall para que lo alcanzara. Éste, disgustado por la continua demora, repentinamente se dio cuenta de que otro oficial lo estaba flanqueando, reconociendo en él al delgado y flemático policía con quien había hablado en el control de pasaportes.
– Oigan, ¿qué está sucediendo aquí? -protestó Randall.
– Vamos abajo -explicó llanamente el aduanero-. Una mera formalidad.
– ¿Qué formalidad?
– Revisión rutinaria de equipaje.
– ¿Por qué no hacerlo aquí mismo?
– Impediría el flujo del tráfico. Tenemos cuartos especiales a un lado de la sala de entrega de equipajes -se dirigió hacia la escalera-. Si hace el favor de seguirme, Monsieur.
Randall titubeó, mirando fijamente al oficial, y luego se volvió para recorrer con la vista al policía del aeropuerto que acababa de aparecer a sus espaldas. Se percató de que no podría resistirse. Cargando su maleta, comenzó a caminar entre los dos uniformados. Al descender por la escalera eléctrica tuvo el primer presentimiento del peligro, y la aprensión que él creyó haber dejado atrás en Italia comenzó a invadirlo gradualmente aquí, en Francia.
Al cruzar el bullicioso piso principal de la terminal aérea, en dirección al letrero que decía SORTIE Randall protestó una vez más.
– Creo que están cometiendo un error, caballeros.
Los oficiales no respondieron. Lo condujeron hacia el amplio salón donde los pasajeros estaban recuperando sus equipajes de las bandas móviles, y luego lo guiaron hacia una serie de cuartos vacíos que tenían las puertas abiertas y que estaban recatada, casi discretamente alineados a lo largo del muro más distante. Junto a una puerta abierta, un gendarme (agent de police o Sûreté Nationale, Randall no pudo discernir) estaba en guardia, con una porra y una pistola claramente visibles. El gendarme inclinó la cabeza mientras el oficial de aduanas y el policía del aeropuerto escoltaban a Randall hacia el interior del cuarto.
– ¿Me quieren decir ahora por qué estoy aquí? -exigió Randall.
– Ponga su maleta en la mesa que está allá -dijo tranquilamente el aduanero-. Por favor, ábrala para que la inspeccionemos, Monsieur.
Randall levantó su equipaje y lo puso sobre la mesa. Buscó la llave en sus bolsillos.
– Ya les dije que no tengo nada que declarar -insistió.
– Ábrala, por favor.
El policía del aeropuerto se había retirado discretamente hacia el fondo del cuarto, y el oficial de aduanas permaneció de pie junto a Randall, observando cómo abría la cerradura de su maleta y zafaba los broches. Randall levantó la tapa.
– Aquí tiene. Ande y cerciórese por sí mismo.
El aduanero se adelantó a Randall y se paró frente a la maleta. Con eficiencia profesional, su mano se deslizó alrededor del interior de la maleta en busca de bolsas secretas o un fondo falso. Comenzó registrando camisas, calzones, calcetines, pijama. Extrajo varias carpetas de manila, las revisó y las volvió a poner en su lugar. Revolvió más al fondo, encontró algo, lo sacó, lo suspendió en el aire y lo hizo oscilar ante Randall.
Era la terrosa bolsa de cuero gris de Lebrun.
– ¿Qué es esto, Monsieur?
– Un simple recuerdo de Roma -dijo Randall apresuradamente, tratando de reprimir su inquietud-. No tiene valor para nadie; sólo para mí. Es un facsímile de un fragmento de un manuscrito bíblico. Soy coleccionista.
El oficial de aduanas parecía no estar escuchando. Abrió la bolsa, sacó el envoltorio de seda, lentamente lo desdobló y examinó el frágil fragmento de papiro que semejaba una hoja de maple. Su mirada rebasó a Randall, y, luego preguntó:
– C'est bien ça, Inspecteur Queyras?
El policía del aeropuerto se adelantó y asintió:
– Je le crois, Monsieur Delaporte. -Tenía en sus manos una de las tarjetas color de rosa que Randall había visto en el escritorio del control de pasaportes. Miró la tarjeta y se dirigió a Randall-: Monsieur Randall, es mi deber informarle que la República de Italia solicitó a nuestro Servicio de Investigaciones que estuviera alerta a la llegada de usted. La judicial italiana nos ha notificado que usted se apoderó de un invaluable tesoro nacional de Italia, sin permiso gubernamental para sacarlo del país y sin tener el derecho legal para poseerlo. Semejante acto está prohibido por la Ley italiana, y a usted se le impondrá una fuerte multa si alguna vez regresa a Italia. Sin embargo…
Randall escuchaba, petrificado por la incredulidad. ¿Cómo era posible que alguien en Italia hubiera sabido qué era lo que él tenía en su maleta?
– …el interés del Gobierno de Italia no es precisamente el interés del Gobierno de Francia -continuó diciendo en un inglés impecable el policía del aeropuerto, el inspector Queyras-. Lo que nos interesa a nosotros es que usted cometió un flagrant délit, lo que quiere decir que usted escondió en su equipaje un objeto de gran valor, que no lo declaró a nuestra aduana y que, de hecho, intentó contrabandearlo a Francia. Bajo nuestra Ley, esto es un delito, Monsieur, y se castiga…
– ¡Yo no escondí nada! -explotó Randall-. ¡No declaré nada porque no tenía nada de valor que declarar!
– Parece ser que el Gobierno de Italia tiene otro punto de vista acerca de ese papiro -dijo calmadamente el inspector.
