X

Ya bien entrada la mañana siguiente, otro deslumbrante, sofocante día romano, Steven Randall esperaba en la fresca sala de la casa de los Monti a que el ama de llaves le trajera lo que tan ansiosamente buscaba.

Todo lo que pudiera seguir había dependido de su llamada telefónica a Ángela Monti la noche anterior. Ella había salido de casa con su hermana, y no respondió a su llamada sino hasta después de la medianoche.

Había decidido abstenerse de explicarle su inesperado encuentro con el dominee De Vroome en el «Excelsior», y de la revelación que le había hecho el clérigo en el sentido de que el histórico descubrimiento de su padre pudiera ser una falsificación. Sentía que no había razón para inquietar a Ángela con la escandalosa declaración de De Vroome, sobre todo cuando ni siquiera había sido comprobada todavía.

– ¿Así que sales para Amsterdam por la mañana? -le había preguntado Ángela.

– Probablemente por la tarde, temprano -había replicado él-. Hay una cosa más que quiero hacer por la mañana. Sin embargo, necesitaré tu colaboración -titubeó, y continuó como pudo-. Ángela, el día en que tu padre sufrió el shock, en el lapso inmediato posterior, después de llevarlo al hospital, ¿qué ocurrió con sus papeles, con los efectos que estaban encima y dentro de su escritorio en la universidad?

– Una semana después de que internamos a mi padre en la Villa Bellavista, Claretta y yo fuimos a la universidad, a su despacho (todavía recuerdo cuán doloroso fue hacer eso… cuando alguien a quien amas ha quedado desvalido) y recogimos todo lo que había en su escritorio y en la oficina, y lo guardamos en pequeñas cajas de cartón.

– ¿Lo recogisteis todo?

– Hasta el último pedazo de papel, todos sus efectos personales. Para el caso de que llegara a recuperarse algún día, aunque sabíamos que era improbable, pero que nos hizo sentir mejor. Además, no estábamos de humor para seleccionar las cosas. Simplemente llenamos las cajas e hicimos que las llevaran junto con el archivo a nuestra casa. Aún las tenemos en la bodega. Desde entonces no he tenido ánimo para revisarlas.

– Puedo comprenderlo, Ángela. Mira, ¿tendrías algún inconveniente en que yo revisara esas cajas, las que contienen las cosas del escritorio de tu padre? Es algo que quería hacer por la mañana, antes de salir de Roma.

– Pues no„ no tengo inconveniente. No es gran cosa lo que hay. Puedes verlo -Ángela hizo una pausa-. ¿Qué es lo que buscas, Steven?

– Bueno, como tu padre no podrá tomar parte en las ceremonias del día del anuncio, pensé que podría encontrar algunas anotaciones que hubiera hecho y que pudieran hablar por él en Amsterdam.

Ángela estaba complacida.

– Qué bonita idea. Sólo que yo no estaré aquí por la mañana. Mi hermana y yo saldremos con los niños. Si prefieres esperar hasta que yo regrese…

– No -interrumpió él abruptamente-, más vale que no pierda yo más tiempo. Puedo hacerlo solo si alguien me deja entrar.

– Le dejaré instrucciones a Lucrezia para que te haga pasar. Ella es el ama de llaves… ha estado con la familia desde siempre. El único problema… -dijo con voz abatida.

– ¿Cuál es, Ángela?

– El único problema es que no vas a poder leer las anotaciones de mi padre. Él sabía muchos idiomas, pero siempre hacía sus apuntes en italiano. Pensé que si yo estuviera aquí… pero tú no quieres perder tiempo, ¿verdad? Ah, ya sé qué… Lucrezia puede traducir bastante bien del italiano al inglés. Así que si hay algo que te interese, algo que parezca importante, entonces simplemente le preguntas a ella. O llévatelo a Amsterdam, y allá te ayudaré yo cuando vuelva. ¿A qué hora quieres venir?

– ¿Estaría bien a las diez de la mañana?

– Muy bien. Le diré a Lucrezia que te espere y que saque las cajas con las cosas del escritorio de mi padre para dártelas. ¿Quieres ver también el archivo?

– ¿Tienes alguna idea de lo que contiene?

– Copias de sus conferencias, discursos y artículos publicados.

– ¿Qué hay de su correspondencia personal?

– La tiró toda justamente unas semanas antes de su colapso. Necesitaba más espacio, así que se deshizo de todas las cartas. Pero lo demás que hay en el archivo, especialmente sus artículos publicados, podrían ser útiles para tu campaña publicitaria.

– Podría ser. Pero me tomaría demasiado tiempo en este momento. Quizá luego, después de la fecha del anuncio, podamos revisar todo ese material juntos.

– Me encantaría ayudarte. ¿Así que mañana sólo deseas ver las cajas?

– Sí, sólo lo que había en el escritorio.

Al cortar la comunicación con Ángela, Randall lamentó haberle mentido. Pero sabía que no podía decirle tras de qué andaba, al menos todavía no. Sólo una cosa importaba. Tenía que hallar a Robert Lebrun.

Ayer, al escuchar a De Vroome, todo había encajado, y la forma que había tomado representaba la posibilidad de un Lebrun auténtico y una pista que podría servir para localizarlo.

El doctor Venturi, sin saberlo, le había proporcionado la primera mitad del indicio: que a menudo el profesor Monti concertaba citas para verse con gente fuera de la universidad, y que el día del colapso acababa de volver de una cita con alguien.

El dominee De Vroome le había dado la segunda mitad de la pista: que la cita del profesor Monti, aquel día fatídico, había sido con una persona llamada Robert Lebrun.

Unidas, las dos informaciones formaban una punta de flecha. Muy endeble, basada en rumores y conjeturas, pero de todas maneras una guía, y la única pista del paradero de Lebrun… y de la posible verdad.

Y ahora era de mañana, y Randall esperaba en la sala de la casa de los Monti, cerca de la Piazza del Popolo. Era una casa vieja que había sido remodelada y alegremente decorada. La sala estaba amueblada con un ajuar veneciano, confortable y costoso, pintado de verde y oro. El ama de llaves, Lucrezia, una sirvienta bien entrada en años y con busto de matrona, vestida con una bata color aguamarina que la cubría como una tienda, le había dado la bienvenida con su arcaico inglés y con el afecto que otorgaba a uno de los pretendientes de Ángela. Le había traído café y pastelillos, y le había proporcionado un diccionario y guía de frases italiano-inglés, que Ángela le había dejado. Luego había ido a buscar las cajas que contenían los objetos del escritorio del profesor Monti.

Randall se acercó a la mesa redonda en la que estaba la bandeja de servicio, y llenó su taza de café. El hecho crucial, reflexionó, era que Ángela y su hermana habían conservado los efectos de su padre, intactos desde la noche en que lo habían encontrado enajenado en su escritorio. Ahora se presentarían las interrogantes críticas. ¿Había realmente salido el profesor Monti, aquel día de mayo de hacía un año y dos meses, de su oficina en la universidad para encontrarse fuera con Robert Lebrun? Y si así era, ¿había anotado esa cita con Lebrun alguien como el profesor Monti, que era una persona ocupada con muchos compromisos? ¿O lo habría olvidado? ¿O habría estado temeroso de hacerlo?

Randall había empezado a saborear el café cuando Lucrezia reapareció trayendo una resistente caja de grueso cartón. Randall dejó su taza para ayudar a la mujer, pero antes de que pudiera hacerlo ella ya la había depositado a los pies de él.

– Usted vea ésta -resopló Lucrezia-. Yo voy por una más, por otra.

Ella salió del cuarto y Randall se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra, desdoblando las tapas de la caja de cartón corrugado. Lentamente, comenzó a sacar lo que contenía.

No le interesaron ni las carpetas azules llenas de documentos de investigación, ni el portaplumas de ónix con su pluma, ni el cuaderno amarillo para apuntes y borradores.

Normalmente, un profesor con muchos compromisos personales los pondría en lista, los anotaría de alguna manera, en algo así como una agenda, calendario de escritorio o alguna hoja especial de citas. Randall no tenía idea de qué era lo que se usaba en Italia (no había querido preguntárselo a Ángela), pero tenía que haber algo, algún registro, siquiera el apunte de una secretaria, a menos de que Monti lo hubiera llevado todo en la cabeza.

Más papeles, los últimos textos mecanografiados de las conferencias o discursos no pronunciados, y la correspondencia que no había sido ni sería jamás contestada.

Cuidadosamente, Randall hurgó más a fondo en la caja de cartón hasta que sacó una libreta forrada en piel color marrón, con un gran señalador que sostenía unidos la tapa y un grueso de páginas interiores. En la tapa había un título impreso en dorado y en italiano. El título decía: Agenda.

Los latidos del corazón de Randall se aceleraron.

Abrió la libreta de citas en donde estaba puesto el señalador.

La fecha rezaba: 8 Maggio.

En la página rayada estaban enlistadas las horas de la mañana, de la tarde y de la noche. Varias líneas estaban escritas, aparentemente de la propia mano y pluma negra del profesor Monti.

Los ojos de Randall descendieron lentamente por la página de la libreta de citas, estudiando cada una de las anotaciones:

10:00… Conferenza con professori.

12:00… Pranzo con professori.

14:00… Visita del professore Pirsche alla Facoltà.

Buscó las palabras clave en el diccionario italiano-inglés, pero hasta ahí no había pista; hasta ese momento de aquel día fatídico solamente una conferencia con miembros del cuerpo docente, un almuerzo con algunos profesores de la facultad, y la visita que Monti recibiría de un profesor extranjero (aparentemente alemán) en su oficina.

Los ojos de Randall continuaron bajando por la página, y de repente se detuvieron:

16:00… Appuntamento con R. L. da Doney. Importante.

Randall se quedó completamente quieto.

Tradujo.

Las 16:00 significaba las cuatro en punto de la tarde.

La R. significaba Robert. La L. significaba Lebrun.

Doney significaba el mundialmente famoso restaurante-cafetería Doney al aire libre… el gran caffé de Roma… en la Via Vittorio Veneto, afuera del «Hotel Excelsior».

Appuntamento con R. L. da Doney. Importante significaba: Cita con Robert Lebrun en el Doney. Importante.

Con la emoción de un descubridor, Randall comprendió que había hallado lo que estaba buscando.

Una tarde de mayo del año pasado, el profesor Monti había anotado que tenía que encontrarse con Robert Lebrun en el café Doney. Fue allí, según De Vroome, donde Lebrun le había revelado su pretendida falsificación al profesor Monti, y fue allí donde Monti había iniciado su misteriosa retirada hacia la locura.

Una punta de flecha raquítica, surgida del pasado reciente, pero real, muy real.

Randall volvió a meter la libreta de citas en la caja de cartón, apresuradamente colocó encima los otros objetos, y se puso en pie.

Lucrezia estaba entrando a la sala con una segunda caja de cartón.

– Esta caja tiene sólo los libros científicos, las revistas, nada más -anunció.

Randall caminó rápidamente hacia ella.

– Gracias, Lucrezia, ya no necesito ver eso. Encontré lo que buscaba. Muchísimas gracias.

Le estampó un beso en la regordeta mejilla, dejándola azorada y con los ojos completamente abiertos, y se apresuró hacia la puerta.


Randall bajó del taxi en la entrada para coches del «Hotel Excelsior». Pasó caminando con grandes zancadas frente al hotel, yendo más allá del grupo de ociosos chóferes que chismorreaban al calor del sol, y se detuvo en la acera para examinar el escenario donde Robert Lebrun le había hecho su conmocionante revelación al profesor Monti hacía un año y dos meses.

El café-restaurante Doney estaba dividido en dos secciones. La parte del restaurante estaba en el interior y era una extensión de la planta baja del «Hotel Excelsior». El café, cuyas mesas estaban todas al aire libre, ocupaba la acera de la Via Vittorio Veneto, desde la orilla de la entrada de automóviles hasta la distante esquina.

El café Doney consistía en dos largas filas de mesas y sillas. De un lado, las hileras de mesas estaban pegadas a la pared del restaurante interior; del lado opuesto, las mesas quedaban de espalda a los automóviles estacionados y al tránsito de la siempre atestada Via Veneto. El espacio que bisecaba las mesas y sus acojinadas sillas azules, era para los peatones y los camareros del café.

De pie en el sofocante calor, contemplando el café, Randall se alegraba de que el Doney estuviera protegido del sol por dos toldos azules con flecos. A esta hora, justo antes del mediodía del sábado, el lugar se veía atrayente, aunque todavía no prometedor para la cacería de Randall.

Había sólo un puñado de clientes esparcidos en las mesas… en su mayoría turistas, se figuró Randall. La escena semejaba una naturaleza muerta y los que se movían parecían hacerlo en cámara lenta. Era la maldita torridez de Roma a mediados de junio, pensó Randall, lo que tendía a derretir tanto la ambición como la iniciativa.

Con la escasa información que ahora poseía, Randall consideró cómo debía proceder. Hacía un año y dos meses, Robert Lebrun había sido quien había convocado al profesor Monti para que se reuniera con él. Por lo tanto, Lebrun tuvo que haber sido quien sugirió el café Doney para la entrevista. Y si él había elegido el Doney (que de ninguna manera podría considerarse un café apartado o poco conocido sino que, de hecho, era extremadamente popular) era porque a él le resultaba familiar. Si eso era verdad (era igualmente factible que no fuera verdad, pero si lo fuera) entonces el propio Robert Lebrun les habría sido familiar a quienes trabajaban en el Doney.

