VI

El taxi en el que viajaba Randall, un «Simca», abandonó la ciudad y entró en la amplia calzada llamada Rooseveltlaan; ahí aceleró la marcha, pasando velozmente junto a praderas y bosques, y no la disminuyó hasta que tomó por Boelelaan y se acercó al hospital. Randall había ofrecido al chófer diez florines de más si lograba llegar al hospital antes de las siete y media; y el chófer se había propuesto recibir esa propina.

Ahora, desde la ventanilla del «Simca», Randall podía observar las enormes instalaciones de lo que parecía ser el conjunto de edificios de un hospital recientemente construido. El taxi entró a la vía de acceso bordeada por un lecho de flores, cuyos colores eran los únicos visibles en aquella temprana mañana nublada.

El «Simca» patinó al frenar frente a la estructura de siete pisos. En el toldo de madera de la entrada estaban escritas estas palabras: «ACADEMISCH ZIEKENHUIS DER VRIJE UNIVERSITEIT.»

– ¡Seis minutos antes de la hora señalada! -exclamó el chófer con satisfacción.

Randall pagó agradecidamente el costo del viaje, agregando los diez florines prometidos.

Aún desconcertado por el suceso «absolutamente extraordinario» que había exigido su presencia en este lugar, Randall subió apresuradamente los escalones de piedra del hospital. Cruzó la puerta giratoria y se encontró en un vestíbulo de techo bajo, donde había una tienda en la que vendían tabaco, dulces y galletas, cerca de la cual se encontraba la mesa de información de la que Wheeler le había hablado. Detrás del mostrador estaba una recepcionista de edad madura.

En el momento mismo en que se dirigía al mostrador, la mujer holandesa le preguntó:

– ¿Es usted el señor Randall?

Después de que él asintió con la cabeza, ella agregó:

– Por favor, siéntese un momento. El señor Wheeler me llamó por teléfono para decirme que ahora mismo baja a recibirlo.

Demasiado impaciente para sentarse, Randall llenó de tabaco su pipa y la encendió. Luego se dispuso a contemplar el muro del vestíbulo, compuesto de mosaicos modernistas; una imagen representaba a Eva naciendo de la costilla de Adán; otra mostraba a Caín y Abel; otra más a Cristo curando a un niño. Cuando comenzaba a interesarse en los mosaicos, escuchó su nombre y se dio la vuelta. George L. Wheeler estaba limpiando sus lentes de arillos dorados y colocándoselos en el puente de la nariz, mientras se acercaba a él para saludarlo.

El editor pasó paternalmente un brazo sobre los hombros de Randall, y con su voz gutural de dromedario dijo alegremente:

– Me complace que haya regresado de su viaje a tiempo para esto, Steven. Me urgía que se enterara usted del asunto desde el principio, aun cuando todavía no pueda hacer uso de la historia. Tendremos que guardarla en secreto hasta que estemos seguros. Pero en el instante mismo en que los médicos nos den su visto bueno, podrá usted vociferarla a todo el mundo.

– George, ¿de qué me está hablando usted?

– Creí que ya se lo había dicho… pero tal parece que no. Se lo diré rápidamente mientras subimos.

Conduciendo a Randall hacia el ascensor, el editor bajó el tono de su voz, pero sin poder reprimir la emoción.

– Escuche esto -dijo-. Anoche, cuando salí a cenar ya tarde con Sir Trevor en el Dikker en Thijs (en realidad, el señor Gayda, nuestro editor italiano, a quien usted recuerda, y monseñor Riccardi eran nuestros anfitriones), recibí una llamada urgente de Naomí. En pocas palabras me pudo contar lo que había ocurrido, y me aconsejó que todos viniéramos de inmediato al hospital. Me pasé aquí toda la noche. Debe notarse en las ojeras que tengo.

– George -dijo Randall impacientemente-, por un demonio, ¿me quiere decir qué es lo que sucede?

– Lo siento; sí, claro.

Habían llegado a los ascensores, pero Wheeler apartó a Randall de las puertas corredizas.

– Todo parece indicar… la información sigue siendo escasa; existe mucha confusión… la chica esa que trabaja en su oficina, la que sabe mucho de arqueología… se me olvida su nombre…

Randall estuvo a punto de decir Ángela Monti, cuando se dio cuenta de que el editor aún no conocía a Ángela y que se refería a una de las colaboradoras de su personal de publicidad.

– ¿Se refiere a Jessica Taylor, la norteamericana…?

Wheeler asintió.

– Correcto; la señorita Taylor. Justo antes de la medianoche, Jessica Taylor recibió una incoherente y absurda llamada telefónica de Lori Cook, su secretaria, Steven, la coja, la que ha estado lisiada toda su vida. Sollozando, Lori le dijo a Jessica que había visto una aparición, y que se había hincado para rezarle pidiéndole que la curara y que pudiera volver a caminar normalmente… y le dijo que cuando la visión desapareció; ella se había puesto de pie, que su mal había desaparecido y que podía caminar como cualquiera…

– ¿Qué? -exclamó Randall incrédulamente-. ¿Está hablando en serio?

– Ya lo oyó, Steven. Lori podía caminar normalmente, y decía y repetía por teléfono que sentía desvanecerse y que tenía fiebre, como si estuviera fuera de este mundo, y que necesitaba ver a alguien inmediatamente. Y claro, Jessica Taylor fue a verla en seguida. Jessica encontró a Lori desmayada en el suelo de su apartamento, y la revivió; pero después de escuchar los balbuceos de Lori, y no sabiendo qué hacer, también ella se puso nerviosa. Entonces me telefoneó a mí, pero yo había salido, así que Naomí recibió la llamada e inmediatamente pidió que una ambulancia fuera a recoger a Lori. Más tarde, Naomí me localizó, y yo mismo llamé al doctor Fass, el médico que atiende al personal de Resurrección Dos, y le conté lo sucedido. Llamé a otras personas más, y todo el mundo se presentó de inmediato en el «Hospital de la Universidad Libre». ¿Qué le parece, Steven?

Mientras Wheeler estuvo hablando, Randall había recordado su primera entrevista con Lori, aquella chica que tenía aspecto de gorrión gris y que estaba obsesionada con su cojera. Recordó que le había platicado acerca de su eterno peregrinar (como ella lo llamaba) a Lourdes, Fátima, Turín y Beauraing; aquella odisea de esperanza y desesperación en busca de un milagro que la volviera a la normalidad.

– ¿Que qué me parece? -repitió Randall-. No sé qué pensar. Me gustaría enterarme de los hechos. Lo siento, George, pero yo no creo en milagros.

– Vamos, vamos; usted mismo ha dicho que el Nuevo Testamento Internacional es un milagro -le recordó Wheeler.

– Nunca lo dije en sentido literal, sino hiperbólicamente. Nuestra Biblia surgió de una excavación arqueológica totalmente científica. Está basada en hechos racionales y verdaderos. Pero, las curaciones milagrosas…

Randall se distrajo al recordar algo que Lori Cook le había dicho en su entrevista, algo así como que la nueva Biblia significaba todo para ella y que había oído que el descubrimiento era increíblemente milagroso. Una sospecha surgió en su mente.

– George, debe haber algo más. ¿No ha explicado Lori qué pudo haber motivado la aparición y… el tal milagro?

– ¡Una percepción extrasensorial! Eso era precisamente lo que iba yo a decir -dijo Wheeler todavía entusiasmado-. Tiene usted toda la razón; algo lo motivó. Y eso fue una falla de seguridad por parte de nuestro director de publicidad, el señor Steven Randall. Usted fue el culpable directo; pero, considerando lo sucedido, lo perdonamos.

– ¿Que yo cometí una violación de seguridad?

– Así es. Haga memoria. El doctor Deichhardt le facilitó unas pruebas de nuestro Nuevo Testamento por una noche, para que usted lo leyera, con la condición de que se las devolviera personalmente al día siguiente; pero usted le pidió a Lori que ella se encargara de hacerlo.

– Ahora lo recuerdo. Estaba yo a punto de llevárselas a Deichhardt, y de pronto me encontré muy ocupado con Naomí arreglando los últimos detalles de mi viaje, así que le entregué las pruebas a Lori. Bueno, estaba seguro de que ella las entregaría. Quizá debí haberlo hecho yo mismo… pero, de todas formas, ¿qué tenía de malo que Lori las devolviera?

Wheeler sonrió.

– Lori le confesó a Jessica anoche, antes de que llegara la ambulancia, que usted había dispuesto que ella entregara esas pruebas al doctor Deichhardt en persona; sólo a él y a nadie más. ¿Correcto?

– Así fue.

– Pues la chica le tomó la palabra. Fue a entregar las pruebas al doctor Deichhardt, pero en esos momentos él no se encontraba en su oficina, así que Lori no quiso dejárselas a la secretaria y decidió guardarlas hasta que el doctor regresara. Pero como tenía tan cerca ese… ese objeto sagrado, como ella misma dijo… era como si tuviera en sus manos el Santo Sudario o el Cáliz de la Última Cena… y la tentación fue demasiado grande. Lori confesó que fingió salir a comer y que, en lugar de eso, se escondió en una de las bodegas de nuestro piso en el «Kras» y se puso a leer el Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago. De hecho, si es que es verdad lo que dice, leyó el evangelio de Santiago cuatro veces, antes de devolver los documentos al doctor Deichhardt más tarde.

– Yo sí creo que lo haya leído cuatro veces. ¿Y qué… qué sucedió después?

– Durante esa semana, todos sus pensamientos, todo lo que cabía en su mente y llenaba los deseos de su corazón, tenían que ver con lo que Santiago había escrito acerca de Jesús. Comenzó a imaginarse, a representar en su mente, despierta o dormida, a Jesús caminando sobre la Tierra, Su supervivencia a la Crucifixión, Su audaz visita a Roma; a Santiago en Jerusalén, enfrentándose a la muerte, escribiendo el evangelio sobre un papiro. Y anoche estaba sola en su recámara, con sus alucinaciones del momento, cuando de pronto cerró los ojos, puso sus manos sobre el corazón y, parándose en medio de la habitación, le pidió a Santiago el Justo que la condujera a la plenitud de la vida, así como ya le había traído a Jesús a su vida. Y así fue cómo, cuando abrió los ojos, apareció ante ella un círculo luminoso y brillante que casi cegaba la vista, una bola de luz que parecía flotar por el cuarto; ahí estaba la figura de Santiago el Justo, con su barba y su túnica, levantando la mano y bendiciéndola. Dice Lori que se sintió simultáneamente asustada y exaltada, y que después de hincarse volvió a cerrar los ojos, rogándole a Santiago que la ayudara. Cuando los abrió de nuevo, la aparición se había esfumado; luego, se levantó, dio unos cuantos pasos y notó que su cojera había desaparecido. Continuó sollozando y llorando, al mismo tiempo que decía: «¡Estoy curada!» Después, telefoneó a Jessica Taylor, quien la encontró desmayada o en trance (aún no se sabe) y, bueno, Steven, ya le he contado lo demás. Ahora vayamos arriba.

Tomaron el ascensor al cuarto piso y apresuradamente pasaron delante de dos pabellones de seis camas y siguieron hasta donde se hallaba un grupo de personas enfrente de lo que obviamente era el cuarto de Lori Cook.

