Desde su asiento junto al pasillo del jet de la compañía holandesa KLM, Randall se inclinó sobre Darlene a tiempo para alcanzar a echar un vistazo a la capital de los Países Bajos, que se encontraba muy por debajo de ellos. Amsterdam semejaba un tablero de ajedrez grisáceo y enmohecido, con las casillas ocupadas por torres en espiral y construcciones al estilo de los cuentos de hadas, y subrayados por las brillantes líneas líquidas que reflejaban los canales de la vieja ciudad.
En sus años oscuros, cuando aún vivía con Bárbara, Randall había estado una vez en Amsterdam durante dos días, y había contemplado la ciudad rutinaria, impacientemente: la plaza principal, conocida como Dam, la zona comercial llamada Kalverstraat, la Casa de Rembrandt, y las pinturas de Van Gogh en el Museo Stedelijk.
Ahora, desde su asiento en el avión, esperaba con entusiasmo el momento de retornar. Lo que allí le esperaba prometía toda una nueva vida. Incluso la velada amenaza implícita en aquel diario vespertino de Londres, la entrevista que alguien llamado. Plummer había hecho al formidable reverendo Maertin de Vroome, añadía un aire de incertidumbre y riesgo y, por lo tanto, estimulaba su visita. Dentro de ese tablero, allá abajo, dos fuerzas antagónicas se movían secretamente una contra la otra: las legiones ortodoxas de Resurrección Dos, que pretendían salvar y reforzar la fe existente, se oponían a un revolucionario llamado De Vroome, que quería asesinar al Jesucristo vivo y destruir una Iglesia que había existido desde el siglo primero.
Randall se divertía interiormente con el modo simple como había alineado, en blanco y negro, los pros y los contras, como si estuviera confrontando a uno de sus clientes industriales contra un competidor; como si estuviera escribiendo apresuradamente una gacetilla para la Prensa. Sin embargo, durante mucho tiempo había sido condicionado a la lealtad hacia sus clientes, y así seguía entendiéndolo.
Randall se preguntaba si Wheeler y los demás habrían visto el artículo de Plummer en primera plana, y en tal caso, cuáles habrían sido sus reacciones. Se preguntaba también si debería mencionar la entrevista cuando se encontrara con Wheeler, que estaría esperándolo con un automóvil en el aeropuerto de Schiphol. Dedujo que estaba perdiendo el tiempo; por supuesto que Wheeler y los otros sabrían ya acerca del artículo de Plummer.
Cinco minutos después, el avión aterrizaba suavemente sobre una de las pistas, rodando hasta la terminal. Randall y Darlene salieron a través de la pasarela móvil cubierta. De pie sobre la acera móvil, recorrieron una distancia de casi tres campos de fútbol, hasta llegar a la aduana. El letrero de vidrio amarillo sobre la computadora electrónica de manufactura italiana, que decía SOLARI 5, guió a Randall hacia el lugar donde recogería su equipaje, que en ese momento llegaba sobre la banda transportadora. El uniformado oficial holandés de aduana llegó cruzando el piso de mosaico. Su semblante franco sonreía alegremente a Randall y Darlene.
– ¿Americanos? -revisó sus cuestionarios aduanales-. Ah, señor Randall, los estábamos esperando. Por favor, pasen.
Mientras seguían al maletero, Darlene suspiró con alivio.
– Temía que me quitaran todos mis cigarrillos.
Al entrar a la sala de llegadas, Randall se sintió momentáneamente desubicado. Parecía como si estuviera en una pequeña jaula de vidrio, rodeada por una jaula más grande.
Darlene lo cogió de la manga de su chaqueta deportiva.
– ¿Cambiamos nuestro dinero? -preguntó ella, señalando una máquina automática de cambio de moneda.
– Wheeler se encargará de eso -contestó él-. ¿Dónde diablos estará? -Randall hizo señales a una muchacha de rostro radiante que vestía un conjunto azul marino y guantes blancos de la KLM -. ¿Dónde podríamos encontrar a un «migo que está esperándonos?
Ella los condujo hacia la más cercana de las cuatro puertas que llevaban hacia fuera a través de la pared de cristal.
Wheeler, grande y ruidoso, ya se encaminaba hacia ellos a zancadas.
– ¡Bienvenidos a Amsterdam! -vociferó. Luego, bajando la voz, dijo-: Quiero que conozcan al presidente de nuestro consejo de editores, el director de Resurrección Dos; un distinguido editor religioso de Munich… insistió en acompañarme…
Randall se percató de la presencia de otra persona que empequeñecía a Wheeler; un digno caballero de por lo menos un metro noventa y tres de estatura. El caballero se había quitado el sombrero, revelando una cabellera plateada y lustrosa y delineando su redonda cabeza. Usaba anteojos sin aros sobre sus inquietos ojos, tenía una nariz puntiaguda y dientes grandes y amarillentos.
– El doctor Emil Deichhardt -anunció Wheeler, presentando a Steven Randall y a Darlene Nicholson.
El doctor Deichhardt hizo el gesto de besar el dorso de la mano de Darlene sin tocarla con los labios y luego cubrió la mano de Randall, saludando con un apretón parecido a un zarpazo; después, con un inglés algo gutural, pero muy correcto, dijo:
– Nos complace mucho tenerlo en Amsterdam, señor Randall; con usted, nuestro equipo está completo. Ahora podremos presentar al mundo entero, de la manera más efectiva posible, nuestro esfuerzo de tantos años. Sí, señor Randall; su reputación le precede.
Wheeler los instó a salir de la sala de llegadas.
– No tenemos tiempo que perder -dijo-. Lo llevaremos directamente al «Hotel Amstel», el mejor de la ciudad, donde la mayoría de nuestros ejecutivos están hospedados. Tan pronto como haya usted desempacado, diríjase a nuestro cuartel general. Queremos que se oriente, que conozca a parte del personal clave. Después de eso… ¿a la una, Emil?… almorzará usted con los cinco editores, así como con sus consejeros en teología… también ellos estarán presentes, excepción hecha del doctor Jeffries, quien llegará dentro de unos cuantos días. Óigame, su telegrama prometía un golpe maestro; la casi certeza del reclutamiento de Florian Knight. Más tarde tendrá que decirme cómo se las arregló. Usted es un vendedor, ¿o no? Ya llegamos; éste es el auto.
Frente a una enorme maceta de flores, la flamante limusina «Mercedes-Benz» esperaba en la calzada. El chófer holandés tenía abiertas ambas puertas. Randall siguió a Darlene hacia el asiento posterior, y el doctor Deichhardt subió con ellos. Wheeler se acomodó en el asiento delantero.
Dejaron atrás la gigantesca torre de control por radar de Schiphol, pasaron por una moderna e irreconocible estatua negra, siguieron a través de un túnel profusamente iluminado, y pronto alcanzaron la carretera hacia Amsterdam. Wheeler y Deichhardt sostuvieron una charla trivial, fundamentalmente en relación con los planes editoriales, y a veces se dirigían a Darlene para comentar acerca del paisaje; pero Randall apenas los escuchaba.
Prefirió contenerse, conservar sus energías antes de que la extrañeza del lugar ajeno, la gente nueva y su primer día se precipitaran sobre él.
Fue un recorrido de treinta minutos hasta Amsterdam. El día era cálido; la campiña y los nuevos conjuntos residenciales estaban bañados por el sol.
Una fábrica de la IBM surgió a la vista, y después abandonaron la carretera. Se veían letreros que pasaban instantáneamente a través de la ventanilla letreros que decían JOHAN HUIZINGALAAN, POSTJESWEG, MARNIXSTRAAT y, en una esquina muy transitada, uno que decía ROZENGRACHT.
Randall oyó que Deichhardt se dirigía a Darlene.
– Estamos cerca de la casa de Anna Frank. Este canal tiene cuatro metros más de altitud que el aeropuerto. ¿Sabía usted que el aeropuerto (a decir verdad, la mayor parte de la ciudad), está bajo el nivel del mar? Estos holandeses son muy industriosos. Rozengracht… gracht quiere decir canal y, para su información, straat y weg quieren decir calle… y plein, una palabra con la que se familiarizará, significa plaza; como Thorbeckplein, que quiere decir Plaza Thorbecke. Bitte, ¿ve usted el tranvía delante de nosotros? ¿Ve usted la caja pintada de rojo en la parte trasera?
Randall, mirando hacia delante, observó el angosto tranvía pintado de color crema que les había hecho aminorar la velocidad.
– Eso es un buzón -continuó Deichhardt-. Los habitantes de Amsterdam corren para depositar su correspondencia en la parte trasera del tranvía. Cómodo, ¿verdad?
El «Mercedes» dio la vuelta y prosiguió por Prinsengracht, y pronto continuó por la ribera del río Amstel. Randall observaba los turísticos botes panorámicos de baja eslinga y techo de cristal que abundaban en los canales; miraba también a los holandeses que abarrotaban las calles en sus bicicletas, motocicletas y autos compactos, la mayoría de los cuales eran «DAF», de manufactura holandesa, o «Fiat» o «Renault». Randall sintió como si él fuera transitando dentro de un tanque, y contempló cómo iban pasando las casas de ladrillo con recios gabletes. Parecía como si antes nunca hubiera estado allí.
Estaban circulando sobre un puente de dimensión considerable, disminuyendo el chófer la velocidad para dar vuelta hacia la izquierda.
– Por fin hemos llegado -dijo Wheeler desde el asiento delantero-. Profesor Tulpplein, número uno; ésa es la dirección. El «Hotel Amstel», que está junto al pequeño callejón sin salida, es uno de los establecimientos más refinados de Europa. Su edificio del siglo xix es elegante. Cuando la Reina Juliana y el Príncipe Bernardo celebraron su vigesimoquinto aniversario de bodas, recibieron a la realeza de todo el continente aquí mismo, en el «Amstel». Ahora le tenemos una sorpresa Steven. El doctor Deichhardt y yo le hemos conseguido la mejor suite del hotel, la suite real; la que usa la reina cuando la necesita. El doctor Deichhardt y yo estamos hospedados en cuartos de servicio, comparados con el suyo.
– Gracias, pero no debieron hacerlo -dijo Randall.
– Bueno, en realidad no somos tan altruistas, ¿verdad, Emil? -Wheeler guiñó un ojo al editor alemán y luego le dijo a Randall-: Existe un método que explica nuestro sacrificio. A partir de este instante sólo una cosa tiene importancia, por encima y más allá de la suprema necesidad de secreto absoluto: su preparación para la más gigantesca campaña promocional de toda la historia. Nosotros suponemos que, a partir del momento en que la noticia se haga pública, usted tendrá que recibir a cientos de representantes de la Prensa y la televisión internacionales. Queremos que los reciba como si tanto ellos como usted fuesen de la realeza, para lo cual este ambiente regio resultará muy impresionante y atractivo. Así es que usted tiene la suite real de la reina, que abarca los números 10, 11 y 12. La señorita Nicholson tiene una habitación adyacente. De cualquier forma, esperamos que esta escenografía lo pondrá de humor creativo, a efecto de que comience usted de inmediato.
– Haré todo lo que pueda -dijo Randall.
Se habían estacionado frente a la escalinata de piedra, los pilares y la puerta revolvente del «Amstel». El portero sostenía abierta la puerta trasera del automóvil, mientras el chófer depositaba el equipaje sobre la acera.
Randall había descendido de la limusina y estaba ayudando a Darlene a bajar cuando Wheeler le hizo un ademán. Randall se agachó nuevamente dirigiendo su atención hacia el interior del automóvil.
– Ya están registrados, Steven -dijo Wheeler-. Puede usted recoger en la administración el correo que le habíamos remitido aquí, pero no debe haber mensajes locales. Excepción hecha del aduanero del aeropuerto (que había sido alertado para dar paso inmediato a una persona muy importante que estábamos esperando) nadie más sabe que usted está en Amsterdam. Fuera de Resurrección Dos y algunos de los empleados del hotel, nadie sabe ni tiene por qué saber que usted está en la ciudad y relacionado con nosotros. Esto es de vital importancia. Si esta información se filtrara, hay ciertos elementos que harían cualquier cosa… cualquiera (esconderse en su suite, intervenir su teléfono, sobornar a los camareros), para obtener de usted lo que fuera posible. En calidad de nuestra futura voz pública, usted es el más vulnerable de todos nosotros. Recuerde eso siempre y dígale a su… su secretaria…
– Ella no sabe nada -dijo Randall-. Por lo que hace a las precauciones, a partir de este instante soy un hombre invisible.
– ¿Puede estar listo en cuarenta y cinco minutos? -preguntó Wheeler-. Enviaremos el auto para que lo recoja. Le diré qué: telefonéeme antes de salir de su suite; yo estaré esperándolo a las puertas del «Krasnapolsky» para hacerlo entrar. Tenemos por delante muchas cosas que hacer.
Randall se quedó observando mientras la limusina «Mercedes» lentamente daba la vuelta a la curva del callejón (los autos de alquiler y los vehículos privados de los huéspedes del hotel estaban estacionados al centro de la curva) y luego desaparecía de la vista. Darlene y los porteros que llevaban el equipaje ya habían entrado en el hotel, así que Randall se apresuró tras ellos.
Dentro del vestíbulo, hizo una pausa momentánea para captar en detalle todo cuanto le rodeaba. Más allá del tapete oriental que cubría el mármol estaba una magnífica escalera alfombrada en color café que conducía a un descansillo, del cual continuaban las escaleras en dos direcciones hacia una especie de mezzanine que se podía ver desde abajo. A la derecha, los dos porteros estaban esperando con el equipaje, y cerca de ellos, en un pasillo abovedado, Darlene estaba examinando una exhibición de bolsos de mano que había en un aparador iluminado. Inmediatamente a la izquierda de Randall estaba la pequeña mesa de recepción, junto a la cual se hallaba el mostrador del cajero, donde los dólares podían cambiarse por florines y desde el cual se remitían los telegramas.
Randall se acercó a la mesa de recepción.
– Soy Steven Randall -dijo-. Creo que ya he sido registrado.
El encargado hizo una pequeña inclinación.
– Sí, señor Randall. Hemos estado reteniendo su correspondencia -respondió, entregándole un paquete de gruesos sobres, a los cuales Randall echó un vistazo.
Oficina, oficina, oficina, todos venían de Randall y Asociados en Nueva York; de Wanda Smith, Joe Hawkins, y uno de Thad Crawford, triplemente grueso, que indudablemente contenía el borrador del contrato con Cosmos Enterprises.
