Resulta que no fue en Roma sino en Milán donde Steven Randall iba a reunirse, ya avanzada la mañana del lunes, cálida y húmeda, con el profesor Augusto Monti.
Tres días antes, el viernes, en Amsterdam, Randall se había despertado muy temprano a causa de los ruidos que hacía Naomí al vestirse y salir de su suite. Recordando todo lo que tenía que hacer, Randall tampoco se quedó en la cama. Después de un ligero desayuno había comprobado que la puerta de Darlene estaba todavía firmemente cerrada y, con su portafolio en la mano, se dirigió hacia el vestíbulo del «Hotel Amstel» para reservar los boletos del jet de Amsterdam a Kansas City. En un sobre cerrado le dejó a Darlene una nota de despedida y algo de dinero para gastos imprevistos, y explicó al conserje que quería que se le enviara al cuarto de ella junto con sus boletos, cuando estuvieran listos.
Después de eso, y aun cuando la diferencia de tiempo implicara despertar a su abogado, Randall pidió una comunicación telefónica trasatlántica con Thad Crawford. Habían hablado largamente. Randall le repitió su conversación con Bárbara, y Crawford pareció claramente aliviado porque Randall no iba a oponerse a la demanda de divorcio de su esposa. Habían discutido las condiciones para un arreglo razonable. Resuelta la cuestión conyugal, analizaron el asunto de Cosmos. Se habían realizado varios arreglos con Ogden Towery, y pronto estarían redactados los documentos definitivos. En cuanto al molesto asunto de abandonar la cuenta del Instituto Raker, Jim McLoughlin todavía no había sido localizado ni había respondido a ningún mensaje.
A las diez de la mañana, Randall se había presentado en la Zaal F, su oficina del «Hotel Krasnapolsky», con su preciado portafolio. Aquella mañana no había habido caminata por Amsterdam. Había permitido que Theo lo condujera directamente a la entrada del «Kras». Todavía tenía presente el intento de asalto de la noche anterior, y había llamado a su secretaria para dictarle un memorándum al respecto. Los ojos de Lori Cook se habían agrandado mientras anotaba los detalles del ataque. Randall le había dado instrucciones de que se cerciorara que el inspector Heldering recibiera la nota, enviándoles copias a los cinco editores.
Hecho esto, Randall había decidido devolver las pruebas del Nuevo Testamento Internacional al doctor Deichhardt, tal como le había prometido. Mientras se preparaba para salir de su oficina, había recibido una llamada de Naomí, quien le dijo que tenía que verlo inmediatamente en relación con sus próximas reuniones con el profesor Monti, el profesor Aubert y Herr Hennig, y que ya iba en camino con las notas.
Randall había vuelto a llamar a Lori y le había dado las pruebas.
– Ponga este libro en un sobre de papel manila. No se lo enseñe a nadie. Entréguelo personalmente al doctor Deichhardt. No se lo deje a la secretaria. Y usted no se deje secuestrar.
Minutos después de que Lori salió cojeando de la oficina, Naomí llegaba con las noticias.
No había habido problemas para concertar las citas de Randall con Aubert en París y Hennig en Maguncia.
– Son gente extraña, esos Monti -dijo Naomí-. Ángela, la hija mayor del profesor, recibió mi llamada. Me parece que hace de secretaria de su pana, y admitió que éste había vuelto a Italia. En cuanto a recibir a alguien de Resurrección Dos, me aseguró que por ahora estaba comprometido y trató de posponerlo. Pero yo insistí. Le expliqué que era imperativo que nuestro director de publicidad obtuviera material más abundante acerca del profesor. Monti. Le hablé de ti, Steven, v de cómo te parecía que la personalidad más importante para la promoción sería precisamente la del profesor Monti. Incluso le dije que sacaríamos a la luz la publicación dentro de unas semanas y que no podía haber dilaciones. Ella siguió con vaguedades sin precisar fecha, y entonces la amenacé. Le dije que tú irías a Roma la próxima semana y que te instalarías a la puerta del profesor Monti hasta que lograras verlo. Eso funcionó. Ella cedió v me prometió que su papá te vería. Pero no en Roma. El profesor andaba viajando de Roma a Milán, por carretera, atendiendo algún asunto privado, pero hallaría tiempo para verte el lunes por la mañana en Milán. Le dije que estarías hospedado en el «Hotel Principe amp; Savoia» y quedamos en que el profesor Monti estaría en tu suite a las once de la mañana.
Y ahí estaba Steven Randall, en la pequeña salita de espera, recargada de muebles, de la suite 757 del elegante «Hotel Principe amp; Savoia», de Milán, cinco minutos antes de las once, el lunes en la mañana.
Randall sacó la grabadora de cassette miniatura de su maleta y comprobó que funcionaba debidamente; después la puso encima del aparato de televisión y fue hacia la ventana. Oprimió un botón y las persianas se alzaron eléctricamente, descubriendo la ventana y la Piazza della Repubblica, que estaba abajo. La zona, más allá de la entrada de coches, de los prados y los árboles, estaba tranquila y casi desierta bajo el calor de la avanzada mañana. Randall pensó en lo que preguntaría al profesor Monti, y le pidió a Dios que el arqueólogo fuera un sujeto interesante y que su inglés resultara comprensible.
Una serie de toques breves y precisos a la puerta hizo que Randall se volviera rápido. El profesor Monti llegaba a la hora. Buena señal.
Apresuradamente se acercó Randall y abrió la puerta, decidido a saludar al arqueólogo con afabilidad y entusiasmo… pero se quedó de una pieza.
A la puerta estaba una joven dama.
– ¿Es usted Steven Randall, del grupo del Nuevo Testamento Internacional? -dijo en voz baja con una mínima huella de acento británico.
– Sí, yo soy -respondió confuso.
– Yo soy Ángela, la hija del profesor Monti.
– Pero habíamos quedado…
– Ya sé. Usted esperaba a mi padre. Está sorprendido y decepcionado. -Sonrió brevemente-. No se desanime. Yo le explicaré, si me lo permite. También le ayudaré con mi padre, si lo desea. ¿Puedo pasar? -preguntó mirando más allá de Randall.
– ¡Oh! Perdone -dijo él, aturdido-. Pase, por supuesto. Supongo que me desconcertó un poco.
– Se comprende -dijo ella, entrando a la sala de la suite-. Mi padre le envía sus excusas por no haber podido presentarse en persona. Las circunstancias, como usted verá, estuvieron fuera de su control.
Randall cerró la puerta y la siguió al centro de la sala.
Ella describió graciosamente un círculo para observar el lugar y después lo miró a él, francamente divertida.
– Por lo menos le pusieron aire acondicionado. Tal vez eso lo mantenga fresco. En serio, es un alivio. Afuera hace veintinueve grados; centígrados, naturalmente. Para usted serían ochenta y tantos, que no es suficiente para derretirse, pero la humedad es sofocante.
Su sorpresa y decepción inmediata, así como su disgusto por no haber cumplido el profesor Monti su palabra, cambiaron rápidamente al observar a la muchacha.
Ángela Monti era verdaderamente despampanante.
Calculó que tendría más de 1,68 de estatura. Llevaba un sombrerito italiano de paja, de ala ancha; gafas de sol de gran tamaño y tono verde lavanda; una fina blusa amarilla de seda, escotada, que revelaba dos fragmentos de un sostén que poco hacía para contener el desbordamiento de sus provocativos senos. Un ancho cinturón de cuero ceñía su cintura delgada y flexible, y una falda veraniega de color marrón realzaba las curvas de sus voluptuosas caderas.
No podía quitarle los ojos de encima mientras ella dejaba su bolso de mano, en piel café y seguramente de Gucci, y se quitaba el sombrerito y las gafas. Su cabello rizado y alborotado era suave y negro como el ala de un cuervo; los ojos, separados y alargados en forma de almendra, eran de un verde jade; la nariz, de ancho puente, petulante, con delicadas fosas; los carnosos labios de carmín, húmedos, y bajo uno de los altos pómulos ostentaba un bello lunar. Una delgada cadena de oro que le rodeaba el cuello sostenía una cruz de oro, que se anidaba en la honda cañada formada por sus senos.
– ¿Está usted enojado por tenerme aquí en lugar de mi padre? -preguntó Ángela.
– No, no, claro que no. Francamente, la estaba admirando. ¿Es usted modelo o actriz?
– Gracias -dijo Ángela sin timidez-. Soy demasiado seria para eso.
Después ella lo examinó a él.
– No es usted lo que yo esperaba.
– ¿Qué esperaba?
– Me dijeron que usted era un famoso publicista y ahora director de Prensa, venido de los Estados Unidos para el proyecto de la Biblia. Supongo que todos pensamos demasiado en los estereotipos. Para mí, la palabra publicidad es algo que se asocia con una gran trompeta… quiero decir, con una tuba muy ruidosa. Yo no me esperaba a alguien tan moderno y elegante, y de aspecto tan… ¿cómo lo diría?… tan norteamericano; sí, pelo oscuro, ojos oscuros, fuerte… pero tan sofisticado.
«Me está ablandando -pensó Randall-; o si no, es de una candidez ejemplar.» No importaba. De todos modos a él le gustaba aquello.
– ¿Por qué no nos sentamos? -propuso él, sentándose junto a Ángela en el sofá-. Créame, me encanta tenerla aquí, señorita Monti…,
– Ángela -aclaró ella.
– Muy bien. Le cambio a Steven por Ángela.
– De acuerdo, Steven -dijo ella con una sonrisa.
– Mi problema es de premura -prosiguió él-. Entré tarde en el proyecto. Es algo muy importante y requiere la mejor campaña promocional posible; tal vez la mejor y la más grande de la Historia. Y eso no podrá lograrse a menos de que todos cooperen conmigo. A mi parecer, el papel más dramático y más emocionante de todo este asunto de la nueva Biblia es el del profesor Monti. Yo creo que a él debería dársele el crédito que merece. Sin embargo, algunos miembros de mi equipo trataron de entrevistarlo recientemente y no pudieron. Ahora yo me he empeñado en verlo y he sufrido otra frustración. ¿Puede usted explicarme lo que pasa?
– Sí -repuso ella-. Se lo explicaré sin omitir nada. Todo es cuestión de política y de envidias en las esferas arqueológicas romanas. Cuando mi padre decidió hacer su excavación, hubo de pedir permiso al superintendente de arqueología de la región de Ostia Antica. El encargado (el que lo era hace siete años, pero que ha sido ascendido recientemente), el doctor Fernando Tura, siempre estuvo en desacuerdo con las ideas de mi padre acerca de la arqueología bíblica, porque le parecen demasiado radicales, y nunca ha dejado de ser su rival. Solamente la aprobación del doctor Tura puede hacer que la solicitud llegue al Consejo Superior de Antigüedades y Bellas Artes, en la Via del Popolo, en Roma. Y entonces, si el Consejo, compuesto por tres miembros, la considera válida, la recomienda al Director de Antigüedades, quien otorga el permiso oficial. Pero el doctor Tura era difícil…
– ¿Quiere usted decir que se negó a aprobar la solicitud que su padre hizo hace siete años para excavar?
– Se burló de la teoría de mi padre, de que precisamente aquí, en Italia, podría hallarse algún manuscrito original valioso, anterior al de San Marcos o el de San Mateo. Y no sólo se burló, sino que opuso dilaciones. Instigó mala propaganda en contra de mi padre en los círculos oficiales. Pero mi padre no se dejó detener por esas pequeñeces. Por medios extraoficiales apeló a un amigo y colega del Consejo Superior. Eso puso furioso al doctor Tura, pero se vio obligado a transmitir la solicitud para la excavación, que entonces fue aprobada. Después, cuando mi padre hizo su magnífico descubrimiento, cuya autenticidad quedó demostrada, el doctor Tura se puso fuera de sí, de envidia y de ira. Se propuso mantener a mi padre en un segundo plano e impedir que recibiera el reconocimiento por el hallazgo. Además, el doctor Tura empezó a atribuirse a sí mismo el mérito del descubrimiento, corriendo el rumor de que era él quien había enviado al profesor Monti a Ostia Antica y lo había animado a excavar, como si él, Tura, fuera el genio y el profesor Monti, en realidad, no hubiera hecho otra cosa que mover la pala. Más aún, para que no pudiera contradecirlo, el doctor Tura incitó al Ministerio de Instrucción a que enviara a mi padre fuera del país a promover o supervisar nuevas excavaciones en lugares remotos.
– ¿Tenía el Ministerio facultades para destinar a su padre a esos lugares?
– En realidad, no -dijo Ángela-. Pero, como es sabido, sólo quienes hacen las leyes pueden quebrantarlas sin peligro. Tal es el privilegio del poder. El doctor Tura aconsejó a sus amigos del Ministerio que sería mejor si su asociado, el profesor Monti, fuera callada y secretamente enviado al extranjero para que no dejara mal al departamento, pretendiendo atribuirse todo el mérito del descubrimiento. Bueno, la verdad es que nadie puede mandar a ningún lado a un arqueólogo, si él no quiere ir. Los arqueólogos escogen sus propios lugares de excavación. Pero como mi padre no es profesor de plantilla en la Universidad de Roma, era claro que si no obedecía podía perder su posición docente. A pesar de una modesta herencia de mi madre, que mi padre siempre insistió en que era para Claretta (mi hermana mayor) y para mí, él sólo percibe ingresos modestos para vivir. Por eso tuvo que obedecer las órdenes, para conservar su posición y su sueldo.
– Pero, ¿no ganó mucho dinero el profesor Monti con el descubrimiento de Ostia Antica? -preguntó Randall.
– Todos los descubrimientos pertenecen al Gobierno italiano. Le dieron un porcentaje del dinero que los editores pagaron al Gobierno por el arrendamiento de los papiros y los pergaminos. Pero eso se evaporó. Mi padre había pedido prestado y se endeudó gravemente para hacer una larga excavación. Tenía que pagar intereses usurarios. La mayor parte del dinero que le quedó lo compartió con nuestros parientes pobres de Nápoles. El caso es que ahora tiene que hacer lo que le ordenen. Cuando lo quisieron visitar los colaboradores de usted, la señorita Taylor y el señor Edlund, mi padre estaba en el Medio Oriente estudiando un lugar llamado Pella (donde los antiguos ebionitas huyeron después de la primera rebelión judía contra Roma) para una futura excavación. Cuando mi padre vuelve a Roma, después de cada encargo, se le advierte que no participe en la publicidad de los editores comerciales, so pena de despido.
Randall todavía no estaba satisfecho.
– ¿Qué sucedió hoy? El profesor Monti venía camino a Milán y convino en verme.
– Aceptó porque yo le aconsejé que si recibía mucha publicidad sería más famoso que la gente del Ministerio, y ya no tendría por qué temerles. Pero de alguna manera, no sé cómo, el doctor Tura se enteró de que mi padre iba a reunirse con usted en Milán, así que ordenó que alguien lo interceptara en Florencia y lo hiciera volver a Roma inmediatamente para un nuevo encargo, muy urgente, en Egipto. Mi padre no se atrevió a oponerse. Volvió a Roma y mañana estará en Egipto. Para mí, ésa fue la gota que hizo derramarse el vaso. Me decidí a tomar el auto y venir a verlo, ya que mi padre no venía. Yo sé todo cuanto él sabe. Yo puedo decirle cualquier cosa de lo que él le diría. Estoy decidida a que él reciba el reconocimiento internacional que merece. Eso lo hará más poderoso que esos envidiosos políticos de Roma que lo tienen asustado y callado. Es lo que me trajo aquí. Le ofrezco mi colaboración para hoy y para cuanto tiempo la desee.
Randall se levantó y tomó su grabadora.
– Se lo agradezco, Ángela. La necesito. Quiero hacerle algunas preguntas básicas.
– Le responderé a todas. Puede grabarlas.
– Mi primera pregunta es: ¿qué le parecería si la invito a almorzar?
Ella soltó la carcajada, y él notó que era aún más hermosa de lo que había creído. Ella dijo:
– Es usted encantador, Steven. Naturalmente, aceptaría comer con usted, porque estoy muerta de hambre.
– Reservé una mesa abajo, en el Escoffier Grill. Pero ahora que es usted quien está aquí y no su padre, tal vez prefiera algo más animado. Yo no conozco Milán. ¿Tiene preferencia por algún restaurante?
Ella se puso en pie.
– ¿No había estado usted nunca en Milán?
– Nunca. Una vez pasé en Roma una semana, y en Venecia y Florencia estuve un día o dos; pero en Milán, nunca.
– Entonces lo llevaré a la Gallería.
– ¿A la qué?
– La Gallería Vittorio Emmanuele. Tiene los arcos más maravillosos del mundo. Es un lugar inocente, insólito, romántico. Venga, ya verá.
Ella le tomó la mano con toda naturalidad, y ese contacto y su proximidad, lo excitaron al instante.
– Ángela -logró decir Randall-, ese lugar donde vamos a ir, ¿es bueno para entrevistarla? Porque eso es algo que tengo que hacer.
– Claro que sí -dijo ella alegremente-. Estamos en Milán, no en Roma. Aquí los negocios son siempre antes que el placer. No lo seduciré -sus dedos apretaron-. Por lo menos no ahora -concluyó suavemente.
Abajo, subieron al auto de Ángela, un «Ferrari» rojo de estructura baja, modelo del año. Poco después pasaban por la Piazza della Repubblica («donde colgaron a Mussolini y la Petaca por los pies», explicó ella), donde dieron vuelta a la izquierda para entrar en la ancha Via Filippe Turati.