Al acercarse al grupo, Randall reconoció a Jessica Taylor, que llevaba un cuaderno de apuntes, y a Oscar Edlund, el fotógrafo pelirrojo, de cuyo hombro colgaba una cámara. Las otras personas a quienes también conocía Randall eran el señor Gayda, monseñor Riccardi, el doctor Trautmann y el reverendo Zachery.

Al unirse al grupo, Randall notó que todos prestaban atención al médico que vestía una bata blanca y que se estaba dirigiendo a ellos. Junto a él se encontraba una atractiva enfermera vestida con un uniforme azul de cuello blanco. Wheeler murmuró a Randall que el médico era el doctor Fass, un internista holandés, digno, seco y meticuloso, de aproximadamente sesenta años de edad.

– Sí, le tomamos radiografías a la señorita Cook tan pronto como fue internada -estaba diciendo el médico, en respuesta a la pregunta que alguien le había formulado-. Cuando la trajeron aquí anoche… esta madrugada, para ser más preciso… se la puso en una camilla de ruedas (no nos gusta usar camillas de mano) y se la trajo a este cuarto. Para apresurar los diagnósticos, nuestras camas suizas están diseñadas de tal manera que podemos tomar radiografías de un paciente a través del colchón; y esto fue lo que se hizo con la señorita Cook de inmediato. Ahora bien, volviendo a su otra pregunta; definitivamente no podemos saber con exactitud en qué estado se encontraba la paciente antes de la alucinación… digamos, la experiencia traumática… por la cual atravesó anoche. Estamos tratando de localizar a los padres de la chica, quienes se encuentran de vacaciones en el Lejano Oriente. Una vez que hayamos hablado con ellos, confiamos en poder obtener el historial clínico de la enfermedad que lisió a la señorita Cook cuando era niña. Por ahora, sólo podemos basarnos en su palabra. Por la forma en que la paciente ha descrito su padecimiento, a mí me da la impresión de que sufrió algún tipo de osteomielitis cuando era pequeña, hará unos quince años.

Randall, perturbado, se dirigió al médico.

– ¿Puede describirnos la afección, doctor?

– En el caso de la señorita Cook, la inflamación sintomática apareció en la tibia o hueso anterior de la pierna derecha, entre la rodilla y el tobillo. Pudo haber sido un caso agudo que provocó la destrucción del hueso (nuestras radiografías tal vez lo confirmen), ya que la paciente recuerda haber sufrido hinchazones, dolores y fiebres prolongadas. Nunca se le aplicó la terapia apropiada, y tampoco fue operada. Años más tarde, quedó coja.

– Doctor Fass -esta vez hablaba Wheeler-, ¿cómo puede explicarse lo sucedido anoche? Después de todo, quedó curada, ¿no es verdad? ¿Ya camina normalmente?

– Es verdad, podría decirse que ya camina normalmente -dijo el doctor Fass-. Ha respondido satisfactoriamente, según nuestro fisioterapeuta. Nuestro director médico estuvo presente en las pruebas que se le hicieron, y nuestro neuropsiquiatra la revisará esta tarde. En estos momentos la están examinando e interrogando los doctores Rechenberg y Koster, dos asesores cuyos servicios yo mismo solicité. Con respecto a lo de anoche, dudo mucho que yo sea la persona indicada para explicar lo que realmente sucedió. Por otra parte, puede ser que la paciente haya sufrido en su niñez algún tipo de trauma psíquico, en lugar de una enfermedad orgánica, y que las alucinaciones de anoche hayan contrarrestado o neutralizado el trauma por medio de la autosugestión. En tal caso, nosotros la clasificaríamos como víctima de una neurastenia prolongada, y su recuperación no podría considerarse como milagrosa. Por otra parte…

El doctor Fass lanzó una mirada al pequeño círculo que le escuchaba y sus ojos parpadearon.

– …si se comprueba que su cojera fue causada por una enfermedad orgánica, y que la señorita Cook sanó sin ayuda de la ciencia, entonces estamos hablando de algo completamente distinto. Y ya que hablamos de eso, me gustaría hacer referencia a un informe quirúrgico del siglo xvi, hecho por el estimable doctor Ambroise Paré, después de haber tratado la enfermedad de cierto paciente: «Je le pansay; Dieu le guérit»…. «Yo lo vendé; Dios lo curó.» -El doctor Fass hizo un gesto de disculpa-. Excúsenme, por favor; debo regresar al lado de mis colegas. Podrán ustedes interrogar a la paciente dentro de uno o dos días. Naturalmente, ustedes querrán que la paciente esté aquí bajo observación por lo menos durante dos semanas.

Mientras el médico empujaba la puerta para entrar al cuarto de Lori acompañado por la enfermera, Randall se abrió paso entre el grupo para asomarse por la puerta que había quedado abierta unos segundos. Apenas alcanzo a echar un brevísimo vistazo a lo que sucedía ahí dentro.

Lori Cook, tan pequeña, con su aspecto de muchacho, estaba sentada en la orilla de la cama y tenía su bata de hospital levantada más arriba de las rodillas. Un médico le examinaba la pantorrilla derecha, mientras otros dos observaban con interés. Lori Cook parecía ignorar a los doctores que la atendían. Contemplaba el techo, esbozando apenas una sonrisa secreta. Parecía realmente beatificada.

Luego, la puerta del cuarto se cerró, obstruyendo la vista de Randall.

Absorto en sus pensamientos, mientras se alejaba de la puerta, Randall notó que el grupo se había dispersado, y que Wheeler, que iba caminando por el pasillo con otras dos personas, le hacía señas con la cabeza.

Randall alcanzó a Wheeler, que estaba platicando con Gayda, el editor italiano, y con monseñor Riccardi, el teólogo católico… y se sentó junto a ellos en uno de los sillones de piel que había en la sala para las visitas diurnas.

– ¿Qué piensa usted de todo esto, monseñor Riccardi? -le preguntó Wheeler-. Ustedes, los católicos, tienen mucha más experiencia en estos asuntos.

Riccardi alisó el frente de su sotana y dijo:

– Es demasiado pronto para decir algo, señor Wheeler. La Iglesia actúa cautelosamente en estos asuntos. Siempre nos pronunciamos en contra de la credulidad inmediata.

– ¡Pero, se trata obviamente de un milagro! -exclamó Wheeler.

– A primera vista, la curación de la señorita Cook es asombrosa, muy asombrosa -acordó monseñor Riccardi-. Sin embargo, debemos abstenernos de emitir un juicio prematuro. Desde que Nuestro Señor realizó unos cuarenta milagros evidentes, ha habido nuevas señales visibles a Sus fieles, aun en nuestros tiempos. Esto lo sabemos con certeza. Pero debemos preguntarnos cuál es precisamente la naturaleza de un milagro verdadero. Nosotros sostenemos que es un suceso extraordinario, visible en sí mismo y no meramente en cuanto a su efecto. Es un evento inexplicable en términos de lo que son las fuerzas naturales; aquello que sólo pudo haber ocurrido a través de la intervención especial de Dios. Es a través de los milagros constantes que Dios se manifiesta según Su voluntad. No obstante, no todas las curaciones que aparentemente se acreditan a la fe pueden ser atribuidas a la intervención de Dios. Tengan presente que de cada cinco mil curaciones registradas por el santuario de Nuestra Señora de Lourdes, la Iglesia encuentra que quizás el uno por ciento son verdaderamente milagrosas.

– Porque muchas de ellas sólo son producto de la imaginación -dijo Gayda pedantemente-. La imaginación y los poderes de la sugestión pueden dar grandes resultados. Existe, por ejemplo, el falso embarazo. La Reina María, que gobernó a Inglaterra hasta 1558, ansiaba tanto tener un hijo, que dos veces tuvo falsos embarazos, aunque los síntomas eran aparentemente reales. Recuerden ustedes la demostración que hizo en París un neurólogo francés en los años treinta. Le dijo a un paciente, que tenía los ojos vendados, que le acababa de acercar una llama al brazo y que se lo había quemado. En seguida apareció una ampolla en el brazo del paciente, aunque todo era falso; un engaño. No le había acercado ninguna llama, sino que sólo se lo había sugerido. Y recuerden también a aquellos que fueron estigmatizados por llagas sangrantes como las que Cristo padeció… ¿Cuántos de esos casos ha habido, monseñor Riccardi?

– Históricamente, existen 322 casos comprobados de personas que sangraron de las manos y el costado, tal como a Cristo le sucedió en la Cruz. El primero fue San Francisco de Asís, en 1224, y el más renombrado de los últimos casos fue el caso de Teresa Neumann, en 1926.

Gayda quitó la vista de Riccardi para mirar a Wheeler.

– Como comprenderás, George, todo eso se debe a la sugestión. Esos seres creyeron en la Pasión y sufrieron igual que Cristo. Del mismo modo, Lori Cook deseaba tanto sanar y tenía una fe tan grande en nuestra nueva Biblia, que mediante el poder de la sugestión sanó.

Wheeler extendió las manos y dijo:

– Pero eso es un milagro; simple y sencillamente un milagro.

Monseñor Riccardi se levantó, asintiendo con la cabeza y dirigiéndose a Wheeler.

– Puede ser. Observaremos este caso muy de cerca. Esto pudiera ser sólo el comienzo. Una vez que Santiago difunda su nuevo evangelio al mundo entero, la creencia en la Pasión podría extenderse y, con fe y convicción, Nuestro Señor responderá y abundarán los milagros en todas partes. Rezaremos para que así sea.

Mientras Riccardi y el editor italiano salían de la sala, Wheeler detuvo a Randall.

– Lo logramos, Steven -dijo lleno de júbilo-. Puedo adivinarlo; lo siento muy en el fondo. Esos teólogos saben que ha sido un milagro; el primer milagro divino que puede acreditarse a nuestro Nuevo Testamento Internacional. Aun cuando los protestantes no consideran los milagros igual que los católicos, no podrán ignorar evidencias como ésta. Tienen que impresionarse con los poderes de nuestra nueva Biblia. Y ya se imagina usted cómo los católicos van a exigir un imprimatur para la obra. Una vez que nos den luz verde, quiero que esté listo con este asunto, Steven. Después de que se haga el anuncio de la Biblia, podrá usted difundir la historia de Lori Cook. ¿Acaso se le ocurre mejor endoso, mayor respaldo que este milagro? No se trata de una publicidad forzada, Steven. Será simplemente labor misionera. Piense en todo el bien que podemos hacer.

«El bien que podemos hacer vendiendo a diez dólares cada ejemplar», quiso añadir Randall. Sin embargo, prefirió callar.

Porque en verdad estaba impresionado.

Algo le había ocurrido a una muchacha que él conocía; una chica que había estado lisiada y que ahora estaba curada.

Él no tenía ninguna respuesta para todo esto. Aparentemente, la ciencia tampoco. Entonces, ¿por qué no llamarlo lo que realmente era?… un milagro.

Cinco horas después, sentado en una silla de bejuco frente a Ángela Monti y jugueteando con una cuchara sobre el mantel azul moteado, en un café al aire libre, Randall había estado relatando sus experiencias en el hospital.

Se habían reunido para almorzar en De Pool, un café-restaurante que quedaba a la mitad del camino entre el «Hotel Victoria», donde Ángela había estado trabajando con sus apuntes de investigación toda la mañana, y el «Krasnapolsky», donde Randall había estado febrilmente ocupado después de abandonar el hospital junto con Wheeler.

