XII

Por fin llegó la mañana, una nublada y horrible mañana parisiense, según se vislumbraba a través de la enrejada ventana de la celda, allá en lo alto.

Al menos, reflexionó Randall amargamente, sentado al borde del costal de paja que había sobre su catre y abotonándose la camisa limpia, al menos no lo habían tratado como a un vulgar delincuente.

Completamente despierto ya y descansado, a pesar del insomnio padecido durante la mayor parte de la noche que pasó en la aislada y desnuda celda del Dépôt, contiguo al Palais de Justice, Randall trató de analizar lo que le había ocurrido y de prever lo que estaba a punto de ocurrirle.

Todavía se hallaba estupefacto. Lo habían detenido por pasar de contrabando a Francia un objeto de valor, así como por agredir a un oficial; de eso no había duda. Después del loco episodio de la terminal aérea de Orly la noche anterior, lo habían metido en el panier à salade (así llaman a la «julia» los franceses, supuso) y lo habían transportado al conjunto de edificios conocido como Palais de Justice, que estaba en la Île de la Cité.

Lo habían hecho entrar apresuradamente a un edificio llamado el Petit Parquet. Allí, en una sala exageradamente iluminada, se había enfrentado a un francés serio y solemne que se había presentado como le substitut du procureur de la République… aterrador, hasta que el intérprete, que también estaba allí, le explicó que se trataba sencillamente del asistente del fiscal.

Había habido un breve interrogatorio y, finalmente, las acusaciones formales. Había cometido un outrage à fonctionnaire dans l'exercise de ses fonctions (un atentado contra un funcionario en el ejercicio de sus funciones, según le reveló el intérprete) y había intentado introducir en el país, sin declararlos, bienes valiosos. El substitut había firmado un documento que hacía oficial su detención.

Debido a circunstancias especiales (¿cuáles?, se preguntó) el Ministro del Interior había dispuesto que se viera su causa sin dilación. En la mañana comparecería ante un jugue d'instruction (un juez de instrucción) para una averiguación a fondo. Hasta entonces debería permanecer en el Dépôt del Palais, en calidad de detenido por breve plazo. Y una cosa más antes de su encarcelación: tenía el derecho de contratar a un abogado para la audiencia de mañana. ¿Deseaba telefonear a algún abogado, o a un amigo para que le buscara un defensor?

Randall lo había considerado. No conocía a ningún abogado en París. Se le ocurrió la idea de llamar a la Embajada de los Estados Unidos, pero la rechazó. Todo el incidente era tan humillante para él (y tan difícil de explicar que no quería correr el riesgo de exponerse a que algún arrogante compatriota propagara el chisme antes de que todos los hechos estuvieran esclarecidos. Pensó en Sam Halsey, de la Associated Press, en la Rue de Berri. Sin duda, Sam le podría proporcionar un defensor competente. Pero cualquier entusiasta de la oficina de Sam podía olfatear el problema de Randall y difundir a la Prensa una versión torcida e incompleta, que sólo lo haría parecer absurdo. Además, la idea misma de pedir consejo legal para una causa tan al vapor como aquélla (era fácil probar que el fragmento de papiro era una falsificación, y eso sería todo) parecía pretenciosa y ridícula.

Cuando Randall preguntó acerca de la necesidad del consejo legal, se le informó que la única intención era la de proporcionarle todas las garantías posibles. También se enteró de que si tomaba un abogado, su causa se retrasaría tres o cuatro días. Eso le había ayudado a tomar una decisión. Puesto que Resurección Dos se anunciaría al mundo dentro de cuarenta y ocho horas, no quería posponer su juicio y, por lo tanto, no quería un abogado. Se conformaría con hablar en defensa propia.

Resuelta la cuestión del abogado, Randall había tenido que salir bajo la llovizna nocturna, atravesar el patio, pasar la reja abierta del Palais de Justice y seguir por el Boulevard du Palais hasta la Préfecture de Police, donde lo llevaron a la sección de antropometría, le tomaron las impresiones digitales y lo fotografiaron (de frente y de perfil). Después lo habían interrogado nuevamente para saber si tenía antecedentes policíacos y conocer su versión de los hechos ocurridos en la terminal aérea de Orly.

Luego, dos agents de police habían vuelto a sacar a Randall a la lluvia, al patio del Palais de Justice y finalmente hasta el Dépôt, en un edificio contiguo al Palais. Lo habían encerrado en una celda (solitaria, porque no había más presos) que era cualquier cosa excepto confortable. Sin embargo, había dormido en lugares peores en algunas de sus sombrías noches de borrachera.

La celda del Dépôt, con su ventana enrejada y su resonante puerta de hierro que tenía una mirilla para los guardias, ofrecía comodidades tales como un catre con un colchón de paja, un lavamanos, con agua fría nada más, y un retrete que por sí solo echaba el chorro cada quince minutos. Además, le habían proporcionado algunos ejemplares atrasados de Paris Match y Lui, su pipa, un encendedor desechable y su paquete de tabaco. No le había interesado nada, excepto esta oportunidad de pensar, de resolver cómo podría llegar hasta De Vroome y Aubert y dar a conocer los hechos relativos a la falsificación, antes de que ocurriera el anuncio público del Nuevo Testamento Internacional, dentro de poco más que dos días.

No había podido pensar, porque el día había sido muy largo y emocionante; de Ostia Antica a Roma, a París y, finalmente, a esta celda del Dépôt. Pero tampoco había podido dormir bien, debido al exceso de fatiga y a las fantasmales imágenes que bailoteaban en su cerebro: Wheeler y los otros editores, y Ángela, y De Vroome, y siempre el recuerdo del viejo Robert Lebrun. En algún punto de aquella oscuridad había dormido un poco y a saltos, con sueños recurrentes que lo horripilaban, pero algo había dormido.

Llegó la mañana. El guardián había sido bastante amable con él; no podía quejarse. Probablemente porque se trataba de un caso especial (y aquella generosidad ciertamente no le había hecho daño), el guardián le había enviado jugo de fruta y dos huevos, además del habitual desayuno de la prisión, consistente de café negro y pan. Más aún, de la maleta de Randall había tomado la máquina de rasurar, el peine y una muda de calzoncillos, calcetines, camisa y corbata, y se los había llevado. Ya casi vestido, pudo al fin pensar…

Trató de recordar lo que le habían dicho que le esperaba esta mañana. ¿Un juicio o una audiencia? No podía recordar cuál de los dos. Había habido mucha confusión la noche anterior. Creía haber oído al asistente del fiscal hablar de una averiguación ante el juge d'instruction. ¿De qué demonios consistiría esa vista preliminar? Él recordaba que le habían dicho algo acerca de que el magistrado lo interrogaría a él y a los testigos. Había preguntado cuáles testigos. Bueno, existía una acusación de agresión y alteración de la paz pública, a la cual tendría que enfrentarse, pero eso era el delito menor. Lo más importante era el contrabando a Francia de un tesoro nacional de Italia. Recordaba haber gritado que no se trataba de un tesoro sino de una falsificación, de algo que no valía nada, de una farsa, de un engaño. Por lo tanto, le habían indicado que los testigos serían los expertos que determinarían la autenticidad y el valor del fragmento de papiro.

Para Randall, lo más confuso era el papel de De Vroome. El clérigo holandés se había presentado en Orly, tal como lo había prometido. Había ido a ayudar a Randall. Pero el imbécil aduanero se había empeñado en que la presencia de De Vroome obedecía a una llamada de las autoridades francesas. No tenía sentido.

Otro misterio, aún mayor; el más amenazador de todos: ¿quién lo había delatado ante la aduana francesa?

Simple y llanamente, alguien le había tendido una trampa. Pero, ¿quién sabía siquiera que él tenía en su posesión el trozo de papiro que faltaba? Naturalmente, estaban el chico Sebastiano y su madre, así como aquel policía italiano de Ostia; pero ellos no podían conocer su identidad, aunque hubieran advertido que él había sacado algo de la zanja. Estaba Lupo, el taxista, que lo había llevado de Ostia a Roma. Pero el chófer no pudo haber sabido quién era él ni qué llevaba encima. Estaba el profesor Aubert, para quien había dejado un mensaje urgente con el propósito de que se reunieran la noche anterior. Pero no era concebible que Aubert hubiera adivinado la razón por la cual le solicitó Randall la entrevista. Finalmente, estaba el dominee De Vroome, a quien había telefoneado desde Roma y que era el único que lo sabía todo. No obstante, De Vroome era la única persona en todo el mundo que, estando al tanto de Resurrección Dos, no tenía absolutamente ningún motivo para traicionarlo. Después de todo, al traer la prueba de la falsificación, Randall estaría entregando a De Vroome precisamente el arma que éste buscaba para destruir a Resurrección Dos y robustecer su propia posición de poder.

No había explicación lógica, salvo una.

Si Robert Lebrun no hubiera muerto por accidente, sino que hubiera sido asesinado deliberadamente, entonces, la persona o las personas que habían averiguado lo que Lebrun hacía para Randall también habrían podido averiguar lo que éste había estado haciendo en Roma y Ostia Antica.

Era la única posibilidad, pero insignificante y vaporosa, ya que los sospechosos no tenían rostro ni nombre.

Un callejón sin salida.

Randall había terminado de hacer el nudo de su corbata cuando retumbó la puerta de la celda y se abrió cuán ancha era.

Un joven alto y fuerte que llevaba una cinta roja en la visera del kepis y un uniforme azul marino, y que tenía aspecto de agregado del colegio militar de Saint Cyr, entró alegremente en la celda.

– ¿Tuvo usted un descanso satisfactorio, Monsieur Randall? Soy el inspector Bavoux, de la Garde Républicaine. Me han dado instrucciones de acompañarlo hasta el Palais de Justice. La vista preliminar comenzará dentro de una hora. Los testigos estarán ya reunidos. Usted tendrá todas las oportunidades de ser escuchado.

Randall se levantó del catre y se puso su chaqueta deportiva.

– He solicitado que el dominee Maertin de Vroome, de Amsterdam, preste testimonio en mi favor. ¿Está él entre los testigos citados?

– Ciertamente, Monsieur.

Randall dio un suspiro de alivio.

– ¡Gracias a Dios!… Muy bien, inspector. Estoy listo. Vamos.


Estaban reunidos en una pequeña y funcional sala de audiencias situada en la galería de los jueces de instrucción, en el piso cuarto del Palais de Justice.

Mientras entraba al edificio del Palais y daba vuelta a la izquierda, hacia la Galerie de la Sainte Chapelle, Steven Randall sintió que recobraba la confianza al ver la sencilla inscripción que había en lo alto de la escalera de entrada: LIBERTÉ, ÉGALITÉ, FRATERNITÉ.

«Vaya, está bien», pensó él.

Ahora, todavía parado rígidamente junto al banquillo de los acusados, Randall se percató de que habían pasado veintidós minutos desde que se iniciaran los procedimientos, sorprendentemente informales. Él sabía que se acercaba el momento en que sería escuchado. No sentía ansiedad. Estaba tranquilo y seguro. Se le llamaría simplemente para que expusiera las razones por las cuales creía que el trozo de papiro que había sacado de Italia y traído a Francia era una falsificación. Una vez que su creencia fuera apoyada por el testimonio de un experto, por la irrebatible opinión del eminente dominee Maertin de Vroome, Randall quedaría reivindicado. Todo lo demás, antes y después de la intervención de De Vroome, era pura faramalla legal. Randall estaba seguro de que cuando De Vroome certificara la falsificación, el magistrado no podría hacer otra cosa que ponerle una multa por la agresión al oficial y dejarlo en libertad.

Con el rabillo del ojo, Randall miró una vez más a los testigos, cuya presencia apenas le había sorprendido al entrar en la moderna sala. En el resultado de aquella audiencia se jugaban la vida, la reputación y su fortuna en dólares, libras, francos, liras y marcos.

Había cinco hileras de bancos. En la primera fila, como figuras esculpidas en granito, estaban sentados Wheeler, Deichhardt, Fontaine, Young y Gayda. Detrás de ellos, solemnes y atentos, estaban De Vroome, Aubert y Heldering. En la última fila estaba Naomí Dunn, impasible y con los labios apretados. Los testigos anteriores ya no estaban allí. Hecha su declaración, los habían dejado ir.

No había extraños, ni miembros de la Prensa, ni espectadores curiosos. El juez lo había aclarado desde el principio. Los procedimientos estaban cerrados al público debido a que, como lo manifestó tan simpáticamente el magistrado, «el asunto a examinar requiere discreción».

«La Sala de las Estrellas», pensó Randall.

Se preguntó quién habría arreglado que la sesión fuera secreta. La intriga de los editores, sin duda, con sus poderosas relaciones eclesiásticas que llegaban hasta el Vaticano y el Consejo Mundial de Iglesias. En el fondo, Francia respondía a los deseos de la Iglesia. Y también estaban allí Monsieur Fontaine y su alter ego, el profesor Sobrier. Además, estaban Signore Gayda y su influyente Monsignore Riccardi. Hombres como aquéllos no se interesaban sólo en la religión, sino también en la política. Allí contarían mucho. Habían querido llevar el asunto en secreto, y se habían salido con la suya.

A Randall no le importaba, porque tenía a De Vroome, y con él, pronto surgiría la verdad y se lograría una comunicación con el público.

Escuchando a medias a los testigos que todavía estaban siendo interrogados, Randall revivía los sucesos que se habían desarrollado antes de aquel momento.

El juge d'instruction (llamado Le Clere) había entrado a la sala y se había sentado detrás de uno de los dos enormes escritorios de acero que estaban frente a la silla de los testigos y a los asistentes sentados en los bancos. Contrario a lo que pudiera esperarse, el magistrado no llevaba la tradicional toga negra con pechera blanca, sino un estrecho y ordinario traje de civil, de un tono pardo conservador. Tenía el aspecto anémico, sietemesino, descolorido del pequeño funcionario o el burócrata típico, con una voz desconcertantemente penetrante y el cabello parado, como si llevara una peluca de alambre.

Había llevado ordenadamente los procedimientos. Desde un tercer escritorio, puesto en ángulo recto con los dos del magistrado, el greffier, o escribano, dejó su máquina de escribir y se puso de pie para leer en voz alta las acusaciones contra Randall, primero en francés y después en inglés. Impaciente, el juge d'instruction había declarado que prescindiría de los servicios de un intérprete (salvo para los testigos que sólo hablaban francés) con el fin de ahorrar tiempo. Esto resultó posible porque, para ser justos con el acusado, la sesión se celebraría en inglés. Y después había proseguido a paso veloz, como si el tiempo fuera oro o como si tuviera una cita para comer temprano y no quisiera perdérsela.

El primer testigo había sido el funcionario de aduanas del Aeropuerto de Orly, Monsieur Delaporte, quien detalló el horrendo comportamiento del acusado. El segundo testimonio había sido el del guardia de la Sûreté Nationale, llamado Gorin, un protector de la seguridad pública que se explicaba bastante mal y a quien la Policía de seguridad de Orly había avisado con anticipación de que habría que cachear a un contrabandista, y que éste tal vez se pusiera violento. Gorin había contribuido a atraparlo.

El tercer testigo había sido el inspector de la police de l'air, el oficial Queyras, de la Policía del aeropuerto, quien declaró que el jefe de los carabinieri de Roma le había comunicado que un norteamericano, un tal Steven Randall, había adquirido ilegalmente un tesoro cristiano de gran antigüedad, que lo había sacado de Roma sin permiso y que intentaría llevarlo a París. Queyras había preparado una de las tarjetas color de rosa (en las que se describe a los delincuentes buscados por la Policía), y cuando Randall llegó, Queyras le había confiscado la bolsa de cuero con el fragmento de papiro y se había unido a los que sometieron al huraño visitante. Después de entregar, como evidencia, su tarjeta color de rosa con la descripción del delincuente, a Queyras se le permitió retirarse junto con los dos testigos anteriores.

El siguiente testigo, un rostro nuevo para Randall, había sido el doctor Fernando Tura, ex superintendente de la región de Ostia Antica, ascendido recientemente a miembro del Consejo Superior de Antigüedades y Bellas Artes de Roma. Tura había llegado representando al Ministerio della Pubblica Istruzione. Era un italiano moreno, solícito, de peso gallo, con ojos furtivos y un bigote como manubrio de bicicleta. Desde el primer momento le desagradó a Randall, y tenía sus razones: según Ángela, era él quien había puesto obstáculos a su padre y lo había calumniado desde el principio.

El doctor Tura, el siguiente testigo, estaba siendo interrogado.

No, el doctor Tura nunca antes había visto al acusado. Apenas ayer había oído hablar del Signore Randall: que el Signore norteamericano de alguna manera se las había arreglado para obtener, sin permiso del Ministerio, un fragmento faltante de papiro que pertenecía al códice del Evangelio según Santiago, descubrimiento hecho en Ostia Antica seis años antes por el profesor Augusto Monti, de la Universidad de Roma, con la colaboración del doctor Tura. El acusado había querido sacar de Italia ese tesoro nacional. No, el doctor Tura no sabía con exactitud cómo el Signore Randall había obtenido el valioso fragmento; si lo había robado o si había sido un hallazgo fortuito, pero en cualquiera de los casos había violado la Ley.

