II

Por alguna razón, todos sus sueños, cuando había soñado en la última semana y media, parecían girar alrededor de Jesús. Ahora, mientras luchaba por despertarse, el sueño que había estado viviendo y embelleciendo, conforme le brotaba la conciencia, estaba todavía intensamente brillante tras sus ojos…

Sus discípulos vieron a Jesús caminar sobre las aguas y se inquietaron, diciendo: «Es un espíritu.» Jesús inmediatamente les habló, diciendo: «Regocijaros, soy Yo. No tengáis miedo.» Y Steven Randall le contestó y dijo: «Señor, si en verdad eres Tú, permíteme llegar a ti sobre las aguas.» Y Jesús dijo: «Venid.» Y cuando Steven había saltado de la barca, caminó sobre las aguas para ir hacia Jesús. Pero cuando vio el viento turbulento, sintió miedo. Comenzando a hundirse, gritó: «Padre, sálvame.» Y el reverendo Nathan Randall inmediatamente alargó su mano y lo alcanzó, y le dijo: «Oh, tú de poca fe, ¿por qué has dudado?» Y Steven Randall fue salvado, y tuvo fe.

Fue un sueño loco y confuso que lo estaba sofocando.

Finalmente estaba despertando, abriendo los ojos, para descubrir que lo que lo estaba ahogando eran los suaves pechos de Darlene, su seno izquierdo descubierto presionando los labios de Randall. Ella estaba encaramada sobre la cama, encima de él, con la parte superior de su fino negligée rosa totalmente abierto y uno de sus senos desnudos frotándole la boca.

Randall había despertado en muchos lugares extraños y de muchas maneras insólitas, pero nunca antes se había despertado en un barco, en pleno Océano Atlántico, por el contacto de un pecho de mujer. Todavía estaba sobre el agua, pero repentinamente Jesucristo y el reverendo Nathan Randall se habían quedado muy lejos.

Darlene se dirigió a él, fastidiándolo.

– Bien, admítelo. No puedes pensar en una manera mejor de despertar, ¿o sí? Nómbrame un pachá que reciba mejor tratamiento.

Uno más de los jóvenes juegos amorosos de Darlene, pensó él. No estaba de humor para eso a esta hora, pero además sabía que ésa era la mercancía de Darlene, lo único que ella podía ofrecer, así que fue amable. Llevó a cabo la respuesta obligada. Besó su seno gentilmente alrededor del rosado pezón, hasta que empezó a endurecerse y Darlene se lo retiró de la boca.

– Muchacho travieso, Steven -dijo ella burlándose-. No empecemos nada ahora. Sólo quería asegurarme de que te levantaras sonriendo -Darlene enderezó la cabeza y frunció los labios, como queriendo halagarlo-. Pero eres lindo. -Luego se agachó y metió una mano debajo de la sábana, deslizándola entre las piernas de Randall. Lo acarició un momento y luego se retiró rápidamente-. Óyeme, no estás perdiendo el tiempo -dijo ella.

Él levantó los brazos para acercarla a sí, pero ella se escurrió y saltó de la cama.

– Comportémonos, querido. Le dije al camarero qué era lo que queríamos desayunar, y estará aquí en un minuto o dos.

– En una media hora o dos -gruñó Randall.

– Date un baño y vístete. -Ella se dirigió a la sala adyacente de su pequeña suite en la Cubierta Superior del S. S. France-. L'Atlantique, tú sabes, el periódico del barco, dice que hay una película documental en inglés acerca de qué ver en Londres. En canal 8A. No quiero perdérmela.

Darlene se deleitaba con la televisión de circuito cerrado del barco, en la que exhibían películas durante todo el día, y ella no se permitiría perder ninguno de los lujos del viaje.

Randall miró a través del camarote hacia la escotilla. La cortina café todavía la cubría. Entonces la llamó a ella.

– Darlene, ¿cómo está el tiempo?

– El sol está tratando de salir -contestó ella desde el cuarto contiguo-. Y el mar está como un cristal.

Apoyado sobre un codo, Randall escudriñó su camarote. Era uno doble, funcional, con una gran cómoda metálica de cuatro gavetas entre las dos camas, y sobre la cómoda había un teléfono blanco cerca de su cama y una lámpara con pantalla blanca cerca de la de Darlene. Esparcida sobre el sillón de rayas cafés; estaba la ropa interior de Darlene… unas panti-medias y un sostén muy provocativos. Cerca del pie de su cama estaba una silla baja, en color naranja, frente al alto espejo del tocador.

Randall escuchaba el palpitante sonido de los motores del buque y el silbido del mar estrellándose contra el transoceánico. Y luego oyó el crepitar de la televisión desde la sala, y la voz sosa del locutor.

Steven se recostó de nuevo sobre su almohada y trató de ubicarse en esta cuarta mañana y quinto día de la travesía de Nueva York a Southampton.

Cuando había aceptado el cargo de director de publicidad para el Nuevo Testamento Internacional y el proyecto conocido como Resurrección Dos, no planeaba traer a Darlene Nicholson en el viaje. Quería ir solo con Wheeler, y concentrarse en los antecedentes que debía absorber y en el trabajo que había convenido en realizar. Darlene era demasiado frívola, demasiado hedonista para viajar con ella en una empresa como ésta. No era que Darlene le exigiera mucho tiempo, sino meramente que podría distraerlo de su propósito con su plática vacía y superficial y su omnipresente sensualidad. Más aún, su presencia podría resultar molesta y comprometedora. Wheeler y su gente, lo mismo que esos especialistas y expertos, sabios y teólogos, involucrados en Resurrección Dos en Amsterdam, nada tendrían en común con una chica como Darlene. Randall supuso que ella encajaba en esa compañía y ese ambiente tanto como, digamos, una corista o una artista de striptease encajaría en una tómbola católica.

No era que Darlene fuese vulgar, sino que más bien era chillona, aparatosa, algo distraída y sin sentido de la ocasión. De hecho, era muy atractiva y transpiraba sexualidad. Era alta, con una figura plana, alargada, huesuda como de modelo de alta costura, excepto por sus pechos, que eran firmes y tenían forma de pera, y que siempre resultaban evidentes tras sus blusas y vestidos escotados y sus suéteres adhesivos que coleccionaba por docenas. Su cabello rubio le llegaba hasta los hombros, sus ojos azules estaban demasiado juntos, sus pómulos salientes, su cutis terso, su boca pequeña con labios carnosos. Caminaba con una especie de contoneo, de modo que todas las partes adecuadas de su cuerpo (pechos, caderas, muslos, nalgas) se movían en los sentidos adecuados o, cuando menos, en los sentidos que siempre provocaban las miradas de los hombres. Tenía las piernas más largas que Randall había visto jamás. Fuera de la cama era inquieta, inútil, tonta, traviesa. Dentro de ella, era un visón, inagotable, ingeniosa, placentera, divertida. El centro de su inteligencia, dedujo Randall una vez, lo tenía en la vagina.

Ella le había dado lo que él necesitaba cuando se encontraron, pero no era la compañera que él quería para esa estimulante y emotiva jornada hacia la fe, en la cual acababa de embarcarse.

Él le había ofrecido todas las alternativas. Puesto que estaría en el extranjero sólo un mes o dos, y estaría demasiado ocupado para concederle ninguna atención durante ese tiempo, él le había suplicado que regresara a Kansas City a visitar a sus padres, a su familia, a sus amigos de la secundaría. Él le pagaría el viaje y la mantendría mientras estuviera fuera, y al regresar se podría reunir con él de nuevo en Nueva York. Pero ella no aceptó. Él le ofreció un viaje a Las Vegas y Los Ángeles, o un mes de vacaciones en Hawai, o una gira de seis semanas por Sudamérica. Pero su respuesta fue no, no, no, Steven, quiero estar contigo; me mataré si no puedo estar contigo.

Así que él suspiró, rendido, y la registró como su secretaria, a sabiendas de que a nadie iba a engañar y, a fin de cuentas, no le importó. De hecho, había algunas ventajas. Bueno, una. Odiaba acostarse solo. Era un momento en el que, después de beber, siempre sentía compasión de sí mismo. Darlene era una diversión maravillosa. Anoche había estado mejor que nunca; hubo de todo, todo en movimiento, manos, piernas, caderas y culo, y cuando eventualmente hizo erupción, pensó que saldría expulsado por la escotilla.

En la semana anterior a que el barco zarpara, excepción hecha de la decisión de llevar a Darlene, había habido pocas otras decisiones personales que tomar, pero de alguna manera había estado ocupado cotidianamente, del amanecer al anochecer, poniendo en orden su casa y su oficina. Después de la estruendosa revelación de Wheeler acerca del descubrimiento de Ostia Antica, que establecía por primera vez la irrefutable autenticidad de la historia de Cristo, había estado lleno de curiosidad e impaciencia por conocer todos los detalles del hallazgo secreto. Pero Wheeler lo había aplazado. Bastantes horas tendría durante la travesía para que le dieran una información más completa, y los detalles completos estarían esperando a Randall cuando llegara a Amsterdam. Steven había estado ansioso por informar a Wanda, a Joe Hawkins y a su cuerpo de colaboradores acerca de esta nueva cuenta, pero le había prometido a Wheeler mantenerlo en secreto hasta que las muestras anticipadas del Nuevo Testamento Internacional salieran de la imprenta y hasta que el consejo de editores concediera permiso. Más que nada, Randall quería transmitir la revelación a su padre y a Tom Carey, presintiendo lo que esta noticia estremecedora provocaría en ellos; sin embargo, había jurado no decir nada, y lo había cumplido.

Todos los días había telefoneado a Oak City, y su madre o Clare le habían reafirmado que su padre, aunque todavía parcialmente paralizado, estaba recobrando las fuerzas gradualmente y recuperándose. Había llamado a San Francisco una vez. Con cierta dificultad había explicado a Judy que su plan de tenerla consigo en Nueva York durante dos semanas en el verano tendría que ser pospuesto. Le había dicho que iría al extranjero por un encargo especial, pero le prometió que de alguna manera tendrían tiempo para estar juntos en el otoño. Luego le había pedido a Judy que pusiera a su madre en la línea. Quería saber si Bárbara había cambiado de parecer con respecto a la demanda de divorcio. Bárbara había replicado tranquilamente que no. Se reuniría con un abogado la semana siguiente. Muy bien, Randall le había dicho fríamente; él le daría instrucciones a Thad Crawford para que contestara la instancia.

A la mañana siguiente, Randall había conferenciado con Crawford y le había bosquejado su caso, mientras el abogado se estiraba sus blancas patillas y trataba de persuadir a Randall de que no desafiara a su esposa. Cuando Randall permaneció inexorable. Crawford había comenzado a hacer renuentes anotaciones para la inevitable comparecencia en el juzgado, y había convenido en presentar la contrademanda. Durante esa turbulenta semana, había llevado a cabo varias juntas más con Crawford y los dos abogados de Ogden Towery, para allanar ciertos puntos irresolutos concernientes a la toma de posesión de Randall y Asociados por parte de Cosmos Enterprises. Dolorosamente, Randall había determinado telefonear a Jim McLoughlin en Washington, D. C, y concertar una entrevista. Lo menos que Jim merecía era una explicación personal de la razón por la cual Randall se estaba retractando y rechazando la cuenta del Instituto Raker. Jim no comprendería, pero el esfuerzo tenía que hacerse. Desafortunadamente, Jim McLoughlin había salido a alguna parte en una misión altamente confidencial y no podía ser localizado. No estaría de vuelta en Washington hasta dentro de varios meses. Randall le dejó recado que se comunicara con Thad Crawford. No había otra disyuntiva. McLoughlin tendría que enterarse de las malas nuevas en la peor forma.

Cuando llegó el día de zarpar, Steven Randall finalmente se alegró.

Ahora, recostado sobre la cama de su camarote, se volvió sobre un lado. Junto al teléfono estaban el montón de souvenirs y recuerdos que Darlene había acumulado durante la travesía. Randall tomó el fajo de folletos que anunciaban los eventos de cada día desde que habían estado a bordo. Había cinco de esos programas que contenían cuatro páginas cada uno, las primeras dos en inglés y las otras dos en francés. Cuatro de los folletos representaban las actividades que habían estado disponibles durante los últimos cuatro días a bordo, y el quinto describía el programa de hoy. Mañana no habría programa, puesto que llegarían a Southampton al amanecer.

Desplegando los programas como si fueran una mano de naipes enormes, Randall podía ver cuán poco realmente representaban acerca de sus propias actividades en la travesía. Y sin embargo, cada uno estimulaba su memoria. Hasta ahora había sido un espléndido viaje por mar; descansado e intelectualmente estimulante. Excepto por una experiencia incómoda el primer día, poco después de embarcar y justo antes de zarpar, éste había sido un viaje perfecto.

El primer día. Estudió el programa, impreso en la parte superior con las palabras S. S. FRANCE y decorado con ilustraciones de la Estatua de la Libertad, la Torre Eiffel, y el S. S. France. El primer día.


EVENTS DU JOUR

VIERNES, JUNIO 7

LOS RELOJES SE ADELANTAN 15 MINUTOS A LAS 6 P. M.

14:30 PARTIDA DE NUEVA YORK

16:00 TÉ CON MÚSICA

Salón Fontainebleau, Veranda

Cubierta Central


Randall puso a un lado el programa, y revivió lo que podía recordar de sus primeros Events du Jour; los rememoró en resplandores fugaces.

Después de subir la empinada escalerilla hacia la cubierta de primera clase siguiendo a Darlene, cuya indumentaria atraía la atención de los pasajeros y los oficiales del barco (sin sostén bajo una delgada blusa, con un ancho cinturón de piel, falda de seda corta, muy corta, medias negras, botas altas de piel), se habían dirigido hacia la fiesta de Buen Viaje que para George L. Wheeler se ofrecía en una sala privada, contigua a la entrada del teatro sobre la Cubierta Veranda.

La esposa de Wheeler había salido con sus hijos a su casa de campo en Canadá, así que ésta era una fiesta menos social que profesional y de negocios. La sala privada estaba abarrotada por los hombres de rostro serios, suaves y limpios y las dulces damas del Ejército de Salvación, todos ellos empleados de Mission House. Sin embargo, había algunas caras nuevas que Randall nunca antes había visto; rostros definitivamente pedagógicos o teológicos, la mayoría de ellos con sus esposas de mediana edad. Entrando a la sala con Darlene del brazo, aceptando el champaña que le ofrecían los camareros uniformados de blanco, pero rechazando los bocadillos, presentando su «secretaria» a todo aquel a quien reconocía, Randall advirtió a Naomí Dunn parada no lejos del entusiasta Wheeler.

Randall se había encaminado hacia ella cuando Wheeler lo distinguió y, dando un salto, le estrechó la mano.

– El comienzo de un viaje histórico, Steven; ¡histórico! -exclamó-. Y esta linda jovencita… ¿es su secretaria, de la que me había hablado?

Nerviosamente, Randall hizo las presentaciones. El editor estaba definitivamente intrigado por Darlene, a quien había conocido previamente a través del expediente de Towery.

– Se está usted embarcando en una actividad divina, señorita Nicholson. Como asistente del señor Randall, usted estará realizando un servicio para la Humanidad. No creo que usted conozca a nadie aquí… Steven, ¿le importaría si presento esta encantadora dama a la concurrencia?

Wheeler se encaminó con Darlene, y Randall se encontró momentáneamente a solas con Naomí Dunn. Ella estaba tiesa y constreñida, dando la espalda al tapiz de la pared y sorbiendo de su copa de champaña.

– Hola, Naomí… ¿puedo llamarla Naomí?

– ¿Por qué no? Estaremos trabajando juntos.

– Eso espero. Qué bien que viniera a despedirnos.

Ella sonrió.

– Lo siento, pero no he venido a despedirlos. Viajaré con el señor Wheeler y con usted.

Randall no ocultó su sorpresa.

– George no lo había mencionado. Estoy encantado.

– El señor Wheeler nunca viaja lejos sin mí. Yo soy su banco de memoria, su enciclopedia, su contacto con el Nuevo Testamento. El señor Wheeler sabe todo lo necesario acerca del negocio editorial, pero cuando se trata de antecedentes bíblicos, confía en mí. Señor Randall, yo seré su guía durante buena parte de este viaje.

– Me complace muchísimo -dijo Randall.

Con diversión disimulada, Naomí le miró a la cara.

– ¿De veras le complace? -Naomí miró por encima de él-. Será mejor que circule yo. La Primera Lección comenzará mañana por la tarde.

Cinco minutos después, Wheeler tenía cogido a Randall por el codo y lo conducía a una esquina de la sala.

– Hay dos personajes que usted debe conocer. Son extremadamente importantes para nuestro futuro. Ellos conocen nuestro secreto, por supuesto, y lo apoyan. En realidad, forman parte del proyecto. Sin ellos estaríamos desvalidos. El doctor Stonehill, de la Sociedad Bíblica Americana, y el doctor Evans, del Consejo Nacional de Iglesias.

El doctor Stonehill era calvo, lúgubre y un poco pomposo; y era un enamorado de las estadísticas.

– Prácticamente todas las iglesias de los Estados Unidos apoyan nuestro trabajo y contribuyen a nuestro presupuesto -le dijo a Randall-. Nueva actividad fundamental es la distribución de Biblias. Cada año surtimos a las iglesias asociadas con copias de las Escrituras, publicadas sin apéndices ni comentarios. Editamos Biblias, o extractos bíblicos, en mil doscientos lenguajes diferentes. En un solo año, junto con la Sociedad Bíblica Unida, distribuimos recientemente ciento cincuenta millones de ejemplares de las Escrituras en todo el mundo. En un solo año, conste. Estamos orgullosos de eso.

El hombre, complacido, adoptó la actitud de un pavo real. Como si el mérito de esos ciento cincuenta millones de Biblias fuese personalmente suyo. Randall no supo qué decir.

– Impresionante -musitó.

– Hay una razón que explica semejante aceptación universal -dijo el doctor Stonehill-. La Biblia es un libro para todos los hombres y todos los tiempos. Tal vez esto sea porque, como lo dijo el Papa Gregorio, la Biblia es el arroyo donde el elefante puede nadar y el cordero puede vadear… El Papa Gregorio en el siglo vi, usted sabe.

Randall lo sabía, pero su cabeza comenzaba a experimentar un vértigo.

– Con el descubrimiento, el Nuevo Testamento incrementará su valor -prosiguió el doctor Stonehill ponderadamente-, y la distribución de nuestra Sociedad se habrá de decuplicar; yo lo predigo. Hasta el presente ha habido 7.959 versículos en el Nuevo Testamento. Pero con la adición de… ni siquiera me atrevo a mencionar todavía el nuevo evangelio por su nombre…, pero con su adicción a los versículos canónicos, el entusiasmo general por Nuestro Señor no tendrá límites. La Versión del Rey Jaime, usted lo sabe, tiene 36.450 palabras de Jesús. Pero ahora, ahora…

Ahora, lo único que Randall quería era que lo rescatasen.

Minutos más tarde, alegando que tenía sed, se echó a buscar un oasis, pero pronto se encontró de nuevo en las garras de Wheeler y en la presencia del doctor Evans, jefe del Consejo Nacional de Iglesias.

El doctor Evans era mejor. Estaba tan sólo medio calvo, no era lúgubre en absoluto y rugía con controlado ardor. Era un hombre agradable, y lo que estaba diciendo intrigaba más a Randall que las estadísticas del doctor Stonehill, especialmente en ese ambiente de alboroto.

– El Consejo Nacional de Iglesias -estaba diciendo el doctor Evans- es la agencia oficial de treinta y tres comisiones eclesiásticas (protestantes, ortodoxas orientales, y una católica) en los Estados Unidos. Ninguna edición bíblica puede alcanzar el éxito total en Norteamérica sin nuestro completo apoyo. Nosotros hemos estado representados desde un principio en el proyecto del señor Wheeler, y estamos absolutamente satisfechos porque el profesor Monti ha hecho el descubrimiento arqueológico más significativo en la historia de la cristiandad. Eso no tiene paralelo. La importancia del hallazgo de ese quinto evangelio excede con mucho a la de los Rollos del Mar Muerto en Israel y la de los papiros de Nag Hamadi en Egipto. La cabal importancia de este descubrimiento aún no puede imaginarse.

– ¿Cuál es su cabal importancia? -preguntó Randall-. Por supuesto, para empezar, comprueba que Jesús realmente existió.

– Oh no; no es eso -dijo el doctor Evans-. Después de todo, sólo una pequeña escuela de escépticos, principalmente en Alemania, negó siempre que Jesús hubiera existido como persona. La mayoría de los eruditos bíblicos, en verdad, nunca se preocupó mayormente por la autenticidad histórica de Jesús. Nosotros siempre hemos creído que la vida de Nuestro Señor quedó tan claramente establecida como lo quedaron las vidas de Sócrates, Platón o Alejandro Magno. Los asirios y los persas nos legaron mucha menor información acerca de sus famosos líderes, y sin embargo nunca hemos cuestionado su existencia. Por lo que toca a Jesús, siempre hemos tenido presente que el ámbito de Su actividad estuvo restringido, y que la duración de su ministerio fue extremadamente breve y que Sus seguidores fueron principalmente personas sencillas. No podríamos nosotros esperar que hubieran construido templos o erigido estatuas para honrar a Aquel que muchos parecieron considerar como un mero evangelista rural; Aquel injustamente caracterizado por Shelley como un simple demagogo parroquial. Aun la muerte de Jesús, en el contexto de Su época, fue de escasa importancia.

Randall no había pensado en eso antes.

– ¿De veras piensa usted que Su muerte fue ignorada?