Randall tenía curiosidad por saber más acerca de ella, y Ángela estaba dispuesta a hablar de sí misma. En su corto recorrido, le habló franca, pero brevemente, de sus antecedentes. Ángela tenía quince años cuando murió su madre, que era mitad italiana y mitad inglesa. Había asistido a la Universidad de Padua y estuvo dos años en la de Londres. Se había especializado en arte griego y romano. Tenía una hermana, Claretta, que le llevaba cinco años, estaba casada, tenía dos hijas y residía en Nápoles. La propia Ángela había estado comprometida una vez. «Pero no podía ser. Él era arrogante y mimado, a la manera típicamente italiana, y yo demasiado independiente para volverme ciudadana de segunda clase, una mera sombra en un mundo masculino.» Había dedicado la mayor parte de su tiempo en auxiliar a su padre en sus escritos; le había ayudado a revisar sus trabajos científicos, cuidaba la casa de la familia en Roma y enseñaba historia del arte italiano dos veces por semana en una escuela privada para estudiantes extranjeros. Acababa de cumplir veintiséis años.
En cuanto a sí mismo (porque Ángela también tenía curiosidad por saber acerca de él), Randall fue cauto. Le habló de su niñez y juventud en el Medio Oeste norteamericano y de la reciente enfermedad de su padre. Le reveló algo de su actividad como publirrelacionista en Nueva York, y apenas refirió la vida que llevaba. Mencionó a Bárbara y a Judy, y le dijo que la semana pasada había decidido conceder el divorcio a Bárbara. De Darlene no dijo nada.
Ángela escuchaba atentamente, con la mirada hacia delante, hacia la calle, pero no manifestó su opinión.
Luego dijo:
– ¿Puedo preguntarle qué edad tiene, Steven?
Él titubeó, como no queriendo tener doce años más que ella. Al fin dijo:
– Treinta y ocho.
– Es usted joven para tener tanto éxito.
– Éxito en los negocios, querrá usted decir -puntualizó Randall, percatándose de que ella tomaba nota de su autodeprecación.
– El Teatro della Scala, el mejor palacio de ópera de todo el mundo -le señaló Ángela.
El exterior de la Scala era ordinario, y él se sintió decepcionado.
– ¿No le agrada? La Scala es como mucha gente. No puede juzgarse desde fuera. Todo está dentro. Hay lugar para tres mil personas. La acústica es perfecta. La música es perfecta… Estamos en la Piazza della Scala. Buscaré un lugar para estacionarme.
Después de estacionar el «Ferrari» y de cerrarlo, Ángela condujo a Randall a la Gallería Vittorio Emmanuele.
Cuando entraban, ella le dijo:
– Si usted es como yo, no lo creerá.
Estaban dentro, y él era como ella; no podía creerlo.
La Galleria semejaba una ciudad en miniatura dentro de una ciudad. Debajo de un enorme y glorioso domo de vidrio, el tragaluz más gigantesco que jamás hubiera visto Randall, estaba encajonada una interminable fila de elegantes tiendas; a su derecha, la enorme librería Rizzoli; a la izquierda, boutiques, agencias de viaje, un hotel para comerciantes de paso. Había restaurantes y trattorias abiertas, llenas de elegantes caballeros italianos y damas vestidas a la última moda, comiendo, bebiendo, charlando, y acá y allá personas absortas en la lectura del periódico de la élite de Milán, el Corriere della Sera.
– Y la mayoría leen la tena pagina, la tercera, que es la que trae las noticias y las críticas culturales. Ese periódico tiene seiscientos corresponsales especiales en Italia y veintiséis en ciudades extranjeras. Es nuestro periódico nacional, y es importante para la labor de usted.
– Lo sé -dijo Randall-. Lo tenemos en nuestra lista de Prensa italiana, junto con L'Osservatore Romano, La Stampa, Il Messaggero y la agencia de noticias llamada Agenzia Nazionale Stampa Associata.
– ¿Todos ellos anunciarán el Nuevo Testamento Internacional?
– Y también relatos acerca del profesor Monti… si usted coopera.
– Cooperaré -dijo ella-. Vamos al otro extremo de la Gallería.
Lo que ella quería enseñarle desde la entrada opuesta era el Duomo, la catedral, la cuarta del mundo en tamaño, con sus campanarios y gabletes, sus 135 delicados pináculos y sus 200 estatuas de santos.
– Ahora comeremos y hablaremos -dijo ella volviendo a la Gallería.
– Siempre pensé que Milán era una ciudad comercial, nada romántica -confesó Randall-. No me esperaba esto.
– ¿Ha leído a Henri Beyle, Stendhal?
– Es uno de mis favoritos. Tal vez por ser tan introvertido y autoanalítico; tan involucrado en su propio ego, como yo mismo.
– Él vino aquí, y después quiso que en su tumba pusieran esta inscripción: «Henri Beyle, Milanais» (Henri Beyle, milanés). En el fondo del corazón yo soy romana, pero puedo comprenderlo.
Habían llegado al centro de la Galleria, a la intersección de los dos principales pasos para peatones, bañados en la luz solar que se filtraba a través de la bóveda.
Ángela eligió el Caffè Biffi y hallaron una mesa afuera, relativamente aislada. Randall encargó a Ángela escoger la comida para los dos, y ella pidió risotto milanese, arroz guisado con mantequilla, caldo de pollo, azafrán y osso buco, pierna de ternera cocida en cazuela; luego dudó entre los vinos, y se decidió por el Valtellina, un vino rojo de Sondrino.
Después, aunque él no estaba todavía listo, comprendió que debía comenzar. Colocó su grabadora junto a ella, apretó la palanquita de arranque y dijo:
– Está bien, Ángela, hablemos de su padre, el profesor Monti. Dígame todo lo que recuerde, comenzando con el momento en que se hizo arqueólogo.
– Eso llevará mucho más tiempo que nuestra comida.
– Bueno, dígame un poco de todo, hasta llegar al descubrimiento. Sobre todo lo relativo a su carrera. Quiero tener la oportunidad de determinar qué será lo mejor para nuestra promoción, y luego desarrollar esos aspectos más detalladamente con usted en otra ocasión.
– ¿Habrá otra ocasión?
– Muchas más, espero.
– Muy bien. La carrera de mi padre. Veamos…
Augusto Monti había estudiado en la Universidad de Roma y se había graduado en la Facoltà di Lettere. Había pasado los tres años subsecuentes acudiendo a varias escuelas especializadas en arqueología, al Institute of Archeology, de la Universidad de Londres, y a la Universidad Hebrea, en Jerusalén. Después había competido con otros estudiantes graduados con mención honorífica en el concours, en Roma, que es un examen ante cinco profesores. El más destacado de los concursantes se convertiría a su vez en profesor, y se le concedería la primera cátedra disponible en arqueología. Augusto Monti había superado a los otros opositores en la prueba, y poco después lo habían nombrado profesor de Arqueología Cristiana en la Universidad de Roma.
Aparte el hecho de que eventualmente ascendió al cargo de director del Instituto di Archeologia Cristiana, la vida cotidiana de Monti, dentro y fuera de la universidad, difería poco en sus primeros años de lo que era actualmente. Cuatro días a la semana, desde el pódium del Aula di Archeologia, con mapas y un pizarrón a sus espaldas, daba sus cursos ante tantos como doscientos estudiantes. Con frecuencia, ya tarde o entre las clases, subía la escalera, cruzaba el piso de mármol para ir a su despacho, junto a la biblioteca, y se sentaba en la silla de cuero verde, detrás de su mesa de madera, pulida y descolorida, para recibir visitantes y redactar artículos para publicaciones especializadas en arqueología.
El profesor Monti siempre dirigía excavaciones durante las vacaciones de verano, y a veces cuando le concedían permisos especiales. Su primer mérito fue haber descubierto varias secciones nuevas de las cincuenta catacumbas que rodeaban a Roma, corredores subterráneos y criptas donde fueron enterrados seis millones de cristianos entre los siglos i y iv. El mayor interés de Monti, y el más persistente, era la búsqueda de un documento original, escrito en tiempos de Jesús o poco después, que antecediera a la aparición de los cuatro evangelios.
La mayoría de los expertos opinaban que ese documento (llamado por lo general el documento Q, por la palabra alemana Quelle, que significa «fuente» y que sería precisamente la fuente o primer documento) había existido. Señalaban los eruditos que los evangelios escritos por Lucas y Mateo tienen muchos pasajes idénticos que no están en el de Marcos. Era evidente que Lucas y Mateo los habían tomado de una misma fuente anterior. Tal vez esa fuente hubiera sido oral, y entonces se había perdido para la historia. Aunque más probable era, tal como lo creía Monti, que la fuente hubiera sido escrita, y todo lo escrito y copiado puede sobrevivir.
Hace una década, basado en sus estudios, en su trabajo directo en el campo y en sus deducciones, el profesor Monti había publicado un artículo sensacional, aunque erudito, en Notizie degli Scavi di Antichita, una revista con sede en Roma, dedicada a las actuales excavaciones arqueológicas en diversos países, y una versión más amplia del mismo artículo en Biblica, un publicación jesuita italiana de fama internacional, dedicada a tratados científicos de la Biblia. El artículo se titulaba «Una nueva dirección en la búsqueda del Jesucristo histórico», y en él, Monti contradecía la mayoría de las nociones prevalecientes acerca de las posibilidades de hallar el documento Q.
– ¿Cómo cuáles, Ángela? -quiso saber Randall-. ¿Qué creían los eruditos y en qué los contradecía su padre?
Ángela dejó la copa de vino rojo.
– Se lo diré en forma sencilla. Los teólogos, los arqueólogos bíblicos, los que son como el doctor Tura, los que fueron colegas de facultad de mi padre en la Universidad de Roma, en el Instituto Pontifical de Arqueología Cristiana, en la Academia Americana de Roma… todos ellos sostienen que la fuente Q era oral. Creen que los apóstoles no escribieron nada. Aducen que, por razones escatológicas, no tenía objeto que los apóstoles escribieran nada, porque estaban convencidos de que se acercaba el fin del mundo y el reino de los cielos estaba próximo, así que no se molestaron en dejar ningún documento escrito. Sólo después, cuando no se acabó el mundo, empezaron a escribirse los evangelios. Pero no eran informes históricos. Sólo representaban a Jesús visto con los ojos de la fe pura.
– Y su padre, ¿no estaba de acuerdo?
– Mi padre sostenía que se habían escrito otros documentos previos a la época de Jesús, como lo atestigua la biblioteca de los esenios, revelada por el descubrimiento de los Rollos del Mar Muerto. A mi padre le parecía que los discípulos y amigos de Jesús no habían sido nada más iletrados, pescadores analfabetos y tenderos. Algunos, como Santiago, fueron incluso dirigentes de la secta cristiana. Uno de ellos, menos seguro de que el mundo se acabaría, debió haber dictado o escrito las palabras de Jesús o algo acerca de Su vida verdadera y Su ministerio. Mi padre solía decir en broma que el más grandioso hallazgo lo constituiría el Diario de Jesús. Claro que eso no lo esperaba en serio. Su verdadera esperanza era una versión original de Marcos, sin retoques doctorales de posteriores escritores eclesiásticos, como la existente, o una fuente original (un libro testimonial, una recopilación de dichos y parábolas), la fuente perdida, utilizada por Mateo. Mi padre también veía la posibilidad de que se hubiera escrito algún documento romano acerca de la muerte de Jesús.
Randall, consciente de que su grabadora estaba funcionando, insistió:
– ¿De qué otro modo contradecía su padre lo establecido?
– Los otros estaban unánimemente de acuerdo en que manuscritos nuevos del siglo primero sólo podrían hallarse en Egipto, Jordania o Israel, donde el clima y el suelo secos podían conservar los papiros o pergaminos antiguos. Decían que en Italia era casi imposible, debido a la humedad del clima; y que si los manuscritos hubieran llegado aquí, sin duda se habrían podrido desde hace mucho tiempo, o habrían sido consumidos en los innumerables incendios que antiguamente devastaban Roma. Mi padre aducía que muchos papeles y objetos sacros habían llegado de Palestina a Italia de contrabando o habían sido embarcados en el siglo primero para que no perecieran en las revueltas, o para fortalecer la fe de muchos conversos secretos que había en Roma y sus alrededores. Aducía, además, que habían sobrevivido papiros del siglo ii y que se habían hallado en las ruinas de Dura Europos, junto al río Éufrates, y en Herculano, que no eran precisamente climas secos. Y puesto que esos documentos, recibidos desde Palestina por los primeros convertidos al cristianismo, eran inapreciables, los nuevos cristianos los habían envuelto en cuero, sellado en jarras herméticas y colocado en tumbas subterráneas. Mi padre ya había hallado cuerpos, perfumes y frascos llenos de escritos preservados en las catacumbas. Pero lo que más indignación causó, fueron las teorías de mi padre acerca de lo que podría decirnos de Jesús el documento.
– ¿Tenía su padre nuevas teorías acerca de Jesús?
– ¡Oh, sí! Radicales. Si usted va a las catacumbas de San Sebastián, en la Via Apia, en las afueras de Roma, verá esculpidas en la pared muchas escenas, tal vez del siglo ii. Entre ellas verá al Buen Pastor llevando un cordero o cuidando su grey. Siempre las consideraron simbólicas, pero mi padre decía que tal vez eran prueba literal de que Jesús había sido pastor y no carpintero. Ésa fue su primera herejía. La segunda se relacionaba con la creencia de los eruditos de que Jesús había limitado Sus viajes a una pequeña zona de Palestina, no mayor que la extensión de Milán (o tal vez de Chicago, en el país de usted). Creían que de haber salido de Palestina, los primeros obispos de la Iglesia hubieran dado en sus escritos mucha importancia al hecho, para demostrar que Cristo era el Salvador del mundo entero. Pero los escritores de la Iglesia raramente hablan de tales viajes.
– Y, ¿qué decía su padre?
– Insistía en que de haber ido Jesús más allá, de todos modos lo habrían sabido muy pocos, quienes lo mantuvieron en secreto para protegerlo. Decía que se habían hallado, en los escritos de San Pablo, San Pedro, San Ignacio y otros, indicios de que Jesús había salido de Palestina y llegado hasta Italia. La tercera herejía era relativa a la duración de Su vida. Mi padre no creía que Jesús hubiera muerto a los treinta y tantos años, sino muchos después. Y en su apoyo citaba cierto número de fuentes, tales como los escritos de… Papiano o Tertuliano, no recuerdo… que dicen que Jesús era joven para salvar a los jóvenes, hombre de mediana edad para salvar a los de edad mediana, y viejo para salvar a los viejos… y en aquellos tiempos, viejo era un hombre de cincuenta años.
Randall se terminó su copa de vino, dio la vuelta al cassette de su grabadora y continuó su interrogatorio:
– ¿Especificó el profesor Monti en qué lugar de Italia podría encontrarse semejante documento original?
– Lo hizo en su primer artículo, y después lo reiteró varias veces en otros trabajos. Sugería que se explorara más allá de ciertas catacumbas cercanas a Roma, o en casas que habían sido secretos lugares de reunión de los cristianos en Roma, sus alrededores o en la Colina Palatina. En teoría, podía esperarse dar con la biblioteca de algún adinerado comerciante judío; alguno de los pocos que vivían cerca de Ostia Antica. Esos judíos fueron los primeros cristianos, y los que estaban más cerca de los puertos de mar podían tener acceso a los materiales importados antes que nadie.
– ¿Eso fue lo que indujo al profesor a excavar en Ostia Antica?
– Fue algo más preciso -dijo Ángela recordando-. Fueron una teoría y un hecho que mi padre relacionó hace siete años. La teoría era que el autor del evangelio fuente podía haber enviado desde Jerusalén, con un discípulo, una copia a alguna rica familia judía de algún puerto italiano. Si esa familia se había convertido secretamente al cristianismo, pudo haberlo ocultado en su biblioteca. En cuanto al hecho, mi padre halló en una catacumba de San Sebastián, recientemente abierta, una tumba con los huesos de un joven cristiano converso del siglo primero, con indicios de que el converso había estado alguna vez en Jerusalén o que tenía allí algún amigo que era centurión, posiblemente en tiempos de Pilatos. El nombre de la familia estaba en el sepulcro. Como si fuera detective, mi padre siguió la pista de la familia del joven y descubrió que el padre había sido un próspero mercader judío que poseía una gran quinta en la costa, cerca de Ostia Antica. Mi padre hizo un estudio de la topografía de la región (en especial de una zona montañosa que se había erosionado y aplanado con los siglos) y tuvo la satisfacción de ver que había ruinas en las capas superficiales; luego pidió permiso al doctor Tura para excavar.
Después de vencer obstáculos políticos, el profesor Monti había pedido prestado dinero suficiente para adquirir la tierra donde se disponía a excavar. De acuerdo con la ley italiana sobre arqueología, si uno posee o adquiere un terreno donde se va a proceder a una excavación, puede recibir el 50 por ciento del valor de lo que se halle. Si renta el terreno, dará al propietario el 25 por ciento, al gobierno el 50 por ciento, y sólo se quedará con el 25 restante. El profesor Monti había adquirido el terreno en propiedad.
Ayudado por un grupo de personas que contrató (un vigilante, un ingeniero, un dibujante de arquitectura, un fotógrafo, un criptógrafo, un experto en alfarería y numismática, un experto en osteología), el profesor Monti había llevado todo el equipo arqueológico necesario al lugar cercano a Ostia Antica: detectores electrónicos, instrumental topográfico y de dibujo, artículos fotográficos y cientos de aparatos más. Se había procedido a la excavación. El emplazamiento fue dividido en cuadros y sólo se excavaban diez metros cuadrados cada vez, penetrando en el estrato, rebanando y abriendo zanjas y despejando.