El doctor Tura había traducido lo que decía la Ley italiana.

– Los objetos arqueológicos hallados en Italia pertenecen al Estado, según el principio de que todo cuanto está bajo tierra es propiedad del Estado. Solamente el Ministro de Instrucción Pública puede conceder permiso para ejecutar investigaciones arqueológicas, y ninguna excavación puede hacerse sin autorización.

El acusado había contravenido atrozmente este principio de la Ley y, más aún, no había declarado su hallazgo y hasta lo había sacado de Italia. El Gobierno italiano deseaba recobrar el fragmento para entregarlo a su vez a un consorcio como Nuevo Testamento Internacional, S. A. Esta empresa había arrendado todos los documentos descubiertos por el profesor Monti, de los cuales este fragmento era parte integrante, con el propósito de publicar una versión revisada del Nuevo Testamento.

El doctor Tura, con toda su serenidad, era el testigo en turno, y ahora estaba concluyendo su testimonio.

Sobresaltado, Randall se percató de que el doctor Tura se levantaba de la silla de los testigos y que el juez se dirigía al propio Randall.

– Monsieur Randall, ahora estoy preparado para escuchar su testimonio. Declare su profesión.

– Soy director de una firma de relaciones públicas de Nueva York.

– ¿Cuáles fueron las circunstancias que lo trajeron a Roma?

– Es una historia larga, Su Señoría.

– Si es tan amable, hágala breve, Monsieur -dijo el magistrado Le Clere, áspera y malhumoradamente-. Aténgase en lo posible al hecho de su llegada al Aeropuerto de Orly, ayer.

Randall estaba perplejo. ¿Cómo iba a convertir una montaña en un montículo? Pero tenía que intentarlo. Tenía que preparar el camino, con la mayor claridad posible, para De Vroome.

– Todo comenzó cuando me convocaron a una reunión en Nueva York con el conocido editor religioso, el señor George L. Wheeler -miró a Wheeler, que tenía su atención concentrada en las puntas de los zapatos, rehusándose a reconocer esa mención de su nombre-. El señor Wheeler deseaba contratar mis servicios para hacer la publicidad de una nueva Biblia. Él representaba a un consorcio internacional de editores de libros religiosos (presentes aquí) que estaba preparando una revisión del Nuevo Testamento, basada en un asombroso hallazgo arqueológico. ¿Desea usted conocer el contenido de ese hallazgo?

– No es necesario -dijo el magistrado Le Clere-. Tengo el testimonio de Monsieur Fontaine, en el cual hace un resumen del contenido del Nuevo Testamento Internacional.

«Ah -pensó Randall-, nuestro buen juez ya ha sido aleccionado por los caballeros de Resurrección Dos.»

– ¿Lo contrataron a usted para dirigir la publicidad de esa nueva Biblia? -preguntó el magistrado.

– Sí, señor.

– ¿Creía usted en su autenticidad?

– Sí, señor, creía en ella.

– ¿Todavía considera usted auténtico el contenido agregado al Nuevo Testamento Internacional?

– No, señor. Todo lo contrario. Considero que ese nuevo contenido es una falsificación total y descarada, al igual que el contenido de la bolsa de cuero que me quitaron ayer en el Aeropuerto de Orly.

El magistrado sacó un pañuelo y se sonó ruidosamente la nariz.

– Está bien, Monsieur. ¿Qué fue lo que provocó su desilusión?

– Si se me permite explicar…

– Explique, pero limítese a los hechos que tengan relación con esta causa y la acusación.

Era tanto lo que Randall quería relatar ahora… tal acumulación de sospechas, tal marea de coincidencias. No obstante, él sabía que no se las aceptarían como pruebas y que no reforzarían su defensa. Buscó en su memoria hechos concretos, irrebatibles, pero se le escapaban, y le sorprendió y desconcertó advertir que eran muy pocos.

– Bueno, para ser breve, señor, en mi cuarto de hotel en Roma conocí al autor confeso de la falsificación de los manuscritos de Santiago y Petronio. Era un ciudadano francés llamado Robert Lebrun, y él…

– ¿Cómo fue que se encontró con él, Monsieur?

– Originariamente supe de él a través del dominee De Vroome.

– ¿Había el dominee De Vroome conocido a ese supuesto falsificador?

– No exactamente, Su Señoría.

– Se vio con él o no se vio con él… ¿Cuál de las dos?

– El dominee me dijo que lo había visto, pero que no había hablado con él. Supo acerca de él a través de un amigo.

– Pero ¿usted sí se vio personalmente con el supuesto falsificador?

– Sí. Un indicio que hallé entre los documentos del profesor Monti me llevó hasta Lebrun, a quien persuadí de que me dijera cómo había urdido el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio. Me contó que había pasado largos años tramando y preparando su engaño. Era un incomparable erudito bíblico y un genio de la falsificación. Me relató todos los detalles de su trabajo y me convenció de que decía la verdad.

– ¿Y ese tal Lebrun le proporcionó el fragmento que hallaron en su maleta? -preguntó el magistrado.

– No.

– ¿No? ¿No se lo vendió a usted?

– Él estaba dispuesto a vendérmelo y yo a comprárselo, para demostrar a los editores que su nuevo evangelio era un fraude y para que no se atrevieran a seguir adelante con su Nuevo Testamento Internacional. Sin embargo, a Lebrun se le impidió entregarme esa prueba de falsificación (el fragmento que los policías me quitaron).

– ¿Se le impidió? ¿Cómo fue que se le impidió?

– Lo mataron, lo eliminaron en un supuesto accidente el día anterior a que iba a entregármela.

El magistrado Le Clere miró hoscamente a Randall.

– ¿Me está usted diciendo, Monsieur, que ese Lebrun no está vivo para corroborar el testimonio que usted está rindiendo?

– No podrá hacerlo, señor. Lebrun está muerto.

– ¿Así que sólo tenemos la palabra de usted?

– Hay algo más, Su Señoría. La prueba del engaño de Lebrun está en el fragmento que sus oficiales me confiscaron en el aeropuerto. Verá usted, señor, los muertos a veces hablan. Porque, por así decirlo, el propio Lebrun, aun después de su muerte, me condujo al descubrimiento de su evidencia.

Randall relató cómo los efectos personales que había examinado en el depósito de cadáveres de Roma lo habían llevado a la excavación de Monti en las afueras de Ostia Antica.

– Una vez que hube desenterrado la prueba de Lebrun -concluyó Randall-, tuve que asegurarme de que era, verdaderamente, una falsificación. Desde Roma telefoneé a la oficina del profesor Aubert para concertar una cita. Quería yo que él hiciera la prueba del radiocarbono con el fragmento. Luego llamé al dominee De Vroome y solicité su colaboración para determinar si el texto arameo del papiro (y la escritura invisible que Lebrun había agregado al fragmento) confirmaban la confesión de fraude de Lebrun. En mi mente no había duda alguna acerca del engaño, pero yo sabía que necesitaría una opinión más autorizada para convencer a los editores de que todo era un fraude que debía ser abandonado. Así que, naturalmente, salí de Roma y llegué a París con el trozo de papiro, consciente de que no era ningún tesoro nacional y de que no tenía ningún otro valor que el de una evidencia para detener el proyecto de Resurrección Dos. Cuando el oficial del aeropuerto quiso confiscar mi única prueba, yo traté instintivamente de recobrarla. No tenía la intención de agredirlo. Sólo quería conservar una pequeña prueba que evitaría al público una mentira más y que impediría que los editores cometieran un grave error.

– ¿Ha terminado usted, Monsieur?

– He terminado.

– Permanezca usted en el banquillo. Continuaremos con los últimos dos testigos -el magistrado consultó un trozo de papel que tenía un lado y levantó la vista-. Si el profesor Henri Aubert quiere tener la bondad de acercarse.

El profesor Aubert, con su cabello envaselinado y su pulcra vestimenta, se veía impresionante al acomodarse en la silla de los testigos. Había pasado junto a Randall muy tieso, sin mirarlo, y ahora se disponía a leer su informe escrito.

Su testimonio fue el más breve, ya que no se llevó más de un minuto. Y el resumen que hizo no fue inesperado para Randall.

– La prueba ordinaria del radiocarbono puede hacerse en una o dos semanas. Mediante el uso de un aparato de computación recientemente modificado, mis ayudantes y yo, trabajando durante la noche, pudimos someter a prueba una minúscula porción del fragmento de papiro que la judicial nos entregó anoche. Aquí tengo el resultado que obtuvimos en catorce horas.

Sacó una hoja de papel amarillo, escrita a máquina, y comenzó a leer:

– «Según las mediciones hechas por nosotros del fragmento de papiro en cuestión, y después de realizar la debida comprobación en nuestro aparato fechador de radiocarbono, la fecha de vida del papiro puede ser razonablemente situada en el año 62 A. D. En consecuencia, el fragmento de papiro que se nos entregó en las últimas horas del día de ayer puede considerarse auténtico según las normas científicas. Firmado, Henri Aubert.»

El magistrado pareció impresionado.

– Entonces, ¿el fragmento que introdujo al país el acusado que está en el banquillo es de indudable autenticidad?

– Absolutamente -Aubert alzó un dedo-. Debo agregar que yo limito la verificación a la edad del fragmento de papiro. No puedo hablar de la autenticidad del texto. Esa decisión la dejo enteramente al juicio del dominee De Vroome.

– Gracias, profesor.

Cuando Aubert volvía a su asiento de la segunda fila, el dominee De Vroome se puso de pie y esperó en el pasillo.

El magistrado se dirigió a él.

– Si el dominee Maertin de Vroome quiere hacer al tribunal el honor de acercarse para concluir la audiencia de los testimonios…

Randall observó con ansiedad al imponente clérigo holandés cuando éste avanzó hacia la silla de los testigos. Esperaba atrapar la mirada de De Vroome, pero lo único que pudo ver fue el impasible perfil del teólogo.

De pie junto a la silla, formidable en su sotana negra sin adornos, el reverendo miraba al juge d'instruction.

El magistrado Le Clere procedió a interrogarlo de inmediato.

– ¿Es verdad, dominee De Vroome, que el acusado, tal como lo asentó en su testimonio, le telefoneó a usted desde Roma y le solicitó su opinión acerca de una porción faltante del Papiro número 3, el mismo que él consideraba como prueba de la falsificación?

– Es verdad.

– ¿Es verdad que también una sección de la Sûreté Nationale, por mediación del laboratorio especial del Louvre, le pidió que hiciera un estudio de ese fragmento para determinar su valor?

– Sí, también eso es verdad.

El magistrado estaba complacido.

– Entonces, el dictamen que usted rinda satisfará tanto a la parte actora como a la defensa.

El dominee De Vroome sonrió sin mover los labios.

– Dudo que mi opinión pueda satisfacer a ambas partes. Sólo puedo satisfacer a una de ellas.

El magistrado sonrió también.

– Voy a replantear mi frase. Tanto la parte actora como la defensa aceptan la autoridad de usted para dictaminar sobre esta materia.

– Así parece.

– Por lo tanto, obviaré toda averiguación acerca de sus méritos como estudioso del arameo y experto literario de la historia cristiana y la romana. Las dos partes aceptarán su juicio. ¿Ha estudiado usted el fragmento de papiro que le fue confiscado a Monsieur Randall?

– Sí, lo he estudiado. Lo he examinado con la mayor atención toda la noche y esta mañana. Lo he estudiado en su contexto, comparándolo con la colección completa de los papiros de Monti, los cuales me fueron facilitados por los propietarios del Nuevo Testamento Internacional. Lo he examinado también a la luz de los informes proporcionados por un tal Robert Lebrun y por el acusado, Steven Randall, en el sentido de que el texto arameo es una falsificación y que la hoja de papiro contiene escritura invisible y un dibujo (hechos con tinta preparada según una antigua fórmula romana), empleados por Lebrun para demostrar que el evangelio era invento suyo.

El magistrado Le Clere se inclinó hacia el testigo.

– Dominee De Vroome, ¿pudo usted llegar a formarse un juicio definitivo acerca del valor de este fragmento de papiro?

– Sí, me he formado un juicio definitivo.

– Dominee De Vroome, ¿cuál es ese juicio?

El dominee, apóstol de Dios por los cuatro costados, dejó pasar un intervalo dramático antes de que su vibrante voz resonara en la sala del juicio.

– Sólo cabe una conclusión. Mi modesto dictamen es que el fragmento de papiro que el acusado trajo de Italia ayer no es falso… No cabe duda de que se trata de una auténtica e iluminaba obra de la pluma de Santiago el Justo, hermano de Jesús… y que, como tal, no es sólo un tesoro nacional de Italia, sino un tesoro de toda la Humanidad, y forma parte del mayor descubrimiento realizado en los dos mil años de la epopeya cristiana. Yo felicito a los propietarios del Nuevo Testamento Internacional por haber podido añadirlo a la inspirada obra que están a punto de entregar al mundo.

Y con eso, sin esperar la respuesta del magistrado, el dominee De Vroome se dio media vuelta y caminó a grandes y vivas zancadas hacia los asientos donde los editores, puestos en pie, lo ovacionaban ruidosamente.

La declaración de De Vroome le cayó a Randall como una bomba. Retrocedió, abatido y mudo ante el inesperado giro que habían tomado los acontecimientos.

Cuando el dominee pasó junto a él, Randall sintió deseos de gritarle: «De Vroome, ¡traidor, asqueroso, desgraciado, hijo de puta!»

Pero no pudo pronunciar palabra ni emitir sonido. Se había recargado contra la pared… quedando inmóvil, como si lo hubieran atravesado con un arpón invisible.

En el bullicio apenas pudo comprender lo que siguió.

El magistrado Le Clere estaba diciendo:

– La corte está preparada para dar su veredicto, a menos que haya más testimonios que escuchar. ¿Desea alguna otra persona presente declarar algo?

Una mano se elevó. Era George L. Wheeler, que movía un brazo para llamar la atención mientras sus colegas se agrupaban en torno a De Vroome. Pedía permiso para hablar.

– Su Señoría, solicito una breve suspensión para hablar con el acusado en privado antes de que se rinda el veredicto.

– Petición concedida, Monsieur Wheeler. Tiene usted permiso del tribunal para hablar en privado con el acusado -dio tres fuertes y secos golpes con su mazo-. Se suspende la audiencia. Exactamente dentro de treinta minutos nos reuniremos de nuevo para dar el veredicto de esta causa.

– ¡Maldita sea! -ladró George L. Wheeler-. Ni siquiera sé por qué me estoy preocupando por usted.

– Se está preocupando por mí -dijo Randall tranquilamente- porque quiere que su nueva Biblia aparezca prístina y más allá de toda duda, y yo represento una fuente de defección y una disensión potencial, y usted no quiere nada de eso.

Estaban juntos, solos, en la antesala sin ventanas adyacente a la sala de audiencias, con las dos puertas bien cerradas. En Randall, a la ira contra De Vroome había sucedido su habitual y cínica desconfianza en todos los hombres. Estaba sentado en una de las dos sillas rectas del cubículo, con las piernas estiradas por la fatiga y fumando constantemente su pipa.

Continuó observando al editor norteamericano que iba y venía frente a él, y a pesar de la aversión que sentía por Wheeler, lo veía también con un nuevo y austero respeto. Después de todo, ese superficial y mafioso vendedor de Biblias de alguna manera se las había arreglado para hacer de un enemigo más intelectual e infinitamente superior a él, el dominee De Vroome, un renegado y un miembro sumiso del establishment ortodoxo de la religión. Randall comprendió, lamentándolo, cuán equivocadamente había subestimado a aquel comerciante bufón. Wheeler era un prestidigitador más diabólico de lo que Randall había siquiera sospechado. Se preguntó si Wheeler trataría de hechizarlo. De otra manera, ¿para qué quería el repulsivo brujo verlo en privado?

Wheeler había dejado de caminar, deteniéndose frente a Randall.

– Así que eso es lo que usted cree -dijo-, que yo estoy aquí para convertirlo, a efecto de que no haya disensiones. Usted se cree muy listo, Steven, y a pesar de todas sus pretensiones de gran inteligencia y pensamientos profundos, no es más que un maldito estúpido. Escúcheme: su oposición no representaría nada para nosotros, no pasaría de ser el imperceptible croar de una pequeña rana en un gran estanque. No, usted está mil por ciento equivocado en cuanto a mis razones. Teniendo en cuenta la forma en que intentó sabotearnos, debería yo dejar que se lo llevara la corriente. Pero no puedo. En primer lugar (y usted no lo va a creer porque sigue creyéndose muy listo) ocurre que yo siento afecto por usted, afecto paternal. He llegado a tenerle una gran simpatía. Y no tolero equivocarme en materia de afecto y de confianza. En segundo lugar (y no me avergüenzo de reconocerlo) yo soy un hombre de negocios, a mucho orgullo, y usted puede ser útil. No sólo para la ceremonia del anuncio. Eso está bajo control. En este momento, las estaciones de radio y televisión y los diarios de todos los rincones del mundo están avisando al público que el viernes habrá una transmisión internacional en la que se anunciará un descubrimiento bíblico de trascendental importancia. Así que eso ya está en marcha. Pero no olvido que nuestra campaña de ventas apenas comienza con la ceremonia oficial del anuncio que se celebrará pasado mañana. Y yo quiero que usted maneje mi campaña, porque usted conoce el proyecto como pocos; usted sabe tras de qué andamos, y usted puede sernos enormemente útil. Estoy aquí hablándole así porque cuento con una cosa: con que habrá aprendido la lección.