– ¿Cuándo ocurrió? Ciertamente. Desde el punto de vista del Imperio Romano, el juicio de Jesús en Jerusalén fue puramente un disturbio local de menor importancia, de los cuales los romanos tenían cientos. Incluso, el informe de Petronio acerca del juicio de Jesús (pese al gran valor que tiene hoy para nosotros) fue meramente otro reportaje rutinario en el año 30 A. D. De hecho, señor Randall, la mayoría de los sabios bíblicos siempre han pensado que es asombroso y afortunado que se haya escrito algo acerca de Jesús por parte de gente que había recabado información de aquellos que habían conocido a Nuestro Señor. Y sucede que, a través de los evangelios, hemos recibido tal testimonio. Las cortes judiciales por lo general se han basado en el testimonio de los declarantes como evidencia de los hechos. Los evangelios nos han proporcionado tal evidencia. Los eruditos siempre comprendieron que los detalles biográficos acerca de Jesús fueron escasos porque los testigos, con sus relatos orales (en los cuales se inspiraron los evangelistas), no estaban interesados en la biografía de Cristo, sino en Su divinidad. Sus seguidores no sintieron la necesidad de registrar la historia porque para ellos la historia estaba a punto de terminar. A ellos no les interesaba la apariencia de Jesús, sino Sus actos y Sus palabras. No podían concebir la necesidad de preservar la vida o la descripción de Jesús, porque ellos esperaban Su reaparición inmediata «sobre las nubes del cielo». Pero los legos, la gente ordinaria, nunca han comprendido esto, así que los escépticos y los incrédulos se han multiplicado. Para la gente de nuestros días, educada en biografía e historia, Jesús se ha convertido en un ser irreal, en el personaje ficticio de un cuento folklórico, como Hércules o Paul Bunyan.

– Y ahora, con la nueva Biblia, usted piensa que sus dudas terminarán.

– Para siempre -dijo firmemente el doctor Evans-. Con el advenimiento de la nueva Biblia, el escepticismo universal se acabará. Jesús, el Mesías, será totalmente aceptado. La prueba será tan sólida como si se le hubiese preservado en fotografías o en película. Una vez que se sepa que Jesús tuvo un hermano que se anticipó a la duda al encargarse de asentar hechos de primera mano acerca de Su vida, una vez que se sepa que han sobrevivido fragmentos de un manuscrito que contiene el relato de un testigo ocular acerca de Su Ascensión, el mundo experimentará una conmoción y la fe se restaurará en todas partes. Sí, señor Randall, lo que el señor Wheeler y sus colegas están a punto de presentar al mundo no sólo arrasará la desconfianza, sino que además inspirará un milenio de fe y esperanza entre los hombres. Durante siglos, los seres humanos han deseado creer en un Redentor. Ahora, por fin, podrán hacerlo. Usted se está embarcando en una jornada memorable, señor Randall. Todos estamos adentro. Y es por esa jornada que le deseo un buen viaje.

Aturdido, incapaz todavía de absorber las implicaciones del hallazgo, Randall buscó una tregua en otra copa de champaña, y luego la simple realidad en la persona de Darlene Nicholson.

Buscando, la encontró cerca de la puerta. Un oficial francés se acababa de acercar a ella, inclinándose para murmurarle algo al oído. Darlene asintió con la cabeza y apresuradamente lo siguió fuera del salón privado. Sintiendo curiosidad por esa salida tan repentina, Randall rellenó su copa y, sorbiéndola, decidió averiguar a dónde había ido ella.

Abriéndose paso a través de la multitud de visitantes, Randall emergió hacia la zona del ascensor. A Darlene no se la veía por ningún lado. Preparándose para buscarla en la Cubierta Principal, de repente la vio parada frente a las ventanas abiertas de la Cubierta Veranda; y no estaba sola. Estaba sumergida en una profunda conversación con un hombre joven. Darlene tenía veinticuatro años de edad, y el joven de apariencia formal que estaba con ella no podía haber sido más que uno o dos años mayor. El holgado traje que vestía no ocultaba su delgada estructura. Tenía el cabello rubio de un tono arenoso, muy corto y erizado, y era de mandíbula prominente. Parecía suplicante ante Darlene.

Entonces, rememorando una instantánea que Darlene le había mostrado una vez con el propósito de mortificarlo, Randall reconoció al joven. Era Roy Ingram, su antiguo novio de Kansas City. Era contador, o cuando menos planeaba serlo. Antes de que pudiera especular acerca de la presencia de Roy aquí, Darlene advirtió a Randall, le hizo un ademán y se dirigió hacia dentro precediendo al joven para presentárselo.

Randall buscó la manera de escapar, pero era demasiado tarde. Los dos ya estaban ahí. Darlene sostenía en su mano un ramillete de gardenias, y Randall no podía creer que esos ramilletes todavía existieran.

Darlene lucía una sonrisa alegre.

– Roy, éste es mi jefe, el señor Steven Randall… Mmmm, éste es Roy Ingram, un amigo mío de Kansas City.

Randall le estrechó la mano.

– Sí, la señorita Nicholson me ha hablado de usted.

Roy Ingram trató de ocultar su nerviosismo.

– Mucho gusto en conocerle, señor. Darlene me escribió acerca de su empleo con usted, y me dijo que le acompañaría en este viaje de trabajo a Europa. Yo… yo pensé que pasaría a decir… a desearle a Darlene un buen viaje.

– Muy galante de su parte -dijo Randall-, venir desde Kansas sólo para desearle un buen viaje.

Ingram se sonrojó y tartamudeando dijo:

– Bueno, yo… yo tenía algunos negocios en Nueva York, además, pero sí, gracias.

– Los dejaré solos -dijo Randall-. Será mejor que regrese a la fiesta.

Una vez de vuelta en el salón privado, Randall recordó cuándo había oído de ese tal Roy Ingram por primera vez. Había sido la noche del día en que había conocido a Darlene Nicholson. Ella era una de las varias muchachas que había enviado la agencia de colocaciones como solicitantes para ocupar la plaza vacante de secretaria. Randall había estado trabajando en su oficina y con el timbre había llamado a Wanda para que recogiera unos papeles. Wanda había entrado y, a través de la puerta abierta, Randall había visto a Darlene sentada frente al escritorio de Wanda, con sus largas piernas cruzadas.

– ¿Quién es ella? -había preguntado Randall.

– Una de las chicas que solicitan el empleo. La he estado entrevistando. No sirve.

– Tal vez no esté solicitando el puesto adecuado. Hágala pasar, Wanda, y nada de bromas, por favor. Y acuérdese de cerrar la puerta.

Después de eso, había sido casi demasiado fácil. Se llamaba Darlene y había salido de Kansas City hacía dos meses porque ahí su inclinación creativa se estaba asfixiando. Ella siempre había ambicionado estar en la televisión neoyorquina. Había habido promesas y prospectos, pero ninguna actuación, y ya casi no tenía dinero. Así que había pensado que tal vez le gustaría trabajar en una empresa famosa que manejara a gente famosa, porque podría ser divertido. A Randall le gustaron su soltura, sus pechos y sus largas piernas. Él le había servido una copa y había mencionado los nombres de unos cuantos clientes y amigos. Le había dicho que estaba muy impresionado por su personalidad e intelecto para dejarla desperdiciar sus talentos en las pesadas faenas de oficina. Él encontraría algo mejor para ella. Y, a propósito, ¿estaba libre para cenar con él esa noche?

Después de cenar, ella se había ido con él a su apartamento. Fue entonces cuando él inquirió si ella tenía novio fijo. Ella había admitido tener un novio en Kansas City, un tal Roy, pero había roto con él antes de partir hacia Nueva York porque el muchacho era demasiado inmaduro y soso.

– ¿Te gustaría tener a alguien fijo aquí? -le había preguntado él.

– Depende.

– ¿Alguien que se hiciera cargo de ti? -había insistido él.

– Si me gusta el tipo, ¿por qué no?

– ¿Te gusto yo?

Ella había pasado la noche con él y al día siguiente se mudó al apartamento. Él siempre pensó que era un buen trato. Darlene había deseado el ocio y el lujo y la gente glamorosa y los ambientes caros, y todo esto lo tuvo. Randall había necesitado una compañía femenina con un cuerpo juvenil y sin riesgo de involucrarse emocionalmente, y todo esto lo tuvo. Sin duda, era una buena ganga para ambos. Sin embargo, ahora que la había visto con su fiel novio, tan joven como ella, sintió una angustia de culpabilidad.

Pocos minutos más tarde, Darlene se reunió con Randall en el salón privado donde la fiesta estaba ahora, si acaso, más estrepitosa. Ella se veía todavía satisfecha y aún traía ese tonto ramillete de gardenias.

– Me libré de Roy -dijo ella-. ¿Sentiste celos?

«Niña estúpida», pensó él.

– ¿Qué quería? -preguntó Randall.

– Quería que no me fuera contigo en este viaje. Quería que regresara con él a Kansas City. Quiere que nos casemos.

– ¿Qué le dijiste tú?

– Le dije que quería ir contigo en este viaje. ¿No estás complacido, mi vida?

Su sentimiento de culpa había crecido. A la larga, él nada tenía que ofrecerle. Sin embargo, ella estaba rechazando a alguien permanente y decente a cambio del convenio que tenían. No estaba bien, aunque tampoco estaba mal. Después de todo, introducir el pene dentro de una joven que así lo deseaba, difícilmente era un acto de corrupción. Y si hubiese alguna corrupción, sería en virtud de usar su imagen como figura paterna, lo mismo que su riqueza y su poder, para sacar ventaja de la debilidad neurótica de Darlene. A ella le correspondía alguien de su propia edad, que se hiciera cargo de sus necesidades y le diera tres hijos y una nueva lavadora y secadora automática de por vida. A ella le correspondía estar con alguien como Roy Ingram, pero prefería una fiesta de despedida en el S. S. France. Bueno, el asunto funcionaba para ella y funcionaba para él, así que al diablo con la moralidad.

– Vamos, Darlene -dijo él-, el champaña va por cuenta de la casa.

Eso era lo que podía recordar del primer día a bordo. Luego, el segundo día; un día en el mar.

Recostado sobre la cama del camarote, Randall tomó el segundo programa y lo hojeó.


EVENTS DU JOUR

SÁBADO, JUNIO 8

De 7:30 A 9:30 DESAYUNO

Comedor Chambord

10:00 GIMNASIA en la piscina, Cubierta «D», con el instructor


Echó a un lado el programa y revivió lo que pudo del segundo día.

Wheeler y Naomí Dunn, que tenían alcobas separadas en la lujosa Suite Normandie en la Cubierta Superior, bajaron y se reunieron con Randall y Darlene cuando éstos estaban terminando su ligero desayuno. Después de ofrecer a Wheeler y Naomí que comenzaría a trabajar con ellos dentro de una hora, Randall había llevado a Darlene a una animada excursión alrededor de la Cubierta Veranda, y luego había hecho una apuesta de diez dólares por cada uno sobre la distancia que el buque recorrería entre el mediodía de hoy y el de mañana. Con el ascensor habían bajado a la Cubierta «D», él se había puesto un traje de baño y ella el bikini más pequeño que él jamás había visto. Habían ido a nadar durante treinta minutos. Después de eso, Darlene se había ido a un paseo por el barco o a ver una película o a aprender el tiro al pichón de barro. Ella no tenía interés en el trabajo de él, ni en las conversaciones serias, ni en la lectura. Estaba satisfecha con cualquier actividad que fuera física; eso y conocer gente famosa, si es que podía encontrarla.

Randall se abrió paso hacia un pequeño y recluido privado, el Salón Mónaco, a un lado de la Biblioteca. Allí estaba Wheeler, sin chaqueta, la corbata aflojada, esperando sentado a una mesa de juego con Naomí Dunn, que estaba sacando apuntes y papeles de un portafolios de piel de cocodrilo.

Sentándose con ellos, Randall se olvidó pronto del moderno palacio flotante que lo rodeaba. Gradualmente comenzó a remontarse hacia el pasado, a través de los corredores de muchas centurias, a una época salvaje; una época antigua, primitiva, turbulenta… hacia la Palestina de principios del siglo primero, donde los judíos sufrían la ocupación romana.

Fue George L. Wheeler, que desenvolvía y cortaba uno de los cigarros habanos que había comprado a bordo, quien había comenzado el informe.

– Steven, para comprender completamente y apreciar la importancia del descubrimiento del profesor Monti en Ostia Antica, usted tiene que darse cuenta de cuán verdaderamente poco hemos sabido acerca de Jesucristo hasta antes de este hallazgo. Claro, si usted acepta los cuatro evangelios como algo transmitido por Dios, como una revelación, y acepta todas y cada una de sus frases basado puramente en la fe, entonces usted estará naturalmente satisfecho pensando que sabe lo suficiente acerca de Jesús. Pero hace mucho tiempo que la mayoría de la gente se ha rehusado a aceptar eso… Ahora bien, a pesar de lo que el doctor Evans le dijo en la fiesta acerca de que la mayoría de los eruditos bíblicos siempre creyeron en la existencia de Jesús, ha habido menos confianza en esa probabilidad entre los racionalistas religiosos y los historiadores seculares. Y es comprensible. En el instante en que usted exija pruebas de una historia verificable de la vida de Jesús ubicada frente a Su ambiente real, se meterá en problemas. Ernesto Renán mordazmente nos recuerda que los hechos conocidos acerca de Jesús llenarían menos de una página. Muchos sabios creen que esos hechos verdaderos difícilmente integrarían siquiera una frase. Otros eruditos (Reimarus y Bauer en Alemania, Pierson y Naber en los Países Bajos) pensaron que ni siquiera una palabra se podía establecer como hecho contundente acerca de Jesús, porque insistían en que Él fue un mito. No obstante, en los últimos cien años se han escrito y publicado cuando menos setenta mil supuestas biografías de Jesús.

– Pero, ¿cómo puede ser? -preguntó Randall-. ¿En qué se basaron para escribir esas biografías? ¿En los cuatro evangelios?

– Exactamente -dijo Wheeler-. En los escritos de los cuatro discípulos… Mateo, Marcos, Lucas y Juan… Y en algunas cosas más. Ninguno de los cuatro evangelistas había vivido con Jesús, ni observado Su ministerio; ni siquiera lo habían visto en persona. Simplemente habían recopilado algunas tradiciones orales, así como escritos de la primera comunidad cristiana, y los habían transcrito sobre papiros, décadas después de la supuesta muerte de Cristo. Todo eso se asentó en el canon inmutable en el que habría de convertirse el Nuevo Testamento, entre los siglos iii y iv.

George L. Wheeler dio una fumada a su habano, levantó papeles que Naomí había depositado frente a él y resumió:

– Si nosotros basáramos nuestros conocimientos acerca de la existencia de Jesucristo y de Su vida solamente en la evidencia cristiana, en la evidencia evangélica, ¿qué tendríamos? La historia del Nuevo Testamento cubre un lapso no mayor de cien años. De los veintisiete libros del Nuevo Testamento, sólo cuatro realmente consideran la vida de Jesús; y esos cuatro representan menos del cuarenta y cinco por ciento de todo el Nuevo Testamento. Pero, ¿qué tanto nos dicen de esa vida real? Bosquejan el primero y el doceavo años de la existencia de Jesús, y luego saltan a los últimos dos, y hasta ahí llegan. De hecho, no hay informes de nueve décimas partes de Su vida. Poco se nos dice de Su infancia o de Su adolescencia. No se nos dice con precisión cuándo nació, dónde estudió o cuál fue Su actividad. No se nos da una descripción física de Él. Fundamentados solamente en las fuentes cristianas, lo que sabemos de Jesús podría comprimirse en un solo párrafo… Naomí, léale a Steven lo que usted tiene.

Randall se giró hacia Naomí Dunn, cuyos rasgos no reflejaban emoción alguna. Sus ojos estaban concentrados en la hoja de papel que sostenía con ambas manos.

Sin afrontar la mirada de Randall, dijo:

– De los evangelistas, esto es lo que tenemos en una ficha -Naomí comenzó a leer monótonamente en voz alta-: «Jesús nació, poco antes de terminar el reinado de Herodes el Grande, en Nazaret o en Belén. Posiblemente fue llevado a Egipto para protegerlo. Probablemente pasó Su infancia en un pueblo de Galilea llamado Nazaret. Sólo se dedican doce palabras a Su infancia, y ellas consignan que creció, fortaleció Su espíritu y se colmó de sabiduría. Aproximadamente a los doce años de edad, fue a Jerusalén y se reunió con los doctores en el templo. Después de eso, hay un vacío. Ninguna información adicional hasta que Jesús tiene alrededor de treinta y dos años. Entonces nos enteramos de que fue bautizado por Juan el Bautista, quien había sido enviado por Dios con el propósito de preparar a la gente para la aparición del Mesías. Después del bautismo, Jesús se aleja al desierto para meditar durante cuarenta días.»

– Ese retiro al desierto -interrumpió Randall-, ¿lo registraron todos los evangelistas?

– San Marcos, San Mateo y San Lucas lo consignan -respondió Naomí-, pero San Juan no. -Ella volvió a concentrarse en su ficha y continuó leyendo-. «Cuando salió del desierto, Jesús regresó a Galilea para ejercer Su ministerio. Hizo dos viajes a Cafarnaún y sus alrededores, y en un tercer recorrido cruzó el Mar de Galilea para predicar en Gadara y Nazaret. Más tarde, viajó hacia el Norte, para predicar en Tiro y Sidón. Finalmente, regresó a Jerusalén. Luego se retiró a un lugar cercano, pero permaneció en contacto con Sus discípulos. En la noche de Pascua entró a Jerusalén por última vez. Les volcó sus mesas a los cambiadores de dinero en el templo, y allí dio Sus enseñanzas. Se refugió en el Monte de los Olivos. Cenó, con Sus doce discípulos, en casa de un amigo. En el huerto de Getsemaní fue arrestado, y luego declarado culpable de blasfemia por el Consejo del Sanedrín. Fue enjuiciado frente a Poncio Pilatos, el gobernador romano, y sentenciado a muerte. Fue crucificado en el monte de Gólgota.»

Naomí hizo a un lado su hoja de papel y miró a Wheeler.

– Ésa es la historia evangélica de Jesús, el hombre; sin las parábolas, ni los milagros, ni las especulaciones. Eso es todo lo que cientos de millones de cristianos han podido saber acerca de Jesús, como ser humano, durante casi dos milenios.

– Debo admitir que en realidad fue muy poco para sobre eso construir una Iglesia, y que a duras penas demostraría que Jesús era de hecho el Hijo de Dios -dijo Randall, perturbado.

– O muy poco para conservar durante tanto tiempo a millones de creyentes -dijo Wheeler-. Y recientemente, a partir de la arremetida de los racionalistas y la llegada de la era científica, eso ya no resulta suficiente para mantener satisfechos a los fieles.

– Sin embargo, hubieron escritos no cristianos acerca de Cristo -recalcó Randall-. Josefo fue uno de ellos, al igual que algunos escribanos romanos.

– Ah, Steven, pero no son suficientes ni concluyentes. La evidencia cristiana es relativamente detallada, si se la compara con la evidencia no cristiana. Nuestra evidencia romana habla de la existencia de los cristianos, pero no da ninguna descripción de Cristo. No obstante, podemos asumir con seguridad que si la cristiandad fue reconocida por sus enemigos, debe haber existido un Cristo. De hecho, tenemos dos fuentes judías que hablan de Cristo -Wheeler depositó la colilla de su habano sobre un cenicero-. Usted menciona a Flavio Josefo, el historiador judío que se autonombraba sacerdote y que se convirtió en romano, y cuya vida abarcó del año 37 A. D. al 100 A. D. Si pudiéramos confiar en sus manuscritos existentes, tendríamos la confirmación definitiva de los evangelios. Josefo terminó de escribir su Historia antigua de los judíos en el año 93 A. D., y aparentemente mencionó a Cristo en dos de sus pasajes… Naomí, ¿los tiene usted a mano?

Naomí ya había localizado lo que Wheeler quería.

– El más extenso de los dos pasajes de Josefo dice: «Allí surgió en ese tiempo Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar un hombre. Porque Él era el hacedor de actos extraordinarios, un maestro de los hombres que gustosamente recibían la verdad, y atrajo hacia Sí a muchos judíos y a muchos de la raza griega. Él era el Cristo. Y cuando Pilatos, a instancias de los hombres más importantes de entre nosotros, lo había sentenciado a ser crucificado, aquellos que desde un principio lo habían amado no cesaron de hacerlo, porque al tercer día Él apareció de nuevo, vivo, ya que los divinos profetas habían predicho ésta y diez mil otras maravillas acerca de Él. Y aún ahora, la tribu de cristianos que tomaron de Él su nombre, no se ha extinguido.» Después, el segundo pasaje, el cual…

Wheeler levantó la mano.

– Con eso es suficiente, Naomí -luego se dirigió a Randall-. Ahora bien, si Josefo la hubiese escrito personalmente, ésa sería la más antigua referencia acerca de Jesús en los escritos seculares. Desafortunadamente, yo no conozco un solo experto que crea que Josefo escribió ese pasaje en su totalidad. Ninguno lo considera genuino, tal como es, porque resulta demasiado en favor del cristianismo para haber sido redactado por un escribano judío tan remoto. Simplemente no es creíble; un historiador no cristiano refiriéndose a Jesús como «un hombre sabio, si es que se le puede llamar un hombre», y aseverando que «Él era el Cristo». Esto último se considera una interpolación realizada por un escribano cristiano que en tiempos medievales estaba tratando de crear un Jesús histórico. Por otra parte, varios de nuestros asesores en Resurrección Dos (entre ellos el doctor Bernard Jeffries, a quien usted conocerá) están convencidos de que Josefo se refirió a Jesús dos veces, pero también convienen en que lo que Josefo escribió fue evidentemente poco adulador y que algunos siglos más tarde fue alterado por un piadoso historiador cristiano a quien no le gustaba el pasaje.

– En otras palabras, ¿sus expertos piensan que el propio Josefo reconoció la existencia de Jesús?