Randall observó a varios de los sonámbulos camareros. Estaban uniformados con chaquetas blancas que tenían charreteras azules, altos y almidonados cuellos con corbatas, de lazo color azul oscuro y pantalones negros, y llevaban menús color azul alhucema o bandejas vacías. Cerca de la apertura que había entre las mesas del fondo y que conducía al restaurante, estaba un italiano de cierta edad con aire de autoridad y con las manos cruzadas a la espalda. Estaba formalmente ataviado (con una chaqueta azul brillante, cuello almidonado, corbata de lazo y pantalones de smoking, y parecía estar muy alerta. Era el encargado de los camareros, dedujo Randall.

Atravesando la acera, Randall sintió el alivio de la sombra repentina, y se acomodó en una silla frente a una mesa desocupada de cara al paso de la gente. Tras un breve intervalo, un camarero se percató de su presencia y se aproximó a él, poniéndole enfrente un menú.

Randall tomó la lista y preguntó:

– ¿Está el encargado de los camareros por aquí?

– Sí -dijo, llamando al italiano de edad avanzada que vestía formalmente-. ¡Julio!

Julio, el encargado de los camareros, caminó rápidamente, con bloc y pluma en las manos.

– A sus órdenes, señor.

Randall examinó el menú con aire ausente. Todo estaba enlistado por partida doble, en italiano y en inglés. Su mirada se detuvo en Gelati, y luego pasó a Granita di limone (granizado de limón) 500 liras.

– Deme un granizado de limón -dijo Randall.

Julio tomó nota.

– ¿Es todo?

– Sí.

Julio arrancó la hoja del bloc de pedidos, se la extendió al camarero que aguardaba y tomó el menú para retirarse.

– En realidad -dijo Randall-, deseo algo más. Pero no tiene que ver con su menú -Randall había sacado su cartera, y de ella extrajo tres grandes billetes de mil liras-. Soy un escritor norteamericano, y necesito cierta información. Tal vez usted pueda ayudarme.

El pétreo rostro profesional del encargado de los camareros mostró arrugas de interés. Sus ojos se posaron sobre las liras que Randall sostenía en las manos.

– En lo que sea posible -dijo el encargado-, me dará mucho gusto serle útil.

Randall dobló los billetes y los puso firmemente en la cálida mano del encargado.

– ¿Cuánto tiempo hace que trabaja usted en el Doney, Julio?

– Cinco años, señor. -Guardó los billetes en su bolsillo, musitando-: Grazie, señor.

– ¿Estaba usted trabajando aquí (quiero decir, que no estaba de vacaciones u otra cosa) en mayo del año pasado?

– Oh, sí, señor -ahora se mostraba curioso, gentil y amigable-. Es antes de la temporada del turismo, pero ajetreada, muy ajetreada.

– Entonces estaba usted probablemente a cargo. Le diré tras de qué ando. Estoy haciendo una investigación, y hay alguien a quien me gustaría ver y que me han dicho que con frecuencia viene al Doney. Un amigo mío se reunió con esta persona aquí hace un año, en el mes de mayo, y me dijeron que la persona que busco es cliente regular de este café. ¿Reconoce usted a los clientes regulares?

Julio contestó alegremente.

– Naturalmente que sí. No sólo es mi trabajo, sino que resulta inevitable que yo me familiarice con nuestros clientes asiduos. Los conozco a todos por sus nombres, y hasta llego a saber algo de sus personalidades y sus vidas. Es lo que hace que mi actividad tenga tantas compensaciones. ¿Quién es la persona a la cual usted desea conocer?

– Él es francés, pero reside en Roma -dijo Randall-. No tengo idea de cuán a menudo viene al Doney, pero me han dicho que viene aquí -Randall contuvo la respiración y luego soltó lo que esperaba que sería un ábrete sésamo-: Su nombre es Robert Lebrun.

El encargado permaneció inmutable.

– Lebrun -repitió lentamente.

– Robert Lebrun.

Julio estaba exprimiéndose el cerebro.

– Estoy tratando de hacer memoria -dijo con voz quebrada, como temeroso de tener que renunciar a la propina-. No me suena. Que yo sepa, no tenemos a ningún cliente regular con ese nombre. Seguro que lo recordaría.

Randall se descorazonó. Trataba de recordar la descripción que de Lebrun le hiciera el dominee De Vroome.

– Tal vez si yo le dijera cómo es él…

– Por favor.

– De unos ochenta años. Usa anteojos. De cara muy arrugada. Como jorobado. De la estatura de usted. Así es Robert Lebrun. ¿Le sirve de algo?

Julio estaba apenado.

– Lo lamento, pero hay tantos…

Randall recordó algo más.

– Espere, hay algo que usted tiene que haber notado. Su modo de andar. Es cojo. Perdió una pierna hace mucho tiempo, y lleva una artificial.

El rostro de Julio se iluminó de inmediato.

– Tenemos uno como ése. Yo no sabía que fuera francés, porque su italiano es muy correcto; es un perfecto caballero romano. Pero no se llama Lebrun. En realidad no conozco su verdadero nombre, excepto por lo que él nos dice. Cuando ha bebido demasiado Pernod o Negroni, bromea y dice que su nombre, es Toti, Enrico Toti. Es un chiste local. ¿No lo entiende usted?

– No.

Julio explicó:

– Cuando uno pasa en automóvil por los Jardines Borghese, a través de los parques, ve muchas estatuas, y hay una, una escultura enorme de un héroe desnudo sobre una base cuadrada de piedra, y este personaje tiene sólo una pierna. Está recargado en una roca, con la pierna derecha estirada y el muñón de la izquierda apoyado sobre la roca. Al pie de la estatua pone Enrico Toti, y especifica que murió en 1916. Este Toti, aunque tenía una sola pierna, quiso alistarse como voluntario en el Ejército italiano durante la guerra austro-húngara, y fue rechazado, naturalmente. Pero se volvió a presentar como voluntario, una vez más, y ya no pudieron rehusarse a admitirlo, así que lo incorporaron al Ejército italiano con su sola pierna y su muleta, y combatió y fue un gran héroe. Así que nuestro cliente cojo bromea con que hace muchos años fue un gran héroe y que su nombre era Toti. Ése es el único nombre…

– ¿Toti? -repitió Randall-. Bueno, para nada se parece a Lebrun, ¿verdad? Desde luego, puede ser que tenga muchos nombres -dándose cuenta de que el encargado había hecho un gesto, se preguntó por qué-. ¿Qué sucede, Julio?

– Otro nombre, me acaba de venir a la mente justo ahora. Es tonto, pero…

– ¿Quiere usted decir que este Toti tiene otro nombre?

– Es tonto, muy tonto… pero las mujeres de la calle… usted sabe… le pusieron este nombre porque es tan intelectual y se da tantos aires de elegante, siendo como es tan pobre y tan digno de compasión. Lo llaman -Julio rió entre dientes- Duca Minimo, que quiere decir Duque Insignificante. Ése es el mote con el que lo humillan.

Randall agarró emocionado el brazo del encargado.

– ¡Ése es, ése es otro de sus nombres! Toti alias Duca Minimo alias Robert Lebrun. Él es quien ando buscando.

– Me alegro mucho -dijo Julio; sus tres mil liras estaban seguras ahora.

– ¿Todavía viene al Doney? -quiso saber Randall.

– Oh, sí, con toda regularidad, casi todas las tardes cuando el tiempo es bueno. Viene por su aperitivo a las cinco en punto de la tarde, antes de la oleada de gente que sale del trabajo, y se toma su Pernod 45 o su Negroni, explica sus chistes y lee el diario.

– ¿Estuvo aquí ayer?

– Ayer no trabajé en este turno, aunque hoy sí me toca. Permítame averiguarlo…

Julio fue hacia donde estaban tres camareros parados a una distancia donde no podía oírseles, los interrogó y dos de ellos rieron y asintieron vigorosamente con la cabeza.

El encargado regresó sonriendo.

– Sí, este Toti (Lebrun, como usted lo llama) estuvo aquí ayer durante una hora, a la que acostumbra a venir. Lo más probable es que hoy aparezca a las cinco.

– Estupendo -dijo Randall-, absolutamente estupendo. -Buscó su billetero y extrajo de él un billete de cinco mil liras. Tendiéndoselo al anonadado encargado, le dijo-: Escuche, Julio, esto es importante para mí…

– Por favor…, gracias, señor, muchas gracias. Estaré encantado de hacer cualquier cosa que pueda.

– Haga esto. Yo estaré aquí a las cinco menos cuarto. Cuando Toti o Lebrun venga, señálemelo. Yo me ocuparé del resto. Si él viniera antes, telefonéeme a mi habitación. Estoy hospedado aquí, en el «Excelsior». Mi nombre es Steven Randall. ¿No lo olvidará? Steven Randall.

– No olvidaré su nombre, señor Randall.

– Una cosa más, Julio. Nuestro amigo Lebrun… ¿Cómo llega a Doney todos los días?; quiero decir, ¿en taxi o caminando?

– Siempre llega a pie.

– Entonces debe vivir por aquí cerca, en los alrededores. No caminaría una gran distancia con una pierna artificial, ¿verdad?

– Es poco probable que lo hiciera.

– Muy bien -dijo Randall, incorporándose-. Gracias por todo, Julio. Nos veremos a las cuatro cuarenta y cinco.

– Pero, señor, su granizado de limón…

– Es todo suyo, con mis cumplidos. Ya tuve mi postre de hoy.


Había pasado cinco horas de inquietud en su cuarto doble del quinto piso del «Hotel Excelsior».

Había tratado de no pensar en lo que le esperaba por delante. Había tirado su portafolio sobre la cama, lo había abierto y había sacado sus carpetas de correspondencia. En la mesa con cubierta de cristal que estaba a un lado de la única ventana del cuarto, había intentado ponerse al corriente con sus cartas.

Había escrito una rutinaria carta de hijo atento a su madre y a su padre en Oak City, incluyendo a su hermana Clare y al tío Herman. Había escrito una breve nota, más turística que paternal, a su hija Judy en San Francisco. Había iniciado una carta para que fuera remitida a Jim McLoughlin del Instituto Raker, explicándole que Randall y Asociados había estado tratando de localizarlo durante varias semanas para hacerle saber que, debido a circunstancias fuera de su control (sin mencionar a Towery ni lo de la adquisición por parte de Cosmos), la firma no podría hacerse cargo de la cuenta del Raker. Pero no había podido terminar la misiva y acabó por romper y tirar lo que había escrito.

Puesto que había omitido responder a las cartas de su abogado, consideró la idea de telefonear a Thad Crawford a Nueva York, pero finalmente comprendió que le faltaba paciencia para hacerlo. Aunque no tenía hambre, había pedido el servicio en su cuarto, ordenando lo que él pensó que sería un almuerzo ligero, pero que resultó ser canelones con champiñones y pollo estofado con salsa de tomate y pimientos, y que devoró compulsivamente por su creciente ansiedad.

Había pensado en informarle a Ángela que aún estaba en Roma, pero se decidió en contra de la llamada porque ello lo forzaría a urdir otra mentira o la llenaría a ella de aprensión. Había considerado llamar a George L. Wheeler a Amsterdam para explicarle su ausencia ya que faltaban sólo seis días para el anuncio del Nuevo Testamento Internacional, pero resolvió posponer esa llamada (y la inevitable ira de Wheeler) hasta que hubiera encontrado a Robert Lebrun.

Por más que había tratado de mantener a Lebrun fuera de sus pensamientos, le había resultado imposible. Había dado vueltas y más vueltas por su habitación, hasta conocer cada centímetro del dibujo de la alfombra oriental, cada muesca del buró con cubierta de mármol, sobre la cual estaba un florero, y cada línea que se marcaba en su rostro al reflejarse una y otra vez en el espejo ovalado que había sobre el tocador.

Había llegado a Resurrección Dos, a Amsterdam, hacía poco más de dos semanas para hacer un trabajo vital y descubrir por sí mismo el significado de la fe. Sin embargo, había empleado la mitad de su tiempo y se las había arreglado para viajar a Roma en un momento de clímax haciendo un esfuerzo por aniquilar la única cosa en la que podría creer.

Había comenzado con el defecto descubierto por Bogardus. Tal vez esta pesquisa exterminadora había sobrevivido a causa del defecto de Randall. Su defecto, como Ángela lo había señalado, y como se lo habían dicho todos aquellos que habían estado cerca de él, en un momento o en otro, era el de un infatigable escepticismo. Así que esta cacería era una locura, a menos que su razonamiento fuera honesto. Y su razonamiento era que para tener fe, uno no debe basarse en una creencia mística incuestionable. Hay que conocer la realidad tangible.

Y así, finalmente, todo recayó sobre la persona de Robert Lebrun. De una forma o de otra, en Lebrun estaba la última respuesta.

Esos habían sido sus pensamientos mientras estuvo en su habitación. Y esos eran todavía sus pensamientos ahora, al sentarse una vez más a una mesa en el café Doney, displicente e incómodo. Ya no sabía si deseaba que Lebrun apareciera o no. De lo único que estaba seguro era que deseaba que este encuentro crucial ya hubiera concluido.