Randall estaba marchándose cuando el encargado lo llamó:
– Señor Randall, casi olvidaba esto que había en su apartado. Un mensaje para usted…
– ¿Un mensaje?
Randall estaba intrigado. Las últimas palabras de Wheeler le resonaban todavía en los oídos: «No debe haber mensajes locales… nadie sabe ni tiene por qué saber que usted está en la ciudad.»
– Un caballero lo dejó aquí hace una hora. Le está esperando en el bar.
El encargado le entregó el mensaje, que estaba en forma de tarjeta de visita. Randall miró con atención el nombre delicadamente grabado en el centro de la tarjeta: CEDRIC PLUMMER, ESQ., y en la esquina inferior izquierda: LONDON. A la derecha, manuscritas en tinta morada, las palabras: «A la vuelta.»
Randall giró la tarjeta. El mensaje estaba escrito con una caligrafía nítida y decía:
«Estimado señor Randall… Saludos. Buena suerte con Resurrección Dos. Ellos en verdad requieren de asesoría en relaciones públicas. Le ruego venga a verme en el bar para discutir brevemente un asunto urgente de interés mutuo. Plummer.»
¡Plummer!
Perplejo, Randall se guardó la tarjeta en el bolsillo. Claramente evocaba (como si todavía fuera la noche anterior) la primera plana del London Daily Courier. Exclusiva de Nuestro Corresponsal, Cedric Plummer. Amsterdam, junio 12. La entrevista con el reverendo Maertin de Vroome acerca del rumor de una nueva Biblia.
¿Cómo diablos sabía Plummer que llegaría a Amsterdam hoy? Y en el mensaje de Plummer, algo que éste no había mencionado en su nota de anoche: el nombre en clave de Resurrección Dos…
Randall lo tomó con serenidad, aunque momentáneamente había sentido pánico. Su instinto de supervivencia le había indicado que telefoneara a Wheeler inmediatamente, pero Wheeler no estaría todavía en su oficina. El siguiente impulso que sintió fue el de refugiarse en la soledad y la seguridad de su suite. Al mismo tiempo, sabía que no podría esconderse ahí indefinidamente.
Comenzó a tranquilizarse. Cuando había un enemigo, uno debía afrontarlo con toda la apariencia de fortaleza y, de ser posible, aprovecharlo. Prevenido, armado de antemano. Además, sentía curiosidad por conocer la cara del enemigo.
Randall se apresuró hacia donde estaba Darlene.
– Mira, querida, hay alguien a quien tengo que ver en el bar unos minutos. Es un asunto de negocios; sube y desempaca. Estaré contigo en un instante.
Ella comenzó a protestar, pero luego desistió de buena gana, y acompañó a los maleteros que llevaban su equipaje hacia el ascensor. Randall volvió con el encargado.
– ¿Dónde está el bar? -preguntó.
El encargado lo dirigió hacia la izquierda a través del vestíbulo, añadiendo:
– Lleva una flor en el ojal.
Randall se encaminó hacia el bar y entró. Era un salón acristalado y espacioso. A través de la ventana se divisaba un restaurante al aire libre, directamente debajo, donde algunas parejas estaban desayunando al sol. Adelante, más allá del vidrio, podía verse una parte del canal y una barcaza surcando el agua. Sobre el exótico mostrador, y escudándolo parcialmente, había un emparrado cubierto de enredaderas, en tanto que un decorativo tapete tejido cubría la parte inferior. Randall lo rodeó. El camarero, un jovial holandés, estaba tarareando y secando vasos.
Randall escudriñó el iluminado salón. A tan temprana hora sólo había dos clientes. Cerca de él, un hombre grueso sorbía un jugo de naranja y estudiaba cuidadosamente una guía. Al fondo, acomodado en una silla tapizada de azul, en una mesa al lado de la adornada ventana, estaba un hombre joven y bien vestido. Una flor adornaba su solapa. El enemigo.
Randall empezó a cruzar el salón.
El enemigo era un dandy.
Cedric Plummer tenía cabello oscuro, delgado y opaco, peinado hacia los lados para encubrir una zona calva. Tenía brillantes ojos de hurón sobre su huesuda nariz, mejillas sonrosadas y una pequeña barba tipo Van Dyke. Su tez era de un color blanco como ostra. Lucía un enjoyado fistol sobre una corbata marrón, y vestía un traje a rayas angostas de corte conservador. Un enorme anillo de turquesa casi le cubría el dedo de una mano. No era ningún periodista de puños luidos, pensó Steven.
Divisando a Randall, el corresponsal del Courier dejó a un lado el periódico que había estado leyendo, descruzó las piernas e inmediatamente se puso de pie para atenderlo.
– Me siento honrado, señor Randall -dijo con una voz chillona, mientras su sonrisa mecánica revelaba unos dientes grandes y salientes, como de conejo-. Siéntese, por favor, señor Randall. ¿Puedo ofrecerle un trago? Yo necesitaba urgentemente un Bloody Mary, pero usted tome lo que…
– No, gracias -dijo Randall ásperamente. Tomó asiento y Plummer se dejó caer en la silla frente a él-. Sólo dispongo de un minuto -resumió- Acabo de llegar y registrarme.
– Ya lo sé. Lo que tengo que discutir con usted no nos llevará más de un minuto, créame. ¿Leyó mi mensaje?
– Lo leí -dijo Randall-. Estuvo muy bien urdido para hacerme venir aquí.
– Exacto -dijo Plummer con su sonrisa insalubre-. Precisamente, mi querido amigo. El que yo supiera que llegaba usted hoy, que supiera que usted se haría cargo del puesto de relaciones públicas en el «Gran Hotel Krasnapolsky», que supiera que usted colaboraría en Resurrección Dos… todo llevaba la intención de despertar su curiosidad y merecer su respeto. Estoy encantado de haberlo logrado.
Randall detestó a ese hombre.
– Está bien, ¿qué quiere?
– Su colaboración -dijo Plummer.
– ¿Cómo?
– Señor Randall, debe resultarle obvio que yo tengo a mi disposición fuentes de información dignas de crédito. No resultó problemático enterarme de su nombramiento para este trabajo, de su visita a Londres, de su hora de llegada aquí. En cuanto a Resurrección Dos… Bueno, como fuego inicial lancé mi artículo exclusivo publicado en el Courier el día de ayer. Seguramente que usted lo leyó.
Randall se mantuvo tranquilo, deliberadamente tamborileando con los dedos sobre la mesa. No habló.
– Muy bien, desempeñe usted su papel de norteamericano rudo y callado -dijo Plummer-. Pero sea práctico. No puede pretender publicar toda una Biblia (o un Nuevo Testamento) y tener a cien o doscientas personas involucradas en su producción sin que tarde o temprano se sepa el secreto. La verdad se descubre siempre, mi querido amigo; usted lo sabe. Mis asociados están familiarizados con toda la gente que entra y sale de sus oficinas en el Dam. Sé mucho… demasiado, acerca del proyecto de ustedes.
Randall empujó su silla hacia atrás.
– Si ya lo sabe usted, entonces no me necesita a mí.
– Un momento, por favor, señor Randall. No juguemos. Admito que todavía no lo sé todo, pero lo sabré… lo sabré mucho antes de que ustedes estén preparados para lanzar oficialmente la noticia. Cuando conozca el contenido de su Biblia, sabré exactamente lo que necesito saber. Se lo garantizo, dentro de dos semanas tendré todos los detalles, conoceré todos los hechos. Pero me encuentro dentro de un negocio altamente competido, señor Randall. Debo ser el primero en publicar la historia completa… y en exclusiva. Y lo seré. Sin embargo, su cooperación puede ahorrarme una gran cantidad de esfuerzos y me ayudaría a apresurar mi exclusiva. Entienda esto; todo lo que yo deseo es tener la historia. Cuando la tenga me declararé en favor de su Resurrección Dos… Esto es, siempre y cuando usted haya cooperado.
– ¿Y si yo no coopero?
– Bueno, podría resentirme, y lo que yo escribiera para el público podría reflejar mi ánimo -un tono de grosería se insinuaba en su voz-. Usted no querría eso, ¿verdad? Por supuesto que no. Bien, yo he estudiado sus antecedentes, señor Randall; principalmente por lo que hace a la clientela que su firma de relaciones públicas ha manejado en los últimos años. Usted parece ser un hombre con sentido comercial de los negocios y carente de sentimentalismos hacia las personas y organizaciones que ha representado. No aparenta dejarse inhibir o asfixiar ante una moralidad petulante o ridícula. Si los clientes le pagan, usted los acepta. Eso implica mayor poder para usted. Resulta de lo más admirable -Plummer hizo una pausa-. Señor Randall, nosotros (mis asociados y yo) estamos dispuestos a pagar.
Randall sintió deseos de golpearlo, de borrar la sonrisa estúpida y afectada de esa cara blanca como una ostra. Pero se contuvo, porque había algo que quería saber.
– Están preparados para pagar -repitió Randall-. ¿Pagar por qué? ¿Qué es lo que quieren?
– Bien, muy bien. Yo sabía que usted sería sensato. ¿Qué es lo que quiero? Quiero ver las primeras pruebas de las páginas de ese… ese Nuevo Testamento supersecreto. Usted no tendrá problemas para conseguirlas. Nadie más en el «Krasnapolsky» podría ser tan adecuado. Usted podría continuar con la preparación de su propio lanzamiento a su debido tiempo. Yo solamente quiero darle un golpe a la competencia. Estoy preparado y tengo la suficiente autoridad para hablar de negocios con usted. ¿Qué me dice, señor Randall?
Randall se puso en pie.
– Le digo… que se vaya al diablo, señor Plummer.
Steven giró sobre sus talones y rápidamente se dirigió hacia la salida, pero no sin antes oír el alarido de despedida de Plummer:
– ¡No me iré al diablo, amigo mío, sino hasta mucho después de que haya yo puesto al descubierto a Resurrección Dos… y estoy seguro de hacerlo, absolutamente seguro… tan seguro como lo estoy de que usted y su ridículo proyecto serán los que se irán al diablo en quince días!
Después de arreglar que Darlene, pese a sus objeciones, se fuera sola en una excursión en autobús por Amsterdam durante el día, y en otra por los canales, a la luz de las velas, por la noche, Randall telefoneó a George L. Wheeler diciéndole que iba en camino al «Hotel Krasnapolsky». También le informó del inesperado encuentro con Plummer, el periodista británico, lo que atrajo un cúmulo de angustiadas preguntas por parte del editor. Colgando el auricular, Randall se aprestó para ingresar al protegido y misterioso retiro desde el cual funcionaba Resurrección Dos.
Ahora, mirando atentamente a través de la ventanilla trasera de la limusina «Mercedes-Benz» que entraba a la zona abierta, tendida de una plaza, Randall escuchó a su chófer holandés y rechoncho de mediana edad, quien con voz ronca le había dicho llamarse Theo:
– El Dam. Nuestra plaza central. Es nuestro eje, con las calles principales de Amsterdam, saliendo de él, como los rayos de una rueda.
Ésta era una de las pocas vistas de Amsterdam que Randall reconoció por completo. Claramente la recordaba de su viaje anterior, además de que Darlene acababa de refrescarle la memoria al leerle algo acerca del Dam, de un folleto de la KLM, hacía quince minutos. Al centro de la plaza había dos islas de personas. Una estaba alrededor del Monumento a la Liberación, que los holandeses habían hecho para conmemorar a sus compatriotas muertos durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando lo había visto algunos años antes, en los escalones del monumento abundaban estudiantes de aspecto extravagante y de todas las nacionalidades, que generalmente fumaban marihuana durante el día y a menudo habían sido sorprendidos copulando allí por la noche. Esta mañana había igualmente muchos jóvenes turistas recostados sobre los escalones, como siempre, pero se veían más vivos y estaban absortos en las conversaciones que sostenían unos con otros, o leían tranquilamente bajo el sol de la incipiente mañana. En las cercanías se encontraba la segunda isla del Dam; un rectángulo de cemento semejante a un parque sin césped, con un organillo, un espectáculo de títeres y un puesto de helados rodeado de niños. Aquí, numerosos ciudadanos de mayor edad descansaban en los bancos o daban de comer a las palomas.
– A la izquierda, el Koninklijkpaleis -agregó Theo con voz rasposa tras el volante. Obedientemente, Randall inspeccionó el enorme palacio real, que ocupaba todo un lado de la plaza-. Nuestro santuario, como la Abadía de Westminster de los ingleses -continuó Theo- Construido sobre un pantano, así que debajo hay trece mil pilotes de madera. La reina no vive allí. Ella vive fuera de la ciudad. Sólo usa el palacio para recepciones oficiales; ocasiones de Estado.
– ¿Tiene el palacio un recinto especial para el trono? -preguntó Randall.
– ¿Recinto del Trono? Troonkame? Ik versta het niet -entonces comprendió-. Ja, ja, ik weet wat u zeqt. Natuurlijk, wij hebben het.
– Theo, ¿puede hacerme el favor de hablar en…?
– Excuse, excuse -dijo rápidamente el chófer-. Recinto del Trono…, sí, absolutamente; por supuesto tenemos uno… una inmensa sala para ceremonias… salón muy hermoso.
Randall sacó de su bolsillo un bloc de notas amarillo y anotó unas cuantas palabras. Acababa de tener su primera idea publicitaria desde su llegada a Holanda. La sometería a prueba con sus jefes. Nuevamente comenzaba a sentirse bien.
– Al frente, de Bijenkorf -anunció Theo.
Randall reconoció la tienda de departamentos más grande de Amsterdam, de Bijenkorf o Beehive, un manicomio de clientes, de seis pisos de alto. En ese momento, docenas de compradores cruzaban en torrentes las cromadas puertas giratorias.
– Allí, al lado de la tienda, donde usted va -dijo Theo-. El «Kras».
– ¿El qué?
– El «Gran Hotel Krasnapolsky», donde están sus oficinas. Nadie puede decir ese nombre con facilidad, así que para nosotros es el «Kras». Un sastre polaco, A. W. Krasnapolsky, abandonó su taller de sastrería y puso allí, en la Warmoesstraat, en 1865, un café con vino y pasteles a la Mathilde, hechos por su cuñada. Después puso un salón de billar y después el Wintertuin, el invernadero. Luego compró casas de todo el rededor y puso pisos extras, haciendo cien cuartos para un hotel. Hoy, trescientos veinticinco cuartos. El «Kras». Mire, allí está el señor Wheeler; lo está esperando.
En efecto, George L. Wheeler estaba esperando debajo del dosel de vidrio que se proyectaba sobre la acera.