– Sí, pero sólo están especulando, y eso nada comprueba. A nosotros nos conciernen los hechos históricos en los escritos seculares. La otra fuente judía acerca de Jesús es el Talmud, que los escribanos judíos comenzaron a asentar por escrito en el siglo ii. Esos escritos rabínicos se basaron en rumores y fueron, por supuesto, desfavorables a Jesús, refiriendo que practicaba la magia y que fue colgado bajo cargos de herejía y de inducir a la gente a descarriarse. Más fidedignas son las citas romanas o paganas, acerca de Cristo. La primera fue…

Wheeler se rascó su ceja cana, tratando de recordar, y Naomí dijo apresuradamente:

– El primero en mencionarlo fue Talo en su historia en tres tomos, escrita a mediados del siglo primero.

– Sí, el primero fue Talo, quien escribió acerca de la oscuridad en que se sumió Palestina cuando Jesús murió. Él pensó que un eclipse había causado la oscuridad, aunque más tarde los historiadores cristianos insistieron en que había sido efectivamente un milagro. Después, Plinio el Joven, siendo gobernador de Bitinia, envió una carta al emperador Trajano (alrededor del año 110 A. D.) en la que hablaba de peleas con la secta cristiana en su comunidad. Plinio consideraba a la cristiandad como una superstición cruda, imperfecta, pero escribió que sus seguidores parecían ser inofensivos y se reunían antes del alba a cantar «un himno a Cristo como a un dios». Luego, Tácito escribió en sus Anales (entre los años 110 y 120 A. D.) que el emperador Nerón, para absolverse a sí mismo de haber incendiado Roma, imputó la conflagración a los cristianos… Naomí, por favor, pásame ese pasaje.

Wheeler tomó las dos páginas escritas a máquina y se dirigió de nuevo a Randall.

– Quiero que escuche cuando menos una parte de lo que Tácito escribió acerca de aquel evento. «Nerón atribuyó la culpa e infligió las torturas más exquisitas a un grupo, odiado por sus abominaciones, que la chusma llamaba "cristianos". Christus, de quien el nombre tuvo su origen, sufrió la pena máxima durante el reinado de Tiberio a manos de Poncio Pilatos, uno de nuestros procuradores, y una superstición de lo más perversa, de esa manera reprimida por el momento, se desató no sólo en Judea, la primera fuente del mal, sino hasta en Roma…»

Wheeler levantó la vista.

– Finalmente, tenemos a aquel chismoso historiador, Suetonio, con su obra Los Doce Césares, escrita entre los años 98 y 138 A. D. Hablando del emperador Claudio, Suetonio escribió: «Desterró de Roma a todos los judíos, quienes estaban continuamente provocando disturbios a la instigación de Christus.» Y eso es lo principal, Steven; son las únicas menciones verdaderamente no cristianas de Christus o Crestus o Cristo, la mayoría de ellas escritas entre medio siglo y más de un siglo después de que Jesús supuestamente había muerto. Así que lo que hemos heredado de las historias judía y romana es que el catalizador de esta nueva religión probablemente se llamó Cristo. Si quisiéramos más información, tendríamos que depender de fuentes altamente parciales y prejuiciadas; específicamente los cuatro evangelistas. Simplemente no poseíamos una biografía verdadera y objetiva de Jesucristo, escrita por uno de sus contemporáneos; sólo teníamos un culto creciente, convertido por la credulidad en un posible mito.

– Sin embargo -dijo Randall-, la falta de verdadera información biográfica no es necesariamente sospechosa. Como el doctor Evans señaló, el lapso en el que Jesús predicó fue considerado tan breve y Su muerte tan falta de importancia para los romanos que no había razón para registrar esos hechos.

– Es verdad -convino Wheeler-. Yo creo que Millar Burrows, el experto en los Rollos del Mar Muerto, lo definió mejor. Él señaló que si Jesús hubiera sido un revolucionario con un amplio séquito, y si hubiera peleado contra las legiones romanas tratando de establecer Su propio reino, con certeza habría monedas e inscripciones sobre piedra que referirían Su fracasada revolución. Sin embargo, dijo Burrows, Jesús fue sólo un predicador errante. No escribió libros, no construyó edificios, no organizó instituciones. Simplemente dejó al César lo que era del César. Sólo buscaba establecer un reino del Cielo en la Tierra, y esperaba que algún pescador pobre transmitiera verbalmente Su mensaje a la Humanidad. Como dijo Burrows, el reinado de Herodes dejó su testimonio en columnas labradas. El comienzo de la cristiandad no tuvo tales pruebas arqueológicas, puesto que Jesús no dejó otro monumento que la Iglesia cristiana.

– Y ahora, de la noche a la mañana, el mundo sabrá que no fue así -musitó Randall-. El mundo sabrá que la biografía de Jesús fue escrita por dos personas (Santiago y Petronio) que lo conocieron en persona. George, esto es un milagro.

– Es un milagro de la casualidad, de la pura suerte -dijo Wheeler-. Jesús tuvo un hermano que estuvo lo suficientemente cerca de Él, y que lo reverenciaba, y que estaba tan profundamente impresionado por Él y por Su causa que se avocó a la tarea de escribir Su vida. Como resultado de eso, dentro de dos meses, el Evangelio según Santiago caerá como un rayo sobre un mundo nada suspicaz. Y por si Santiago no bastara, la lucha por el poder en la Roma del año 300 A. D., justamente en el tiempo en que Jesús era crucificado, nos dio la prueba de la existencia de Jesucristo y de Sus últimos días en Jerusalén. Y esto lo tenemos de una fuente pagana y sin prejuicios.

Randall había terminado de encender su pipa.

– Pero aún no me ha dicho casi nada acerca de eso, George.

– Tendrá la historia completa en las próximas semanas. Por ahora, le diré brevemente cómo creemos que el Pergamino de Petronio surgió. Como usted sabe, mientras Jesús predicaba en la colonia romana de Palestina, el emperador de Roma era el anciano Tiberio. Por diversas razones, Tiberio prefería vivir en la isla de Capri. Tiberio dejó al Prefecto de sus Guardias Pretorianas, el ambicioso Lucio Elio Sejano, como su representante en Roma. El emperador gobernaba a través de Sejano, pero en realidad Sejano era el hombre que dirigía el Imperio Romano y que había planeado librarse de Tiberio y adueñarse del trono. En las colonias y provincias de Roma, Sejano designó gobernadores que le fueran leales, y tenía una red de capitanes centuriones que regularmente le informaban de cualquier deslealtad, defección o rebelión dentro del Imperio. Fue Sejano quien nombró a Poncio Pilatos para ocupar el cargo en Palestina. Y, aparentemente, los oficiales de los soldados romanos que estaban bajo las órdenes de Pilatos tenían instrucciones de informar regularmente por correo (a veces secretamente) a Sejano de todos los disturbios, los juicios, las ejecuciones que ocurrieran en la provincia, por insignificantes que fueran.

Randall estaba fascinado.

– ¿Así que cuando Jesús fue enjuiciado y crucificado, pese a que era un asunto de importancia menor, un oficial romano informó de rutina a Sejano en Roma?

– Algo parecido -dijo Wheeler-. O Pilatos en lo personal aprobó el informe rutinario del juicio de Jesús y lo envió al Gobernador de Damasco, quien a su vez lo remitió a Sejano en Roma, o Pilatos no se molestó en transmitir el informe, pero el capitán de su guardia personal, que fue quien condujo a Jesús a la cruz y supervisó Su Crucifixión, escribió el parte en nombre de Pilatos y lo envió a Sejano a través de un correo militar. Y ese capitán se llamaba Petronio. Pero aquí está lo interesante: probablemente Sejano nunca vio ese informe.

– ¿Nunca lo vio? -dijo Randall-. ¿Qué quiere usted decir?

– De acuerdo con el informe, se suponía que Jesús fue ejecutado en el séptimo día de los idus de abril, en el decimoséptimo año del reinado de Tiberio…; es decir, en el año 30 A. D. Bien, cuando el informe estuvo listo para ser enviado, a las colinas llegaron rumores de que Sejano se había metido en problemas con el emperador. El informe acerca de la Crucifixión de Jesús, al igual que otros informes, seguramente fue retenido hasta que la situación de Sejano pudiera determinarse. Luego, en Cesárea o en Damasco debió haber resuelto que las cosas en Roma habían vuelto a la normalidad y que Sejano continuaba seguro y en control del poder. Así que tanto ese informe como los otros fueron al fin enviados. Para cuando el barco mercante del correo arribó al puerto de Ostia, en Italia, ya estaba bien entrado el año siguiente, 31 A. D. Al momento de desembarcar, el correo se enteró por boca de otros soldados y oficiales, que Sejano y todos aquellos que se comunicaran con él estaban siendo considerados como sospechosos, y que Sejano iba definitivamente de salida.

– ¿Y en verdad iba de salida?

– Oh, sí -dijo Wheeler-. El emperador (Tiberio César) había descubierto que Sejano estaba tratando de minar su autoridad y usurpar el poder, así que ordenó que Sejano fuera ejecutado en octubre del 31 A. D. Comprendiendo lo que se venía encima, y temeroso de entregar a Sejano sus informes confidenciales (corriendo el riesgo de provocar la ira del emperador), el mensajero dejó los partes, incluyendo el del juicio y la Crucifixión de Cristo, con algún oficial menor de las Guardias Pretorianas para que los guardara a salvo… o quizás hasta con algún amigo civil, y luego retornó a Palestina a cumplir con su deber.

– Comienzo a imaginar lo que pudo haber ocurrido -dijo Randall.

– No lo sabemos con certeza -le recordó Wheeler-, pero podemos hacer algunas conjeturas lógicas. La más probable es que quienquiera que haya recibido el informe acerca de Cristo, lo retuvo después de que Sejano fue asesinado. Más tarde, el informe fue descartado y olvidado por anacrónico. Después de la muerte de la persona a quien se había confiado el informe, algún familiar, alguien que secretamente era cristiano, lo habrá encontrado y preservado junto con el documento que escribió Santiago. Otra teoría más simple es que la persona a quien originalmente el mensajero entregó el informe se haya convertido al cristianismo, y que el Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago hayan sido, naturalmente, sus más preciadas posesiones. De cualquier forma, puesto que los cristianos estaban siendo perseguidos, esos papeles fueron guardados y sellados dentro de la base de una estatua para esconderlos de las autoridades y, con el paso de las décadas y las centurias, la base quedó enterrada bajo el cieno y las ruinas… hasta que el profesor Monti hizo su excavación hace seis años. En la actualidad, nosotros tenemos arrendado el contenido de esos documentos, que aún es secreto pero que muy pronto se hará público, y el descubrimiento se convertirá en propiedad del mundo a través de las páginas del Nuevo Testamento Internacional.

– Fantástico -dijo Randall, acercando su silla a la del editor-. Sin embargo, George, todavía no me ha dejado usted penetrar completamente en el secreto. Lo poco que me reveló durante nuestra primera entrevista fue obviamente suficiente para hacerme dejar todo a un lado y acompañarle en este viaje. Ahora quisiera que me dijera el resto.

Wheeler asintió con un gesto de comprensión.

– Por supuesto que sí, todo se le dirá -levantando el dedo índice, Wheeler continuó-; pero aún no, Steven. En Amsterdam hemos reservado una prueba de galeradas para usted. Una vez que lleguemos, leerá el Evangelio según Santiago y los materiales acotados del Pergamino de Petronio en su totalidad. Yo preferiría no estropearle esa primera lectura, filtrándole trozos y pizcas. Espero que no le moleste.

– Sí me molesta, pero supongo que puedo esperar unos cuantos días. Cuando menos dígame esto…, ¿Qué apariencia tenía Jesús?

– Le aseguro que no fue la que representaron Da Vinci, Tintoretto, Raphael, Vermeer, Veronese o Rembrandt. Tampoco tenía la figura que aparece en esas cruces religiosas que venden en las tiendas y que están colgadas en millones de hogares en todo el mundo. Santiago, Su hermano, lo conoció como hombre, no como martirizado ídolo de matinée -Wheeler sonrió-. Paciencia, Steven…

– Lo que continúa obsesionándome -interrumpió Randall- es lo que usted me dijo acerca de que Jesús había sobrevivido a la Crucifixión. ¿Es una conjetura?

– Definitivamente no -dijo Wheeler enfáticamente-. Santiago fue testigo del hecho de que Jesús no murió en la cruz y no ascendió a los cielos (cuando menos no en el año 30 A. D.), sino que siguió viviendo para continuar Su trabajo misionero. Santiago da evidencia concreta como testigo ocular de la huida de Jesús de Palestina…

– ¿Adónde fue?

– A Cesárea, Damasco, Antioquía, Chipre y, eventualmente, a la misma Roma.

– Eso todavía me parece difícil de creer. Jesús en Roma. Es increíble…

– Steven, usted creerá; no tendrá dudas -dijo Wheeler con convicción- Una vez que vea con sus propios ojos la evidencia autentificada, nunca más volverá a desconfiar.

– ¿Y después de Roma? -inquirió Randall-. Él tenía unos cincuenta y cuatro años de edad cuando estuvo en Roma. ¿Adónde fue después de allí? ¿Dónde y cuándo murió?

Abruptamente, Wheeler levantó de la silla su enorme corpulencia.

– Usted conocerá las respuestas en Amsterdam… En Resurrección Dos, en Amsterdam -prometió Wheeler. El editor hizo con la mano un saludo hacia la puerta-. Ahí está la señorita Nicholson. Yo creo que es hora de suspender esto para ir a almorzar. Ya nos están llamando.

Ése había sido el segundo día a bordo; lo que Randall recordaba. Y aquí estaba él, en la cama, en el quinto y último día completo sobre el S. S. France.

Steven oyó la voz de Darlene que llegaba desde la sala adjunta.

– Steven, ¿estás levantado? ¡El desayuno está aquí!

Randall se incorporó. Todavía le quedaban por ver tres de los programas diarios del barco.


EVENTS DU JOUR

DOMINGO, JUNIO 9

Ése había sido el tercer día y, por insistencia de George L. Wheeler, un día de descanso. A las 11 A. M., Wheeler, Naomí y Darlene habían concurrido al oficio protestante en el teatro del barco. Randall había evitado asistir a «Su Lección de Francés» en el Salón Riviera. Luego habían tomado juntos un prolongado almuerzo en el Comedor Chambord, el gigantesco restaurante del buque. Por la tarde había habido bridge, degustación de vinos, cócteles en el Cabaret de l'Atlantique y, después de la cena, en el Salón Fontainebleau, el más importante, situado en medio del navío, baile y juegos de carreras de caballos.


EVENTS DU JOUR

LUNES, JUNIO 10

Ése había sido el cuarto día; ayer. Horas de preguntas y respuestas con Wheeler y Naomí Dunn, a manera de doctrina, acerca de cómo las anteriores nuevas Biblias, desde la Versión del Rey Jaime hasta la moderna Versión Común Revisada, habían sido preparadas, para comprender cómo el Nuevo Testamento Internacional había sido y estaba siendo elaborado. El torrente de charla le había dejado fatigado, y había bebido demasiado escocés y vino rojo en la «Cena de Gala del Capitán», esa noche.


EVENTS DU JOUR

MARTES, JUNIO 11

Hoy.

Randall conocería, por vez primera, la organización de Resurrección Dos en Amsterdam, y se le pondría al tanto de los asesores que mañana le serían presentados en el Museo Británico en Londres, de su cuerpo de colaboradores en Amsterdam y de otros asesores a quienes tendría la libertad de llamar a París, Frankfurt, Maguncia y Roma para su labor de relaciones públicas.

– Steven, se te van a enfriar los huevos -era la voz de Darlene nuevamente.

Randall puso a un lado el último programa y saltó de la cama.

– ¡Ya vengo, querida! -gritó.

El último día en altamar había comenzado.


A media tarde, los tres habían salido al exterior y continuaban platicando. Darlene, cuando él la había visto hacía un breve rato, estaba en la Cubierta Veranda jugando al ping-pong con un aceitado y lujurioso húngaro. Ahora, Randall estaba estirado sobre la colchoneta de su sillón, con Wheeler montado a horcajadas en otra silla detrás de él y Naomí estremeciéndose bajo un cobertor marrón de lana, en la tercera silla.

Estaban en el Atlántico del Norte, acercándose a Inglaterra y, excepto por una ligera turgencia, el mar estaba tranquilo. Arriba de ellos, algunas oscuras nubes moteadas habían ocultado el sol, y el aire era más fresco. Randall miraba fijamente el horizonte, magnetizado por la huella de blanca espuma que iba dejando el buque. Ociosamente, fijó la vista sobre el asta de la bandera que estaba entre los dos mástiles, y se preguntó por qué faltaba la enseña tricolor; inmediatamente recordó que la bandera era izada sólo cuando el barco estaba en puerto. Luego, ya que Wheeler había resumido su charla orientadora, Randall se concentró en lo que el editor estaba diciendo.

– Así que ahora tiene usted cuando menos una idea de la situación en nuestras oficinas principales en Amsterdam -Wheeler prosiguió-. A estas alturas, el problema que más nos concierne, y el que yo quiero enfatizar, es el de la seguridad. Imagínese nuestras instalaciones de nuevo. Ahí está el «Gran Hotel Krasnapolsky», junto a la plaza más concurrida de Amsterdam, justo sobre el Dam, frente al Palacio Real. Resurrección Dos ocupa y controla dos pisos completos de los cinco que tiene el «Krasnapolsky». Después de que habíamos renovado esos dos pisos y nos habíamos instalado, los cinco editores que dirigimos el proyecto (el doctor Emil Deichhardt, de Alemania, presidente de nuestro consejo; Sir Trevor Young, de Gran Bretaña; Monsieur Charles Fontaine, de Francia; Signore Luigi Gayda, de Italia; y su servidor, George L. Wheeler, de los Estados Unidos) tuvimos que convertir nuestras dos quintas partes del hotel en zonas herméticas contra toda fuga. Después de todo, a pesar de nuestros dos pisos, el «Krasnapolsky» es un hotel público, Steven. Créame, una vez que estuvimos en plena preparación, y luego en producción de nuestro Nuevo Testamento revisado, otorgamos a ese problema de seguridad una extraordinaria cantidad de tiempo. El descubrir cómo tapar los hoyos, apuntalar las debilidades, anticipar todos los peligros concebibles fue una tarea formidable.

– ¿Qué tan bien se las arreglaron? -preguntó Randall-. El «Hotel Krasnapolsky», ¿es absolutamente seguro?

Wheeler se encogió de hombros.

– Eso creo. Eso espero.

Naomí se irguió levemente sobre su silla.

– Steven, va usted a descubrir que el señor Wheeler es extremadamente precavido y pesimista acerca de estas cuestiones. Yo puedo decírselo, puesto que he observado el funcionamiento en el «Krasnapolsky». Es un lugar a prueba de curiosos. Esa una absoluta fortaleza de seguridad. El hecho es que nuestras operaciones se han estado realizando en ese hotel durante veinte meses sin que nadie de afuera haya tenido la más remota noción de la magnitud de lo que estaba ocurriendo adentro… Señor Wheeler, debe usted hablarle a Steven acerca de su récord de seguridad…; ni una sola palabra se ha filtrado a la Prensa ni a los medios de radio y televisión; ni siquiera un chisme acerca del clero disidente en este tiempo.

– Eso es verdad -convino Wheeler, rascándose el cuello-. Sin embargo, conforme nos acercamos a estos últimos dos meses cruciales, me preocupo. El secreto se vuelve más importante que nunca. A pesar del hecho de que contamos con la protección de los guardias privados más experimentados que jamás se hayan agrupado (policías y hombres vestidos de civiles, reclutados de entre quienes anteriormente han estado al servicio del FBI, del Scotland Yard, de la Sûreté; este grupo encabezado por un holandés, el inspector Heldering, un ex oficial de la Interpol), yo sigo preocupándome. Quiero decir que han circulado rumores acerca de nosotros, y se ha estado creando una enorme presión desde el exterior, tanto en la Prensa como entre el clero disidente, para tratar de averiguar por todos los medios qué es lo que nos traemos entre manos.

Randall escuchó por segunda vez algo que lo hizo reflexionar.

– El clero disidente -repitió Randall-. Yo pensaría que todo el clero, sin excepción, querría cooperar con ustedes en mantener esto en secreto hasta el último minuto. Los clérigos, como gremio, se beneficiarán tanto como el público cuando salga a la luz su Nuevo Testamento.

Wheeler se asomó al mar y meditó unos instantes.

– ¿Ha oído hablar alguna vez del reverendo Maertin de Vroome, pastor de la Westerkerk, la iglesia más importante de Amsterdam?

– He leído acerca de él -Randall recordó su conversación con Tom Carey en Oak City-, y un amigo mío, que es ministro en mi pueblo natal, es un gran admirador de De Vroome.

– Bueno, yo no soy admirador de De Vroome; todo lo contrario. Pero esos jóvenes clérigos turcos que quieren derrocar a la Iglesia ortodoxa, convertirla en una comuna para realizar labores sociales y mandar al diablo a la fe y a Cristo… ellos son los que están apoyando a De Vroome. Él representa el gran poder en la Nederlands Hervormd Kerk (la Iglesia Reformista Holandesa). Y nuestro dómine De Vroome (dómine es su rango) está esparciendo sus tentáculos por todas partes, subvirtiendo y debilitando el protestantismo a través del mundo occidental. Él es nuestra mayor amenaza.

Randall estaba perplejo.

– ¿Por qué habría él de ser una amenaza para ustedes… un grupo de editores de Biblias que van a publicar un Nuevo Testamento Reformado?

– ¿Por qué? Porque De Vroome es un hereje, un estudioso de la crítica del estilo de la Iglesia, influido por el teólogo alemán Rudolf Bultmann, otro hereje. De Vroome es un escéptico de los sucesos narrados por los evangelistas. Él piensa que el Nuevo Testamento debe ser desmitificado, despojado de los milagros (convertir el agua en vino, alimentar a las multitudes, revivir a Lázaro, la Resurrección, la Ascensión), antes de que tenga significado para el hombre científico de nuestros días. Él piensa que nada puede saberse del Jesús histórico, degrada la existencia de Jesús y hasta sugiere que el Señor pudo haber sido inventado para apuntalar el nuevo mensaje de la cristiandad. Piensa que lo único realmente valioso es el mensaje en sí, en tanto se presente como algo racional y relevante ante el hombre moderno.