– La excavación duró doce semanas -dijo Ángela-. Mi padre calculaba que habría que sacar de la mayoría de las zanjas 30 centímetros de restos por cada siglo transcurrido entre nuestros días y los de Jesús para llegar hasta las capas que contenían la casa del mercader judío. Al ahondar en el suelo y el subsuelo de cascajo y material de aluvión, mi padre se sorprendió al dar con capas de toba porosa que se habían formado por depósitos de manantiales subterráneos… muy semejantes a la piedra de las catacumbas vecinas que tan bien conocía. Los primeros hallazgos fueron muchas, muchas monedas de los tiempos de Tiberio, Claudio y Nerón. Después, mi padre halló cuatro monedas importadas de Palestina (tres de Herodes Agripa I, que murió en el año 44 A. D., y una acuñada en tiempos de Poncio Pilatos), y sus esperanzas y su emoción no tuvieron límites. Por fin, aquella gloriosa mañana de nuestras vidas, se descubrió el bloque de piedra que contenía la jarra con el Pergamino de Petronio y el papiro del Evangelio según Santiago.
– ¿Qué ocurrió después?
– ¿Después? -Ángela sacudió la cabeza-. Tantas, tantas cosas. Mi padre corrió con su descubrimiento al laboratorio de la Escuela Americana de Investigación Oriental en Jerusalén. Los pardos fragmentos eran tan quebradizos que hubo que ponerlos en humidificadores, después limpiarlos suavemente con alcohol aplicado con pinceles de pelo de camello, aplanarlos y estudiarlos detenidamente bajo láminas de vidrio. El Petronio estaba en muy malas condiciones, a pesar de que el pergamino era oficial y de la mejor calidad. El evangelio de Santiago, con algunos trozos de un pardo oscuro casi negro, desprendidos en pedacitos los bordes, con agujeros en muchas partes, estaba escrito con cálamo y tinta de hollín, goma arábiga y agua, en papiro de la más baja calidad, en hojas de 12 y medio por 25 centímetros. Santiago había escrito en un arameo con faltas de ortografía y sin puntuación, con un vocabulario que se calculó en ochocientas palabras. Los críticos de textos de Jerusalén confirmaron la autenticidad del escrito, e incluso publicaron un velado anuncio del descubrimiento en el boletín confidencial que periódicamente distribuyen en las esferas eruditas. Esos expertos enviaron a mi padre con el profesor Aubert, a su laboratorio en París, para que averiguara si el pergamino verdaderamente era del año 30 y los papiros del 62. El resto, Steven, se lo dirá el profesor Aubert. Todo este descubrimiento fue casi un suceso sobrenatural.
– Más parece el resultado de la astucia de su padre, Ángela.
– El descubrimiento, sí. Pero no la supervivencia del texto. Eso fue un milagro de Dios. -Hizo una pausa y puso sus verdes ojos en Randall-. ¿Le han permitido leer el texto, Steven?
– La otra noche, en Amsterdam. Me afectó profundamente.
– ¿Cómo?
– Pues, por un lado, telefoneé a mi esposa y convine en concederle el divorcio que ella pedía.
Ángela asintió con la cabeza.
– Sí, lo comprendo. A mí me sucedió algo parecido, pero de otro modo. Yo odiaba al doctor Fernando Tura, por su oposición a mi padre y su malevolencia. Me había prometido vengarme de él en nombre de mi padre. Pensaba chantajearlo, desenmascararlo, herirlo o arruinarlo. No era difícil. Descubrí que el doctor Tura, un hombre respetable, casado y hasta santurrón, tenía por segundo consorte a un jovencito.
Cuando mencioné a mi padre lo que había averiguado y le dije que tenía la intención de utilizarlo contra el doctor Tura, me dijo que no siguiera adelante, sino que tuviera caridad en el corazón y que pusiera la otra mejilla, como él mismo lo había hecho. Por vez primera me mostró las traducciones al italiano del Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago. Aquella noche lloré, Steven; supe lo que era la compasión y olvidé las municiones que tenía destinadas para la venganza. Puse la otra mejilla. Desde entonces, siento que podemos alcanzar más serenidad y paz por el entendimiento, la amabilidad y el perdón que por el ataque y el mal.
– Yo no estoy tan seguro. Ojalá lo estuviera. Yo todavía estoy… bueno… buscando mi camino.
Ángela sonrió.
– Lo hallará, Steven.
Él extendió la mano y apagó la grabadora.
– Terminó la primera sesión. Supongo que todavía queda mucho de la historia de su padre.
– Mucho más. Demasiados detalles para relatarlos en una sola tarde. Y fotografías; muchas fotografías que tomamos de la excavación. Tendrá que verlas. ¿Puede quedarse en Milán esta noche o un día más?
– Ojalá pudiera, pero tengo un itinerario muy rígido. Salgo esta noche hacia París, y mañana por la noche hacia Frankfurt y Maguncia. Después, regreso a Amsterdam a la otra noche o a la mañana siguiente -miró a Ángela con franco afecto. No deseaba apartarse de ella-. Ángela, lo que me ha dado… que es exactamente lo que necesito… será útil para nosotros y dará a su padre el reconocimiento que merece. Pero necesito volver a verla. Se me ocurre una idea. Yo tengo un presupuesto abierto para promoción, y puedo contratar a quien quiera. Podría servirme de consultora a sueldo, con gastos pagados. ¿Puede usted ir a Amsterdam?
Los carnosos labios de carmín se encorvaron en una sonrisa.
– Me estaba yo preguntando si al fin me lo pediría.
– Pues se lo he pedido.
– Y yo he contestado. ¿Cuándo quiere que esté allá?
– Cuando esté también yo. Dentro de tres días. En cuanto a su sueldo, Ángela…
– No quiero sueldo. Me gusta Amsterdam. Deseo contribuir a la fama de mi padre. Quiero ayudar a que esta Biblia esté en las manos de todos. Y…
Él esperó, reprimiéndose, y después la apremió.
– ¿Y qué más?
– E voglio essere con te, Stefano, è basta.
– ¿Lo que significa?…
– Que quiero estar contigo, Steven, y eso es todo.
Steven Randall había llegado de Milán a París temprano la noche anterior, después de un vuelo durante el cual le ocuparon imágenes mentales de Ángela Monti con él, y se había preguntado cómo era que le dominaba el ánimo de una muchacha que acababa de conocer y de quien apenas sabía algo.
Había parado en «L'Hotel», una animada hostelería que estaba en la Rue des Beaux-Arts, sobre la orilla izquierda del Sena. Le había atraído durante un paseo que dio por allí sencillamente porque ostentaba una placa, junto a la entrada, que conmemoraba el hecho de que aquél había sido el último lugar donde se alojara Oscar Wilde y donde muriera, en 1900.
Ya que tanto el patio como los restaurantes hundidos estaban llenos de ruido, de jazz y de juventud elegante, y él no estaba de humor para eso, Randall había caminado hasta Le Drugstore, frente al Café Flore, en el Boulevard Saint-Germain, que daba a la Place St.- Germain-des-Prés, y arriba halló un reservado; aquello estaba también lleno de jazz y de juventud elegante, pero esta vez no le importó. Consumió su filete de carne picada avec oeuf à cheval, degustó su vin rosé y siguió fantaseando acerca de su próxima reunión con Ángela en Amsterdam.
Solamente hasta después de volver a su cuarto de «L'Hotel» y abrir el expediente del profesor Henri Aubert, célebre director del Departamento de Fechación por Radiocarbono del Centre National des Recherches Scientifiques de Francia, consiguió olvidarse de Ángela.
Era la mañana. Media hora antes había tomado un taxi para ir al nuevo edificio de piedra desde el cual operaba el Centre National des Recherches Scientifiques, situado en Rue d'Ulm, muy cerca del Institut du Radium de la Fondation Curie.
Bajando de su taxi frente al edificio del CNRS, en la mañana todavía fresca y brillante de París, Randall sintió temor. Ángela Monti, que hablaba de arqueología aunque no fuera especialista, era una cosa. Pero el profesor Aubert, hombre de ciencia, informándole de la autenticidad de los papiros y pergaminos de Ostia Antica, podría ser algo muy diferente. Aunque Randall se había instruido acerca del procedimiento de datación por el carbono 14, ignoraba las cuestiones científicas, y esperaba que Aubert lo tratara con paciencia semejante a la que tendría con un hijo preguntón.
Sus temores habían sido infundados porque, a los diez minutos, el profesor Henri Aubert ciertamente lo trataba con gran paciencia.
Al principio, el francés le pareció formidable a Randall. Resultó ser un hombre de unos cuarenta y cinco años, bastante alto, bien proporcionado y muy pulcramente vestido. Llevaba el pelo con vaselina y copete, tenía un gálico rostro de gavilán, ojos pequeños y ademanes rígidos, y hablaba un inglés impecable. Su apariencia de retraimiento aristocrático desapareció rápidamente ante el interés de Randall por su trabajo, que era para Aubert lo esencial de la vida; todo lo demás le parecía superfluo. Cuando notó que Randall iba muy en serio y que su curiosidad era genuina, Aubert se volvió súbitamente más sencillo y más agradable.
Después de quejarse en son de disculpa porque su esposa Gabrielle, que presumía de decoradora, había transformado su despacho utilitario, con muebles metálicos, en una vitrina de antigüedades Luis XVI, el científico había llevado a Randall por un corredor desde su despacho al más cercano laboratorio del Departamento de Fechación por Radiocarbono.
En el camino, Randall encendió su grabadora y Aubert se puso a explicar, en los términos más sencillos, de qué consistía el procedimiento de datación del carbono 14.
– Es un descubrimiento del doctor Williard Libby, profesor norteamericano, por el cual recibió el Premio Nobel de Química en 1960. Mediante este extraordinario artificio puede determinarse, con bastante exactitud y por primera vez, el tiempo de existencia de huesos antiguos, trozos de madera y fragmentos de papiro, de hasta sesenta mil años de antigüedad. Ya era sabido que desde que hay vida en la Tierra todo lo que vive, todos los organismos vivos del mundo, tanto los seres humanos como las plantas, los árboles y todos los demás, ha sido bombardeado por rayos cósmicos procedentes del espacio exterior. Este bombardeo ha hecho que el nitrógeno se transforme en átomos radiactivos de C 14. Todos los organismos vivos han absorbido ese C 14 de un modo u otro hasta el momento de su perecimiento. A la muerte, sea la muerte de una persona, de un animal o de una planta, los átomos de carbono que hay en el interior de los tejidos comienzan a deteriorarse a una velocidad predecible. Se sabía también que, después de morir, un objeto orgánico pierde la mitad del carbono 14 que contiene en un período de 5.568 años. Con este conocimiento, el doctor Libby pensó que si la cantidad de C 14 y sus productos de descomposición dentro de la sustancia muerta pudieran medirse de algún modo, entonces, voilà, la cantidad de carbono radiactivo descompuesto o desaparecido podría calcularse. De este modo, calculando la cantidad perdida, se podría saber cuándo el objeto había absorbido carbono por última vez; es decir, hasta cuándo estuvo vivo. Así podría saberse, Monsieur Randall, cuánto tiempo había transcurrido desde la muerte del objeto y, por tanto, determinarse su edad y la fecha en que estuvo vivo.
Randall empezaba a comprender el proceso.
– ¿Y el doctor Libby inventó la forma de realizar la medición?
– Oui. Él creó lo que se llama reloj de carbono 14, el contador Geiger que revela cuánto carbono ha perdido el objeto desde que su vida cesó. Esto dio a la ciencia el sistema de datación que desde hacía tanto tiempo necesitaba. Ahora podemos saber, por fin, el año en que ardió un trozo de carbón en la cueva de un cavernícola prehistórico, o cuándo un fósil actual fue un ser vivo, o determinar la edad de una casa antigua mediante un trozo de viga. Me han dicho que el doctor Libby sometió a prueba diez mil objetos. Su procedimiento demostró una vez que un par de sandalias indias, halladas en una cueva de Oregon, tenía nueve mil años de antigüedad. Una larga astilla de una embarcación funeraria, hallada en la tumba de un faraón egipcio, demostró que éste había muerto unos 2.000 años antes de Cristo. Un trozo del lino que envolvía un manuscrito del Mar Muerto, hallado en la cueva de Qumrán, probó que el rollo había sido escrito entre el año 168 a. de C. y el 233 A. D… probablemente 100 años antes de Cristo. Por otra parte, los huesos del hombre de Piltdown, descubiertos en la gravera de un páramo en Sussex, se habían considerado los de un ser prehistórico, hasta que las pruebas de flúor realizadas por el doctor Kenneth Oakley demostraron (y las pruebas por el método del carbono 14 del doctor Libby lo confirmaron) que el hombre de Piltdown no era antiguo, sino de origen reciente y sólo una patraña o un engaño.
Entraron en el laboratorio, donde unos mecheros puestos en mesas estaban calentando tubos de ensayo que burbujeaban y donde se oía incesantemente el tictac de los contadores Geiger.
– Ahora ya conoce usted, Monsieur Randall -dijo el profesor Aubert-, los medios que utilizamos para comprobar la edad del Pergamino de Petronio y del Evangelio según Santiago, de Ostia Antica. Permítame mostrarle brevemente cómo se hizo.
Había conducido a Randall ante dos máquinas metálicas, una el doble que la otra y conectadas entre sí, que se hallaban ante varios estantes de libros. A Randall le parecieron dos gabinetes para almacenaje, provistos de equipo misterioso e incomprensible. La máquina menor tenía encima un tablero instrumental y un estante con dos cronómetros debajo. De ella salían tubos que la unían con la mayor, que estaba abierta en el centro y tenía un complejo contador Geiger.
– Éste es el aparato de datación por radiocarbono empleado para probar el descubrimiento del profesor Monti -dijo el químico francés-. Cuando el profesor Monti llegó aquí hace cinco o seis años para hacerme ejecutar la prueba definitiva, ya le habían dicho que debía traerme muestras muy pequeñas del pergamino y los papiros que había extraído. El doctor Libby necesitó unos treinta gramos de la fibra de cáñamo o el lino de los Rollos del Mar Muerto para determinar su fecha. Nuestro proceso de datación se ha refinado y mejorado mucho desde entonces. El doctor Libby empleaba en un principio carbono sólido, con el que untaba el interior de un cilindro igual a éste, como quien aplica una capa de pintura. Ese método requería una buena cantidad de tan valioso material antiguo. Pero, como le decía, desde entonces hemos mejorado el procedimiento y ahora se necesitó mucho menos.
– Profesor Aubert, ¿qué tanto pergamino y qué tanto papiro necesitó usted que le proporcionara el profesor Monti?
El sabio francés sonrió ligeramente.
– Por fortuna, muy poco, ya que teníamos que quemarlo. Dudo que el profesor Monti nos hubiera dado más. Para un trozo de carbón, puedo trabajar con tres gramos. Para uno de madera, necesito diez gramos. Para el descubrimiento del profesor Monti, necesité quince gramos del pergamino, doce gramos de un fragmento de papiro y doce gramos de otro.
– ¿Y los quemó usted? -preguntó Randall, acercando su grabadora al científico.
– No de inmediato -«replicó Aubert-. Ante todo, cada muestra debe estar pura; química y físicamente libre de todo carbono exterior que pudiera haberla contaminado desde la muerte de sus células.
– ¿Se refiere usted a la contaminación por radiaciones de pruebas con bombas atómicas o de hidrógeno?
– No, eso no produce ningún efecto en la materia que ya está muerta -dijo Aubert-. Tomé cada uno de los especímenes del profesor Monti y los limpié cuidadosamente para eliminar elementos extraños, como raíces o vestigios de cualquier otro depósito que hubieran podido ensuciarlos e influir en la prueba. Hecho esto, quemé cada muestra en corriente de oxígeno hasta que se redujo a cenizas. El ácido carbónico emanado de la combustión fue purificado, secado e introducido en este medidor Geiger. El contador tiene una capacidad de volumen de algo menos de un cuarto de galón…
– ¿Un litro?
– Exactamente -dijo el profesor Aubert-. Sobre todo, como puede usted ver por el modo como está construido este aparato, debemos protegernos de cualquier radiación exterior que pudiera interferir y dar una cuenta falsa y una fecha equivocada. Voilà. Pusimos las cenizas del pergamino y el papiro del profesor Monti en los tubos e iniciamos nuestra prueba.
Arrastrado por su tema, el profesor Aubert se lanzó a una intrincada explicación del proceso de comprobación. Habló de la cadena de amplificación rodeada por un cilindro de mercurio, y de las impulsiones del contador Geiger puestas en anticoincidencia con las impulsiones proporcionales, y de los rayos cósmicos y los gamma.
Randall había perdido el hilo por completo, pero las palabras de Aubert quedaron registrados en la grabadora, y Randall se prometió a sí mismo que una vez que Lori Cook hubiera efectuado la transcripción, hallaría a alguien en Amsterdam que se lo explicara claramente.
– Sí, ya veo -se atrevió a decir-. ¿Y cuánto duró toda la prueba, profesor?
– Dos semanas. Pero eso fue hace casi seis años. Hoy tenemos un contador muy mejorado que puede hacer la prueba de la noche a la mañana. Pero la de Monti tardó dos semanas.
– ¿Qué fue lo que averiguó usted al cabo de ese tiempo?
– Que podíamos fechar los gramos de pergamino y los gramos de papiro a más o menos veinticinco años del momento en que habían existido; el tiempo en el cual se habían escrito y utilizado.
– Y, ¿cuáles fueron esas fechas?
– Felizmente, pude informar al profesor Monti que las mediciones de nuestro aparato de datación no contradecían las fechas del año 30 A. D., para el Pergamino de Petronio, y el año 62 A. D., para el Evangelio según Santiago. En resumen, pude asegurar al profesor Monti que el aparato científico más adelantado del siglo xx había confirmado el hecho… el hecho, Monsieur… de que el pergamino podía provenir de la época en que Poncio Pilatos había sentenciado a Jesucristo, y que los papiros podían proceder del tiempo en que el hermano de Jesús estuvo vivo para escribir la verdadera historia del Mesías. Los descubrimientos de Ostia Antica son absolutamente auténticos.