Era cuando menos la décima vez, durante el pasado cuarto de hora, que veía en su reloj de pulsera las lentas manecillas sobre la carátula. Eran las cinco y seis minutos. Tomó otro sorbo de su Dubonnet y, al hacerlo, por el rabillo del ojo vio a Julio, el encargado, deslizándose hacia él.

Julio le habló en voz baja.

– Señor Randall, aquí está.

– ¿Dónde?

– Detrás de mí, en esta fila, en la tercera mesa a mis espaldas. Usted lo reconocerá.

Julio se hizo a un lado, y Randall giró la cabeza.

Allí estaba, tal como De Vroome lo había descrito, pero aún más marcados todos los rasgos. Parecía más pequeño, más jorobado de lo que Randall esperaba. Aseado cabello castaño, seguramente teñido. Sus rasgos esqueléticos, corroídos por la edad, eran puras arrugas y oquedades. Sus anteojos de redondos arillos de acero tenían cristales oscuros. Una raída chaqueta de gabardina echada sobre los hombros, con las mangas colgando vacías, al estilo de los italianos que andaban a la moda y los jóvenes aspirantes a actores. Se veía venerable y anticuado, pero no achacoso. Una solitaria bebida se hallaba frente a él. Estaba absorto en un periódico.

Rápidamente, Randall se levantó de su mesa.

Al llegar a su destino, tomó la silla libre que estaba frente al ocupante de la mesa y deliberadamente se sentó en ella.

– Monsieur Robert Lebrun -dijo-, espero que me permitirá el placer de presentarme y ofrecerle un trago.

La arrugada cara de Lebrun asomó por encima del periódico, y sus hundidos ojos grises lo miraron con cautela. Sus labios húmedos y babosos se abrieron para mostrar una dentadura postiza mal ajustada.

– ¿Quién es usted? -gruñó.

– Mi nombre es Steven Randall. Soy un publirrelacionista de Nueva York. He estado esperando aquí para verlo.

– ¿Qué quiere usted? -dijo Lebrun-. ¿Dónde oyó ese nombre?

Los modales del francés eran todo menos cordiales, así que Randall comprendió que debía trabajar de prisa.

– Entiendo que usted fue una vez amigo del profesor Monti, que estaban asociados en una empresa arqueológica.

– ¿Monti? ¿Qué sabe usted de Monti?

– Soy amigo íntimo de una de sus hijas. De hecho, ayer vi a Monti.

Lebrun se interesó al instante, pero se mantuvo en guardia.

– ¿Que vio a Monti, dice usted? Entonces dígame dónde lo vio.

«De acuerdo -pensó Randall-, la primera prueba.»

– Está en la Villa Bellavista. Lo visité, hablé con él y con su médico, el doctor Venturi -Randall titubeó y luego se lanzó a la segunda prueba-. Sé algo acerca de la colaboración de usted con el profesor Monti, del descubrimiento de Ostia Antica.

Los hundidos ojos se clavaron en Randall. La boca fofa se movía húmedamente.

– ¿Le habló a usted de mí?

– No precisamente. No de una manera directa. En realidad, su memoria está deteriorada.

– Prosiga.

– Pero me dieron acceso confidencial a sus papeles privados, todos los documentos que tenía en su posesión cuando se entrevistó con usted aquí en el Doney hace más de un año.

– Así que usted sabe acerca de eso.

– Lo sé, Monsieur Lebrun. Eso y más. Mi curiosidad como publicista fue comprensiblemente estimulada, así que me esforcé por localizarlo a usted. Quería hablarle amistosamente, con la esperanza de que lo que yo tenga que decir resulte beneficioso para ambos.

Lebrun se subió los anteojos sobre el puente nasal y se restregó la barba erizada que le crecía sobre el largo mentón, mientras trataba de llegar a alguna decisión con respecto a este extraño. Parecía impresionado, pero cauteloso.

– ¿Cómo puedo estar seguro de que no me está mintiendo?

– ¿Acerca de qué?.

– De que vio a Monti. Hay tantos charlatanes en todas partes. ¿Cómo puedo estar seguro?

Ése era un obstáculo.

– No sé qué prueba puedo ofrecerle a usted -dijo Randall-. Vi a Monti, hablamos largamente… de cosas insensatas la mayor parte del tiempo… y… bueno, ¿qué puedo repetirle?

– Debo estar seguro de que usted lo vio -insistió el viejo tenazmente.

– Pero lo vi. Incluso me dio…

Recordando de pronto lo que había metido en el bolsillo de su chaqueta al salir de su habitación, Randall extrajo la hoja de papel y la desdobló sobre la mesa. No tenía idea de lo que esto significaría para Lebrun, pero era todo lo que tenía de Monti. Puso el papel frente a Lebrun.

– Monti hizo este dibujo, un pez arponeado, y me lo dio como un regalo de despedida. Yo no sé si significa algo para usted, pero me lo dibujó y me lo dio. Ésta es la única cosa que puedo mostrarle, Monsieur Lebrun.

El dibujo pareció tener un efecto saludable en Lebrun. Sosteniéndolo a corta distancia de sus ojos (de un ojo, en realidad, porque ahora Randall se daba cuenta de que el otro ojo del viejo estaba velado por una catarata), Lebrun lo examinó y se lo devolvió.

– Sí, me es familiar.

– ¿Está usted satisfecho entonces?

– Estoy satisfecho en cuanto a que éste es un dibujo que yo solía hacer a menudo.

– ¿Usted? -dijo Randall, tomado por sorpresa.

– El pez. La cristiandad. El arpón. La muerte de la cristiandad. Mi deseo -reflexionó brevemente-. No me sorprende que Monti lo haya tomado. Su último recuerdo. Yo traicioné a la cristiandad y a Monti. Mi muerte es su deseo. Esto es, si es que él lo dibujó.

– ¿Cómo podría alguien más saber acerca de esto? -inquirió Randall.

– Tal vez su hija.

– Ella no lo ha visto en su sano juicio desde la última entrevista que él sostuvo con usted.

El francés frunció el ceño.

– Quizá. Si usted vio a Monti, ¿hizo él alguna alusión a mí… o a mi trabajo?

Randall se sentía desvalido.

– No, no habló de usted. En cuanto a su trabajo… ¿se refiere usted al Evangelio según Santiago y al Pergamino de Petronio?

Lebrun no respondió.

Randall dijo apresuradamente:

– Él se creyó Santiago, el hermano de Jesús. Comenzó a recitar, en inglés, palabra por palabra, lo que estaba escrito en arameo en el Papiro número 3, la primera de las páginas que tienen escritura -Randall se detuvo, tratando de recordar el contenido de la cinta que había grabado en la Villa Bellavista y que había escuchado varias veces esta misma tarde-. Incluso complementó un fragmento faltante del tercer papiro.

Lebrun dio muestras de acrecentado interés.

– ¿Qué fue?

– Cuando Monti descubrió el Evangelio según Santiago, había algunos agujeros en los papiros. En el tercer fragmento hay una frase incompleta que dice: «Los otros hijos de José, hermanos sobrevivientes del Señor y míos propios, son…», y luego falta lo que sigue, pero el texto se reanuda con… «yo quedo para hablar del primogénito y más amado Hijo». Bueno, Monti recitó eso, pero además complementó la parte faltante.

Lebrun se inclinó hacia delante.

– ¿Y qué fue lo que complementó?

– Déjeme ver si puedo recordarlo -trató de reescuchar en su mente la cinta grabada-. Monti me dijo: «Los otros hijos de José, hermanos sobrevivientes del Señor y míos propios, son José, Simón…»

– «…y Judas. Todos están allende los linderos de Judea e Idumea, y yo quedo para hablar del primogénito y más amado Hijo» -concluyó Lebrun por Randall, y se recostó en su silla.

Randall miró al viejo con asombro.

– Usted… usted lo sabe.

– Debería saberlo -dijo Lebrun. Sus labios se fruncieron hacia arriba, de modo que su boca se volvió una arruga más en su rostro-. Yo lo escribí. Monti no es Santiago. Yo soy Santiago.

Para Randall fue un momento terrible, un momento que él había buscado y que no había querido encontrar.

– Entonces todo es una mentira… Santiago, Petronio, el descubrimiento completo.

– Una brillante mentira -corrigió Lebrun. Echó un vistazo a su izquierda, luego a su derecha, y añadió para abundar-: Una falsificación, la más formidable de la Historia. Ahora lo sabe usted -estudió a Randall-. Estoy satisfecho en cuanto a que haya visto al profesor Monti, aunque no lo estoy en cuanto a lo que usted quiere de Robert Lebrun. ¿Qué quiere de mí?

– Los hechos -dijo Randall-. Y la prueba de su falsificación.

– ¿Qué haría usted con esa prueba?

– Publicarla. Desenmascarar a aquellos que predicarían una falsa esperanza ante un público crédulo.

Hubo un largo silencio, mientras Robert Lebrun reflexionaba. Finalmente habló:

– Ha habido otros -dijo en voz baja, casi para sí mismo-, otros que han querido la evidencia del fraude y que prometieron solemnemente exponer la putrefacción interna de la Iglesia y el lado sórdido de la religión. Pero resultaron ser agentes del propio clero que querían echarle mano a la verdad y sepultarla para poder preservar sus mitos para siempre. No bastaba su dinero si no podía yo confiar en ellos para exponer la Palabra. ¿Cómo puedo confiar en usted?

– Porque yo fui contratado para hacer la publicidad de Resurrección Dos y promover la nueva Biblia, y casi me embarcan, hasta que comencé a tener dudas -dijo Randall con franqueza-. Porque mis dudas me hicieron buscar la verdad… y tal vez la he encontrado en usted.

– Usted la ha encontrado en mí -dijo Lebrun-. Pero yo no estoy tan seguro de haberla encontrado en usted. No puedo entregar la verdad del trabajo de toda una vida, a menos que esté seguro…, positivamente cierto… de que verá la luz.

Por primera vez Randall se había topado con alguien más, aparte de De Vroome, cuyo escepticismo rivalizaba con el suyo propio, si no es que lo sobrepasaba.

El hombre estaba resultando exasperante y frustráneo, más allá de lo soportable. Desde el fiasco de lo de Plummer, Lebrun probablemente era incapaz de confiar en ningún otro ser humano. ¿Quién en el mundo tendría el suficiente carácter y los impecables antecedentes requeridos para convencer a este anciano de que su inversión de tantos años le sería recompensada, de que la tal prueba sería dada a conocer a la gente de todas partes? Entonces Randall pensó en alguien. Si el joven Jim McLoughlin estuviera en este momento en los zapatos del propio Randall (McLoughlin, con su feroz integridad, su admirable expediente de investigaciones de la hipocresía y la trapacería, su Instituto Raker, dedicado a la búsqueda de la verdad y al diablo con las consecuencias), él sólo podría ganarse la confianza de Robert Lebrun.

En ese instante, algo se le ocurrió a Randall que le hizo confiar en el éxito de su intento.

Jim McLoughlin y el Instituto Raker estaban aquí, precisamente aquí, en Roma, a unos minutos de distancia.

Con un brote de confianza, Randall dijo:

– Monsieur Lebrun, creo que puedo convencerlo de que merezco su confianza. Suba conmigo a mi habitación. Déjeme ofrecerle mi prueba. Luego, estoy seguro de que usted estará listo para ofrecerme la suya.


Estaban en la habitación de Randall, en el quinto piso del «Hotel Excelsior».

Robert Lebrun, con su paso disparejo y rígido, había eludido el mullido sillón y el escabel, dirigiéndose hacia la silla recta que estaba junto a la mesa con cubierta de cristal que Randall había utilizado a manera de escritorio. Una vez que se hubo sentado, sus ojos seguían cada movimiento de Randall.

Éste tenía nuevamente su portafolio abierto sobre la cama y estaba hurgando en él, hasta que encontró el expediente de papel manila tamaño oficio que ostentaba un membrete mecanografiado: El Instituto Raker.

– ¿Puede usted leer el inglés colonial? -inquirió Randall.

– Casi tan bien como puedo leer el arameo antiguo -dijo Lebrun.

– Está bien -dijo Randall-. ¿Alguna vez ha oído hablar de una organización llamada El Instituto Raker que existe en los Estados Unidos?

– No.

– Supongo que no -dijo Randall-. No se le ha hecho una gran publicidad aún. De hecho, a mí se me pidió que manejara su primera gran campaña de relaciones públicas -rodeó la cama dirigiéndose hacia Lebrun con la carpeta-. Éste es un intercambio de correspondencia que tuve con un hombre llamado Jim McLoughlin, director del Instituto Raker, previo a la entrevista que él y yo sostuvimos en Nueva York. Contiene, además, anotaciones de esa reunión. Usted oirá hablar más acerca de McLoughlin en los próximos meses. En el elemento más reciente dentro de la gran tradición de disidentes norteamericanos, cruzados que han expuesto la maldad, hombres como Zola, compatriota de usted…

– Zola -musitó Lebrun en un tono de voz que era casi una caricia.