– ¿Qué lección, George? -preguntó Randall suavemente.

– Que usted está totalmente equivocado en cuanto a la autenticidad de los documentos de Santiago y de Petronio, y que nosotros tenemos la razón… Y que usted es lo suficientemente hombre para reconocerlo y unirse nuevamente al equipo. Escúcheme, Steven: si un personaje importante como el dominee Maertin de Vroome, famoso eclesiástico y erudito, cuyo escepticismo superaba al de todos los demás, fue lo bastante hombre para ver la luz, reconocer su error y presentarse en apoyo nuestro, no veo por qué usted no podría hacer otro tanto.

– De Vroome -dijo Randall volviendo a encender su pipa-. Iba yo a preguntarle acerca de De Vroome. ¿Cómo se las arregló usted para lograr el cambio en el reverendo?

Wheeler se irguió, ofendido.

– Usted no admite que algo sea honesto, Steven. Usted cree que todos somos unos tramposos.

– Yo no dije que todos.

– Claro que no. Se está exceptuando a sí mismo -apuntó el índice a Randall-. Deje de pasarse de listo y escúcheme. Nadie, lo que se dice nadie, podría comprar ni sobornar a un ser humano con la integridad de un De Vroome, quien tuvo que llegar a su juicio final acerca de nuestro proyecto utilizando su buena conciencia. Hasta ahora, cuando tiraba contra nosotros y trataba de destruirnos, nunca supo exactamente qué era lo que estábamos intentando hacer, ni conocía los detalles de los magníficos documentos que teníamos en nuestro poder. Pero cuando vino a que se los enseñáramos (y puesto que era ya la víspera del anuncio nos pareció que podíamos mostrárselos) de inmediato abandonó su antagonismo y su resistencia. Vio que poseíamos la verdad, el verdadero Jesucristo, y que la Humanidad sería la beneficiada al recibirlo a Él a través del Nuevo Testamento Internacional. De Vroome capituló en seguida. Quería estar del lado de los ángeles y el Espíritu Santo, como lo reveló hace unos cuantos minutos en este tribunal francés.

– Así que ahora él los apoya en todo -dijo Randall.

– En todo, Steven. Estará en el estrado junto a nosotros cuando difundamos desde Amsterdam la Buena Nueva por todos los ámbitos de la Tierra. Steven, no fue fácil para un gran hombre como él confesar su error y cambiar de opinión. Pero como ya dije, y lo repito, Maertin de Vroome fue lo bastante hombre para hacerlo. Y el doctor Deichhardt y todos los demás comprendimos cuán difícil fue eso para De Vroome, así que nosotros le mostramos la caridad a nuestra manera. En verdad, para demostrarle que no somos los vigilantes que usted nos considera, le diré que tanto De Vroome como nosotros cedimos la mitad del camino para llegar a un acuerdo.

– ¿La mitad del camino? -dijo Randall-. ¿Dónde es eso, George?

– Es donde los hombres maduros y sensatos tratan de allanar sus diferencias y trabajan juntos para presentar un frente unido. Puesto que De Vroome estuvo dispuesto a apoyarnos, nosotros estuvimos dispuestos a apoyarlo a él. Retiramos nuestro respaldo a la candidatura del doctor Jeffries para lanzar todo nuestro apoyo conjunto en favor del dominee De Vroome, para que se convierta en el próximo secretario general del Consejo Mundial de Iglesias.

– Ya veo -dijo Randall.

Y veía. Sacudió las cenizas de su pipa… cenizas… en el cenicero de pie que tenía detrás. Sí, veía. Lo veía todo.

– ¿Y el doctor Jeffries? -preguntó-. ¿Cómo queda?

– Tendrá otro puesto; el de presidente del Comité Central del Consejo Mundial.

– Un puesto honorario. ¿Quiere usted decir que a él no le importa convertirse en figura decorativa?

– Steven, el doctor Jeffries y todos nosotros vemos estas cosas de un modo muy distinto que usted. No pensamos en nuestra propia vanidad. Tenemos una causa común. Se trata de la unidad. Es natural que haya pequeños sacrificios. Lo importante es que con De Vroome de nuestro lado, tenemos unidad.

– Ciertamente la tienen -dijo Randall, tratando de dominar la virulencia que había en el tono de su voz.

– Ahora, con todo resuelto, con una dinamo como De Vroome al frente del Consejo Mundial -prosiguió Wheeler- y con el apoyo eclesiástico del Nuevo Testamento Internacional, estamos seguros de lograr el mayor retorno a la religión y la más importante renovación de la fe desde la Edad Media. El próximo siglo se conocerá como el Siglo de la Paz, así como aquel otro se llamó el de las Tinieblas.

Ocultando su disgusto, Randall se enderezó en su silla.

– Muy bien, George, magnífica labor. Sólo quisiera que me explicara usted una cosa. Yo he hablado con De Vroome. Yo sé cuáles son sus convicciones… cuáles eran sus convicciones. Sólo dígame cómo un reformista radical como él se las arregló para comprometer todo lo que representaba con tal de unirse a ustedes y su ortodoxia conservadora.

Wheeler pareció lastimado.

– Tiene usted una opinión equivocada de nosotros. Somos cualquier cosa excepto fundamentalistas dogmáticos. Siempre hemos estado dispuestos a acomodarnos a los cambios y modificaciones indispensables para satisfacer las necesidades espirituales y terrenales de la Humanidad. Ése es el milagro del Hombre de Galilea. Él era flexible, comprensivo, transigente. Y nosotros somos Sus hijos. Nosotros también somos flexibles, a efecto de servir mejor al bien común. Steven, sabemos que la avenencia nunca es unilateral. Cuando De Vroome aceptó nuestro descubrimiento y se dispuso a terminar con su rebeldía y su oposición, nosotros accedimos a llevarlo a la dirección del Consejo Mundial. Ello significa que estábamos dispuestos a aceptar cierto grado de reformas, no sólo en cuanto a la interpretación de las Escrituras, de la liturgia, sino también en las esferas de la reforma social y en los esfuerzos para hacer que la Iglesia responda más a las necesidades humanas. Como resultado de esa transacción, de ese remedio a un cisma peligroso, seguiremos adelante no sólo con una nueva Biblia, sino también con una nueva y dinámica Iglesia mundial.

Randall estaba quieto y callado, mirando fijamente a aquel santurrón de dos caras.

«Es un club feliz y despiadado -pensó Randall-. El club del poder.» Como un gigantesco oso hormiguero, con un hocico llamado transacción, cediendo un poco para llevarse mucho, acababa a lamidas con toda resistencia… Era invencible. Como Cosmos Enterprises. Como los monopolios de armamentos. O los grandes Gobiernos. Como la banda internacional. Como una fe ortodoxa cantada de oído. Al fin veía claramente cómo se había producido esta última amalgama. Él, Randall, había sido el involuntario catalizador. Él había descubierto el arma para aniquilar lo que era verdaderamente cínico y contrario a la gente, el arma que pondría fin a Resurrección Dos. Él se la había confiado a Maertin de Vroome. Con esta arma, De Vroome tenía el instrumento y la palanca que forzaría a los dirigentes de Resurrección Dos a transigir. Reconózcanme y los reconoceré. Opónganme resistencia, y con el arma de Randall los combatiré y al final los destruiré. Y en definitiva, De Vroome había preferido no extender la guerra civil para lograr una victoria total, sino transar al momento para lograr una victoria parcial instantánea. Una vez instalado en su puesto de secretario general del Consejo Mundial, sería el Judas que llevaría a la grey de los fieles hacia el redil de Wheeler.

Y Randall se daba cuenta de que en ese gran esquema de cosas, sólo una persona había quedado aislada: él mismo.

El punto estaba claro. Uno solo no podía resistir. Unirse a los demás, o quedarse solo. Con los demás, únicamente padecería el alma. Quedarse solo, sería la muerte.

– ¿Qué quiere usted de mí, George? -preguntó calmadamente-. Quiere que yo sea como De Vroome, ¿no es eso?

– Quiero que afronte los hechos, como lo hizo De Vroome. Los hechos y nada más. Usted se ha entregado a sus juegos descabellados, persiguiendo sospechas tontas, juntándose con delincuentes y chiflados excéntricos, y lo único que ha conseguido es dar mayor fuerza al Nuevo Testamento Internacional… y crearse a sí mismo un montón de problemas. Reconozca ahora que estaba equivocado, Steven.

– Y si lo reconozco, ¿qué?

– Entonces tal vez podríamos salvarlo -dijo Wheeler cautelosamente-. En el tribunal está usted en graves problemas. Estoy seguro de que el juez le aplicará el código. Irá a parar a la Bastille por quién sabe cuánto tiempo, y en desgracia, y no habrá ganado nada. El mercado para los mártires disidentes va a ser muy pobre en el futuro próximo. Cuando vuelva usted a la sala para escuchar el veredicto y la sentencia, pida hacer una declaración final. Nosotros nos encargaremos de que se le permita hacerla. Monsieur Fontaine tiene gran influencia aquí, y nuestro proyecto goza de mucho respeto.

– ¿Qué declaración debo hacer, George?

– Una declaración sencilla, hecha franca y humildemente, retractándose de su testimonio anterior. Diga que usted había oído que en Roma habían descubierto una parte que faltaba en el documento de Santiago, un fragmento auténtico de papiro y que, como miembro devoto de Resurrección Dos, usted se dispuso a recobrarlo para devolvérselo a su legítimo propietario. En Roma, halló el fragmento en poder de un criminal empedernido, Robert Lebrun, que se lo había robado al profesor Monti. Usted compró a Lebrun por una bagatela, sin tener idea de que el Gobierno italiano se opondría a que sacara el fragmento de Italia. Usted simplemente lo consideró como una parte faltante de los papiros de Santiago que estaban en Amsterdam, y se lo trajo a Francia con toda naturalidad para someterlo a una prueba rutinaria de autenticidad. Usted no tenía intención alguna de introducirlo de contrabando, así que cuando se lo encontraron, perdió la cabeza. No sabía que hubiera quebrantada ninguna ley, y se asustó, fingiendo que el fragmento era una falsificación que carecía de valor, meramente para probar que no llevaba usted encima un tesoro nacional, e inventando ese cuento para protegerse a sí mismo. Fue un error propiciado por su ignorancia de la Ley y por un exagerado entusiasmo por nuestro proyecto. Diga usted que está arrepentido, y pida que la corte lo perdone. Eso es todo lo que tiene que decir.

– Y si lo hago, ¿qué dirá el juez?

– Consultará con nosotros cinco y con el representante del Gobierno italiano, y ya no habrá problema. El magistrado aceptará nuestra recomendación. Le reducirá a usted la multa y le suspenderá la sentencia, y podrá salir de aquí en calidad de hombre libre, con la cabeza alta, y reunirse nuevamente con nosotros para la presentación del gran espectáculo que ofreceremos a la Prensa y el inolvidable drama histórico que se desarrollará pasado mañana por la mañana, desde el palacio real de Amsterdam.

– Suena interesante, debo admitirlo. Sin embargo, ¿qué si me rehusó a retractarme?

La sonrisa desapareció del rostro de Wheeler.

– Nos lavamos las manos en lo que a usted toca. Lo dejamos a merced del tribunal. No podremos ocultar su comportamiento, ni siquiera a Ogden Towery y Cosmos Enterprises esperó un momento-. ¿Qué dice, Steven?

Randall se encogió de hombros.

– No sé.

– Después de todo esto, ¿no lo sabe usted?

– Es que no sé qué decir.

Wheeler frunció el ceño y miró su áureo reloj de pulsera.

– Tiene usted diez minutos para decidirse -dijo austeramente-. Tal vez sea mejor que pase esos diez minutos con alguien que tenga más influencia sobre usted -se dirigió hacia la puerta-. Tal vez a ella sí sepa qué decirle -abrió la puerta, hizo una seña a alguien que estaba fuera y miró de nuevo a Randall-. Es su última oportunidad, Steven. Aprovéchela.

Wheeler salió, y un momento después entraba Ángela Monti, titubeante, cerrando la puerta tras de sí.

Randall se puso en pie lentamente. Le parecía que no la había visto hacía toda una vida. Ángela se veía desconcertantemente igual al día cuando él la miró por primera vez (siglos atrás, según el calendario de la pasión) en Milán. Llevaba una blusa de seda, lo bastante delgada como para revelar su sostén de media copa de encaje blanco, un ancho cinturón de ante y una corta faldita veraniega. Ángela se quitó los lentes oscuros de sol, y sus verdes ojos almendrados examinaron a Randall con inquietud, en espera de una palabra de bienvenida.

Su primer impulso había sido tomarla en sus brazos, apretarla contra sí y hablarle con el corazón.

Pero su corazón estaba corroído por la desconfianza. Wheeler le había dicho que podría pasar sus diez minutos con alguien que pudiera influir en él. Ángela estaba allí para ejercer esa influencia.

No le dio la bienvenida.

– ¡Qué sorpresa! -dijo él.

– Hola, Steven. No tenemos mucho tiempo.

Ángela atravesó la oscura pieza. Como Randall seguía sin hacer esfuerzo alguno por saludarla, ella se dirigió a la silla que estaba frente a él y, quedando en suspenso, se sentó.

– ¿Quién te envió aquí? -preguntó él ásperamente-. ¿Wheeler y toda su mafia de Galilea?

Ángela apretó los dedos sobre su bolso de ante.

– Ya veo que nada ha cambiado, salvo que estás más amargado. No, Steven, yo vine aquí desde Amsterdam porque quise hacerlo. Supe lo que había sucedido. Anoche, después de que te detuvieron, Naomí me telefoneó para pedirme alguna información, y me lo explicó. Al parecer, el dominee De Vroome había llamado a los editores desde París. Todos iban a salir de inmediato para reunirse con De Vroome. Como Naomí se sumó al grupo, yo pregunté si también podría venir.

– ¿No estuviste en la sala de audiencias?

– No. No quise estar ahí. Yo no soy la Virgen María. No me gustan los gólgotas. Sospechaba lo que pasaría. Anoche, ya tarde, después de que el señor Wheeler terminó su entrevista con De Vroome, me fue a ver y me dijo todo lo que él y los demás editores habían escuchado decir a De Vroome. Luego, hace un rato, cuando el señor Wheeler estaba contigo, Naomí me puso al corriente de lo que había ocurrido durante la audiencia.

Randall se sentó.

– Entonces ya sabes que están tratando de crucificarme. No sólo Wheeler y sus cohortes, sino De Vroome también.

– Sí, Steven; como te dije, ya me temía que eso iba a suceder. Me lo dijo Naomí.

– ¿Sabes que Wheeler acaba de pedirle al hereje que se retracte para que quede libre para volver a Resurrección Dos?

– No me sorprende -dijo Ángela-. Te necesitan.

– Lo que necesitan es unanimidad. No quieren aguafiestas -Randall notó que Ángela estaba a disgusto, y quiso desafiarla-. Y tú, ¿qué quieres?

– Quiero que sepas que, decidas lo que decidas, mis sentimientos por ti no cambiarán.

– ¿Aunque continúe yo atacando el descubrimiento de tu padre? ¿Aunque logre desenmascararlo y destruirlo… y con él la reputación de tu padre?

El hermoso rostro italiano se puso tenso.

– Ya no se trata de la reputación de mi padre. Se trata de la vida o la muerte de la esperanza. Sé que hallaste a Robert Lebrun y que te pusiste de su lado, como De Vroome al principio. Eso no me hizo volverte las espaldas. Aquí estoy.

– ¿Por qué?

– Para hacerte saber que aunque tú no tengas fe (fe en lo que mi padre descubrió, en aquellos que lo apoyan, o siquiera en mí) todavía puedes hallar el buen camino.

– ¿El buen camino? -repitió Randall con enojo, alzando la voz-. ¿Quieres decir que como lo encontró el dominee De Vroome? ¿Quieres decir que te gustaría que yo me vendiera como De Vroome se vendió?

– ¿Cómo puedes estar tan seguro de que De Vroome se vendió? -Ángela trataba de ser razonable-. ¿No crees que De Vroome es un hombre honesto y de buena fe?

– Tal vez lo sea -concedió Randall-, pero de todos modos obtuvo su recompensa… el Consejo Mundial de Iglesias. Claro que tú puedes decir que es honesto si te parece que un fin valioso, cualquiera que sea, justifica los medios, sin importar cuáles se utilicen.