– ¿Quiere usted decir que lo único en lo que De Vroome cree es en el mensaje de Cristo? -preguntó Randall-. ¿Y qué es lo que a él le gustaría hacer con ese mensaje?

– Bueno, basado en sus propias interpretaciones, De Vroome quiere una Iglesia política, socialista, interesada primordialmente en nuestra vida inmediata sobre la Tierra, excluyendo los conceptos del Cielo, de Cristo como el Mesías y de los misterios de la fe. Y aún hay más. Pronto lo sabrá usted.

Pero puede darse cuenta de cómo un anarquista como De Vroome vería el Evangelio según Santiago, el Pergamino de Petronio; de hecho, todo nuestro Nuevo Testamento Internacional, con su revelación de un Cristo verdadero. De Vroome vería de inmediato que semejante revelación reforzaría la jerarquía y la ortodoxia de la Iglesia, y haría que los clérigos y las congregaciones titubeantes dejaran el radicalismo religioso y volvieran a la solidez de la vieja Iglesia. Y esto podría poner fin a las ambiciones de De Vroome y detener su revolución eclesiástica.

– ¿Está De Vroome enterado de Resurrección Dos? -preguntó Randall.

– Tenemos razones para pensar que él sospecha qué es lo que estamos haciendo en el «Hotel Krasnapolsky». Tiene muchos espías; tantos que exceden a nuestros guardias de seguridad. De lo único que estamos seguros es que hasta ahora él desconoce los detalles de nuestro hallazgo. Si los supiera, habría interferido desde hace meses, interceptándonos antes de que pudiéramos presentar ante el público nuestra historia con todas sus pruebas. Pero ahora esto se vuelve más peligroso cada día, porque mientras el Nuevo Testamento se imprime, surgen más y más páginas terminadas que podrían caer en manos de De Vroome antes de la fecha en que haremos pública nuestra obra. Y si esto llegara a suceder, nos podría hacer mucho daño (y tal vez hasta destruirnos) mediante una hábil distorsión o tergiversación de los hechos. Cualquier indiscreción ante la Prensa o ante De Vroome nos aniquilaría. Le digo esto, Steven, porque en el momento en que De Vroome se entere de la existencia de usted, de su puesto con nosotros, le convertirá en su blanco principal.

– De Vroome no me sacará nada -dijo Randall-. Nadie podrá hacerlo.

– Yo sólo quería prevenirle. Tendrá que estar en guardia cada minuto de cada día -Wheeler se quedó absorto en sus pensamientos-. Déjeme ver si es que he omitido algo que usted debiera saber acerca de Resurrección Dos…

Tal como resultaron las cosas, hubo una hora más de informaciones que Wheeler había omitido.

El editor prosiguió hablando acerca del cerrado círculo que integraban las personalidades más directamente responsables del Nuevo Testamento Internacional. Estaba el profesor Augusto Monti, el arqueólogo italiano que había hecho el sensacional descubrimiento. El profesor Monti, relacionado con la Universidad de Roma, vivía con Ángela, su hija más joven, en una villa en algún lugar de la Ciudad Eterna. Estaba también el profesor francés, Henri Aubert; un profundo e incomparable científico que había autentificado los fragmentos del pergamino y el papiro en el Departamento de Computación Carbono 14, del Centre National des Recherches Scientifiques, en París. Tanto él como su refinada esposa constituían una encantadora compañía.

Después, continuó Wheeler, estaba Herr Karl Hennig, el célebre impresor alemán que tenía sus prensas en Maguncia y sus oficinas comerciales en Frankfurt. Hennig era soltero y, como profundo conocedor del inventor de la imprenta, era benefactor del Museo Gutenberg, ubicado muy cerca de sus talleres de impresión. Finalmente, estaban el anciano doctor Bernard Jeffries, teólogo, crítico textual y experto en arameo, quien encabezaba la Honour School of Theology, en Oxford, y su joven ayudante y protegido, el doctor Florian Knight, quien había estado realizando investigaciones para el doctor Jeffries en el Museo Británico. Este último había dirigido el grupo internacional de traductores que había trabajado sobre el Evangelio según Santiago.

Dificultosamente, Wheeler se levantó de su sillón.

– Estoy exhausto. Creo que dormiré unas cuantas horas antes de que nos reunamos para cenar. Será la última cena a bordo, así que no me vestiré de etiqueta. Escuche, Steven, los doctores Jeffries y Knight son los primeros miembros de nuestro equipo que usted conocerá en Londres mañana. Creo que Naomí puede darle la información pertinente acerca de ellos -Wheeler dio un medio giro-. Naomí, en vuestras manos encomiendo a nuestro eminente publicista. Continúe usted.

Randall observó al editor mientras se marchaba, y luego sus ojos se enfrentaron a los de Naomí a través del vacío sillón con su colchoneta roja.

Repentinamente, Naomí se quitó de encima el cobertor y se incorporó.

– Un minuto más que permanezcamos aquí y me helaré -dijo ella-. Si usted necesita un trago cuando menos la mitad de lo que lo necesito yo, haría bien en ofrecérmelo.

Randall se puso en pie.

– Con mucho gusto. ¿Adónde vamos? ¿Preferiría usted el Salón Riviera?

Naomí sacudió la cabeza.

– Demasiado grande, demasiado lleno, demasiada música de cuerda -sus rasgos, normalmente rígidos, se suavizaron-. El Atlantique es más íntimo -se quitó sus anteojos de carey-. ¿No le gustaría algo más íntimo?


Estaban en un reservado del Cabaret de l'Atlantique, cerca de una minúscula pista de baile donde un solitario pianista francés tocaba Mélancolie, la obsesiva canción parisiense. Ambos estaban terminando un segundo escocés con hielo, y Randall se sentía relajado.

Conforme sostenían su pequeña charla, Randall disfrutaba una vez más del Cabaret de l'Atlantique, que se había convertido en su refugio favorito a bordo del S. S. France. Estaban sentados entre las dos barras. La barra-cantina era la que estaba arriba y enfrente, apartada en un rincón oscuro. Tres o cuatro pasajeros estaban sentados sobre sendos banquillos, y el apuesto camarero, que lucía el porte de una estrella de la Comédie Française, estaba atendiendo a uno de los parroquianos, identificando a su solicitud las banderas en miniatura de todas las naciones que decoraban el muro de esa barra. Detrás de Randall estaba la barra de alimentos, en forma de herradura, que abría a la medianoche y donde un típico chef francés servía a los noctámbulos sopa de cebolla, salchichas y otras delicias similares.

– De cualquier manera, Steven, a las seis de la mañana atracaremos en Southampton -Randall escuchó decir a Naomí-. Después de la revisión de pasaportes, desembarcaremos para pasar la aduana a las ocho. No sé si el señor Wheeler tendrá lista una limosina con chófer para llevarnos a Londres, o si tendremos que tomar el tren en la Estación Victoria. Una vez que lleguemos a Londres, a usted lo registraremos en el «Hotel Dorchester». El señor Wheeler y yo permaneceremos en la ciudad sólo el tiempo suficiente para llevarlo al Museo Británico y presentarlo a los doctores Jeffries y Knight. Cuando estemos seguros de que usted ya está debidamente instalado, nosotros nos iremos. Tenemos que llegar a Amsterdam cuanto antes. Usted puede quedarse con los doctores Jeffries y Knight, formularles cualquier pregunta que desee, grabar sus respuestas, y permanecer hasta el día siguiente para agregar lo que usted requiera, antes de seguirnos hacia Amsterdam. Estoy segura de que encontrará muy interesantes las sesiones con esos caballeros.

– Eso espero -dijo Randall. Los dos tragos le habían hecho sentirse a gusto, y él quería continuar así. Llamó al camarero, y le preguntó a Naomí-: ¿Tomamos otra?

Ella inclinó la cabeza, asintiendo afablemente.

– Yo te acompaño todo el tiempo que tú quieras.

Randall ordenó la siguiente ronda y enfocó su atención nuevamente hacia Naomí, preguntándole:

– Esos británicos con los que tengo que reunirme… ¿Hay algo que deba yo saber acerca de sus antecedentes y sus funciones precisas en Resurrección Dos?

– Sí, más vale que te ponga al corriente… antes de que me deslice debajo de la mesa.

– No parece que estés…

– Nunca parece que me haya tomado yo una copa -dijo Naomí-. Nunca bebo. Pero estoy empezando a sentirme atolondrada. Sea como fuere, ¿dónde estábamos? Sí. Primero, el doctor Bernard Jeffries. Él es uno de los teólogos más importantes del mundo; un experto en las lenguas del siglo primero en Palestina… Tú sabes, el griego, que utilizaban los romanos de la ocupación; y el hebreo, que usaban los líderes de las sinagogas judeopalestinas; y el arameo, una forma de hebreo, que tanto la gente común como Jesús hablaban. Jeffries es un hombre grisáceo, de cabeza pequeña y rasgos abruptos, usa un bastón de Malaya y tiene cerca de setenta años de edad… es un viejo adorable; decano de la Escuela de Estudios Orientales de la Universidad de Oxford. Para ser más exacta, Jeffries ostenta el título de Catedrático de Hebreo, y es, además, Director de la Honorable Escuela de Teología. En resumen, él es lo mejor que existe en su ramo.

– ¿Son las lenguas su ramo?

– De hecho, es mucho más que eso, Steven. Jeffries no es sólo un filólogo. Es, además, papirólogo; es un experto en las Sagradas Escrituras y las religiones comparativas. Él encabezó el comité internacional que tradujo los documentos de Petronio y Santiago. Ya te lo dirá él mismo. Sin embargo, pese a que él es el decano, no será tan importante en tu vida como su protegido, el doctor Florian Knight.

La tercera ronda de tragos había llegado y Randall brindó con Naomí, chocando su vaso de escocés contra el de ella; ambos bebieron.

– Ahora bien -resumió Naomí-, el doctor Knight es otra cosa. Él es lo que en Oxford llaman un asociado bajo tutelaje; es decir, que él prepara (o ha estado preparando) la mayoría de las conferencias y cátedras del doctor Jeffries en la Escuela de Estudios Orientales. Knight fue seleccionado por el propio doctor Jeffries para convertirlo en su sucesor. El doctor Jeffries debe jubilarse a los setenta años de edad (para convertirse en profesor emérito) y entonces, creemos nosotros, al doctor Knight se le otorgará el nombramiento de Catedrático. De cualquier forma, el doctor Florian Knight es tan diferente del doctor Jeffries como el día lo es de la noche.

– ¿Cómo es eso?

– En apariencia, en temperamento, en todo. El doctor Knigth es uno de esos precoces y excéntricos genios ingleses. Es muy joven para ser lo que es. Tal vez tiene unos treinta y cuatro años. Su apariencia es muy similar a la de Aubrey Beardsley. ¿Has visto alguna vez un retrato de Beardsley? Corte de pelo a lo Buster Brow, ojos hundidos, nariz aguileña, labio inferior prominente, grandes orejas y largas y delgadas manos. Bien, ése es el doctor Florian Knight. Además, tiene una voz chillona, maneras templadas, y es nervioso, aunque es una absoluta maravilla en lenguas y erudición acerca del Nuevo Testamento. Así que lo que sucedió fue lo siguiente: Hace dos años, el doctor Jeffries necesitaba a alguien que se encargara de sus investigaciones (y que participara en su comité de traducciones) en el Museo Británico, donde tienen invaluables códices primitivos del Nuevo Testamento. Él hizo los arreglos para que al doctor Knight se le concediera una licencia en Oxford, y pudiera mudarse a Londres y trabajar en el museo como lector…

– ¿Lector? ¿Qué es un lector?

– Es el nombre que los británicos dan a los investigadores. De cualquier forma, mañana conocerás al doctor Knight, y luego él te acompañará a Amsterdam como uno de tus consultores. En él encontrarás una valiosísima fuente de material que podrás utilizar en la preparación de tu campaña de publicidad. Estoy segura de que te llevarás bien con él; aunque, oh, sí, hay una pequeña dificultad. El doctor Knight está bastante sordo (una desgracia, en una persona tan joven) y utiliza un audífono, del cual está muy consciente y que a menudo lo hace tornarse quisquilloso. Pero te las arreglarás con él; te lo ganarás. Creo que tú eres bueno para eso.

Naomí levantó su vaso vacío y lanzó a Steven una mirada inquisitiva.

– Okey -dijo Randall-. Yo también aguanto otro.

Steven comenzó a hacer señales hacia la barra hasta que el camarero lo vio y se dio por enterado de la nueva orden, y luego devolvió su atención a Naomí Dunn, cuyo recogido cabello castaño, complexión oscura, nariz recta y labios delgados todavía le daban un aire de severidad. Sin embargo, de alguna manera, después de tres escoceses sus ojos grises eran más tolerantes, y su aspecto delicado y relamidamente religioso había cambiado. Su curiosidad acerca de ella había crecido. Naomí nada había revelado acerca de sí misma, como mujer, en los casi cinco días de travesía. Steven se preguntó si finalmente descubriría algo.

– Basta de negocios, Naomí -dijo él-. ¿Podemos hablar de algo más?

– Si tú gustas. ¿De qué quieres hablar?

– Primero de mí, y de lo que yo te parezco. Esta última observación que hiciste… Dijiste que pensabas que no tendría problemas para ganarme a Florian Knight; dijiste que creías que yo era bueno para eso… ¿Qué se supone que quieres decir con eso? ¿Es sarcasmo?; ¿es un cumplido?

Antes de que Naomí pudiera responder, el camarero apareció y sirvió los nuevos escoceses, retirando los vasos vacíos.

Cuando el camarero se había ido, Naomí sostuvo su vaso pensativamente, y luego levantó la cabeza.

– La primera vez qué te vi no me interesaste mucho. Estaba prejuiciada desde antes de conocerte. Detesto a los publicistas, porque vienen de un mundo falso y fantasioso. Juegan al prestidigitador con el público. No sustentan nada verdadero ni honesto.

– Eso es verdad, casi siempre.

– Bien, ahí estabas tú, demasiado exitoso, demasiado arrogante, demasiado desinteresado en los seres humanos. Simplemente te odiaba. Parecías tan superior a nosotros… como si sólo fuéramos un puñado de estúpidos y locos religiosos.

Randall no pudo evitar una sonrisa.

– Es curioso -dijo él-. La primera vez que te vi sentí que te desagradé… por ser un simple seglar, sin devoción, sin sentido misionero -hizo una pausa-. Bien, ¿y todavía piensas lo mismo acerca de mí?

– Si todavía lo pensara, no podría hablar como lo he hecho -dijo ella con candor-. El encontrarme junto a ti en este viaje me ha dado otra perspectiva de tu persona. Por una parte, siento que estás avergonzado de tu vocación.

– En cierto sentido eso es verdad.

– Y he pensado que eres más vulnerable y sensible de lo que al principio hubiera imaginado. En cuanto a mi observación en el sentido de que eres capaz de ganarte a Knight, puesto que eres bueno para eso… lo dije como un cumplido. Tú puedes ser encantador.

– Gracias; brindaré contigo por eso.

Ambos bebieron lentamente.

– Naomí, ¿cuánto tiempo has estado con Wheeler en Mission House?

– Cinco años.

– ¿Qué hacías antes?

Ella cayó en un breve silencio, y luego lo miró directamente.

– Era monja, monja franciscana, durante… durante dos años. Me llamaban Hermana Regina. ¿Te asombra?

Estaba más que asombrado, pero trató de no demostrarlo.

Dio un gran sorbo a su vaso, con la mirada todavía fija sobre ella, y se percató de que en todas sus recientes e inesperadas fantasías de desvestirla (puesto que era tan estirada y relamida), siempre la había imaginado en un largo hábito de monja, antes de desnudarla.

Randall no contestó a la pregunta; en cambio, inquirió:

– ¿Por qué lo dejaste?

– No tuvo nada que ver con la fe. Soy tan religiosa como siempre lo he sido… Bueno, casi. Fue simplemente que yo no nací para la rutina estricta y la disciplina severa del convento. De hecho, una vez que tomé mi decisión (esto significó el mandar una carta al Papa solicitando una dispensa, la cual me fue concedida automáticamente), pensé que mi regreso al mundo secular sería fácil. Después de todo, yo no estaba sola. Hay alrededor de un millón doscientas mil monjas esparcidas por todo el mundo, y en el año en que yo renuncié a la vida religiosa fui sólo una de las siete mil que también dimitieron. Pero fue difícil… el reingreso a la crisis. Ya no más rutinas ni reglas disciplinadas. Ya no más oraciones, actividades, vestidos, comidas, períodos de soledad, todo está prescrito. De la noche a la mañana tuve que pensar por mí misma, llenar mis propios días, dejar de sentirme desnuda al vestir faldas muy cortas, acostumbrarme a los juegos masculinos. Yo me especialicé en el idioma inglés durante mis años universitarios, antes de ingresar en el convento, y después me pareció natural el dedicarme a alguna actividad editorial. El empleo en Mission House me sentó muy bien. Así que tú verás que…

Naomí se vio interrumpida por una chillona voz que llegaba desde la puerta del cabaret.

– ¡Ahí estás! -era la voz de Darlene Nicholson que, vistiendo un ajustado pullover que destacaba la prominencia de su busto y unos apretados pantalones, entró rápidamente dirigiéndose hacia ellos.

– Te he estado buscando por todas partes -le dijo a Randall-. ¿Todavía estás trabajando?

– Acabo de terminar -dijo Randall-. Anda, acompáñanos con un trago.

– No, gracias; todavía estoy cruda de anoche. Me asombra que tú no lo estés, querido.

– Yo estoy bien…

– Sólo quería decirte dónde voy a estar -dijo Darlene, buscando en su bolso el programa del día-. Van a exhibir esa simpática película que disfrutamos tanto el mes pasado; la que vimos en la Tercera Avenida, ¿te acuerdas? Ésa que trata de la muchacha joven que se involucra con un hombre casado que se ostenta como viudo.

– Ah, sí -dijo Randall desanimadamente.

– Pensé que me gustaría verla de nuevo -Darlene examinó el programa-. Maldita sea, hace cuarenta y cinco minutos que empezó. Bueno, supongo que alcanzaré el final. De todas formas ésa es la mejor parte -metió el programa en su bolso, se agachó y dio a Randall un húmedo beso en la boca- Nos veremos cuando vayamos a cambiarnos para la cena.

Ambos esperaron hasta que Darlene se había ido. Randall tomó su vaso y miró a Naomí, incomodado.

– Pues sí, Naomí, ¿me estabas diciendo…?

– Olvídalo. Ya te he dicho suficiente -Naomí bebió lo que le restaba de escocés y estudió a Randall durante algunos segundos-. Tal vez me exceda yo con esto, pero siento curiosidad acerca de algo.

– Adelante.

– Siento curiosidad por saber lo que un hombre como… como tú… ve en una chica como Darlene -antes de que él pudiera contestar, ella prosiguió-. Yo sé que no es tu secretaria. También sé que ella no ha usado su camarote en este barco ni una sola vez. Supongo que ha sido tu… ¿cuál es la palabra adecuada?… amante, tu amante durante algún tiempo.

– Sí, sí es. Yo he estado separado de mi esposa durante dos años, y conocí a Darlene seis meses después de mi separación. Ahora ella vive conmigo.

– Ya veo -Naomí apretó los labios. Sin siquiera mirarlo, agregó-: ¿Hay algo más que el mero atractivo del sexo joven y fresco?

– Me temo que no mucho. Darlene y yo podemos resolver la brecha generacional solamente en la cama. Pero, bueno, ella es una chica decente y siempre es agradable tener a alguien que le haga a uno compañía.

Naomí empujó su vaso hasta la orilla de la mesa.

– Podría aguantar otro trago -dijo.

– Yo también. Nos vamos a sentir muy bien esta noche.

– Yo ya me siento bien.

Randall ordenó una vez más, y casi inmediatamente tuvieron la nueva ronda frente a ellos.

Sorbiendo su escocés, Randall miró a Naomí por encima de los anteojos.

– Yo… yo quería preguntarte algo personal. ¿Cómo te fue con los hombres después de que dejaste el convento?

– Miserablemente -musitó ella, más para sí misma que para él.

– Lo que quiero decir es…

– No quiero hablar de eso -dijo ella con aspereza-. Estoy cansada de hablar. Bebamos.

Bebieron en silencio, y el vaso de Naomí se vació primero.

– Uno más, Steven, para el camino.

Randall hizo señas al camarero y apenas tuvo tiempo de terminar su trago antes de que dos nuevos vasos llenos de líquido ámbar aparecieron sobre la mesa.

Ella miró fijamente a Steven a través de sus ojos grises, cada vez más entrecerrados, mientras continuaba bebiendo su escocés. Luego dijo:

– No debo olvidarlo. Tengo algún material acerca de cómo hicieron la traducción. Debo leerlo, y tú también, antes de que desembarquemos. Está en mi camarote. Voy por él.

– Me lo puedes dar mañana -dijo Steven.

– Ahora -dijo ella-. Es importante.

Naomí terminó su trago, trabajosamente salió del reservado y se detuvo ahí, tambaleante.

Él se paró junto a ella y trató de tomarla de un brazo, pero ella lo rechazó presionando el codo sobre su vestido estampado y comenzó a caminar derecha, elegantemente hacia la puerta del cabaret. Él la siguió, sintiéndose galante y estupendamente bien.

Ambos tomaron el pequeño ascensor cercano al Cabaret l'Atlantique, sobre la Cubierta Veranda, para bajar dos pisos hasta la Cubierta Superior. Naomí Dunn se apoyó en la barandilla de madera mientras se dirigía, delante de él, hacia la lujosa Suite Normandie.

Naomí sacó su llave y luego entraron a la primera recámara. Era espaciosa y atractiva, tenuemente iluminada por una lámpara de pie. Bajo la colcha gris se encontraba una enorme cama que descansaba sobre una gruesa alfombra. Parecía haber espejos por todas partes.

– Bonita habitación -dijo él-. ¿Dónde está el cuarto de George?