– Siempre los hemos tenido. Han sido pocos, y a menudo han sufrido a manos de los poderosos. Pero nunca han sido acallados o extinguidos, porque son las voces de la conciencia pública. Hombres como Thomas Paine y Henry Thoreau. Y cruzados más recientes, como Upton Sinclair, Lincoln Steffens, Ralph Nader, quienes pusieron al descubierto los fraudes perpetrados por corruptores jefes de industria en contra de un público confiado. Bien, Jim McLoughlin y sus investigadores del Instituto Raker representan lo más nuevo en este campo.

Robert Lebrun había estado escuchando atentamente.

– ¿Qué es lo que hacen, este hombre y su instituto?

– Han investigado a fondo una conspiración tácita de ciertas industrias y corporaciones norteamericanas para impedir que lleguen al público determinados inventos y productos. Han descubierto pruebas de que el gran imperio de los negocios (la industria del petróleo, la automovilística, la textil, la del acero, para nombrar sólo a unas cuantas) ha sobornado, incluso ha apelado a la violencia, para retener fuera del conocimiento público una pastilla de bajo costo que puede sustituir a la gasolina, una llanta que casi no se gasta, una tela que puede resistir una vida de uso, un fósforo que puede encenderse una verdadera infinidad de veces. Y eso es sólo el comienzo. En esta próxima década se lanzarán tras las conspiraciones que perpetran contra el público las compañías de teléfonos, los bancos, las compañías de seguros, los fabricantes de armamentos, los militares y algunas otras dependencias del Gobierno. McLoughlin cree que el pueblo corre peligro con la libre empresa no regulada. Cree también que el pueblo, no sólo bajo el sistema de la democracia sino también bajo el del comunismo, tiene un Gobierno representativo… mas no tiene representación. Él se ha lanzado a poner al descubierto todos los complots que se urden en contra de los ciudadanos. Y, como usted verá, yo soy el publicista a quien McLoughlin ha llamado para que lo ayude.

Randall puso el expediente sobre la mesa frente a Lebrun.

– Aquí está, Monsieur Lebrun, la única buena referencia que tengo en cuanto a esto de desenmascarar la mentira y buscar la verdad. Léala. Luego decida si quiere confiar en mí o no.

Lebrun tomó la carpeta y la abrió.

Randall se encaminó a la puerta.

– Lo dejaré solo durante los próximos quince minutos. Voy a bajar al bar a tomar un trago. ¿Desea usted uno?

– Tal vez no esté yo aquí cuando usted vuelva -dijo Lebrun.

– Correré el riesgo.

– Un whisky sour, fuerte.

Randall salió de la habitación y se dirigió al bar de la planta baja.

Habían pasado casi veinte minutos, antes de que volviera al quinto piso y a su cuarto. Al entrar, seguido por un camarero que llevaba su escocés con hielo y el whisky sour en una bandeja, se preguntó si tendría que beberse uno de los tragos… o los dos.

Pero Robert Lebrun estaba allí, todavía sentado a la mesa, con el expediente cerrado a su lado.

Randall despachó al camarero y ofreció al anciano el whisky sour. Lebrun aceptó el trago.

– He tomado una decisión -dijo con una voz extrañamente remota-. Usted representa mi última oportunidad. Le diré cómo escribí el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio. No es una historia larga, pero nunca antes ha habido otra igual. Es una historia que debe hacerse del conocimiento público… y usted, señor Randall, será su apóstol para llevar a todo el mundo la verdad acerca de la mentira, la mentira del nuevo advenimiento de Cristo.


Encorvado en la silla que estaba al lado de la mesa, dirigiéndose con voz monótona y sin emociones a Randall, que se encontraba sentado al borde de la cama frente a él, Robert Lebrun relató los sucesos de su juventud, anteriores a su condena a la colonia penal de la Guayana Francesa.

A lo largo de media hora había hablado de su infancia empobrecida y mezquina en Montparnasse, de cómo descubrió a temprana edad su habilidad para la falsificación y la creación fraudulenta que lo llevaron a una vida plagada de delitos menores, de sus esfuerzos por asegurarse el confort permanente y la independencia emprendiendo la falsificación de un documento gubernamental, de su eventual detención por parte de la Sûreté francesa, y del veredicto de culpabilidad tras el juicio que se le siguió ante el Tribunal Correctionnel.

Aunque Randall ya conocía parte de la narración, escuchó con fascinación, porque Lebrun era la fuente. Randall no le dijo a su arduamente ganado confidente que no hacía ni veinticuatro horas que había escuchado una pequeña parte de la historia de boca del dominee De Vroome, quien a su vez la había escuchado de Cedric Plummer. Fingió que estaba conociéndola por primera vez, y aguardó para saber lo que aún no le había dicho y que estaba ansioso por escuchar.

– Así pues -estaba diciendo Lebrun-, en vista de que yo ya había sido encarcelado cuatro veces en Francia por crímenes menores, automáticamente se me clasificó como un incorregible que estaba más allá del perdón o la rehabilitación. Fui sentenciado a cadena perpetua en la colonia penal de la Guayana Francesa, en Sudamérica. Toda la colonia llegó a ser conocida popularmente por un nombre: île du Diable… Isla del Diablo… pero en realidad allí había cinco prisiones separadas. Tres de ellas eran islas, pero sólo la más pequeña, que no tema más de mil metros de circunferencia, era en sí la Isla del Diablo. Esa isla estaba reservada únicamente para presos políticos… como el capitán Alfred Dreyfus, quien por equivocación había sido encerrado allí, supuestamente por vender secretos militares a Alemania; y jamás llegó esa pequeña Isla del Diablo a alojar a más de ocho prisioneros en sus barracas. Las otras dos islas, a unos catorce kilómetros de la costa de la Guayana, eran Royale y St. Joseph. Las dos prisiones que había en el continente, a cierta distancia de la ciudad de Cayena, eran St. Laurent y St. Jean. Yo fui enviado a la Isla St. Joseph.

La seca voz de Lebrun había comenzado a quebrarse. Se llevó el whisky sour a los labios, tomó un largo trago y se despejó la garganta.

– ¿En qué año fue usted enviado a la Guayana Francesa? -preguntó Randall.

– Antes de que usted naciera -dijo Lebrun riendo-. En el año 1912.

– ¿Era tan terrible como la han descrito?

– Peor -contestó Lebrun-. Los convictos que escaparon y escribieron acerca de ella, hablaban de las crueldades y de sus sufrimientos, pero en cierto modo tendían a presentarla como una aventura romántica. Pero no era nada de eso; no era ningún infierno encantador. Sólo el conocido cliché la describe con exactitud: la guillotina sin sangre, en la que uno era ejecutado todos los días, pero no podía morir. Entonces aprendí que la tortura y el dolor infinitos son peores que la propia muerte. Prometeo fue un mártir mayor que San Pedro. Fui embarcado con destino a La Guayana en 1912, a bordo de La Martinière , recluido no en una cabina sino en una jaula de acero, con otros noventa, en la cala de la banda de estribor. Originalmente, la colonia penal estaba destinada a ser un lugar donde los convictos pudieran rehabilitarse y redimirse. ¿Creería usted que el nombre oficial de esas islas era Îles du Salut… Islas de Salvación? Pero, como en todas las organizaciones hechas por el hombre, su propósito se corrompió. Cuando yo fui enviado allí, la filosofía penal era: una vez que un hombre se convierte en criminal, siempre será un criminal, estará más allá de toda redención, será una bestia, así que déjenlo sufrir y pudrirse en vida, y jamás se le permita volver a molestar a la sociedad.

– Sin embargo, usted está aquí.

– Estoy aquí porque me propuse estar aquí -dijo ferozmente Lebrun-. Tenía una razón para sobrevivir, como pronto verá usted. Pero no al principio. Al principio, cuando pensaba que todavía era un hombre, y trataba de comportarme como tal, ellos se encargaban de recordarme que era un animal, menos que un animal. ¿Cómo podría explicar los dos primeros años? Decir que la vida era embrutecedora… llamarla inhumana… serían meras palabras de charla de té. Escuche. Durante el día, enjambres de mosquitos devorándole a uno las llagas de la piel desnuda, ardida de calor, las garrapatas haciendo cuevas bajo las uñas y las hormigas rojas picándole los pies. Por la noche, los murciélagos, los vampiros chupándole la sangre. Y siempre la disentería, la fiebre, el envenenamiento de la sangre, el escorbuto. Mire.

Con la boca abierta, Lebrun retrajo los labios, descubriendo las crudas encías de un rojo azulino sobre una corriente dentadura postiza.

– ¿Cómo perdí mis dientes? Se me pudrieron por una especie de escorbuto. Los escupía yo, dos o tres de un salivazo. Con más de cuatro condenas, como sentenciado a cadena perpetua, se me clasificó entre los relégués, aquellos que jamás saldrían de la colonia. En la Isla St. Joseph picaba piedras al rayo del sol desde el alba hasta el anochecer, y si protestaba yo, me incomunicaban en la solitaria. ¿Sabe usted lo que significa la incomunicación en St. Joseph? Había tres bloques de celdas (la prisión regular, la solitaria y el asilo de locos), y el más inhumano de todos era el de la solitaria. Me echaban en un foso de cemento de tres por cuatro metros de superficie. Sin techo. Arriba nada más había barrotes de hierro. Dentro de la celda, una banca de madera, un cubo de letrina y una manta que sólo podía cambiarse cada dos años. La peste del aire inmundo y del excremento humano lo sofocaban a uno. Cuando me recluían en la solitaria, me pasaba veintitrés horas y media del día en el foso de cemento, y media hora afuera, en el patio, para tomar aire. La prisión regular no era mucho mejor. A veces era peor, especialmente de noche, cuando trataba uno de dormir en el catre de madera y los pervertidos, los homosexuales, lo atacaban. Día tras día, la comida era la misma: café, y nada más, de desayuno. Medio litro de agua caliente con verduras amasadas que llamaban sopa, un mendrugo de pan y cien gramos de carne podrida como almuerzo, y fríjoles resecos o arroz enmohecido como cena. Fui reducido a un costal de huesos, golpeado, azotado, pateado, torturado por los guardias, que en su mayoría eran corsos depravados, brutales ex miembros de la Legión Extranjera o antiguos flics, y mi único sueño era el suicidio, el del alivio que vendría con la muerte y con la sepultura en los Bambúes, el cementerio de los convictos en St. Laurent. Y entonces, un día, ocurrió un milagro (como quiera que sea, eso me pareció) y hubo una razón para vivir.

El sacerdote, recordó Randall. De Vroome había mencionado a un cura católico francés que había hecho amistad con Lebrun en su hora más negra.

– A unos dieciséis kilómetros de St. Laurent-du-Maroni, cerca del río Maroni, la colonia penal tenía un claro rodeado de ciénagas malarias y de las más densas junglas -prosiguió Lebrun-. Allí estaban las oficinas administrativas, las barracas de los guardias, un aserradero, un hospital, una prisión de concreto y una cabaña especial, y esta zona era llamada el Campo de St. Jean o la Prisión de St. Jean. Para los trescientos convictos que estaban allí, con sus llagas, sus lesiones, sus ojos vacíos, era un lugar terrible. Dormían sobre pisos de hormigón cubiertos de pus y de excremento. Por todo alimento les daban una sopa de amasijos y plátanos verdes. Trabajaban como esclavos de las seis de la mañana a las seis de la tarde, derribando árboles en los bosques y siendo enjaezados como caballos, para arrastrar los maderos hasta la aldea. Fue allí, a St. Jean, a donde fui enviado, y ése fue el milagro que me dio una razón para vivir.

– ¿Encontró una razón para vivir? ¿En un hoyo infernal como ése?

– Sí, en virtud del lugar especial que había en el claro -dijo Lebrun-. Le mencioné una cabaña especial, ¿o no?

– Así fue.

– Era la iglesia del campamento… la única iglesia de cuya existencia supe en la colonia penal, sin contar la capilla que estaba en la Isla Royale y que no se usaba -dijo Lebrun-. Esa iglesia era una cabaña levantada sobre pilotes. Salvo por el techo de madera a dos aguas, su construcción era de piedra, con cinco ventanas en cada muro lateral. No era para uso de los prisioneros, naturalmente, sino un lugar de culto para los guardias extranjeros y los administradores franceses y sus esposas. También había un dedicado sacerdote… -Lebrun se detuvo, evocando un recuerdo del clérigo, y finalmente habló de nuevo-: Su nombre era Paquin, Père Paquin, un delgado, anémico y muy devoto padre francés de Lyon, que estaba a cargo de la iglesia de St. Jean. Además, visitaba a los prisioneros que estaban en el hospital, y ocasionalmente veía a los de la otra prisión del continente y a los de las islas.

– ¿Quiere usted decir que él era el único clérigo en toda la colonia penal?

– El único -dijo Lebrun. Reflexionó un momento y luego se corrigió a sí mismo-. No, cuando yo llegué había otros. Verá usted, la colonia penal de la Guayana había existido durante un siglo y al principio había jesuitas, pero más tarde fueron sustituidos por miembros de la orden francesa de la Congregación del Espíritu Santo, de París. Cuando yo llegué a la Guayana había un vicario apostólico, algo así como un obispo, que residía en la capital, en Cayena, y que respondía ante el Vaticano. El vicario tenía bajo su férula a curas que dirigían las actividades religiosas en las once parroquias de la Guayana francesa. Pero tres años después, en el tiempo del que hablo, fueron expulsados todos, excepto uno. Sólo se quedó Père Paquin.