– ¿Otro punto de vista? No hay otro punto de vista. ¿Qué saben ellos acerca de ese trozo de papiro? Yo soy el único que sabe. Se lo digo… escúcheme, no se hagan los tontos… ese fragmento que está en la bolsa no tiene ningún valor en términos de dinero; es una imitación, una falsificación que aparenta ser un original. No tiene valor para nadie; sólo para mí. Por sí mismo, intrínsecamente, no vale ni una moneda.
El oficial de Policía se encogió de hombros.
– Eso está por verse, Monsieur. Hay expertos en esta materia, y nosotros ya nos hemos puesto en contacto con uno de ellos para que haga un estudio y dé su opinión. Mientras tanto, hasta que esto se lleve a cabo…
Estiró el brazo frente al pasmado Randall y tomó el fragmento de papiro de manos del oficial de aduanas. Nuevamente lo envolvió en su cubierta de seda, y lo metió en la bolsa de cuero gris.
– …hasta que se haga un examen, Monsieur Randall, estamos confiscándole este objeto -concluyó el oficial de la Policía del aeropuerto.
Con la bolsa de cuero en la palma de su mano, se dirigió a la puerta del cuarto.
– ¡Espere! ¿Adónde va con eso? -demandó Randall.
El inspector se medio volvió desde la puerta.
– Eso es asunto nuestro, no suyo.
Randall sintió una creciente e incontrolable ira ante semejante injusticia. ¡Perder ahora el papiro, su preciada prueba, la evidencia del fraude, con esos estúpidos burócratas! ¡No debe ser; no puede ser!
– ¡No! -insistió Randall. De un salto agarró de un brazo al oficial del aeropuerto y lo zarandeó-. No, maldita sea, ¡no puede llevárselo!
Trató de tomar la bolsa. El inspector quiso apartarse, pero Randall le pasó un brazo por la garganta y comenzó a presionar, cogiendo la bolsa con la mano que tenía libre cuando el oficial la dejó caer.
Agarrándose la garganta, el oficial se tambaleaba hacia atrás, gritando:
– Bon Dieu, attrape cet imbécile!
Randall tenía la bolsa a salvo en el puño, pero en ese momento el aduanero arremetió contra él. Frenético, Randall lo esquivó, manoteando para ahuyentarlo. El aduanero lanzó maldiciones y se dejó ir nuevamente contra Randall aferrándole de un brazo, y repentinamente había dos hombres más, el guardia de la Sûreté que estaba afuera y el oficial de la Policía del aeropuerto, echándose encima de Randall, luchando con él, amedrentándolo, magullándolo contra la pared de yeso, sujetándolo por los brazos.
Tratando ciegamente de contestar la pelea, de luchar para liberarse de ellos, Randall vio cómo una rodilla se le venía encima. Trató de hacerse a un lado, pero la rodilla se estrelló contra su ingle. El dolor instantáneo, agudísimo, le provenía de los testículos y se le esparcía por los intestinos y por todo el cuerpo. Randall gimió, cerrando los ojos, intentando doblarse, sintiendo que la bolsa le flotaba entre los dedos y luego se perdía. Se deslizó hacia abajo, despacio, como en cámara lenta, hasta llegar al piso, y allí se encogió, jadeando como animal herido.
– Ça y est, il ne nous embêtera plus -oyó que decía la voz de un francés arriba de él-. Ya está, él no nos fastidiará más.
Dos de ellos lo habían tomado por los sobacos y lo estaban levantando del suelo para ponerlo de pie.
Le hicieron pasar los brazos a la espalda y lo estaban sosteniendo rígidamente. Gradualmente, sus ojos recobraron el enfoque. El ceñudo oficial de Policía del aeropuerto ya no estaba borroso. Otra vez tenía en su poder la bolsa de cuero gris y con ella estaba cruzando la puerta.
Randall lo siguió con los ojos. Otra figura, una figura conocida todavía distante, se acercaba. Era un hombre alto, austero que vestía una sotana negra. Era el dominee Maertin de Vroome por fin.
– ¡De Vroome! -gritó Randall-. ¡De Vroome, aquí estoy!
Pero el clérigo holandés no pareció darse cuenta. Se había detenido, cara a cara, frente al oficial policíaco, quien se estaba dirigiendo a él y mostrándole la bolsa de cuero. De Vroome escuchaba y asentía con la cabeza, y luego, junto con el oficial, se dio la vuelta y comenzó a alejarse.
– Esperen, por favor, suéltenme; tengo que verlo -Randall gritaba desesperadamente al oficial aduanero y al guardia que lo sostenían-. De Vroome me espera. Yo lo mandé llamar.
– ¿Usted lo mandó llamar? -dijo el aduanero divertidamente-. No lo creo. Porque nosotros fuimos quienes lo mandamos llamar.
Randall miró fijamente al aduanero, sin comprender.
– No sé de qué me está usted hablando. Debo verlo. -Hizo un frenético esfuerzo por soltarse, moviendo los brazos para liberarse, y en ese instante sintió un frío objeto de metal en las muñecas, cruzadas tras de sí. Entonces lo supo. Estaba esposado-. Debo verlo -suplicó Randall.
El aduanero asintió con la cabeza.
– Lo verá mañana, cuando usted sea llevado ante el juge d'instruction de París, el magistrado examinador, señor Randall. En este momento, usted está bajo arresto por la infracción aduanera de no haber declarado un objeto de gran valor y de haber intentado introducirlo de contrabando a Francia. Además, está arrestado por perturbar la paz pública y por agredir a un oficial de la Ley. Usted irá a la cárcel.
– Pero el papiro… -protestó Randall.
– El valor del documento y el futuro de usted, Monsieur, se decidirán mañana en una corte de la Galerie de la Sainte Chapelle, en el Palais de Justice.