– ¿No crees eso tú también, Steven? ¿No crees que el fin es lo que verdaderamente cuenta… si los medios empleados no perjudican a nadie?

– No -dijo él firmemente-, no si el fin es una mentira. Porque entonces lo que se logra perjudicará a todos.

– Steven, Steven -suplicó ella- no tienes evidencia alguna, ni la más remota prueba de que lo que dicen Santiago y Petronio acerca de Jesús son mentiras. Sólo tienes sospechas. Y tú eres el único.

Randall se estaba exasperando.

– Ángela, si yo no hubiera estado solo en Roma… si tú hubieras estado conmigo en esos últimos días… ahora estarías de mi parte. Si tú hubieras visto y oído a Lebrun, y hubieras presenciado lo que pasó después, se te habrían abierto los ojos y tu fe ya no sería ciega. Te habrías planteado preguntas difíciles, como lo hice yo, y habrías descubierto respuestas difíciles. ¿Cómo es posible que a Lebrun, un hombre que había sobrevivido a toda clase de brutalidades, que había llegado activo y vigoroso a los ochenta y tantos años de edad y que había vivido en Roma durante tanto tiempo, lo sorprendiera vagando un automovilista que huyera después de atropellado, y que el anciano muriera accidentalmente justo el día en que iba a recobrar, para entregármela después, su prueba de la falsificación? Ya me imagino cómo sucedió aquello. Wheeler y los editores, o De Vroome (ya puedo ponerlos juntos) me tenían vigilado. Así como De Vroome sabía que yo había visto a tu padre en el manicomio, también tenía manera de saber que yo intentaría hallar a Lebrun. Probablemente me estaban siguiendo. Estoy seguro de que supieron de mi encuentro con Lebrun en el Doney y en el «Excelsior». A Lebrun probablemente lo siguieron desde el «Excelsior» hasta su casa, y el día siguiente fue atropellado y eliminado sin piedad. Ángela, no vivimos en un mundo dulce, amable, de cuento de hadas cuando entran en juego intereses tan poderosos. La vida de un oscuro ex presidiario no vale nada cuando se trata de promover la gloria de Cristo, de salvar a la Iglesia, de reforzar la venta de millones de Biblias nuevas y de elevar a un nuevo conspirador al más alto sitial de la jerarquía protestante.

– Steven…

– No, espera. Déjame terminar. Hay otra cuestión… es decir, hay varias cuestiones más. ¿Quién sabía que yo había ido a Ostia Antica, quién sabía que yo había hallado el fragmento de papiro, y quién hizo que el Gobierno italiano avisara a la aduana de París que yo llevaba conmigo la prueba de la falsificación? Las respuestas son claras ahora. De Vroome sabía que Lebrun poseía ese fragmento. Después, por mi conducto, De Vroome se enteró de que yo lo tenía en mi poder. De Vroome fue a ver a Wheeler, Deichhardt, Fontaine y los demás e hizo su trato (o lo remachó) y se dispusieron a atraparme en Orly y a eliminar la prueba de la falsificación, eliminándome a mí de paso. Ésas son las cuestiones. No me digas que tampoco te inquietan, Ángela…

Durante algunos segundos, ella jugueteó nerviosamente con sus lentes.

– Steven, ¿cómo puedo hablarte? Hablamos dos idiomas distintos: el tuyo es el del escepticismo, y el mío el de la fe… por eso nuestras respuestas a la misma pregunta se traducen de manera diferente. ¿La muerte de Lebrun la víspera del día en que iba a ayudarte? ¿Acaso es tan insólito que un anciano de más de ochenta años, vagando por las transitadas calles de Roma, sea atropellado por un automóvil? Steven, yo soy romana. Eso sucede en nuestra ciudad todos los días. Allí hay un coche por cada cuatro habitantes, y los chóferes son los más salvajes y temerarios de toda Europa. ¿Que uno de ellos atropellara a un anciano? Es cosa común y corriente; un accidente normal, no un complot ni un asesinato. ¿De Vroome y Wheeler y el doctor Jeffries asesinos? Es absurdo imaginarlo. En cuanto a que a ti te hayan cogido en la aduana, el Gobierno italiano tiene muchos agentes y espías que vigilan los tesoros nacionales. Te vieron salir huyendo de Ostia Antica. Eso hubiera sido suficiente para poner sobre aviso a cualquiera. Pero suponiendo que hubieran sido los de Resurrección Dos quienes prepararon tu detención, ¿sería eso malo o ilógico? Ellos tenían que ver lo que habías descubierto, antes de que tú sacaras tus propias conclusiones e hicieras mal uso de ello. Tenían que confiscártelo y someterlo a pruebas, examinarlo. Si hubiera sido prueba de una falsificación, sin duda habrían cedido, se habrían dado por vencidos y habrían pospuesto o suspendido la publicación del Nuevo Testamento Internacional. Pero cuando la mismísima persona que tú habías elegido como experto les dijo que el documento era tan auténtico como los papiros que mi padre había ya descubierto, tenían que detenerte, que proceder en tu contra e impedir un escándalo inmerecido. ¿No lo comprendes, Steven? El lenguaje de la fe ofrece respuestas diferentes.

– ¿Ofrece una respuesta a la única pregunta que no he formulado?

Ella lo miró sorprendida.

– ¿Cuál es? Plantéala.

– ¿Cómo fue que un tal profesor Augusto Monti llegó a realizar excavaciones en Ostia Antica?

Ángela pareció confusa, y respondió:

– Porque alguien halló un trozo de papiro fuera de las ruinas hace seis años y se lo mostró a él.

– ¿No sabías tú que fue Lebrun quien proporcionó el indicio a tu padre?

– No. Nunca oí su nombre hasta que el señor Wheeler lo mencionó anoche.

– ¿No sabías que Lebrun se vio con tu padre en el Doney el año pasado, el día en que tu padre… sufrió el colapso?

– No. Nunca lo supe hasta ayer, cuando el señor Wheeler me dijo que tú afirmaste haber visto una anotación de esa reunión en la agenda de mi padre.

– ¿Y no ves nada extraño en eso? ¿Nada sospechoso?

– No, mi padre tuvo tratos con muchas personas diferentes aquel día y los días anteriores.

– Muy bien, Ángela. Déjame poner a prueba tu fe. ¿Estarías dispuesta a decir al magistrado que tu padre se entrevistó con Lebrun en el Doney el año pasado? Eso establecería la relación entre tu padre y Lebrun, plantearía nuevas dudas en torno al caso y podría conducir a una nueva investigación en busca de la verdad final. ¿Tienes suficiente fe para hacer eso?

Ella sacudió la cabeza:

– Steven -dijo-, ya he revelado al magistrado lo que sabía, en la declaración que le entregaron los directores del proyecto. Anoche llamé a Lucrezia a Roma y le pedí que nos leyera la anotación de mi padre en su agenda. A todos, incluso al magistrado, les pareció que las iniciales «R. L.» difícilmente podían considerarse como evidencia concluyente. Pero, aun cuando esas iniciales se refirieran a Robert Lebrun, ¿qué probaría eso en realidad? No obstante, quise que el magistrado lo supiera. Ya ves, Steven, que yo no tengo miedo. Cuando uno tiene fe, no le teme a la verdad.

Él se había quedado sin aliento. Permaneció sentado, sintiéndose perdido. Un último jadeo:

– ¿Estarías dispuesta a ofrecer esa información a otra persona?

– ¿A quién?

– A Cedric Plummer. ¿Estarías dispuesta a continuar lo que Plummer sólo oyó decir a Lebrun: que tu padre realmente se entrevistó con él?

Ella levantó las manos.

– Steven, Steven, él también lo sabe ya. Plummer lo sabe todo. No vería nada sospechoso en ello. Cuando el dominee De Vroome se unió a Resurrección Dos, Plummer también lo hizo. Se convirtió, por decirlo así. Dejó de lado su pluma venenosa y ahora escribirá la historia exclusiva de todo el proyecto, desde hace seis años hasta el día de hoy.

Randall se hundió en su silla. Era demasiado. No quedaba centímetro de territorio enemigo que no hubiera sido invadido y ocupado, lo cual significaba que Herr Hennig salvaría el cuello. El chantaje de que hiciera objeto Plummer a Hennig para tratar de obtener por adelantado el Nuevo Testamento Internacional, y descubrirlo al público, había resultado completamente innecesario.

Miró a un lado. Alguien había estado llamando a la puerta, y ahora la abría.

El escribano asomó la cabeza.

– Monsieur Randall, llegó la hora del veredicto.

Randall se puso en pie.

– Medio minuto -dijo. Ángela se había levantado y estaba parada frente a él. Randall la examinó una vez más-. Quieres que me retracte, ¿verdad?

Ella se puso los lentes.

– Quiero que hagas lo que debes hacer; ni más ni menos -pensó si añadiría algo, y al fin dijo-: En realidad, vine a decirte que sin importar lo que seas o lo que te vuelvas, yo podría amarte… si tú, a cambio, pudieras aprender a amar; a amarte a ti mismo en primer lugar, y a amarme a mí. Pero no podrás hacerlo si no tienes fe, en la Humanidad y en el futuro. Lo lamento por ti, Steven, pero más aún por nosotros dos. Sacrificaría cualquier cosa por ti… excepto la fe. Espero que algún día lo comprendas. Ahora, haz lo que desees.

Ella salió del cuarto apresuradamente, y él se quedó solo.


– ¿Desea usted hacer alguna declaración final antes del veredicto, Monsieur Randall?

– Sí, Su Señoría -dijo al magistrado-. He repasado en la mente el testimonio que ya presté en esta sala de audiencias y deseo afirmar que yo no fui a Roma con el propósito de destruir a Resurrección Dos ni el Nuevo Testamento Internacional, sino con la única intención de verificar, para mí mismo y para los directores del proyecto, el hecho de que habían descubierto, más allá de toda duda, al verdadero Jesucristo.

Vio que Wheeler, los otros cuatro editores y aun Ángela se habían inclinado hacia delante en sus asientos de la primera fila.

Randall se dirigió nuevamente al magistrado:

– Lo que supe en Roma, lo que vi con mis propios ojos, me ha convencido de que el fragmento de papiro que logré encontrar y que traje a Francia, así como toda la colección de papiros y el pergamino que sirven como fundamento del Nuevo Testamento Internacional, es una mentira contemporánea, una impostura y un fraude, creados por la mano de un falsificador maestro. Creo que el producto del descubrimiento hecho por el profesor Monti carece de todo valor y que el Jesús que presentan Santiago el Justo y Petronio es una imagen ficticia y un Cristo espurio. A pesar de los anteriores testimonios en contra, yo sostengo todavía que la evidencia que tenía sobre mi persona al entrar a Francia era una falsificación (sin ningún valor, repito) y que, por lo tanto, no he cometido delito alguno. Confío en que el tribunal, tomando en consideración mi conocimiento de primera mano y mis investigaciones acerca del asunto, que no fueron motivados por ninguna idea de lucro personal, me declarará inocente. Más aún, ruego a la corte que me devuelva la porción faltante del Papiro número 3, que es, en cierto modo, un legado que me dejó Robert Lebrun, para que yo pueda hacer que su contenido sea examinado y evaluado por expertos más objetivos de cualquier otra parte del mundo… No tengo nada más que decir.

– ¿Ha terminado usted, Monsieur Randall?

– He terminado.

– Muy bien. El acusado ha sido escuchado. El veredicto de esta causa se rendirá ahora -el magistrado Le Clare movió un manojo de papeles que había sobre su escritorio-. En la acusación hay dos cargos. El segundo de ellos, por alteración del orden y agresión a un funcionario público, queda en este momento suprimido, teniendo en cuenta que el acusado ha sido hasta ahora un ciudadano respetuoso de las leyes en su propio país, así como en consideración a las insólitas circunstancias y la provocación que hubieron en torno al hecho de su detención. En cuanto al primer cargo, el de introducir a Francia, sin la debida declaración, un antiguo documento de valor inestimable y que es en sí un tesoro de la nación de donde fue traído…

Randall contuvo el aliento.

– …la corte halla el documento auténtico y al acusado culpable.

Randall esperó inconmovible.

«Estoy solo», pensó.

– Vamos ahora a dictar la sentencia -prosiguió el magistrado-. El acusado, Steven Randall, pagará una multa de cinco mil francos y se le sentencia a tres meses de prisión. En vista de la declaración aparentemente sincera del acusado, en el sentido de que no quebrantó la Ley deliberadamente, y tomando en consideración cierta petición hecha a este tribunal por los clientes del acusado, la multa queda condonada y la pena a tres meses de prisión se suspende. Empero, con el objeto de proteger a sus clientes y para impedir una nueva alteración del orden público, el acusado será reencarcelado en su celda temporal, donde continuará encerrado durante dos días, hasta que el anuncio del Nuevo Testamento Internacional haya sido hecho público. Después de cuarenta y ocho horas (es decir, el mediodía del viernes, pasado mañana) el acusado será escoltado por una guardia policíaca desde su celda hasta el Aeropuerto de Orly, donde será puesto, a costas suyas, en un vuelo a los Estados Unidos y, por lo tanto, quedará expulsado de Francia.

El magistrado se aclaró la garganta.

– En cuanto a su petición, Monsieur Randall, en el sentido de que vuelva a su posesión el fragmento del papiro, ésta es denegada. Habiéndose establecido la autenticidad, el papiro confiscado será entregado a sus actuales arrendatarios, los directores de Nuevo Testamento Internacional, S. A., conocidos también por Resurrección Dos, para que dispongan de él como deseen.

El juez golpeó con ambas palmas el escritorio.

– Se levanta la sesión.

De alguna parte salieron dos agents de police. Randall sintió el frío del metal en las muñecas y vio que estaba esposado.

Dirigió la mirada hacia las hileras de bancos, evitando a Ángela y fijándola en Wheeler, Deichhardt y Fontaine, que jubilosos se reunían en torno al dominee De Vroome.

Al mirarlos, en la mente de Randall surgió un pensamiento. Sacrilegio o no, se le había metido en el cerebro, y allí permaneció.

Padre mío, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

«Padre -corrigió-, perdónalos, no por lo que me están haciendo a mí, sino por lo que están haciendo al Espíritu Santo y a la Humanidad incauta, impotente y crédula de todo el mundo.»


Otro mal momento (no malo, en realidad, sino estremecedor, increíble y algo extraño) pasó media hora después, cuando estuvo de vuelta en el Dépôt.

Lo habían condenado a ser expulsado de Francia, por su propia cuenta, como elemento indeseable. El inspector Bavoux, de la Garde Républicaine, le había solicitado dinero para pagar su billete de ida a Nueva York. Randall había buscado su cartera y su cheques de viajero, y había recibido la desagradable sorpresa de ver que no tenía consigo la suma necesaria. Y le habían aconsejado que más le valdría conseguir el dinero en alguna parte de inmediato.

Randall recordó que no llevaba encima los veinte mil dólares que había depositado en la caja fuerte del «Hotel Excelsior», en Roma. Antes de salir hacia París, había arreglado con el cajero del hotel que le fueran transferidos a su cuenta bancaria en Nueva York. Como le faltaba aquel dinero, su primera idea fue telefonear a Thad Crawford o a Wanda para que le enviaran la suma necesaria, pero recordó que tenía un amigo íntimo en París.

Así que telefoneó a Sam Halsey, de la Associated Press, desde la oficina del guardián.

Sin entrar en todos los intrincados detalles de Resurrección Dos, el Nuevo Testamento Internacional y el fragmento de papiro de Lebrun, dijo a Halsey que lo habían detenido en la aduana de Orly, ayer, por traer un objeto de arte no declarado. Agregó que se trataba de un error, pero que no obstante lo tenían detenido en el Dépôt del Palais de Justice.

– Necesito algo de dinero, Sam. De momento no tengo lo suficiente. Te lo enviaré desde los Estados Unidos dentro de unos días.

– ¿Necesitas dinero? ¿Cuánto? Lo que tú quieras.

Randall le dijo cuánto quería.

– Te lo envío en seguida -dijo Halsey-. Espera un minuto. Steven. No me has dicho… ¿te declaraste culpable o inocente?

– Inocente, naturalmente.

– Bien, ¿y cuándo te van a juzgar?

– Me juzgaron esta mañana y me declararon culpable. Tanto la sentencia como la multa fueron suspendidas. Me confiscaron mis bienes y me van a expulsar de Francia. Por eso necesito el dinero.

Hubo una pausa prolongada al otro extremo de la línea.

– Vamos a ver si ponemos esto en claro, Steven -dijo Halsey-. Te detuvieron… ¿Cuándo?

– Anoche.

– ¿Y te juzgaron y sentenciaron esta mañana?

– Así fue, Sam.

– Espérame, Steven… tal vez uno de los dos esté loco, pero eso no puede ser… quiero decir que las cosas no funcionan así en Francia. Más vale que me digas qué sucedió esta mañana.