Ángela escuchó y aceptó el relato de la curación milagrosa de Lori Cook sin dar muestras de sorpresa o de duda.

– No porque yo sea muy buena católica, aunque tengo fe en la religión -estaba explicando Ángela-, sino porque yo sospecho que en un mundo tan aparentemente racional hay muchos misterios que no pueden ser comprendidos por nuestras limitadas capacidades mentales. En el orden de las cosas y los seres vivientes del universo nosotros, los humanos, probablemente estamos clasificados apenas un poco más arriba que las hormigas.

Luego, tomando la mano de Steven encima de la mesa, Ángela quiso saber qué había hecho él, minuto a minuto de la mañana, después de abandonar el hospital. Antes de que Randall pudiera contarle, un camarero se había presentado a la mesa para preguntar qué comerían.

Randall tomó el menú, una lustrosa cartulina en la cual aparecían fotografías en color de cuatro especialidades para el almuerzo; cada platillo aparecía sobre un plato de cartón oblongo, muy parecido a las comidas norteamericanas congeladas.

– Conoces el lugar -dijo Randall-, y ahora me conoces a mí. ¿Qué sugieres?

Ángela parecía estar complacida.

– Ya que tenemos tanto trabajo, sugiero que comamos poco. De hecho, los platos son ligeros aquí -señaló una fotografía en el menú y se dirigió al camarero:

– Comeremos el Hongaarse goulash.

Una vez que el camarero se había retirado, Ángela se volvió a Randall:

– Ahora explícame, ¿qué hiciste el resto de la mañana, Steven?

– Déjame ver… Antes de salir del hospital te llamé por teléfono, ¿verdad? Como te dije, cualquier cosa que pudieras escribir basándote en tu memoria, en tu Diario, en tus apuntes, en los papeles de tu padre acerca de la excavación y el hallazgo, nos serviría y nos conduciría a otras cuestiones nuevas.

– Ya tengo algo escrito, para que tú lo veas.

– Estupendo. Bueno, después del hospital, fui al «Krasnapolsky». Les Cunningham y Helen de Boer (ellos son miembros de mi personal de publicidad y los conocerás pronto) me estaban esperando para darme buenas noticias. El Gobierno holandés nos autorizó a utilizar el auditorio del Palacio Real de los Países Bajos el 12 de julio, para el anuncio del Nuevo Testamento Internacional y su publicación, y también conseguimos el permiso para difundir el evento por televisión al mundo entero a través de Intelsat V, el sistema de comunicaciones por satélite. Después bosquejamos un memorándum confidencial dirigido a los cinco editores, con copias para otras personas que trabajan en el proyecto y a quienes podría interesar el asunto, y las enviamos junto con una nota más sugiriendo que nos reunamos mañana para finalizar los planes… Ángela, ¿que no te lo había dicho ya cuando te llamé nuevamente desde el «Kras» para invitarte a almorzar?

– Me habías dicho algo.

– Odio repetirme. Pero es que están pasando tantas malditas cosas…

– Me gusta que te repitas. Me encanta escuchar tu voz. ¿Qué sucedió después, Steven?

– Pues bien, luego ordené que mi personal subiera al cuarto 204… el cuarto que usamos para las juntas de publicidad; pero el lugar es tan agradable, que pensé que tú y yo podríamos hacer un poco de vida doméstica allí…

Ángela le apretó la mano.

– ¿Te acordaste de mí mientras trabajabas? Me halagas mucho, pero tú estás demasiado ocupado para andar tomándote esas libertades.

– Espero que no -dijo Randall-. Es verdad que el tiempo nos apremia… Bueno, de todos modos, celebramos la junta y todo salió bien.

– ¿Qué es lo que discuten en una junta de publicidad?

– Les conté todo… claro que Jessica Taylor estaba enterada desde un principio… pero a los demás les relaté que Lori Cook había leído clandestinamente el Evangelio según Santiago, lo que sucedió después y cómo es que ya puede caminar normalmente. El asunto causó gran sensación. Le encomendé a Jessica que escribiera dos artículos… uno en forma de historia escrita en primera persona (que quiero que ella haga por Lori) donde narre su vida, los años en los que tuvo que sobrellevar su deformidad, su incansable búsqueda de un milagro, y lo que sucedió después de haber leído a Santiago y a Petronio; y el otro será una historia acerca de la propia Jessica, en la cual relate su experiencia de anoche con Lori Cook. A Paddy O'Neal le pedí que preparara una gaceta de Prensa acerca de lo ocurrido, enfatizando la cuña con nuestra nueva Biblia. Naturalmente, este material no se dará a conocer hasta que los médicos y los teólogos den su dictamen final. Cuando tengamos la aprobación de ellos, podremos darle rienda suelta a la noticia. Éste será sólo uno de los muchos artículos que publicaremos después de que se haga el anuncio a través del Intelsat.

Ángela movió la cabeza en señal de asombro.

– Yo nunca supe nada acerca de publicidad. Creí que los periodistas de Prensa y televisión obtenían sus noticias de la misma forma como mi padre obtiene las suyas, excavando.

Randall rió.

– No precisamente. Claro que a veces la Prensa busca y encuentra sus propias noticias; pero, en ese sentido, los editores dependen bastante de los publicistas. Es más, la mayoría de las noticias acerca de las guerras, la política, las invenciones, la religión, la educación… lo que sea… se originan a través de los publirrelacionistas que representan a una autoridad militar o a un gobernante o a un grupo religioso o a una escuela No sólo los artistas o los atletas o los comerciantes tienen publicistas. Casi todo el mundo los tiene. Incluso Jesucristo. ¿Acaso no contaba Él con apóstoles y discípulos para que predicaran la Palabra?

– Eso suena casi a cinismo -dijo Ángela.

– Algunas veces lo es, pero generalmente no. Tantas cosas suceden a diario en el mundo que la Prensa no puede enterarse de todo a cada instante. Los medios de comunicación necesitan ayuda, y nosotros se la damos, porque así nos conviene. Y cada uno de nosotros trata de darle a los medios aquello que a nuestro parecer es más importante para el público, comparado con lo que les pueda ofrecer la competencia.

– ¿De qué otra cosa hablaron en la junta, Steven?

– Les pasé la información que tú me diste en Milán acerca de tu padre, y les dije que estabas en la ciudad con el propósito de suministrarnos más antecedentes arqueológicos. Les ofrecí que tendrían transcripciones de mis entrevistas grabadas con Aubert, sobre el proceso de autentificación, y con Hennig, acerca de la impresión de la Biblia. También discutimos algunas ideas para escribir otros artículos. Ah, sí; y también se encontraba allí el doctor Florian Knight. ¿Recuerdas que ayer te lo mencioné durante la cena?

– ¿Te refieres al amargado joven del Museo Británico?

– Sí. Su novia me prometió en Londres que vendría. Todavía está resentido y colaboró de mala gana. El doctor Jeffries tenía razón. Ese joven es un absoluto genio por lo que toca al dialecto arameo y la crítica de los textos de la Biblia… el tipo de trabajo detectivesco que autentifica más aún el texto. Se dificultaron un poco las preguntas y respuestas, a pesar de que él usa un audífono, pero una vez que comprendió qué era lo que necesitábamos, estuvo fascinante, y todo mi personal tomó apuntes.

– ¿Acerca de qué? ¿De qué habló, Steven?

– Básicamente, Knight nos explicó cómo el doctor Jeffries y sus comités realizaron la traducción del Nuevo Testamento Internacional. El doctor Jeffries finalmente le había informado de todo y él nos relató los detalles, incluyendo su propia participación inconsciente auxiliando a los traductores. Jeffries siguió el mismo método empleado por los traductores de la Versión del Rey Jaime hace aproximadamente tres siglos y medio. ¿Sabes cómo lo hicieron?

– No tengo la más remota idea -dijo Ángela- excepto que la Versión Autorizada (la del Rey Jaime, que, como católica, sólo pude leer en un curso sobre literatura clásica) es el escrito más hermoso que existe en la lengua inglesa.

– Y la única obra maestra de literatura que ha sido producida por un comité. De acuerdo con el doctor Knight, en la Inglaterra de 1604 existía mucha discordancia religiosa, así que para ofrecer a los elementos eclesiásticos en pugna un propósito común, el Rey Jaime aceptó la proposición de un puritano, el doctor Reynolds, director de una facultad en Oxford y dispuso que cincuenta y cuatro clérigos hicieran una nueva traducción de la Biblia. Aparentemente, el Rey Jaime era la persona menos indicada para promover tal proyecto. Sentía amor por los libros, pero también por el vicio; además, era vanidoso y extremadamente afeminado. Sus súbditos solían decir que al Rey Isabel le había sucedido la Reina Jaime.

Ángela se rió a carcajadas.

– Muy ingenioso. ¿El doctor Knight te contó eso?

– Sí, a veces es divertido. Bueno, pues el Rey Jaime aprobó a cuarenta y siete de los traductores, un grupo diverso e intrigante. El más viejo tenía setenta y tres años, y el más joven veintisiete. Había predicadores, profesores, lingüistas y eruditos. Uno de ellos sabía quince idiomas, incluyendo el arameo, el persa y el arábigo. Otro había enseñado el griego a la Reina Isabel. Otro más había leído la Biblia en hebreo a la edad de seis años. Otro era un refugiado belga. Otro, un borracho. Otro, que estaba muy enfermo de tuberculosis, trabajaba desde su lecho de muerte. Y otro más, un viudo que murió a la mitad de la empresa, dejó desamparados a once hijos. En fin, que estaban divididos en seis comités; dos de ellos traducían en Oxford, dos en Cambridge y dos en Westminster. Uno de los comités, compuesto por ocho personas, en Oxford, se encargó de traducir la mitad del Nuevo Testamento; y otro comité, de siete miembros, en Westminster, tradujo la otra mitad.

– Pero, Steven, ¿cómo podían traducir conjuntamente?

– A cada comité se le asignó que tradujera una sección de la Biblia del hebreo y el griego al inglés, y cada miembro del comité se responsabilizaba de uno o más capítulos de cada sección. Los miembros de los comités se leían entre sí sus traducciones, escuchaban sugerencias y hacían correcciones, y cuando toda la sección estaba terminada, la enviaban a otro comité para que fuera revisada. En dos años y nueve meses, habían concluido la labor. Entonces, un grupo de doce personas revisó el primer borrador para unificarlo. Finalmente, un solo hombre, el hijo de un carnicero, que se había graduado en Oxford a la edad de diecinueve años, el doctor Miles Smith, reescribió la versión definitiva, supervisado por un obispo. ¿El resultado? La Versión Autorizada de la Biblia del Rey Jaime, de mil quinientas páginas, que fue publicada en 1611, precisamente cinco años antes de la muerte de Shakespeare.

– Y nuestro Nuevo Testamento Internacional, ¿fue preparado de la misma manera?

Randall asintió con la cabeza.

– El doctor Jeffries formó tres comités, cada uno compuesto por cinco lingüistas, críticos textuales y eruditos en los sucesos del siglo primero. El doctor Trautmann era consejero del comité de Cambridge, que tradujo los cuatro evangelios y los Actos de los Apóstoles. El profesor Sobrier formaba parte del grupo de Westminster, que tradujo la Epístola de San Pablo a los Romanos, que es un escrito Revelado. El doctor Jeffries y su comité tradujeron en Oxford el Pergamino de Petronio, el Evangelio según Santiago, y las anotaciones correspondientes. Fue una tarea pavorosa… y, Ángela, al fin nos han traído el almuerzo.