Cuando Randall descendió de la limusina, Wheeler saltó para estrecharle la mano.
– Qué bien que llegó sano y salvo -dijo Wheeler-. Lamento mucho que haya tenido ese desagradable encuentro con Plummer. No puedo imaginarme cómo diablos supo él que usted estaba en Amsterdam.
– Más vale que lo averigüemos -dijo Randall con preocupación.
– Sí, más vale. Es una de las cosas de las que nos encargaremos hoy. Se lo advertí a usted; son astutos, no reparan en esfuerzos ni en gastos para destruirnos. Pero no se preocupe, estaremos preparados -Wheeler gesticuló aparatosamente sobre el hombro de Randall y añadió-: Aquí lo tiene. El «Kras». Nuestra fortaleza durante por lo menos un mes más; tal vez dos.
– Se ve como cualquier hotel de lujo.
– Preferimos que así sea -dijo Wheeler-. Hemos alquilado una pequeña parte de la planta baja para reuniones del cuerpo completo de colaboradores, y nuestros empleados pueden hacer uso de todos los servicios de comida y bebida a precios reducidos… el Bar Americano, el Palm Court y el Salón Blanco para cenar. Sin embargo, Resurrección Dos tiene en realidad su barricada arriba, en los pisos primero y segundo. Hemos tomado esas plantas completas, primordialmente porque de esta manera podemos mantenerlas seguras. Para el trabajo de publicidad, Steven, le hemos asignado a usted y a su equipo, dos salas de conferencias arriba, en el primer piso. Su oficina privada será el Zaal F, con un cuarto secretarial contiguo. Tendrá usted dos cuartos más… en realidad son cuartos del hotel, los números 204 y 205. No los hemos convertido en oficinas. Allí es donde podrá recibir o entrevistar a las personas en privado. También pueden servirle para recluirse si es que desea tranquilidad para pensar o dormir una siesta; aunque dudo que vaya a tener mucho tiempo para siestas durante ese mes.
– Yo también lo dudo -concordó Randall-. Bien, ¿por dónde empezamos?
– Por entrar -dijo Wheeler tomando a Randall por el brazo, pero sin moverse de su lugar-. Una cosa más. Tenemos varias entradas aquí sobre la Warmoesstraat. Puede usted usar cualquiera de ellas. Puede utilizar la entrada principal del hotel, que está detrás de nosotros; pero si lo hace, siempre correrá el riesgo, al cruzar el lobby, de toparse con alguien como ese Plummer saliendo del Prinses Beatrix Lounge o del Prinses Margriet Zalen o del Bar Americano, y de que lo demoren o lo acosen antes de que llegue usted a los ascensores. Claro está que, cuando salga usted del ascensor, será inspeccionado por nuestros guardias de seguridad. A decir verdad, Steven, preferiría que cualquier persona con tarjeta roja usara otra entrada.
– ¿Qué quiere decir con eso de tarjeta roja?
– Ya verá. La mejor entrada está un poco más arriba por Warmoesstraat.
Wheeler apretó más fuertemente el brazo de Randall y lo empujó calle arriba, teniendo la tienda de departamentos a un lado y el hotel al otro. Llegaron a un letrero que decía: INGANG KLEINE ZALEN. La puerta giratoria estaba enmarcada por dos columnas de mármol verde-negro.
– Por aquí -dijo Wheeler.
Entraron por un angosto pasillo ubicado entre un pequeño cuarto a la izquierda y un cuarto más grande a la derecha, ambos con las puertas totalmente abiertas. Un robusto guardia que cargaba pistola y cinturón con cartuchos y vestía uniforme veraniego de caqui, bloqueaba la entrada al cuarto más grande.
– Allá arriba -dijo Wheeler- está el corredor que conduce directamente a un ascensor. Muy bien, será mejor que lo identifiquemos a usted con el inspector Heldering. -Distraídamente, Wheeler saludó al guardián y le dijo-: Heldering está esperándonos.
El guardia se hizo a un lado y Wheeler empujó a Randall hacia la oficina de seguridad. Había seis personas en el cuarto. Dos muchachas robustas estaban ocupadas trabajando con unos archivos. Dos bronceados jóvenes con ropas de civiles aparentemente examinaban un mapa sobre una mesa. Un hombre de mayor edad, en mangas de camisa, que se agitaba sobre un pequeño tablero, estaba sentado dentro de un semicírculo formado por un equipo que incluía micrófonos, tableros de botones de presión y un aparato televisor cuyas cuatro pantallas parecían captar la actividad que había en los pasillos y corredores de los dos pisos superiores.
Cerca de ellos, sentado a una mesa-escritorio de latón y palisandro, un hombre delgado, pero fuerte, de unos cincuenta años, de austero rostro holandés de pueblo, de Rembrandt, finalizaba una conversación telefónica. Al frente de su escritorio, un letrero metálico lo identificaba como el Inspector J. Heldering.
Inmediatamente después de colgar, Heldering se puso de pie y estrechó la mano de Randall, mientras Wheeler hacía las presentaciones.
Conforme los tres hombres tomaban asiento, el editor dijo a Randall:
– Steven, creo que querrá concertar algunas entrevistas con el inspector Heldering, una vez que se haya usted instalado. Él es un hombre pintoresco, y su labor aquí y en la ciudad es fantástica. Después de que hayamos anunciado nuestro Nuevo Testamento Internacional, el público puede sentir curiosidad acerca de cómo nos las arreglamos para mantenerlo en secreto durante tanto tiempo.
– Es muy probable que así sea -dijo Randall-, siempre y cuando continuemos guardándolo en secreto. -Luego esbozó una sonrisa a Heldering-. Sin afán de ofenderlo, inspector, es sólo que…
– Sólo que a usted le preocupa que Cedric Plummer pueda colársenos -dijo secamente Heldering-. No tema usted.
Randall se turbó.
– ¿El señor Wheeler le habló de mi encuentro con Plummer?
– Ni una palabra -dijo Heldering;-. De hecho, yo no sabía que el señor Wheeler tuviera conocimiento de su reunión con Cedric Plummer en el bar del «Hotel Amstel». Estaba yo a punto de preparar un informe acerca del incidente. De cualquier manera, usted se condujo admirablemente, señor Randall. Creo que usted le dijo que se fuera al diablo… y él le contestó que primero se iría al diablo todo este proyecto.
– Touché -dijo Randall con una sonrisa apenada-. ¿Cómo lo averiguó?
El inspector Heldering pasó su velluda mano por el aire.
– Eso no importa. Siempre tratamos de saber lo que nuestra gente hace. Quizá no siempre tengamos éxito… Después de todo, parece que el reverendo De Vroome ha sabido algo acerca de nuestro funcionamiento…, pero lo intentamos, señor Randall; en verdad que lo intentamos.
– Usted hará una buena historia -dijo Randall.
– Steven, todavía no ha escuchado usted ni la mitad -dijo Wheeler-. El inspector Heldering fue contratado por la Organización Internacional de Policía Criminal (Interpol) cuando ésta fue reactivada en París en 1946, después de la guerra. Él estaba todavía con la Interpol… en realidad acababa de ser ascendido al puesto inmediatamente inferior al de secretario general de la Interpol, cuando logramos persuadirlo de que dejara su hermosa oficina en Saint-Cloud para tomar el mando del cuerpo de seguridad de Resurrección Dos.
– No fue difícil tomar esa decisión -dijo el inspector Heldering-. Con la Interpol, yo estaba realizando un trabajo humano. Importante. Con Resurrección Dos, estoy haciendo un trabajo de Dios, divino. Más importante.
«El trabajo de Dios con una pistola», pensó Randall. Y dijo:
– Supongo que sé muy poco acerca de la Interpol.
– Hay poco que saber -dijo Heldering-. Es una organización policiaca de veinte naciones que se proporcionan ayuda mutua para atrapar criminales internacionales. Yo estuve en la oficina principal de la Interpol en un suburbio en París, pero existen sucursales en más de den países… La sucursal en los Estados Unidos está ligada con el Departamento del Tesoro; el Bureau en la Gran Bretaña está en Scotland Yard, y así por el estilo. En Saint-Cloud teníamos en los archivos un millón de tarjetas de identificación de criminales. Cada ficha contenía cerca de doscientas características del criminal que estábamos buscando, bajo encabezados específicos como nacionalidad, raza, complexión, manera de andar, vicios, tatuajes, señas particulares, hábitos, etcétera. En menor escala, he implantado el mismo sistema de identificación en Resurrección Dos. Mis expedientes contienen todo lo que debemos saber acerca de cada una de las personas empleadas aquí. Además, controlamos información similar acerca de aquellos periodistas, revolucionarios religiosos, extremistas y competidores que pudieran tener el deseo y la oportunidad de sabotear nuestro esfuerzo.
– Muy impresionante -admitió Randall.
Heldering asintió cortésmente.
– De hecho, señor Randall, tuve que averiguar todo lo posible acerca de su persona, antes de que esta oficina pudiera expedir un pase para usted. Era importantísimo conocer sus debilidades… el grado de su afición a la bebida o a las drogas, el tipo de mujeres con las que cohabita… así como sus puntos vulnerables… Saber si usted podría ser chantajeado en caso de que algo negativo se supiera acerca de su hija Judy, o si alguien revelara información personal acerca de su hermana Clare, o si alguien sedujera a la señorita Darlene Nicholson para que revelara intimidades de alcoba.
«Me lleva la chiganda -pensó Randall-; le grand frère…. el Hermano Mayor, el Ángel Guardián nos vigila.» Y luego dijo:
– Ya veo que nada es privado; nada es sagrado.
– Sólo Resurrección Dos -dijo el tranquilo de Heldering.
– Y bien -inquirió Randall con gesto de disgusto-, ¿aprobé el examen? ¿Califiqué con «A»?
– No del todo -dijo con seriedad Heldering, abriendo un cajón de la mesa y extrayendo una pequeña tarjeta-. Sacó usted una «B»; una tarjeta roja. Clasificación «B». Pero aún así, es de alta jerarquía; extremadamente alta. Verá usted…
– Yo le explicaré -intervino Wheeler-. En cierto modo, basado en el sistema de la Interpol, el inspector ha establecido cinco clasificaciones de seguridad para todos los que estamos involucrados en Resurrección Dos. La tarjeta roja, clasificación «A», que significa acceso a todo, sólo se me ha concedido a mí, a los otros cuatro editores y al señor Groat, el guardián. La tarjeta roja, clasificación «B», proporciona acceso a todo, excepción hecha de algunas posesiones en cierta área restringida. Las tarjetas de otros colores son para empleados con menores privilegios de acceso. Así es que, como usted puede ver, Steven, el inspector lo considera un buen riesgo. Jerárquicamente, ha sido usted clasificado en la segunda categoría.
Randall echó un vistazo a Heldering.
– Y esa área restringida que mencionó el señor Wheeler -dijo Randall-, ¿cuál es?
– La bóveda de seguridad, construida en acero, que hay debajo de este hotel -dijo el inspector Heldering-, y de la cual el señor Groat es el guardián.
– ¿Qué es lo que hay en la bóveda?
– El papiro original del Evangelio según Santiago, escrito en el año 62 A. D., y los fragmentos originales del Pergamino de Petronio, escrito en el año 30 A. D., así como nuestras cinco traducciones de ambos documentos. Son más valiosos que todas las joyas y todo el oro de la Tierra. -El inspector Heldering se levantó de su escritorio, dio la vuelta, y entregó a Randall su tarjeta de identificación-. Aquí tiene su pase para Resurrección Dos, señor Randall. Está usted en libertad de entrar y comenzar su trabajo.
Dos horas más tarde, cuando regresó a Zaal F, su oficina privada en el primer piso, Steven Randall se acomodó en su silla giratoria de piel, profundamente estimulado e inspirado por las primeras personas que había conocido en Resurrección Dos.
Después de que Wheeler le había mostrado su oficina (un pesado escritorio de roble en forma de L, una máquina de escribir eléctrica de manufactura suiza, varias sillas agrupadas frente al escritorio, un imponente archivo verde con chapa, barra vertical de seguridad y a prueba de fuego, y varias hileras de luz fluorescente en el techo), Naomí Dunn hizo acto de presencia para acompañarlo en su recorrido inicial.
A Naomí le habían asignado la tarea de presentarlo a todos los eruditos, especialistas y expertos que trabajaban en el primer piso; hombres que habían invertido años en la producción del Nuevo Testamento Internacional. Ahora, de vuelta ya de ese recorrido, aguardaba la llegada de Wheeler. Dentro de veinte minutos, el editor vendría para escoltarlo basta Zaal G, el comedor privado para ejecutivos que estaba al final del pasillo, donde se ofrecería un almuerzo, presidido por el doctor Deichhardt, para que él conociera al consorcio de editores y sus consejeros en Teología. Después del almuerzo, Naomí volvería para conducirlo al segundo piso, donde sería presentado a los miembros de su equipo de publirrelacionistas y llevaría a cabo su primera junta de promoción, a efecto de prepararse para las atareadas semanas que les esperaban de inmediato.
Mientras tanto, Randall tenía la mente puesta en los eruditos que había conocido hacía apenas dos horas. Sabía que necesitaría la ayuda de esos especialistas para poder resolver la multifacética campaña de publicidad requerida para el Nuevo Testamento Internacional. También sabía cuán difícil le sería clasificar y recordar aquellas caras ajenas, esas voces, esos seres humanos, sus actividades, la infinita cantidad de sus intrigantes conocimientos. En uno de los bolsillos de su chaqueta deportiva traía una hoja amarilla de apuntes, llena ya con anotaciones y precipitados garabatos, hechos entre un pasillo y otro, conforme visitaba cada cubículo y conocía a su ocupante.
Para fijar en su mente a cada especialista, Randall había decidido que debía tomar notas breves de las impresiones que cada personalidad le había causado. Estas anotaciones condensadas acerca del equipo de Resurrección Dos constituirían una referencia manual y secreta, así como una guía para su memoria.