Simple, brevemente (consciente de que sus guardianes lo rondaban), Randall relató a Halsey lo que pudo acerca de la audiencia ante el juge d'instruction, el veredicto y la sentencia.

Al otro extremo del hilo telefónico, Halsey tartamudeaba estupefacto:

– Pero… no puede ser. No puede… no tiene sentido. ¿Estás seguro de que sucedió tal como me lo has contado?

– Sam, por Dios, eso fue exactamente lo que sucedió. Hace unas horas que lo viví. ¿Por qué habría yo de inventarlo?

– ¡Dios mío! -exclamó Halsey-. En todos los años que llevo aquí… bueno, he oído rumores de tribunales fingidos y de farsas judiciales… pero ésta es la primera vez que escucho esto directamente de labios del involucrado.

Randall estaba completamente desconcertado.

– ¿Qué quieres decir? ¿Qué tuvo de malo?

– ¡Qué tuvo de bueno, querrás decir! Escucha, Steven, mi querido extranjero inocente: te han tomado el pelo, te han encarcelado falsamente. ¿No sabes nada acerca de los procedimientos jurídicos franceses? Claro está que te acusan de un delito. Claro está que te llevan ante un juge d'instruction para que declares. Pero eso sólo una vista preliminar. Un juge d'instruction no tiene poder judicial ninguno, para rendir un veredicto ni dictar una sentencia. Sólo puede decidir si hay sobreseimiento (y en ese caso se renuncia a los cargos), o si se sigue la acción (en cuyo caso pasa al Parquet). Si se te somete a proceso, pasan de seis a doce meses antes de que comparezcas a juicio, frente a tres jueces del Tribunal Correctionnel. Es entonces cuando se celebra un verdadero juicio, con fiscal y abogado defensor, todo el procedimiento, antes de que se rinda un veredicto. La única excepción a ese procedimiento (y es rara) es cuando lo agarran a uno en flagrant délit, en el acto del crimen, y sin que quepa duda alguna al respecto. Entonces, y sólo entonces, se te puede llevar inmediatamente a juicio ante el Tribunal de Flagrant Délit… lo cual sería más parecido a lo que tú acabas de pasar, salvo que de todos modos habría tres jueces, un fiscal suplente y un abogado de la defensa. Pero, al parecer, no sucedió así contigo…

– No, definitivamente no fue así.

– Lo que hicieron contigo… parece ser una falsa combinación de ambos procedimientos… pero nada tiene que ver con la Ley francesa, al menos como yo la entiendo.

Sin embargo, Randall recordaba que la Policía le había ofrecido la oportunidad de buscarse un abogado, probablemente para tranquilizarlo, para evitar cualquier sospecha. Y también recordó que le habían dificultado el asunto, diciéndole que si buscaba consejo legal la vista de la causa tardaría más. Pero se preguntó qué habría pasado si hubiera solicitado un abogado. La respuesta parecía obvia. Los que controlaban el asunto habrían modificado el procedimiento programado por algo que se apegara a la Ley francesa, aunque ello implicara una publicidad indeseable. Pero, de cualquier modo, Randall comprendía que el resultado había sido determinado de antemano. El veredicto tenía que ser de culpabilidad.

– No cabe duda -decía Halsey-. Se trataba de un tribunal fingido; te aplicaron un sabroso encarcelamiento falso -hizo una pausa-. Steven, parece como si alguien de muy arriba, pero muy arriba, quisiera quitarte de en medio aprisa y sin hacer ruido. No sé en qué estarás metido, pero debe ser algo muy importante para alguien.

– Sí -dijo Randall sombríamente-, es muy importante para alguien… para varias personas.

– Steven -apremió Halsey-, ¿quieres que intervenga en esto?

Randall consideró la proposición de su amigo. Al fin, dijo:

– Sam, ¿te gusta trabajar en Francia, en Europa?

– ¿Qué quieres decir? Me encanta…

– Entonces no intervengas.

– Pero la justicia, Steven… ¿qué me dices de la justicia?

– Déjamelo a mí -hizo una pausa-. Agradezco tu interés, Sam. Ahora, envíame el dinero.

Randall colgó.

«La justicia», pensó.

«.Liberté, Egalité, Fraternité», pensó.

Entonces comprendió que esas palabras eran solamente la promesa de Francia. Pero no lo había juzgado Francia, el mero poder de un Gobierno. Lo había juzgado un superpoder. Lo había juzgado Resurrección Dos.


Aquella radiante mañana del viernes en que salió de la cárcel, la noticia estaba ya por todas partes. Era el relato más estupendo que había oído en toda su vida, pensó Randall.

En todos los años que llevaba sobre la Tierra, estaba seguro de que nunca nada había superado la difusión y atención que se habían concedido a este evento. Ciertamente, cuando se anunciaron el ataque japonés a Pearl Harbor, la caída de Berlín y la muerte de Hitler, el lanzamiento del Sputnik I al espacio exterior, el asesinato de John F. Kennedy, el primer paso dado por Neil Armstrong sobre la Luna, habían sido momentos grandes y trascendentales… pero, por lo que recordaba Randall, la sensación pública que cada uno de esos acontecimientos había generado había sido igualada por la noticia electrizante y atronadora emitida desde el palacio real de Amsterdam: Jesucristo, sin duda alguna, había vivido sobre la Tierra, como ser humano y mensajero espiritual del Hacedor.

Durante todos aquellos días, Randall había estado tan ocupado en los tecnicismos y dilemas de la autenticidad y la verdad, y en su propia supervivencia, que casi había olvidado el impacto que el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio podrían producir en los millones y millones de frágiles y anhelantes mortales.

Pero a través del recorrido desde el Dépôt del Palais de Justice hasta el Aeropuerto de Orly, en las afueras de París, Randall había observado pruebas de la reacción de este milagro histórico en cada esquina, en cada café, en cada aparador o escaparate. Franceses y extranjeros por igual estaban en las calles, arrebatando periódicos, pegados a las radios de transistores, apiñados en torno a los televisores de las tiendas, arrastrados por el apasionamiento.

En el «Citroen» de la Policía en el que viajaba con tres oficiales franceses de uniforme azul, Randall era sólo un jugador de menor importancia, desdeñado en medio de una representación dramática que ya estaba en marcha.

Randall se había sentado atrás, entre dos de los policías, Gorin, de la Sûreté Nationale, y un agent de police llamado Lefèvre, y estaba esposado a Gorin, que iba a su izquierda. Los dos policías se habían sumergido en sus ediciones especiales de Le Figaro, Combat, Le Monde y L'Aurore, y casi la mitad de las primeras páginas estaba dedicado a el Acontecimiento. Randall alcanzó a echar un vistazo a dos enormes encabezados. Uno decía: LE CHRIST REVIENT PARMI NOUS! (CRISTO VUELVE ENTRE NOSOTROS), y el otro: LE CHRIST RESSUSCITE PAR UNE DECOUVERTE NOUVELLE! (CRISTO RESUCITADO POR UN NUEVO DESCUBRIMIENTO). Debajo de los gigantescos titulares había fotografías de tres de los papiros originales de Santiago, el Pergamino de Petronio, el lugar de la excavación en las afueras de Ostia Antica, el retrato de Jesús, tal y como había sido realmente en vida, y la cubierta del Nuevo Testamento Internacional.

En el asiento delantero del automóvil, el policía que conducía había ido callado todo el camino, fascinado por los comentarios preliminares al anuncio principal, que estaban siendo difundidos en francés desde Amsterdam.

De vez en cuando, los policías que iban a uno y otro lado de Randall se habían leído en voz alta, mutuamente, algún trozo de información, y a veces, conscientes del escaso conocimiento que Randall tenía del idioma francés, se lo habían traducido al inglés. Por lo que Randall pudo colegir, los informes periodísticos acerca del Nuevo Testamento Internacional, con la historia de Jesús escrita por Su hermano y la historia del proceso escrita por un centurión, se basaban en un breve comunicado transmitido a la Prensa después de la medianoche. Los detalles completos estaban siendo proporcionados desde un estrado en la Burgerzaal (la enorme Sala de los Ciudadanos) del palacio real de Amsterdam. La revelación íntegra se hacía ante dos mil miembros de la Prensa llegados al auditorio desde todas las naciones civilizadas de la Tierra, así como ante varios centenares de millones de televidentes de todo el mundo, a quienes la noticia les estaba siendo transmitida por medio de Intelsat V, un satélite de comunicaciones de 1.900 circuitos que giraba en torno a la Tierra junto con otros satélites anteriores, y que retransmitía las imágenes y los comentarios.

Sólo una vez, durante el recorrido, tuvo el policía llamado Lefèvre un intercambio personal con Randall. Había hecho una pausa en su lectura, mirando a Randall con incredulidad y diciéndole:

– ¿De veras tuvo usted parte en esto, Monsieur?

– Sí.

– Pero entonces, ¿por qué lo deportan?

– Porque están locos -había dicho Randall. Y después añadió-: Porque yo me negué a creer.

Los ojos de Lefèvre se agrandaron.

– Entonces debe ser usted el que está loco.

Se habían estacionado frente a la terminal de Orly. El policía llamado Lefèvre había abierto la puerta trasera del vehículo; bajó y trató de ayudar a bajar a Randall. Puesto que estaba esposado a Gorin, Randall se había visto forzado a echarse atrás, magullándose la muñeca y recordando dolorosamente lo que era y lo que le estaba sucediendo.

La planta baja de la terminal de Orly, siempre ruidosa, estaba ahora en silencio. Para comodidad de los pasajeros y visitantes, y de sus propios empleados, Air France había colocado aparatos de televisión de pantalla grande a todo lo largo y lo ancho de la zona principal de recepción. Alrededor de los aparatos, la gente se apiñaba en filas de hasta diez y veinte personas. Incluso en los mostradores de venta de billetes y de información, los clientes y el personal de servicio hacían sus quehaceres o atendían sus asuntos distraídamente, con la atención concentrada en los televisores cercanos.

El oficial de Policía, Lefèvre, se dirigió a recoger el billete de Randall y confirmar la hora de abordar el aparato. Mientras tanto, Gorin se acercó a un grupo de gente para ver el televisor más cercano, y Randall, ligado como estaba a él por las esposas, tuvo que seguirlo.

Atisbando entre las apiñadas cabezas de los televidentes,

Randall trató de ver las imágenes que aparecían en la pantalla mientras escuchaba al comentarista, que hablaba primero en francés y después en inglés, las dos lenguas oficiales utilizadas en ese día del anuncio.

En el interior de la Burgerzaal, la Sala de los Ciudadanos del palacio real de Amsterdam, una cámara seguía un movimiento panorámico horizontal, mostrando fila tras fila de periodistas y dignatarios visitantes, así como acercamientos del majestuoso lugar. Había unas ventanas de arco, con postigos color café, que tenían rosetones dorados en el centro. En lo alto había seis arañas de cristal, que originalmente habían sido lámparas de aceite de colza dejadas por el emperador Luis Napoleón. Se veían algunas porciones del piso de mármol, con incrustaciones de tiras de bronce que representaban la esfera celeste. Había interminables grupos de estatuas, y fue al ver el último de los grupos (la Virtud pisoteando a la Avaricia y la Envidia… la Avaricia representada por Midas y la Envidia por la cabeza de Medusa) que Randall perdió la ecuanimidad.

«La Avaricia», pensó él amargamente, y casi como si le hubieran dado una señal al camarógrafo, la cámara recorrió la plataforma y allí estaban todas las bêtes noires de Randall, una tras otra.

La cámara fue mostrando a cada cual en su silla de terciopelo, y el comentarista los iba identificando. En el semicírculo del estrado, reverentes, espirituales, ultramundanos, estaban el doctor Deichhardt, Wheeler, Fontaine, Sir Trevor, Gayda, el doctor Jeffries, el doctor Knight, Monsignore Riccardi, el reverendo Zachery, el doctor Trautmann, el profesor Sobrier, el dominee De Vroome, el profesor Aubert, Hennig y, finalmente, la única bella entre las bestias, Ángela Monti (en representación de su enfermo padre, el profesor Monti, el arqueólogo italiano, según explicaba la voz de la Unión de Radiodifusión Europea).

El doctor Deichhardt se acercaba a la tribuna, al púlpito revestido de raso y adornado con una cruz entretejida.

El doctor Deichhardt estaba leyendo en voz alta el anuncio completo y pormenorizado del descubrimiento del evangelio de Santiago y el informe de Petronio, y daba un resumen del contenido de los documentos, al mismo tiempo que mostraba un ejemplar del Nuevo Testamento Internacional que se publicaba oficialmente en aquel histórico día.

Randall sintió que una mano lo tomaba del brazo. Era el policía Lefèvre que ya le traía su billete.

– No lo pierda -previno a Randall- o volverá a la cárcel. -Metió el billete en el bolsillo de la chaqueta de Randall. Después buscó el brazo de su colega y le dio un tirón-. Gorin, disponemos de quince minutos antes de que los pongamos en el avión. Vamos a ver esto en el salón de bar, donde podremos sentarnos.

Minutos después, al entrar al bar del tercer piso, que era un hervidero de gente embrujada por las brillantes pantallas de televisión, Randall se quedó de pie, asombrado. Nunca había visto una escena igual. Había espectadores no sólo en las mesas, arrodillados en el suelo, sentados con las piernas cruzadas, acuclillados en los corredores que había entre las mesas, sino también los había de pie, llenando el salón, todos ellos con la atención fija en la docena de televisores que había allí.

Pero algo más estaba sucediendo. Muchos de los espectadores, quizá la mayoría, se estaban comportando como si fueran peregrinos que estuvieran presenciando un milagro en Lourdes. Unos rezaban para sí, otros lo hacían en voz alta, y otros repetían en voz baja las palabras que salían de los televisores. Algunos lloraban, otros más se balanceaban hacia delante y hacia atrás, y en un rincón remoto se produjo una conmoción repentina. Una mujer, de nacionalidad indeterminable, se había desmayado y estaba siendo atendida.

No había dónde sentarse; no obstante, en unos cuantos minutos el maître d'hôtel del bar del aeropuerto había instalado una mesa y tres sillas para ellos. Randall se recordó a sí mismo que para la Policía siempre había lugar.

Sentándose desgarbadamente junto a su siamés Gorin, Randall miró alrededor del salón preguntándose si alguno de los presentes habría notado las esposas. Pero nadie de los que le rodeaban de cerca se interesaba en otra cosa que lo que estaba apareciendo en las pantallas de televisión.

Randall se decidió a echar una mirada a la pantalla más cercana, y al punto comprendió cuál era la fuerza que motivaba la reacción emocional que invadía el bar.

El aspecto ascético del dominee Maertin de Vroome, su delgada estructura ataviada con un talar bordado, llenaba la pantalla. Desde el púlpito del palacio real leía en francés y en voz alta el Evangelio según Santiago, en su totalidad, de las páginas del Nuevo Testamento Internacional, abierto frente a él (mientras toda una batería de intérpretes hacía traducciones instantáneas a otros idiomas para los televidentes de todo el mundo). Su sonora recitación de la Palabra resonaba por todo el ámbito, como si fuera la voz del Señor mismo, y hasta las oraciones y los llantos enmudecían.

A lo lejos, el inoportuno altavoz anunciaba la salida de un vuelo, y el oficial de Policía, Lefèvre, aplastó la colilla de su cigarrillo e hizo una seña a Randall:

– Es hora de partir.

Ya en camino, desde todas direcciones, los persistentes sonidos de los aparatos de televisión y de las radios de transistores acechaban a Randall y a los dos policías que lo flanqueaban.

Los pasajeros afluían al jet trasatlántico por la rampa de acceso. Mientras Gorin retenía atrás a Randall, Lefèvre consultó en voz baja con un empleado de la aerolínea, y luego regresó y explicó:

– Tenemos instrucciones de que usted sea el último en abordar el aparato, Monsieur Randall. Serán sólo unos minutos más.

Randall asintió y miró a su izquierda. Aun allí, en la puerta de salida, un televisor portátil estaba funcionando, y había otro grupo de espectadores que iban de paso y hacían una breve pausa para echar un último vistazo a la transmisión antes de subir a la nave para su vuelo. Randall trató de captar las diversas escenas que aparecían y desaparecían en la pantalla.

Hubo rápidas secuencias de dirigentes mundiales que hacían algún comentario o bien ofrecían una breve congratulación a la Humanidad por haber recibido la maravilla del retorno de Jesucristo. Apareció el Papa desde el balcón de la Basílica de San Pedro, con la plaza del Vaticano a sus pies, y el presidente de Francia en el patio del Palacio del Elíseo, y la familia real en el Palacio de Buckingham, y el presidente de los Estados Unidos en la Oficina Ovalada de la Casa Blanca. Y anunciaron que más tarde, durante el día, aparecerían presidentes y primeros ministros desde Bonn, Roma, Bucarest, Belgrado, México, Brasilia, Buenos Aires, Tokio, Melbourne y Ciudad de El Cabo.