Mientras comían, un camarero enrolló el toldo azul del Café de Pool. El sol no salía. El día continuaba gris y nublado, y el clima era húmedo. Randall y Ángela se recreaban observando a los peatones transitar por la calle, más allá de las macetas rojas llenas de flores que estaban encima de la barandilla de protección.

Randall estaba terminando de comer cuando un joven que circulaba entre las mesas dejó un volante junto a su plato. Randall le echó un vistazo, luego parpadeó y se lo mostró a Ángela.

– Ángela, ¿qué demonios es esto?

El volante decía: «DIVIÉRTASE EN WIGNAN FOCK-IN [1]. Esquina de Pijlteeg y Dam.»

Ángela asintió con la cabeza.

– Sí. Es un bar muy antiguo que está cerca de aquí, y es el blanco de un humorismo estudiantil por parte de los turistas. Focking es un famoso coñac holandés. ¿Te gustaría probarlo?

Randall se deshizo del volante.

– No, gracias. Y nada de bromas, te lo aseguro. Creo que será mejor que regrese a la oficina… con la mente clara.

– Y yo regresaré a mí cuarto a seguir trabajando, a menos de que…

– ¿A menos de que qué?

– A menos de que me necesites como secretaria. Si Lori Cook tendrá que permanecer en el hospital durante dos semanas (las más difíciles para ti), ¿quién te va a ayudar con el trabajo secretarial?

– Tú -dijo él-. Podrías además continuar con tu propio trabajo. ¿De veras quieres el puesto?

– Si tú así lo quieres.

– Por supuesto que sí.

– Me alegro mucho. Regresaré al «Victoria» por mis apuntes…

– Y yo te acompañaré para ayudarte a llevar tu tarea a la escuela.

Después de pagar la cuenta, Randall condujo a Ángela a la bulliciosa calle. Caminaron por el Damrak hasta el «Hotel Victoria», un viejo edificio de seis pisos ubicado en una esquina; un costado daba hacía un canal que estaba rumbo a la Estación Central del Ferrocarril, y el otro estaba delante de lo que llamaban el Frente del Puerto Abierto.

La humedad era agobiadora, y para cuando salieron del ascensor en el espacioso descansillo del primer piso y caminaron hacia el cuarto 105, la camisa de Randall estaba tan mojada que la tenía pegada al cuerpo. La habitación de Ángela estaba más fresca; era un cómodo cuarto doble, cuyas paredes estaban pintadas de color crema; tenía una alfombra verde, una cama incitante y amplia, una cómoda de color verde pálido y varias sillas, una de las cuales estaba junto a un escritorio de madera café oscuro, donde se encontraban los papeles y la máquina de escribir de Ángela.

– Ángela -dijo él-, ¿te importaría si me doy una ducha rápida mientras tú recoges tus cosas para la oficina? La necesito.

– El baño no tiene ducha -dijo ella-; sólo un brazo de ducha de mano que está en la bañera, pero que tiene buena presión.

– Con eso me basta.

Randall se quitó los zapatos, la chaqueta deportiva y el resto de la ropa, hasta quedar en calzoncillos.

– ¿Qué estás mirando? -dijo él.

– Cómo se te ve de día.

– ¿Y?

– Y ahora toma tu ducha.

Randall cruzó la puerta del baño, que estaba junto a la cama. Los mosaicos estaban fríos, así que rápidamente quitó del toallero el grueso tapete mullido color de rosa, lo desdobló y lo dejó caer enfrente de la bañera. Se quitó los calzoncillos, los tiró al suelo, descolgó el brazo de la ducha de mano del sostén que estaba encima de las llaves, y las abrió, ajustando el agua caliente y fría hasta que ésta salió tibia.

Randall se metió a la bañera y corrió la cortina color de rosa para proteger el piso. El rocío le golpeó la cara, los hombros y el pecho, e inmediatamente se sintió mejor. Durante varios minutos, mientras tarareaba una canción, gozó del agua que le salpicaba el cuerpo. Sintiéndose refrescado, buscó el jabón y se restregó con él, hasta que quedó cubierto por una capa de espuma blanca y burbujeante.

Al regresar la barra a la jabonera, Randall oyó un ruido metálico volviéndose tan rápidamente que estuvo a punto de resbalar. La cortina estaba descorrida, y Ángela parada ahí, completamente desnuda. Él parpadeó a la vista de aquel rostro maravilloso, de los pechos exuberantes y trémulos con sus pezones color carmesí, las anchas caderas que enmarcaban la estera de vello púbico que apenas escondía el suave pliegue vaginal.

Sin decir palabra, Ángela se metió en la bañera quedando frente a él. Tomó el jabón, esbozó una sonrisa y dijo:

– Yo también tenía calor, Steven.

Ella comenzó a enjabonarlo más por todo el cuerpo, a lo largo de las caderas y entre las ingles, mientras él la rociaba con el brazo de la ducha.

– ¿Cómo la sientes? -preguntó Randall.

– Aaah… bien, bien. Espera, deja que yo me enjabone.

Randall hizo a un lado el brazo de la ducha y contempló a Ángela enjabonándose, hasta que quedó cubierta de espuma, como una criatura etérea hecha de un millón de burbujas.

Conforme las burbujas se abrían, se disolvían lentamente, iban revelando la brillantez de Ángela, aquellos senos que parecían tallados en mármol, la suavidad de su arquitectura inferior.

Randall detuvo su mirada en el arco más profundo de aquel cuerpo de diosa y sintió fuego en su propio cuerpo. Dejó caer el brazo de la ducha y aferró a Ángela, que se deslizó contra su cuerpo enjabonado, fundiéndose ambos en un abrazo inacabable.

– Hum, esto es delicioso, Steven.

– Te amo, mi vida.

Ángela se separó por un momento de Randall, abarcando con la mirada ese grito de la vida que en Steven se erguía triunfante.

– Es hermoso. No perdamos un minuto.

Ángela descorrió la cortina con una mano y ambos salieron de la bañera. Se dejó caer sobre la mullida alfombra, apoyándose sobre los codos pegados al suelo, y Randall se puso frente a ella. Se vieron envueltos en seguida por el fuego ardiente de aquella ceremonia. Como en un rito milenario, sus cuerpos se buscaban y se perdían, se exigían mutuamente, se sabían el uno para el otro. El agua, desertando ya de ellos, les confería un último brillo esplendoroso.

Fue una locura espontánea, maravillosa, y ambos sabían que todo juego amoroso preliminar estaba de sobra. En seguida fueron uno solo, una gloriosa unidad en la que la vida reclamaba sus derechos, aguijoneándoles con una mutua apetencia, de la que nunca hubieran querido verse privados. Ángela se aferraba a él con maestría y Randall se supo verdaderamente vivo.

– Nunca me había sentido tan cerca de una sirena -susurró él.

– ¿Y qué te parece? -murmuró ella, casi inaudiblemente.

Él no pudo contestar, porque se estaban moviendo. Pero ella sabía la respuesta, al igual que la sabía él.

Agua y luz, espuma y una infinita apetencia: eso les llenaba, eso les incitaba el uno contra el otro una y otra vez, una y otra vez, sin descanso.

Steven recordó por un momento la broma acerca del coñac holandés Focking. Pero aquello era más embriagador, mucho más, que el coñac. Aquello era la embriaguez misma. Y una embriaguez perfectamente lúcida.

Carne mojada contra carne mojada. Una música rítmica y dos cuerpos flotantes, vivos, aferrados a la tierra y al mutuo dominio. Eran un ala sola, un ala volando sin fatiga, volando sin miedo.

«Dios mío -pensó Randall-, estoy llegando al fin.»

– Ángela -exclamó en voz alta-, Ángela… esto es lo mejor del mundo…

Nunca había gozado tanto… ni nunca se había sentido tan feliz.


Era la media tarde cuando Randall volvió al «Hotel Krasnapolsky». Y de inmediato lo bajaron de las nubes.

Había entrado al hotel, mostrando su tarjeta roja de seguridad, cuando el guardia frunció el ceño y le dijo:

– Ah, señor Randall, lo han estado buscando por todas partes. El inspector Heldering desea que se presente usted de inmediato en la Zaal C.

– ¿En la Zaal C?

– La sala privada para conferencias que está en el primer piso, junto a la escalera.

– ¿Dónde se encuentra el inspector?

– Con los editores, en la Zaal C.

– Gracias.

Randall se apresuró a entrar.

Había llegado sintiéndose eufórico, tranquilo. Había dejado a Ángela en el «Hotel Victoria», en la cama, adonde la había llevado cargando y donde se había quedado dormida mientras él se vestía. Ahora, de pronto, su estado de ánimo había sufrido un cambio. En la sala lo esperaba un grupo de personas que lo había estado buscando por todas partes. Era ominoso. Su intuición le decía que algo había marchado muy mal.

Caminó más allá del ascensor y subió los escalones de dos en dos hasta llegar al descanso superior, y ahí se detuvo para recuperar el aliento y localizar la sala. Vio una puerta marcada ZAAL C, y hacia ella se dirigió. Le dio vuelta al pomo de la puerta para entrar, pero estaba cerrada. Fue entonces que notó por primera vez que había un pequeño ojo mágico arriba del letrero. Llamó fuertemente a la puerta.

Esperó. Pocos segundos después, una voz apagada le preguntó desde el interior:

– ¿Viene usted solo, señor Randall?

– Sí -contestó él.

Oyó que alguien removía el pasador y, al abrirse la puerta, ante él apareció el flemático inspector Heldering, haciéndole señas para que entrara.

Al ver al grupo reunido en un círculo cerrado alrededor de la mesa de conferencias, Randall se percató de que su intuición no lo había engañado. Algo andaba definitivamente mal.

Bajo una nube de humo estaban sentados los editores (Deichhardt, Wheeler, Gayda, Young, Fontaine), y entre ellos estaba la silla vacía de Heldering, y otra silla, supuestamente reservada para el propio Randall. Había otra persona en la sala. En una esquina, con una libreta de taquigrafía y un lápiz sobre su regazo, se encontraba sentada Naomí Dunn. Las caras que ya le eran conocidas reflejaban la individualidad de cada quién, aunque ahora se veían extrañamente parecidas; todas tenían la misma expresión. Se veían profundamente preocupadas.

Wheeler fue el primero en hablar.

– ¿En dónde diablos ha estado, Steven? -dijo malhumoradamente-. Olvídelo. -Con un ademán impaciente señaló a Randall la silla que estaba vacante entre Deichhardt y él mismo-. Convocamos a esta junta de emergencia hace media hora. Necesitamos su ayuda.

Torpemente, Randall tomó su lugar, mientras observaba a Heldering cerrar la puerta con el pasador y volver a su asiento. Puesto que la mayoría fumaba cigarrillos o puros, Randall buscó nerviosamente su pipa.

– Bien -dijo-, ¿qué sucede?

Escuchó que la voz gutural del doctor Deichhardt le respondía.