– ¿Sin duda alguna? -dijo Randall.
– Ninguna en absoluto.
Randall apagó su grabadora.
– Su colaboración, profesor, nos ayudará a promover el Nuevo Testamento Internacional por todo el mundo.
– Encantado de cooperar -el profesor Aubert miró su reloj de pulsera-. Tengo sólo un asunto pendiente, y después una cita para almorzar con mi esposa. ¿Está usted libre para una invitación a comer, Monsieur Randall?
– No quisiera abusar…
– No es abuso. Así hablaremos más. Me encantaría.
– Gracias. La verdad es que estaré libre hasta la noche, cuando tome el tren a Frankfurt.
– Ah, bon. Vaya a ver a Herr Hennig. Le hallará menos confuso de lo que he sido yo -Aubert se había dirigido hacia la salida, guiando a Randall-. Si no le importa, pues, nos detendremos en la Catedral de Notre Dame para dejar los resultados de unos trozos de pintura de un Cristo que he examinado. Después, Madame Aubert se reunirá con nosotros en el Café de Cluny. Será un placer almorzar juntos.
En el «Citroen» último modelo del profesor Aubert, Randall había sufrido un tormentoso viaje. Se lo había pasado frenando contra el piso del auto hasta el Sena y la explanada de Notre Dame. Un guardia que reconoció a Aubert le localizó rápidamente un lugar para estacionarse.
En la entrada principal de la catedral, al Oeste, Aubert dejó a Randall y le dijo:
– No me demoraré más de un minuto o dos. Sólo tengo que dejar este informe con uno de los sacerdotes.
Randall consideró la conveniencia de entrar, pero decidió que Aubert estaría de vuelta pronto, así que se quedó parado al sol, observando a los turistas de todo el mundo, entrando y saliendo, como si fuera un desfile. En unos cuantos minutos, Aubert estaba de nuevo junto a él.
– ¿Ha visto usted las tallas de piedra que hay encima de los pórticos? -preguntó el profesor Aubert-. Me parecen particularmente interesantes desde que estoy metido en esto del Nuevo Testamento Internacional. Usted sabe, naturalmente, que no existe pintura ni escultura de Jesús que haya sido hecha cuando Él vivía. No podría existir, porque no hubieran podido hacerla. Los judíos (y los primeros cristianos eran judíos) consideraban un sacrilegio reproducir la figura humana, ya fuera en pinturas o en estatuas. La ley judía prohibía todos los retratos. Por supuesto, en el Vaticano hay un cuadro de Jesús que, según la leyenda, dibujó San Lucas y lo colorearon los ángeles. Pero eso es una tontería. Yo creo que la pintura más antigua de Jesús es una que hallaron en una catacumba, y que se hizo allá por el año 210 de nuestra era. Ahora, si quiere usted mirar hacia allá arriba…
Randall siguió la dirección que señalaba el dedo del profesor Aubert y descubrió en el muro de Notre Dame una escultura que representaba a la Virgen siendo coronada por un ángel, mientras Cristo, de pie junto a ella, con una corona en la cabeza y un cetro en la mano izquierda, la bendecía.
– Eso se llama la Coronación de la Virgen -prosiguió Aubert-. Data del siglo xiii. Es un ejemplo típico de lo absurdo de los retratos de Jesús en el arte. Ningún artista supo cómo había sido Él, y todos lo pintaron ridículamente hermoso y glorificado. Después de leer el evangelio de Santiago, la gente quedará desagradablemente impresionada al descubrir cómo era Él en realidad. ¿Qué harán con tantas obras de arte engañosas, falsas? Tal vez lo que hizo la gente durante la Revolución Francesa. Los revolucionarios creyeron que las estatuas de los reyes del Antiguo Testamento que estaban en Notre Dame representaban a los reyes de Francia, y las derribaron. Quizás eso vuelva a acontecer este año. Entonces, en lugar de estas representaciones del Señor, pondrán otras estatuas que reflejen al verdadero Jesús, tal y como era, con su nariz de semita, sus rasgos irregulares, y todo. Será mejor así. Yo creo en la verdad.
Randall y el profesor Aubert regresaron al «Citroen», pasaron por el Pont de l'Archevêché y entraron al tráfico del Quai de la Tournelle. Cuando el Quai de la Tournelle se volvió Quai de Montebello, Randall observó con envidia a los ociosos franceses que curioseaban entre livres y affiches en las librerías a un lado del Sena. A la izquierda alcanzó a ver una tienda llamada Shakespeare y Compañía, y en otra parte, según recordó, el lugar que frecuentaba antiguamente James Joyce.
Pronto estaban ya en el amplio Boulevard Saint-Michel, y diez minutos después, habiendo encontrado por fin un lugar donde estacionarse, el profesor Aubert llevó a Randall a un elegante café situado en la esquina del Boulevard Saint-Michel con el Boulevard Saint-Germain, que parecía el punto de convergencia para todo el tránsito de peatones y automóviles de la ribera izquierda de la ciudad. En el borde de la marquesina verde, inclinada para proteger del sol las tres hileras de sillas de mimbre pintadas de amarillo limón y las redondas mesas de mármol, Randall leyó estas palabras: CAFÉ DE CLUNY.
– Éste es uno de los cafés favoritos de mi esposa -declaró el profesor Aubert-. El corazón de la ribera izquierda. Jóvenes por todas partes. Al otro lado de la calle… ¿ve usted la reja pintada de negro?…, hay un parque con algunas ruinas romanas edificadas aquí en París, trescientos años… menos, según Santiago… después de Cristo. Bien, según parece, Gabriele no está aquí -Aubert consultó su reloj de pulsera-. Llegamos algo temprano. ¿Dónde prefiere que nos sentemos, Monsieur Randall, adentro o afuera?
– Afuera, decididamente.
– De acuerdo. -La mayoría de las mesas estaban vacías, y Aubert se abrió paso entre ellas; luego eligió una con tres sillas de mimbre en la fila de atrás, e hizo a Randall una seña para que se sentara junto a él. Una vez instalados, Aubert chasqueó los dedos al camarero, que vestía una chaqueta blanca-. Esperaremos a Gabrielle para ordenar la comida -dijo a Randall- y entonces, si usted prefiere algo ligero, le recomendaré el omeletle soufflé avec saucisse. Ahora, tomemos un aperitivo.
Había llegado el camarero.
– Yo tomaré un Pastis Duval -dijo Aubert a Randall-. Un Pastis Duval, garçon.
– Que sean dos -dijo Randall.
– La même chose pour lui.
Aubert ofreció a Randall un cigarrillo, pero Randall prefirió su pipa. Aubert introdujo su cigarrillo en una larga boquilla y cuando ambos estuvieron fumando, el científico estiró las piernas, miró con escaso interés a los que pasaban y por primera vez pareció plenamente relajado.
Después de un intervalo, frotó su aguda nariz, exhaló el humo y se volvió hacia Randall.
– Estaba yo pensando, precisamente ahora, cuán curiosas son las circunstancias de que yo haya sido el que declaró auténticos esos dos documentos y, consecuentemente, el responsable de que se vayan a presentar ante el mundo como una realidad.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó Randall.
– Porque nunca fui una persona realmente religiosa; de hecho, he sido todo lo contrario. Y aun hoy, sea cual fuere mi religión, no es precisamente ortodoxa. Pero reconozco que todo lo sucedido (me refiero a mi pequeño papel en la preparación de la nueva Biblia) me ha afectado profundamente.
Randall dudaba en preguntar, pero sentía gran curiosidad.
– ¿Le importaría explicarme de qué modo, profesor?
– Me ha hecho ver las cosas de otra manera. Sin duda ha afectado mis relaciones con los que están cerca de mí. Si de veras le interesa…
– Sí, me interesa.
Aubert miró a lo lejos.
– Yo me crié en Ruán, como católico, pero de una manera muy vaga. Mis padres eran profesores y concedían a la Iglesia el mínimo de obediencia. En realidad, eran librepensadores, racionalistas; esa clase de gente. Siempre recuerdo que junto a nuestro ejemplar de la Biblia de Reims y Douai, de Challoner, estaba la Vie de Jesus (la Vida de Jesús, de Ernesto Renán), un livre qui a fait sensation mais qui est charmant. Discúlpeme… le estaba diciendo que es un libro sensacional que declara, de un modo encantador, que los cuatro evangelios no son más que leyendas, que los milagros de Cristo no podían afrontar el escrutinio de la ciencia y que sólo eran mitos; dice también que el cuento de la Resurrección lo soñó María Magdalena. Ahí tiene usted la imagen de mi juventud: la Biblia y Renán. Pero, en un momento dado, ya no pude continuar en esa posición ambivalente y esquizofrénica.
– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Randall.
Los aperitivos estaban servidos. Tomó el suyo y esperó.
– El cambio se produjo cuando entré al Polytechnique, la universidad donde estudié radioelectricidad, antes de especializarme en química. Cuando me dediqué por completo a la ciencia, me aparté totalmente de la fe. Decidí que la religión era una merde. Me volví un cabrón indiferente y frío. Usted sabe cómo es uno cuando da con algo nuevo; cuando se adopta una nueva actitud. Se tiene la tendencia a exagerar. Una vez instalado en mi descreimiento, en mi enfoque científico, sólo respetaba y creía lo que salía de mi laboratorio; es decir, lo que uno puede ver, oír, tocar o aceptar de acuerdo con la lógica. Esta condición perduró hasta después de que dejé mis estudios. Trabajé y viví para el momento, para el presente, para la vida terrenal. No me interesaban el futuro ni el más allá. Mi única religión eran los Hechos… y Dios no era ningún Hecho, el Hijo de Dios no era ningún Hecho y el cielo y el infierno tampoco eran Hechos.
Aubert se detuvo, dio un sorbo a su copa y se rió casi para sus adentros.
– Hablando del cielo, ahora recuerdo que incluso me lancé al asalto contra él, armado de mi lógica científica. Una vez, hace algunos años, escribí para el periódico de los alumnos un artículo seudocientífico donde analizaba la posibilidad de ir al cielo. Según recuerdo, yo proporcioné las únicas estadísticas existentes acerca de la magnitud real del cielo, las de San Juan, en el Apocalipsis, cuando dice: «Y la ciudad está situada y puesta en cuadro, y su largura es tanta como su anchura; y él midió la ciudad con la caña, doce mil estadios. La largura y la altura y la anchura de ella son iguales.» Es decir, que el cielo es un cubo perfecto de 2.414 kilómetros de largo, de ancho y de alto. Hice el cálculo y daba aproximadamente 170 quintillones de metros cúbicos. Si cada ser humano que va al cielo necesita unos tres metros cúbicos para estar de pie, sólo habría espacio para 50 ó 60 quintillones de personas. Ahora bien, desde el tiempo en que nuestro autor bíblico, San Juan, nos dio sus medidas, han vivido y muerto y esperado el cielo trescientos seis sextillones de seres humanos… muchos más de los que caben en el cielo. ¿Ve usted?
Randall rió.
– Muy astuto. Devastador.
– Demasiado astuto, porque al final fui yo el devastado. Mi enfoque científico era magnífico, pero mi conocimiento de la Biblia dejaba mucho que desear. En el siguiente número del periódico escolar apareció una carta muy cáustica de un profesor de teología del Institut Catholique de París, quien me flagelaba por no haber leído el Nuevo Testamento cuidadosamente. Porque lo que San Juan describía no era el cielo de allá arriba, sino el cielo de la Tierra (Vi un nuevo cielo y una nueva Tierra), y esta visión del cielo, la nueva Jerusalén, el verdadero Israel, con sus doce puertas y sus ríos, sólo ofrecía cabida para las doce tribus de los hijos de Israel. En resumen: era perfectamente suficiente para su fin y no era una ciudad que pudiera padecer fácilmente de sobrepoblación. Bueno, fue una lección para mí, para que me dejara de aplicar las normas científicas a la Biblia. Sin embargo, yo seguí convencido de que un lugar como el cielo no podría existir.
– Ni yo creo que haya mucha gente que lo crea posible -dijo Randall-. Después de todo, no todas las personas del mundo son fundamentalistas. Hay muchas (entre ellas algunas religiosas) que de ninguna manera pueden tomar la Biblia al pie de la letra.
– Pero son muchos los que creen en el cielo y en una vida en el más allá, en un Dios personal, en las antiguas supersticiones. No creen a través de una fe razonable, sino por miedo. Temen no creer. No se atreven a poner en duda. Monsieur Randall, yo siempre puse todo en duda. Yo me negué a creer y a entregarme a lo que mi mente científica y racional no podía aceptar. Ese escepticismo me ocasionó muchos problemas después de casarme y durante toda mi vida matrimonial.
– ¿Cuánto hace que se casó usted, profesor Aubert?
– El mes pasado hizo nueve años. Mi esposa, Gabrielle, viene de una familia católica, extremadamente ortodoxa, rígida, temerosa de Dios. Al igual que sus padres, y ambos viven, ella cree sin discusión ni duda. Sus padres, sobre todo él, la dominan. Su padre es uno de los industriales franceses más adinerados y pertenece a la jerarquía secular de la Iglesia católica romana de Europa. Es uno de los dirigentes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, conocida públicamente como el Opus Dei. También se conoce, aunque no tan públicamente, con otros nombres, desde luego. -Aubert miró a Randall-. ¿No ha oído usted hablar del Opus Dei?
– No… no lo creo.
– Es muy simple. Un abogado español que se convirtió en sacerdote, José María Escrivá, creó en Madrid el Opus Dei en 1928. Se ha descrito como una semisecreta orden católica de seglares, elitista, cuyo propósito declarado es el de recristianizar el mundo occidental. Exige que sus miembros seculares (sólo el dos por ciento de ellos son sacerdotes) lleven una vida cristiana y vivan de acuerdo con los ideales de los evangelios. Desde España se ha difundido por todo el mundo; por Francia, por los Estados Unidos, por más de setenta países… hasta que el Vaticano tuvo que reconocerlo y cooperar con él. El Opus Dei tiene… ¿quién podría saberlo?… unos cien mil miembros; tal vez doscientos mil. Tratan de influir en los negocios y la economía, en el gobierno y la política, en la educación y en los jóvenes de todas partes. Esos jesuitas seculares, como yo los llamo, tienen que hacer votos de pobreza, obediencia y castidad… pero ciertos miembros, como mi suegro, interpretan que los ricos deben creer en la virtud de la pobreza, pero pueden seguir siendo ricos; que deben obedecer a Dios, pero muchos se conducen de manera contraria cuando les resulta necesario; y que deben adherirse al espíritu de la castidad, aunque se casen y tengan hijos, porque como muy bien dicen ellos «castidad no significa celibato». Así que ya tiene usted una idea de lo que es mi suegro y de la atmósfera en que se crió su hija, mi esposa Gabrielle. ¿Comprende?
– Comprendo -dijo Randall, preguntándose por qué su anfitrión le revelaba todo aquello.
– Mi esposa, estilo Opus Dei, estableciendo su hogar con un esposo, estilo Renán -prosiguió el profesor Aubert-. Mala química. Gabrielle y yo estábamos hechos el uno para el otro, excepto por ese conflicto. Y el gran problema, sobre todo en los últimos años, fue el de los hijos. La Iglesia de Roma dice que hay que multiplicarse. El Opus Dei dice que hay que multiplicarse. Mi suegro dice que hay que multiplicarse. El Génesis dice: «Creced, y multiplicaos, y henchid la tierra.» Y así, mi esposa, por lo demás inteligente, quería tener hijos; y no uno ni dos, sino muchos. Y yo seguí siendo el científico, con conocimiento del peligro nuclear, con conocimiento objetivo del problema demográfico, sumándole a esto una cierta resistencia mía… Porque yo no estaba dispuesto a permitir que una organización ajena y demasiado testaruda para aceptar el control de la natalidad me impusiera dictados. Por eso me rehusé a traer más niños a este mundo; ni siquiera uno más. La situación se agravó más hace un año. Mi esposa, presionada por sus padres, insistía en tener un hijo. Yo me negaba. Mi suegro le ordenó a Gabrielle que solicitara al Vaticano la anulación de nuestro matrimonio. Gabrielle no quería eso, pero sí quería el hijo. Yo no quería ni la anulación ni el hijo. Francamente, me disgustaban mucho los niños; Mon Dieu, era un callejón sin salida; mejor dicho, cuya salida podía ser la anulación… cuando algo sucedió; me sucedió a mí en verdad, y resolvió el conflicto y salvó nuestro matrimonio.
Randall se preguntó qué habría sucedido, pero no apremió a Aubert, sino que se atuvo a su pasivo papel de escucha.
A los pocos segundos, el profesor Aubert prosiguió.
– Hace diez meses, el editor francés del Nuevo Testamento Internacional, Monsieur Fontaine, a quien conozco bien, vino a mi despacho y me preguntó si quería ver el resultado de la confirmación de autenticidad del pergamino y los papiros. Me dejó una copia de la traducción francesa del Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago, mientras él iba a atender un asunto pendiente cerca de allí. Naturalmente, Monsieur Randall, tiene usted que comprender que si bien yo había certificado la autenticidad del pergamino y los papiros, a través de mi aparato de radiocarbono, nunca se me dijo cuál era el contenido, ni yo sé leer el arameo. Fue entonces cuando me enteré del contenido por primera vez, hace sólo diez meses -Aubert suspiró-. ¿Podría siquiera decir con palabras hasta qué punto me afectaron el informe de Petronio y el evangelio de Santiago; particularmente este último?