La imagen había vuelto al interior del palacio real de Amsterdam y la cámara se acercaba a los teólogos congregados allí, cuando su portavoz, Monsignore Riccardi, declaraba que en los doce días siguientes (un día por cada discípulo de Cristo; Matías, naturalmente, sustituyendo a Judas) se celebraría la aparición del Jesucristo corpóreo en las páginas del Nuevo Testamento Internacional.

El día de Navidad, anunciaba Monsignore Riccardi, los púlpitos de todas las iglesias de la cristiandad, católicas y protestantes por igual, se consagrarían a la glorificación del Cristo Redivivo, y los predicadores y sacerdotes ofrecerían sus sermones en base al nuevo quinto evangelio, que ahora era el primero y también la mejor esperanza de la Humanidad.

El día de Navidad, pensó Randall. El día en que siempre (salvo los dos últimos años) había vuelto a Wisconsin, a Oak City, a la blanca iglesita con su campanario desde donde Nathan Randall se dirigía a su rebaño. Fugazmente pensó en su padre y en el protegido de su padre, Tom Carey, y en cómo y dónde estarían ellos viendo y escuchando este programa transmitido por satélite, y en lo que sería la Navidad con Santiago el Justo formando parte de toda familia reverente.

La mirada de Randall volvió a la pantalla. Hubo tomas de Ángela Monti, del profesor Aubert, del doctor Knight y de Herr Hennig, y el comentarista iba explicando que esas personas habían estado implicadas en el descubrimiento, la autenticación, la traducción y la impresión de la nueva Biblia, y que en breve se acercarían a los micrófonos para responder a las preguntas que les hicieran los miembros de la Prensa allí reunidos.

La cámara se había vuelto una vez más a Monsignore Riccardi, quien estaba concluyendo sus palabras.

Distrajo a Randall el empleado de la aerolínea, quien les estaba haciendo señas desesperadas desde la puerta de la rampa de abordaje.

– Voilà, todos están ya en el avión -dijo Gorin-. Usted es el último. Vamos a escoltarlo hasta el interior.

Los dos policías empujaron a Randall hacia la puerta y Lefèvre sacó un manojo de llaves, introduciendo una de ellas en las esposas que unían a Randall con Gorin. Las esposas se abrieron y Randall retiró la mano y el brazo, sobándose la muñeca.

Habían llegado a la plataforma.

– Bon voyage -dijo Lefèvre-. Lamento que haya tenido que ser así.

Randall asintió con la cabeza sin decir palabra. Él también lamentaba que hubiera sido así.

Estiró el cuello para echar un último vistazo al espectáculo transmitido vía satélite desde Amsterdam. No alcanzaba a ver el televisor, pero todavía podía oírlo. Randall se alejó de sus guardianes, pero la apocalíptica voz de Monsignore Riccardi lo seguía.

– Como escribió San Juan, «si no veis señales y maravillas, no creeréis». Y ahora tenemos que Santiago escribió: «Yo he visto, con mis propios ojos, señales y maravillas, y puedo creer.» Ahora toda la Humanidad puede repetir: ¡Creemos! Christos anesti! ¡Cristo ha resucitado! Alithos anesti! ¡Verdaderamente ha resucitado! Amén.

Amén.

Randall entró a la cabina del avión y la solemne azafata cerró firmemente la puerta tras él.

Sólo se oía el estruendo de los motores de propulsión a chorro.

Randall ocupó su asiento. Estaba listo para volver a casa.


Habían pasado cinco meses y medio.

Otra Navidad en Oak City, Wisconsin; y sin embargo, en el fondo de su corazón sabía que ésta no era igual a las otras.

Steven Randall estaba cómoda y tranquilamente sentado en el banco delantero de la Primera Iglesia Metodista, rodeado por los de su sangre y su pasado, aquellos que lo querían y a quienes él quería. Desde el rayado púlpito de encina que estaba arriba a su derecha, el reverendo Tom Carey estaba iniciando su sermón, basado en una viva visión de Jesucristo y Su calvario, tomada de las páginas del Nuevo Testamento Internacional; sermón que se repetía y se repetía en esta Navidad desde miles de púlpitos similares en templos de oración similares alrededor del globo. La oratoria de Tom Carey, al igual que su propia persona, había adquirido una nueva seguridad, una nueva convicción y una nueva fuerza que reflejaban el resurgimiento y el fortalecimiento de su fe a través del mensaje de esperanza que había encontrado en la existencia, el ministerio y las parábolas sociales y espirituales del Cristo Resurrecto.

Escuchando a medias el relato y el mensaje que para ahora se le habían vuelto tan conocidos (a él más que a ningún otro de los centenares de fieles que se apretujaban en la vieja iglesia de su padre), Randall miró hacia ambos lados del banco.

Estaba sentado en el asiento de madera de fresno, entre su madre, Sarah, cuyo rostro suave y regordete resplandecía de bienaventuranza, pendiente de cada expresión que brotaba del púlpito, y su padre, Nathan, cuyos rasgos de caballero anciano habían recobrado una parte de su antiguo vigor y cuyos ojos de azul claro seguían la cadencia de las palabras que pronunciaba su protegido desde el púlpito. Sólo el bastón apoyado a su lado y la densa lentitud de su habla reflejaban las huellas del ataque que había padecido. Junto a su padre, Randall vio a Clare, su hermana, y al lado de ella, con su prominente mandíbula echada hacia delante, a Ed Period Johnson. Moviéndose ligeramente sobre el banco, Randall examinó a los que estaban sentados más allá de su madre; primero Judy, con el largo cabello sedoso, dorado como el trigo, cubriéndole el rostro angelical, su vivaracha hija de ojos claros; y después el tío Herman, más gordo, pero menos vacuo que en otros tiempos.

Todos estaban atentos, absortos por completo en el sermón del reverendo Tom Carey, oyendo lo que todavía era nuevo para ellos: la señal, la maravilla de Cristo resucitado.

Pero Randall ya la había oído, había convivido con ella, la había creído, la había cuestionado, la había dudado, la había impugnado, y había sido derrotado por ella; y ahora su atención divagaba. Nadie de los allí presentes había sabido que él, el hijo pródigo, había sido parte de Resurrección Dos, y todavía no lo sabían. Randall había resuelto decírselo después del servicio religioso, primero a su padre y después a los demás. Les relataría cuál había sido el propósito de su viaje al extranjero y algo de lo que habla sucedido. Hasta dónde podría revelarles, no lo sabía. Su cerebro todavía no lo había decidido.

Randall miró por encima de las cabezas que ahora se hallaban inclinadas. Observó uno de los altos vitrales que había en la iglesia; contempló las sombras que proyectaban desde fuera las ramas de los árboles, carentes de hojas, pero todavía cargados con la fresca blancura de la nieve caída en la noche invernal de ayer. Buscaba un destello de su pasado, de los años inocentes, pero éstos se hallaban demasiado distantes, y todo cuanto podía distinguir claramente en su imaginación era su pasado más reciente, el inquieto, enojoso y agobiante pasado de los últimos cinco meses y medio.

Se hundió en el cenagal de la introspección, y aquel pasado cercano, aquel recuerdo tan atormentador, se hizo más real que el presente.

Volvió a vivir aquellas semanas transcurridas después de haber sido eliminado de Resurrección Dos y deportado de Francia.

De vuelta en Nueva York, a las oficinas de Randall y Asociados, Relaciones Públicas, a las presencias reconfortantes y eficientes de Wanda, su abnegada secretaria, Joe Hawkins, su activo ayudante, Thad Crawford, su habilidoso abogado, y todos los demás, su personal técnico, quienes dependían de la creatividad y las energías de Randall.

Había vuelto a la normalidad, a la rutina, donde el teléfono se convertía en el quinto miembro. Pero a Randall le faltaban las energías, porque no sentía interés, era indolente y carecía de un objetivo.

Quería huir, y durante tres de los cinco meses y medio, lo hizo. Thad Crawford tenía un lugar de veraneo en Vermont, una granja con un cuidador, ganado, un arroyuelo que serpenteaba por las cuatro hectáreas de terreno y una cómoda casa restaurada, de tiempos de la Guerra de Secesión, que se hallaba desocupada. Randall había ido allí a apaciguar el fantasma, el fantasma que era un collage de pesadilla, mezcla de Amsterdam, París, Ostia Antica, Wheeler, De Vroome, Lebrun y Santiago el Justo. Había llevado sus cintas grabadas, sus anotaciones, sus recuerdos recientes y una máquina de escribir portátil. Había tratado de vivir como un ermitaño y casi lo había logrado. El teléfono funcionaba, y había conservado una línea delgada y tenue con el mundo exterior, para las decisiones que le solicitaban sus subordinados de la oficina, para su hija Judy en San Francisco, para sus padres en Oak City. Pero, principalmente, había dedicado sus horas de vigilia al libro que estaba escribiendo, el anti-Buen Libro, como lo había denominado perversamente en su cerebro.

No lo pasó del todo bien en aquellas semanas. Estaba confuso, iracundo, y sentía compasión de sí mismo; pero, sobre todo, estaba confuso. Escribía y bebía, y trataba de sacarse el veneno que llevaba dentro. Llenó páginas y páginas, legajos de páginas, soltándolo todo, haciendo la denuncia total de Resurrección Dos, narrando su implicación en el proyecto, el desenlace con Lebrun en Roma, la traición del poderoso De Vroome, su propia expulsión de Francia; todo, excepto Ángela. Con ella no se metió.

Al hacerlo, a veces sentía que estaba escribiendo la mejor novela detectivesca de todos los tiempos. Otras veces estaba seguro de que nunca había habido una denuncia de la mendacidad religiosa, la perfidia y la traición como aquélla que sus sádicos dedos sacaban a teclazos de la máquina. Y otras más, estaba seguro de estar poniendo sobre el papel la más descarnada autobiografía de un cínico enfermo de paranoia.

Bebía y escribía, y el libro se acercaba a su desenlace flotando sobre un río de escocés.

Cuando hubo terminado, la catarsis había consumido hasta la última gota de hiel que había en él. Lo que quedaba era la cáscara hueca de su soledad y su permanente confusión.

Abandonó la casa de campo de Vermont cuando la llegada del otoño comenzó a secar la hierba y la tierra, y volvió a la ciudad de Nueva York con su manuscrito. Lo puso en la caja fuerte de su oficina, cuya combinación sólo conocían Wanda y él. No sabía si dejarlo como parte de una obra inédita que representaría su esfuerzo para exorcizar a las fuerzas satánicas que habían residido dentro de él, o si al final lo publicaría para contrarrestar al monstruo de Frankenstein que tenía a todo el país y a la mitad del mundo en sus garras.

Estaba seguro de que en la vasta historia de la literatura moderna nunca había habido un éxito tan completo como el del Nuevo Testamento Internacional. Dondequiera que uno mirara, se encontraba con el Libro de los Libros, que intentaba convertirlo a uno, y enredarlo, y tragárselo. Las estaciones de radio, las pantallas de televisión, día y noche, según parecía, estaban ocupadas en el testamento. A Randall le parecía que era poco lo que transmitían aparte de eso. Los periódicos y las revistas no dejaban pasar un día sin llenar páginas enteras con largos relatos o artículos ilustrados o anuncios. Si uno iba de compras, visitaba un bar, cenaba en un restaurante o concurría a un fiesta, oía hablar de ello.

Los tambores redoblaban, y el carismático nuevo Cristo se atraía las almas de nuevo; almas sin número. Algunos atribuían al retorno de Cristo la disminución de la violencia. Otros le acreditaban el mejoramiento de la economía. A Cristo se debía también la disminución en la drogadicción. El final de esta guerra, los inicios de aquellas pláticas de paz, el bienestar general y la euforia y la fraternidad que cubrían la Tierra tenían por heraldo a los recientemente enterados de la obra de Cristo.

Según los últimos informes, se habían vendido tres millones de ejemplares, encuadernados en tapa dura, del Nuevo Testamento Internacional en los Estados Unidos, y en todo el mundo las ventas se calculaban en unos cuarenta millones de ejemplares. Todo esto en poco más de tres o cuatro meses.

Randall comenzó a pensar que debería publicar su obra de denuncia. Podría ser la piedra que derribara a Goliat. O bien, lanzada con una honda movida por su propia campaña de publicidad, tal vez podría proferir al gigantesco armatoste un golpe aplastante que lo pusiera en tierra y lo aniquilara… que aniquilara a la mentira.

Fue en ese momento, cuando estaba pensando en esta posibilidad, que Randall recibió la esperada llamada telefónica de Ogden Towery III, presidente del consorcio de Cosmos Enterprises. Al fin habían sido preparados los contratos para la fusión de la firma de Randall con Cosmos y la consecuente garantía de su propia seguridad futura. Sólo faltaban las firmas; la de Towery y la suya. Había habido una dilación inexplicable. Crawford había tratado de penetrar la batería de abogados de Towery, y había fracasado. Crawford no lograba comprender lo que pasaba, pero Randall creía saberlo. Wheeler, amigo de Towery, había advertido a Steven Randall en París: «Alinéese con Resurrección Dos, o sufra las consecuencias.»

Entonces, Towery había telefoneado, había llamado a Randall directamente, persona a persona.

Una conversación breve, objetiva, sin palabras inútiles, fría.

– Randall, he tenido noticias de George Wheeler. Le está yendo estupendamente bien. Me dice que no le debe a usted nada de su éxito. Dice que usted hizo todo lo que pudo por impedirlo, y que usted trató de sabotear el proyecto. ¿Qué dice usted a eso?

– Traté de detenerlo porque tenía pruebas de que es un fraude.

– También supe eso. ¿Qué bicho le ha picado, Randall? ¿Es usted ateo o comunista… o algo parecido?

– Yo no puedo vender aquello en lo que no creo.

– Escúcheme, Randall: deje lo que se ha de creer o no creer a hombres como Wheeler y Zachery y el presidente de la República, y usted limítese a hacer su trabajo. Tengo esos contratos en mi escritorio. Antes de firmarlos, antes de acogerlo a usted en la familia Cosmos, tengo que saber cuál es su postura.

– ¿Que cuál es mi postura?

– ¿Qué va usted a hacer en el futuro con respecto al Nuevo Testamento Internacional? ¿Va a tratar de sabotearlo otra vez, a crear más problemas, a hacer algo subversivo, o qué? Me refiero a pronunciar discursos o a escribir y publicar basura contra el nuevo Libro Sagrado. Quiero saberlo, y Wheeler también. Si tiene semejantes intenciones, yo no quiero tener nada que ver con usted. Si es lo bastante listo como para conducirse como el hijo de un clérigo, decente y temeroso de Dios, como se supone que debe serlo, como enorgullecería a su padre, entonces lo compraré. Pero primero quisiera que me lo pusiera por escrito, como agregado al contrato, antes de firmarlo. En el agregado se especificará legalmente que a usted se le prohíbe decir o publicar cualquier cosa subversiva contra el Nuevo Testamento Internacional. Si tengo esa seguridad, yo le doy la de que Cosmos lo aceptará a usted. ¿Qué responde… sí o no?

– Tal vez.

– ¿Qué demonios quiere decir eso?

– Señor Towery, quiere decir que tal vez sí, tal vez no. Quiere decir que yo nunca tomo decisiones importantes sin antes haberlas pensado.

– Bueno, pues piense aprisa, jovencito. Espero su respuesta para el último día del año.

Colgó y eso fue todo. Randall se quedó asustado. El que lo hubieran echado de Resurrección Dos era una cosa. El permitirse el lujo de perder el contrato con Cosmos Enterprises era otra muy distinta, mucho más grave, porque la adquisición de su compañía por parte de Cosmos era de lo que dependía, era su último camino seguro para alejarse de la carrera de ratas, representaba su seguridad e independencia futuras. Pero la nueva condición le provocaba náuseas, y se sentía enfermo y deprimido y trataba de sopesar los contratos que yacían en el escritorio de Towery contra el manuscrito de denuncia que tenía en su propia caja fuerte y, al balancearlos, no sabía cuál pesaba más.

Varias semanas después hubo otra llamada telefónica que acentuó aún más su confusión. Durante meses, Randall había tratado de ponerse en contacto con Jim McLoughlin para informarle que por razones que no podía revelarle (otra vez Towery y Cosmos), Randall tendría que retractarse de lo pactado con el apretón de manos y no podría manejar la cuenta del Instituto Raker. McLoughlin había estado ausente en sus prolongados y secretos viajes, y había estado fuera de contacto durante todo ese tiempo.

– Ahora está de vuelta. Está en la otra línea -le informó Wanda-, llamando desde Washington. Dice que cuando regresó se encontró con una tonelada de recados y cartas de Thad Crawford y de usted, y que lamenta haber sido tan negligente, pero que estaba en algún remoto lugar trabajando veinticinco horas al día. Ahora está ansioso por hablar con usted y hacer planes para que comience a trabajar con su primer documento contra los grandes negocios. ¿Le paso la comunicación?

Randall no tenía el valor de decir a McLoughlin lo que había que decirle.