– Señor Randall, para que estemos de acuerdo acerca de un punto… -Deichhardt revolvió varios papeles que estaban frente a él sobre la mesa y levantó una hoja de papel oficio color de rosa-. Éste es el memorándum confidencial que nos envió usted esta mañana, ¿no es verdad?

Randall echó un vistazo al papel.

– Así es. El mensaje mediante el cual yo propongo que hagamos el anuncio del Nuevo Testamento Internacional desde un estrado colocado en el gran salón de ceremonias del Palacio Real de los Países Bajos, y que transmitamos nuestro anuncio y la subsecuente conferencia de Prensa por el Intelsat. Hemos logrado los acuerdos para proceder, si ustedes están dispuestos.

– Claro que estamos dispuestos; eso es unánime -«lijo el doctor Deichhardt-. Es una idea brillante y digna de nuestro proyecto.

– Gracias -dijo Randall cautelosamente, aún ignorando cuál era el problema.

– Ahora bien, con respecto a este memorándum… -susurró el doctor Deichhardt-. ¿A qué hora lo envió esta mañana?

Randall trató de recordar la hora.

– Aproximadamente… yo diría que aproximadamente a las diez de la mañana.

El doctor Deichhardt sacó del bolsillo de su chaleco un pesado reloj de oro, y lo abrió.

– Ahora son casi las cuatro de la tarde. Así que… -Sus ojos se encontraron con los de los otros que estaban a la mesa-. Así que el memorándum confidencial fue enviado hace seis horas. Muy interesante.

– Steven -Wheeler asió a Randall del brazo para que le prestara atención-. ¿Cuántas copias del comunicado fueron distribuidas?

– ¿Cuántas? Pues creo que diecinueve.

– ¿A quiénes se las envió? -inquirió Wheeler.

– Bueno, no tengo la lista a mano. Pero a todos los aquí presentes…

– Somos sólo siete -dijo Wheeler-. ¿Qué hay con las otras doce copias?

– Déjeme pensar…

En ese instante habló Naomí:

– Yo tengo la lista. La recogí por si acaso ustedes quisieran los nombres.

– Léala -dijo Wheeler-; los nombres de los que no están presentes en esta sala.

Leyendo de una hoja de papel, Naomí pronunció los nombres:

– Jeffries, Riccardi, Sobrier, Trautmann, Zachery, Kremer, Groat, O'Neal, Cunningham, Alexander, De Boer, Taylor. Doce más siete presentes, suman 19 en total.

Sir Trevor Young sacudió la cabeza.

– Increíble. El personal con el más alto grado de seguridad. Señor Randall, ¿no habremos pasado por alto a alguien? ¿Transmitió usted oralmente la información del memorándum a alguna otra persona?

– ¿Oralmente? -Randall frunció el ceño-. Bueno, claro. Lori Cook, siendo mi secretaria, sabía que estábamos gestionando los permisos del palacio real y el Intelsat, pero, por supuesto, ella nunca vio el memorándum. Ah, sí, también se lo mencioné a Ángela Monti, que se encuentra aquí en representación de su padre…

El doctor Deichhardt, asomándose a través de sus anteojos sin arillos, preguntó al inspector Heldering:

– ¿Se certificó la seguridad total de la señorita Monti?

– Completamente -respondió el inspector-. No hay problema. Todos los que han sido nombrados aquí han sido investigados y son dignos de toda la confianza.

– Y también estoy yo -dijo Randall suavemente-. Aunque… yo redacté el memorándum.

El doctor Deichhardt emitió un gruñido.

– Veintiuno, exceptuando a la señorita Cook, que está en el hospital -dijo-. Son veintiuna personas, y nadie más, las que han leído o escuchado el contenido de este mensaje confidencial. Y todos son dignos de confianza. Estoy desconcertado.

– ¿Por qué? -preguntó Randall un poco irritado.

El doctor Deichhardt tamborileaba con los dedos sobre la mesa.

– Por el hecho, señor Randall, de que precisamente tres horas después de que usted envió el memorándum confidencial, esta mañana, el contenido estaba en manos del reverendo… el dominee Maertin de Vroome, Hervormd Predikant… pastor de la Westerkerk, la cual forma parte de la Iglesia Reformista Holandesa. Él es, además, el líder del MCRR… el Movimiento Cristiano Reformista Radical en todo el mundo.

Randall se enderezó sobre su silla, con los ojos bien abiertos. Estaba totalmente estupefacto.

– ¿De Vroome… se apoderó de nuestro memorándum confidencial?

– Exactamente -contestó el editor alemán.

– Pero, ¡esto es imposible!

– Imposible o no, Steven, lo obtuvo -dijo Wheeler-. De Vroome se ha enterado del lugar, el sistema y la fecha del gran acontecimiento.

– ¿Cómo sabe usted que él lo sabe? -inquirió Randall.

– Porque, así como el reverendo De Vroome ha penetrado nuestra seguridad, nosotros hemos logrado abrirnos paso hacia la de él. Ahora tenemos un informador dentro del movimiento que se está ostentando como…

El inspector Heldering se levantó de su silla meneando un dedo.

– Cuidado, cuidado, señor profesor.

El doctor Deichhardt asintió con la cabeza al jefe de seguridad del proyecto, y se dirigió nuevamente a Randall.

– Los detalles están sobrando. Tenemos a alguien dentro del MCRR, y hace unas cuantas horas me llamó por teléfono para informarse de los datos del mensaje confidencial que el propio De Vroome había enviado a su jefatura. Me lo dictó por teléfono. ¿Desea verlo? Aquí está.

Randall tomó la hoja de papel blanco de manos del editor alemán y la leyó cuidadosamente:


«Querido Hermano de la Causa:

»Le informo, confidencialmente, que el consorcio ortodoxo anunciará sus descubrimientos y la nueva Biblia desde la sala de ceremonias del palacio real de Amsterdam, y lo televisará a través del satélite de comunicaciones Intelsat, el viernes 12 de julio. Los preparativos para este acontecimiento están en marcha. Pronto se le informará a usted acerca de una junta que se llevará a cabo en la Westerkerk. Para entonces tendremos en nuestro poder un ejemplar de la edición anticipada de esa Biblia. En dicha junta discutiremos nuestro propio anuncio ante la Prensa mundial, el mismo que daremos a conocer dos días antes que ellos. Haremos algo más que mitigar su propaganda. Los destruiremos y los acallaremos para siempre.

»En el nombre del Padre, del Hijo y del Futuro de Nuestra Fe,

»DOMINEE MAERTIN DE VROOME.»

Con mano temblorosa, Randall devolvió la hoja al doctor Deichhardt.

– ¿Cómo se habrá enterado? -Randall preguntó, casi para sí mismo.

– Ése es el asunto -dijo Deichhardt.

– ¿Y qué es lo que van a hacer? -Randall quiso saber.

– Ése es el otro asunto -dijo el doctor Deichhardt-. En cuanto a este asunto, ya hemos decidido cuál será nuestro primera paso. Puesto que el reverendo De Vroome está enterado de la fecha de nuestro anuncio, hemos resuelto anticiparla y guardar la nueva en secreto entre los aquí presentes (incluyendo a algunos más, como Hennig) hasta el último momento. Hemos modificado la fecha de la conferencia de Prensa del viernes 12 de julio, al lunes 8 de julio; cuatro días antes. Usted podrá, sin duda, hacer nuevos arreglos para las reservaciones del palacio real y la transmisión vía satélite.

Randall se movió intranquilamente en su silla.

– Eso no me preocupa. Se hará. Lo que me inquieta es la escasez de tiempo que afrontará mi departamento. Sólo me están dando dos semanas y tres días, a partir de mañana, para preparar la campaña publicitaria más completa y ambiciosa de nuestros tiempos. Yo no sé si podrá llevarse a cabo.

– Si uno es creyente, cualquier cosa puede hacerse -dijo el señor Gayda-. La fe mueve montañas.

– O para el no creyente -dijo el señor Fontaine, rompiendo su prolongado silencio-, una bonificación o sobresueldo en efectivo podría servir como mejor incentivo que la fe.

– No necesito una bonificación para mí o para mi personal -interrumpió Randall-. Necesito lo que aparentemente no me pueden dar… tiempo -encogió los hombros y prosiguió-: Está bien, dos semanas y media.

– Excelente -dijo el doctor Deichhardt-. Otra de las razones por las cuales hemos adelantado nuestro anuncio, además de ganarle a De Vroome, es la de estrechar el lapso durante el cual algo podría salir mal. Otra fuga de información acerca de nuestro progreso podría ocurrir. Señor Randall, ya hemos notificado al señor Hennig acerca del cambio y de la necesidad de tener aquí algunos ejemplares encuadernados de la Biblia antes de la fecha prevista. Él los entregará a tiempo, por lo que los miembros del personal de usted tendrán la oportunidad adecuada para leer a Petronio y a Santiago y preparar su trabajo. Pero, al hacer esto, nos expondremos al peligro fundamental. Usted ha leído ya el mensaje del reverendo De Vroome. Él ha prometido a sus seguidores que tendrá en su poder un ejemplar de nuestro Nuevo Testamento Internacional, antes de que nosotros podamos hacerlo llegar al público. Tal parece que De Vroome está arrogantemente seguro de conseguirlo, y es evidente que él espera que el mismo traidor que le proporcionó nuestro memorándum confidencial, pronto le entregará también nuestro Libro de Libros. Esto nos lleva a dos cuestiones. ¿Cómo se apoderó De Vroome del mensaje? Y, ¿en qué forma obtendrá nuestra Biblia? En resumen, ¿quién de nosotros es el traidor?

– Sí, ¿quién es el maldito Judas Iscariote en este edificio? -exclamó Wheeler-. ¿Quién nos está vendiendo a Satanás a cambio de treinta miserables monedas de plata?

– Y, ¿cómo lo vamos a atrapar -dijo el doctor Deichhardt- antes de que ayude a destruirnos?

Randall miró alrededor de la mesa.

– ¿Han surgido algunas ideas al respecto?

El inspector Heldering, que había estado tomando apuntes en una libreta, levantó la cabeza.

– Yo he sugerido que empleemos el detector de mentiras con las veintiuna personas que recibieron el memorándum o se enteraron del mensaje.

– No, no -dijo firmemente el doctor Deichhardt-. Divulgaría demasiada información a demasiada gente; además, afectaría y desmoralizaría a todos aquellos que son leales.

– Pero, no todos son leales -insistió el inspector Heldering-. Evidentemente, alguien es desleal. No se me ocurre ninguna otra solución.

– Debe haberla -dijo el doctor Deichhardt.

Randall escuchaba a medias, tratando de fijar una idea fugaz que había cruzado por su mente. Su imaginación había despertado y su cerebro estaba trabajando. El mismo método mediante el cual habían sido traicionados podría utilizarse para atrapar al traidor. Mientras reflexionaba, ignoró las angustiadas voces que lo rodeaban, y su idea quedó consolidada en unos cuantos segundos, lógica y segura.

De pronto, Randall interrumpió a los demás.

– Tengo una idea -dijo-. Podría funcionar. Es algo que podemos intentar de inmediato.

Todos callaron, y Randall sintió encima las miradas. Se levantó, restregó su pipa pensativamente, dio unos cuantos pasos atrás de su silla y regresó a la mesa.