– Me lo puedo imaginar -dijo Randall.
– Nadie podría imaginárselo. Yo, el científico objetivista, el escéptico respecto de lo desconocido, el buscador de la verdad, había dado con la verdad. Era una verdad que por algún destino inexplicable, algún arcano providencial, me había tocado a mí comprobar. Era una verdad que yo había confirmado en mi frío laboratorio. Ahora no podía negarla. Nuestro Señor era una realidad. Mi reacción fue… ¿cómo decirlo?… como si yo me hubiera transformado. Para mí, sencillamente, el Hijo de Dios era un hecho. Por lo tanto, era lógico que Dios fuera también un hecho. Por primera vez, como Hamlet, vislumbraba yo que en los cielos y en la Tierra podría haber más de lo que nuestras filosofías y nuestras ciencias pueden averiguar. Durante siglos, la gente había creído en Cristo sin tener evidencias, tan sólo mediante la fe ciega, y finalmente su fe iba a corroborarse con los hechos. Entonces, tal vez hubiera más abstracciones en las que uno pudiera tener fe, como la buena voluntad y la divina motivación que sustentaban la creación y la vida; la posibilidad de un más allá. ¿Por qué no?
Su mirada desafió a la de Randall, pero éste se limitó a encogerse de hombros y decir:
– Es verdad, ¿por qué no?
– Entonces, Monsieur, por primera vez, por primerísima vez, fui capaz de comprender cómo mis antecesores y colegas en las ciencias a menudo habían podido conciliar la fe y la religión con la ciencia. Blas Pascal, en el siglo xvii, pudo afirmar su fe en el cristianismo diciendo que, «el corazón tiene sus razones que la razón no conoce».
– Yo creía que Pascal fue un filósofo -interrumpió Randall.
– Era, ante todo, un hombre de ciencia. Todavía no cumplía los dieciséis años cuando escribió un tratado acerca de las secciones cónicas. Él fue quien dio origen a la teoría matemática de las probabilidades. Él inventó la primera computadora, y le envió una a la reina Cristina de Suecia. Él determinó el valor del barómetro. Y sin embargo, creía en los milagros, porque una vez experimentó uno; creía en un Ser Supremo. Pascal escribió que, «los hombres desprecian a la religión, pero temen que sea verdadera. Para curar esto es necesario comenzar por demostrar que la religión no es contraria a la razón; a continuación, que es venerable y digna de respeto; luego, hacerla amable y desear que sea verdadera; y, finalmente, demostrar que es verdad». Decía también que o bien Dios existe, o no existe. ¿Por qué no jugárselo; apostar a que sí existe? «Si gana uno, lo gana todo; si pierde, no pierde nada. Apueste, pues, sin vacilación, a que sí existe.» Ése fue Pascal. Naturalmente, ha habido otros.
– ¿Otros?
– Científicos que aceptaban tanto la razón como lo sobrenatural. Nuestro amado Pasteur confesó que cuanto más contemplaba los misterios de la Naturaleza, más se parecía su fe a la de un campesino bretón. Y Albert Einstein no veía conflicto alguno entre la ciencia y la religión. La ciencia, decía él, está dedicada a «lo que es» y la religión a «lo que debería ser». Einstein reconoció que, «la cosa más bella que podemos experimentar es lo misterioso. Saber que lo que es impenetrable para nosotros realmente existe, y que se manifiesta en forma de la más alta sabiduría y la más radiante belleza, las que nuestras torpes facultades sólo pueden captar en sus formas más primitivas… este conocimiento y este sentimiento son el núcleo de la verdadera religiosidad. En este sentido, yo pertenezco a las filas de los hombres devotamente religiosos».
El profesor Aubert quiso medir la impresión que estaba haciendo en Randall, y esbozó una tímida sonrisa:
– En este sentido, yo también me volví un hombre devotamente religioso. Por primera vez podía yo divertirme con la observación de Freud de que la superstición de la ciencia se burla de la superstición de la fe. De la noche a la mañana fui otro, si no en mi laboratorio sí en mi hogar. Mi actitud hacia mi esposa y hacia sus sentimientos y deseos, mi actitud hacia el significado de la familia… habían cambiado. Incluso la idea de traer un hijo a este mundo… era algo que, por lo menos yo debía reconsiderar…
En ese momento, una voz femenina lo interrumpió:
– Henri, chéri, te voilà! Excuse-moi, chéri, d'être en retard, J'ai été retenue. Tu dois être affamé.
Aubert se puso de pie apresuradamente, y Randall también se levantó. Una mujer juvenil, con clase, de refinados rasgos faciales, de unos treinta y cinco años, con un perfecto peinado bouffant, cuidadosamente maquillada, costosamente ataviada, había llegado hasta la mesa y se había lanzado a los brazos de Aubert, quien le dio un beso en cada mejilla.
– Gabrielle, cariñito -dijo Aubert-. Te presento a mi invitado norteamericano, Monsieur Steven Randall, que está con el proyecto de Amsterdam.
– Enchantée -dijo Gabrielle Aubert.
Al estrecharle la mano, Randall bajó la mirada y vio que ella estaba plena y magníficamente encinta.
Gabrielle Aubert había seguido su mirada y confirmó divertida su mudo descubrimiento.
– Sí -dijo casi cantando-. Henri y yo vamos a tener nuestro primer hijo antes de un mes.
Steven Randall había salido de París, de la Gare de l'Est, a las 23 horas, en el tren nocturno que iba a Frankfurt del Meno. En su compartimento privado ya estaba hecha la cama; se desvistió y se durmió en seguida. A las siete y cuarto de la mañana lo despertó el zumbido de una chicharra, seguido de un fuerte golpe seco. El revisor de la Wagons Lit le llevaba una bandeja con té caliente, tostadas de pan, mantequilla y una cuenta por dos francos; Randall había recibido la bandeja con la devolución de su pasaporte y sus boletos de ferrocarril.
Después de vestirse había alzado la cortinilla de su compartimento. Durante quince minutos estuvo observando cosas nuevas; un panorama pintoresco pero cambiante, de verdes bosques, cintas de cemento que eran supercarreteras, altos edificios firmemente delineados, vías y vías de ferrocarril, un Schlafwagen en un apartadero y una torre de control con un letrero que decía: FRANKFURT 'MAIN HBF.
Luego de cambiar un cheque de viajero por marcos alemanes en una ventanilla de la estación, Randall había tomado un taxi sucio para ir al «Hotel Frankfurter Hof», en la Bethmannstrasse. Después de registrarse en el hotel y preguntar a la Fräulein de la portería si había correo o mensajes para él, así como de comprar un ejemplar de la edición matutina del International Herald Tribune, le mostraron la suite de dos habitaciones que le habían reservado. Impacientemente había inspeccionado su alojamiento; un dormitorio con terraza al exterior y alegres macetas con flores en una barandilla de piedra, una salita de estar en la esquina con una alta ventana de dos hojas de cristal, que daba a la Kaiserplatz, donde pudo advertir tiendas con letreros como BÜCHER KEGEL, BAYERISCHE VEREINSBANK y ZIGARREN.
Estaba en Alemania, sin duda, en la tierra de Hennig, y la transición de Amsterdam a Milán, a París y a Frankfurt, en poco más de cincuenta horas, había sido vertiginosa.
Eran las ocho y cuarto y todavía le quedaban cuarenta y cinco minutos antes de que aparecieran el auto y el chófer que Herr Hennig le enviaría para llevarlo a Maguncia. Pidió un buen desayuno, mandó planchar su traje, leyó el periódico, examinó una vez más el expediente de publicidad relativo a Herr Karl Hennig, telefoneó a Lori Cook a Amsterdam para indicarle que obtuviera un pase de seguridad y un espacio de oficina para Ángela Monti y verificó que el doctor Florian Knight había arribado con el doctor Jeffries, de Londres, el día anterior. Por fin, era hora de salir.
El recorrido de la bulliciosa Frankfurt a la tranquila población de Maguncia duró cincuenta minutos. Su chófer alemán, ya mayor, que fumaba puro, había guiado el «Porsche» (hecho sobre pedido) hacia la autopista de cuatro carriles, donde un letrero advertía: ANFANG 80 KM. Al lado de la carretera había muchos autoestopistas parados, cargados con pesadas mochilas. Había sido un interminable desfile de camiones cubiertos con lonas y uno que otro policía en motocicleta, con casco plateado, por la carretera. Había habido verdeantes bosques de tono salvia, estaciones de gasolina pintadas de azul, letreros amarillo naranja con flechas negras que señalaban aldeas como Wallu, varios aeropuertos, granjas, fábricas grises y humeantes, y al fin el anuncio: RIEDESHEIM/MAINZ/BITTE. El auto había tomado una rampa de salida y ahora, después de pasar un puente de ladrillo sobre el ferrocarril y otro puente sobre la vasta extensión del río Rin, llegaba a Maguncia.
Cinco minutos después, paraba frente a un ultramoderno edificio de oficinas de seis pisos, ubicado en la esquina y con dos puertas giratorias.
– Das ist die Hennig Druckerei, hier, mein Herr -anunció el chófer.
Al fin, pensó Randall. Ahora vería el Nuevo Testamento Internacional en su indumentaria final, antes de que se presentara ante el público en plena producción. Cuánto deseaba que estuvieran allí el profesor Monti o Ángela (Ángela, en realidad), con él, para ver cómo el sueño que empezó en las ruinas de Ostia Antica se había hecho realidad en la Maguncia moderna de Alemania.
Randall dio las gracias al chófer de Hennig y abrió la puerta trasera para salir, cuando alcanzó a distinguir la figura de un hombre que salía por la puerta giratoria más lejana; una figura vagamente conocida. El hombre, delgado, bien vestido, de aspecto nada germánico, hizo una pausa, aspiró el aire y sacó un cigarrillo de su cigarrera de oro. Randall guardó el equilibrio, medio cuerpo fuera del auto y medio cuerpo dentro, tratando de ubicar el rostro: la tez grisácea, los ojos de hurón, la barba a lo Van Dyke.
Luego, al llevarse el individuo el cigarrillo a los labios, se notaron sus grandes dientes salientes y al instante supo Randall quién era; inmediatamente se dejó caer hacia el asiento trasero para ocultarse.
Era Cedric Plummer, del London Daily Courier.
Helado, Randall esperó. Plummer exhaló una nube de humo y, sin mirar a derecha ni izquierda, se fue pavoneando hasta la esquina; esperó que la luz diera paso, cruzó la calle y en pocos segundos se perdió de vista.
Cedric Plummer en Maguncia, saliendo de la mismísima fortaleza que protegía el libro; del cuartel general del impresor y productor de la Palabra.
¿Qué diablos significaba aquello?
Randall no perdió más tiempo. Se apresuró a los talleres de Hennig, se identificó con las dos jóvenes recepcionistas, vestidas con largos uniformes azules, y una de ellas lo condujo al ascensor y por un ancho corredor de mármol, hasta el despacho privado del propietario.
En un elegante despacho que parecía totalmente importado de Escandinavia, Randall recibió un demoledor apretón de manos de Karl Hennig, el impresor de Resurrección Dos.
– Primero en alemán: Willkommen! Schön dass Sie da sind! -emitió Hennig estridentemente-. Ahora en inglés: Welcome! ¡Qué bien que ya esté aquí, en la ciudad de Johannes Gutenberg, el hombre que cambió la faz de la Tierra, así como Karl Hennig la cambiará otra vez!
La voz de Hennig era profunda y ronca, y hacía vibrar los tímpanos.
Su aspecto era el de un musculoso luchador. Su cabeza era desproporcionadamente grande, con un corte de pelo a la prusiana, estilo cepillo; tenía un rostro apoplético, casi cóncavo, que parecía haber sido remodelado después de recibir el impacto de un enorme puño, los ojos hundidos en las órbitas, la nariz aplastada, los dientes de mal color, los labios secos y agrietados y daba la impresión de no tener cuello. Decididamente, parecía un rechoncho luchador de sumo vestido con un magnífico traje de seda gris. Hennig dio la bienvenida a Randall, no solamente en calidad de colega en el proyecto, sino como norteamericano que era. El impresor sentía afecto por los norteamericanos, sobre todo por los buenos negociantes, y estaba orgulloso de hablar el americanés y no el inglés, y sin acento germánico; lo único que lamentaba era haber tenido muy pocas oportunidades de utilizar su americanés en los últimos tiempos.
– Setzen Sie sich, bitte, setzen Sie sich. Por favor, siéntese -dijo empujando a Randall hacia un cómodo sillón de piel situado entre su escritorio y una pared del despacho, totalmente cubierta por un gigantesco plano de Maguncia en relieve, que llevaba en el marco de plata esta inscripción: Anno Domini 1633 bei Meriar-. Wir werden etwas trinken -declaró con estridencia mientras caminaba con pesados pasos hasta un mueble de encina natural que albergaba una cantina para vinos y licores y un refrigerador en miniatura. Sirvió escocés sobre unos cubitos de hielo, dio un vaso a Randall y llevó otro a su escritorio, acomodándose en su enorme sillón de ejecutivo. Habló sin cesar, después de haber recordado a Randall que pusiera en marcha su grabadora-. Mi padre fundó esta empresa porque le molestaba la idiotez de los impresores alemanes. Un impresor producía papel con membrete para las tiendas, mientras que otro producía sobres que ni siquiera hacían juego. Así que mi padre se puso a producir el papel y los sobres, todo junto, y amasó una fortuna. Después de su muerte (cuando apenas había comenzado a producir libros), yo me hice cargo del negocio. A mí no me importaba el papel con membrete ni los sobres, y convertí todo el taller en imprenta de libros. Hoy tengo quinientas personas trabajando para mí. Bien, debo decir que a Karl Hennig no le ha ido mal, nada mal.
Randall se esforzó por demostrar que estaba impresionado.
– Afortunadamente -prosiguió Hennig-, y creo que por eso insistió el doctor Deichhardt en que yo hiciera el trabajo, estaba ya muy metido en la impresión de Biblias. La mayoría de las alemanas se imprimen en Stuttgart. Porquerías. Yo me olvidé de eso y me quedé en Maguncia, bajo la mirada de Johannes Gutenberg… Además, Maguncia es un lugar mejor; está cerca de Hamburgo y de Munich, así que resulta más barato y más rápido el envío de la producción a todas partes. Me quedé aquí y reuní un cuerpo de verdaderos impresores, los pocos que quedaban respetuosos de su oficio, con el olor de la tinta en la sangre y con antepasados que también habían sido impresores. Con esos colaboradores produje yo algunas de las más bellas Biblias de edición limitada de toda Europa, pero me vi obligado a abandonar la línea (era demasiado costosa; no dejaba utilidades). Afortunadamente, yo había conservado a algunos de los obreros veteranos, y cuando se presentó el Nuevo Testamento Internacional, tenía la base, el núcleo de un equipo que se hiciera cargo del trabajo.
– ¿Cuánto tiempo le llevará imprimir esta Biblia?
Hennig se chupó los labios:
– Déjeme ver. Bueno, digámoslo así: la Biblia es un libro endemoniadamente grande. Si uno produce todo el condenado libro junto (Antiguo Testamento y Nuevo Testamento en un solo volumen), se estarían imprimiendo unas 775 mil palabras. Eso significaría la extensión y el tamaño de seis o siete libros normales, usando una tipografía común. Sin apremios, producir toda una Biblia tal vez nos llevaría un año para diseñar la tipografía y el formato; otros dos años para la composición de linotipia y la corrección de las pruebas; y un año, o un poco menos, para la impresión y la encuadernación. En total, cuatro años; pero eso con toda la maldita Biblia. Aquí sólo estamos produciendo el Nuevo Testamento, un volumen mucho más breve, que consume mucho menos tiempo; pero nosotros queremos hacerlo con mucho cuidado y gran artesanía. Más tarde nos encargaremos de la parte más larga, la nueva traducción del Antiguo Testamento Internacional, con menos premura… y además, por ahora sólo sacaremos una edición limitada.
– ¿Una edición limitada?
– Sí, naturalmente; yo estoy haciendo lo que llamamos la Edición Anticipada para el Púlpito, en cuatro lenguas, limitada a ejemplares para pastores y eclesiásticos de todo el mundo, para la Prensa, para líderes y formadores de opinión… sólo un pequeño porcentaje del público. Una vez que salga esta edición, cada uno de los editores tendrá un impresor en su propio país para producir las ediciones más baratas, comerciales, para el público en general, y yo me limitaré entonces a la edición popular en alemán. En este momento, yo diría que he dedicado cuando menos un año al diseño. La impresión y la encuadernación definitivas no nos habrán llevado más de seis meses.
– ¿Cuál diría usted que fue su mayor problema?
– El papel. Para un impresor de Biblias, siempre es el papel. Naturalmente, me estoy refiriendo a la edición popular. La Biblia es tan endemoniadamente extensa, incluso el Nuevo Testamento (que no lo es tanto), que no se puede utilizar papel ordinario. Es necesario encontrar un papel ligero, delgado, pero lo suficientemente grueso para que no se transparente por el otro lado. Tiene que ser un papel duradero. Algunas personas conservan la misma Biblia toda la vida. Por otra parte, es necesario que no resulte muy costoso. Pero, para la primera edición, estamos empleando papel India de la mejor calidad.
– ¿Cuándo tendrá usted ejemplares ya encuadernados?
– Espero que en dos semanas.
– ¿Y qué hay con la seguridad? -preguntó Randall con aparente indiferencia-. En el «Hotel Krasnapolsky», en Amsterdam, es bastante rígida. Pero, ¿cómo ha logrado usted ocultar una operación como ésta de los ojos curiosos?
La rubicunda y aplastada cara de Hennig se frunció y ensombreció.