Randall acercó su silla hasta la máquina de escribir e insertó una hoja de papel bond en la máquina. Examinó sus notas y empezó a escribir rápidamente:
Junio 13
EXPERTOS RESIDENTES EN RESURRECCIÓN DOS
HANS BOGARDUS… Tiene largo cabello rubio, ojos de párpados pesados, rasgos insípidos, voz afeminada. Bastante esbelto. Había trabajado como bibliotecario para la Netherlands Bijbelgenootschap (revisar ortografía), la Sociedad Bíblica de los Países Bajos. Incorporado a Resurrección Dos desde un principio, como bibliotecario en el Salón de Referencias, que es el Schrijzaal del hotel; es decir, el salón para escribir. Actualmente, ese salón está lleno de libros, desde el piso basta el techo, todos marcados, con referencias. Están disponibles todos los manuscritos bíblicos importantes o los códices en ediciones facsímiles, así como reediciones de Biblias o ediciones originales en todos los idiomas. No me agrada Bogardus. Se ve tan cordial como una anguila. Humilde y quejumbroso. En el fondo se siente superior. Naomí dice que tiene cerebro de computadora. Puede localizar cualquier cosa que necesitemos y puede comunicárnosla. Así es que lo necesito y me llevaré bien con él.
REVERENDO VERNON ZACHERY… El gran orador predicador de California que ha llenado estadios en Nueva Orleans, Liverpool, Estocolmo y Melbourne. Ortodoxo de voz atronadora y rasgos teatrales. Ojos hipnóticos. Habla como si fuera nieto de Dios. Amigo del Presidente de los Estados Unidos… y de George L. Wheeler. Me sentó en el sofá de la Sala de Consejeros y, como si yo fuera indio del Amazonas o caníbal, empezó a tratar de convertirme a la religión. De cualquier forma, se le considera un valioso vendedor para el Nuevo Testamento Internacional, y se supone que debo pensar en la mejor forma de programarlo y aprovecharlo.
HARVEY UNDERWOOD… El pulsador norteamericano de la opinión pública, cuya compañía, Underwood y Asociados, tiene sucursales en Gran Bretaña y en toda Europa. Callado, pensativo, caballeroso y objetivo. Ha estado realizando investigaciones privadas para Resurrección Dos acerca de la religión y la actitud que el público tiene hacia ella hoy en día. También ha permanecido como consejero, y está contratado para estar disponible en Amsterdam una semana de cada mes, hasta la fecha de publicación. Sentí una afinidad hacia él, y tuvimos una charla amistosa en un rincón de la Sala de Consejeros. Underwood me proporcionará resultados de pulsos de opinión que utilizaré como guías para orientar el punto de vista de mis enfoques publicitarios. Me indicó que su última encuesta muestra que mientras el 50 por ciento de la gente asistía a la iglesia una vez a la Semana hace diez años, hoy en día la concurrencia ha disminuido al 40 por ciento de la población. La baja en asistencia es por vez primera mucho mayor entre los Católicos romanos de los Estados Unidos. Los pulsos muestran que los luteranos, los bautistas del Sur y los mormones tienen el mejor registro de asistencia. Entre los protestantes, la concurrencia episcopal es la que más ha disminuido. Hace una década, el 40 por ciento de los norteamericanos sentía que la religión perdía su influencia. En la actualidad, el 80 por ciento siente que la religión pierde su ascendiente. Underwood dijo que encuestas realizadas en universidades mostraban que el 60 por ciento de los estudiantes sienten que la Iglesia y la religión no son relevantes para sus vidas, mientras que el resto pensaba que sí lo eran. Underwood y yo estuvimos de acuerdo en que la publicación de la nueva Biblia podría modificar esa tendencia y quizá salvar la vida de la religión organizada.
ALBERT KREMER… Lo conocí en la puerta contigua, en el Departamento Editorial. Había cuatro personas allí; Kremer es el jefe de los editores. Según Naomí, el trabajo editorial más importante en la preparación de la nueva Biblia, inmediatamente después de la labor de traducción, es la de corrección de pruebas. Kremer, enano, jorobado, delicado, dulce, tímido, con ojos saltones como binoculares. Es nativo de Berna, Suiza, desciende de una larga cadena de correctores de pruebas. Su padre, tío, abuelo, bisabuelo y otros antecesores eran todos correctores de Biblias y otras obras religiosas. Me dijo que la exactitud ha sido siempre uno de los fetiches de la familia Kremer, ya que un antecesor inmigrante, mientras corregía una nueva Versión Bíblica del Rey Jaime, en Londres, en la época de Carlos I, por negligencia pasó por alto el hecho de que los impresores de la Compañía Stationers habían omitido la palabra no de lo que probablemente era llamado el Séptimo Mandamiento, de tal modo que en el Éxodo 20:14 se leía: «Cometerás adulterio.» Cuando esa edición fue publicada en 1631, se la conoció como la Biblia Maligna o la Biblia Adúltera, y tuvo mucha demanda entre los felices libertinos de esa época. El Arzobispo multó a los impresores con 300 libras, luego donó ese dinero a Oxford y Cambridge para la adquisición de equipo de impresión y ordenó que se destruyera la Biblia Maligna. Todas las copias existentes, excepto cinco, fueron destruidas. Sin embargo, la verdadera responsabilidad y el error habían sido del pariente de Kremer, quien vivió sufriendo las consecuencias por el resto de su vida. Después de eso, los contritos descendientes de Kremer profesaron siempre un culto a la exactitud. «No encontrará usted ni un solo error en el Nuevo Testamento Internacional», me prometió Kremer.
PROFESOR A. ISAACS… Lo conocí en el último privado, al final de la Terrazaal, llamado el Salón de los Huéspedes Honorables, donde trabajan los estudiosos y teólogos que llegan de visita. Sólo estaba presente el profesor Isaacs, bajo licencia de la Universidad Hebrea, de Israel. Es experto en hebreo antiguo, y ampliamente reputado por su colaboración en la traducción de los Rollos del Mar Muerto. Entre otras cosas, Isaacs subrayó cómo una falta de conocimiento profundo de las más sutiles connotaciones del hebreo podrían convertir un hecho ordinario en un milagro. «Le doy un ejemplo -dijo Isaacs con su voz melosa y musical-?. La palabra hebrea al fue traducida siempre como sobre, así es que las Escrituras nos dicen que Jesús caminó sobre las aguas. Sin embargo, la palabra al también tiene en hebreo otro significado, que es por. De tal manera es que las traducciones podrían haber dicho, con igual corrección, que Jesús caminó por las aguas; en resumen, que Jesús dio un paseo por la orilla del mar. Pero, tal vez los primeros propagandistas cristianos buscaban deliberadamente a un hacedor de milagros, en lugar de un simple caminante.»
Steven Randall suspendió la mecanografía, revisó las cuatro hojas que había escrito y examinó su bloc de notas. Lo que había garabateado le recordó cuánto le había inspirado las reuniones con aquellos expertos y especialistas del primer piso, de los cuales la mayoría era gente de propósitos y determinación. A diferencia de sí mismo, cada uno de ellos parecía sentir amor hacia su trabajo; parecía haberle encontrado un verdadero significado.
Estando a punto de considerar sus notas una vez más, Randall se vio súbitamente interrumpido por unos agudos golpecitos a su puerta.
La puerta se abrió de inmediato y George L. Wheeler asomó la cabeza.
– Me alegra verlo trabajando, Steven. Muy bien. Pero es hora de almorzar. Ahora prepárese para conocer a las grandes figuras.
Las grandes figuras.
En la enorme mesa ovalada estaban diez personajes, y su charla era una mezcla de inglés y francés. A pesar de que el francés de Randall estaba casi olvidado y lleno de fallas, pronto descubrió que podía entender casi todo lo que escuchaba en ese idioma. Y lo que escuchó le pareció realmente tormentoso.
El almuerzo (básicamente sopa de tortuga y filetes de rodaballo con puntas de espárragos) estaba siendo servido por dos camareros, y para nada interfirió con la conversación. Se había hablado constantemente y con mucha electricidad verbal, antes y durante la comida.
Ahora se estaban sirviendo la compota de frutas y el café, y Randall trató de distinguir a los comensales, uno de otro, y de identificarlos claramente en su mente. Sentado entre George L. Wheeler y el doctor Emil Deichhardt, Randall observaba una vez más a las grandes figuras. De la misma manera en que Wheeler tenía junto a sí al reverendo Vernon Zachery, cada uno de los editores extranjeros que estaban sentados a la mesa, con excepción de uno, tenía al lado a su teólogo consejero.
En seguida del doctor Deichhardt estaba el doctor Gerhard Trautmann, profesor de teología de la Rheinische Friedrich Wilhelms Universität, de Bonn. Randall sospechaba, y se divertía pensándolo, que el doctor Trautmann se cortaba el cabello en frailesca forma de media luna para parecerse al Martín Lutero de las estampas conocidas. En la silla contigua a Trautmann se sentaba Sir Trevor Young, el editor británico de cerca de cincuenta años, aristocrático, fanático de las aseveraciones y los comentarios prudentes y subestimados, y cuyo teólogo consejero, el doctor Jeffries, se encontraba aún en Londres o en Oxford.
Los ojos de Randall continuaron recorriendo la mesa. Estaba también Monsieur Charles Fontaine, el editor francés, delgado y bien parecido, astuto, ingenioso, aficionado a los epigramas. Wheeler le había murmurado que Fontaine era además rico, con una espléndida residencia en la avenida Foch, en París, y que tenía acceso político a los más altos círculos en el Palace Elysée. Cerca de Fontaine se encontraba su consejero teológico, el profesor Philippe Sobrier, de la facultad del Colegio de Francia. Sobrier se veía marchito, pálido, lejano, como si formara parte del mobiliario; sin embargo, al escucharlo, Randall pensó que ese modesto ratón de campo, reencarnado en filólogo, era colmilludo.
Luego estaba Signore Luigi Gayda, el editor italiano de Milán que tan asombrosamente se parecía al Papa Juan xxiii. Tenía papada doble, y era de modales chispeantes y extrovertidos. Hablaba con orgullo de los innumerables periódicos que poseía en Italia, de su jet privado, en el que acostumbraba viajar para recorrer su imperio financiero, y de su fe en los métodos mercantiles norteamericanos. El señor Gayda fue el primero que se enteró del descubrimiento del profesor Monti en Ostia Antica, llevándoselo luego al doctor Deichhardt, en Munich, quien a su vez organizó este consorcio de editores de Biblias. Al final estaba el teólogo italiano de Gayda, Monsignore Carlo Riccardi, un clérigo de gran intelecto cuyas facciones profundamente cinceladas, nariz aguileña y severa sotana lo hacían verse formidable. Siendo miembro del Instituto Bíblico Pontificio en Roma, Riccardi estaba presente en Resurrección Dos para actuar como representante no oficial del Vaticano.
Con la mirada fija aún en los dos italianos, a Randall se le ocurrió una pregunta.
– Señor Gayda -dijo él-, usted es un editor católico. ¿Cómo es posible que publique una Biblia protestante y, de hecho, cómo es que espera usted venderla en un país católico como Italia?
Tomado por sorpresa, el editor italiano levantó los hombros y sacudió la papada.
– Pero si es perfectamente natural, señor Randall. Hay muchos protestantes, gente respetable, viviendo en Italia. En realidad, las Biblias protestantes fueron de las primeras que se publicaron en Italia. ¿Que cómo es posible que lo haga yo? Y, ¿por qué no? Los editores católicos necesitan un imprimatur (sanción o permiso oficial para publicar) en sus Biblias, pero claro está que el Vaticano no interfiere en la publicación de una Biblia protestante.
– Querido Gayda, permítame darle detalles al señor Randall. -El que había hablado era monseñor Riccardi, quien ahora se dirigía a Randall-. Tal vez lo que yo diga también aclarará mi presencia en este proyecto -parecía formular cuidadosamente lo que quería decir, y luego resumió-: Usted debe saber, señor Randall, que hay muy poca diferencia entre la versión católica y la versión protestante de la Biblia, excepto por lo que hace al Antiguo Testamento, del cual nosotros admitimos la mayoría de los libros Apócrifos como sagrados y canónicos, mientras que nuestros amigos protestantes no los aceptan. Fuera de eso, nuestros textos bíblicos son casi iguales, sin diferir en matices teológicos. De hecho, ya existe en Francia una Biblia católico-protestante, como pueden verificarlo mis amigos Monsieur Fontaine y el profesor Sobrier; y dos de nuestros teólogos católicos colaboraron con los franceses protestantes en esa edición. ¿Le sorprende a usted? -En verdad, sí -admitió Randall.
– Pero así es -dijo monseñor Riccardi-, y en él futuro habrá más colaboraciones de ese tipo. Por supuesto, esa Biblia francesa en particular no tiene nuestro imprimatur, como tampoco lo tendrá esta primera edición del Nuevo Testamento Internacional. Sin embargo, estamos interesados y estamos involucrados en esto. Porque… bueno… me atrevo a decir que eventualmente nosotros prepararemos nuestra propia edición del Nuevo Testamento Internacional, y que esa versión tendrá que ser traducida nuevamente para adaptarse a nuestras doctrinas. Aunque existe un punto crítico acerca del cual diferimos de nuestros amigos protestantes.
– ¿Y cuál es ese punto?
– El de la relación entre Santiago el Justo y Jesús, por supuesto -dijo monseñor Riccardi-. Santiago se refiere a sí mismo como hermano de Jesús, de la misma forma como Mateo y Marcos hacen referencia a los hermanos del Señor. Nuestros amigos protestantes han insinuado que nosotros deberíamos interpretar la palabra hermano como si se tratara de hermano de sangre, sugiriendo (sin afirmarlo directamente, pero implicándolo) que Jesús y Santiago y sus hermanos de leche fueron concebidos como resultado de una unión física entre María y José. Para los católicos, esto es totalmente imposible. No puede haber ambigüedad. Como usted sabe, nosotros creemos en la virginidad perpetua de María. Desde el tiempo de los Orígenes y los primeros padres de la Iglesia, los católicos han sostenido que Santiago era el hermanastro mayor de Jesús, hijo de José en un matrimonio anterior; medio hermano, o tal vez primo. En resumen, nosotros sustentamos que la Virgen María y José no sostuvieron relaciones conyugales. Sin embargo, el arribar a una interpretación aceptable no representa dificultad alguna, puesto que la palabra hermano, en arameo y en hebreo, no tiene una definición precisa y única, y puede significar medio hermano, cuñado, primo o un pariente lejano, lo mismo que hermano de sangre. Sea como fuere, finalmente tendremos una versión católica del Nuevo Testamento Internacional. Su Santidad, el Papa, es demasiado comprensivo para ignorar las futuras implicaciones del Evangelio según Santiago y su profundo valor para nuestra comunidad católica multinacional.
Satisfecho, Randall regresó a su papel de escucha, mientras los demás continuaban hablando. Gradualmente, Randall comenzó a discernir con creciente interés cómo la conversación estaba dividida. Durante un lapso prolongado, los teólogos (el reverendo Vernon Zachery, el profesor Sobrier, el doctor Trautmann y monseñor Riccardi) cayeron en una discusión acerca de la necesidad de preservar la ortodoxia de la Iglesia.