– Es casi demasiado simple, y no le encuentro ningún defecto -dijo, dirigiéndose al grupo-. Escuchen ustedes. Supongamos que inventamos un segundo memorándum confidencial, una continuación acerca de nuestros planes promocionales. El contenido no importa, pero deberá aparentar que es parte básica de nuestra información acerca de la promoción que, lógicamente, vendrá inmediatamente después del anuncio en el palacio real. Digamos que remitimos ese comunicado a las mismas personas que recibieron el anterior., bueno, no tendríamos que incluir a ninguno de los presentes, porque ya estarían enterados… pero enviaremos copias a todos los demás. Cada copia del nuevo memorándum será exactamente igual que las demás, salvo por una palabra. En cada comunicado habrá una palabra que no aparecerá en los otros. Nosotros llevaremos un registro de cada persona a quien le enviemos el mensaje… y junto a su nombre anotaremos la palabra especial que aparecerá únicamente en su copia. ¿Me explico? Cuando se despachen las copias, la persona que nos está traicionando pasará el mensaje, palabra por palabra, a De Vroome, ¿no es verdad? Y el delator que tenemos en el cuartel general de De Vroome, al enterarse, lo informará directamente a ustedes. Puesto que ningún comunicado será igual a los otros (debido al cambio de la palabra especial), buscaremos la clave del memorándum que De Vroome recibió y así podremos descubrir a la persona que transmitió la información de su copia. De esta manera sabremos quién es el traidor.

Randall hizo una pausa para observar la reacción del grupo.

– No está mal, no está nada mal -dijo Wheeler, francamente entusiasmado.

El doctor Deichhardt y varios de los otros parecían confusos.

– Quiero asegurarme de que he comprendido su plan -dijo el editor alemán-. ¿Puede proporcionarnos algún ejemplo concreto?

La mente de Randall estaba alerta, creativa, y ya había pensado en un enfoque específico.

– Muy bien. Tomemos como ejemplo la Última Cena de Cristo. ¿Cuántos discípulos estaban reunidos allí con Él?

– Doce, por supuesto -dijo Sir Trevor Young-. Ya se sabe… Tomás, Mateo y todos los demás.

– De acuerdo, doce -dijo Randall-. Esto va a funcionar muy bien. Voy a hacer una lista con los doce nombres de los discípulos, los cuales harán juego con los nombres de las doce personas que trabajan en este proyecto y que están enteradas del último comunicado, o que lo recibieron. Como dije, no es necesario incluir a ninguno de los presentes en esta sala. Aquí estamos ocho, incluyendo a Naomí. Esto deja trece posibilidades. Restemos a Jessica Taylor, a quien necesito para preparar esto y de quien yo me hago responsable. Quedan doce nombres a quienes enviaremos el memorándum para ver quién se traga el anzuelo. Si ninguno de los doce nos traiciona, entonces el traidor tiene que ser Jessica o Naomí o yo o uno de ustedes. Pero estamos casi seguros de que alguno de los doce volverá a transmitir a De Vroome el contenido del mensaje… Naomí, por favor, léenos los nombres de los doce.

Naomí se puso de pie y leyó de su lista:

– El doctor Jeffries, el doctor Trautmann, el reverendo Zachery, monseñor Riccardi, el profesor Sobrier, el señor Groat, Albert Kremer, Ángela Monti, Paddy O'Neal, Les Cunningham, Elwin Alexander, Helen de Boer.

A Randall se le ocurrió otra idea. El doctor Florian Knight acababa de llegar a Amsterdam. Consideró la conveniencia de añadir el nombre de Knight, pero tuvo miedo. El joven caballero de Oxford, amargado como estaba por el proyecto que había arruinado su propio libro, aún no podía ser admitido dentro de este juego. Sin embargo, si realmente representaba un riesgo considerable, debería ser incluido. Con todo, conociendo el problema de Knight, Randall no se animó a involucrarlo. Se dijo a sí mismo que de todos modos no era necesario. El doctor Jeffries probablemente compartiría su propia copia con su protegido.

– Muy bien, Naomí -dijo Randall-. Ésos serán los que recibirán el nuevo mensaje.

El doctor Deichhardt suspiró profundamente.

– Es difícil siquiera imaginar que uno de ellos nos haya traicionado. Cada uno ha pasado las investigaciones de seguridad, la mayoría ha estado con Resurrección Dos desde el principio, y todos tienen un interés personal en la seguridad de la nueva Biblia.

– Alguien lo hizo, profesor -dijo Wheeler.

– Sí, sí, supongo que sí… Continúe usted, señor Randall.

– Muy bien, supongamos que el memorándum dice algo así como: «Confidencial. Se ha decidido que al anuncio de nuestra publicación en el palacio real (día dedicado a la gloria de Jesucristo) le seguirán doce días consecutivos dedicados a los doce discípulos que el Nuevo Testamento menciona por su nombre. Durante esos días habrá acontecimientos públicos que celebren la nueva Biblia. El primero de los doce días será dedicado al discípulo Andrés.» Bien, enviaremos ese memorándum al doctor Jeffries. El nombre clave para el doctor Jeffries será el del discípulo Andrés. Luego, prepararemos otra copia del mensaje con el mismo contenido, salvo la última oración. Ésta dirá: «El primero de los doce días será dedicado al discípulo Felipe.» Enviaremos ese memorándum a Helen de Boer. El nombre clave para ella será el del discípulo Felipe. El tercer comunicado será igual que los otros, pero terminará diciendo «el discípulo Tomás». Éste lo remitiremos al reverendo Zachery. De ahí en adelante, el nombre clave para Zachery será el del discípulo Tomás. Y así sucesivamente con toda la lista, haciendo juego con los nombres de los distintos discípulos y los de aquellos colaboradores nuestros que recibirán el memorándum. Si mañana nos comunican que De Vroome obtuvo una copia, lo probable será que la haya conseguido a través del miembro de nuestro grupo a quien se la habíamos enviado. Si nos enteramos de que la copia a De Vroome menciona (digamos) al discípulo Andrés, entonces sabremos que, sea cual fuere su motivo, nuestro eslabón débil es el doctor Jeffries. ¿Está lo bastante claro?

Todos asintieron en coro, y el doctor Deichhardt murmuró:

– Demasiado claro y demasiado espantoso.

– ¿Demasiado espantoso? -repitió Randall.

– Sí, pensar que alguno de los doce nos ha traicionado.

– Si uno de los doce discípulos de Cristo lo traicionó -dijo Randall-, ¿por qué no habríamos de creer que uno de nuestros colaboradores lo podría traicionar también… traicionarlo a Él y destruirnos a nosotros?

– Tiene usted razón -dijo el doctor Deichhardt, levantándose cansadamente y mirando a sus colegas.

Luego se giró de nuevo hacia Randall:

– Estamos todos de acuerdo. Hay demasiado en juego para abrigar incredulidades o sentimentalismos. Sí, señor Randall, prosiga usted. Puede colocar su trampa inmediatamente.


Había sido un largo día, y ahora, a las once y veinte de la noche, Steven Randall, regresaba con gusto a sus habitaciones en el «Hotel Amstel».

Recostado cómodamente en el asiento trasero de la limusina «Mercedes-Benz» estaba meditando acerca de la hoja doblada de papel que traía junto con su cartera en el bolsillo interior de su chaqueta deportiva. En esa hoja había escrito a máquina, personalmente, los nombres de los doce discípulos de Cristo, los mismos que habían sido empleados en las doce copias del memorándum que él y Jessica Taylor habían redactado. Junto a cada uno de los nombres de los discípulos, habían escrito a máquina el nombre del colaborador de Resurrección Dos, a quién se le había enviado cada copia del comunicado.

Randall se preguntaba cuánto tiempo le tomaría al traidor del grupo enviar el comunicado o transmitir su contenido al reverendo Maertin de Vroome. El mensaje anterior acerca de los preparativos para el anuncio había sido recibido por De Vroome dentro de las tres horas subsecuentes a su envío. Cada versión del nuevo memorándum, escrita a máquina por Jessica, había sido despachada cuarenta y cinco minutos después de que la junta con los editores había concluido. Las copias habían sido entregadas en propia mano por elementos del personal de seguridad de Heldering a los destinatarios que todavía a esas horas estaban trabajando en el «Krasnapolsky» y a aquellos que ya se encontraban en sus hoteles o apartamentos en Amsterdam.

Era requisito que los interesados firmaran una copia como constancia de haber recibido el original de su memorándum, y Randall había esperado en la oficina de Heldering hasta asegurarse de que los doce hubieran recibido los comunicados.

Habían transcurrido más de cinco horas, y si el contenido iba a ser transmitido a De Vroome, Randall estaba seguro de que para entonces el clérigo ya tendría en sus manos la información. Ahora tenía la esperanza de que su propio espía dentro de la operación de De Vroome no hubiese sido descubierto y que estuviera alerta, para comunicarles la versión exacta del memorándum azul que había recibido el enemigo.

Una vez más, Randall trató de deducir quién era el que, por motivos de amor o de dinero, los estaba traicionando.

No podía imaginárselo. Lo único que podía hacer era rezar para que el impostor fuera atrapado y eliminado antes de que se apoderara del secreto tan preciado; la edición anticipada del Nuevo Testamento Internacional que el señor Hennig pronto enviaría desde Maguncia.

Cuando aún se encontraba en su oficina, Randall había telefoneado a Ángela para invitarla a cenar ya tarde. Aunque se sentía cansado, no podía resistir el deseo de verla esa noche. Tranquilamente cenaron en el elegante restaurante del «Hotel Polen» e intercambiaron recuerdos de viejos tiempos. Más tarde, aunque se sentía fatigado, Randall se dio cuenta de que le hubiera sido imposible despedirse de esa muchacha si no fuera porque la volvería a ver a la mañana siguiente. La había dejado en el «Hotel Victoria», y todavía ahora, mientras regresaba a su hotel, podía sentir la prolongada suavidad de los labios de Ángela sobre su boca.

El automóvil dio vuelta en una esquina y, segundos después, habiéndose despedido de Theo, Randall se encontró frente al «Amstel».

Cuando se disponía a entrar al hotel, oyó que alguien lo llamaba. Se detuvo y se giró, mientras un hombre que le hacía señas emergía rápidamente de la penumbra del estacionamiento.

– ¡Señor Randall! -volvió a gritar el hombre-. ¡Espere un momento, por favor!

Bajo la iluminación del hotel, el hombre que se acercaba a grandes zancadas se hizo visible.

Era Cedric Plummer.

Más disgustado que asombrado, Randall se dio la vuelta para marcharse, pero Plummer lo cogió del brazo.

Randall se zafó de un tirón.

– Lárguese. No tenemos nada de qué hablar.

– No soy yo quien quiere verlo -adujo el inglés-. Yo no lo molestaré. Me ha enviado alguien… alguien muy importante… que quiere hablar con usted.

Randall estaba decidido a no dejarse engañar.

– Lo siento, Plummer. No creo que usted conozca a nadie en quien yo tuviera algún interés en ver.

Se dirigió a los escalones de piedra, pero Plummer continuó asediándolo.

– Espere, señor Randall… escuche. Se trata de dominee Maertin de Vroome… es él quien me envía.

Randall se detuvo de pronto.

– ¿De Vroome? -miró suspicazmente al periodista-. ¿De Vroome lo mandó a buscarme?

– Precisamente -dijo Plummer, asintiendo con la cabeza.

– ¿Cómo sé yo que esto no es una trampa que usted me está tendiendo?