– No es fácil, no es fácil. La seguridad es un problema -murmuró-. Me ha costado una fortuna. Le diré lo que hice. Tenemos varias prensas aquí en la vecindad, y a todas se puede llegar caminando en poco tiempo. Tomé uno de nuestros talleres, el más grande, segregué la mitad del resto del edificio, lo llené de guardianes y puse en él a mis mejores, más antiguos y más leales operarios. Incluso tomé dos edificios completos de apartamentos, cercanos al taller, para esos trabajadores y sus familias, e instalé en ellos más guardianes y delatores. Ha habido algunos momentos de nerviosismo, pero no ha pasado de ahí. Hemos mantenido una vigilancia muy estricta. Ni un murmullo ha salido de aquí. En realidad, Steven… ¿puedo llamarlo Steven?… ha sido un secreto tan bien guardado, gracias a mi vigilancia, que nadie de fuera ha podido descubrir lo que estamos haciendo.
– ¿Nadie? -preguntó Randall suavemente.
Hennig se desconcertó un poco y frunció el entrecejo.
– ¿A qué se refiere usted?
– Me refiero a Cedric Plummer -dijo Randall-. Vi a Plummer salir de este edificio cuando yo estaba a punto de entrar.
El descontento de Hennig era evidente.
– ¿Plummer? ¿Usted lo conoce?
– Quiso sobornarme el día que llegué a Amsterdam. Quería que yo le consiguiera de contrabando un ejemplar de la Biblia. Lo que él quiere es revelársela al público a su manera, antes de que lo hagamos nosotros, posiblemente con perjuicio para nuestro propósito.
Hennig, que había recobrado la serenidad, fanfarroneó defensivamente.
– Bueno, él es un caso aparte. Es el único de fuera que ha llegado hasta nosotros. Pero créame, ese pequeño hijo de puta no me va a sacar ningún ejemplar. Se lo prometo sobre la tumba de mi padre.
– Estuvo en este edificio -insistió Randall.
– Nadie le pidió que viniera, y nadie de importancia lo recibiría -dijo ásperamente Hennig-. Claro está que anda tras un ejemplar, al igual que una docena de otras personas fuera de Alemania. Me llamó tres veces desde Londres y Amsterdam. Leí su maldita entrevista con De Vroome en el Frankfurter Allgemeine. Me negué a recibir sus llamadas. Ayer telefoneó y esta vez tomé el teléfono en persona para decirle que dejara de molestarme. Quería una entrevista. Le advertí que si se acercaba a menos de diez kilómetros de Maguncia haría que le pegaran un tiro. No obstante, hoy se presentó sin anunciarse. Me puse iracundo cuando mi secretaria me dijo que estaba parado frente a ella. Quise salir y darle una paliza. Pero no se preocupe, no perdí la cabeza. Le ordené a mi secretaria que se deshiciera de él, y de plano me negué a verlo. Yo no permitiría que ese hijo de puta cruzara mi puerta. Al fin se dio por vencido y se fue. Créame, Steven…
Giró sobre su sillón y alcanzó la fotografía enmarcada de una mujer, que estaba colocada sobre el aparato de televisión. Con el retrato en la mano se levantó y se alejó de su escritorio.
– Nadie de este proyecto ha sacrificado más que yo para hacer de la Biblia un éxito. ¿Ve esta fotografía?
Randall vio un retrato de una joven sensual, con aspecto de artista de teatro, que tal vez se acercaba ya a los treinta años de edad. En la esquina inferior derecha había una dedicatoria escrita con soltura: «Meinem geliebten Karl!» La firma decía: «von deiner Helga».
– ¿Reconoce usted esta cara? -preguntó Hennig.
A Randall le pareció que sí. Mientras apagaba la grabadora, preguntó:
– ¿No es la actriz alemana que fue la estrella en…?
– Sí. La habrá visto en muchas películas. Es Helga Hoffman -Hennig volvió a poner el retrato en su lugar y siguió de pie, admirándolo-. Soy soltero y Helga es la única mujer con quien he deseado casarme. La he estado viendo de vez en cuando durante dos años. Yo creo que está demasiado embebida en su carrera y que es demasiado ambiciosa para pensar en casarse. Por lo menos ahora. Pero me ha indicado claramente que, bajo determinadas circunstancias, podría vivir conmigo -Hennig contempló fijamente la fotografía-. Por desgracia, las actrices piden mucho. Su sueño es tener una quinta y un yate propio en la Riviera, en Saint-Tropez. Ella no tiene el dinero para tales excesos, pero si yo le comprara lo que desea, la impresionaría mucho. Creo que podría obtener de ella lo que quisiera. -Sus rasgos chatos y cóncavos se arrugaron en un gesto-. Tal vez eso a usted no le parezca amor. Pero para mí es casi lo mismo. No soy sentimental. Soy práctico. Nunca deseé nada tanto como a esta mujer. Quiero decir, hasta que surgió esta maldita Biblia. Bueno, en el fondo no fui práctico, sino vanidoso. Preferí que mi nombre estuviera relacionado con el Nuevo Testamento Internacional. No podría decir por qué. Tal vez para demostrar algo a mi padre, que de todas formas ya está muerto. O quizá para asegurarme un trozo de inmortalidad. De cualquier modo, hacerse cargo de la producción de la Biblia implicaba ciertos sacrificios económicos que, al menos de momento, hicieron imposible que además atendiera a Helga.
– ¿No quiere ella esperar? -preguntó Randall.
– No podría decirlo. Acaso alguien de Berlín o de Hamburgo le ofrezca las chucherías que desea. Ya veremos. Todo lo que le estoy explicando, Steven, es que una vez que me decidí a ser el impresor de la Biblia más importante de la historia (más importante, por diferentes razones, que la Biblia de 42 líneas), de ninguna manera voy a arriesgar la oportunidad. Y claro está que por un poco de publicidad o de atenciones especiales no voy a revelar, antes de tiempo, el contenido a ningún Cedric Plummer, por mucho que me ofrezca. ¿Me cree usted?
– Le creo.
– Espero que haya tenido usted esa maldita grabadora apagada durante mi paréntesis personal.
Randall asintió.
– Estaba apagada.
– Usted y yo nos entenderemos -gruñó Hennig-. Vamos. Le voy a enseñar nuestro taller clave, uno de los tres que tenemos en la zona. Éste es en el que, bajo todas las medidas de seguridad, estamos imprimiendo nuestra Biblia. Está inmediatamente después del Museo Gutenberg, una manzana más allá de la Liebfrauenplazt am Dom. Todavía tenemos algo de tiempo antes de almorzar.
Salieron en silencio de la oficina de Hennig. Una vez fuera, Randall inspeccionó automáticamente la calle para ver si Cedric Plummer estaba todavía por allí esperando abordar al impresor. No se veía a nadie parecido al periodista inglés. Ambos empezaron a caminar y Hennig, a pesar de sus cortas piernas, tomó un paso acelerado; al cabo de dos manzanas, Randall empezó a sudar.
Frente al patio de un ultramoderno edificio de tres pisos, Hennig acortó el paso y echó una mirada a su reloj de pulsera, montado en caja de oro.
– Tenemos tiempo para una breve visita. Venga conmigo.
– ¿Qué es esto? -quiso saber Randall.
– Ach, disculpe. Yo paso tanto tiempo aquí… Es nuestro Museo Gutenberg. Puede usted poner nuevamente en marcha su grabadora. Le daré información para su trabajo.
En el patio abierto, frente a un gran anuncio cubierto de vidrio, había un busto de bronce sobre un pedestal. Era una imagen bastante sombría de un Gutenberg poco feliz, adornado con un grueso bigote y una barba recortada.
Hennig señaló con su mano regordeta y desdeñosa hacia el busto.
– No tiene importancia. Es sólo para turistas. Nadie tiene la más remota idea de cómo fue él en realidad. No ha llegado hasta nosotros ningún retrato contemporáneo de Gutenberg. Lo más aproximado es un grabado (que está en París) hecho dieciséis años después de su muerte. Muestra a un tipo enojado con un ondeante bigote y una barba áspera y bifurcada, como las que solían llevar los sabios chinos. Sabemos que él siempre se sintió frustrado y que era endemoniadamente rudo. Una vez, puesto que esta ciudad le debía algún dinero, Gutenberg maltrató de propia mano a un empleado del Ayuntamiento y lo hizo meter en la cárcel. Existen pruebas de ello. Pero por lo demás, es poco lo que sabemos.
Se acercaron a la entrada, abrieron una de las puertas de vidrio e ingresaron a la planta baja del museo. Hennig saludó al encargado de los boletos de entrada y recibió el respetuoso saludo de un guardián que llevaba una casaca azul con distintivos rojos en las mangas.
– Pertenezco al consejo de administración del museo -explicó-, y soy uno de los patrocinadores. Yo colecciono biblias raras. ¿Sabía usted eso? Poseo uno de los ejemplares existentes de la Biblia de 42 líneas. Supongo que podría venderla por más de un millón de dólares y dar a Helga lo que quiera para que fuera mía. Pero yo no haría eso. Mire esto…
Condujo a Randall frente a un gran mapa del mundo que estaba sobre la pared. Debajo había un tablero con siete botones marcado «1450», «1470», «1500», 1600», «1700», «1800», «Heute».
– Oprime usted el botón de un año cualquiera -dijo Hennig- y el mapa le muestra cuánto se imprimía en aquel año en todo el mundo. -Luego oprimió el botón marcado «1450» y una sola luz brilló en el mapa-. Sólo Maguncia, ¿ve usted? -Entonces oprimió el marcado «1470» y aparecieron varias luces-. Estaba desarrollándose la imprenta -dijo con satisfacción-. Ahora oprimiré el botón de «Heute» (o sea el de hoy, la actualidad) y verá -el mapa dio la impresión de ser un árbol de Navidad sobrecargado de luces-. Una de las cosas que más retrasaron el desarrollo de la imprenta fue que durante mucho tiempo eran pocos los que sabían leer en todo el mundo. Pero con el Renacimiento, la necesidad se volvió la madre de la invención. Una vez que la impresión se hizo posible, ya no hubo quien detuviera la producción de libros. Primero, Biblias. Después, diccionarios e historias. A precios más baratos que los manuscritos hechos por los copistas, los calígrafos y los iluminadores. Eso fue seguramente lo que impulsó a Gutenberg a crear el tipo movible de metal; producir a menor precio que los copistas y ganar algún dinero. Pero desde que puso en marcha su imprenta, siempre estuvo endeudado.
Hennig miró en torno suyo.
– Hay otras cosas exhibidas en esta planta baja. Y abajo está una réplica del antiguo taller de Gutenberg y de su prensa de mano, pero no sabemos qué tan exactos son. No sobrevivió ninguna descripción del taller ni de la prensa de Gutenberg. Sugiero que lo pasemos por alto, Steven; no podemos perder tiempo. Vamos arriba rápidamente. En el primer piso hay algo que usted debe ver. Deje encendida su grabadora.
Subieron la amplia escalera. Arriba, Hennig habló en alemán a un guardián.
– Muy bien -dijo Hennig a Randall-. Una de las chicas que hacen de guías tiene un grupo de turistas ahí dentro. Quiero que vea.
Randall siguió al impresor hacia una bóveda oscura, pero espaciosa. Había cuatro ventanas iluminadas sobre una pared. A través de ellas, Randall pudo ver un muestrario de biblias manuscritas, arduamente elaboradas por monjes antes de 1450. Hennig bajó la voz y dijo:
– Dos escribas necesitaban más de veinticuatro meses para copiar y producir cuatro de estas biblias. Uno de los primeros impresores después de Gutenberg, tardó sólo dos meses en sacar veinticuatro mil ejemplares de un libro de Erasmo.
Hennig le precedió más adentro de la bóveda. Delante de ellos, Randall pudo ver a una dama joven y regordeta que estaba junto a una vitrina dando una charla ilustrativa a ocho o diez visitantes. Acercándose al grupo, Randall consiguió leer lo que decía el letrero que estaba encima del escaparate: «DIE GUTENBERG BIBEL MAINZ 1452-1455». Una brillante lámpara iluminaba la Biblia de Gutenberg, que se encontraba abierta en la vitrina.
La joven guía había terminado su disertación en alemán, e inmediatamente miró de frente a Randall y la repitió monótonamente en inglés:
– Los monjes tardaban treinta o cuarenta años en preparar una Biblia especial profusamente ilustrada, como la que han visto en la vitrina iluminada, a mi derecha. En tres años, Johannes Gutenberg produjo con su prensa de mano doscientas diez biblias; ciento ochenta en papel hecho a mano. En todo el mundo sólo hay cuarenta y siete ejemplares completos o porciones de esta Biblia: en Nueva York, Londres, Viena, París, Washington, Oxford, Harvard, Yale. La Biblia de Gutenberg, que ustedes ven aquí, es la segunda impresa en papel vitela y vale un millón de marcos; o sea, doscientos cincuenta mil dólares. Una Biblia completa en vitela valdría cuatro millones de marcos o un millón de dólares. Esta Biblia de Gutenberg tiene cuarenta y dos líneas por columna y dos columnas en casi todas las páginas. Gutenberg comenzó primero con una Biblia de treinta y seis líneas que no acabó inmediatamente. Pero ésta si la terminó, y en 1460 produjo el primer diccionario impreso del mundo, en latín, el Catholicon de Balbus.
La chica había empezado a repetir su charla en francés, y Randall se distrajo examinando el techo bajo de la bóveda, pintado de azul, y las paredes de color avellana, cuando sintió que Hennig le tiraba impacientemente de la manga.
Randall siguió al impresor alemán fuera de la bóveda y a la luz del primer piso del museo.
– Ha sido interesante -dijo Randall.
– Puras tonterías -gruñó Hennig-. No hay ni un átomo de evidencia real de que Gutenberg o algún otro individuo inventara la imprenta tal y como la conocemos hoy. Fundamentándonos en pruebas circunstanciales, podemos deducir que Gutenberg pudo haber inventado la impresión, basado en el tipo movible. Sucede que yo así lo creo, aunque no podría demostrarlo. Existen treinta documentos o papeles de tiempos de Gutenberg que mencionan que él fue una persona viviente, pero sólo tres de esos papeles indican que tuviera algo que ver con el arte de imprimir. ¿Qué nos dicen esos documentos? -Hennig se detuvo, como si estuviera dirigiendo esa retórica pregunta a la grabadora de Randall, y después lo miró a él-. ¿Está grabando su aparato?
– Por supuesto.
– Bueno, porque esta información puede servirle. Esos papeles nos dicen que Gutenberg venía de una familia patricia y que el apellido de su padre era Gensfleisch. (Entonces era costumbre usar el apellido de la madre.) Gutenberg trabajaba de orfebre y fue demandado, por incumplimiento de palabra de casamiento, por una dama llamada Anna. Entonces se trasladó de Maguncia a Estrasburgo y estuvo allá durante diez años. En ese tiempo mandó construir algo que probablemente era equipo para impresión. Volvió a Maguncia y obtuvo prestados dos mil florines de distintas personas para algún gran proyecto, probablemente la Biblia de 42 líneas. Existe evidencia de que tomó ese dinero prestado para adquirir equipo para imprimir «libros»; pero, ¿habrá sido la famosa Biblia de 42 líneas uno de estos «libros»?
– La guía de turistas que estaba en la bóveda dijo que sí.
– Olvídese de ella y escuche a Karl Hennig. Al margen de la patriótica disertación de esa jovencita, no hay la menor prueba de que Gutenberg desempeñara papel alguno en la impresión de la gran Biblia de 42 líneas, llamada la Biblia de Gutenberg. Lo más probable es que la haya producido el financiero de Gutenberg, Johann Fust, pero con otro impresor llamado Peter Schoeffer. En cuanto a Gutenberg, sabemos que murió en 1467 ó 1468 sólo porque un hombre que le rentaba equipo para impresión envió al arzobispo una solicitud por «ciertas formas, letras, instrumentos, herramientas y otras cosas pertenecientes al taller de imprenta que dejó Johannes Gutenberg después de su muerte y que eran y siguen siendo mías». Eso es todo, Steven. Poco más de lo que se sabía de Jesucristo antes del Nuevo Testamento Internacional.
– Y suponiendo que Gutenberg haya sido el inventor -dijo Randall-, ¿qué fue exactamente lo que inventó?
– Para decirlo de un modo simple, inventó el molde para fundir los tipos. Su molde era de cobre; el mío es de acero, más durable. Él esculpió las letras del alfabeto. Cortó punzones. Puso la cara de las letras en relieve, por encima de las superficies. Calculó que las letras tenían que hacerse al revés para que imprimieran al derecho. Inventó la forma o bandeja que contenía los caracteres. Y, finalmente, inventó el medio para que el tipo fuera llevado hacia atrás para ser entintado y que luego volviera a entrar en la prensa para que la platina de hierro entrara en contacto con las letras para la siguiente impresión. Hizo que la prensa se moviera una y otra vez, produciendo una impresión tras otra. Inventó los tipos movibles. Por él, yo estoy aquí con usted hoy, y nuestro Petronio y nuestro Santiago inundarán el mundo letrado y tal vez harán cambiar a Ja Humanidad.
Al salir del museo a la soleada calle, Hennig recordó a Randall que mantuviera funcionando su grabadora.
– Antes de que visite mi taller, quiero que sepa lo que estoy haciendo allí -dijo mientras seguían caminando-. Para la Edición Anticipada para el Púlpito he creado un tipo que yo llamo Nuevo Gutenberg de catorce puntos. Se lo explicaré: al preparar su Biblia original de 36 líneas, Gutenberg trató de imitar en sus grabados las letras que los monjes hacían para las biblias impresas a mano. Usó un tipo de letra gótica que los alemanes llamamos Textur, porque parece que va tejida en la página. El tipo de Gutenberg sería raro hoy, aunque es artístico y estéticamente agradable. La letra gótica es demasiado pesada, retorcida; demasiado angulosa. Transmite la dureza germánica, como nuestra lengua, así que yo ideé un tipo que se asemeja a la gótica, pero es más común, más redondo, más claro y más moderno… Ya llegamos al taller. Echemos un vistazo rápido.