– ¿Por qué echaron a los clérigos?

– Porque, como me dijo una vez el cura, decidieron ayudar a la desheredada grey de la Guayana -así nos llamaban-, iniciando una cruzada internacional de oraciones para atraer la atención sobre la terrible situación de los convictos. El Gobierno francés se sintió hostilizado, hizo volver a los clérigos, se opuso a la actividad religiosa y únicamente permitió que se quedara un cura.

– ¿El padre Paquin?

– Sí -dijo Lebrun-. Y tenía su cabaña eclesiástica en St. Jean. Puesto que su iglesia no estaba decorada ni amueblada, salvo por el altar y algunos bancos de madera, el cura Paquin un día decidió mejorarla. Quería poner vitrales emplomados y pinturas sagradas en los muros para hacer el santuario más espiritual y atractivo. Necesitaba de los servicios de un artista, y oyó decir que yo era el único que lo había sido de entre los ocho mil prisioneros que había en la colonia penal. Así que solicitó que se me transfiriera de la Isla St. Joseph a St. Jean, en el continente. Desde luego, yo no era artista ni lo había sido nunca, salvo por haber grabado retratos de La Belle France en billetes de Banco falsos. Pero el hecho de que se supiera que yo había falsificado una Biblia medieval iluminada, hizo que los oficiales me recomendaran. Mi cambio, de estar bajo la custodia de los brutales guardias de la isla al encargo de asistir a ese cura, fue tan estupendo que me pareció increíble.

– ¿En qué sentido? -inquirió Randall.

– El padre Paquin, aparte de su fanatismo religioso, era un hombre razonable y bueno conmigo, y apreciaba mis talentos creativos. Yo ya no vivía aterrorizado. Fui tratado con amabilidad. Se me dio atención médica, uniformes limpios de prisión y alimentos un poco mejores. Toda vez que yo no era realmente un artista consumado, sugerí que los nuevos vitrales fueran decorados con citas en griego o latín del Nuevo Testamento, y que los muros de la cabaña fueran pintados con antiguos símbolos cristianos como el pescado y el cordero, y muchos más. El cura estaba entusiasmado y me consiguió una considerable biblioteca de libros de referencia; varias versiones de la Biblia, gramáticas latina, griega y aramea, historias ilustradas de la primera Iglesia, y volúmenes similares. Yo devoraba cada libro, absorbía cada palabra, no una ni dos veces, sino interminablemente. Me pasé un año decorando la iglesia, que fue muy elogiada por los visitantes. El padre Paquin estaba orgulloso de su cabaña y de mí. A lo largo de todo ese lapso, casi sin darme cuenta, estaba yo siendo convertido al cristianismo. Bajo la orientación del cura, aprendí que la paz y la esperanza para mí estaban en Dios, en Su Hijo, en la bondad y en el amor. Por primera vez en tres años de injusticia sufrida en el infierno, vislumbré la decencia sobre la Tierra y quise vivir de nuevo, regresar a mi patria y volver a ser humano otra vez. Pero estaba yo condenado a la colonia penal hasta la muerte… sin embargo, gracias a ese sacerdote, yo sentía el deseo de vivir. Entonces surgió la oportunidad.

– ¿La oportunidad de qué?

– De ser perdonado. De quedar libre.

Lebrun hizo una pausa para apurar otro sorbo de su whisky sour y luego reanudó su relato.

– Era 1915, y toda Europa estaba trenzada en combate, en el temprano derramamiento de sangre de la Primera Guerra Mundial -estaba diciendo Lebrun-. El director de la Administración Penal congregó a los condamnés, los convictos con sentencias más cortas, y a algunos de los relegués, los de cadena perpetua, los incorregibles, pero los que habían mostrado buena conducta, y yo era uno de ellos, puesto que había estado bajo la tutela del sacerdote. Se nos dijo que si nos alistábamos como voluntarios en un batallón especial del Ejército francés, para servir como soldados de infantería en el frente occidental de Europa contra los húngaros, se nos tendría consideración y se nos otorgaría indulgencia al término de la guerra. Todo fue ambiguo, impreciso, y pocos accedieron a ofrecerse. Mi cura, el padre Paquin, no podía entender por qué yo no había aprovechado esa oportunidad, y le respondí que lo había discutido con mis compañeros y que ninguno de nosotros deseaba arriesgarse a que le volaran la cabeza sin una garantía de recompensa. Mi sacerdote amigo consultó con las autoridades y volvió a mí con una oferta positiva. Si yo me prestaba voluntariamente a combatir por Francia, y si lograba persuadir a otros convictos de que también lo hicieran, el Ministerio de la Guerra de Francia nos garantizaría la amnistía y la libertad la semana misma en que acabara la contienda. «De hecho -me prometió el padre Paquin-, como siervo de Nuestro Señor, en nombre de Jesús el Salvador, tienes mi compromiso personal de ver que se cumpla la promesa del Gobierno. Tienes mi palabra de que si te alistas como voluntario para combatir, serás perdonado y se te devolverá la ciudadanía y la libertad. Te doy mi palabra, no sólo en nombre del Gobierno francés, sino también en el de la Iglesia.» Eso fue suficiente para mí… y, en parte a través de mi persuasión, lo fue igualmente para los otros. El Gobierno era una cosa. Pero el cura y la Iglesia eran infalibles y dignos de fe. Así que, junto con otros convictos, me alisté como voluntario en el Ejército.

A Randall le pareció increíble.

– Monsieur Lebrun, ¿me está usted diciendo que la colonia penal de la Isla del Diablo formó una unidad especial que fue enviada a Francia para pelear contra los alemanes?

– Exactamente.

– Pero, ¿por qué nunca he leído nada acerca de eso en ningún libro de Historia?

– En un momento comprenderá usted por qué no se informó ampliamente de eso -dijo Lebrun. Se masajeó el muslo, donde el muñón encajaba en su pierna artificial, supuso Randall, y comenzó a hablar de nuevo-. Inspirados por nuestro cura, nos alistamos como soldados de infantería. Zarpamos de la Guayana francesa, y en julio de 1915 desembarcamos en Marsella y tocamos el suelo de nuestra amada Francia una vez más. Nuestro regimiento se integró. Los oficiales eran nuestros guardias de la Isla del Diablo. Teníamos todos los privilegios de los soldados, excepto uno. Nunca se nos concedió una licencia mientras estuvimos en el Ejército. Nos llamaban la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo, al mando nada menos que del general Henri Pétain.

– ¿Fueron enviados al frente?

– Directamente al combate en el frente, a la guerra de trincheras en Flandes, donde permanecimos, sin tregua, durante tres años. Fue más miserable y sangriento de lo que pueda imaginarse. Las bajas ascendían constantemente, pero eso era mejor que lo que habíamos dejado atrás, e inspirados por la libertad que mi confesor nos había garantizado, nos quedamos allí y luchamos como tigres. Puesto que nosotros estábamos en la vanguardia y nunca se nos enviaron relevos, dos terceras partes de nuestros mil ochocientos hombres murieron en el frente. Los que sobrevivimos continuamos luchando. Seis meses antes del fin de la guerra, el impacto de una granada de metralla de la artillería alemana me destrozó la pierna izquierda, que luego me fue amputada, aunque salvé la vida. Era muy alto el precio de la libertad, pero cuando me desperté en el hospital militar pensé que había valido la pena, pero cuando me había cicatrizado y había yo aprendido a caminar con una primitiva pierna artificial de madera, tuvo lugar el Armisticio y luego vino la paz, y la guerra había terminado. Yo era un hombre joven. Mi nueva vida estaba a punto de comenzar. Junto con otros seiscientos sobrevivientes de la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo, yo celebré el retorno a París, donde íbamos a aguardar la proclamación de nuestra amnistía. A nuestro arribo, nos hicieron marchar a la Prisión Santé. La permanencia en la prisión era inesperada, y yo envié por mi cura (Père Paquin había fungido como capellán del Ejército en un puesto de mando tras las líneas) y le pregunté qué estaba sucediendo. Me bendijo y me agradeció mi sacrificio, y hasta me abrazó como a un hijo, asegurándome, en el nombre del Salvador, que la Prisión Santé representaba sólo un acuartelamiento temporal previo a nuestra liberación… que se nos concedería la libertad dentro de esa misma semana. Me sentí tan aliviado que lloré de alegría. Transcurrió una semana y, de repente, una mañana, nuestros viejos guardianes corsos de la Guayana Francesa, reforzados por incontables nuevos guardias, con rifles y bayonetas caladas, entraron a la Prisión Santé, nos rodearon, nos embutieron como manada en trenes y nos transportaron a Marsella. Allí, nos arrojaron uniformes de prisión y se nos informó que, por razones de seguridad nacional, debíamos ser devueltos a le bagne, la colonia de convictos en la Guayana, para purgar nuestras sentencias. Era imposible amotinarse. Había demasiados fusiles apuntando a nuestras cabezas. Alcancé a vislumbrar al padre Paquin. Le grité, pero él no me ofreció compasión alguna. Simplemente se encogió de hombros. Y recuerdo lo último que hice antes de que subiéramos a bordo del barco de convictos. Le mostré el puño y le grité: «¡Fumier et ordure (estiércol y basura) sobre la Iglesia! ¡A la merde con Cristo! ¡Ya me vengaré!»

Randall sacudió incrédulamente la cabeza.

– ¿Realmente ocurrió eso?

– Ocurrió. Sí, ocurrió. Hoy día está registrado en los archivos del Ministerio de Justicia o del Ministerio de la Defensa Nacional en París. Y así pues, regresamos a los mosquitos, las garrapatas, las hormigas, el calor, las ciénagas, los trabajos forzados, los azotes, la brutalidad de la Isla del Diablo y de la Guayana. A esas alturas, yo ya tenía una mejor razón para vivir, para sobrevivir. No hay motivación más fuerte para un mortal que la venganza. Yo me vengaría. ¿Del frío y cruel Gobierno? ¿Del mentiroso y traidor clérigo? No; me vengaría de todo el engaño de la religión (el verdadero enemigo de la vida… la droga, el opio que oprime), con todas sus charlatanerías acerca de un amoroso Salvador. Mi fe estaba tan destrozada y mutilada como mi cuerpo. Y fue mientras todavía iba a bordo del buque de convictos que nos desembarcó en St. Laurent-du-Maroni que concebí mi golpe maestro… el golpe de gracia contra todos los promotores de Cristo… mi engaño que correspondería al engaño que la jerarquía eclesiástica cometió en mi contra. Concebí, en su forma rudimentaria, el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio. Desde 1918, año en que fui devuelto a la colonia penal de la Guayana, hasta 1953, cuando el penal fue clausurado y abandonado por el Comité Francés de Liquidación en virtud de la mala reputación que las condiciones de ese lugar le estaban ocasionando a Francia en todo el mundo, me la pasé haciendo los cuidadosos preparativos para mi golpe.

Horrorizado y con ánimo suspendido, aunque sus sentimientos eran de compasión y simpatía, Randall continuó escuchando al anciano.

Prisionero ejemplar, a Lebrun le había sido concedida mayor libertad de movimientos que a los otros. Mediante el tallado de cocos y chucherías de fantasía y la preparación de imitaciones de rollos de pergamino para regalo que vendía en Cayena, mediante algunos robos menores, mediante la falsificación de manuscritos medievales (que enviaba por correo a París a través de un guardia que se quedaba con el treinta por ciento de comisión), que eran vendidos a negociantes por conducto de sus amigos criminales, Lebrun se hizo de dinero para adquirir más libros de referencia acerca de la religión. Además, pudo comprar materiales para falsificar billetes de Banco, los mismos que vendía a precios de descuento y que le proporcionaban ingresos adicionales para adquirir libros aún más costosos para realizar investigaciones acerca de su proyecto.

Durante los treinta y cinco años de su segundo encarcelamiento, Lebrun se había convertido en un gran experto acerca de Jesús, del Nuevo Testamento, del arameo y el griego, y de los papiros y los pergaminos. En 1949, gracias a su buen historial, su condición cambió de relégué (condenado a cadena perpetua) a libéré (liberado); es decir, que ya no tenía que permanecer dentro de la propia prisión sino que podía andar por los alrededores de la colonia penal. Al cambiar su uniforme listado de prisionero por la tosca indumentaria azul oscura del libéré, Lebrun se mudó a una casucha a orillas del río Maroni, a corta distancia de St. Laurent, y continuó sosteniéndose con la confección de chucherías y la falsificación de manuscritos. En 1953, cuando la colonia penal de la Guayana fue clausurada, los relégués fueron enviados de regreso a Francia para seguir purgando sus sentencias en prisiones federales, y Lebrun, junto con otros libérés, fue devuelto a Marsella a bordo del barco Athesli y al fin puesto en libertad sobre suelo francés.

Fijando su hogar en París una vez más, Lebrun reanudó sus falsificaciones clandestinas de billetes de Banco y de pasaportes para obtener dinero con el cual sostenerse y adquirir los costosos materiales requeridos para perpetrar su largamente urdido fraude. Cuando estuvo preparado, le volvió la espalda a Francia para siempre. Luego de contrabandear a Italia un baúl repleto de materiales para falsificación, él mismo entró al país, buscó alojamiento en Roma y comenzó a crear su temible falsificación bíblica.