– Le juro que no se trata de ninguna trampa. ¿Por qué habría de mentir? ¿Qué ganaría yo?

Randall sintió desconfianza y, al mismo tiempo, un estimulante deseo de creer.

– ¿Para qué me querría ver De Vroome?

– No tengo la más remota idea.

– Estoy seguro que no la tiene -dijo Randall burlonamente-. Y, ¿por qué razón lo utiliza De Vroome como intermediario, siendo usted un periodista extranjero? Él pudo simplemente haber tomado el teléfono para llamarme.

Alentado por la pregunta de Randall, Plummer respondió ávidamente:

– Porque todo lo hace indirecta, solapadamente. Es muy discreto por lo que hace a todos sus contactos personales. Un hombre de su posición tiene que ser precavido. No se arriesgaría a llamarle por teléfono, ni desearía que lo vieran con usted en público. Si conociera al dominee De Vroome, comprendería su conducta.

– ¿Y usted sí lo conoce?

– Bastante bien, señor Randall. Me siento orgulloso de ser su amigo.

Randall recordó la sensacional entrevista de Plummer con De Vroome para el London Daily Courier. Había sido una entrevista exclusiva, larga y personal. De algún modo, aquello hacía verosímil que Plummer fuera amigo del clérigo holandés.

Randall consideró una reunión con De Vroome. Presentaba más peligros que ventajas, pero aun así había un factor irresistible que lo impulsaba a hacerlo. La única sombra que se cruzaba en el futuro de Randall y en el éxito de Resurrección Dos era la sombra del enigmático De Vroome. No era frecuente que uno tuviera la oportunidad de enfrentarse cara a cara con el enemigo que había proyectado la sombra. La ocasión era verdaderamente irresistible. El reverendo De Vroome era un pez grande; el más grande de todos.

Randall miró fijamente al inquieto periodista.

– ¿Cuándo desea verme De Vroome? -preguntó.

– Ahora, ahora mismo… si a usted le resulta conveniente.

– Debe ser urgente si desea verme tan tarde.

– Yo no podría decir si es urgente. Lo que sí sé es que le gusta trabajar de noche.

– ¿Dónde se encuentra el reverendo?

– En su oficina de la Westerkerk.

– Está bien. Vayamos a averiguar qué es lo que se le ofrece al gran personaje.

Minutos más tarde, ambos viajaban en el «Jaguar» de Plummer, un cupé con cinco años de uso, a lo largo del oscuro Prinsengracht (el Canal de los Príncipes), que serpenteaba alrededor del perímetro occidental del centro de la ciudad y del Dam. Sumido en el asiento del automóvil deportivo, Randall estudiaba el perfil de Plummer (cabello delgado, ojos pequeños, semblante pálido avivado solamente por un penacho de barbas) a la vez que especulaba acerca de qué tan íntima sería la amistad que existía entre el periodista inglés y el poderoso líder del radicalismo religioso.

– Plummer, siento curiosidad acerca de la relación entre De Vroome y usted. Me dijo que era su amigo…

– Así es -dijo Plummer sin quitar la vista del camino.

– Pero, ¿qué clase de amigo? ¿Es usted su.propagandista a sueldo? ¿Trabaja usted para su movimiento reformista? ¿O es simplemente uno de sus muchos espías?

Los dedos de Plummer, con su enorme anillo, soltaron el volante en un gesto negativo, un ademán peculiarmente afeminado.

– Cielos, no, mi estimado; nada tan melodramático como eso. Siendo el alma misma del candor, le diré que el dominee y yo hemos encontrado un interés común… específicamente el proyecto de la nueva Biblia que se está trabajando detrás de los muros del «Gran Hotel Krasnopolsky». Ambos tenemos diferentes razones para querer averiguar lo que podamos antes de que el doctor Deichhardt se la dosifique a cucharadas a las masas. Yo veo que puedo ayudar al dominee De Vroome en este asunto, en forma discreta, pasándole algunos informes, pequeñeces, las migajas que un periodista siempre se las arregla para recoger. A cambio de eso, yo espero que el dominee me ayudará de otra manera importante… proporcionándome en exclusiva la historia completa para que yo la publique en todo el mundo antes de que ustedes lleven a cabo su anuncio -Plummer le ofreció a Randall una enfermiza sonrisa de conejo-. Lamento que esto no le haga gracia, pero, mi amigo, c'est la guerre.

La franqueza de Plummer le pareció a Randall más divertida que molesta.

– Usted está muy seguro de que su amigo De Vroome le podrá servir nuestras cabezas en una fuente, ¿no es verdad?

Plummer volvió a exhibir su furtiva sonrisa.

– Estoy muy seguro.

– Bueno, cuando menos nos ha puesto sobre aviso.

– Los campos de juego de Eton y todo lo demás -y luego añadió, sin sonreír-: Por cualquier otra cosa que pudiera usted pensar de mí, yo soy un caballero, señor Randall, y el dominee De Vroome también lo es.

– Sí, De Vroome -dijo Randall-. Sé muy poco acerca le él. ¿Qué cosa es, oficialmente? ¿Jefe de la Iglesia Reformista Holandesa?

– No hay un jefe oficial de la Nederlands Hervormd Kerk… la Iglesia Reformista Holandesa. Los cuatro o cinco millones de protestantes que hay en este país eligen, a través de 1466 parroquias en 11 provincias, 54 representantes (algunos de ellos ministros, otros presbíteros) que conforman el sínodo. Podría decirse que el sínodo encabeza a la Iglesia holandesa, pero en la realidad no es así. Sus miembros integrantes son testigos, no obispos. El dominee De Vroome suele decir que el sínodo no es la autoridad, sino la conciencia de la Iglesia.

Aquí, la Iglesia gira en torno a la comunidad; para un inglés o un norteamericano resultará casi anarquista. El dominee De Vroome fue elegido por el consejo eclesiástico de esta comunidad para encabezar una sola iglesia local, la más importante en Holanda, cierto, pero tan sólo una iglesia. Me ha dicho una y. otra vez que él no tiene ninguna autoridad especial, ni siquiera en su propia iglesia. Su único poder se deriva de su personalidad. Sus deberes fundamentales son el de hablar bien y escuchar bien, y nunca olvidarse de que su iglesia realmente pertenece a los feligreses. Le digo todo esto para que usted comprenda al hombre que está a punto de conocer.

– Usted lo describe como si fuera un simple pastor parroquial -dijo Randall-. A mí me han dicho que él es el líder del Movimiento Cristiano Reformista Radical, y que tiene miles de seguidores eclesiásticos y laicos en todo el mundo.

– Eso también es cierto -concedió Plummer-, pero no contradice lo que yo le he dicho. A nivel nacional, el dominee lleva tanta responsabilidad como un campesino. Y este mismo hecho (que en la práctica él es lo que predica, la encarnación de una fe profunda de los fieles) es lo que lo hace rey en el extranjero. En cuanto a que se le considere radical, el concepto se expresa ominosamente. Un radical es simplemente aquel que desea hacer cambios inmediatos, fundamentales y drásticos dentro del orden existente. En ese sentido, sí, el reverendo De Vroome es un líder radical de la Iglesia.

Plummer señaló por encima del volante.

– Ahí está su cuartel general, la Westerkerk, consagrada en 1631, construida en cruz al estilo neoclásico, y quizá la torre más alta de Amsterdam. Bastante fea, ¿verdad? Pero es la primera iglesia de Holanda (allí contrae nupcias la realeza holandesa), y la presencia de De Vroome probablemente hace de ella la primera iglesia del protestantismo.

Plummer se estacionó en el Westermarkt, y Randall esperó en la plaza mientras el inglés cerraba con llave su «Jaguar».

Para Randall, el templo de oración que tenía enfrente parecía una enorme casa holandesa coronada por un rígido campanario que se alzaba hacia el cielo. Esa combinación la hacía aparecer simultáneamente amigable e intimidante, exactamente igual que su principal morador, pensó Randall. Al examinar la fachada más detalladamente a la luz de una lámpara, Randall pudo ver que estaba construida con pequeños ladrillos que con el tiempo habían cambiado de rojo a café, y que ahora parecían como sangre coagulada. Randall quedó convencido de que el aspecto total era en realidad intimidante, tal como probablemente lo sería también el dominee De Vroome.

– ¿Qué significa «dominee»? -preguntó Randall a Plummer, que ya se había acercado a él.

– «Señor» -dijo el periodista inglés-. Viene del latín dominus, y en este país es el equivalente de reverendo. A propósito, cuando se dirija a De Vroome, usted también llámelo dominee.

Mientras caminaban hacia la iglesia, Randall dijo:

– De Vroome lo envió a usted para invitarme a venir aquí, y él no sabía si yo aceptaría. ¿Cree usted que me espera?

– Sí, lo espera.

– Y, ¿está usted seguro de no saber de qué quiere hablar conmigo?

– Él no me lo habría dicho a mí, pero se lo dirá a usted -Plummer hizo una pausa-. Aunque puedo imaginármelo.

– No va a tratar de sacarme información a la fuerza, ¿verdad?

– Mi estimado, el dominee no es un ser tan terrible. Puede ser muy persuasivo, pero es pacífico. Me temo que esas interminables películas violentas que pasan por la televisión norteamericana han influido en usted; ¿o es que se ha enterado de esos cadáveres que yacen debajo de la Westerkerk?

– ¿Cuáles cadáveres?

– Ah, ¿no lo sabía? Hace mucho tiempo, los fieles eran inhumados debajo de la iglesia. Eso provocaba tal hedor que los feligreses traían consigo botellas de agua de colonia cada vez que asistían a los servicios religiosos. Más aún, algunos de los ancianos todavía traen sus botellas de perfume, aunque el olor ya ha sido controlado desde hace tiempo. No, señor Randall, a usted no lo enterrarán junto a esos cadáveres -Plummer esbozó una sonrisa dentada y concluyó-: Por lo menos, eso es lo que yo creo.

Randall sintió el impulso de hablar acerca de los rufianes que lo habían atacado durante su primera noche en Amsterdam, en un barrio junto al mismo canal que corría más allá de la Westerkerk, pero decidió no hacerlo.

Se desviaron, alejándose de la enorme puerta oscura tipo español que constituía la entrada principal al templo, y caminaron hacia una pequeña casita holandesa pintada de verde, cuyas ventanas estaban cubiertas con transparentes cortinas blancas y que estaba junto a la iglesia. Subieron cuatro escalones, hasta una puerta que tenía un letrero que decía: COSTERIJ.

– La entrada principal de la iglesia está cerrada -explicó Plummer-. Ésta es la casa del guardián.

La puerta estaba abierta y ambos entraron al vestíbulo.

– Permítame averiguar dónde se encuentra el dominee -dijo Plummer, continuando hacia dentro de la casa y desapareciendo de vista.

Randall escuchó la voz de Plummer y la de una mujer dialogando en holandés, y luego Plummer volvió a aparecer, haciéndole señas para que lo siguiera hacia una puerta grande.

– Está en el templo.