Después de traspasar las barreras de seguridad (Randall había recordado llevar consigo su tarjeta roja), ambos penetraron en la enorme y ruidosa sala de las prensas y ascendieron por una escalera metálica en espiral que los condujo a una mezzanine que corría a todo lo largo de la pared. Abajo había cuatro prensas y unas cuantas docenas de obreros en overol azul, y arriba se escuchaba el ruido de las máquinas. Karl Hennig comenzó a hablar de nuevo.
– Lo que ve usted aquí son dos máquinas alimentadas por hojas, para impresión directa, y en el otro extremo hay dos rotativas, que son más rápidas. Las páginas que están imprimiendo ahora son para la edición limitada, la del Púlpito. Al salir de aquí, los pliegos se doblan y se encuadernan. Las portadas o cubiertas ya están listas para la encuadernación, así que los pliegos se acomodan, se encuadernan y luego se envían a los almacenes para su distribución. Los libros terminados se embarcan a Nueva York, Londres, París, Munich, Milán, y estarán listos para ser distribuidos cuando usted anuncie públicamente el descubrimiento y la nueva Biblia.
Hennig miró de soslayo hacia abajo y saludó jovialmente a varios trabajadores ya mayores; ellos levantaron la vista y le devolvieron el saludo afablemente. Hennig manifestó su satisfacción.
– Mis operarios veteranos, los más dignos de confianza -dijo orgullosamente-. Las dos prensas que hay aquí debajo están imprimiendo la versión inglesa. Las otras dos imprimen la francesa. En el ala contigua del edificio, están produciendo lo último de las ediciones alemana e italiana.
A Randall se le ocurrió un problema de logística y decidió plantearlo.
– Karl, después de toda la publicidad que haremos en tres o cuatro semanas, habrá millones de personas exigiendo ejemplares del Nuevo Testamento Internacional. Si usted, al igual que otros impresores, va a producir una edición diferente para el público en general, ¿cómo podrán hacérsela llegar en grandes cantidades cuando la demanda sea alta?
– Ach, claro está, no se lo han dicho -dijo Hennig-. Para la edición popular común deberemos hacer el tipo nuevamente en cuatro idiomas. Pero esto no lo podremos hacer antes de que usted haga su presentación. De otra forma no podríamos garantizar la seguridad. Por eso empezaremos a preparar la edición popular ese mismo día. Ahora bien, si preparáramos la tipografía del modo en que se está haciendo para la edición limitada, como es costumbre, usando máquinas de linotipia y operarios humanos, nos llevarla un mes o dos. Pero no, la edición popular se hará mediante composición electrónica, por el método del tubo de rayos catódicos, que es un fenómeno de velocidad. Con ese método electrónico de rayos catódicos, se puede componer la linotipia para una Biblia completa, Antiguo y Nuevo Testamento, en siete horas y media. Puesto que el Nuevo Testamento representa la cuarta parte del total de la Biblia, este método permite hacer el trabajo en unos noventa minutos… minutos, fíjese bien, y no uno o dos meses. De la noche a la mañana estaremos en las prensas, y por lo menos un mes antes de Navidad podremos tener unos cuantos millones de ejemplares de la edición común, más barata, en los estantes de las librerías. Venga, que voy a enseñarle el resto de mi organización en este taller; la otra mitad, la sección que no está dedicada a la Biblia y que maneja mi trabajo comercial ordinario.
Salieron de la mezzanine y bajaron la escalera; se pusieron a recorrer diversas salas de impresión más pequeñas, atravesando corredores que iban de una prensa a otra. A medida que avanzaban, Randall se daba cuenta de que había un extraño e inexplicable resentimiento, casi una hostilidad abierta, en el aire. Cuando Hennig saludó a su joven jefe de talleres, la respuesta que recibió fue indiferente y sin sonrisas. Hennig quiso trabar conversación con los prensistas, pero éstos le volvían la espalda como por casualidad y hacían como si estuvieran ocupados en su trabajo; o, si acaso, le contestaban con monosílabos. Una vez, conforme se alejaban de un grupo de obreros, a Randall le pareció que dos de ellos hacían gestos obscenos a espaldas de Hennig y alcanzó a oír que uno murmuraba: «Lausiger Kapitalist. Knauseriger Hundsfott.» No sabía lo que significaban tales expresiones, pero se imaginó que los hombres no le tenían mucho afecto a Hennig.
Se habían encaminado por el corredor que conducía a la salida, cuando se interpuso un guardia que habló agitadamente con Hennig a media voz.
– Discúlpeme -dijo Hennig a Randall-. Un pequeño problema. En seguida vuelvo.
Randall empleó el intervalo en buscar el sanitario para hombres. Dentro había dos urinarios, uno de ellos ocupado por un oficinista. Randall ocupó el otro. Mientras estaba allí parado advirtió asombrado una tosca caricatura de Hennig en la blanca pared, encima de los mingitorios. Hennig estaba desnudo, con un pene en lugar de la cabeza y dos bolsas de oro en las manos, mientras aplastaba con una de las botas la cabeza de un obrero. Junto a la caricatura había un lema claramente apasionado: Hennig ist ein schmutziger Ausbeuter der Armen und der Arbeiter!
Randall echó una mirada al oficinista que estaba junto a él, quien se estaba cerrando la bragueta.
– ¿Habla usted inglés? -le preguntó.
– A little.
Randall señaló la frase.
– ¿Qué quiere decir eso?
El empleado parecía dubitativo.
– No es muy amable…
– Dígalo de todos modos.
– Dice: «Hennig es un cochino explotador de los pobres y los obreros.»
Molesto, Randall salió del sanitario y caminó por el corredor en busca de su anfitrión. Encontró a Hennig a la vuelta de una esquina; a un Hennig severo, con las manos en las caderas, mirando torvamente cómo un pintor cubría con pintura una caricatura y una frase de protesta semejantes a las que Randall viera en el sanitario para hombres.
Hennig recibió a Randall fríamente.
– Usted ya sabe que algo anda mal, ¿eh?
– Acabo de ver el mismo dibujo y las mismas palabras en el sanitario.
– Y seguramente vio también cómo se comportaban los obreros jóvenes conmigo.
– No pude evitarlo, Karl. También oí cosas.
– ¿Así que también oyó? Lausiger Kapitalist, ¿eh? Y Knauseriger Hundsfott, ¿eh? Sí, eso me llaman: cochino capitalista y tacaño hijo de la chingada. Si pasara más tiempo en la planta, también oiría decir Geizhals (avaro) y unbartnherziger Schweinehund (cabrón despiadado). Ahora tal vez usted esté pensando que Karl Hennig es un monstruo, ¿o no?
– Yo no pienso nada -dijo Randall-. Simplemente no entiendo lo que ocurre.
– Yo se lo explicaré -dijo Hennig malhumorado-. Vámonos. Tengo reservada una mesa para comer en el restaurante del «Hotel Mainzer Hof». No quiero que lleguemos tarde. Alguien nos estará esperando.
Una vez fuera, frente al taller, Hennig se detuvo.
– Son sólo seis manzanas. Una pequeña caminata. Si está usted cansado, podemos tomar un auto.
– Podemos caminar.
– Mejor, porque quiero explicarle lo que ha visto. Esto es entre nosotros. Por favor, apague primero su grabadora.
Cuidadosamente, Randall empujó la palanquita de la grabadora y se puso al lado del impresor alemán. Caminaron en silencio media manzana. Hennig sacó un gran pañuelo del bolsillo, tosió, expectoró en él y se lo volvió a guardar en el bolsillo.
– Pues bien, le voy a explicar -dijo con voz cascajosa-. Yo siempre he sido, a mi manera (y no lo oculto), un patrón duro. Era necesario para sobrevivir en la Alemania de la posguerra. La contienda nos había devastado. Era la supervivencia de los mejor dotados. El lenguaje de la supervivencia es el dinero, dinero en metálico, montones de dinero. Me dediqué a imprimir Biblias sólo porque había mucha demanda, un gran mercado. Había riqueza en este ramo, mucha riqueza. Las Biblias de lujo proporcionaban grandes ganancias. Así fue como me hice famoso a nivel de impresor de libros religiosos de calidad. Después sucedió algo.
Quedó brevemente ensimismado, y continuaron caminando en silencio.
– Sucedió que en Alemania disminuyó el interés por la religión y por la Iglesia. No hace muchos años, los pobres, los oprimidos y los que se orientaban por la ciencia y la tecnología declararon que Dios había muerto. La religión fue decayendo, y con ella la venta de las Biblias. Para poder sobrevivir, yo pensé que debía hacer de inmediato algo que compensara la reducción de las ventas en ese campo. No podía poner todos los huevos en la canasta eclesiástica. Así que, poco a poco, comencé a buscar y obtener contratos para imprimir libros populares baratos; cosas novedosas y pornográficas. Sí, el mercado de la pornografía descarada estaba en auge en Alemania, y yo estaba dispuesto a imprimirla, con tal de que me siguiera ingresando el dinero. Yo siempre quise tener dinero; mucho dinero. No quería llegar a verme pobre e indefenso, nunca. Además, lo confieso, yo estaba enredado con muchas jovencitas bastante costosas, y luego vino el asunto de Helga Hoffman, y eso también me salía muy caro. ¿Empieza usted a comprender?
– Me temo que no -dijo Randall.
– Claro que no. Usted no conoce la mentalidad artesanal en Alemania. En ese drástico salto que di de las Biblias a la pornografía, tuve graves conflictos con mis operarios y su sindicato. Los obreros jóvenes, al igual que los más antiguos, procedían de familias de larga tradición en el campo de la impresión refinada, orgullosas de su oficio, de su habilidad, de su trabajo, y estas consideraciones eran casi más importantes para ellos que el salario. Sus familias siempre habían trabajado para editores de libros religiosos de primera calidad, y habían estado orgullosos de continuar haciéndolo conmigo. Y luego, cuando casi había yo abandonado las Biblias y los libros religiosos y me había convertido en impresor de libros corrientes y vulgares, esos trabajadores se quedaron azorados. Resintieron mucho la degradación que para ellos implicaba lo que estaban imprimiendo. Y, más que eso, resintieron la nueva producción en masa que yo tuve que imponer. Y resintieron también el que yo los presionara, los apremiara, los obligara a lograr una mayor producción. Poco a poco, empezaron a rebelarse y a hablar de una huelga. Nunca antes había tenido que afrontar una huelga, y la mayoría de mis mejores empleados jamás habían tenido razones para declararla. Pero ahora, incluso aquellos que no podían darse el lujo de estar sin empleo comenzaron a preparar la huelga. De hecho, el presidente del Sindicato de Papeleros e Impresores, Herr Zoellner, le fijó fecha. Eso fue hace algunos meses. Tratamos de negociar, naturalmente, pero no adelantamos nada. Yo no podía ceder, y Zoellner y sus hombres tampoco cedían. Finalmente se produjo un estancamiento, y dentro de una semana se cumplirá la fecha del emplazamiento a la huelga. Si tan sólo pudiera yo explicarles…
– Pero, Karl -dijo Randall-, debe haber alguna forma de hacerles saber que usted está produciendo la Biblia más importante de toda la historia de la industria de las artes gráficas.
– No hay manera alguna -dijo Hennig-. En primer lugar, cuando el doctor Deichhardt vino a verme, no me indicó cuál era el contenido de la nueva Biblia que quería imprimir. Sólo me dijo que era algo totalmente nuevo, diferente e importante. Después de que me esbozó el proyecto, lo rechacé, porque en él veía utilidades muy pequeñas para mí. Yo me negaba a dejar el trabajo rentable, por vil que fuera, a cambio de un poco más de prestigio. Sin embargo, el doctor Reichhardt insistió en que yo lo hiciera, por mis antecedentes. ¿Sabe usted lo que hizo?
Randall sacudió la cabeza y escuchó.
– Me hizo jurar el secreto -dijo Hennig- y concertó una entrevista para que yo me reuniera en privado con el doctor Trautmann, en Frankfurt. Yo estaba muy impresionado. El doctor Trautmann, que es uno de nuestros más notables teólogos, me puso en las manos un manuscrito y me pidió que lo leyera allí mismo, en su presencia. Lo que me dio, y que leí por vez primera, fueron las traducciones al alemán del Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago. ¿Las ha leído usted?
– Hace poco.
– ¿Lo impactaron tanto como a mí?
– Me conmovieron mucho.
– Para mí fue un despertar espiritual -dijo Hennig-. No podía creer que semejante transformación interior pudiera sucederme a mí, el hombre de negocios, el comerciante, el explotador. Sin embargo, así fue. Mi escala de valores se volteó por completo. Ach, aquella fue una noche de purgatorio para mi alma. No me cabía duda de lo que debía hacer, así que acepté el encargo de imprimir la Edición Anticipada para el Púlpito. Aquello significaba renunciar a ciertas cuentas muy provechosas, aunque poco dignas. Mis ingresos bajarían notablemente, y tendría que olvidarme de Helga por el momento.
– Bueno, ¿y eso no satisfizo a sus trabajadores? -preguntó Randall una vez más.
– No, porque la mayoría de ellos no supieron el asunto, y yo no podía revelarles nada. El inspector Heldering vino en avión desde Amsterdam y estableció las más severas medidas de seguridad. Sólo un número limitado de mis antiguos obreros podría participar en el proyecto y conocer lo que se iba a imprimir. Esos son los que están separados de los demás, y tienen que guardar el secreto sobre lo que están haciendo. Pero la mayor parte de mis obreros sigue sin saber nada; ignora que he vuelto a la tradición y al trabajo fino, y que he renunciado a buena parte de mis ganancias para poder formar parte de esta aventura religiosa e histórica.
– ¿Así que van a ponerse en huelga la próxima semana?
– No lo sé -dijo Hennig con una súbita sonrisa-. Lo sabré dentro de unos minutos. Estamos en el «Mainzer Hof». Atravesemos la Ludwigstrasse y vayamos al restaurante que está en el piso alto del hotel. Allí sabré la respuesta.
Desconcertado, Randall siguió al impresor hacia el hotel, donde tomaron el ascensor para el octavo piso.
Era un restaurante alegre, con una hilera de ventanas que daban al Rin, en espléndida vista, allá a lo lejos, el maître d'hôtel dio la bienvenida a Hennig y Randall con una reverencia, y rápidamente los condujo entre las filas de mesas blancas y sillas tapizadas de brocado hasta un lugar situado junto a una ventana. Un corpulento individuo, de alborotado cabello rojizo, tenía la cara miopemente hundida en lo que parecía ser un montón de documentos legales.
– Herr Zoellner, mein Freund! -gritó Hennig-. Ich will schon hoffen das Sie noch immer mein Freund sind? Ja, ich bin da, ich erwarte ihr Urteil.
El hombre corpulento se paró de un salto.
– Es freut mich Sie wieder sahen su Können, Herr Hennig.
– Pero primero, Herr Zoellner, quiero presentarle a un norteamericano llegado de Amsterdam que va a promover un libro mío muy especial. El señor Randall… el señor Zoellner, primer presidente, der este Vorsitzende, de la Industrie Gewerkschaft Druck und Papier, nuestro sindicato nacional de las artes gráficas -Hennig se volvió a Randall-. Lo saludé como amigo. Le dije que estoy aquí, en espera de su veredicto.
Luego hizo a Zoellner un ademán para que se sentara y llevó a Randall a la silla que estaba junto a él.
Hennig clavó la mirada en el jefe sindical.
– Y bien, Herr Zoellner, ¿cuál es el veredicto?… ¿Vida o muerte para Karl Hennig?
El semblante de Zoellner se abrió, complacido, en una amplia sonrisa.
– Herr Hennig, es bedeutet das Leben -anunció-. Vivirá usted. Todos viviremos a causa de usted. Son buenas nuevas -levantó el montón de papeles y dijo emocionado-. Esta contraproposición que usted ha hecho a nuestro sindicato representa el mejor contrato que se le ha ofrecido jamás, que yo recuerde. Los beneficios, los aumentos de salarios, los pagos por enfermedad, el fondo para jubilación, las nuevas instalaciones recreativas… Herr Hennig, tengo el gusto de informarle que la junta lo ha aprobado y este fin de semana lo someteré a la aprobación de los miembros, quienes también lo aprobarán por unanimidad.
– Encantado, encantado -dijo Hennig rasposamente -. Ich bin entzückt, wirklich entzückt. Entonces, ¿olvidamos la huelga? ¿Seguimos adelante juntos?
– Ja, ja, juntos -bramó Zoellner, inclinando la cabeza en señal de respeto-. De la noche a la mañana usted se convertirá en un héroe. Quizá menos rico, pero un héroe. ¿Qué le hizo cambiar de parecer?
Karl Hennig sonrió.
– Leí un libro nuevo. Eso fue todo -se volvió hacia Randall-. ¿Ve usted, Steven? Es un fastidio; cuán sensiblero me he vuelto. Imagínese, verme transformado de Satanás en San Hennig, de la noche a la mañana. Repentinamente deseo compartir lo mío con los demás. Soy un tonto, pero feliz.
– ¿Cuándo se decidió usted a hacer eso? -quiso saber Randall.