– No, hoy no, Wanda; no tengo la disposición. Mire, Wanda, dígale que acabo de salir para el aeropuerto, que me marcho otra vez a Europa para un asunto de negocios urgente. Dígale que estaré de vuelta el mes próximo y que yo lo llamaré antes de que termine el año.

El mejor modo de resolver los problemas, había decidido aquel día, era ignorándolos. Si uno no los afrontaba, tal vez desaparecieran. Y si desaparecían, ya no existirían. Por lo menos hasta el final del año.

Sí, el mejor modo de resolverlos era ignorarlos y beber.

Así que bebió, lo que faltaba de octubre, todo noviembre y buena parte de este diciembre; bebió como en sus viejos tiempos. Tomó galones de alcohol como antídoto contra los problemas de la conciencia y los negocios, contra la confusión y la desolación. Lo único malo era que tenía que despertar. Y entonces estaba uno sobrio. Y entonces se hallaba solo.

Nunca antes se había sentido tan solo; en la cama y fuera de ella.

Bien, Randall recordó el antiguo remedio para eso, y también lo tomó en grandes dosis.

Muchachas, mujeres, las que se veían mejor horizontales y desnudas… las había en todas partes, y eran de fácil acceso para un hombre de negocios próspero y dispendioso, y él acudió a ellas. Las actrices de grandes chichis, las neuróticas niñas de sociedad, las estiradas y liberales viejas del medio de los espectáculos… las que iban a su oficina por negocios, las que encontraba en bares o discotecas o las que conocía por referencias (pregúntale-si-tiene-una-amiga)… todas se emborrachaban con él, y se desvestían con él, y copulaban con él, y cuando al fin llegaba el momento de dormir, sabía que todavía estaba solo.

Nada de eso implicaba compromiso, y en su desesperación buscaba complicarse.

Un contacto humano que tuviera significación, y no nada más sexo.

Una noche, muy borracho, decidió llamar a Bárbara a San Francisco para ver qué salía de eso, para ver si tenía remedio. Pero cuando el ama de llaves contestó: «La residencia del doctor Burke», Randall recordó, entre la bruma del alcohol, que Bárbara se había casado con Arthur Burke hacía un par de meses, y dejó el auricular en su lugar.

Otra noche, también borracho, terriblemente borracho, sintiéndose sensible y añorante, había pensado en llamar a su última novia, la cogelona de Darlene… Darlene Nicholson… ¿dónde demonios estaba?… ¡ah, sí!, en Kansas City… y pedirle perdón y llevársela de nuevo a su cama. Randall no dudaba que ella abandonaría a su amigo, el chico ese de Roy Ingram, y que iría corriendo. Pero cuando se dispuso a tomar el teléfono recordó que la tonta de Darlene había querido casarse y que ésa había sido la causa de su ruptura en Amsterdam, y se olvidó del teléfono para agarrar la botella.

En su enfermiza búsqueda había incluso corrido el riesgo de perder a Wanda, la estupenda secretaria que había tenido durante tres años, al hacerle proposiciones una noche antes de salir de la oficina, sintiéndose en onda y al mismo tiempo por los suelos, y deseándola a ella, a alguien… esa noche a ella. Y ella, una estupenda, esbelta e independiente muchacha negra, que lo conocía tan bien y que no le temía, le había dicho: «Sí, jefe, estaba esperando que me lo pidiera.»

Y ella le había acompañado todas las noches… Ese magnífico cuerpo de ébano, sus largos brazos extendidos hacia él, la belleza agresiva de su torso incitándole, despertándole, aguijoneándole incansablemente… y noche tras noche, durante todo un mes, habían compartido el rito gozoso y milenario de la vida. Había sido suya no por un deseo de conservar el empleo, ni por adoración femenina que le tuviera, sino por una profunda, conmovedora comprensión humana de su necesidad y su estado, así que su amor había sido por compasión. Y al cabo de un mes él lo había notado, avergonzado, pero agradecido, y la había liberado de su intimidad, conservándola en su oficina como amiga y secretaria.

Por fin, la semana pasada, había llegado un sobre que. decía posta aerea y que traía un timbre sellado: ROMA. Dentro iba una delicada tarjeta de felicitación (Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo), y en el lado blanco de la tarjeta había una nota. Su mirada se dirigió a la firma. Decía simplemente: «Ángela.»

Ella había pensado en él con frecuencia, preguntándose qué era lo que estaría haciendo y rezando porque estuviera bien y en paz. Su padre estaba como antes, vivo y muerto, totalmente inconsciente de la maravilla que su pala había desenterrado. Su hermana estaba bien, y los niños también. En cuanto a sí misma, estaba ocupada, tan ocupada ahora que había salido la Biblia, respondiendo centenares de cartas que le llegaban a su padre, escribiendo artículos y concediendo entrevistas en nombre del profesor Monti. Sea como fuere, Wheeler la iba a llevar a Nueva York para presentarla en programas de televisión. Llegaría el día de Navidad por la mañana. Se hospedaría en «El Plaza». «Si crees que puede servir para algo, Steven, me gustaría verte. Ángela.»

Él no había sabido qué contestarle, así que no había contestado, ni siquiera para explicar que estaría fuera de Nueva York, que había prometido ver a sus padres durante la semana entre Navidad y Año Nuevo, y verse con su hija, que llegaría de California para encontrarse con él en Wisconsin, y que le era imposible verla en Nueva York, aunque quisiera… o se atreviera a hacerlo.

La nota de Ángela había sido la primera cosa tranquilizante que le ocurriera en cinco meses y medio. La segunda había sido su regreso a casa, a Oak City, la noche anterior, para reunirse con la familia alrededor del resplandeciente pino navideño y para beber el tradicional ponche de huevo ligeramente cargado con ron y para intercambiar y abrir los regalos alegremente envueltos y escuchar con Judy al grupo que cantaría villancicos navideños afuera, en la nieve, frente a la puerta de la casa.

Y el tercer momento tranquilizante había surgido allí, en el banco delantero de la Primera Iglesia Metodista.

De repente, Randall se dio cuenta de que estaba en el banco, que el sermón de Tom Carey había concluido y que aquellos que tenía a ambos lados, sus seres queridos, familiares y amigos, se estaban levantando de sus asientos.

Lo que vio en ese momento de iluminación fueron los ojos de todos, brillantes de esperanza… su madre, agradecida y feliz, y su padre, transportado y radiante, ambos más jóvenes que como los había visto últimamente, los dos emocionados por haber vivido hasta ver y oír la Palabra; y su hermana Clare, más resuelta y segura de lo que nunca la había visto, con renovada fe en su decisión de no arrastrarse hacia su amante y patrón casado y de buscar su propio camino hacia algo y alguien nuevo; su hija Judy, compuesta, pensativa y transformada por un discernimiento que le había procurado el sermón, una madurez que nunca antes había visto en ella.

Miró hacia atrás. Los ochocientos o más feligreses, en grupos de dos y de tres, iban saliendo del templo. En toda su vida no había visto seres humanos, sus semejantes, como aquellos, tan cálidos, tan amables, tan reconfortados y tan seguros de sí mismos y de los demás.

Este comienzo era el fin que justificaba los medios, según le había dicho Ángela la última vez que estuvieron juntos.

Los medios no importaban. El fin lo era todo.

Eso había dicho ella.

Y él había dicho que no.

Ahora, en este instante… porque era Navidad, porque él estaba en casa, porque había sido el momento más sereno de todos aquellos meses, atestiguando la visión del cielo sobre la Tierra reflejada en aquellos muchos cientos de ojos humanos… en este momento se podría sentir inclinado a decirle a Ángela que tal vez… tal vez el fin fuera lo único importante.

Nunca, nunca estaría seguro.

Se inclinó hacia delante y besó a su madre.

– Maravilloso, ¿verdad? -dijo él.

– Pensar que he vivido para ver esto, hijo -dijo ella-. Aunque nunca tengamos otro día como éste, tu padre o yo, es suficiente.

– Sí, mamá -repuso él-. Y feliz Navidad otra vez. Mira, regresa tú a la casa con Clare, el tío Herman, Ed Period y Judy. Tengo un auto arrendado ahí afuera, y yo llevaré a papá. Tomaremos el camino largo, como cuando yo era pequeño y él manejaba el coche viejo; ¿recuerdas? Pero no nos demoraremos, mamá. Llegaremos antes de que se enfríe la comida.

Se volvió a su padre, que estaba apoyado en su bastón, encorvó un brazo para pasárselo por el sobaco y darle más apoyo, y lo condujo hacia el pasillo alfombrado de rojo.

Su padre le sonrió.

– Debemos al Señor nuestros corazones, nuestras almas, nuestro confianza, por Su bondad al revelarse a nosotros en este día, y por reunimos a todos sanos de cuerpo y espíritu para recibir Su mensaje.

– Sí, papá -dijo Randall suavemente, aliviado al ver que su padre hablaba ahora casi con tanta claridad como antes del ataque.

– Bien. Ahora, hijo -dijo el reverendo Nathan Randall con una chispa de su antigua sinceridad-, creo que basta de iglesia por este día. Será un placer ir contigo en el auto hasta la casa, como en los viejos tiempos.


Fue como en los viejos tiempos, pero Randall intuyó que ahora era diferente.

El largo recorrido a casa fue por la carretera de tierra y grava, cubierta de nieve fresca, que bordeaba el lago que todos llamaban estanque, y que estaba a sólo diez o quince minutos más que el camino corto a través del distrito comercial de Oak City.

Randall conducía lentamente para saborear aquel nostálgico interludio.

Ambos se veían divertidos, pensó Randall; como dos grandes querubines disecados. En el vestíbulo de la iglesia, conscientes de que la temperatura había descendido y que el brillo del sol, semioculto, era engañoso, se habían arropado con sus abrigos y bufandas, y se habían puesto sus guantes de lana. Y ahora, en el auto arrendado (cuya calefacción no funcionaba, como era natural), estaban aislados del frío exterior y se sentían a gusto.

Como en tiempos pasados, su padre hablaba, con alguna que otra palabra farfullada por su achaque, pero con una energía reanimada, y Randall se sentía complacido con callar y escuchar.

– Mira el Estanque de Pike -decía su padre-. ¿Hay alguna vista natural más bonita o tranquila en todo el mundo? Siempre le he dicho a Ed Period que a Thoreau le hubiera gustado más que el Estanque Walden si hubiera venido por aquí. Qué bien que no lo hizo. Habríamos padecido para siempre de los turistas dejando sus platos de papel y sus latas de cerveza vacías. Pero ahora todavía está como cuando tú tenías diez o doce años. ¿Recuerdas aquellos días, Steven?

– Los recuerdo, papá -dijo tranquilamente Randall mirando hacia el lago, cubierto por el espeso follaje que había alrededor y que no permitía ver el agua-. Está helado.

– Helado -repitió su padre-. Siempre que se helaba así, hasta formarse encima una capa sólida de unos quince centímetros de espesor, solíamos venir aquí a pescar en el hielo. ¿Te acuerdas, hijo? -no esperó la respuesta-. Cada uno hacía varios agujeros en el hielo, hasta llegar al agua clara que había debajo. Luego poníamos nuestras trampas y líneas; sólo cinco por persona, de acuerdo con la Ley. Ha pasado mucho tiempo desde que lo hice por última vez. Había que tomar la vara, hacerle una hendidura en la punta, poner y sujetar la caña metálica en la muesca, con la línea, el anzuelo y el pececillo de cebo en un extremo y la bandera roja en el otro. Plantábamos la caña en el hielo, en la orilla del agujero, y soltábamos en el agua la línea con la carnada. Luego, todos volvíamos junto al auto, que estaba estacionado sobre el hielo, o nos íbamos a la orilla, palmoteando las manos para mantener la circulación, y hacíamos un fuego y nos sentábamos alrededor, bromeando y cantando mientras observábamos las banderas. De repente, allá en el Estanque de Pike algo mordía, y una bandera volaba en todo lo alto, y nosotros gritábamos como indios Pieles Rojas y gateábamos por el hielo para ver quién sería el primero en sacar un róbalo o un sollo. Tú solías llegar primero, porque ya estabas creciendo y tenías las piernas largas.

Randall lo recordó vívidamente, con algo de dolor.

– Deberíamos hacerlo otra vez, papá.

– Ya no. En el invierno no. Hay ciertas cosas que uno ya no debe hacer en el invierno. Pero te diré una cosa: el doctor Oppenheimer dice que estaré lo bastante bien como para ir de pesca otra vez cuando el tiempo mejore. Ed Period y yo hablábamos de eso precisamente la semana pasada. Decíamos que íbamos a hacer una gira de pesca por las cañadas cuando llegue la primavera. Todavía está muy bonito por allí.

Hubo otro silencio mientras Randall daba vuelta al volante y se dirigía hacia el estrecho y sinuoso camino que se apartaba del lago.

Después de un rato, su padre prosiguió hablando:

– Estaba pensando cómo el pasado nunca se aleja, siempre es parte del presente. Me estaba dando cuenta de cómo la nueva Biblia ha dado más relieve y significación a mi pasado… mi juventud, mi vida con tu madre, mi entrega a Dios… No puedo olvidar ese descubrimiento, ese nuevo evangelio. Tu madre y yo lo hemos leído y releído, por lo menos una docena de veces. Es extraordinaria la revelación. Jesús cuidando de sus ovejas en la pastura. Jesús de pie ante la tumba de José, hablando como Él habló. Nada he oído más significativo. Aunque uno no fuera creyente, tendría que creer. Tendría que reconocer que el Hijo de Dios está entre nosotros, y entonces se sentiría más fuerte. Eso le da sentido a la vida.

– Si se lo da, papá, es que es importante.

– Nada es más importante, Steven -dijo su padre fervientemente-. Como dijo Coleridge… «Creo a Platón y a Sócrates. Creo en Jesucristo.» Te diré en qué estaba pensando esta mañana en el templo durante el sermón de Tom. Nunca he titubeado en cuanto a mi fe, así que no entiendas mal lo que te estoy diciendo. Pero he sufrido en los últimos años viendo cómo los jóvenes (y no sólo ellos, sino también sus padres) estaban abandonando la Iglesia y las Sagradas Escrituras. Se estaban volviendo hacia los ídolos falsos, hacia lo que la ciencia puede probar, como si la visibilidad fuera lo único que verifica la verdad, como si la ciencia misma no tuviera abstracciones y misterios. La gente se estaba hartando de lo que podía ver y tocar y, sin embargo, a cada pausa, quería encontrar en la vida un propósito y un significado. ¿No crees tú que eso era lo que estaba ocurriendo, hijo?

– Sí.

– La gente no podía hallar su respuesta en Dios y en Su Hijo, porque no aceptaba ver a Cristo solamente a través de la fe, así que no podía aceptar el mensaje de Uno en quien no creía. Por eso le volvía la espalda a Él. Creo que a ti te sucedió, Steven. Y sin duda alguna le ocurrió lo mismo, en mayor o menor grado, a la mayoría de las familias de nuestra parroquia.

– Lo sé. Hablé de eso con Tom Carey cuando tú estuviste enfermo.

– Bueno, yo en lo personal me siento muy feliz de saber que todo eso ha pasado. En verdad creo que Cristo sabía lo que estaba sucediendo. Por eso Él reapareció en el momento crítico. El descubrimiento de Ostia Antica no pudo haber sido casual. Obedeció a una inspiración divina.

Ostia Antica, pensó Randall. No, no había sido casualidad. Qué difícil le iba a resultar hablarle a su padre acerca de aquello.

– Ahora podemos responder, para satisfacción de todos, a las dos preguntas de nuestro credo -decía su padre-. ¿Confesamos que Jesucristo es nuestro Señor y Salvador y prometemos fidelidad a Su Reino? ¿Aceptamos y profesamos la fe cristiana tal como está contenida en el Nuevo Testamento de Nuestro Señor Jesucristo? Aquéllos que antes no podían contestar afirmativamente, al fin pueden responder que sí. Gracias a Santiago el Justo, hoy pueden responder que sí. Para ellos ya hay pruebas visibles del Salvador, según el criterio científico. Para mí, mi juicio egoísta ha terminado. Veo a mi iglesia a salvo. Veo a Tom Carey firme otra vez y mi púlpito en buenas manos, habiéndole devuelto el respeto. Veo un refugio para los jóvenes errantes, como mi nieta Judy, como mi hija Clare. ¿No adviertes que han cambiado, Steven?

Randall asintió.

– Me alegro por ellas. No podría decirte cuánto me alegro.

– En cuanto a mí, nunca sentí temor de irme cuando llegara mi hora. Siempre sostuve una profunda fe en que hay un cielo allá arriba… no un cielo de espiras y calles de oro, sino un cielo donde los redimidos, en mente y espíritu, en el ánima eterna, pudieran ser recibidos por Dios y por Su Hijo. Ése fue siempre el cielo que tuve allá arriba… pero ahora he vivido hasta el día en que veo la posibilidad de un cielo en la Tierra, cuando la bondad superará a la pobreza, a la violencia y a la injusticia. De aquí en adelante, prevalecerá la bondad en sentido ecuménico, el sentido de paz y el amor que abarcará al mundo entero. Esta Resurrección hará de nuestras doscientas sectas protestantes una sola, nos unirá a los católicos y nos acercará a nuestros hermanos judíos, porque cada uno de nosotros, como el propio Señor, fue judío en el principio -hizo una pausa y se aflojó la bufanda. Luego agregó-: Cómo me has dejado divagar. El invierno lo hace a uno más parlanchín. Basta ya. Quiero que me hables de ti, Steven. Dijiste que ibas a contarme acerca de tu verano.