– Pero, ¿cómo pudo siquiera ocurrírsele la posibilidad de engañar a los estudiosos y a los teólogos? -quiso saber Randall-. Puedo comprender que usted llegara a aprender suficiente griego, pero me han dicho que el arameo es verdaderamente difícil, además de ser una lengua extinta…

– No del todo extinta -dijo Lebrun con una sonrisa-. Una cierta forma de arameo se habla aún hoy día entre musulmanes y cristianos en una zona fronteriza de Kurdistán. En cuanto a que el arameo sea, como usted dice, verdaderamente difícil… pues lo es, lo era, pero consagré cuatro décadas de mi vida a estudiarlo, mucho más tiempo del que jamás dediqué a aprender los refinamientos de mi natal francés. Estudiaba las publicaciones académicas de filología, etimología y lingüística, en las cuales aparecían artículos técnicos escritos por las principales autoridades, desde el abad Petropoulos, de Simopetra, hasta el doctor Jeffries, de Oxford. Estudié libros de texto, como el del alemán Franz Rosenthal, Gramática del arameo bíblico, que encontré en Wiesbaden. Y lo más importante de todo es que conseguí y estudié, en reproducciones (habiéndolas copiado a mano cientos de veces para que pudiera yo escribir el lenguaje con facilidad) los antiguos manuscritos arameos del Libro de Enoch, el Testamento de Levi y los Apócrifos del Génesis, todos los cuales existen hoy en día. Es una lengua difícil, en verdad, pero con aplicación la dominé.

Impresionado, Randall quería saber más.

– Monsieur Lebrun, la autenticidad del papiro es lo que más me intriga. ¿Cómo pudo usted manufacturar papiro que pudiera pasar nuestras complicadas pruebas científicas?

– No intentando manufacturarlo -dijo Lebrun simplemente-. Tratar de reproducir papel antiguo habría sido temerario. En realidad, el papiro y también el pergamino fueron los elementos menos dificultosos de la falsificación. Quizá los más peligrosos, pero los más sencillos. Como usted sabe, señor Randall, yo había sido no sólo falsificador sino también ladrón. Mis amigos del bajo mundo eran criminales y ladrones. Juntos, durante un lapso de dos años, adquirimos los antiguos materiales para escritura. A través de mis estudios, yo conocía la ubicación de todos los rollos y los códices catalogados del siglo i, al igual que la de los descubrimientos que todavía estaban fuera de catálogo. Conocía los museos privados y públicos donde se guardaban o exhibían, y conocía también a los millonarios coleccionistas privados. Muchos rollos están en blanco al principio o al final, así como muchos códices tienen hojas sin usar, y eso fue lo que yo robé.

La audacia del hombre asombraba a Randall.

– ¿Puede usted ser más específico? Quiero decir, ¿cuáles colecciones… dónde?

Lebrun sacudió la cabeza.

– Prefiero no decirle a usted los sitios exactos de los cuales sustraje el papiro y la vitela, pero no tengo inconveniente en hablarle de las colecciones que nosotros… examinamos, algunas de las cuales eventualmente visitamos de nuevo con intenciones más serias. Fuimos a la Biblioteca del Vaticano y al Museo de Turín, en Italia; a la Bibliothèque Nationale, en Francia; a la Oesterreichische Nationalbibliothek, en Austria; a la Biblioteca Bodmer, cerca de Ginebra, en Suiza; y a numerosos repositorios en la Gran Bretaña. Entre estos últimos estaban la Colección Beatty, en Dublín; la Biblioteca Rylands, en Manchester; y el Museo Británico, en Londres.

– ¿En realidad cometió usted robos en esos lugares?

Lebrun se compuso la ropa.

– Sí, lo hicimos; en algunos, no en todos… porque no todos… porque no todos poseían papiros y pergaminos que dataran precisamente del siglo i. El Museo Británico fue particularmente fructífero. Una de las fuentes más tentadoras, ya que ofrecía un rollo de papiros del siglo i con superficies blancas; un papiro de Samaria con una porción de regular tamaño en blanco. Y lo mejor de todo fue que una gran cantidad de los papiros del Museo Británico, también con muchas zonas en blanco, estaba desorganizada y sin catalogar, debido a la falta de personal y de fondos de mantenimiento, y por lo tanto estaba relativamente mal protegida. Luego, naturalmente, había verdaderos tesoros en mi París natal, en la Bibliothèque Nationale. La biblioteca ha acumulado miles de esos manuscritos en sus bodegas, sin traducir, sin publicar, sin catalogar. Qué lástima, semejante desperdicio. Así que me hice de unas cuantas hojas en blanco de pergamino del siglo i, y les di un buen uso. ¿Me comprende usted, Monsieur?

– Ciertamente -dijo Randall-. Pero, por Dios, ¿cómo se las arregló usted para sacarlas?

– Simplemente haciéndolo -dijo Lebrun ingenuamente-. Procediendo audazmente pero con cautela. A algunos museos entraba yo mucho antes del amanecer, y en otros me ocultaba adentro hasta después de la hora de cerrar. En todos los casos, una vez que había inutilizado los sistemas de alarma, llevaba a cabo mis robos. En los museos más ampliamente protegidos, recurría yo a colegas que tenían más práctica y a quienes les pagaba bien. En dos casos logré negociar. Esos pobres guardianes de los museos y las bibliotecas están miserablemente pagados, usted lo sabe. Algunos tienen familias; muchas bocas que alimentar. Los sobornos modestos abren muchas puertas. No, señor Randall, no me fue difícil allegarme la pequeña cantidad de papiro y pergamino que yo necesitaba. Y tenga usted en cuenta que todas las piezas eran auténticas; los pergaminos no eran anteriores al año 5 a. de J., y los papiros no eran posteriores al año 90 A. D. Para la tinta empleé una fórmula usada entre los años 30 y 62 A. D., que reproduje con un ingrediente envejecedor especial añadido a negro de humo y resina vegetal, la misma usada por los escribanos del siglo i.

– Pero el contenido de su informe de Petronio y su evangelio de Santiago -dijo Randall-, ¿cómo es que pudo imaginar que semejantes documentos serían aceptables para los teólogos y los estudiosos más doctos del mundo?

La boca de Lebrun dibujó una gran sonrisa.

– Primero, porque había una desesperada necesidad de ambos documentos. Había, dentro de la religión, hombres ambiciosos de dinero o de poder que deseaban que se realizara tal hallazgo. Los dirigentes religiosos estaban preparados para aceptarlo. Lo deseaban. El clima y los tiempos estaban maduros para un Jesús resucitado. Además, porque ni una sola idea o acción de las que asenté en nombre de Petronio y de Santiago fue completamente inventada por mí. Casi todo lo que utilicé había sido sugerido ya, cuando menos una vez, por los padres de la Iglesia o por los historiadores o por otros antiguos evangelistas en los años posteriores al siglo i. Todo estaba allí, convirtiéndose en polvo, abandonado y completamente ignorado, excepto por los teóricos contemporáneos.

– ¿Qué es lo que estaba allí? -inquirió Randall-. ¿Puede usted darme algunos ejemplos? Tomemos el Pergamino de Petronio. ¿Existió realmente una persona llamada Petronio?

– El Evangelio Perdido de San Pedro dice que existió. -¿El Evangelio Perdido de San Pedro? Nunca había oído hablar de eso.

– Pues existe -dijo Lebrun-. Fue encontrado en una sepultura antigua cerca del pueblo de Akhmim, la antigua Panópolis, en el Alto Nilo, en Egipto, durante 1886, por unos arqueólogos franceses. El evangelio de Pedro es un códice en pergamino que fue escrito hacia el año 130 A. D. Difiere de los evangelios canónicos en veintinueve aspectos. Dice que Herodes (no los judíos ni Pilatos, sino Herodes) fue el responsable de la ejecución de Jesús. Dice además que el capitán que encabezaba a los cien soldados que estuvieron a cargo de Jesús se llamaba Petronio.

– ¡Maldita sea! -dijo Randall-. ¿Quiere usted decir que el evangelio de Pedro es verdadero?

– No solamente es verdadero, sino que Justino Mártir (quien se convirtió al cristianismo en el año 130 A. D.) nos dice que en su tiempo, cuando era leído, el evangelio de Pedro era más respetado que los cuatro evangelios actuales. Sin embargo, cuando el Nuevo Testamento fue integrado en el siglo iv, ese evangelio de Pedro no fue incluido, sino que lo desecharon, lo relegaron a los Apócrifos… es decir, a los escritos de autoridad dudosa o que están fuera del canon católico.

– De acuerdo -dijo Randall-. En su Pergamino de Petronio, usted presenta a Jesús como un ser subversivo y rebelde que se considera a Sí mismo por encima del César. ¿Qué le hizo a usted pensar que uno se tragaría eso?

– Porque muchos de los estudiosos bíblicos que hay en el mundo creen que así fue -replicó Lebrun-. Basta con hacer una cita de una obra desafiante aunque iconoclasta, El Evangelio Nazareno Restaurado, de Graves y Podro: «No hay duda de que Jesús fue ungido y coronado Rey de Israel; pero los editores del Evangelio hicieron todo lo posible por ocultar esto debido a motivos políticos.»

– ¿Y su falsificación del Evangelio según Santiago? -inquirió Randall-. Las palabras que usted atribuye a Jesús, ¿son hechos o ficción?

Los ojos de Lebrun brillaron tras sus anteojos con arillos de acero.

– Pongámoslo de esta manera, Monsieur: los hechos sirvieron de base para mi ficción. Los Logia o Dichos del Señor presentaron muy pocos problemas. Una vez más consulté los Apócrifos, los antiguos documentos de cuestionable exactitud. Tomemos por ejemplo, un antiguo documento que se halló enterrado (la Epistula Jacobi Apocrypha), la Epístola Apócrifa de Santiago o Apocrifón de Santiago, una compilación de advertencias atribuidas a Jesús. Yo me apropié de algunas de ellas, meramente revisándolas o mejorándolas. En el Apocrifón, cuando Jesús se despide de Santiago dice: «Luego de que Él hubo dicho esto se fue. Pero nosotros nos arrodillamos, y Pedro y yo dimos gracias y elevamos nuestros corazones hacia los cielos.» En la Versión Revisada según Lebrun, yo puse: «Y allí nos dijo que nos quedáramos, y nos. bendijo, y con su bastón en la mano desapareció en la niebla y en la oscuridad. Entonces nos arrodillamos y dimos gracias, y elevamos nuestros corazones a los cielos.»

Satisfecho consigo mismo, Lebrun miró de soslayo a Randall, aguardando su reacción.

Una vez más, Randall sacudió la cabeza ante la osadía de todo aquello y, refunfuñando, concedió su aprobación.

– Ya comprendo -comentó Randall-. Los hechos al servicio de la fricción. Quisiera saber más. ¿Qué hay de la descripción de Jesús que hace Santiago? ¿No esperaba usted que ese Jesús, de ojos estrechos, nariz muy larga, rostro desfigurado por cicatrices y llagas…? ¿No esperaba usted que se resistirían a aceptarlo?

– No. En cuanto a esto también había antiguos indicios de que Él tenía una apariencia poco atractiva. Clemente de Alejandría, cuando reprendía a los seguidores a quienes preocupaban las buenas apariencias, les recordaba que Jesús era «feo de aspecto». Andrés de Creta escribió que Jesús tenía «cejas que se juntaban». Cirilo de Alejandría asentó que Cristo poseía «un aspecto muy feo», pero agregaba que «comparado con la gloria de la divinidad, la carne no tiene valor». Eso me bastó.

– Pero, ¿qué orientación tuvo usted para justificar el haber escrito que Jesús sobrevivió a la Cruz?

– Hay una vieja tradición que dice que Jesús no murió al ser crucificado. Ignacio, quien fuera obispo de Antioquía, en Siria, en el año 69 A. D., aseveró que Jesús estaba «en la carne» después de Su Resurrección. Según Ireneo, el respetado Papías (obispo de Hierápolis) conoció personalmente al discípulo Juan, y este Papías afirmó que Jesús no murió sino hasta la edad de cincuenta años. Los rosacruces han sostenido siempre que poseen documentos antiguos que prueban que Jesús se salvó de la muerte en la Cruz en Jerusalén. Un historiador rosacruz escribió: «Cuando entraron al sepulcro encontraron a Jesús reposando tranquilamente y recuperando la fuerza y la vitalidad con gran rapidez.» Estas fuentes aseveran, además, que la secta de los esenios ocultó a Jesús. Incidentalmente, «esenio» no sólo quiere decir «santo», sino también «el que cura». Bien puede ser que un esenio hubiera curado a Jesús. Ése era el argumento de Karl F. Bahrdt y Karl H. Venturini, quienes escribieron una biografía de Jesús a finales del siglo xviii. Ellos sostenían la teoría de que los esenios habían representado teatralmente los milagros de Cristo y la Resurrección, y que el Señor fue bajado de la Cruz inconsciente, mas no muerto, y que luego fue revivido por un curandero o médico esenio.

– ¿Y eso de traer a Jesús a Roma? -preguntó Randall.