– Tal vez comenzó la noche en que leí cierto manuscrito, pero el cambio tomó algún tiempo. Quizá realmente ocurrió la semana pasada, cuando mi crisis laboral llegó a su punto culminante. Me senté a releer algunas pruebas que habíamos impreso. La lectura me tranquilizó, me dio un sentido de las proporciones y me hizo decidir que preferiría ser un segundo Gutenberg que otro Creso u otro Casanova. Bien, la paz es maravillosa. Debemos celebrarla -tintineó con el tenedor un vaso para llamar al maître d'hôtel-. Queremos brindar con un Ockfener Bockstein del Sarre de 1959. Es un vino blanco fresco y seco, con sólo ocho por ciento de alcohol. Con eso bastará, ahora que estamos tan impetuosos.
La placentera comida en el «Mainzer Hof» duró dos horas. Después de que Zoellner se había ido, Karl Hennig telefoneó a su chófer para que los fuera a buscar con el «Porsche» e insistió en llevar a Randall de vuelta a Frankfurt.
Durante el viaje, Hennig habló alegremente de la piscina olímpica que pensaba instalar en un recinto abovedado para sus operarios. Le habló con avidez de su afecto por la actriz Helga. Hizo referencia a su vida social, mencionando que tenía un palco en el palacio de la ópera del distrito. En una ocasión, señaló un campo de uvas en agraz y declaró que darían un delicioso vino de Maguncia. En otra, mientras pasaban por un antiguo y tranquilo pueblecito (paredes de ladrillo, estrechas y sinuosas calles, casas cargadas de años, una iglesia con su campanario, una pequeña plaza protegida por la estatua quebrada de un santo que tenía flores frescas en los brazos), dijo que aquel lugar era Hockheim, donde vivían algunos parientes suyos. Después de entrar en la autopista, el automóvil marchó más aprisa y Hennig se sumió en el silencio.
Súbitamente, al parecer, aunque ya habían transcurrido cuarenta y cinco minutos, se encontraron en el torbellino de Frankfurt. Los policías, con camisas de manga corta, dirigían el tránsito desde sus pedestales. Las calles estaban atestadas de tranvías, camionetas de reparto, «Volkswagen», gente que hacía sus compras de último momento o que volvía al hogar después del trabajo. Debajo de las sombrillas blanco y rojo del Terrassen-Café, los clientes se instalaban para su Teestunde.
Hennig emergió de su ensoñación.
– ¿Va usted al «Frankfurter Hof», Steven?
– Sí, para recoger mis cosas y liquidar la cuenta. Voy a tomar un vuelo inmediato a Amsterdam.
Hennig dio a su chófer instrucciones en alemán para ir al hotel.
Cuando llegaban a la Kaiserplatz, Hennig dijo:
– Si necesita usted mayor información, yo espero estar en Amsterdam dentro de poco tiempo.
– ¿Sabe usted exactamente cuándo?
– Cuando tenga listas las primeras Biblias encuadernadas. Probablemente la semana anterior a la fecha en que se haga el anuncio ante el público.
Al detenerse el auto frente al «Frankfurter Hof», Randall estrechó la mano del impresor.
– Le agradezco su colaboración, Karl -dijo-. No hubiera querido que se molestase en traerme hasta aquí.
– No, no. No era sólo por eso -dijo Hennig-. De todos modos tenía que venir. Sólo lamento no disponer de tiempo para invitarle a un trago, pero tengo una cita de negocios, a los cinco, en el bar del «Hotel Intercontinental». Bueno, auf Wiedersehen.
Randall esperó hasta que se hubo ido el «Porsche», y entonces se encaminó hacia el vestíbulo del «Frankfurter Hof». Se dirigía a la mesa del Portier para preguntar si había algún mensaje, cuando de repente se paró en seco.
Un hombre delgado, que con gesto preocupado acariciaba su barba a lo Van Dyke, se dirigía directamente hacia el Portier. Era Cedric Plummer en persona.
Primero en Maguncia y ahora aquí.
El antiguo relato de Maugham relampagueó en la mente de Randall.
El criado del mercader en Bagdad: «Amo, precisamente ahora, cuando estaba yo en la plaza del mercado, me dio un empellón una mujer en la multitud y cuando me volví vi que era la Muerte la que me había empujado. Me miró y me hizo un gesto amenazador… así que, préstame tu caballo… iré a Samarra y allí la Muerte no me hallará.»
Y después, el mismo día, cuando el mercader halló a la Muerte en la plaza del mercado y le preguntó por qué le había hecho un gesto amenazador a su criado, la Muerte replicó: «No era un gesto amenazador, era sólo de sorpresa. Me asombró verlo en Bagdad, teniendo cita con él esta noche en Samarra.»
El recuerdo no tenía sentido, y sin embargo…
Randall esperó vigilante.
Cedric Plummer había llegado a la mesa del Portier y, encorvando un dedo, había llamado a un empleado.
Rápidamente, Randall avanzó detrás de Plummer, lo pasó, de espaldas a él y con el rostro vuelto, y caminó rápido hacia el ascensor.
Sin embargo, el evitar que lo viera el periodista inglés no impidió que alcanzara a oír la imperativa y aguda voz de Plummer:
– Guter Herr, yo soy Cedric Plummer…
– Sí, señor Plummer.
– …y si hay llamadas para mí, sepa que estaré de vuelta dentro de una hora. Tengo una cita de negocios a las cinco en el bar del «Hotel Intercontinental». Si recibo algún mensaje urgente, allí me puede localizar.
Un escalofrío de temor recorrió a Randall, quien continuó hacia el ascensor. Al llegar, se detuvo y miró por encima del hombro. Plummer no se veía por ningún lado.
En el ascensor, Randall hizo sus cálculos.
Karl Hennig le había dicho: «Tengo una cita de negocios, a las cinco, en el bar del "Hotel Intercontinental".»
Bien sumado: coincidencia.
Mejor sumado: conspiración.
Restando lo que Hennig le había dicho en Maguncia: «Y de plano me negué a verlo. Yo no permitiría que ese hijo de puta cruzara mi puerta…»
Y repitiendo la suma: la cuenta no salía.
De momento decidió dejar el problema sin resolver. Volvería a Amsterdam esa misma noche y a continuación (no más trabajo esa noche; iba a ver a Ángela, se moría por verla), mañana, y los días siguientes, tendría a Karl Hennig estrictamente vigilado.
La limusina «Mercedes-Benz» y Theo lo estaban esperando cuando Randall llegó al Aeropuerto Schiphol, en Amsterdam, tras el corto vuelo desde Frankfurt.
Había ido al «Hotel Amstel», hallando el esperado mensaje de Ángela Monti donde le decía que había llegado a Amsterdam, que estaba hospedada en el «Hotel Victoria» y que estaba ansiosa por verlo.
Se dio una ducha rápida, se vistió y expulsó firmemente a Hennig y a Plummer de su mente. Estando ya abajo, indicó a Theo que lo llevara al «Hotel Victoria», donde una vez que llegó, llamó al cuarto que Ángela ocupaba en el primer piso y esperó al pie de la escalinata, cubierta por una alfombra verde.
Cuando al fin bajó ella, Randall estuvo contemplándola como hipnotizado e incrédulo. La había visto sólo una vez antes, en su tierra, y se había separado de ella sintiendo que ninguna mujer lo había atraído tanto en muchos años. Toda la semana había llevado consigo la imagen de una hembra hermosa. Pero ahora, esta segunda vez, su presencia lo había dejado extasiado. Recordarla meramente como una mujer bella era ser injusto con ella. Era la chica más deslumbrante y deseable que hubiera visto jamás. Y allí, en el vestíbulo, donde ella se había echado tan natural y agradablemente en sus brazos, apretando ardientemente sus suaves labios contra los de él, comprendió que Ángela era alguien que ya formaba parte de su propio ser.
Theo los había llevado al Bali, un restaurante indonesio muy recomendado que estaba en la Leidsestraat. Después de despedir al chófer holandés, insistiendo en que estaría perfectamente seguro puesto que no llevaba consigo documento o papel alguno, Randall tomó a Ángela por el brazo, la condujo por la puerta giratoria y subieron dos tramos de escalones, llegando al comedor central del restaurante. Un camarero de piel oscura, tocado con un turbante, los condujo a una de las tres pequeñas salas que había en la parte trasera.
Se habían sentado a una mesa contra la pared y ordenado el Rijsttafel («mesa de arroz» o buffet frío estilo indonesio), y apenas se dieron cuenta de la enorme variedad de platillos que les ponían enfrente: el sajor soto o sopa, la carne de res con salsa de Java, la soya mezclada, los camarones gigantes, el coco frito. Habían comido y hablado poco. Bebieron una botella de vino seco del Mosela y se habían amado con los ojos y con el roce de los dedos.
Saliendo del Balí, tomados de la mano, habían paseado en la templada noche estival. Habían atravesado el Leidseplein, y se habían detenido a oír a tres amables jovencitos que rasgueaban sus guitarras. Desde el puente del Prinsengracht, cogidos del brazo, habían contemplado el canal mirando hacia otro puente distante que brillaba con cientos de luces, que parecían sartas de perlas luminosas en la oscuridad. Ahora habían llegado al ancho puente del Singel y, debajo de ellos, los botes iluminados y llenos de flores subían y bajaban en el agua.
Ya avanzada la seductora noche, ellos seguían en el puente, casi a solas.
Ángela había dicho que Naomí le había hallado una oficina aquella tarde; una oficina en el mismo piso que la de Randall, y muy cerca de él, casi puerta con puerta.
– Sí -dijo él-. Yo lo dispuse así.
Ella titubeó.
– ¿Querías tenerme tan cerca todos los días?
– Quería y quiero.
– ¿No temes equivocarte, Steven? Apenas me conoces.
– He estado contigo toda la semana, todos los días y todas las noches. Sí, te conozco; te conozco muy bien, Ángela.
– Yo he sentido lo mismo -dijo ella suavemente.
Randall miró otra vez hacia el canal, y cuando se volvió para mirar a Ángela, vio que tenía los ojos cerrados, que sus labios se movían imperceptiblemente y que tenía las manos juntas. Después abrió los ojos y le sonrió.
– ¿Qué hacías? -preguntó él-. ¿Rezabas?
Ella asintió.
– Me siento mejor -dijo.
– ¿Acerca de qué, Ángela?
– De lo que voy a hacer -siguió sonriendo-. Steven, llévame al hotel.
– ¿A cuál?
– Al tuyo. Quiero ver tus habitaciones.
– ¿De veras quieres ver mis habitaciones?
Ángela deslizó la palma de su mano bajo la mano de él.
– No. Eres tú. Quiero estar contigo.
Libres de sus vestiduras, estaban ya en el lecho de Randall, uno al lado del otro, cara con cara, besándose apasionadamente, perdiendo cada uno de ellos las manos, hábiles y despiertas, por el cuerpo del otro.
No habían dicho una sola palabra desde que entraron en el lecho, y lo único que podían oír era la respiración acelerada y la rapidez de sus latidos.
La mano de Randall se deslizó con particular destreza por el mundo maravilloso de Ángela. Sentía palpitar aquella intimidad despierta, aquella intimidad que parecía exigirle, con su pronta respuesta, cada vez más pasión, cada vez más entrega. Randall escuchó el lento suspirar de Ángela primero, la ola creciente de su aliento, después. La mano de ella se entregó a su mismo juego, hábil, hábil e insaciable. Randall creyó, por un momento, que iba a estallar. Su cuerpo se llenó de luz.
Luego, del fondo de Ángela surgió un quejido, bajo y suplicante, como un grito lejano que imploraba la plenitud del amor. Ella apartó su mano de él. Caída sobre el lecho, con los ojos cerrados y la boca entreabierta, Ángela esperaba.
Y Randall la contempló, en la escueta línea de su belleza esplendorosa, recorrió con la mirada -una mirada que repetía la pasión misma de su boca, la propia pasión de sus manos- su cuerpo implorante, ese cuerpo que pronto sería suyo. Ella estaba lista, con el cabello negro y brillante revuelto sobre la blanca almohada, los párpados velando sus ojos, la respiración fuerte, palpitante en toda su hermosura, en aquellos rincones de su cuerpo que ya sus labios se sabían de memoria, en aquellos rincones que eran, para él, promesa y realidad a un tiempo de plenitud y de gozo.
Sí. Ángela esperaba. Presta, entregada.
También Randall estaba ya dispuesto.
Cuando al fin sus expectativas se cumplieron, Ángela y Randall pasaron a ser un solo cuerpo. Un solo cuerpo, con un solo ritmo, con una sola respiración, como un mar que crecía impetuoso y que luego alejaba sus olas de la orilla. Randall se sentía prisionero de aquellos dulces muros de carne, aquellos muros que le apretaban cada vez más firmemente, cada vez más dulcemente, cada vez más húmedamente.
Y Ángela ahondó el abrazo. Ya era Randall su propio cuerpo, su mismo cuerpo. Un cuerpo que podía apretar, con el que podía gemir, un cuerpo que llenaba el suyo de fuego. Un fuego rítmico e infinito. Ángela se sintió, por un momento, fuego ella misma, el fuego de Randall y su propio fuego ardiendo en una danza maravillosa, en una danza que hubiera deseado inagotable, como la pasión que Randall había despertado en ella. Apenas consciente, Steven supo, sin embargo, que se consumía en un éxtasis de pasión como nunca antes había llegado a sentirlo.
Ángela comenzó a apretar sus puños, a cerrar el arco de sus brazos. Subía y bajaba la ola de su cuerpo, se llenaba y vaciaba una y otra vez como un huracán de fuego y arena, como la marea que cubre la playa y luego deserta de ella. Randall seguía el ritmo marcado por Ángela, y su carne daba vuelta tras vuelta en aquella prisión gloriosa en la que hubiese deseado permanecer siempre.
– Dios mío -musitó él-, oh Dios mío. Mi amor…
Aquella danza era ya el movimiento perpetuo, cada vez más alto, más encumbrado, más volátil.
Ella le golpeaba con los puños en la espalda, mientras la aferraba de los costados.
– Querido, querido -jadeó ella-. Ah, querido…
Y Ángela sollozó, Ángela se estremeció, Ángela fue recorrida por un rayo que hizo temblar su piel, temblar sus labios, temblar aquel cuerpo del que Randall no hubiera querido ya separarse. Y él apuró, a su vez, la plenitud. Por un momento, el mundo estalló al unísono para ambos… Eran, sólo, un río de fuego. Un solo río.
– Te amo -musitó él-. Te amo, te amo.
– ¡Oh Steven! Nunca me dejes, nunca.
Vacíos, satisfechos, yacían apretados y seguros en brazos uno del otro.
Ella se durmió con ese dulce rostro suyo, tan querido y tranquilo, sobre el pecho de él.
Amodorrado, él trató de pensar, todavía caliente por la entrega de ella y de su carne. Había habido muchas, pero ninguna como ésta. Bárbara no, por supuesto que no. Él la recordaba esta noche con amabilidad y afecto, y reconocía ahora que sus encuentros mecánicos y sin amor habían sido tanto fracaso suyo como de ella. Darlene tampoco; ni todas las Darlenes anteriores a Darlene, con sus inanimados receptáculos, o con sus acrobacias de geisha experta. Tampoco Naomí, ni las muchas Naomíes anteriores a Naomí, con sus servicios limitados, sus números especiales, sus trucos y sus provocaciones.
Nunca, en las muchas noches de una vida con tantos años de adulto, había dado ni tomado, proporcionado ni recibido un orgasmo nacido y producido enteramente del amor; ni una sola vez, hasta esta noche, en esta cama, con esta mujer, en Amsterdam. Tenía ganas de llorar. ¿Por los años desperdiciados? ¿Por la alegría final? ¿Por los millones de otros seres del mundo que vivían y morirían sin conocer esta unidad total?
Randall besó amorosamente a Ángela en la mejilla, hundió profundamente su cabeza en la almohada, cerró los pesados párpados y él también acabó por dormirse.
Cuando recobró la conciencia se dio cuenta de que una campana remota lo llamaba. Hizo un esfuerzo por despertarse, vio a Ángela junto a él, todavía perdida en el sueño, y a través de las persianas que estaban más allá se percató del clarear gris de la mañana.
El sonido era persistente y se hacía más fuerte. Se dio una vuelta hacia la mesa de noche y vio que las manecillas de su reloj de viaje señalaban las seis y veinte de la mañana. Comprendió entonces que el sonido de campanas provenía del teléfono que estaba junto al reloj.
Aturdido manoseó buscando el auricular, logró levantarlo del aparato y se la llevó a la boca y el oído.
– Hola, ¿quién habla? -preguntó rápidamente.
– ¿Steven? Habla George Wheeler -anunció desde el otro extremo una voz apagada, pero perfectamente despierta-. Lamento despertarlo así, pero no tuve más remedio. ¿Está despierto? ¿Me oye?
– Estoy bien despierto, George.
– Escuche. Es importante. Quiero que vaya al «Hospital de la Vrije Universiteit»… el hospital principal de Amsterdam, el de la Universidad Libre. Necesito que esté allí dentro de una hora, a las siete treinta a más tardar. ¿Tiene un lápiz? Será mejor que lo anote.
– Un segundo -Randall localizó un lápiz y un bloc de notas que el hotel había puesto sobre la mesa-. Ya lo tengo.
– Apunte: «Hospital de la Vrije Universiteit». La dirección es 1115 Boelelaan. Está en Buitenveldert (un barrio nuevo de la ciudad), el taxista lo debe conocer. Pida al hotel que le busquen un taxi. Cuando esté dentro del hospital, diga a la empleada de informes que quiere que lo lleven al cuarto de Lori Cook en el cuarto piso. Allí estaré yo. Allí estaremos todos.
– Espere, George. ¿Qué diablos está pasando?
– Ya lo verá. No podemos discutirlo por teléfono. Baste que le diga que ha ocurrido algo absolutamente extraordinario. Y lo necesitamos a usted allí…