Naomí se dio la vuelta.

– ¿A qué te refieres?

– Quiero decir que él también está en esta suite, ¿o no?

– Mi cuarto es privado y está cerrado con llave. La habitación contigua es la gran sala, y la recámara de George está del otro lado, a más de una milla de distancia. Usamos la sala para trabajar. Te traeré los papeles -dijo Naomí volviéndole la espalda y dirigiéndose hacia una maleta que estaba acomodada sobre un pequeño soporte metálico. Abrió la maleta, escudriñó dentro de ella y regresó con una carpeta-. Aquí tienes -Naomí le ofreció el expediente con mucha formalidad-. Siéntate y míralo un minuto mientras yo voy al baño. Excúsame.

Randall echó un vistazo alrededor de la habitación y finalmente se sentó en la orilla de la cama. Abrió la carpeta y encontró en ella tres juegos de documentos. Los encabezados, en letra de imprenta, se referían a los métodos de traducción de las tres diferente Biblias… La Versión del Rey Jaime, la Versión Común Revisada y la Nueva Biblia Inglesa. Las letras aparecían borrosas ante sus ojos. Escuchó los sonidos de Naomí Dunn moviéndose detrás de la puerta del baño; también oyó correr el agua del retrete, y luego la de la llave del lavabo. Trató de evocar una imagen de Naomí vistiendo el pesado hábito de monja, con la suave figura siempre juvenil y de plástico de todas las monjas, y con su omnipresente rosario pendiéndole de la cintura.

La puerta del baño se abrió y apareció Naomí luciendo exactamente igual que antes, excepto por una pequeña diferencia: la dulzura había desaparecido de sus rasgos, y su rostro relamido había vuelto a convertirse en una protección prohibitiva.

Se había detenido ante él, preguntando:

– Bien, ¿qué piensas?

Randall levantó la carpeta y luego la dejó sobre la mesilla de noche.

– El material…

– No del material. De mí.

Conforme ella se acercaba hasta sentarse en la cama junto a él, Randall levantó las cejas involuntariamente.

– ¿De ti? -acertó a decir.

Ella le giró la espalda.

– Hazme un favor. Bájame el cierre -le dijo tensamente.

Randall localizó el cierre bajo la maraña de cabello y se lo bajó hasta la cintura. El vestido de nylon estampado se abrió revelando la prominente columna vertebral de Naomí y su piel ligeramente cobriza. No llevaba sostén, y Steven tampoco alcanzó a ver el elástico de las pantaletas.

Naomí se quedó quieta, dándole la espalda.

– ¿Te emociona esto? -dijo ella con voz trémula-. No llevo nada bajo el vestido. -Se dio la vuelta para quedar frente a él, mientras el vestido se le deslizaba por los hombros-. ¿Te excita esto?

Randall estaba demasiado asombrado para sentir excitación; parpadeaba confuso. Naomí sacó los brazos de las mangas, liberándolos, para luego dejarlos caer hacia los lados. La parte superior del vestido le cayó hasta la cintura. Echó hacia atrás sus desnudos hombros, y sus dos pequeños y expuestos senos se hicieron más firmes; los grandes círculos de sus pezones café parecían abarcarle la mayor parte de la superficie de cada glándula mamaria.

Randall sintió cómo el calor le subía por el pecho y llenaba su cuerpo con una sensación placentera.

– ¿Te gusta? -preguntó ella sofocadamente.

Naomí comenzó su juego de caricias dejando libre aquella mano que habría podido enloquecerle. Steven sintió crecer la hoguera dentro de sí, aquella hoguera estimulante. En seguida supo que aquel encuentro había valido la pena.

– Así, así, más -murmuró ella-. Me encanta. Ahora tú, ahora tú, mi vida.

Randall la estrechó con un brazo, acercándola hacia su cuerpo mientras le hacía probar la habilidad de sus dedos, acariciando su cálida piel por debajo de la ropa, adentrando sus manos una y otra vez por ella, sin descanso.

– Naomí -murmuró él-. Vamos a…

– Espérate, Steven; vamos a ponernos cómodos.

Rápidamente, ayudándose uno a otro, se encontraron libres de sus vestiduras, ágiles, frente a frente en aquel aposento que parecía preparado para los dos. Randall trató de atraer el cuerpo de Naomí hacia el suyo, pero ella se resistió, haciendo un arco con la espalda.

– Steven, ¿qué haces con Darlene?

– ¿Que qué hago? Yo… quieres decir que qué… bueno, lo que todo el mundo.

– ¿Haces algo más?

– He… he tratado, pero… si quieres saberlo, Darlene es un poco remilgada, escrupulosa…,

– Pues quiero que sepas que yo no lo soy.

– Ah querida, qué bien. Empecemos…

– Steven, yo no soy como las otras. Yo me niego a lo que las otras mujeres… Pero hago todo lo demás; cualquier cosa que tú quieras.

Steven la apartó.

– ¿Qué quieres decir?

– Steven, estoy lista. No perdamos tiempo. Ahora verás.

Naomí se recostó sobre su cuerpo, dejándole ver sólo la espalda, aquella espalda huesuda y afilada, cuyo final comenzó a acariciar con sus manos. La cabeza de Naomí giraba, giraba, y por un momento Randall deseó que aquel placer no acabara nunca. Cerrados los ojos, concentrándose en aquella sensación estimulante, Randall decidió olvidarse de todo.

Con sus manos febriles comenzó a sujetarla fuertemente, atrayéndola hacia sí, más cerca, cada vez más cerca. También él entró en el juego.

Naomí comenzó a gemir y a retorcerse. Su respuesta había sido inmediata.

– No, no, no -lanzó un quejido-, no sigas… no sigas… más, no te detengas…,

Y su cuerpo se puso rígido. Randall sintió cómo se estremecía una y otra vez, cómo se dejaba ir, primero con violencia y luego con dejadez creciente. Naomí cedió lentamente…

Sus cuerpos se separaron.

– Steven, perdona. Siento que todo haya sido tan rápido… -Cálmate, nena.

– No podré calmarme hasta no haberte hecho tan feliz como tú a mí.

Randall siguió tumbado, cerrados nuevamente los ojos, inmóvil contra la almohada, mientras Naomí -con igual apasionamiento y entrega que antes- ejecutaba el rito hacia el que tan dispuesta se había declarado. Ni siquiera intentó ya detener su cabeza, aquella cabeza que se movía y giraba rítmicamente, una y otra vez, una y otra vez…

Steven perdió casi el sentido del lugar y del tiempo. Aquella sensación, sólo aquella sensación: lo demás no existía.

Libre ya, entregado a la dejadez y al descanso, vuelto a la vida, Randall se dejó caer de nuevo sobre las sábanas, laxo y deliciosamente en paz.

Casi creía que nunca volvería ya a necesitar nada.

Randall se dio cuenta de que Naomí saltó de la cama, la escuchó apresurarse hacia el baño y luego oyó correr el agua del retrete, y la sintió regresar. Renuentemente, abrió los ojos. Ella se había sentado en la cama junto a él.

Naomí permanecía desnuda y sostenía una pequeña toalla entre las manos. Mientras gentilmente lo limpiaba, sus ojos se fijaron en los de él. Ella continuaba seria, pero la rigidez había desaparecido de sus rasgos.

Randall no sabía qué decir; tenía que llenar ese vacío posterior.

– Bueno, en fin, si pecamos, no fue nada nuevo…, aunque sí fue placentero.

La transformación que sufrió Naomí dejó perplejo a Steven. El aire flexible del rostro de la ex monja se petrificó instantáneamente, constituyéndose en una desaprobación formal.

– Eso no es gracioso, Steven.

– Vamos, Naomí, ¿qué te pasa?

Él trató de alcanzarla, pero ella lo evadió levantándose de la cama y permaneciendo en silencio mientras él iba al baño. Cuando Steven regresó para vestirse, Naomí se enfiló hacia el baño una vez más. Deteniéndose en la puerta, titubeó.

– Gracias -dijo ella-. El único favor que te pido es que olvides que esto sucedió alguna vez. Te veré en la cena.

Cinco minutos después, habiendo terminado de vestirse, Steven salió del camarote e hizo un alto en el pasillo, encendiendo su pipa y reflexionando acerca de la experiencia.

Los residuos de ese encuentro sexual de ninguna manera implicaban una sensación de bienestar. Mirándolo retrospectivamente, aquél había sido un acto nada divertido que lo había dejado disgustado, no por Naomí sino por él mismo. Estaba consciente, además, de que no era la naturaleza del acto lo que le había molestado. No había sido, por otra parte, la primera vez. Ya se sabe, que con ciertas mujeres… Por lo demás, hacerlo o no era algo que, para Randall, dependía sólo de la voluntad de la pareja. Si ése era el gusto de ambos, ¿por qué privarse de ello? No veía razones. Sólo que Randall era perfectamente consciente de que aunque hubiera consumado su encuentro con Naomí de la manera más convencional, se habría detestado a sí mismo igualmente.

Se preguntaba si se estaba autoflagelando sin razón. Pero no, sí había una razón. De alguna forma, al embarcarse en este viaje hacia Resurrección Dos, intentando ignorar cualquier duda que pudiera haber tenido acerca de la verdad del proyecto y de su genuino valor, había guardado la esperanza de alterar el curso de su vida. Sus intenciones habían sido las mejores. Este cambio significaría para él un comienzo, una odisea para indagar el sentido de su vida, para descubrir algo en lo cual creer, para convertirse en la clase de persona que ya no estuviera avergonzada de sí misma.

Sin embargo, en esa cama que dejó atrás en el camarote de Naomí, había abdicado de sus buenas intenciones una vez más. Había funcionado como de costumbre funcionaba con las mujeres…; sexo sin amor, contacto carnal sin calor humano, eyaculación sin significado alguno. Meramente había sido otro cínico abaratamiento de dos cuerpos desnudos, un apareamiento animal que no enriquecía ni el corazón ni el espíritu. Tampoco podía evadir el sentimiento de culpa diciéndose a sí mismo que él había sido el seducido. Freud, Adler y Jung lo habrían desmentido, y eso lo sabía él. Inconscientemente, él había buscado a Naomí desde el momento en que se habían embarcado. Él no la había deseado por amor, sino porque ella aparentaba ser tan mojigata e inexpugnable, y el éxito prometía una sensación excepcional. Había anhelado otra pequeña victoria para recrear su alma vacía. Él había transpirado su deseo, y ella, siendo tan apretada como era, había captado las vibraciones.

Al fin lo había logrado, y el placer que de ello obtuvo había sido tan disfrutable como una vulgar resaca de ginebra.

Sin embargo, se dijo a sí mismo mientras se dirigía al ascensor, por alguna extraña razón no había sido del todo inútil. Había aprendido una lección. O, más bien, se le había recordado una lección que había aprendido a los pocos años de haber ingresado en el negocio de la publicidad.

La lección era ésta: No hay santos; sólo hay pecadores. De una madera tan torcida como ésta de la que está hecho el hombre, nada recto puede formarse. Manuel Kant había dicho eso.

Naomí, la ex monja, la creyente, la buena embajadora de una religiosa casa editorial de la bondad… era sólo un frágil mortal, un ser humano que tenía, en última instancia, todas las debilidades propias de la carne. Gomo él mismo. Como todo el mundo.

La lección había sido reaprendida y ya no debía olvidarla. Resurrección Dos no estaría personificada por unos dioses y sus ángeles, así como el Nuevo Testamento Internacional tampoco escondería a Jesús, el Hijo del Hombre. Dentro de cada uno de esos santurrones había un bípedo humano que trataba de sostenerse en pie para no caer.

Randall se sintió un poco mejor.

Ni mañana ni el día siguiente se vería confinado al purgatorio, estando los demás en el cielo. Si la verdad se llegara a saber, sería simplemente uno más de ellos, y todos estaban juntos en el infierno.


Su última cena a bordo del S. S. Trance estaba por concluir.

Lo que George L. Wheeler había ordenado anticipadamente, desde caviar hasta crepes Suzette, había constituido una cena pesada, pero Randall había estado parco en el comer. Su austeridad lo hizo sentirse mejor.

Steven sentía el calor que le llegaba desde atrás, donde estaban preparando las crepas, y aunque a Darlene le deleitaría un postre tan elaborado, él simplemente no tenía estómago para tolerarlo. Había dormitado un rato en su camarote, a pesar del zumbido de la televisión de circuito cerrado de Darlene, eternamente encendida, y luego había tomado una ducha. La resaca que sentía era ligera, pero no tenía interés en la comida.

Echó un vistazo alrededor de su pequeña mesa, situada al fondo del resplandeciente Comedor Chambord, con el techo tachonado de estrellas anilladas por brillantes luces. A su izquierda, Darlene estaba poniendo a prueba la serenidad de un joven camarero al dirigirse a él en su terrible francés, estudiado en la escuela secundaria. A su derecha, con las manos recatadamente cruzadas sobre su regazo, estaba sentada Naomí Dunn, fría, contenida, hablando sólo cuando se le hablaba. Randall trató de recrear su desnudez, su mons veneris, su paroxismo en el orgasmo. Nada de eso pudo revivir; era tan imposible de imaginar como la violación de una virgen vestal. Frente a él, la silla estaba vacía.

No hacía quince minutos que George L. Wheeler había sido llamado a través del sistema de intercomunicación del barco. Había una llamada telefónica desde Londres para él.

Empujando su silla hacia atrás mientras engullía el último trozo de su Chateaubriand, Wheeler había refunfuñado:

– ¿Quién diablos puede estar llamando a esta hora?

Había caminado rápidamente entre las mesas, saludando a sus nuevos conocidos entre los pasajeros, y luego había subido dos pisos de escaleras alfombradas hasta la Mesa de Comunicaciones, a un lado de los ascensores centrales en la Cubierta Principal.

Mientras Randall ociosamente miraba al capitán de la mesa servir a Darlene su plato de crepes, escuchó la voz de Naomí que se dirigía al capitán.

– Ya vuelve el señor Wheeler; puede servirle también a él.

En efecto, el editor venía descendiendo las escaleras rápidamente, siguiendo luego su camino sin girarse ni a la derecha ni a la izquierda. Conforme se acercaba, Randall vio claramente que traía el rostro descompuesto.

Wheeler se dejó caer bruscamente sobre su silla, dando un resoplido de disgusto.

– Maldita mala suerte -musitó.

Levantó su servilleta y siguió rumiando.

– ¿Qué sucede, señor Wheeler? -preguntó al fin Naomí.

Wheeler se percató de la presencia de los otros por primera vez.

– Era el doctor Jeffries llamando desde Londres. Puede ser que tengamos un problema.

El capitán de la mesa se había acercado a servir personalmente las crepes de Wheeler, pero éste lo rechazó bruscamente.

– No estoy de humor para eso ahora. Sírvame un poco de café americano.

– ¿Qué clase de problema? -preguntó Naomí.

Wheeler se dirigió a Randall, sin prestar atención a Naomí.

– El doctor Jeffries sin duda estaba exaltado. Él comprende que le hemos concedido a usted un lapso muy limitado para preparar su campaña de publicidad, pero también sabe que no tenemos tiempo para demoras ni postergaciones. Si Florian Knight no está disponible en el momento en que lo necesitemos, estaremos metidos en problemas.

No era típico de Wheeler el hablar en circunlocuciones, por lo cual Randall estaba perplejo.

– ¿Por qué no habría de estar el doctor Knight?

– Discúlpeme, Steven; debo aclararle esto. El doctor Jeffries fue hoy desde Oxfrod a entrevistarse con Florian Knight en el Museo Británico. El propósito de Jeffries era informar que Knight había sido comisionado para ir con usted a Amsterdam y prestar allí su colaboración, trabajando con usted como uno de los asesores de Resurrección Dos. De todos los consultores, él hubiera sido el más valioso. Los conocimientos que el doctor Knight tiene acerca del Nuevo Testamento (no sólo por lo que toca a las lenguas, sino también a su sapiencia bíblica del siglo primero) son muy profundos y completos. Bien, aparentemente ellos discutieron el nuevo nombramiento del doctor Knight, y luego el doctor Jeffries hizo arreglos para que se reunieran temprano esta noche a cenar y pudieran continuar su charla. Hace unas cuantas horas, cuando Jeffries salía del club para concurrir a la cita, recibió un telefonema de la joven prometida de Knight… La conocí una vez; brillante chica esa tal señorita Valerie Hughes. Bien, llamaba de parte de Knight para informar al doctor Jeffries que la cena tendría que cancelarse. Repentinamente, el doctor Knight se había puesto enfermo… muy enfermo, supuso Jeffries, puesto que no sólo estaba cancelando su compromiso de esta noche, sino también avisando que no podría ver a Jeffries ni a ninguno de nosotros mañana.

– Eso no suena demasiado grave -dijo Randall-. Si mañana no pudiera yo ver a Knight, aún podría…

– El problema no es mañana -le interrumpió Wheeler-. El punto es que la señorita Hughes le dijo al doctor Jeffries que Knight le había dado instrucciones en el sentido de que dijera que no estaría sintiéndose lo suficientemente bien como para trabajar en nuestro proyecto en Amsterdam en un futuro previsible. Sólo eso. Nada más. Bien, el doctor Jeffries estaba demasiado anonadado para continuar tratando el asunto en ese momento. Preguntó cuándo podría llamar a su protegido, pero la señorita Hughes le contestó vagamente, murmurando algo acerca de tener que discutirlo primero con el médico de Knight. Y después colgó. Es muy extraño y desconcertante. Si el doctor Knight quedara fuera del proyecto, sería una desgracia.

– Sí -dijo Randall lentamente-. En verdad suena extraño.

Darlene, que había estado sólo medio atenta, apuntó al editor, meneándole el tenedor lleno de crepes.

– Oiga, si no va a haber nadie en Londres, ¿por qué no seguimos directamente a El Havre?

Wheeler le lanzó una mirada.

– Sí va a haber alguien en Londres, y no vamos a ir a El Havre, señorita Nicholson. -Luego se dirigió nuevamente a Randall-. Concerté una entrevista para que nos reunamos con el doctor Jeffries mañana a las dos de la tarde en el Museo Británico. Yo voy a insistir en que el doctor Jeffries ejerza su autoridad y obligue a Knight a regresar al proyecto tan pronto como se recupere. Esto es vital para nuestro futuro inmediato.

Randall se había quedado pensativo; luego, de una manera casi casual, dijo lo que tenía en mente.

– George -dijo- no nos ha dicho usted qué es lo que le ocurre al doctor Florian Knight. ¿Cuál es su enfermedad?

Wheeler estaba pasmado.

– Por Dios, ¿sabe usted qué…? El doctor Jeffries nunca me dijo qué es lo que ocurre a Knight. Ésta será una buena pregunta para hacérsela mañana, ¿no cree?


Al día siguiente habían llegado a un Londres nublado y desanimado, lo cual no les había mejorado el ánimo conforme se dirigían, en un «Bentley S-3» conducido por un chófer del «Hotel Dorchester», ubicado en Park Lane, hacia el majestuoso Museo Británico, en Bloomsbury. Ahí estaban los tres en el asiento trasero. Darlene había tomado una excursión con guía… la Abadía de Westminster, Picadilly Circus, la Torre de Londres, el Palacio de Buckingham.

Cuando llegaron a la serie de enormes columnas que están frente a la entrada principal del Museo Británico, sobre la calle de Great Rusell, Randall repentinamente recordó su única otra visita al museo…; la que había hecho con Bárbara cuando Judy era todavía pequeña.

Había recordado la gran esfera que constituye la sala de lectura; hileras de libros dentro de hileras de libros, formando una espiral, con la mesa de informes en el centro, y también los tesoros que había en las salas adyacentes, lo mismo que en las galerías del piso superior. Había recordado, además, los estimulantes objetos exhibidos: un mapa genuino, grabado en 1590, de la travesía de Sir Francis Drake alrededor del globo; la primera edición del Folio de los dramas de Shakespeare; los primitivos manuscritos de Beowulf; los Diarios de navegación de Lord Horacio Nelson; las anotaciones personales del viaje del capitán Scott al Antártico; el azuloso modelo de un caballo de la dinastía T'ang; la Piedra de Rosetta, con sus jeroglíficos tallados en el año 196 a. de J. C.

Ahora, después de haber sido saludados por el doctor Jeffries, su anfitrión, en el pasillo frontal, estaban siendo conducidos a través del piso de mosaico de mármol hacia la oficina del guardián, en la planta alta, donde el doctor Knight había estado trabajando. El doctor Jeffries se parecía mucho a la descripción que había hecho Naomí. Medía menos de un metro ochenta, de tórax robusto, de hirsuto cabello blanco, cabeza pequeña con ojos abolsados, nariz rosácea con los poros abiertos, un bigote desaliñado, cara arrugada, corbata de lazo a rayas, un binóculo y un traje azul que necesitaba planchado.

Conforme el distraído doctor Jeffries caminaba detrás de Wheeler y delante de Naomí y del propio Randall, éste se preguntó si el editor finalmente mencionaría el nombre de Florian Knight. Luego, como si Wheeler hubiera recibido el mensaje por percepción extrasensorial, Randall lo escuchó inquirir:

– Por cierto, profesor, ¿qué tan seria es la enfermedad del doctor Knight? Quise preguntárselo ayer por la noche. ¿Qué le sucede a nuestro doctor Knight?

Al doctor Jeffries pareció pasarle desapercibida la pregunta. De repente se detuvo, abstraído en sus pensamientos, y miró hacia atrás por encima del hombro.

– Hummm… señor Randall, hay algo que usted debería ver mientras estamos aquí en la planta principal. Nuestras dos más preciadas posesiones del Nuevo Testamento. El Códice Sinaiticus y el Códice Alexandrinus. Hummm… con toda seguridad nos escuchará usted mencionarlos frecuentemente en las discusiones. Si dispone de tiempo, yo sugeriría que hiciéramos ese breve recorrido.

Antes de que Randall pudiera contestar, Wheeler se adelantó y respondió por él.