El doctor Zachery pensaba que un restablecimiento de la religión, inspirado por la nueva Biblia, propiciaría una oportunidad de la cual debería tomar ventaja la Iglesia organizada para fortalecer su posición de autoridad.
– Hasta ahora, nosotros mismos nos hemos estado permitiendo la flojera, la inactividad, el consentimiento… ese comprometernos con los demonios del radicalismo y la disolución -insistió Zachery-. Pero ya no. No más blandura y no más concesiones. Nuestra congregación necesita la autoridad de la tradición, de la disciplina. Debemos reforzar nuevamente el dogma y la doctrina. Ahora vamos a ofrecer un Nuevo Testamento más extenso, más completo, y debemos enfatizar su infalibilidad. En nuestros sermones debemos reinterpretar la Resurrección basados en Santiago, asentando claramente que ése fue un acto de Dios, una encarnación; y también debemos aseverar la necesidad del amor fraternal, del perdón de los pecados y los pecadores, de la promesa de un más allá.
El profesor Sobrier estuvo de acuerdo, aunque menos pomposamente, y agregó:
– Quisiera citar a un paisano mío, el filósofo francés Marie Jean Guyau: «Una religión sin mito, sin dogma, sin culto, sin ritos no es más que una cosa bastarda… La religión es una sociología concebida como una explicación física, metafísica y moral de todas las cosas.»
El doctor Trautmann interpuso sus puntos de vista, que fueron aún más conservadores:
– Yo concuerdo en que la ceremonia y los ritos son de la mayor importancia, pero he llegado a creer que la Iglesia debería dar una mayor prioridad a la música y a los salmos litúrgicos, y que las lecturas de la Biblia durante los servicios religiosos deberían ser en latín y no en las modernas lenguas vernáculas. Yo sostengo que esto, al igual que la repetición de los mantras o invocaciones sacras y mágicas de los ritos hindúes o budistas, podría brindar una experiencia mística; podría estimular la meditación, atraer a nuestros fieles, más por el sentimiento que por la razón, hacia una Comunión con el Ser Supremo. En resumen, a pesar de que el Evangelio según Santiago proyectará una nueva imagen de Nuestro Señor que los racionalistas puedan aceptar, no debemos permitir que Jesús sea reducido a una pasajera e histórica figura secular… sino que debemos recordar a nuestros feligreses que a través de Él y de Su Iglesia pueden encontrarse las respuestas a nuestro nacimiento, a nuestra existencia, a nuestra muerte, a los misterios fundamentales.
Randall se percató de que los editores, que habían estado escuchando con atención, estaban ligeramente inquietos. Monsieur Fontaine, el editor francés, interrumpió el diálogo entre los teólogos.
– Caballeros, si es que los entiendo correctamente, lo que ustedes esperan es reapuntalar completamente los bastiones de la vieja Iglesia. Pero si utilizan los ímpetus que el Nuevo Testamento Internacional dará a la religión para regresar hacia el tradicionalismo total, estarán cometiendo un grave error. Las facciones activistas de la Iglesia no estarán satisfechas, y pronto se perderá el terreno ganado. Por supuesto, reafirmen ustedes la ortodoxia revelando la Verdad, si así lo desean, pero proyéctenlo con un mínimo de relevancia.
Esa discusión continuó durante un rato, pero poco después los editores callaron y los teólogos volvieron a involucrarse profundamente en su conversación, esta vez acerca del valor del simbolismo en las recién descubiertas palabras de Cristo, tal como fueron asentadas por Su hermano Santiago el Justo.
Randall notó que varios de los editores escuchaban, pero que su atención era breve. Su actitud se tornaba tranquila y descansada. Parecía como si consideraran a sus teólogos como meros locos dedicados a contar cuántos ángeles podrían danzar sobre la cabeza de un alfiler. Gradualmente, Deichhardt, Wheeler, Fontaine, Sir Trevor y Gayda comenzaron a monopolizar la conversación. Su diálogo se refería exclusivamente a los negocios y era totalmente comercial, involucrando los problemas de edición y promoción de su enorme inversión.
Sir Trevor Young manifestó preocupación.
– Este descubrimiento causará un profundo efecto en todas las Iglesias, pero lo que yo temo es que pueda provocar antagonismos o choques entre una Iglesia y otra. La mayoría aceptará Nuestro Testamento, como bien sabemos; pero algunas otras probablemente no. Puede transcurrir toda una generación antes de que nuestra Biblia haga su efecto total, y esto me preocupa, porque cualquier controversia nos podría llevar a todos a la ruina. Necesitamos solidaridad. Debemos abrumar a las Iglesias antes de que pueda surgir alguna oposición que nos cause problemas.
El doctor Deichhardt censuró amistosamente a Sir Trevor por preocuparse acerca del éxito comercial en Gran Bretaña.
– Usted, Sir Trevor, y George Wheeler en América, no tienen que vencer los obstáculos que nosotros afrontamos en Alemania. Ustedes pueden llegar directamente al público con su publicidad y sus artículos a través de los cientos de publicaciones religiosas que semanal y mensualmente se editan en sus países. En Alemania tenemos dos grandes obstáculos. Primero, que la Biblia luterana es la que se utiliza en la mayoría de nuestros once estados. Segundo, que esa Biblia sólo puede ser editada por miembros de nuestra Unión de Sociedades Bíblicas. Para lograr que esos editores acepten nuestro Nuevo Testamento Internacional, debo pedirles que prescindan de su propia empresa lucrativa. Tal vez tengamos que arreglar algún tipo de sociedad de participación de utilidades con la Unión, para evitarnos problemas.
– Se está usted preocupando sin motivo, Emil -respondió el editor británico-. No tendrá ningún problema en Alemania. Una vez que el público sepa del nuevo evangelio, de los nuevos descubrimientos, exigirá el Nuevo Testamento Internacional. Considerará que la Biblia luterana habrá sido superada y que ya será incompleta y, por lo tanto, obsoleta. Su Unión de Sociedades Bíblicas tendrá que distribuir y patrocinar su edición. Recuerde lo que digo. Una vez que los tambores publicitarios empiecen a redoblar (y el señor Randall se encargará de eso) la demanda pública por nuestro producto vencerá cualquier obstáculo. Tal vez hasta las Iglesias disidentes que tanto me angustian.
Luego, Fontaine y Wheeler cambiaron la conversación hacia los costos, los precios, la distribución y la publicidad.
Cuando terminó su café, Randall se recostó en su silla, fascinado. Ahora tenía la certeza de lo que había sentido… un abismo definitivo entre los teólogos y los editores. Los teólogos estaban tan molestos con la conversación acerca de dólares-libras-esterlinas-marcos-francos-liras de los editores, como éstos habían estado impacientes con la charla espiritual de los teólogos. Randall tenía el profundo sentimiento de un antiguo conflicto vigente. Trató de resumir para sí mismo la diferencia tan marcada: supuso que los teólogos sentían una pasión genuina por el Nuevo Testamento Internacional, por las palabras transmitidas por el hermano de Jesús y por las del centurión que había registrado los resultados del juicio de Cristo. Percibía la fe verdadera en estos teólogos, la profunda creencia en la Resurrección del verdadero Cristo, recientemente revelada. Por otra parte, los editores, mientras rendían tributo a esta Resurrección, a su potencial para dar a los hombres de todas partes fe y esperanza, parecían estar interesados principalmente en sus utilidades. Eran magnates que casualmente se encontraban en el negocio de la producción de Biblias, de la misma manera como podrían haber estado produciendo automóviles o alimentos envasados, y se habrían expresado de igual modo.
Inquietante la discrepancia; pero comprensible.
El doctor Deichhardt había resumido la conversación acerca de sus temores de un fracaso comercial.
– Y no se olviden de que nosotros hemos tenido en Alemania un obstáculo muy acentuado, el mismo que algunos de ustedes también han padecido en gran medida. Hemos sido el centro de la Reforma de la Iglesia, desde Lutero hasta Strauss y Bultmann. Hoy en día somos un semillero que raya en lo herético, en lo que va más allá de la desmitificación de los evangelios, en lo que es más que un mero escepticismo acerca de la existencia de Nuestro Señor y de Su mensaje. Nosotros constituimos un semillero excepcionalmente virulento para el desarrollo del movimiento revolucionario y radical de De Vroome. Ese lunático no es sólo el enemigo de nuestras Iglesias establecidas… sino el adversario declarado de nuestro sagrado esfuerzo conjunto por rescatar a la Humanidad a través de nuestro Nuevo Testamento Internacional. Piensen ustedes en lo que yo debo superar en Alemania, caballeros.
– Nada más que lo que cualquiera de nosotros tendremos que afrontar en nuestros países -insistió Wheeler-. Los reformistas conversos de De Vroome están en todas partes. Pero yo creo que una vez que nuestra Biblia vea la luz, su verdad y su poder ahogarán a De Vroome y sus seguidores… los vencerá, los erradicará de la faz de la Tierra. Nuestra revelación sorpresiva los dejará atónitos, indefensos e incapacitados para tomar represalias.
– Ya que el elemento de la sorpresa es la clave de nuestro éxito -interrumpió Randall-, ¿están ustedes seguros de estar haciendo todo lo posible por preservar el contenido del Nuevo Testamento Internacional lejos del reverendo Maertin de Vroome?
De inmediato, todos comenzaron a hablar a un mismo tiempo, describiendo las nuevas medidas de protección que se estaban tomando para mantener el secreto fuera del alcance de De Vroome y su grupo de fanáticos adeptos que acechaban desde no muy lejos en la ciudad, rodeando al Dam.
Por primera vez en el transcurso del almuerzo, los editores y sus consejeros espirituales fueron como uno solo en su causa y sus creencias.
«Interesante -pensó Randall-. Dadle a los habitantes de la Torre de Babel un temor común, y todos aprenderán a hablar una lengua común.»
Esto estaba aún mejor. Randall se encontraba entre los de su clase, y se sintió confortable y relajado.
Naomí lo había llevado al cuarto 204 del «Hotel Krasnapolsky» (una habitación ultramoderna de paredes blancas, mobiliario blanco laqueado estilo cubista, lámparas en cromo brillante, una caja de líquido y arte kinético en movimiento, colgando encima de un sofá rojo) y lo estaba presentando con sus asistentes por primera vez.
Con una copa en la mano, Randall estaba conversando con Paddy O'Neal, un nativo de Dublín que tenía el típico aspecto de un chófer irlandés de camión y que había estado empleado por organizaciones publicitarias en Londres y Nueva York. O'Neal tenía una especie de simpática irreverencia hacia la Biblia.
– Yo escribiré acerca de la Biblia -prometió a Randall-, pero no espere usted que crea en ella. Yo soy como Oscar Wilde. ¿Recuerda usted lo que Oscar dijo acerca de la Crucifixión de Jesús y de la Cristiandad? «Una cosa no es necesariamente cierta porque un hombre muera por ella.»
Después, Randall fue conducido hasta un joven que estaba relajadamente sentado en una silla y que de perfil se veía como un signo de interrogación. Randall descubrió después que ese hombre sabía, además de las preguntas, las respuestas.
– Elwin Alexander es el encargado de las rarezas.
Extrañado, Randall preguntó:
– ¿Qué quieres decir con eso de rarezas?
Dirigiéndose a Alexander, Naomí hizo una seña con la cabeza.
– Explíquele, Elwin.
Alexander se irguió frente a Randall.
– ¿De veras quiere usted saberlo? De acuerdo, si está dispuesto a sufrir un castigo cruel y extraordinario. Esto es lo que yo proporciono a los inquietos columnistas y editores de diarios -Alexander inhaló profundamente y luego, exhalando, comenzó a hablar a un kilómetro por minuto, como si fuera subastador de tabaco-. ¿Sabía usted que el versículo más corto en el texto inglés del Nuevo Testamento contiene solamente dos palabras: «Jesús lloró»? ¿Sabía usted que los apóstoles se dirigían a Jesús llamándole Rabí, en lugar de Maestro? ¿Sabía usted que el Nuevo Testamento atribuye a Jesús exactamente cuarenta y siete milagros? ¿Sabía usted que el Antiguo Testamento no hace mención alguna de la ciudad llamada Nazaret, y que el Nuevo Testamento no dice que Jesús haya nacido en un pesebre ni que haya sido adorado en un establo, ni crucificado en el Monte del Calvario? ¿Sabía que en los evangelios Jesús se refiere a Sí mismo, ochenta veces, como el Hijo del Hombre? Y ahora, señor Randall, ¿sabe usted lo que hace el encargado de las rarezas?
– No lo sabía, pero ahora ya lo sé, señor Alexander -rió Randall.
Después de eso hubo más rostros, más diálogos animados. Ésos eran sus colaboradores, y Randall los apreció y trató de retener información acerca de cada uno. El caballero delgado y de apariencia enfermiza era Lester Cunningham, quien había concurrido a una escuela bautista en el Sur, para escapar del reclutamiento en el Ejército de los Estados Unidos, y se había convertido en un devoto genuino. Previamente, había trabajado como publicista para las publicaciones Christian Bookseller, Christian Herald y Christianity Today. La corpulenta burguesa solterona, nativa de Rotterdam, la del flequillo y sin maquillaje, era Helen de Boer. Según Naomí, de los 325 millones de protestantes practicantes y no practicantes que existen sobre la Tierra, ninguno sabía más acerca de su religión que Helen. Su especialidad era el protestantismo; Lutero, Melanchthon, Calvino, Wesley, Swedenborg, Eddy, Bonhoeffer, Schweitzer, Niebuhr. La atractiva muchacha de ojos oscuros, cabellera corta y torso delgado, que lucía un elegante traje, era Jessica Taylor, cuyos padres eran norteamericanos y que había sido criada en Portugal. La arqueología Bíblica era la especialidad de Jessica, y antes de colaborar con Resurrección Dos había trabajado en la excavación de Tell Dan al norte del Mar de Galilea, cerca del Líbano.
Finalmente, Randall se encontró cara a cara con Oscar Edlund, un melancólico sueco de Estocolmo que había sido contratado para hacerse cargo de la fotografía y el aspecto gráfico del proyecto. Si bien Edlund era la persona menos agradable del equipo, era él quien tenía las credenciales más impresionantes. Tenía el cabello color zanahoria y era bizco, con las mejillas marcadas por el acné y una Rolleiflex colgándole del cuello, como si formara parte de su anatomía. Alumno de Steichen durante mucho tiempo, ahora se le consideraba como uno de los fotógrafos más destacados del mundo.