– Roma -repitió Lebrun, acariciando la palabra amorosamente. Mi mayor riesgo, pero, ¿por qué no? Los fariseos judíos del siglo ii creían firmemente que el Mesías aparecería en Roma. Pedro vio a Jesús en carne y hueso camino a Roma. Suetonio, el historiador romano, acusó a Cristo de provocar desórdenes en Roma. De hecho, existe una tradición que describe a Santiago diciendo a sus seguidores que si alguno de ellos se preguntara dónde está su Dios, él podía asegurarles: «Vuestro Dios está en la gran ciudad de Roma» -Lebrun hizo una pausa, considerando lo que acababa de decir. Pareció satisfecho-. Creo que lo de Roma era bastante lógico.

– Aparentemente lo era.

– Vea usted, Monsieur Randall, que casi todos los conceptos que hay en mi falsificación estuvieron basados en algún indicio antiguo. Ésas son las mismas pistas que han tentado a los teólogos modernos y a los estudiosos del Nuevo Testamento a tratar de reconstruir la vida de Cristo, a rellenar los claros que existen, mediante la deducción y la lógica, mediante la interpretación de los antecedentes de la época y la teorización. Los expertos bíblicos contemporáneos saben que los cuatro evangelios actuales no representan una historia de los hechos. Los cuatro evangelios son primordialmente una serie de mitos reunidos, aunque esos mitos pueden haberse fundamentado en sucesos reales. Esto ha motivado a muchos expertos modernos a especular acerca de lo que realmente pudo haber sucedido a principios del siglo primero. Nada les gustaría más que el hecho de que se comprobara que están en lo cierto, merced al descubrimiento de un evangelio perdido… en cuya existencia siempre han creído como la fuente primaria de los cuatro evangelios canónicos. Así pues, yo sabía que cualquiera que fuera la oposición que las historias de Santiago y Petronio pudieran encontrar, aún habría cientos de teólogos y estudiosos contemporáneos que dirían: «Por fin, he aquí la evidencia real de lo que durante tanto tiempo hemos sostenido que debió haber ocurrido.»

– Lo que usted supuso resultó cierto, Monsieur Lebrun. Los más respetados expertos internacionales han examinado su evangelio de Santiago y su informe del juicio por Petronio, y los han aprobado.

– Jamás dudé del resultado -dijo Lebrun complacido-. Luego de que hube enterrado sin contratiempos mi falsificación… y ese penúltimo paso, en cierto sentido, fue el más difícil…

– ¿Cómo el más difícil? -interrumpió Randall.

– Porque una vez que me vi forzado a utilizar la zona de Ostia Antica como el sitio para el descubrimiento, a efecto de apoyar las ideas del profesor Monti e implicarlo a él después, tuve que encarar problemas difíciles.

– ¿En qué sentido?

– Enterrar mi obra en alguna cueva en Israel o en Jordania, o en alguna bodega en un monasterio en Egipto, habría sido más fácil, más lógico. La mayoría de los hallazgos importantes se han realizado en esas regiones áridas. Pero en Ostia Antica… fue terrible. No podría imaginarse un sitio menos idóneo para que un papiro subsistiera de diecinueve a veinte siglos. Había el problema del agua. La altitud de Ostia era tan insignificante en tiempos antiguos que periódicamente la invadían las aguas del Tíber. De ningún papiro o pergamino podría esperarse que hubiera resistido esas repetidas inmersiones. Luego, tuve que vérmelas con otro hecho histórico. En el siglo ii, César Adriano demolió Ostia y la reconstruyó con un metro más de elevación para neutralizar las inundaciones. Yo superé el problema resolviéndome a introducir los manuscritos en un bloque de piedra.

– ¿No sería eso inmediatamente sospechoso?

– No, en lo más mínimo -contestó Lebrun-. Yo sabía que muchos mercaderes ricos habían vivido en villas sobre la costa cercana a Ostia Antica… y si algunos de esos comerciantes, algún judío secretamente convertido al cristianismo, hubiera querido preservar manuscritos valiosos traídos de la colonia de Palestina, lo habría hecho justamente de esa manera.

– ¿Así que para preservarlos usted utilizó un antiguo bloque de piedra?

– No fue fácil -dijo Lebrun-. No toda la piedra que hay en Italia protege del agua. Yo experimenté con mucha. La toba abunda pero resultó ser demasiado porosa. La arcilla, que hubiera podido servir en el clima del Mar Muerto, era demasiado frágil para la zona de un puerto marítimo como Ostia. Aun el mármol se rompe bajo el agua. Finalmente, opté por una de las veinticinco variedades del granito gris, un granito duradero que no tiene el feldespato que se hincha y se exfolia en agua subterránea. Conseguí un trozo de ese granito antiguo y lo cuadré para que semejara un basamento de piedra que pudiera haber sostenido alguna vieja estatua. Aserré el bloque de granito por la mitad y lo ahuequé a cincel. Luego envolví los papiros del Evangelio de Santiago y el Pergamino de Petronio en sedas aceitadas, las metí dentro de un tarro de alfarería, lo sellé y lo coloqué dentro de la oquedad del bloque de granito. Hecho eso, volví a unir las dos mitades del bloque, las sellé con argamasa, lo añejé aún más, y lo enterré en una zona no excavada donde se creía que pudieran existir bajo el suelo ruinas del siglo ii y posiblemente del i. Aguardé varios años hasta que la piedra enterrada se unificara con la tierra y las raíces de los vegetales. Luego me acerqué al profesor Monti con un fragmento que había dejado fuera, y le hice creer que había sido descubierto en otro tarro en esa zona. Una vez que tuve a Monti de mi lado, nunca más me preocupé.

Todo el asunto era diabólico, pensó Randall. Para haberlo llevado a cabo, este anciano o estaba loco o era un genio perverso. Es decir, si es que de veras lo había hecho y no estaba fantaseando.

– ¿Y ahora está usted listo para desenmascarar ante el mundo su falsificación del Evangelio de Santiago y el Pergamino de Petronio?

– Estoy listo.

– Ya había usted tratado de ponerla al descubierto una o dos veces antes, según me dijo.

– Sí, el año pasado me entrevisté con Monti, porque yo necesitaba dinero. Lo amenacé con hacer público el fraude si no me daba más dinero, el cual yo merecía. Naturalmente, lo confieso, si me hubiera dado el dinero, yo habría cumplido mi palabra sólo por un corto lapso; es decir, que habría ocultado la farsa por poco tiempo. Habría conservado yo parte de mi evidencia para que más tarde pudiera hacer del conocimiento público el fraude. Porque, con dinero o sin él, nunca permitiría que la Iglesia escapara a mi venganza. Luego, más recientemente, entré en negociaciones con otra parte interesada, pero me retiré al darme cuenta de que esa persona estaba actuando en nombre de la propia Iglesia, la cual quiere adquirir mi prueba reveladora y eliminarla para salvar su fe y su falsa Biblia.

– ¿Está usted preparado para vendérmela a mi si yo pongo al descubierto las historia íntegra?

– Sí, lo estoy, con la adecuada consideración monetaria -dijo Lebrun con delicadeza.

– ¿Qué es lo que usted entiende como adecuada consideración monetaria? -inquirió Randall, apresurándose a añadir-: Es decir, tomando en cuenta el hecho de que yo soy meramente un individuo y no un Banco.

Lebrun dio cuenta de lo último que quedaba de su bebida.

– Seré razonable. Si es en dólares norteamericanos…

– En dólares norteamericanos.

– Veinte mil.

– Eso es mucho dinero.

– Puede hacerse en dos pagos -dijo Lebrun-. Después de todo, lo que yo le dé lo hará rico y famoso.

– ¿Qué me dará usted a cambio del dinero?

– Una prueba -dijo Lebrun-, una prueba incontrovertible e irrecusable de mi falsificación.

– ¿Cuál es esa prueba?

– Primero, un fragmento de papiro que encaja en la laguna, muesca o agujero que hay en el Papiro número 3, al que usted se refirió en el Doney. Ese fragmento contiene la porción faltante que Monti le recitó a usted, aquella en la que Santiago menciona a los hermanos de Jesús y suyos propios. Es de forma irregular y mide 9,2 por 6,5 centímetros, y encaja perfectamente en el agujero del supuesto original.

– Pero los expertos podrían decir que es auténtico, tan real y auténtico como el resto del papiro que está en Amsterdam…

Lebrun esbozó una sonrisa maliciosa y arrogante.

– Hace mucho tiempo que había previsto esa posibilidad, señor Randall. Ese fragmento que conservé contiene en su médula prensada, dibujada con tinta invisible justamente sobre el texto legible, la mitad de un pez arponeado. La otra mitad está en el Papiro número 3. El fragmento que obra en mi poder contiene también mi propia firma contemporánea y una frase de mi puño y letra que dice que ésta es una falsificación. Y no podrían ustedes hacer que la tinta invisible surgiera por medio de ningún método pueril… No está escrita con leche para volverse legible simplemente con el fuego. No, nada de eso. La tinta fue preparada según una fórmula utilizada por Locusta…

– ¿Por quién? -interrumpió Randall.

– ¿No ha oído usted hablar de Locusta? Fue la envenenadora oficial del emperador Nerón poco tiempo después de que, según mi narración fraudulenta, Jesús fuera expulsado de Roma. Locusta les enseñó a sus alumnos sus propias recetas de venenos, y experimentó sus brebajes en esclavos humanos. Por orden de la madre de Nerón, Locusta administró veneno en un guiso de hongos al emperador Claudio. Se dice que ella mató a diez mil personas. Naturalmente, con frecuencia tenía que comunicarse en secreto con Nerón, así que se convirtió en experta para la invención de tintas invisibles. Yo me topé con una de sus fórmulas más refinadas y menos conocidas.

– ¿Puede decirme de qué se compone?

Lebrun titubeó durante una fracción de segundo y luego mostró su descolorida dentadura.

– Le daré a usted nueve décimas partes de la fórmula, y la restante cuando concluyamos nuestro trato. De hecho, Locusta obtuvo su fórmula de los escritos de un tal Filón de Bizancio, un científico griego que había inventado, alrededor del año 146 a. de J., una cierta tinta invisible. Si uno escribe con esa tinta, no puede verse lo escrito. Para hacerlo visible, tiene uno que aplicar una solución de lo que hoy en día se llama sulfato de cobre, mezclado con otro ingrediente. Muy esotérico. Usted conocerá la fórmula íntegra y podrá hacer que brote mi nombre, así como lo que escribí y lo que dibujé en el papiro, y refutar la autenticidad del evangelio de Santiago. Para que yo entregue esa fórmula y el fragmento faltante que acabo de describirle, esperaré a recibir la primera mitad del pago de los veinte mil dólares. Si queda usted satisfecho, entonces le daré la evidencia complementaria y concluyente de mi falsificación, a cambio del segundo y último pago.

– Y, ¿cuál será esa evidencia?

Lebrun continuó sonriendo.

– Rellenos adicionales; uno por cada laguna que hay en el evangelio de Santiago. Señor Randall, usted ha armado alguna vez un rompecabezas, ¿no es verdad? Pues entonces ya sabe con cuánta precisión encajan las piezas irregulares en él, ¿o no? Lo mismo ocurre con esto. En Amsterdam, los editores tienen veinticuatro trozos de papiro, algunos de los cuales tienen uno o dos huecos que juntos hacen un total de nueve, los mismos que obran en mi poder. Los pedazos que yo recorté de los papiros de Resurrección Dos encajarán de nuevo, como las piezas de un rompecabezas. Y cuando esas partes faltantes sean utilizadas para rellenar perfectamente los agujeros que hay en los papiros, la evidencia de la falsificación y el engaño será obvia e irrefutable. Yo tengo ocho de esos trozos. El primero es el que le mostré a Monti, pero los demás están bien guardados en una caja de acero de 45 centímetros que se encuentra oculta en un lugar seguro. ¿Serían suficientes esos trozos para convencerlo a usted de que el Nuevo Testamento Internacional está basado en una falsificación?

– Sí -dijo Randall, sintiendo cómo en los brazos se le ponía la carne de gallina-. Sí, eso me convencería. ¿Cuándo puede usted entregarme las pruebas?

– ¿Cuándo querría usted que lo hiciera?

– Esta noche -dijo Randall-. Ahora mismo.

– No, sería imposible…

– Entonces mañana.

Lebrun pareció dubitativo.

– No, mañana tampoco. Naturalmente, he escondido las pruebas. Las oculté el año pasado, después de mi última reunión con Monti. Muy recientemente, estuve a punto de sacarlas de su escondite para entregarlas a un comprador interesado… pero entonces me entraron ciertas sospechas y decidí posponerlo hasta tener una segunda entrevista con él, para reasegurarme de sus verdaderas intenciones. Mis dudas resultaron justificadas. Así que, como usted verá, señor Randall, las pruebas de mi falsificación continúan estando donde las oculté hace un año. Como resultado de ello (no puedo darle más explicaciones), el recobrar las pruebas me tomará un poco de tiempo. Están fuera de Roma… no muy lejos, pero aun así, me llevaría la mayor parte del día de mañana para recuperarlas.

Preguntándose por qué el escondite complicaba la entrega de la evidencia, Randall resolvió no presionar a Lebrun para que le diera una explicación.