– Por supuesto, profesor. Steven quiere verlo todo. Lo seguimos… Steven, adelántese acá con nosotros; Naomí no se sentirá abandonada.

Randall se apresuró hasta ponerse al lado del doctor Jeffries, quien se detuvo y giró hacia su derecha.

– Es justo a través del Salón de los Manuscritos, en un depósito reservado para nuestros más raros objetos, el Salón de la Carta Magna -dijo el doctor Jeffries-. Usted sabe, señor Randall, hasta… hummm… hasta el reciente y extraordinario hallazgo de Ostia Antica, nuestro fragmento más antiguo de los evangelios era uno muy pequeño del Evangelio según San Juan, de 9 por 6 1/2 centímetros, en griego, descubierto entre unos montones de basura en Egipto y escrito antes del año 150 A. D. Ese fragmento está actualmente en la Biblioteca John Rylands, en Manchester. Después de eso, tenemos algunos papiros del Nuevo Testamento, adquiridos por A. Chester Beatty, un norteamericano que residía aquí en Londres, y también tenemos los papiros adquiridos por Martin Bodmer, un banquero suizo, los cuales pueden provenir aproximadamente del año 200 A. D. Por supuesto, un fragmento, el Papiro Bodmer número dos… -Jeffries retardó el paso y con el rabo del ojo echó a Randall una mirada divertida-. Pero eso no puede ser de interés para usted. Discúlpeme cuando me pongo tan terriblemente pedante.

– Yo estoy aquí para aprender, doctor Jeffries -dijo Randall.

– Hummm… sí, y aprenderá. Algunos de los eruditos más jóvenes, como Florian, le serán más útiles. Sin embargo, permítame decirle esto. Con la excepción de los fragmentos de Ostia Antica, o sea el Evangelio de Santiago y el Pergamino de Petronio (siempre los exceptúo, porque ningún descubrimiento en el campo bíblico ha sido jamás comparable en importancia a ésos) yo clasificaría los descubrimientos bíblicos más valiosos de los últimos mil novecientos años de la siguiente manera.

Jeffries se detuvo a la entrada del Salón de los Manuscritos, absorto en sus pensamientos, aparentemente meditando acerca del valor comparativo de los históricos descubrimientos de manuscritos.

– Primero -dijo el doctor Jeffries-, estarían los quinientos rollos de badana y papiro descubiertos en 1947 en los alrededores de Khibert Qumrân. A éstos se les conoce comúnmente como los Rollos del Mar Muerto. En segundo término, el Códice Sinaiticus, encontrado en su forma completa en el Monasterio de Santa Catalina, en el Monte Sinaí, en 1859. Éste es un Nuevo Testamento copiado en griego en el siglo cuarto, y ésa es una de nuestras posesiones que estoy a punto de mostrarle. El tercero en importancia es el hallazgo de los textos de Nag Hamadi, realizado en 1945 en las afueras de Nag Hamadi en el norte de Egipto. Este descubrimiento consistió en trece volúmenes de papiro, preservados en jarrones de barro, desenterrados por granjeros que buscaban humus para utilizarlo como fertilizante. En esos escritos del siglo cuarto estaban ciento catorce parábolas de Jesús, muchas de las cuáles eran desconocidas antes del descubrimiento de esa biblioteca cóptica. En cuarto lugar, el Códice Vaticanus, una Biblia griega escrita alrededor del año 350 A. D. y que se encuentra depositada en la Biblioteca del Vaticano, siendo desconocido su origen. En quinto término, el Códice Alexandrinus que posee el Museo Británico y que es un texto escrito en griego sobre papel vitela antes del siglo v. Llegó a Londres como un regalo que el Patriarca de Constantinopla hizo al Rey Carlos I en 1628.

– Odio confesar mi ignorancia -dijo Randall-, pero ni siquiera sé lo que la palabra códice significa.

– Hace usted bien en pedir explicaciones -dijo complacido el doctor Jeffries-. La palabra códice…. hummm… tiene su raíz en el vocablo latino codex, que significa el tronco de un árbol. Esto se refiere a los manuscritos antiguos, en forma de tabletas, que se hacían sobre madera encerada. De hecho, el códice fue el principio del libro encuadernado, tal como lo conocemos hoy en día. En los tiempos de Jesucristo, las escrituras no cristianas se hacían principalmente en rollos de papiro o pergamino… que resultaban demasiado incómodos paira el lector. Hacia el siglo ii, se comenzó a adoptar el códice. Los rollos de papiro fueron cortados en forma de páginas y luego sujetadas o pegadas por el lado izquierdo. Como dije, ése fue el principio del libro moderno. Bien, pues, ¿cuántos… cuántos descubrimientos bíblicos importantes, clasificados inmediatamente después de nuestro hallazgo en Ostia Antica, he mencionado?

– Cinco, profesor -dijo Wheeler.

El doctor Jeffries reanudó lentamente el paso.

– Gracias, George… Señor Randall, he de citar otros cuatro, que no irán en un orden específico. Sería una omisión de mi parte el no mencionar (especialmente en mi calidad de escolástico y traductor textual) los descubrimientos de Adolf Deissman, el joven clérigo alemán y erudito bíblico. Antes de Deissman, los traductores de los Nuevos Testamentos griegos pensaban que el griego bíblico difería del griego literario, suponiendo que aquél era algún tipo especial de griego puro, un lenguaje sagrado utilizado exclusivamente en los Nuevos Testamentos. Pero en 1895, después de estudiar multitud de antiguos papiros griegos descubiertos durante los cien años anteriores (fragmentos comunes y ordinarios de cartas escritas hacía más de dos mil años; presupuestos domésticos, facturas mercantiles, escrituras, arrendamientos, peticiones), Deissman pudo anunciar que ese griego coloquial de todos los ciudadanos, el griego vulgar de la vida cotidiana y de uso callejero (que se llama koine) era el mismo griego que utilizaban los evangelistas. Eso, por supuesto, causó una revolución en las traducciones posteriores.

El doctor Jeffries nuevamente miró de reojo a Randall.

– Los otros tres hallazgos importantes incluyen el descubrimiento de la tumba de San Pedro, en un antiguo cementerio ubicado diez metros abajo del Vaticano… presumiendo que la tumba sea auténtica. De cualquier manera, la doctora Margherita Guarducci descifró la clave de una inscripción en piedra (que data del año 160 A. D.) encontrada debajo de la nave de la basílica en la que se lee: «Pedro está enterrado aquí.» Después vino el descubrimiento, en Israel, durante 1962, de un bloque de construcción utilizado para dedicar una estructura al Emperador Tiberio, antes del año 37 A. D., cuya inscripción traía el nombre de Poncio Pilatos seguido por las palabras prefectus Udea, el mismo título que nosotros hemos autentificado en el Pergamino de Petronio. Luego, en 1968, en Giv'at ha'Mivtar, en Jerusalén, un hallazgo verdaderamente grandioso: un féretro de piedra conteniendo el esqueleto de un hombre llamado Yehohanan (su nombre inscrito en arameo sobre el ataúd), a quien le habían metido clavos de dieciocho centímetros a través de los antebrazos y los huesos de los talones. Esa osamenta de hace casi dos mil años representó la primera evidencia física que hemos tenido de un hombre que hubiera sido crucificado en Palestina en la época del Nuevo Testamento. La Historia nos dice que tal cosa había sucedido; los evangelistas dijeron que le había sucedido a Jesús; pero, con la exhumación de los restos de Yehohanan, el conocimiento literario fue al fin confirmado.

El doctor Jeffries levantó su binóculo y con él apuntó hacia enfrente.

– Aquí estamos.

Randall observó que ya habían pasado entre las vitrinas del Salón de los Manuscritos y que ahora estaban siendo conducidos hacia otra sala. A la entrada, sobre un pedestal, estaba un letrero que decía:


DEPARTAMENTO DE MANUSCRITOS

A LA SALA DE LOS ESTUDIANTES

CÓDICE SINAITICUS

CARTA MAGNA

ACTA DE SHAKESPEARE

El guardia que estaba en la puerta, vestido con una gorra negra, chaqueta gris y pantalón negro, saludó amablemente al doctor Jeffries. Inmediatamente a la derecha había una larga vitrina de metal con dos cortinas azules que cubrían dos entrepaños de cristal.

El doctor Jeffries condujo a sus huéspedes hacia ese exhibidor, y luego levantó una de las cortinas, murmurando:

– El Códice Alexandrinus… Hummm, no, no necesitamos ocuparnos de éste por ahora. Es de menor importancia. -Con delicadeza, Jeffries descorrió la segunda cortina, se subió el binóculo para acomodárselo en la nariz, y luego sonrió ampliamente frente al antiguo volumen exhibido abierto tras la vitrina de cristal-. Ahí lo tienen ustedes; uno de los tres manuscritos más importantes en la historia de la Biblia: el Códice Sinaiticus.

Steven Randall y Naomí dieron un paso adelante y se asomaron a las parduscas páginas de papel vitela, las cuales contenían cuatro angostas columnas nítidamente escritas en griego, a mano y en letra de molde.

– Están ustedes contemplando un fragmento del Evangelio según San Lucas -dijo el doctor Jeffries-. Observen la tarjeta de explicación que está en esa esquina.

Randall leyó el contenido mecanografiado en la tarjeta. El Códice Sinaiticus se encontraba abierto en la página correspondiente al versículo 23:14 de San Lucas. Al pie de la tercera columna, en la página izquierda, había unos versos que describían la agonía de Cristo en el Monte de los Olivos; versos que muchos expertos anteriores no habían conocido antes del descubrimiento de esta Biblia, así que no los habían utilizado en sus propias traducciones.

– Este manuscrito, en su estado original -dijo el doctor Jeffries-, probablemente contenía 730 hojas Las que han sobrevivido son 390… 242 de las cuales están dedicadas al Viejo Testamento, y 148 representan el Nuevo Testamento en su totalidad. La vitela, como ustedes verán, está hecha tanto de piel de oveja como de piel de cabra. La escritura, toda en mayúsculas, está hecha por manos de tres diferentes escribanos, muy probablemente antes del año 350 A. D. -El doctor Jeffries se volvió hacia Randall-. Que toda esta porción del Códice Sinaiticus se haya logrado salvar la hace una historia muy emocionante. ¿Ha escuchado usted el nombre de Constantine Tischendorf?

Randall meneó la cabeza. Nunca antes había oído ese extraño nombre, pero le intrigaba.

– Ahí va, brevemente, esta emocionante historia -dijo el doctor Jeffries con evidente gusto-. Tischendorf era un experto bíblico alemán. Siempre estaba hurgando a través del Medio Oriente, en busca de manuscritos antiguos. En uno de sus viajes, en mayo de 1844, trepó el amurallado Monasterio de Santa Catalina, en el Monte Sinaí, en Egipto. Cuando atravesaba uno de los corredores del monasterio, advirtió un gran cesto de basura colmado de lo que parecían ser girones de manuscritos. Husmeando en el cesto, Tischendorf se percató de que lo que allí había eran hojas de pergamino antiguo. Dos cestos similares ya habían sido quemados como desecho, y éste estaba a punto de sufrir el mismo destino. Tischendorf logró persuadir a los monjes de que le entregaran el contenido del cesto para que él lo examinara. Después de escombrar entre los desperdicios. Tischendorf encontró 129 hojas de un antiguo Viejo Testamento escrito en griego. Los monjes, una vez enterados de su valor, le permitieron conservar sólo 43 de las hojas, las mismas que él llevó a Europa y las presentó al Rey de Sajonia.

– ¿No eran esas hojas parte de este Códice? -preguntó Randall.

– Espere -dijo el doctor Jeffries-. Nueve años después,

Tischendorf regresó al monasterio para realizar una nueva búsqueda, pero los monjes no quisieron cooperar. No obstante, Tischendorf no cejaría en su empeño. Supo aguardar el tiempo necesario hasta que transcurrieron seis años más y, en enero de 1859, el persistente alemán regresó de nuevo al Monte Sinaí. Siendo más precavido, esa vez no solicitó de los monjes los viejos manuscritos sino que, en su última noche, Tischendorf se enfrascó con el Superior del monasterio en una discusión acerca de Biblias antiguas. Para demostrar su propia erudición, el abad se jactó de que había estudiado una de las más antiguas Biblias conocidas hasta entonces, después de lo cual se dirigió a un estante que estaba arriba de la puerta de su celda (donde guardaba sus tazas para café) y bajó un grueso paquete envuelto en un trapo rojo. Lo desenvolvió y ahí, ante los ojos de Tischendorf, surgió el Códice Sinaiticus, que contenía la totalidad del más antiguo Nuevo Testamento conocido por el hombre.

El doctor Jeffries rió entre dientes.

– Uno puede imaginarse la emoción de Tischendorf; muy semejante, estoy seguro, a la que sintió Colón al divisar el Nuevo Mundo. Después de muchos meses de esfuerzos, Tischendorf logró convencer a los monjes de que debían presentar ese Códice como un obsequio al protector de su iglesia, nada menos que el Zar de Rusia. El Códice Sinaiticus permaneció en Rusia hasta la Revolución de 1917 y la llegada de Lenin y Stalin. Los comunistas no tenían interés en la Biblia así que, para recabar fondos, trataron de vender el códice a los Estados Unidos, sin haberlo conseguido. En 1933, el Gobierno y el Museo Británicos recaudaron las cien mil libras necesarias para comprar el códice, y aquí lo tienen frente a ustedes. Toda una historia, ¿no?

– Toda una historia -convino Randall.

– Se la he relatado detalladamente -dijo el doctor Jeffries- para que ustedes puedan apreciar una historia todavía mejor… la excavación del doctor Monti y el descubrimiento del Evangelio según Santiago en Ostia Antica; un hallazgo bíblico casi 300 años más viejo que el Códice Sinaiticus; un descubrimiento medio siglo más antiguo que cualquiera de los evangelios canónicos; una escritura atribuida a un familiar de Cristo, un testigo ocular de la mayor parte de la vida humana de Jesús. Señor Randall, ahora tal vez usted pueda apreciar el estupendo don que está a punto de anunciar al mundo. Y ahora tal vez más nos conviniera subir a la oficina del doctor Knight y tratar los aspectos prácticos de su misión inmediata. Por favor, síganme.

Con Wheeler y Naomí Dunn detrás, Steven Randall siguió al doctor Jeffries hacia la empinada escalera que conducía a la oficina ubicada dos pisos arriba. Mientras el doctor Jeffries abría la sencilla puerta y los guiaba adentro, anunció:

– La oficina del guardián, que el doctor Knight utiliza como su centro de operaciones.

Era el típico cubículo de un escolástico; revuelto, lleno de papeles y reflejando intensas horas de trabajo. Había estantes repletos de libros, desde el suelo hasta el techo; diccionarios, enciclopedias, libros de referencia, documentos y paquetes que estaban apilados sobre las mesas y en la alfombra. Apenas parecía haber lugar para el viejo escritorio que estaba ubicado cerca de la ventana, lo mismo que para los archivos (todos cerrados con llave), el sofá y las dos o tres sillas.

Resollando por la caminata y la subida, el doctor Jeffries se acomodó detrás del escritorio. George Wheeler y Naomí Dunn ya se había buscado un lugar en el sofá, mientras que Randall había acercado una silla para sentarse junto a los otros.

– Hummm, tal vez debí haberlos llevado al comedor de empleados para que charláramos tomando un té -dijo el doctor Jeffries.

Wheeler levantó las manos.

– No, no, profesor; esto está muy bien.

– Espléndido -dijo el doctor Jeffries-. Yo pensé que la naturaleza de nuestra conversación más bien merecería un poco de intimidad. Para empezar, debo decir que tengo pocas noticias que ofrecer acerca de nuestro joven señor don… hummm, Florian… Florian Knight. Su desconcertante comportamiento y su inaccesibilidad me han angustiado y apenado. No he podido localizarle a él, ni tampoco a su prometida, la señorita Valerie Hughes, desde que llamé telefónicamente al barco anoche. Ustedes me preguntaron algo… ya olvidé qué… disculpen mi distracción… algo inquirieron allá abajo acerca del doctor Knight, ¿o no?

Wheeler se levantó del sofá y se mudó a una silla más cercana al escritorio.

– Sí, profesor. Olvidé preguntarle algo anoche. ¿Cuál es esa repentina enfermedad que padece el doctor Knight? ¿Qué le sucede?

El doctor Jeffries se retorció nerviosamente los bigotes.

– Yo también quisiera saberlo, George. La señorita Hughes no me lo explicó, y prácticamente no me dio oportunidad de preguntárselo. Sólo dijo que a Florian le había atacado una fiebre extremadamente alta y que había tenido que recluirse en la cama. Su médico le había indicado que lo que más necesitaba era un prolongado período de descanso.

– Eso me da la idea de un colapso nervioso -dijo Wheeler, asintiendo con la cabeza hacia Randall-. ¿Qué cree usted, Steven?

Randall consideró esa posibilidad como poco probable, pero respondió con seriedad:

– Bueno, si fuera un colapso se habrían presentado síntomas, signos de advertencia, aunque ligeros, durante algún tiempo. Tal vez el doctor Jeffries nos lo pueda decir -Randall miró al profesor de Oxford-. ¿Notó usted algún indicio de irracionalidad, de insensatez en el comportamiento del doctor Knight… o de ineficacia en su trabajo en los últimos meses?

– Ninguno en absoluto -respondió el doctor Jeffries enfáticamente-. El doctor Knight cumplió todas las tareas que le asigné de una manera consciente, brillante. El doctor Knight es un experto en muchas lenguas… el griego, el persa, el árabe, el hebreo… y el arameo, por supuesto; siendo este último el lenguaje en el que hemos estado trabajando. Como lector del museo, Florian ha funcionado intachablemente… justo lo que yo necesitaba. Comprendan esto: un joven tan enterado como Florian Knight no tiene que traducir el arameo, en un fragmento de papiro, palabra por palabra. Generalmente, Knight lo lee directa, fácil, naturalmente, como si fuera su lengua materna; como si estuviera leyendo el diario matutino. De cualquier manera, la actuación del doctor Knight, en cuanto a sus traducciones del arameo, del hebreo y del griego para nuestra junta de cinco miembros de Oxford, siempre fue elevada, siempre fue tan precisa, tan exacta como pudiera desearse.

– En resumen, ¿no cometía errores, especialmente en el último año? -insistió Randall.

El doctor Jeffries miró un instante a Steven antes de hablar.

– Mi querido amigo, los seres humanos son falibles, y su trabajo siempre está sujeto a equivocaciones. Han sido errores pretéritos (así como la nueva sabiduría se incrementó a través de la arqueología y de nuestros adelantos en filología) lo que motiva a los escolásticos a hacer nuevas traducciones de la Biblia. Permítame explicarme mejor, para que usted comprenda cabalmente las trampas a las que tuvo que enfrentarse el doctor Knight. Tomemos la palabra pim. Aparece en la Biblia sólo una vez, en el Libro de Samuel. Los traductores siempre creyeron que pim significaba «herramienta», y la consideraron como una especie de lima de carpintero. Recientemente, los traductores averiguaron que pim era en realidad una medida de peso, como la palabra shekel, así que en las últimas Biblias ya se ha utilizado esta palabra correctamente. Otro ejemplo: las antiguas Biblias inglesas siempre hicieron referencia a Isaías 7:14 redactándolo como: «Mirad, una virgen habrá de concebir.» Durante años esto fue interpretado como una profecía del Nacimiento de Cristo. Entonces, los traductores de la Versión Común Revisada vinieron y cambiaron esa línea, para que después leyera: «Mirad, una joven mujer habrá de concebir.» Ellos, los traductores, estaban traduciendo del hebreo original, en el cual la palabra almah significa «mujer joven». Las anteriores Biblias habían sido traducciones inexactas de los textos griegos que habían utilizado la palabra parthenos, que significa «virgen».

– Excelente información para el plan promocional -exclamó agradecidamente Randall.

El doctor Jeffries inclinó la cabeza y luego levantó un dedo en señal de advertencia.

– Sin embargo, señor Randall, por otra parte, los traductores pueden algunas veces ir demasiado lejos al tratar de modernizar, e indebidamente alteran los significados. Por ejemplo, Pablo menciona que Nuestro Señor dice: «Más bendito es quien da que quien recibe.» Esto siempre se consideró como una traducción perfectamente literal del griego. No obstante, los traductores de la Nueva Biblia Inglesa estaban tan ansiosos de volcar su trabajo al idioma inglés que alteraron la cita de modo que leyera: «La felicidad radica más en dar que en recibir.» Ahora bien, ésa no sólo era una traducción imperfecta, desde el punto de vista literal, sino que de hecho cambió el significado de la sentencia. Esa interpretación transformó una aseveración contundente en una reflexión perezosa y casual. Sacrificó una frase fuerte, sólida por una débil. Más aún, hay una considerable diferencia entre ser feliz y ser bendecido. Por lo que toca al doctor Knight, él nunca fue culpable de tales innovaciones. Pensando retrospectivamente, de ninguna manera puedo censurar el trabajo del doctor Knight. Permítame profundizar…

El doctor Jeffries se quedó pensativo, mientras Randall esperaba que continuara, deseando que surgiera alguna clave que resolviera el enigma de la enfermedad del doctor Knight.

– Cuando yo estuve dirigiendo un equipo de estudiantes preparatorianos interesados en la traducción inglesa del descubrimiento del Nuevo Testamento Internacional, el doctor Knight actuó como mi investigador aquí, en el museo, y nunca dejó de escudriñar, tratando de encontrar significados nuevos y contemporáneos del lenguaje. La mayoría de los escolásticos olvidan que Cristo vivió entre granjeros y convivió con ellos. Con demasiada frecuencia, los estudiosos se niegan a profundizar en el uso del lenguaje común entre los granjeros de principios del siglo primero en Palestina. Nuestro equipo de colaboradores había traducido una frase como «oídos de grano», pero el doctor Knight no quedó satisfecho. Se fue años atrás y descubrió que en la época de Cristo los granjeros decían que el trigo, la avena y la cebada tenían «cabezas» y no «oídos», y nos demostró que el término «oídos de grano» era incorrecto. Desafió, además, nuestra manera de usar la palabra ganado. Nos pudo probar que, en tiempos bíblicos, el vocablo ganado no se refería sólo a los bovinos, sino que abarcaba a todos los animales en general, incluyendo a los asnos, los gatos, los perros, las cabras, los camellos. Si hubiésemos usado ganado en la traducción, habría resultado terriblemente engañoso. El doctor Knight evitó que cometiéramos semejante imprecisión. -El doctor Jeffries echó un vistazo a Wheeler, y luego a Randall-. Caballeros, una mentalidad tan despierta difícilmente es propicia para un colapso nervioso.