– No tuvo importancia, papá. Quizás otro día.

– Sí, tendremos que hablar otro día.

Randall miró a su padre, y vio que había reclinado la cabeza en el respaldo y que el anciano tenía los ojos entrecerrados. No era Spinoza, sino Nathan Randall el hombre verdaderamente embriagado de Dios, pensó él.

– Debes estar cansado, papá -dijo mientras enfilaba el auto hacia la calle de su casa-. Mereces un poco de descanso.

Aminoró la velocidad al pasar junto a los montones de nieve que había a los lados.

– Simplemente me siento en paz, hijo -oyó que murmuraba su padre-. Nunca había sentido una paz tan divina. Espero que también tú la puedas encontrar ahora.

Randall se detuvo frente a la casa, estacionándose junto a la acera, y paró el motor. Se apartó del volante para decir a su padre que creía que él también podría hallar la paz de algún modo, aunque no fuera el mismo, y para avisarle que ya habían llegado a casa.

Pero su padre tenía los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo, y había una infinita quietud en él.

Aun antes de tocar la mano del reverendo y tomarle el pulso, Randall tuvo la premonición de que su padre había muerto. Se acercó más al inmóvil anciano y lo creyó imposible. Su padre no parecía estar muerto. La dulce sonrisa que había en el reposado rostro era tan viva como siempre.

Randall atrajo hacia sí el cuerpo inerte, lo tomó en sus brazos y apoyó la vieja cabeza gris contra su pecho:

– No, papá -musitó-, no te vayas. No me dejes.

Meció a su padre en los brazos, y la voz de su infancia surgió implorante desde el pasado.

– Quédate, papá, por favor. No puedes dejarme solo.

Apretó más y más a su padre, estrechándolo contra sí, rehusándose a aceptar el hecho, tratando de mantenerlo con vida.

El anciano no podía estar muerto; sencillamente no era posible. Al cabo de un rato, Randall comprendió que no lo estaba, que nunca lo estaría. Y entonces, por fin, lo soltó.


Los servicios fúnebres habían terminado en la capilla, y los últimos de los innumerables dolientes habían desfilado junto al féretro abierto y se estaban reuniendo afuera, en la nieve. Randall sostenía a su madre y la apartaba del ataúd, y ya en la puerta se la confió a Clare y al tío Herman.

La besó en la frente.

– Todo estará bien, mamá. Él está en paz.

Se quedó allí un momento, viendo cómo se la llevaban afuera, donde ya esperaban Judy, Ed Period y Tom Carey más allá de la carroza fúnebre.

A solas en la capilla, Randall miró en torno al santuario de la última despedida. Se sentía desamparado. Las filas de asientos estaban ahora vacías, el atril del ministro abandonado, el órgano callado, la sala familiar desocupada. Pero en su corazón retumbaban todavía ecos del servicio religioso. Oía el himno inicial: «Dios de Gracia, Dios de Gloria.» Oía a Tom Carey leyendo: «Y dijo Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida; aquel que crea en mí, aunque muriere, vivirá; y quienquiera que vive y cree en mí, nunca morirá."» Oía a todos los presentes entonando a coro el Gloria Patri: «Gloria al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo; como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.»

Sus ojos se posaron en el féretro abierto que estaba delante de los arreglos florales.

Casi involuntariamente, como si estuviera hipnotizado, se acercó al ataúd y se detuvo frente a él, mirando fijamente los restos mortales de su padre, el reverendo Nathan Randall, que yacía en su sueño final.

Randall pensó: «Uno no puede ser hombre mientras su padre no haya muerto.» ¿Quién fue el que había dicho eso? Lo recordó: lo había dicho Freud.

Uno no puede ser hombre mientras su padre no haya muerto. Miró fijamente hacia el interior de la caja. Su padre había muerto, definitivamente, pero él para nada se sentía hombre, sólo se sentía hijo, el hijo que había sido un muchacho; un muchachito perdido.

Luchó contra ese sentimiento, recordando que él era un hombre, pero a pesar de ello le brotaron las lágrimas, y sintió el sabor de la salada humedad en la boca y una sequedad abrasadora y sofocante en los pulmones… y comenzó a sollozar inconteniblemente.

Después de algunos largos minutos, los sollozos fueron disminuyendo y finalmente cesaron, y Randall se secó los ojos. Él no era un muchacho, y lo sabía; le gustara o no, era en efecto un hombre, y sin embargo, inexplicablemente, se sentía saturado del mismo calor de esperanza y fe y seguridad que había conocido cuando era un chiquito extraño, hacía ya mucho tiempo.

Una última mirada. «Descansa en paz, papá, descansa allá arriba, en tu cielo de la mente y el espíritu y el alma, con Dios y el Jesucristo que acabas de ver y a quien conoces tan bien. Te dejo, papá, pero no te dejo solo, mientras llega el día en que todos estemos juntos nuevamente.»

Luego, pasado un momento, sintiendo sólo un poco de miedo, Randall se alejó del féretro para unirse a los demás.

La hora siguiente, en el cementerio, la vivió completamente aturdido. Junto a la fosa, de pie frente al ataúd cerrado y a un lado del montón de tierra, rezó una oración por su difunto progenitor.

«Padre de infinita misericordia, de ojos que ven y oídos que oyen, escucha, ¡oh!, mi oración por Nathan, el anciano, y envía a Miguel, el jefe de los ángeles, y a Gabriel, tu mensajero de luz, y a tus ejércitos de ángeles, para que puedan marchar con el alma de mi padre, Nathan, hasta llevarla a Ti que estás en las alturas.»

No fue sino hasta que habían salido del cementerio en las dos limusinas, de vuelta a casa para recibir a los amigos y familiares que irían a darles el pésame, que Randall recordó sobresaltado la oración al pie de la tumba, dándose cuenta de su origen.

Era la oración que rezó Jesús junto a la tumba de Su padre, José, contenida en el Evangelio según Santiago.

Era una oración que narraba Santiago el Justo o Robert Lebrun.

Pero a Randall, por alguna razón, ya no le importaba maldita la cosa. Esas palabras reconfortarían a su padre en su última jornada, y cualquiera que fuera su origen, eran sagradas para él.

Se le había aclarado la cabeza y la sensación de constricción había desaparecido. A ochocientos metros de la casa, Randall le pidió al chófer del auto fúnebre que se detuviera y lo dejara bajar.

– No te preocupes, mamá -dijo-. Sólo quiero un poco de aire. Me reuniré con Clare, con Judy y contigo dentro de unos cuantos minutos. Yo estaré bien. Vosotros cuidaros.

Esperó en la acera hasta que la limusina se perdió de vista, y luego, esquivando a un jovenzuelo que se le venía encima en un trineo, Randall se quitó los guantes, metió las manos en los bolsillos de su abrigo y empezó a caminar.

Cinco manzanas después, al asomar la casa gris de madera y estuco, la nieve comenzó a caer de nuevo; copos ligeros y delgados que ondeaban descendían suavemente, refrescándole las mejillas y celebrando la vida.

Cuando llegó al emblanquecido jardín delantero, Randall se sintió repuesto y listo para reingresar a la comunidad de los hombres. Había algunos asuntos pendientes de concluir en este año que aún no terminaba, y era necesario concluirlos. Se dirigió hacia la entrada de la casa, advirtiendo que las luces de la sala estaban encendidas y que había docenas de visitantes rodeando a su madre y a Clare. Ed Period estaba sirviendo ponche y el tío Herman circulaba con una bandeja de sándwiches, y comprendió que su madre estaría bien. En breve iría con ella. Pero primero, como un hijo que se había convertido en hombre, tendría que arreglar sus asuntos.

Se desvió de la entrada, dirigiéndose hacia la acera que corría a un lado de la casa hasta la puerta trasera. Apresurando el paso, llegó, entró en la cocina y subió a los dormitorios por la escalera de atrás.

Encontró a Wanda en el cuarto de huéspedes, terminando de empacar sus cosas en la pequeña maleta. Randall le había telefoneado ayer a Nueva York para avisarle lo sucedido y para decirle que no estaría de vuelta en la oficina sino hasta el día siguiente al Año Nuevo. Y ella simplemente se había presentado en Oak City anoche, no como su secretaria, sino como su amiga, para estar cerca de él y ayudarle en todo lo que pudiera. Ahora se preparaba para irse.

Randall se le acercó por detrás, le dio la vuelta, la abrazó y la besó en la mejilla.

– Gracias, Wanda. Gracias por todo.

Ello lo apartó y lo examinó preocupada.

– ¿Estarás bien? Pedí un taxi para ir al aeropuerto, pero puedo quedarme más tiempo, si tú me necesitas.

– Te necesito en Nueva York, Wanda. Hay algunas cosas que quiero que hagas allí. Las quiero resueltas antes de Año Nuevo.

– Mañana estaré en la oficina. ¿Quieres que las anote?

Él sonrió ligeramente.

– Creo que las recordarás. En primer lugar, ¿recuerdas el libro que te dije que había escrito en Vermont, el que guardé en la caja fuerte?

– Sí.

– Está en una caja de cartón que tiene una etiqueta que dice: Resurrección Dos.

– Ya lo sé, jefe. Yo rotulé la etiqueta.

– Está bien. Tú tienes la combinación de la caja fuerte. Mañana, sacas la caja y la tienes a mano. Voy a deshacerme de ella.

– ¿De verdad?

– Los puentes viejos hay que quemarlos, Wanda. No los necesito. No volveré atrás. Quiero ir hacia delante…

– Pero después de todo lo que trabajaste en ese manuscrito, jefe.

– Espera, Wanda. Todavía no te he dicho cómo voy a deshacerme de él. Eso lo sabrás dentro de unos minutos. En segundo lugar, quiero que llames a Thad Crawford. Él sabe que Ogden Towery y Cosmos están esperando noticias mías antes del primero de año. Dile a Thad que le diga a Towery que he tomado mi decisión. La respuesta es: señor Towery, ¡váyase al diablo! No voy a vender mi firma a Cosmos. Tengo en mente algo mejor.

– ¡Viva, jefe! -exclamó Wanda, abrazándolo-. Aun las oraciones de los pecadores las escucha Dios.

– Y una cosa más, que puedes hacer aquí mismo. ¿Sabes dónde localizar a Jim McLoughlin?

– Hablé con él la semana pasada. Quería saber cuándo estarías de vuelta.

– Muy bien, localízalo. -Señaló el teléfono que estaba sobre la mesa de noche-. Dile que ya estoy de vuelta. Quiero hablar con él ahora mismo.

Randall estaba hablando de larga distancia a Washington, D. C. con Jim McLoughlin.

– Ya era hora, señor Randall -estaba diciendo el joven McLoughlin-. Creí que estaríamos sin encontrarnos hasta que fuera demasiado tarde. Las cosas marchan muy activamente con nosotros. Tenemos los datos y los hechos acerca de todos esos ladrones, hipócritas y farsantes. Vamos a hacer que la libre empresa sea verdaderamente libre otra vez, y créame que no será demasiado pronto. El siguiente paso depende de usted. ¿Está listo para informar al mundo acerca del Instituto Raker? ¿Está dispuesto a comenzar?

– Solamente bajo dos condiciones, Jim. Y mi nombre es Steven.

– Steven, de acuerdo. -Pero la voz en el otro extremo de la línea estaba turbada-. ¿Qué condiciones… Steven?

– La primera es ésta: mientras estuve en Europa tuve ocasión de jugar un poco a tu juego. Estuve implicado en cierto asunto que quise sondear, seguirle la pista… cosa de negocios, en un sentido. Estuve tratando de descubrir si algo (que podríamos llamar un artículo de consumo) era un fraude, un engaño al público, o si era una empresa honesta. Yo tenía razones para creer que era un fraude, pero nunca pude probarlo plenamente. Las personas involucradas en la venta de ese producto seguramente creen en él con toda honestidad. Tal vez tengan razón. Sin embargo, yo tengo bastantes dudas. Sea como fuere, he preparado, por escrito, un extenso relato acerca de mi participación en el proyecto, y le voy a pedir a mi secretaria que te lo envíe mañana. Recibirás una caja con una etiqueta que dice Resurrección Dos.

– ¿Resurrección Dos? -interrumpió McLoughlin-. ¿Qué tuviste tú que ver con eso? ¿Me quieres hablar del asunto?

– Ahora no, Jim. Además, el manuscrito te dirá todo lo que necesitas saber por el momento. Después podremos hablar. De cualquier modo, si tú decides tomar el asunto donde yo lo dejé (examinar todas las cosas un día y proseguir la búsqueda de la verdad, si crees que sería de interés público, sea cual fuere el resultado), estupendo. Lo único que me importa es que lo consideres. Después de eso, tú harás lo que quieras. Todo dependerá de ti.

– Aceptada la primera condición. No hay problema. -Luego, McLoughlin titubeó-. Y la segunda, Steven. ¿Cuál es tu segunda condición para manejar la cuenta del Instituto Raker?

– Yo estoy contigo si tú estás conmigo -dijo Randall simplemente.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Quiero decir que yo también he decidido ingresar al negocio de la verdad. Tú tienes el instrumento para la investigación, pero te falta la voz. Yo carezco de aquel instrumento, pero tengo una voz estentórea. Entonces, ¿por qué no unimos nuestras fuerzas, nos fusionamos y trabajamos juntos para tratar de limpiar el país y mejorar la vida para todo el mundo? Ahora mismo y aquí, en la Tierra.

Jim McLoughlin dio un grito.

– ¿De veras, Steven? ¿Lo dices en serio?

– Lo digo absolutamente en serio. O estamos juntos o yo me retiro. Tú puedes quedarte como presidente de la firma. Yo me conformo con la vicepresidencia… como encargado de los discursos. ¿Me oyes?

– Te oigo, hombre. ¡Trato hecho! ¡Vaya regalo de Navidad!

– Para mí también lo es, Jim -dijo Randall suavemente-. Nos veremos en las barricadas.

Cuando se volvió hacia Wanda y le tomó la maleta de las manos, vio que ella tenía las mejillas húmedas y el rostro resplandeciente.

– ¡Oh, Steven, Steven…! -dijo ella, sofocándose.

La acompañó a bajar la escalera y a tomar el taxi. Cuando el automóvil iba a arrancar, Wanda bajó la ventanilla trasera y asomó la cabeza.

– Quería decirte que me agradan tus dos chicas, jefe. Me gustan mucho. Una quiniela ganadora, sin duda. Apuéstale. Están en el patio haciendo un muñeco de nieve. Feliz Año Nuevo, jefe.

El taxi aceleró y desapareció velozmente.

Randall se volvió hacia la casa y consideró entrar, pero había tiempo suficiente para eso.

Todavía le quedaba un asunto pendiente, el último, y estaba en el patio.

Caminó lentamente a un lado de la casa, sacudiéndose de las mejillas los suaves copos de nieve.

Sabía que por fin había dado con la respuesta a la clásica pregunta de Pilatos que le había obsesionado desde el verano.

«¿Qué es la verdad?», era la pregunta de Pilatos.

Randall había pensado que era una pregunta para la cual no había respuesta. Ahora sabía que había estado equivocado. Sí había respuesta.

Disfrutando de la nieve que se le derretía en el rostro, murmuró la respuesta para sus adentros: «la verdad es el amor».

Y para amar, uno debe creer: en sí mismo, en los demás, en el subyacente propósito de todo lo que está vivo y en el plan que hay detrás de la existencia misma.

«Ésa es la verdad», se dijo a sí mismo.

Llegó al espacio nevado que había en la parte trasera de la casa, sintiéndose por primera vez como su padre siempre había querido que se sintiera, en paz, sin temor, y no solitario.

Frente a él se alzaba el enorme y gracioso muñeco de nieve, y su hija se estiraba para acomodarle en su lugar la bolita de nieve que tenía por nariz.

– Hola, Judy.

Ella se volvió a medias y lo saludó alegremente con una mano.

– Hola, papá -y siguió jugando.

Después vio asomarse detrás de la gigantesca figura de nieve a la otra muchacha, que llevaba una vistosa gorrita de esquiar sobre el cabello negro y que estaba muy ocupada en darle al muñeco una forma humana.

– Hola, Ángela -le gritó-. Te amo, ¿sabes?

Ella comenzó a correr hacia él, abriéndose paso entre la nieve.

– Querido -le contestó-, ¡amor mío!

Y por fin llegó a sus brazos, y él supo entonces que nunca la dejaría ir.


***


[1] La palabra se asemeja al vulgarismo norteamericano Fucking, utilizado para denotar el acto sexual. (N. del T.)

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