– De acuerdo -le dijo-. Si no puede entregarlas mañana, entonces pasado mañana estará bien. Digamos que pasado mañana, el lunes.

– Sí -dijo Lebrun-. Pasado mañana puedo entregarle lo que usted quiere.

– Dígame dónde vive. Allí estaré.

– No -dijo Lebrun. Lentamente se puso de pie-. No, eso no sería sensato. Nos veremos en el Doney a las cinco en punto de la tarde para hacer nuestro intercambio. Si usted lo desea, de allí vendremos a su habitación, para ver que usted quede satisfecho.

Randall se puso de pie.

– De acuerdo, en el Café Doney el lunes a las cinco.

En camino hacia la puerta, Lebrun le dirigió una mirada de soslayo.

– No se desilusionará, se lo prometo. Au revoir, amigo mío. Éste es un día feliz.

Observando a Lebrun cojear rumbo al ascensor, Randall se preguntó por qué él mismo estaba cualquier cosa menos feliz… en este día feliz.

Luego, contemplando cómo el falsificador entraba al ascensor, lo comprendió.

La fe había huido.


Quedaba una tarea pendiente, una escena incómoda y obligatoria que Randall tenía que representar antes de que iniciara su vigilia de cuarenta y ocho horas.

Tenía que hacer una llamada telefónica de larga distancia.

Ahora la hacía al «Gran Hotel Krasnapolsky» en Amsterdam, persona a persona, a George L. Wheeler.

Wheeler estaba todavía en su oficina de Resurrección Dos, y su secretaria lo puso rápidamente en la línea.

– ¿Steven? -ladró Wheeler.

– Hola, George, pensé que…

– ¿Dónde diablos está usted esta vez? -interrumpió Wheeler-. ¿Oí a mi secretaria decir que en…?

– Estoy en Roma. Déjeme explicarle.

– ¿En Roma? -explotó Wheeler-. ¡Maldita sea! ¿En Roma? ¿Por qué no está usted aquí, en su escritorio? ¿No le dije claramente que todos tienen que esforzarse, que trabajar veinticuatro horas al día para tener todo listo para la conferencia de Prensa en el palacio real el próximo viernes? Bastante me disgusté cuando Naomí me dijo que usted había salido ayer de la ciudad para realizar una investigación. Lo esperaba de regreso anoche…

– Traté de estar de vuelta ayer mismo -cortó Randall-, pero ha surgido algo importante…

– Sólo hay una cosa importante, y ésa es que regrese usted de inmediato y se ponga a hacer su trabajo, de una vez por todas. Tenemos que estar listos para el anuncio…

– George, escúcheme -imploró Randall-. Puede no haber anuncio. Estoy seguro de que usted no querrá oír esto, pero al final me quedará agradecido. Creo que será mejor que posponga el anuncio… tal vez hasta la publicación del Nuevo Testamento Internacional.

Hubo un intervalo de desconcertado silencio al extremo de la línea en Amsterdam, y por fin volvió la áspera voz de Wheeler:

– Por Dios, ¿de qué está usted hablando?

Iba a ser duro. Pero Randall tenía que deletrearle hasta el último infeliz detalle. No había alternativa.

– George -le dijo-, no puede usted publicar esa Biblia. Me he enterado de la verdad. El descubrimiento del profesor Monti… el Pergamino de Petronio… el Evangelio según Santiago… son completamente falsos.

Otra vez el silencio mortal. Luego la afirmación llana de Wheeler, dura y en voz baja.

– Usted está loco.

– En este momento quisiera estarlo. Pero créame, no lo estoy. He encontrado al falsificador. He hablado con él. Tiene la prueba. Ahora, ¿me escuchará usted?

– Está perdiendo su tiempo y el mío -el tono de Wheeler era de ira-. Prosiga, si eso lo hace sentirse mejor.

Randall quiso decir que no lo hacía sentirse mejor, que lo hacía sentirse miserable. Pero éste no era el momento de implicar sus sentimientos, sino la ocasión crítica de hacer que el editor encarara los hechos.

– Está bien -dijo Randall austeramente-. He aquí con lo que me topé en Roma.

Prosiguió implacablemente. Le dijo de su venida a Roma y de cómo había forzado a Ángela a que lo condujera ante su padre. Le explicó a Wheeler dónde había encontrado al profesor Monti. Le habló de la condición mental del arqueólogo y de la conversación que posteriormente sostuvo él mismo con el doctor Venturi. A continuación, Randall habló del dominee De Vroome, diciendo que el clérigo holandés lo había esperado en el «Hotel Excelsior» y refiriendo la entrevista que ambos habían sostenido en la suite de De Vroome. Le repitió concisamente lo que había oído de boca del reverendo, sin detalles, ni siquiera el nombre del falsificador, ni una mención acerca de la confesión que el falsificador había hecho ante Plummer. Solamente los hechos escuetos de que un falsificador se había comunicado con Plummer desde Roma, y que se habían reunido en París, donde Plummer y el falsificador habían negociado respecto de la prueba del fraude.

En este punto, George L. Wheeler lo detuvo.

– Así que fue De Vroome… De Vroome y Plummer… los que salieron con un conveniente y oportuno falsificador -dijo Wheeler furiosamente-. ¿Y usted cayó en la trampa? Debí haberme imaginado que intentarían cualquier cosa en el último momento. ¿Así que han contratado a un falsificador para tratar de sabotearnos?

– No, George -protestó Randall-, no es nada de eso. ¿Quiere escucharme, por favor?

Prosiguió rápidamente. Explicó cómo Plummer había tratado de reunirse con el falsificador en Roma para adquirir la evidencia del fraude, y cómo el falsificador había sido ahuyentado por la inesperada presencia del dominee De Vroome.

– Fue entonces cuando decidí hacer un esfuerzo por descubrir si realmente existía un falsificador -continuó Randall- y, si lo había, tratar de localizarlo para escuchar de sus propios labios lo que tuviera que decir.

Randall narró cómo se le había ocurrido la idea de examinar los papeles de Monti, y cómo había dado con la fecha y el lugar de la cita con el falsificador hacía un año y dos meses. Le contó cómo había ido al Café Doney y cómo se había enfrentado cara a cara con el falsificador.

– George, el falsificador acaba de salir de mi habitación del hotel hace apenas media hora -dijo Randall-. Es un expatriado francés que en París se llamaba Robert Lebrun, pero que aquí en Roma tomó un nombre italiano, el de Enrico Toti. Es un anciano, de más de ochenta años de edad, que dedicó la mayor parte de su vida a crear los papiros de Santiago y el documento de Petronio. ¿Quiere escuchar cómo lo hizo?

Randall no dio tiempo a que el editor replicara. Se zambulló en el relato de la historia de Robert Lebrun. Pero no se la narró toda; no por el momento. Instintivamente, Randall había decidido retener la información acerca del origen de Lebrun, de su juventud, de su actividad criminal en París, de sus arrestos, de su deportación a la colonia penal de la Guayana Francesa, de su desilusión de la Iglesia, y aun de su obsesión por vengarse de la comunidad religiosa del mundo. Esos rasgos de la personalidad negativa de Lebrun, discernió Randall, meramente contribuirían a que Wheeler se rehusara a aceptar los hechos esenciales.

Randall continuó con los hechos esenciales.

Revelándole cómo Lebrun, motivado por alguna inexplicable amargura hacia la Iglesia, se había convertido en un experto en el conocimiento del Nuevo Testamento, Randall habló de las décadas que Lebrun había pasado preparando su infalible falsificación. Luego, Randall habló de la manera en que Lebrun se las había arreglado para que el profesor Monti hiciera su descubrimiento.

– Lamento tener que informarle de esto, George -concluyó Randall compasivamente, comprendiendo que el editor debía estar atravesando por un estado próximo al suicidio-. Pero yo sabía que usted y el doctor Deichhardt y los demás querrían conocer la verdad.

Esperó la respuesta de Wheeler. No la hubo. La línea de Amsterdam a Roma estaba muda.

– George -dijo Randall-, ¿qué va usted a hacer?

La voz de Wheeler, quebrada por la ira, cruzó la línea. En su intensidad era salvaje.

– Sé qué es lo que debería hacer. Debería despedirlo a usted, así como debí haberlo hecho antes -hizo una pausa-. Debería destituirlo en este preciso instante por ser el maldito idiota que es usted. Pero no lo haré. El tiempo nos apremia. Lo necesitamos. En cuanto al resto de ese disparate, usted recuperará el buen sentido pronto, una vez que se dé cuenta de cómo De Vroome le ha tomado el pelo.

El capitán hundiéndose con su barco, pensó Randall. Era lo último que hubiera esperado.

– George, ¿no me escuchó? A pesar de todo lo que usted tiene en juego, ¿no le resulta claro que todo el asunto es un fraude… un engaño perpetrado por un genio pervertido? Sé cuán grande es la pérdida que representa para usted echar por la borda todo el proyecto. Pero piense en la pérdida del buen crédito (y de dinero) si usted publica la Biblia y la desenmascaran después de haberla lanzado.

– ¡No hay nada que desenmascarar, grandísimo idiota! De Vroome hizo una dramatización de todo el asunto para ganárselo a usted, para utilizarlo con el propósito de que sembrara el pánico y provocara la disensión entre nosotros.

– Vaya con De Vroome. Él se lo confirmará.

– Yo no dignificaría la dualidad de ese hijo de puta. A usted lo han embaucado con un truco… con una vil mentira. Sea lo bastante hombre para admitirlo. Entre en razón y vuelva a su trabajo, mientras estamos con ánimos.

Randall trató de contenerse.

– ¿De veras no lo cree usted?

– No creo una jota. Algún psicópata mentiroso a quien De Vroome le paga un sueldo… ¿espera usted que yo crea en él?

– Está bien, no tiene usted que creer -dijo Randall, luchando por sostener un tono razonable-; no tiene que creer, hasta tanto yo tenga la prueba para mostrársela.

– ¿Cuál prueba?

– Lebrun me va a entregar la prueba de su falsificación pasado mañana (el lunes por la tarde), aquí abajo, en el Café Doney.

Fue como si Wheeler no lo hubiera escuchado. De pronto, estaba hablando otra vez, su ira reprimida, su táctica modificada. Se estaba dirigiendo a Randall en un tono que era casi conciliatorio, tal como lo haría un padre que estuviera reprendiendo a un hijo que estuviera equivocado.

– Déjeme decirle algo, Steven. Yo soy un hombre temeroso de Dios, usted lo sabe. He aceptado a Jesús como mi Salvador personal. Pienso mucho en Nuestro Señor y en lo que Él puede hacer por nosotros. No obstante, siempre he sentido, dentro de mi corazón, que si Jesucristo retornara a la Tierra, tal como lo ha hecho ahora por la gracia y el milagro del evangelio de Su hermano, siempre habría alguien urdiendo el modo de traicionar a Nuestro Señor una segunda vez por otras treinta monedas de plata. Ese Robert Lebrun está enfermo y es un enemigo de Cristo; eso es lo que es. Si Cristo se sentara con nosotros, se sentiría inspirado para decir una vez más: «Uno de vosotros habrá de traicionarme», y cuando se le preguntara quién podría ser ése, Nuestro Señor diría de nuevo: «Es aquel a quien le daré el pan una vez que lo haya remojado.» Y Cristo remojaría el pan y se lo daría a Robert Lebrun… y quizás a De Vroome y también a usted.

Era extraño, pensó Randall, escuchar la representación de Cristo y Sus palabras de la Última Cena en boca de la persona de un comerciante y editor norteamericano de Biblias a través de una llamada de larga distancia desde Amsterdam.

– Steven, siga mi consejo -estaba prosiguiendo Wheeler-, no se haga partícipe de esa traición vulgar. El verdadero Cristo está entre nosotros. Déjelo vivir. No permita que Lebrun sea Su Judas del siglo xx. Y usted, Steven, no sea Su Pilatos. No vuelva a preguntar cuál es la verdad… cuando nosotros la tenemos.

– Pero, ¿y si Lebrun tiene la verdad? ¿Y si se presenta conmigo el lunes…?

– Él no irá a usted, Steven -dijo llanamente el editor-, ni el lunes ni nunca. Tenemos de nuestra parte la autoridad de los más respetados estudiosos bíblicos del mundo. ¿Y usted… qué tiene usted? La patraña de un ex convicto demente que salió a asesinar a Dios y a su Hijo. Piense acerca de eso, Steven.

Wheeler colgó estrepitosamente el teléfono, y entonces Randall hizo lo que su patrón le había ordenado que hiciera. Pensó acerca de ello.

Y en lo que pensó fue en casi la última cosa que Wheeler había dicho: ¿Y usted… qué tiene usted? La patraña de un ex convicto demente…

Ex convicto.

¿Cómo sabía Wheeler que Robert Lebrun había sido un convicto? Randall había tenido cuidado, mucho cuidado, de no mencionarlo, de no hablar una sola palabra acerca del pasado de Lebrun.

Sin embargo, Wheeler sabía que Robert Lebrun era un ex convicto.

Era extrañamente ominoso y Randall se estremeció, y por un momento, ese momento, tuvo el presentimiento de algo que no le era conocido y que, por lo tanto, podría ser malo.

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