– Supongo que tengo que estar de acuerdo con usted -concedió Randall.

– Puede usted tener la seguridad de que en esto yo tengo la razón -dijo amigablemente el doctor Jeffries-. Porque si alguna vez alguien ha trabajado bajo circunstancias propicias para un colapso mental, ese hombre es Florian Knight.

Randall frunció el ceño.

– ¿Bajo cuáles circunstancias?

– Bueno, durante todos esos largos meses, al pobre muchacho nunca se le dijo con precisión en qué estaba trabajando. Recuerden ustedes que se nos exigió guardar el secreto. Y a pesar de que tanto el doctor Knight como nuestros otros lectores eran tan dignos de confianza como sus superiores, se nos había advertido claramente que mientras menos personas supieran acerca del descubrimiento de Ostia Antica, sería mejor; así es que ocultamos la verdad frente al doctor Knight y los demás.

Randall se encontraba totalmente perplejo.

– Pero, ¿cómo pudo él trabajar para ustedes si ni siquiera le mostraron los fragmentos recientemente descubiertos?

– Nunca le enseñamos, ni a él ni a nadie, todos los documentos. Le asignamos al doctor Knight ciertos fragmentos cruciales para que trabajara en ellos, y otros versículos o frases diferentes a otros colaboradores. Yo le dije al doctor Knight que tenía algunos fragmentos de un códice apócrifo del Nuevo Testamento, y que planeaba escribir algo acerca de ellos. Me vi forzado a ocultarle la verdad. Los trozos de material que le di estaban tan incompletos, eran tan difíciles, tan confusos, que él debe haberse preguntado de qué se trataba todo eso. Sin embargo, fue lo suficientemente discreto como para nunca interrogarme al respecto.

Randall comenzaba a intrigarse.

– ¿Me está usted diciendo, doctor Jeffries, que su investigador, Florian Knight, nada sabe acerca de Resurrección Dos? -Le estoy diciendo que él nada sabía… hasta ayer por la tarde. Cuando vine de Oxford para reunirme con él, para prepararlo en su calidad de asesor de usted en Amsterdam, creí que finalmente podía revelarle la verdad total. Claro está que la Biblia ya está imprimiéndose, y para que Florian le fuese realmente útil a usted, tuve que revelarle absolutamente todo acerca del trascendental descubrimiento del profesor Monti. Ésa es la razón por la cual vine aquí a la oficina y le hablé, por primera vez, acerca del Evangelio según Santiago y del Pergamino de Petronio. Debo decir que Knight estaba anonadado.

– ¿Anonadado? ¿En qué sentido…?

– Hummm… pasmado sería más exacto, señor Randall. Estaba pasmado; se quedó sin hablar y, finalmente, se puso extremadamente excitado. Usted comprende. Para él, la Biblia lo era todo en la vida. Una revelación como la que yo le hice… puede ser abrumadora.

La curiosidad de Randall se había despertado por completo.

– ¿Y después de eso se enfermó?

– ¿Qué? No, no se enfermó en mi presencia…

– Pero, ¿después de que lo dejó usted se fue a su casa, y entonces se sintió enfermo?

El doctor Jeffries estaba jugueteando nuevamente con sus bigotes.

– Sí, supongo que eso es lo que ocurrió. Íbamos a reunirnos una vez más para cenar. Quería discutir con él, detalladamente, el nuevo nombramiento como su asesor, pero poco antes de la cena recibí ese misterioso telefonema de la señorita Hughes. Knight no podría asistir a la cena, ni podría hacerse cargo de su nueva tarea. Su médico se oponía a que siquiera lo reconsiderara. Lo que es más, no podría recibir una sola llamada durante una o dos semanas. -El doctor Jeffries sacudió la cabeza-. Muy mal, muy mal; es desconcertante, pero resultaría inútil tratar de saber algo más, cuando menos por ahora. Ya no podemos contar con Florian Knight. ¿Qué haremos? Supongo que sólo tenemos una alternativa: encontrar un sustituto -Jeffries se dirigió a Wheeler-. Tengo dos o tres lectores más que han trabajado para nosotros. Son jóvenes estables. Supongo que podríamos mandar a uno de ellos con el señor Randall y esperar que funcione. Desgraciadamente, ninguno de ellos es tan experto como el doctor Knight.

Wheeler se incorporó gruñendo, y Naomí también se puso de pie.

– Detesto conformarme con quien no es el mejor, profesor -dijo Wheeler-. Supongo que es inevitable, pero es tanto lo que está en juego que simplemente debemos obtener la mejor información posible, y presentar nuestro Nuevo Testamento Internacional de la manera más estimulante. Bien, apenas tengo tiempo para alcanzar mi avión a Amsterdam. Les diré qué; ¿por qué no discuten Steven y usted acerca de los posibles sustitutos de Knight? Steven puede quedarse… está alojado en el «Hotel Dorchester». Tal vez pueda entrevistar a los otros candidatos y elegir uno mañana mismo.

El doctor Jeffries se levantó para escoltar al editor y a Naomí hasta la puerta.

– Pésima suerte, pero haré lo que pueda para ayudar -prometió el doctor Jeffries-. Que tengan un buen viaje; pronto me reuniré con ustedes en Amsterdam.

Wheeler suspiró.

– Sí; muy mal eso de Knight. Bueno, hagan lo que puedan… Y, Steven, llámeme mañana. Avíseme cuándo llega. Enviaré un auto a recibirlo.

– Gracias, George.

Randall estaba de pie, esperando, cuando el doctor Jeffries regresó a la oficina.

– Hummm… este asunto de un reemplazo… tendré que pensarlo un poco. Será muy difícil conseguir al hombre adecuado. Permítame reflexionar; tal vez haga yo unas cuantas preguntas por aquí y por allá. Podríamos discutirlo más objetivamente por la mañana y tomar alguna decisión. ¿Le parece bien?

– Perfectamente -dijo Randall. Estrechó la mano del profesor y, mientras caminaban hacia la puerta, preguntó casualmente-. A propósito, doctor Jeffries, esta novia del doctor Knight (Valerie Hughes se llama, ¿verdad?), ¿acaso sabe usted dónde vive?

– Me temo que no. Sin embargo, ella trabaja en el departamento de libros de Sotheby and Company… Usted sabe, la casa del almoneda que está en la calle New Bond. A decir verdad, recuerdo que en alguna ocasión Florian me dijo que allí fue donde la conoció. Él siempre ha frecuentado ese lugar para ver los nuevos materiales bíblicos que ponen a la venta, con la esperanza de encontrar alguna ganga. Él es coleccionista de estos materiales, hasta donde sus ingresos se lo permiten. Sí, en Sotheby es donde conoció a esa joven. -El doctor Jeffries abrió la puerta de la oficina-. Si está usted desocupado, señor Randall, y le apetece cenar con alguien, me encantaría que nos reuniéramos en mi club.

– Muchísimas gracias, doctor Jeffries. Tal vez en otra ocasión. Hoy estaré ocupado… será mejor que vea yo a algunas gentes esta tarde y por la noche.


A las cuatro y media de la tarde, Steven Randall llegó a su destino en la calle New Bond.

Entre una tienda de antigüedades y un expendio de periódicos de W. H. Smith amp; Son estaban las puertas dobles que conducían a la casa de subastas más antigua del mundo. Arriba de la entrada estaba la cabeza de basalto de una diosa solar egipcia. Randall había leído que la arcaica pieza había sido subastada en una ocasión, pero que nunca había sido recogida por su comprador, así es que finalmente los propietarios la colocaron sobre su puerta de entrada y la usaron como su emblema. Debajo de la diosa había un letrero que indicaba que allí era Sotheby amp; Co., y a ambos lados del nombre de la compañía estaba el domicilio, con un número 34 y un número 35.

Randall entró apresuradamente, cruzó el pasillo con piso de mosaico y el tapete con una leyenda tejida (SOTHEBY 1844), y pasó a través de las puertas interiores. Tomando el pasamanos de madera, empezó a ascender la escalera alfombrada de verde hacia la Nueva Galería.

Arriba, los salones de exhibición estaban atestados de gente, y parecían estar poblados únicamente por hombres. Había un grupo de ellos alrededor de una colección de joyas, y muchos otros estaban estudiando con lupas los artículos sueltos. Había guardias de uniformes azules y galones dorados paseando entre los concurrentes, quienes sostenían abiertos los verdes catálogos mientras observaban las pinturas que pronto serían subastadas. Un caballero anciano estaba examinando varias monedas raras en una vitrina abierta.

Randall buscó alguna mujer entre los empleados, pero no vio a ninguna. Comenzaba a preguntarse si el doctor Jeffries no se habría equivocado acerca del empleo de Valerie Hughes, cuando se dio cuenta de que alguien le hablaba.

– ¿Puedo ayudarle, señor? -Su interlocutor, de mediana edad, con un ligero acento londinense, era una especie de oficial, enfundado en una larga levita gris-. Soy uno de los conserjes. ¿Hay algo en particular que desee usted ver?

– Hay alguien a quien quisiera ver -dijo Randall-. ¿Trabaja aquí una tal señorita Valerie Hughes?

La cara del conserje se iluminó.

– Sí, sí, ciertamente. La señorita Hughes está en el Departamento de Libros, inmediatamente después del Salón Principal de Subastas. ¿Me permite mostrarle el camino?

Caminaron a través de un salón adyacente que tenía las paredes tapizadas con fieltro rojo y estaba lleno de visitantes.

– ¿Qué es lo que hace la señorita Hughes en Sotheby? -preguntó Randall.

– Es una chica muy lista. Durante algún tiempo fue recepcionista en el mostrador del Departamento de Libros. Cuando un particular trae un lote de libros para ponerlos a la venta, lo atiende una recepcionista. Ella, a su vez, convoca a uno de nuestros ocho expertos en libros para que establezca el valor, ya sea de cada uno de los libros o de todos en conjunto. Evidentemente, la señorita Hughes sabía de libros raros tanto como nuestros más documentados expertos, así que cuando hubo una plaza disponible, a ella la promovieron al puesto de experta en libros. Éste, señor, es el Salón de los Libros.

Era una sala de subastas de tamaño regular, con bustos de Dickens, Shakespeare, Voltaire y otros inmortales adornando la parte superior de los estantes. Los propios estantes estaban atiborrados con paquetes de libros que pronto se pondrían a la venta. En el centro de la pieza había una mesa en forma de U, a la cual se sentaban los principales compradores durante las subastas; en el extremo abierto de la mesa había una tribuna de madera para el subastador. A un lado de la tribuna se encontraba un escritorio tipo Bob Cratchit, con un banco alto, para uso del dependiente encargado de cobrar el dinero a los mejores postores.

Randall se percató de la presencia de dos hombres de edad avanzada y una mujer joven que estaban clasificando libros; tal vez preparando los nuevos catálogos.

– La llamaré -dijo el conserje-. ¿Quién le digo que la busca?

– Dígale que Steven Randall, de los Estados Unidos. Dígale que soy amigo del doctor Knight.

El conserje fue a llamar a Valerie Hughes. Randall lo observó murmurándole al oído y luego vio cómo ella levantaba confusamente la mirada. Finalmente, la señorita Hughes inclinó afirmativamente la cabeza y puso a un lado su libreta de notas. Mientras el conserje desaparecía de la sala, ella se dirigió a Randall, quien caminó apresuradamente para encontrarla a la mitad del camino, junto a la mesa en forma de U.

Ella era pequeña y regordeta, tenía el cabello corto y áspero, anteojos exageradamente grandes, nariz y boca graciosas y tez aterciopelada.

– ¿Señor Randall? -preguntó ella-. No… no recuerdo que el doctor Knight lo haya mencionado jamás.

– El doctor Knight escuchó mi nombre por primera vez ayer, de boca del doctor Bernard Jeffries. Acabo de llegar de Nueva York y yo soy quien tenía que reunirse con el doctor Knight y trabajar con él en Amsterdam.

– Oh -dijo ella llevándose la mano a la boca. Parecía asustada-. ¿Lo envió el doctor Jeffries?

– No, él no tiene idea de que estoy aquí. Yo averigüé dónde trabajaba usted y me propuse verla por mi propia cuenta. Me presenté como un amigo del doctor Knight porque en verdad deseo ser su amigo. Necesito su ayuda, y la necesito mucho. Yo pensé que si me acercaba a usted y le explicaba qué es lo que pretendo hacer y cuánto me interesa la colaboración del doctor Knight…

– Lo lamento mucho; es inútil -dijo ella tristemente-. El doctor Knight está demasiado enfermo.

– No obstante, escúcheme. Estoy seguro de que él le ha hablado acerca del… del proyecto secreto… Bien, supongo que no hay peligro en mencionarlo por su nombre… Resurrección Dos… del cual se enteró apenas ayer…

– Sí, algo me dijo -admitió ella tentativamente.

– Entonces, escúcheme… -dijo Randall con apremio.

En voz baja comenzó a hablarle de sí mismo y de su profesión. Le explicó cómo fue que Wheeler lo había involucrado en el proyecto y le habló acerca de la llamada telefónica que el doctor Jeffries hizo al barco la noche anterior. Asimismo, le informó del asombro del doctor Jeffries durante la junta de esta tarde y de la desilusión sufrida a causa de que Knight no pudiera asumir su nueva tarea. Randall continuó hablándole de la manera más persuasiva, sincera y amable que le fue posible.

– Señorita Hughes -concluyó Randall-, si Florian Knight está en realidad tan gravemente enfermo como usted lo aseveró ante el doctor Jeffries, entonces, créame, ya no la molestaré con este asunto. ¿Está realmente tan enfermo?

Valerie miró fijamente a Randall, y sus ojos se comenzaron a llenar de lágrimas tras aquellos grandes anteojos.

– No, no es eso -dijo ella con voz entrecortada.

– Entonces, ¿puede usted decirme qué es?

– No puedo; en verdad no puedo, señor Randall. Le he dado mi palabra, y Florian lo es todo para mí.

– ¿No cree usted que él se interesaría en Resurrección Dos?

– Lo que importa no es lo que yo crea, señor Randall. Si de mí dependiera, lo tendría dentro del proyecto en dos minutos, puesto que ése es justamente el tipo de actividad que a él le gusta. Eso es lo que a él le interesa más que ninguna otra cosa en la vida, y para lo cual es tan eficiente. El ver terminado este trabajo le ayudaría también a él, pero yo no puedo decirle qué es lo que más le conviene.

– Puede intentarlo.

Valerie sacó un pañuelo del bolsillo de su bata y se lo llevó a la nariz.

– Oh, no sé; no sé si me atreveré.

– Entonces, permítame que yo lo intente.

– ¿Usted? -dijo ella asombrada ante tal sugerencia-. Yo… yo dudo que Florian reciba a alguien.

– Él no recibiría al doctor Jeffries, para lo cual podría tener sus razones; pero yo soy alguien más. Yo respeto al doctor Knight y lo necesito.

Valerie le guiñó un ojo.

– Supongo que no hay nada que perder -dijo ella con titubeos-. Yo desde luego quiero que él esté con usted en Amsterdam, por su propio bien -la actitud de decisión se reflejó en su rechoncho rostro-. Sí -agregó-. Trataré de hacer que lo reciba. ¿Tiene usted papel y lápiz?

Randall extrajo de su cartera una tarjeta de visita y se la entregó junto con su pluma de oro.

Valerie garabateó algo al reverso de la tarjeta, regresándola luego a Randall junto con la pluma.

– Ése es el domicilio de Florian en Hampstead… Hampstead Hill Gardens, a un costado de la calle Pond. Probablemente será una pérdida de tiempo pero, de todas formas, venga al apartamento de Florian esta noche a las ocho. Yo estaré allí. Si Florian no lo recibe… bueno, usted sabrá que lo intenté y no tuve suerte.

– Pero tal vez sí me reciba.

– Nada me haría más feliz -dijo Valerie Hughes-. Florian es una persona realmente maravillosa, una vez que uno traspasa la superficie. Bien, mantengamos los dedos cruzados hasta las ocho. -Por primera vez ella le ofreció una sonrisa triste, enfatizada por los hoyuelos que se le marcaron en las mejillas-. Y que Dios nos bendiga a todos.


Randall había dejado a Darlene, disgustada, en un cinema cercano a Picadilly, para luego continuar en el taxi sobre un trayecto aparentemente interminable hasta el domicilio señalado en Hampstead Hill Gardens.

Desde la oscura calle, Steven Randall había inspeccionado la casa victoriana de tres pisos, con su intrincado remate triangular, ladrillos rojos y un dosel de adornos cursis sobre el ornato de la puerta principal. Una vez adentro y conforme ascendía por la escalera, Randall supuso que la casa había sido dividida en cinco o seis modestos apartamentos.

El que correspondía al doctor Florian Knight estaba ubicado en el primer piso y, al no encontrar un timbre, tocó en la puerta sin obtener respuesta, para luego tocar más vigorosamente por segunda vez. Finalmente la puerta se abrió, apareciendo Valerie Hughes, afligida, vestida con falda, blusa y zapatos de tacón bajo. Ella lo miró furtivamente a través de sus anteojos de lechuza.

– ¿Nos ha bendecido Dios? -preguntó Randall suavemente.

– Florian está de acuerdo en recibirlo -dijo Valerie susurrando-. Aunque sólo por unos minutos. Sígame.

– Gracias -dijo Randall, siguiéndola a través de la anticuada sala (con aquellos muebles viejos y amarillentos, los montones de libros sobre el piso y los expedientes encima de los sillones) y entrado en la atiborrada recámara.

Steven tuvo que adecuar su vista a la tenue luz del dormitorio. Una lámpara de mesa que estaba a un lado de la cabecera de la cama de latón, proporcionaba a ese sucio y lúgubre cubículo la única iluminación.

– Florian -escuchó decir a Valerie Hughes-, éste es el señor Steven Randall, de los Estados Unidos.

Inmediatamente, Valerie se arrinconó contra la pared detrás de Randall, quien apenas pudo distinguir una ¿gura sobre la cama, apoyada contra dos almohadas. Florian Knight sí se parecía a Aubrey Beardsley, tal como Naomí lo había descrito, sólo que se veía como más esteta, excéntrico, y estaba sorbiendo de una copa de vino lo que Randall supuso que era jerez.

– Hola, Randall -dijo el doctor Knight con un tono de voz seco y algo arrogante-. Tiene usted todo un abogado en Valerie. Consentí en recibirlo sólo porque tenía curiosidad por contemplar con mis propios ojos semejante ejemplar de la sinceridad. Me temo que será inútil, pero ya está usted aquí.

– Me complace el que me haya permitido venir -dijo Randall con intencionada afabilidad.

El doctor Knight había puesto a un lado su jerez y con la mano señaló una silla que estaba al pie de la cama.

– Puede usted sentarse, en tanto no lo tome como una invitación a quedarse para siempre. Creo que en cinco minutos podemos abarcar todo lo que tenemos que decir.

– Gracias, doctor Knight -Randall se dirigió a la silla y se sentó. Ahora se daba cuenta de que el joven que estaba en la cama usaba un audífono. No estaba seguro de por dónde comenzar, de cómo penetrar la hostilidad del científico. Lo hizo afablemente-. Lamenté mucho enterarme de que ha estado usted enfermo. Espero que ya se sienta mejor.

– Nunca estuve enfermo. Fue una mentira; cualquier cosa para librarme de nuestro jactancioso y mentiroso amigo Jeffries. En cuanto a que me sienta mejor… no me siento mejor; me siento peor que nunca.

Randall se dio cuenta que no habría tiempo para afabilidades. Tendría que ser tan franco y directo como le fuera posible.

– Mire, doctor Knight, no tengo la más vaga idea de por qué se siente usted así. Yo soy un extraño. Simple y llanamente, me he metido en algo acerca de lo cual no sé nada. Sea lo que fuere, espero que se pueda resolver, porque yo lo necesito a usted. A mí se me ha concedido muy poco tiempo para preparar la promoción de lo que parece ser una extraordinaria nueva Biblia. A pesar de ser hijo de un clérigo, yo no tengo más conocimientos acerca del Nuevo Testamento o de teología que un lego. Necesito ayuda desesperadamente. Desde el principio se me informó que usted era la única persona que me podía brindar la asistencia que requiero. Con toda seguridad, cualquier cosa que usted tenga en contra del doctor Jeffries, no tiene por qué obstaculizar nuestra mutua colaboración en Amsterdam.

El doctor Knight aplaudió burlonamente con sus delgadas y nerviosas manos.

– Bonito discurso, Randall; pero esté usted seguro de que le faltó un gran trecho para que fuera suficiente. Puede usted apostar a que no me dejaré involucrar en nada en lo cual ese maldito bastardo de Jeffries esté mezclado. Por mucho que me fastidien, no voy a cambiar de parecer. Estoy harto de someterme a ese ostentoso hijo de puta.

Randall se percató de que no había nada más que perder.

– ¿Qué tiene usted en contra del doctor Jeffries?

– ¡Ja! ¿Qué es lo que no tengo yo en contra de ese asqueroso cerdo? -El doctor Knight miró más allá de Randall-. Le podríamos decir tantas cosas…, ¿verdad, Valerie? -Haciendo gestos de dolor, Knight se acomodó en una posición más alta en la cama-. Esto es lo que tengo en contra de Jeffries, mi querido camarada. El doctor Bernard Jeffries es un bestial y maldito mentiroso que me ha usado por última vez. Estoy hastiado de verme colocado entre los basureros, haciendo la limpieza detrás de ese cretino, mientras él asciende más y más alto. Me mintió, Randall. Me hizo desperdiciar dos años de mi preciosa vida. No perdonaría a ningún hombre que me hiciera semejante cosa.