– Deberíamos obtener la máxima promoción periodística a través de sus fotografías del papiro original y del pergamino -dijo Randall a Oscar Edlund-. Lo único que me preocupa es la calidad de las reproducciones. ¿Cómo salieron?
– De primera calidad -dijo Edlund-, considerando las circunstancias en las que he tenido que trabajar -agregó, meneando la cabeza-. Esos fragmentos del papiro y el pergamino estaban bastante gastados y quebrados después de haber permanecido enterrados durante más de mil novecientos años. Antes de que se pudiera trabajar con los fragmentos, los especialistas tuvieron que humedecerlos a un grado crítico, remojarlos lo suficiente para que pudieran aplanarlos bajo un cristal, pero cuidando de no excederse en la humidificación para evitar que pudieran disolverse. Por supuesto, la escritura aramea de Santiago o su escribano y el grabado griego en las antiguas piezas del pergamino requirieron que usara yo fotografía infrarroja para poder captar, hacer legibles las palabras borrosas. Pero le gustará lo que va a ver.
– ¿Cuántos juegos de impresiones hizo?
– Solamente tres -dijo Edlund-. Órdenes estrictas. Los tres juegos se le enviaron al doctor Jeffries para que los usaran su equipo de traductores, aunque en ocasiones se les permitió examinar algunos fragmentos originales en la bóveda. Cuando las traducciones fueron terminadas, los tres juegos de fotografías fueron devueltos al «Krasnapolsky». Dos de ellos fueron destruidos, y el que quedó, el único que existe bueno… ése lo tiene usted, señor Randall.
– ¿Lo tengo yo?
– Apenas ayer lo colocaron en el archivo contra incendios que hay en su oficina; lo pusieron en una carpeta, junto con muchas otras fotografías publicitarias, tras la chapa y la barra de seguridad. Valiosa carga, señor Randall. Manéjela con cuidado.
– Por supuesto que sí -dijo Randall.
– Claro -añadió Edlund-. Yo aún conservo mis negativos… justamente acabo de pasarlos de la bóveda al cuarto oscuro que construimos, así es que estoy listo para sacar los cientos de juegos de esas impresiones que pudieran hacer falta para la Prensa antes de que Resurrección Dos sea anunciada. En caso de que le preocupe, los negativos están bastante seguros. Mi cuarto oscuro (que fue construido bajo la supervisión del inspector Heldering) está bien protegido de los intrusos, se lo aseguro. Estoy preparado para seguir adelante en el momento en que usted me dé la señal.
– Magnífico -dijo Randall-. Esas fotografías causarán un tremendo impacto… Bien, supongo que debemos iniciar nuestra primera junta de colaboradores y averiguar exactamente dónde estamos.
Randall descubrió bien pronto dónde estaban, y le pareció desalentador.
Días antes, el doctor Deichhardt había ordenado a los miembros del equipo que desarrollaran algunas ideas publicitarias y que tomaran nota de los materiales fragmentarios con los cuales estaban familiarizados, pero no les había permitido redactar gacetillas completas. La preocupación de Deichhardt era que tales notas anduvieran sueltas y que pudieran divulgarse y poner en peligro el secreto. Esto significaba también que había una gigantesca cantidad de trabajo por hacer en unas pocas semanas.
Mientras la junta progresaba, Paddy O'Neal hizo una sugerencia. Él pensaba que una de las cosas que podrían hacerse de inmediato era la de celebrar entrevistas con los personajes clave, los responsables del Nuevo Testamento Internacional. Sugirió que comenzaran con una serie de artículos dramáticos acerca del profesor Augusto Monti, quien había desenterrado el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio en Ostia Antica. Luego, podrían escribirse varias notas acerca del profesor Henri Aubert, el mago en radiocarbono que había autentificado la edad del papiro y el pergamino. Después, podrían redactarse unos cuantos artículos acerca del doctor Bernard Jeffries, quien había supervisado a los tres comités que tradujeron los descubrimientos del arameo y el griego a cuatro idiomas (además de una americanización de la traducción inglesa). Finalmente, podrían prepararse varios reportajes llenos de colorido acerca de Herr Karl Hennig, el personaje a cuyo cargo estaba la impresión de las distintas ediciones de la Biblia en Maguncia, el mismísimo lugar donde Johann Gutenberg había inventado la tipografía movible y había producido el primer libro impreso mecánicamente.
Estando de acuerdo en que las personalidades que estaban detrás de la Biblia deberían ser abordadas primero, Randall solicitó copias de las investigaciones realizadas por sus colaboradores, para poder estudiarlas en los próximos días.
– Mañana voy a hablar con Deichhardt y Wheeler para que nos den luz verde en cuanto al material publicitario -dijo Randall-. Les prometeré que seremos cuidadosos. Conozco bien los riesgos a los que nos exponemos. De hecho, ya tuve un encuentro peligroso esta mañana.
Randall narró brevemente a su equipo la manera como Cedric Plummer había intentado sobornarlo. Inmediatamente, Cunningham y Helen de Boer relataron sus propias experiencias. Desde que la entrevista de Plummer con De Vroome se había publicado, ambos habían recibido amenazadoras llamadas telefónicas anónimas, pero habían colgado antes de averiguar con exactitud lo que deseaban sus interlocutores. Y, por supuesto, lo habían explicado a la oficina de seguridad de Heldering.
– Está bien -dijo Randall- Estoy seguro de que se presentarán nuevos casos similares, pero por ahora debemos pensar que lograremos llegar a salvo a nuestra fecha de publicación, sosteniendo intacto nuestro secreto. La siguiente pregunta en la agenda es: ¿Cómo vamos a desarrollar la historia del Nuevo Testamento Internacional para presentarla ante el público?
Todos en el salón pensaban que debería hacerse una enorme conferencia de Prensa para los representantes de los periódicos, la radio y la televisión de todas las naciones.
– De acuerdo en lo de la conferencia de Prensa -dijo Randall-. Sin embargo, como ésta es, en mi opinión, la historia noticiosa más grande de los tiempos modernos, yo creo que la conferencia de Prensa debería ser también la más grande de la Historia. Tengo dos ideas disparatadas. Me gustaría que el anuncio inaugural se hiciera desde un estrado en el Palacio Real de los Países Bajos en el Dam. Y me gustaría hacerlo no solamente para la Prensa, sino también, simultáneamente, para los espectadores de todo el mundo. Quisiera transmitir nuestra conferencia de Prensa (el anuncio del descubrimiento) a todos los países de la Tierra, vía Intelsat, el sistema de comunicaciones por satélite. ¿Qué les parece?
La reacción del equipo fue unánimemente entusiasta.
Helen de Boer se ofreció para investigar discretamente las posibilidades de usar el palacio real el viernes 12 de julio, la fecha prevista para anuncio de la publicación. Lester Cunningham se ofreció para hablar confidencialmente con los dirigentes del Consorcio Internacional de Telecomunicaciones por Satélite y los de la Unión Europea de Radiodifusión, para averiguar si sería posible usar los satélites para difundir a más de setenta países, miembros de la Unión, las primeras noticias de la Palabra.
– He reservado para el final -dijo Randall-, la discusión de nuestra verdadera historia, nuestra historia principal, nuestra más sensacional historia. Ésa, por supuesto, es la historia completa acerca de Jesucristo, el Cristo verdadero, tal como lo da a conocer nuestro Nuevo Testamento Internacional. En la preparación y popularización de nuestra historia del Retorno de Cristo, pondremos nuestro más grande esfuerzo conjunto. Ahora bien, les confesaré que sólo a grandes rasgos conozco los detalles del contenido de la nueva Biblia. Sé que en esta Biblia conoceremos, por primera vez, la apariencia física de Cristo. Que nos informará de Sus años desconocidos. Que Su hermano nos dirá que Jesús sobrevivió a la Crucifixión y que continuó Su ministerio, llegando a lugares tan lejanos como Roma, y que murió a los cincuenta y cinco años de edad. Puesto que yo soy tan nuevo en este proyecto, no he tenido tiempo de enterarme de más; pero espero que alguno de ustedes, de alguna manera, haya visto ya los originales del Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio, y que sepa lo que realmente contienen y pueda…
Randall fue interrumpido por las protestas de casi todos.
Las protestas se resumían en una queja común:
– No. A ninguno de nosotros nos dejaron leer los descubrimientos.
Nuevamente, la seguridad los tenía mudos e indefensos.
Randall estaba enfurecido.
– Al diablo con eso -dijo a los demás en el salón-. Si ellos quieren que hagamos la publicidad de su nuevo Cristo, tendrán que permitirnos conocerlo. Bien, el siguiente movimiento está claro. Voy a tomar en mis propias manos las páginas de prueba y voy a averiguar exactamente qué es lo que tenemos para trabajar. Y se lo prometo, yo me encargaré de que ustedes reciban sus copias tan pronto como sea posible. Ahora, levantemos la sesión… y reunámonos de nuevo mañana, cuando espero traerles noticias.
De regreso en su oficina, Randall tomó un breve descanso. Aturdido como estaba después de haber conocido a tanta gente en las últimas seis horas, sabía bien que aún había una faena mayor que era necesario realizar.
Pero antes, no debía olvidar su tarea. Se dirigió al pesado archivo a prueba de fuego, abrió la cerradura y quitó la barra de seguridad. Cogiendo la gaveta superior, localizó el grueso expediente marcado FOTOGRAFÍAS DEL PAPIRO Y EL PERGAMINO -COPIA ÚNICA- CONFIDENCIAL.
Llevó el expediente a su escritorio, abrió su ya abultado portafolio negro de piel, y colocó el expediente junto a las carpetas de manila que contenían información acerca de Monti, Aubert, Jeffries y Hennig, que acababa de recibir de los miembros de su equipo.
Solamente una cosa faltaba en su portafolio (la más importante), y estaba dispuesto a ponerle las manos encima inmediatamente.
Se sentó en su silla giratoria y estaba a punto de tomar el aparato telefónico, cuando una llamada en la puerta lo hizo volverse. Antes de que pudiera decir «Pase usted», Naomí Dunn había entrado. Cerrando la puerta tras de sí, ella lo examinó impávida.
– Te ves como si acabaras de salir de una máquina lavadora -dijo Naomí.
– De una lavadora de cerebros -la corrigió él-; una máquina de remolino que me hizo girar adentro con otras cien personas. Tú deberías saberlo. Tú fuiste la que me metió en eso -suspiró Randall-. ¡Vaya día!
– Es sólo el principio -dijo Naomí sin benevolencia. Luego arrastró una silla frente al escritorio de él y se sentó en una esquina, como para indicarle que su visita iba a ser breve y de negocios-. Te vi tomando notas por todas partes por donde ibas.
– Siempre lo hago -dijo él a la defensiva-. Especialmente cuando me enfrento a tantos nombres tan diferentes. Quería un antecedente de quién es quién y qué hace cada uno.
– Bueno, eso no es eficiente; una persona de tu posición teniendo que hacer todo eso. Debiste haber tenido una secretaria contigo para que se encargara de las anotaciones. Es culpa mía. Debí haberlo previsto desde el instante en que llegaste. Más vale que arreglemos este asunto de la secretaria antes de que hagas otra cosa -Naomí hizo una pausa-. ¿Tienes alguna preferencia? Quiero decir, ¿estás pensando en utilizar a Darlene Nicholson? Porque de ser así, el inspector Heldering tendrá que…
– Basta, Naomí. Tú sabes bien cómo están las cosas.
Ella se encogió de hombros.
– Me gusta estar segura. Ahora que ya estás formalmente instalado, tu importancia dentro del proyecto se ha incrementado. Queremos que estés satisfecho en todos sentidos. Necesitas una secretaria privada, una con experiencia en publicaciones religiosas en quien puedas confiar plenamente.
Randall puso los codos sobre el escritorio y la miró directamente a los ojos.
– ¿Qué tal tú, Naomí? Yo confío en ti. Hemos estado juntos.
Ella se sonrojó.
– Yo… yo me temo que no. Mi lealtad al señor Wheeler es total.
– ¿Al señor Wheeler? Ya veo. -Lo que él pensó que veía era que tal vez el norteamericano modelo de editor religioso tenía a su lado a una ex monja-. Está bien, ¿qué sugieres, Naomí?
– Yo creo que tú necesitas alguna que ya esté involucrada en el proyecto. Tengo a tres muchachas que han estado con nosotros durante más de un año, todas ellas altamente calificadas. Cada una ha sido investigada y ha recibido una tarjeta verde, lo cual es una ventaja, ya que las otras chicas sólo tienen tarjetas negras. Puedes entrevistar a esas tres antes de marcharte.
– No, gracias. Estoy demasiado cansado. Además, tengo otra cosa que hacer. Aceptaré tu recomendación. ¿Puedes recomendarme una?
Naomí se puso de pie. Su tono de voz era enérgico.
– A decir verdad, sí puedo. Previendo que pudieras solicitar mi consejo, traje conmigo a una de las muchachas. Está en la oficina de afuera. Su nombre es Lori Cook. Es norteamericana. Pensé que eso podría facilitarte las cosas. Lori ha estado en Europa durante dos años. Dominio completo de la taquigrafía. Tiene habilidades excepcionales. Ha estado trabajando en este piso durante un año y dos meses y es una devota fanática del proyecto… y de la religión.
– ¿Sí?
Naomí Dunn entrecerró los ojos.
– ¿Qué quieres decir con eso? Prefieres a alguien que sea creyente, ¿o no? Eso ayuda. Cuando una empleada nuestra siente que está haciendo un trabajo divino, el tiempo simplemente no cuenta para ella -Naomí hizo una pausa-. Una cosa más, Steven. Lori tiene un defecto físico. Es coja. No la he interrogado al respecto, porque ella sola se las arregla muy bien. Peto, como te dije, tiene todo lo que una secretaria debe tener; aunque debo prevenirte -Naomí sonrió pícaramente-: difícilmente podría considerarse a Lori un objeto sexual.
Randall dio un respingo.
– ¿De veras crees que eso me importa mucho?
– Yo sólo quería que tú supieras. Creo que será mejor que la veas aunque sea un minuto, antes de decidirte.
– Me quedaré con ella. Y la veré… pero sólo un minuto.
Naomí se dirigió a la puerta y la abrió.
– Lori, el señor Randall te recibirá ahora.
Naomí se hizo a un lado y Lori Cook entró al cuarto.
Apresuradamente, Naomí la presentó a Steven y luego se marchó.
– Pase, pase -dijo Randall-, y tome asiento.