– ¿Por qué? -insistió Randall-. ¿Qué fue lo que él…?

– Hable en voz alta, por amor de Dios -dijo el doctor Knight casi gritando, mientras se ajustaba el audífono-. ¿Qué, no ve que estoy sordo?

– Lo siento -dijo Randall levantando la voz-. Estoy tratando de averiguar por qué está usted tan furioso contra el doctor Jeffries. ¿Acaso es que apenas hasta ayer le dijo la verdad acerca de la investigación que le había encomendado?

– Randall, póngase usted en mis zapatos, si es que puede. Ya sé que no es fácil que un norteamericano próspero se ponga en el pellejo de un pobre y mal formado teólogo. Sin embargo, inténtelo usted. -A Knight le temblaba la voz-. Hace dos años, Jeffries me persuadió de dejar mi confortable situación en Oxford y venir a esta ciudad inmunda a vivir en este mugroso apartamento, para trabajar sobre un documento sensacional que él estaba preparando. A cambio de ello, me hizo ciertas promesas que jamás ha cumplido. No obstante, yo le había tenido confianza y colaboré. Me esclavicé por él, y lo hice con gusto. Me apasiona mi trabajo…; siempre me ha apasionado y siempre me apasionará. Me entregué por completo, sólo para enterarme ayer de que todo había sido una farsa… para enterarme de que ese hombre en quien yo había depositado mi fe y mi confianza no había ni confiado ni creído en mí. Que se me haya revelado, por vez primera, que todo mi maldito esfuerzo no había estado encaminado hacia lo que yo creía, sino hacia la traducción de un nuevo Evangelio, una nueva y revolucionaria Biblia. El haber sido tratado con semejante falta de respeto, incluso con desprecio… me puso completamente loco de ira.

– Eso lo puedo comprender, doctor Knight. No obstante, usted ha admitido que estaba apasionado por su trabajo, y resulta evidente que realizó una magnífica labor (tal como el doctor Jeffries sinceramente lo admitió, encomiándolo); usted hizo un trabajo importante para una causa importante.

– ¿Qué causa? -gruñó el doctor Knight-. ¿Ese maldito papiro y los fragmentos del pergamino de Ostia Antica? ¿La revelación del Jesucristo humano? ¿Espera usted que yo crea esa historia tan sólo en base a la palabra del doctor Jeffries?

Randall frunció el ceño.

– Ha sido completamente autentificado por los principales expertos tanto de Europa como del Medio Oriente. Yo estoy ciertamente listo para aceptar…

– Usted no sabe ni una maldita cosa acerca de eso -interrumpió el doctor Knight-. Usted es un amateur y está en la nómina de ellos. Usted cree lo que le digan que crea.

– No es así -dijo Randall, tratando de controlarse-; ni remotamente. Pero por la evidencia que he contemplado y escuchado, no tengo razón para dudar del trabajo de Resurrección Dos ni para desacreditarlo. Usted seguramente no está sugiriendo que este descubrimiento…,

– Yo no estoy sugiriendo nada -interrumpió nuevamente el doctor Knight-, excepto esto: que ningún erudito en todo el mundo sabe más acerca del Jesucristo histórico y de Su tiempo y de Su tierra que yo…,; ni Jeffries, ni Sobrier, ni Trautmann, ni Riccardi. Estoy aseverando que nadie merecería estar al frente de ese proyecto más que Florian Knight. Hasta que no vea su maldito descubrimiento con mis propios ojos y lo examine a mi entera satisfacción, no lo voy a aceptar. Hasta ahora, todo es meramente un rumor.

– Entonces acompáñeme a Amsterdam y póngalo a prueba, doctor Knight.

– Demasiado tarde -dijo el doctor Knight-. Demasiado poco, demasiado tarde. -Se recostó sobre las almohadas, fatigado y pálido-. Lo siento, Randall. No tengo nada en contra de usted; sin embargo, yo no me prestaré a fungir como asesor de Resurrección Dos. No soy tan autodestructivo ni tan masoquista -Knight se pasó la mano sobre la frente-. Valerie, estoy transpirando nuevamente. Me siento muy mal.

Valerie había venido al lado de la cama.

– Ya te has agotado demasiado, Florian. Debes tomar otro sedante y descansar. Acompañaré al señor Randall a la puerta. En seguida vuelvo.

Ofreciendo a Florian Knight su agradecimiento por haberle concedido ese tiempo, pero sintiéndose renuente a marcharse sin haber logrado su objetivo, Randall salió de la recámara siguiendo a Valerie hacia la sala.

Desconsolado, Randall había salido al pasillo y se disponía a subir la escalera, cuando se percató de que Valerie venía detrás de él.

– Espéreme en el «Roebuck» -musitó ella apresuradamente-. Es nuestra taberna local, a la vuelta de la esquina sobre la calle Pond. No lo haré esperar más de veinte minutos. Yo… yo creo que hay algo que más vale que le diga.


Todavía estaba esperando a Valerie a las nueve cuarenta y cinco.

Se sentó en el banco de madera que estaba pegado a la pared, cerca de las puertas de vidrio de la entrada. A pesar de no tener hambre, Steven había ordenado una empanada de ternera y jamón para llenar más el tiempo que su estómago. Había comido el huevo duro, un poco de ternera y jamón, y todo el centro del pan.

Perezosamente, Randall observó a la más joven de las dos mujeres que estaban tras la barra del «Roebuck» servir del grifo un vaso de cerveza de barril Double Diamond, esperar a que se disolviera la espuma y después llenar el vaso hasta el borde. Se lo dio a un parroquiano sentado a la barra; un hombre con ropa de obrero que mordisqueaba una salchicha caliente.

Randall especuló de nuevo acerca de lo que Valerie habría querido decir cuando salía del apartamento de Florian: Hay algo que más vale que le diga.

¿Qué cosa sería lo que él no sabía?

También se preguntaba qué era lo que la demoraba tanto.

En ese momento oyó que la puerta de entrada al «Roebuck» se abría y se cerraba. Valerie se detuvo ante él y Randall se puso de pie de un salto, la tomó del brazo y la condujo hacia el banco tras la mesa, sentándose enfrente de ella.

– Lo lamento -se disculpó ella-. Tuve que esperar hasta que Florian se durmiera.

– ¿Desea comer o beber algo?

– No me molestaría un poco de cerveza oscura, si usted me acompaña.

– Por supuesto. Yo también tomaré una.

Valerie llamó a la camarera que tenía aspecto de matrona.

– Dos cervezas Charrington. Que sea un tarro grande y uno chico.

– Siento mucho haber perturbado al doctor Knight -dijo Randall.

– Oh, estaba peor anoche y lo estuvo también la mayor parte del día de hoy, antes de que usted llegara. Me dio mucho gusto que usted le haya hablado con franqueza. Lo escuché absolutamente todo. Por eso quería hablarle en privado.

– Usted dijo, Valerie, que tenía algo que decirme.

– Así es -dijo ella.

Esperaron hasta que la camarera les hubo servido. El tarro grande con cerveza de barril fue colocado frente a Randall, y Valerie ya estaba bebiendo del suyo, más pequeño. Finalmente, ella dijo, bajando su bebida:

– ¿Notó usted algo extraño acerca de lo que Florian le dijo?

– Sí -dijo Randall- He estado pensando en eso mientras la esperaba. Él habló de ciertas promesas que le hizo el doctor Jeffries y que no cumplió. Habló de que no se uniría a Resurrección Dos porque no era tan autodestructivo o masoquista… y quién sabe qué quiso decir con eso. Habló también de haber sido utilizado por razones enfermizas y de que no se había confiado en él; sin embargo, yo no puedo creer que se haya enfurecido tanto como para retirarse de todo, tan sólo por una mera cuestión de vanidad ultrajada. Entonces sentí (y aún siento) que debe haber mucho más que eso.

– Tiene usted toda la razón -dijo Valerie simplemente-. Hay mucho más que eso y creo que debo decírselo, si usted se lo reserva confidencialmente.

– Le prometo que así lo haré.

– Muy bien. No tengo mucho tiempo. Tengo que regresar de nuevo y dormir un poco. Lo que le voy a decir se lo revelo por el propio bien de Florian; por su supervivencia. No siento estarlo traicionando.

– Ya tiene usted mi palabra -le reaseguró él-. Esto queda entre nosotros.

La regordeta cara de Valerie era solemne, y su tono de voz también era formal y apremiante.

– Señor Randall, Florian está más sordo de lo que él mismo admite. Su aparato para la sordera ayuda a establecer la comunicación con él, pero no es realmente efectivo. Florian se las arregla solamente porque aprendió a leer los labios hace mucho tiempo. Él puede hacer cualquier cosa que se proponga; creo honestamente que es un genio. Sea como fuere, hasta donde puede saberse, los tímpanos de Florian se perforaron o semidestruyeron a raíz de una infección que sufrió después de su adolescencia. La única posibilidad de curación implica cirugía y trasplantes… tal vez una serie de operaciones. La intervención quirúrgica se llama timpanoplastia.

– Pero, ¿podrá recuperar el oído totalmente?

– Su otólogo siempre lo ha creído así. La cirugía… la posible serie de intervenciones quirúrgicas, es costosa. El cirujano recomendado para hacer ese trabajo está en Suiza, lo cual siempre ha estado más allá de las posibilidades económicas de Florian. Apenas le alcanza para su alimentación. Además, él mantiene a su madre viuda, que vive en Manchester y depende enteramente de él. Yo me he ofrecido para ayudar a Florian (bastante poco puedo hacer), pero él es demasiado orgulloso para aceptar siquiera eso. Ya vio usted cómo vive. Su pequeño apartamento le cuesta ocho libras a la semana. Él necesita un automóvil, de cualquier clase, pero no puede costeárselo. Con toda su brillantez, siendo un respetable científico de Oxford y trabajando tan valiosamente para el doctor Jeffries, sólo gana tres mil libras al año. Ya se imaginará lo poco que puede hacer con eso. Consecuentemente, Florian ha resuelto ganar más dinero. Su sordera lo obsesiona. No sólo por las dificultades que actualmente eso le crea, sino también por el aspecto psicológico. Ese defecto lo ha amargado; así es que su meta más importante ha sido ganar el suficiente dinero para llevar a cabo la cirugía. Después de eso, a él… bueno, a él le gustaría poder casarse conmigo y formar una familia. ¿Se da usted cuenta?

– Sí, ya veo.

– Su única gran esperanza era que el doctor Jeffries, su superior, se jubilara antes de la edad obligatoria de setenta años, lo que le brindaría a Florian una oportunidad para ocupar el puesto de Primer Catedrático de Hebreo. Al principio era sólo una esperanza, pero hace dos años se convirtió en promesa. De hecho, el doctor Jeffries le prometió a Florian que si aceptaba irse como lector al Museo Británico, sería recompensado; recompensado con la pronta jubilación del doctor Jeffries y la recomendación de éste para que Florian lo reemplazara. El ascenso significaría un salario suficiente para que Florian se operara y, eventualmente, pudiera casarse. Bajo tal entendimiento, Florian estuvo muy complacido de dedicarse a los asuntos del doctor Jeffries en Londres. Pero, demasiado pronto, Florian oyó un inquietante rumor (de una fuente fidedigna) en el sentido de que Jeffries había cambiado de parecer con respecto a su jubilación. Los motivos eran ambiciones políticas egoístas. Según lo que Florian escuchó, el doctor Jeffries había sido nominado candidato principal para presidir el Consejo Mundial de Iglesias en Ginebra. Para promover su propia candidatura, el doctor Jeffries había decidido retener su puesto en Oxford tanto tiempo como le fuera posible.

– Aprovechando ese puesto como una mera vitrina -inquirió, afirmando, Steven.

– Exactamente. El pobre Florian estaba muy disgustado, pero no podía verificar el rumor, así es que mantuvo una leve esperanza de que el doctor Jeffries se jubilaría, tal como se lo había prometido. No obstante, a sabiendas de que no podría depender de eso, Florian urdió otro plan para ganar dinero. Él siempre había deseado escribir y publicar una nueva biografía de Jesucristo, basada en lo que hoy se sabe acerca de Jesús (lo mismo por los evangelios que por las fuentes no cristianas y las especulaciones de los teólogos), así como por deducciones originales que el propio Florian había hecho. Así pues, desde hace dos años, trabajando mañana y tarde para el doctor Jeffries, esclavizándose todas las noches hasta pasadas las doce, incluyendo los días festivos, casi todos los fines de semana, y hasta durante sus vacaciones, Florian realizó sus investigaciones y finalmente escribió su libro. Una maravilla de libro que tituló Simplemente Cristo. Hace algunos meses, Florian mostró una parte del libro a uno de los más importantes editores británicos, quien se impresionó profundamente y estuvo de acuerdo en suscribir con Florian un contrato de publicación y en otorgarle un jugoso anticipo de dinero (lo suficiente para costear su operación y hasta para poder casarnos) contra la entrega del libro terminado. Pues bien, Florian había concluido la obra y estaba haciendo ya la revisión final. Planeaba entregar el manuscrito en un lapso de dos meses, firmar su contrato y vivir una posición holgada (o, digamos, solvente) después de lo que parecía haber sido una eternidad. No puedo describirle cuan feliz estaba. Hasta ayer.

– ¿Quiere usted decir cuando el doctor Jeffries le dijo…?

– Cuando el doctor Jeffries le reveló el secreto del descubrimiento de Ostia Antica, cuando le informó que el Nuevo Testamento Internacional estaba ya en las prensas y le manifestó todos esos hechos acerca de Jesucristo, hasta ahora desconocidos, que van a hacerse públicos. Para Florian, aquello fue como si lo golpearan en la cabeza con un mazo. Estaba deshecho, completamente aterrado. A causa de sus sueños y esperanzas había puesto en Simplemente Cristo hasta el último grano de energía. Ahora, con este nuevo descubrimiento, esta nueva Biblia, la hermosa biografía de Florian resultaba obsoleta, impublicable; carecía de sentido. Lo más amargo de todo fue que si hace dos años le hubieran hablado acerca de ese nuevo descubrimiento, Florian no hubiera desperdiciado sus esperanzas y energías específicamente en ese libro suyo. Peor aún, se dio cuenta de que el doctor Jeffries, sin saberlo, lo había usado para ayudar en la investigación y traducción del libro que había destruido su propia obra y su futuro. ¿Puede usted comprender ahora lo que le sucedió ayer a Florian y explicarse por qué estaba tan agobiado, tan amargado como para verlo y aceptar ir con usted a Amsterdam?

Steven Randall contemplaba desconcertado su cerveza.

– Eso es espantoso; ha ocurrido una cosa terrible -dijo finalmente-. No puedo decirle cuánto lo siento por el doctor Knight. Si eso me hubiera sucedido a mí… bueno… me habría querido suicidar.

– Ya lo intentó Florian -espetó Valerie-. No… no se lo iba a decir a usted… pero… es igual. Ayer estaba tan enfermo de desesperación, después de que dejó al doctor Jeffries, que cuando regresó a su apartamento tomó una docena (o dos) de somníferos y se tendió en su cama listo para morir. Afortunadamente, yo le había prometido venir y prepararle la cena. Tenía llave, así que entré y lo encontré inconsciente. Cuando vi el frasco vacío, llamé al médico de mi madre (el que me trajo al mundo) porque sabía que podía confiar en él; llegó a tiempo y salvó a Florian. Gracias a Dios. Estuvo muy enfermo toda la noche, pero comenzó a recuperar sus energías hoy.

Impulsivamente, Randall tomó la mano de la muchacha entre las suyas.

– Honestamente, no puedo decirle cuán mal me siento, Valerie.

Ella inclinó la cabeza.

– Yo sé cómo se siente. Usted es un hombre decente.

– Lamento mucho haber molestado al doctor Knight esta noche. Francamente, no puedo culparlo por rehusarse a colaborar en nuestro proyecto.

– Oh, pero en eso está usted equivocado, señor Randall -dijo Valerie con repentina animación-. Si usted no hubiera venido esta noche, no estaría yo aquí para decirle lo que le voy a decir. Mire usted, yo creo que éste es justo el momento en que Florian necesita un entretenimiento; mantenerse ocupado, relajarse en su trabajo. Yo siento que él definitivamente debe participar en Resurrección Dos. Antes de su visita, yo pensaba que no habría ninguna oportunidad; pero cuando usted sacó el asunto a colación, yo estaba observando la cara de Florian, escuchándolo hablar. Conozco cada matiz de su voz. A él lo conozco tan íntimamente que, con cualquier cosa que diga, sé lo que realmente está sintiendo. Lo escuché decir que no estaba rechazando completamente el descubrimiento de Ostia Antica. También le oí decir que lo creería sólo si pudiera verlo por sí mismo. Yo conozco a Florian, y sé distinguir las diferentes señales entre cuando está resentido y cuando está volviendo a la vida. Allí estaban las señas, sólo que él estaba demasiado disgustado para que por sí mismo pudiera admitirlo.

– ¿Quiere usted decir que…?

Valerie le ofreció su extraña y triste sonrisa.

– Quiero decir que Florian me tiene absoluta confianza y que yo puedo influir en él para que haga casi cualquier cosa, cuando resulta necesario. Pues bien, yo quiero que él esté con usted en Resurrección Dos. Yo creo que, por encima de su orgullo, él desea estar allí. Yo me encargaré de que él se reúna con usted en Amsterdam. Casi puedo garantizarle que lo hará, digamos, en una semana. Necesitará una semana para recuperarse. Después de eso, usted lo tendrá a su lado; amargado, elusivo, rencoroso, pero siempre entusiasmado y haciendo el trabajo que usted necesita que se haga. Lo tendrá con usted; le doy mi palabra. Gracias por su paciencia… y… y por la cerveza. Será mejor que me marche.

Fue hasta más tarde (después que consiguió un taxi en Hampstead y se recordó a sí mismo que debía telefonear al doctor Jeffries para informarle que ya contaba con un asesor-traductor), que Randall desdobló la edición vespertina del London Daily Courier.

En la primera página, el encabezado a tres columnas le saltó a la vista:


MAERTIN DE VROOME INSINÚA EL

DESCUBRIMIENTO DE UN SORPRENDENTE NUEVO

TESTAMENTO; NIEGA LA NECESIDAD DE OTRA

BIBLIA. CALIFICA EL PROYECTO DE

«INÚTIL E IRRELEVANTE»


La noticia estaba fechada en Amsterdam. La referencia y el crédito decían: «Exclusiva de Nuestro Corresponsal, Cedric Plummer. Primera de Tres Partes.»

«Tanto secreto -pensó Randall- para llegar a esto.»

Descorazonado, había intentado leer el artículo bajo la débil luz del taxi.

Plummer había obtenido una entrevista exclusiva con el cada vez más popular revolucionario de la Iglesia protestante, el reverendo Maertin de Vroome, de Amsterdam. El augusto clérigo había declarado que disponía de información secreta en el sentido de que, en base a un descubrimiento arqueológico recientemente realizado, se estaba preparando una flamante traducción del Nuevo Testamento que pronto sería puesto a la venta, como un engaño al público, por un sindicato internacional de comerciantes editores apoyados por los codiciosos miembros ortodoxos de la tambaleante Iglesia mundial.

«No necesitamos otro Nuevo Testamento para hacer relevante la religión en este mundo cambiante -según citaban a De Vroome-. Necesitamos reformas radicales dentro de la religión y de la propia Iglesia; cambios en el clero y en las interpretaciones de las Escrituras, para hacer que la religión tenga de nuevo un sentido verdadero. En estos tiempos de inquietud, la fe requiere de algo más que nuevas Biblias, nuevas traducciones o nuevas anotaciones basadas en otro nuevo descubrimiento arqueológico, para que tenga un valor real para la Humanidad. La fe requiere de una nueva casta de hombres de Dios que trabajen por el bienestar de los hombres que viven sobre esta Tierra. Ignoremos o boicoteemos este constante comercialismo de nuestras creencias. Resolvámonos a resistir otro irrelevante e inútil Libro Sagrado, y en su lugar hagamos relevante el mensaje del Jesús simbólico, familiarizado ya con la gente que padece y sufre en todas partes del mundo.»

Y decía más, mucho más acerca de lo mismo.

Pero en ninguna parte de la noticia había siquiera un solo hecho concreto. Ninguna mención de Ostia Antica, ni de Resurrección Dos; ni siquiera mencionaba por su nombre al Nuevo Testamento Internacional.

El reverendo Maertin de Vroome conocía sólo los primeros rumores, y ésta no era más que su advertencia inicial hacia los miembros de la Iglesia establecida, contra quienes se estaba preparando para la batalla.

Randall cerró el periódico. Después de todo, Wheeler no había exagerado la necesidad de una estrecha seguridad. Con un personaje tan poderoso como De Vroome ya tras ellos, el futuro del proyecto podía estar en grave peligro. Como parte del proyecto, el propio Randall se sintió amenazado y temeroso.

Y entonces, otro pensamiento lo intimidó.

Acababa de responsabilizarse de haber logrado arreglar el viaje a Amsterdam de un joven disgustado y amargado llamado Florian Knight. Si Maertin de Vroome era enemigo de Resurrección Dos, entonces ese clérigo podría encontrar en el doctor Knight un aliado que odiara el proyecto aún más que él.

Sin embargo, De Vroome no había penetrado todavía las defensas internas de Resurrección Dos. Pero cualquier día, con la presencia en Amsterdam del doctor Knight, el reformista radical podría, después de todo, tener su propio caballo de Troya.

Randall se preguntaba qué era lo que debía hacer.

Decidió que vigilaría y esperaría, y que trataría de averiguar si el caballo de Troya estaba destinado a permanecer vacío o si se convertiría en un portador de destrucción para lo que se había convertido en su última esperanza sobre la Tierra.

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