Naomí había dicho la verdad, por supuesto. Lori Cook difícilmente podría considerarse un objeto sexual. Tenía el aspecto de pájaro; parecía un pequeño gorrión gris. Cojeando, Lori se dirigió al escritorio, se sentó nerviosamente, apartó de su cara un mechón de pelo y cuidadosamente cruzó las manos sobre su regazo.
– La señorita Dunn me dice que usted es toda una experta -comenzó Randall-. Entiendo que ha estado trabajando en otra oficina. ¿Por qué querría usted dejarla para convertirse en mi secretaria?
– Porque se me dijo que aquí es donde todo lo importante estará sucediendo de hoy en adelante. Todos dicen que el éxito del Nuevo Testamento Internacional depende de usted y de su equipo.
– Todos exageran -dijo Randall-. Pero, de cualquier manera, será un éxito para el cual nosotros podremos contribuir. El éxito de esta nueva Biblia, ¿es muy importante para usted?
– Lo es todo para mí. Ninguno de nosotros conocemos su contenido, pero por lo que yo he escuchado, debe ser algo increíblemente milagroso. Estoy ansiosa por leerlo.
– Yo también -dijo Randall hoscamente-. ¿En qué religión cree usted, Lori?
– Yo era católica, pero recientemente he abandonado la Iglesia y he estado asistiendo a los servicios presbiterianos.
– ¿Por qué?
– No estoy segura. Supongo que estoy buscando la verdad.
– Me han dicho que usted ha estado en Europa desde hace algunos años. Me interesa saber por qué salió usted de su ciudad natal, sea cual fuere.
Randall notó que Lori Cook apretaba los puños. Su voz de niñita, apenas audible, temblaba.
– Salí de Bridgeport, Connecticut, hace como dos años. Después de terminar mis estudios preparatorios, trabajé y ahorré dinero para poder viajar. Cuando tenía veintidós años… pensé que era hora de hacerlo, así que… me vine en una peregrinación.
– ¿Una peregrinación?
– En busca de… no se ría de mí… en busca de un milagro. Mi pierna. Soy coja desde pequeña. La medicina nunca pudo hacer nada, así que yo pensé que tal vez el Señor podría ayudarme. Peregriné por todos los santuarios y los lugares sagrados de los que había oído hablar; los sitios famosos donde habían ocurrido curas auténticas. Me lancé a viajar, consiguiendo empleo en los lugares a los que llegaba para poder seguir viajando. Primero fui a Lourdes, por supuesto. Nuestra Señora se le había aparecido a Bernadette, así que yo oré para que se me apareciera a mí también. Yo supe que allí iban dos millones de peregrinos cada año, que cerca de cinco mil curas habían sido reportadas en sólo doce meses y que la Iglesia había declarado que cincuenta y ocho de esas curas (ceguera, cáncer, parálisis) habían sido milagrosas.
Randall estuvo tentado de preguntarle a Lori qué había sucedido en Lourdes, pero como ella tenía obvias intenciones de continuar con su narración, se contuvo.
– Después de eso -prosiguió Lori Cook-, me fui a Portugal, al Santuario de Nuestra Señora de Fátima; donde en 1917 tres pastorcitos vieron la aparición de la Santísima Virgen, parada sobre una nube y brillando más esplendorosamente que el sol. Posteriormente, visité el santuario de Lisieux, en Francia, así como la Catedral de Turín, en Italia, donde se conserva el Santo Sudario. Más tarde fui a Monte Alegre, y luego a la Capilla Sancta Sanctorum a rezarle al retrato de Nuestro Señor, ése que no fue pintado por las manos de ningún mortal, y allí traté de subir de rodillas los veintiocho escalones santos, pero no me lo permitieron. Después de eso viajé a Beauraing, en Bélgica, donde cinco niños presenciaron apariciones en el año de 1932, y finalmente fui a Walsingham, en Inglaterra, de donde se habían reportado algunas curaciones. Y… y entonces desistí.
Randall tragó saliva.
– ¿Desistió usted… hace un año?
– Sí. Supongo que Nuestro Señor no escuchó mis oraciones en ninguna parte. Ya ve usted mi pierna; sigo cojeando.
Conmovido, Randall recordó que durante unas vacaciones veraniegas, cuando estaba en la escuela preparatoria, había leído por primera vez el libro Servidumbre humana, de W. Somerset Maugham. El héroe, Philip Carey, había nacido cojo. A los catorce años, Philip se había vuelto muy religioso, y se convenció a sí mismo de que, si así fuera la voluntad de Dios, la fe podría mover montañas. Había decidido que si creía firmemente y le rezaba con paciencia a Dios, el Señor sanaría su cojera. Philip creyó y rezó, y fijó la fecha del milagro. La noche anterior, dijo sus oraciones al desnudo, para agradar al Creador. Luego, pleno de confianza, se acostó a dormir. A la mañana siguiente despertó lleno de alegría y gratitud. Su primer instinto fue el de bajar la mano y tocarse el pie que ya estaba sano, pero hacer tal cosa parecería como si dudara de la bondad de Dios. Él sabía que su pie estaba bien. Pero al fin se decidió, y con los dedos del pie derecho se tocó el izquierdo. Luego pasó su mano sobre el pie. Bajó la escalera cojeando…
Con ese pasaje, supuso Randall, él también se había vuelto cínico. ¿Y Lori Cook? Continuó escuchando.
– Yo nunca he culpado a Nuestro Señor -estaba diciendo ella-. Tanta gente le pide que yo me imagino que, cuando yo le recé, Él estaba demasiado ocupado. Todavía tengo fe. Iba a regresar a casa hace un año, pero oí hablar de un cierto proyecto religioso que solicitaba secretarias. Algún instinto me impulsó a presentarme a la entrevista en Londres. Me contrataron y fui enviada aquí, a Amsterdam. Desde entonces he estado con Resurrección Dos y para nada lo he lamentado. Aquí todo es misterioso, pero estimulante. Estoy realizando mi labor en espera de saber que hemos realizado un buen trabajo.
Randall estaba emocionado, y dijo:
– No se desilusionará, Lori. Bien, está contratada.
Ella estaba realmente emocionada.
– Gracias, señor Randall. Estoy… estoy lista para comenzar en este instante, si es que tiene algo para mí.
– No lo creo, Lori. Además, ya casi es hora de irse a casa.
– Bueno, si no tiene usted nada especial, señor Randall, me quedaré todavía un rato y mudaré las cosas de mi antiguo escritorio al nuevo.
Lori Cook había cojeado hacia la puerta y se disponía a salir cuando Randall recordó que sí había algo; algo importante que había estado a punto de hacer cuando Naomí lo había interrumpido.
– Un segundo, Lori. Hay un asunto en el cual puede ayudarme. Quiero agenciarme cuanto antes una copia en inglés del Nuevo Testamento Internacional. Entiendo que Albert Kremer, del Departamento Editorial, tiene pruebas de galerada. ¿Me lo quiere poner en la línea telefónica?
Lori salió apresuradamente para hacerse cargo de la primera tarea en su nuevo puesto.
Randall se reclinó sobre el sillón durante unos cuantos segundos, mientras esperaba, y luego tomó el auricular cuando la llamada de Lori sonó.
– Lo siento, señor Randall -dijo ella-. El señor Kremer ya se fue y no volverá hasta mañana. ¿Puedo sugerirle a alguien más, señor? Hans Bogardus, el bibliotecario, lleva registro de dónde se guarda cada copia. Normalmente él trabaja hasta tarde. ¿Quiere que intente comunicarlo con él?
Un momento después, Randall estaba al habla con el bibliotecario.
– Señor Bogardus, le llama Steven Randall. Me gustaría obtener una copia del Nuevo Testamento Internacional que pueda yo leer y…
Del otro lado de la línea llegó una risita divertida y afeminada.
– Y a mí me gustaría tener el diamante Kohinoor, señor Randall.
Irritado, Randall dijo:
– Me han dicho que usted lleva un registro de dónde está cada copia en todo momento.
– A nadie que tenga en su poder una copia se le permitiría dejar que usted la viera. Yo soy el bibliotecario del proyecto y aún no se me ha permitido verla.
– Bueno, a mí se me ha prometido, amigo mío. El señor Wheeler me prometió que yo la vería en cuanto llegara a Amsterdam.
– El señor Wheeler ya se fue. Si usted espera hasta mañana…
– Yo quiero una copia esta noche -dijo Randall, exasperado.
La voz de Bogardus se había vuelto más seria, más solícita.
– Esta noche -repitió- En ese caso, únicamente el doctor Deichhardt puede ayudarle. En la bóveda de abajo hay una copia en inglés, pero solamente él podrá autorizar que se saque de allí. Casualmente, sé que el doctor Deichhardt está todavía en su oficina.
– Gracias -dijo Randall, colgando abruptamente el aparato.
Se levantó de su silla, y a zancadas salió de su oficina. En el privado secretarial, Lori estaba acomodando sus efectos en el escritorio.
Mientras pasaba apresuradamente frente a ella, Randall le dijo:
– Llame por mí al doctor Deichhardt y dígale que voy en camino a verlo. Que sólo necesitaré medio minuto. Dígale que es importante.
Se precipitó hacia el corredor, listo para la batalla.
Veinte minutos después, Randall se hallaba acomodado en el asiento trasero de la limusina «Mercedes-Benz», y Theo, el chófer, lo conducía a través del Dam en la oscuridad de la incipiente noche.
Había ganado la batalla.
Aunque con gran renuencia, el doctor Deichhardt había estado de acuerdo en que si el consorcio de editores quería que su Nuevo Testamento Internacional fuera promovido, entonces su director de publicidad debería tener la oportunidad de leerlo. Pero le había impuesto ciertas condiciones explícitas respecto del préstamo de la Biblia. A estas alturas, a Randall se le facilitaría la copia solamente durante una noche. Debería leerla dentro de los confines de su habitación. No debería hacer anotaciones. Debería devolverle la copia al doctor Deichhardt a la mañana siguiente. No debería revelar a nadie -ni siquiera a los miembros de su equipo- lo que había leído. Debería limitar el uso del contenido de la obra a esbozar sus ideas publicitarias, y debería conservar tales ideas en su archivo de seguridad.
Al cabo de dos semanas, Herr Hennig llegaría a Amsterdam procedente de Maguncia llevando ejemplares terminados de la Biblia. Entonces, y sólo entonces, Randall y sus colaboradores recibirían las copias que les correspondían. A partir de ese momento, Randall estaría en libertad de discutir las ideas que pudieran haberle surgido de su lectura privada de esa noche, y todo el equipo publicitario podría entonces preparar su campaña promocional.
Randall había aceptado instantáneamente esas condiciones y se había comprometido a tomar todas las precauciones. Después de eso, había aguardado con expectación hasta que el guardián de la bóveda, el señor Groat, hubo aparecido con la edición norteamericana de las pruebas de galerada.
El señor Groat resultó ser un holandés alegre y de baja estatura que parecía tan irreal como una figura de cera del Museo de Madame Tussaud. Usaba un tupé plano y mal ajustado, lucía un pequeño bigote como de dentista, mostraba modales de burócrata inferior y llevaba una enorme y extraña pistola (Randall averiguó después que era una F.N. 7.6, de manufactura belga) dentro de una pistolera que llevaba bajo la axila y que se dejaba ver bajo la desabotonada chaqueta negra que evidentemente le iba pequeña. Groat le había facilitado la Biblia a Randall (las pruebas encuadernadas en unas blanquísimas carpetas alargadas y estampadas con una gran cruz azul) de una manera formal, solemne, como si le estuviera confiriendo en propia mano un mensaje del Creador.
Ahora, al lado de su asiento, llevaba el portafolio repleto de documentos que contenían el Nuevo Testamento Internacional, las fotografías del descubrimiento de Ostia Antica y los papeles que le habían entregado sus colaboradores. Randall se relajó para disfrutar de ese tranquilo interludio, mientras iba dejando atrás su primer día entero con Resurrección Dos.
A través de la ventana trasera del automóvil, Randall pudo ver que estaban saliendo del Dam y entrando a una ancha calzada, delineada por árboles, llamada Rokin. Pronto, Rokin desembocó en la calle Muntplein y luego el auto continuó por Reguliersbreestraat. Theo aminoró la velocidad de la limusina cuando cruzaron una plaza ruidosa. Era Rembrandtsplein, una de las plazas más populares de la ciudad, que los holandeses llamaban su Broadway. A través del pequeño parque central, Randall pudo distinguir el «Hotel Schiller», el «Hof van Holland», con su terraza, y una fila de jovencitos frente a la taquilla del Teatro Rembrandtsplein.
Una vez que dejaron atrás la plaza, la ciudad se tornó repentinamente silenciosa. Excepto por el tránsito de unos cuantos automóviles, había muy poco movimiento; la calle sobre la que iban parecía agradable. Randall echó un vistazo en la oscuridad para localizar el nombre de la calle (quería recordarla para dar un paseo por allí un día), y finalmente supo que se llamaba Utrechtsestraat.
Espontáneamente, Randall sintió un deseo irresistible de caminar; de estirar las piernas y respirar aire fresco. Todavía no tenía apetito y, a pesar de que estaba ansioso por leer el Nuevo Testamento que traía en su portafolio, no le importó dejar de lado ese entusiasmo para un poco más tarde. La mera idea de salir de un recinto, el «Krasnapolsky», hacia los confines de un segundo recinto, este «Mercedes», para todavía volverse a encerrar en un tercer recinto, su suite en el «Hotel Amstel», le resultaba deprimente. Definitivamente (tomando las precauciones recomendadas por Heldering), Randall se permitiría una caminata y un respiro del limpio y fresco aire holandés.
– ¿Qué tan lejos estamos del «Hotel Amstel», Theo?
– Wif zinjn niet ver van het hotel. Cerca, no lejos. Seis, siete manzanas tal vez.
– Está bien. Deténgase aquí en la esquina, Theo; la esquina de la intersección con el canal.
El chófer, asombrado, dio media vuelta sobre su asiento.
– ¿Usted quiere que me detenga, señor Randall?
– Sólo para bajarme. Quiero caminar lo que falta para llegar al hotel.
– Mis instrucciones, señor Randall, son de no perderlo de vista hasta que lo haya dejado a salvo en el hotel.
– Ya sé cuáles son sus instrucciones, Theo, y pretendo que las siga. Usted me tendrá a la vista; puede ir tras de mí pisándome los talones, seguirme todo el camino hasta el hotel. ¿Qué le parece eso?
Theo se veía indeciso.
– Pero…
Randall meneó la cabeza. Esos autómatas siguiendo sus malditas instrucciones; programados, literales, siempre inflexibles.
– Mire, Theo, nos estamos apegando a las reglas. A mí me interesa que así se haga, tanto como a usted. Me tendrá puesto el ojo todo el camino. Es simplemente que no he salido a la ciudad desde que llegué. Necesito un poco de ejercicio. Así es que, por favor, déjeme aquí, y usted puede ir quince metros detrás de mí.
Emitiendo un audible suspiro, Theo se acercó a un lado de la calle y se detuvo. Saltó de su asiento para abrir la portezuela trasera, pero Randall ya había salido del auto con su portafolio en la mano.
– Nada más dígame dónde estoy -dijo él-. Señáleme la dirección correcta.
Theo señaló hacia la izquierda, a lo largo del canal.
– Camine de frente al lado de este canal, el Prinsengracht, hasta el final. Entonces llega al río Amstel. Siga derecho una, dos, tres calles, hasta Sarphtistraat, y luego a la izquierda cruzando el puente, y la próxima calle pequeña es Profesor Tulpplein, donde llegamos al «Hotel Amstel». Tocaré la bocina si se equivoca.
– Gracias, Theo.
Randall permaneció en donde estaba parado hasta que Theo se puso tras el volante del inmóvil «Mercedes-Benz».
Luego, ofreciendo al chófer una breve señal apreciativa, Randall empezó a caminar. Sintiéndose libre por primera vez desde su llegada, Randall inhaló hondamente llenando de aire sus pulmones; luego exhaló, dio un confortable apretón a su pesado portafolio y continuó andando tranquilamente por en medio del angosto camino que corría junto al canal Prinsen.
Después de uno o dos minutos, Randall echó un vistazo sobre su hombro. Obedientemente, a unos quince metros, Theo mantenía el «Mercedes-Benz» avanzando lentamente tras de él.
«Está bien -pensó-; instrucciones, reglas.» Mientras tanto, la caminata le venía maravillosamente, y se sintió profundamente revivido.
Aquí todo era encantador, tranquilo, pacífico, después del alboroto del día. La tensión le comenzaba a desaparecer de los músculos y los nervios de brazos y espalda. Varios automóviles minúsculos estaban estacionados frente a parquímetros nocturnos. A uno de sus lados, en la oscura calle tenuemente sombreada por el débil alumbrado público, había hileras de casas de exquisito arcaísmo, con breves escalones que conducían a las viejas puertas frontales; casas principalmente sin cortinas ni iluminación, y casi sin señales de vida tras las ventanas. «Los buenos burgueses de Amsterdam -pensó Randall-, se han acostado temprano.»
Al otro lado de él, visibles a través del azul lechoso de la noche, no muy lejos de la angosta calle, estaban las quietas aguas del canal. Podía contemplar los botes anclados, algunos de los cuales eran atractivos barcos vivienda, con las luces interiores encendidas. En uno de ellos había una niña en camisón que pasó frente a una ventana. Los reflejos de las luces del bote resplandecían trémulamente sobre el agua.
Mientras caminaba lentamente hacia el final del canal Prinsen, la mente de Randall recorrió vagamente los sucesos del día. Pensó en Darlene, y deseó que ella hubiera disfrutado de sus paseos por la ciudad. Pensó brevemente en la reunión que había tenido con su equipo, tanta gente joven, alerta y despierta. Y pensó también en el almuerzo con los magnates editores y sus teólogos; en el gran conflicto que había debajo de un propósito común. Y pensó en Lori Cook. Esto condujo a su mente más hacia atrás, a su hija Judy, y pensó cuánto deseaba que ella estuviera ahora con él y cuán molesta debería estar su hija con motivo de la demanda de divorcio. Sin embargo, los rostros de aquellos que estaban involucrados en su vida… Judy, Bárbara, Towery, McLoughlin, su padre, su madre, Clare, Tom Carey… todos parecían vagos y distantes en esa quieta noche.
Se detuvo brevemente, mientras un gato con manchas caminaba sin rumbo maullando frente a él y, justo en el momento en que reanudaba su caminata, las brillantes luces de un automóvil le golpearon la cara, cegándolo momentáneamente. Instintivamente, se protegió los ojos y pudo vislumbrar la figura del vehículo que había virado sobre esta calle viniendo de dirección del río, y que ahora se dirigía calle abajo, hacia donde él estaba, a una velocidad acelerada.
Paralizado durante unos segundos por lo inesperado, Randall vio cómo el sedán negro se precipitaba hacia él más y más amenazante, agrandándose para atropellado. ¿Qué, no lo había visto ese estúpido maldito? ¿O no había visto a Theo detrás de él? El monstruoso auto casi le daba alcance, cuando los zancos que Randall tenía por piernas volvieron a la vida. Comenzó a irse hacia atrás, como un cangrejo, poniéndose fuera del camino del veloz vehículo, pero el brillo implacable de las luces amarillas lo seguía.
Entonces vio que el auto se había desviado directamente hacia él y, acercándose rápidamente, casi lo atropellaba. Pronta y confusamente se dirigió hacia el canal en un intento por salvarse, pero entonces tropezó y empezó a caerse, el portafolio se le escapó del puño y abrió las palmas de las manos para protegerse el cuerpo al caer sobre el pavimento que se le venía encima.
Randall cayó de frente, cuan largo era. Tumbado, sin aliento, dolorido, esperó a que el coche pasara. Pero, a cambio de eso, hubo un patinazo y el chirrido de los frenos y las llantas sobre el cemento. Randall rodó hacia un lado justo a tiempo para ver que el pequeño sedán patinaba quedando completamente de lado frente al «Mercedes», obligando a Theo a frenar repentinamente.
Postrado como estaba, Randall pudo distinguir que un hombre que usaba una gorra con visera, el chófer, abandonaba el sedán y de un tirón abría la puerta de Theo. De inmediato, Randall dirigió su atención hacia otra figura, un segundo hombre, mientras la puerta trasera del vehículo se abría de golpe. Un hombre sin cabello, sin rostro… grotesco, aterrador… un hombre con una media apretadamente colocada sobre la cabeza… había salido y se alejaba apresuradamente del auto, pero no hacia Randall, sino hacia un objeto que estaba en la calle, detrás del automóvil.
En ese instante, Randall sintió que se le helaba el corazón.
El objeto que yacía allí tirado era su portafolio.
Todos los nervios de su cuerpo lo impulsaron a ponerse de pie. Empujándose hacia arriba recuperó la verticalidad. Luego se tambaleó, sus rodillas doblándosele como goznes, y se agarró de un parquímetro para mantener el equilibrio.
La monstruosa y repelente figura, con su grotesco cráneo envuelto en una placenta de nylon, había levantado el portafolio y estaba dando la vuelta para regresar a su auto.
Los ojos de Randall buscaron a su protector tras el volante del «Mercedes»; pero Theo no estaba allí. Theo no se veía por ninguna parte. El otro atacante, el chófer con la gorra, estaba otra vez dentro del sedán negro, abriéndose camino frente a la limusina «Mercedes» y dirigiendo su automóvil hacia abajo, sobre la vacía calle. Y su cómplice, portafolio en mano, casi había llegado al sedán.
– ¡Suelte eso! -gritó Randall-. ¡Policía! ¡Policía!
Luego, saltó hacia delante. El otro tipo había alcanzado la puerta abierta, haciendo una pausa antes de entrar, cuando Randall rápidamente acortó la distancia que había entre ellos y se lanzó sobre el hombre, derribándole por las rodillas. Contra el hueso de la mejilla sintió el impacto de los toscos pantalones y las duras piernas del ladrón, y pudo oír un sofocado grito mientras ambos daban un bandazo contra la puerta del auto y luego caían sobre la calle.
Frenético, Randall dejó a su adversario, arrastrándose precipitadamente sobre manos y rodillas para recuperar el portafolio. Su mano alcanzó a tocar la suave piel del maletín cuando una fuerza demoledora lo golpeó directamente sobre la espalda y unos dedos lo tomaban por la garganta, estrangulándolo. Randall tiró violentamente de las garras y comenzó a gritar a todo pulmón. Tratando de hacer palanca para liberarse, tratando de golpear a la figura que tenía detrás, se percató vagamente, por encima del sonido de los jadeos y resoplidos, de un sonido extraño y penetrante.
Era un silbato que se iba haciendo más audible, más cercano, más sonoro.
Randall escuchó un angustiado grito que provenía del sedán.
– De politie… de politie komt! Ga in de auto! Wij moeten blub weggaan!
De repente, sintiéndose liberado y aliviado, echó la cara hacia delante. Las garras ya no estaban en su garganta; los puños se habían ido ya. Esforzándose por arrodillarse, agarró su portafolio y lo abrazó contra el pecho. La puerta del auto se cerró violentamente detrás de él. El motor aceleró, la caja de velocidades crujió y las llantas patinaron contra el pavimento. Ligeramente tambaleante y todavía de rodillas, Randall miró sobre su hombro. El auto se había alejado como un cohete, evaporándose, engullido por la noche.
Todavía con vértigos, Randall intentó levantarse y fracasó. Después, gradualmente, se percató de que unos brazos fuertes lo habían tomado por las axilas y que alguien lo estaba ayudando a ponerse de pie. Giró la cara para darse cuenta de que la persona que lo asistía vestía una gorra de oficial, de color azul marino y con una visera, y tenía un rostro amplio, sonrojado y preocupado; el resto de su uniforme consistía en una chaqueta azul pizarra, pantalones azul oscuro, un silbato colgando de una cadena, una placa de metal, una cachiporra y una pistola como la que usaba el señor Groat. La placa de metal… Un policía holandés. Y corriendo venía otro policía, con idéntico uniforme. Los guardianes estaban intercambiando palabras que Randall no podía entender.
Bamboleándose, Randall vio por fin a Theo, pálido y sin aliento, que mientras se sobaba el magullado cuello se abría paso entre los policías, hablándoles rápidamente en holandés.
– Señor Randall, señor Randall -gemía Theo-, ¿está usted lastimado?
– Estoy bien; perfectamente bien -dijo Randall-. Sólo muy asustado, eso es todo. ¿Qué pasó con usted? Lo busqué…
– Intenté ayudarlo… traté de sacar el revólver del compartimento de guantes… pero la cerradura se atoró y antes de que yo pudiera… uno de ellos me agarró por detrás, me golpeó tan fuertemente que me noqueó y caí sobre el asiento. ¿Tiene usted su portafolio? Ah, bueno; bueno.
Randall se percató de la presencia de un «Volkswagen» blanco, que traía una luz azul sobre el techo y la insignia policíaca pintada sobre la puerta, estacionándose frente al «Mercedes» de Theo. Un oficial llamó al policía que estaba sosteniendo a Randall del brazo.
– Vrag hem wat voor een auto het was et hoe veel waren daar -el policía se volvió hacia Randall, y le dijo en un inglés perfecto-: El sargento desea saber la marca del automóvil y el número de sus ocupantes…, ¿cuántos hombres eran?
– No sé qué auto era -dijo Randall-. Tal vez un «Renault». Era un sedán negro, compacto. Había dos hombres. Uno de ellos usaba una gorra y se fue tras mi chófer; nunca logré verlo claramente. Sólo pude ver al que trató de llevarse mi portafolio. Ése traía una media cubriéndola la cabeza. Tal vez era rubio. Vestía un suéter con cuello de tortuga. Era un poco más bajo que yo, pero más fornido. Yo… yo no recuerdo nada más. Posiblemente mi chófer, Theo, pueda decirles algo más.
El policía interrogó minuciosamente a Theo, y luego transmitió al sargento las descripciones en holandés. El oficial se dio por enterado con una señal y el «Volkswagen» blanco se alejó silbando en la oscuridad.
Los siguientes diez minutos fueron de formalidades. Mientras empezaban a juntarse los curiosos de las casas vecinas y los transeúntes del puente del río Amstel, observando y escuchando con semblantes apenados, Randall mostró su pasaporte a los policías. El primero de ellos hizo anotaciones, y Randall fue cortésmente interrogado. Él les narró exactamente lo que había ocurrido. Por lo que hacía a sus actividades en Amsterdam, sus explicaciones fueron deliberadamente vagas. Dijo que estaba de vacaciones; únicamente haciendo algunas visitas a unos cuantos amigos de negocios, nada más. ¿Que si se le ocurría a él alguna razón por la cual alguien podría querer lastimarlo o acecharlo? No, no podía pensar en ninguna razón. Y, ¿que si no lo habían herido, además de esa rodilla raspada? No, estaba perfectamente bien.
Los policías quedaron satisfechos, y el primero de ellos cerró su libreta de apuntes.
Theo se paró frente a Randall y le dijo con toda seriedad:
– Yo creo, señor Randall, que usted irá en el auto conmigo lo que falta para llegar al hotel.
Randall, débilmente divertido, respondió:
– Creo que sí.
El grupo de curiosos se dispersó mientras Randall, llevando su portafolio y acompañado por los dos policías, seguía a Theo hacia la limusina. Subió al auto y se sentó en la orilla del asiento trasero, mientras el chófer cerraba la puerta. La ventanilla estaba abierta y el primer policía se agachó y dijo en tono amistoso:
– Wij vragen excuus, het spijt mij dat u verschrikt bent. Het…. -Se detuvo y meneó la cabeza-. Me olvido y hablo holandés. Le estaba dando nuestras disculpas por su problema. Lamento que haya usted tenido este susto, y los inconvenientes. Claramente fue un atentado de robo por dos maleantes. Después de todo, sólo querían su portafolio. Ladrones insignificantes.
Randall sonrió. Sólo su portafolio. Solamente ladrones insignificantes.
El policía tenía algo más que agregar:
– Estaremos en contacto con usted para que los identifique, si es que los capturamos.
«No los agarrarán ni en un millón de años», quiso decirles Randall. En cambio, simplemente dijo:
– Gracias, muchas gracias.
Theo había echado a andar el auto y el policía se había enderezado para permanecer parado a un lado, Randall mirándole claramente observó la insignia en forma de óvalo. En la placa metálica estaba dibujado un libro con una espada encima y la punta hacia arriba, protegiéndolo. En la orilla de la placa estaban las palabras: Vigilat ut quiescant, y supuso que la leyenda quería decir: Ellos vigilan, para que usted pueda estar seguro.
La espada protegiendo al libro.
Pero él sabía, sin embargo, que nunca más podría tener la certeza de que estaría seguro.
No lo estaría en tanto el libro tuviera que continuar guardado como secreto.