Randall siguió al periodista dentro de la iglesia. El interior era enorme y cavernoso, y sólo uno de los cuatro candiles de bronce que colgaban del abovedado techo se hallaba encendido, dejando a oscuras la mayor parte del templo. Salvo por la tira de alfombra roja que cubría el piso entablado a través del corredor central, formando una cruz con otra tira que se intersecaba en el centro de la iglesia, el recinto daba la impresión de severidad y austeridad. En lugar de bancos, había hileras de sillas tapizadas con terciopelo verde, unidas entre sí para que parecieran como bancos, y todas las filas daban hacia un balcón techado, construido entre columnas de piedra en el centro de este lugar de oración. Randall supuso que ése era el púlpito, la tribuna del predicador.

Plummer había estado escudriñando el interior, y ahora señalaba hacia el centro.

– Ahí está. En la fila delantera, al otro lado del púlpito.

Randall enfocó la mirada y detectó la solitaria figura de un clérigo vestido de negro, encorvado en una silla, con los codos apoyados sobre las rodillas y la cabeza escondida entre las manos.

– Está meditando -susurró Plummer respetuosamente.

La lejana figura se movió. Irguió la cabeza y se volvió en dirección a ellos, pero la luz era demasiado tenue para que Randall estuviera seguro de que el reverendo los había visto.

Plummer asió a Randall de un brazo.

– Ya sabe que usted está aquí. Vamos a esperarlo en su oficina. Sólo tardará un momento.

Regresaron al vestíbulo de la casa del guardián y subieron una pequeña escalera. Arriba había dos letreros. El de la izquierda decía: WACHT KAMER. El de la derecha decía: SPREEK KAMER.

– La Sala de Espera y la Sala de Audiencias -dijo Plummer, conduciendo a Randall hacia la derecha-. La Sala de Audiencias es la que usa como su oficina. ¿Ve usted la luz roja sobre la puerta? Se enciende cuando el dominee no quiere que lo molesten.

La oficina asombró a Randall. A pesar de lo que Plummer le había dicho, él se esperaba un despacho apropiado para un príncipe de la Iglesia, internacionalmente conocido. La oficina del señor era modesta y acogedora. Había una sala con un sofá, una mesita para café y dos sillones. Había una chimenea, un escritorio sencillo, una silla de respaldo recto, una hilera de libros en unos anaqueles, un cuadro con varios escudos heráldicos y una modernista pintura al óleo de La Última Cena. Media docena de lámparas iluminaban la oficina.

Randall no quiso sentarse. La tensión nerviosa se había apoderado de él. Le preocupaba que Deichhardt, Wheeler y los otros editores pudieran considerar temeraria esta entrevista. El inspector Heldering, con toda certeza, no la habría permitido. Randall no tenía idea de qué tanto sabía su anfitrión acerca de Resurrección Dos. Era obvio que algo sabía a través de sus espías, pero ignoraba si De Vroome estaba al tanto del contenido del Nuevo Testamento Internacional o de los detalles del descubrimiento del profesor Monti. Además, tenía que prevenirse de la posibilidad de que el dominee intentara hacerlo caer en una trampa. Sintiéndose perturbado y arrepentido de haber venido a la guarida del enemigo, Randall se acercó inquietamente a la ventana que estaba cerca del escritorio. En ese instante, la puerta se abrió rechinando y Randall se volvió rápidamente.

El dominee Maertin de Vroome se encontraba parado junto a la puerta acariciando a dos gatitos siameses de color castaño.

La estatura y la edad aparente del reverendo asombraron a Randall. Era alto (medía por lo menos 1,90 metros) y bastante joven para su posición (seguramente no tendría más de cuarenta y cinco o cuarenta y ocho años). Vestía una larga sotana negra, sencilla y de corte recto. Su cabello era extraño; muy rubio, casi azafrán, grueso y largo. Sus facciones eran ascéticas y cadavéricas, con cejas altas y delineadas, ojos en forma de capucha y de un ingenuo color azul, mejillas hundidas, una boca que apenas denotaba los labios, y una quijada larga y delgada. A pesar de estar cubierto con una sotana, Randall supuso que su cuerpo era musculoso y delgado.

Desde el otro lado del despacho, Plummer balbuceó con zalamería:

– Dominee…. le presento al señor Steven Randall. Señor Randall… el dominee De Vroome.

Con toda informalidad, De Vroome dejó caer los gatos a la alfombra, dio unos pasos adelante, extendió el brazo, y rápida y brevemente estrechó la mano de Randall.

– Bienvenido a la Westerkerk -dijo. Su voz era baja, ronca y vibrante-. Es muy gentil de su parte que haya venido a esta hora. Trataré de no retenerle mucho tiempo. Ya había oído hablar acerca de usted, por supuesto, y pensé que una entrevista sería ventajosa para ambos. Yo sugeriría que se sentara usted en el sofá. Es el lugar más cómodo en toda la habitación y quizá lo ayude a vencer su resistencia.

«Un tipo interesante -pensó Randall, mientras se sentaba en el sofá-. Sereno, cortés, formidable.»

– ¿Qué le hace pensar que tengo alguna resistencia? -preguntó Randall.

El reverendo De Vroome no respondió. Le hizo una señal a Plummer, indicándole que podía permanecer en la oficina. El periodista se sentó nerviosamente en un sillón junto a la librería y pareció perderse entre los libros. De Vroome echó un vistazo a la cubierta de su escritorio, como para ver si había algún mensaje. Luego, satisfecho, se acercó a un sillón frente a Randall, se recogió la sotana y se sentó. En seguida se dirigió a Randall.

– Supongo que, siendo usted colaborador reciente en Resurrección Dos (sea cual fuere el significado de ese estúpido nombre clave, aunque ya me lo imagino), ha tenido ya referencias acerca de mi persona y de mi postura como enemigo de la ortodoxia religiosa que sus patronos representan. Por lo tanto, estando enterado de sólo una de las dos versiones y debido a su lealtad natural para con sus compañeros, usted pensará que soy el diablo encarnado. Está usted alerta. Está usted oponiendo una comprensible resistencia.

Randall no pudo evitar una sonrisa.

– ¿Acaso no lo estaría también usted, dominee? Mi negocio es el de guardar un secreto, y el suyo el de tratar de averiguarlo.

Los delgados labios de De Vroome esbozaron una indulgente sonrisa.

– Señor Randall, yo dispongo de otros medios para descubrir el objetivo de Resurrección Dos, así como el contenido exacto de la reciente traducción del Nuevo Testamento. Usted es mi invitado, y no tengo intención alguna de incomodarlo sondeando aquello que usted ha jurado encubrir.

– Gracias -dijo Randall-. Entonces, ¿puedo preguntarle qué cosa desea obtener de mí?

– Principalmente, su atención. El propósito lo sabrá pronto. Primero, es vital que usted sepa cuál es mi postura y cuál la de sus patronos y lacayos. Usted cree saberlo, cuando en realidad lo ignora.

– Trataré de ser receptivo -prometió Randall.

Los huesudos dedos de De Vroome revolotearon por el aire.

– Nadie puede ser totalmente receptivo. La mente de todo el mundo es una selva de prejuicios, tabúes, cuentos y mentiras. No pretendo que usted sea tan completamente receptivo como para aceptar todo lo que le voy a decir. Sólo le pido que su actitud mental no sea enteramente negativa hacia mí.

– No es negativa -dijo Randall, preguntándose qué le podría importar a De Vroome que lo fuera o no.

– Aquello en lo que yo creo, y en lo que millones de personas en todo el mundo creen y que, como yo, aprueban y exigen, es una nueva Iglesia, una que tenga significación y sea apropiada para la sociedad de hoy y sus necesidades. Esto requiere, de antemano, una nueva comprensión de las Escrituras, que deberán leerse a la luz de nuestros conocimientos científicos y de nuestro progreso. El doctor Rudolf Bultmann, el teólogo alemán, fue el primero en llamar a la lucha dentro de nuestra revolución pacífica. Para él, la búsqueda de un Jesús terrenal es una pérdida de tiempo. Para el doctor Bultmann, lo que importa es buscar la esencia, los significados profundos, las verdades de la fe de la Iglesia primitiva (la kerigma), desmitificando el Nuevo Testamento, desvistiendo, como dijo él, el mensaje evangélico de sus elementos no históricos. Para reunir al hombre moderno con la religión, debemos desprender del Nuevo Testamento el Nacimiento Virginal de Cristo, los milagros, la Resurrección, las promesas no científicas del cielo y las amenazas del infierno. Como herederos de todos los investigadores, de Galileo y Newton a Mendel y Darwin, no podemos reconocer, como ha señalado Alan Watts, «la herencia del Pecado Original de Adán, la Inmaculada Concepción de María, el Nacimiento Virginal de Jesús, la Expiación de los pecados a través de la Crucifixión, la Resurrección física de Jesús, la Ascensión a los Cielos, y la resurrección de nuestros cuerpos en la mañana del Juicio Final que nos sentenciará, tanto física como espiritualmente, a la felicidad o el castigo eternos». Para poder creer, lo que el hombre contemporáneo quiere y puede aceptar es el mensaje de un sabio o un maestro, que pudo haberse llamado Jesús; un mensaje que ayude al hombre a lidiar con la realidad de su existencia… o, como un teólogo de Oxford resumió el pensamiento del doctor Bultmann, dar a cada persona un mensaje «a través del cual pueda afrontar su condición de ser mortal y así comenzar a vivir auténticamente». En pocas palabras, para parafrasear algo que se ha dicho de Renán, tenemos que producir un ser que no esté poseído por la fe, sino que posea la fe. ¿Me explico, señor Randall?

– Sí, dominee.

– Hemos alcanzado la etapa donde yo creo que es necesario, para nuestros tiempos, revisar más radicalmente las Escrituras, si es que el evangelio ha de ser un instrumento útil para salvar al hombre contemporáneo. La creencia en Jesucristo como un Mesías o como un personaje histórico no es importante para la religión de hoy. Lo que vale es volver a leer, a una nueva profundidad, el mensaje social de los primeros cristianos. No importa quién predicó el mensaje o quién lo escribió; lo que importa es la significación que el mensaje pueda contener hoy en día, especialmente cuando se le libera de sus elementos míticos y sobrenaturales, cuando se le filtra y purifica para que queden sus residuos de amor del hombre por el hombre y su fe en la fraternidad humana. Esto me lleva a hablar de los conservadores, los guardianes del antiguo Cristo y de los viejos mitos, a quienes usted está dispuesto a servir…

– ¿Cómo sabe usted que son tan conservadores? -interrumpió Randall-. ¿Cómo puede usted estar tan seguro de que no están también preparados para el cambio drástico?

– Porque los conozco personalmente, a todos y cada uno de ellos, y sé cuál es su postura. No hablaré de sus cinco editores, los promotores de la nueva Biblia; ellos están por debajo del desprecio. Sus intereses son egoístas, comerciales; su única Escritura es el libro mayor de utilidades, y su única religión es el producto nacional bruto individual. Para sobrevivir, necesitan el apoyo de personas como Trautmann, Zachery, Sobrier, Riccardi y Jeffries, así como también de los anticuados concilios eclesiásticos y las sociedades bíblicas. Éstos son aquellos cuya fe en Cristo y cuyo esmerado cuidado y protección del Señor han embrutecido y retardado a la religión y a la Iglesia durante siglos. Ellos saben que la razón básica de la existencia de la religión es la muerte, así que simultáneamente predican el falso temor y la esperanza falsa, y dejan caer una cortina de ritos y dogmas entre ellos mismos y los genuinos problemas de los seres humanos. La verdadera teología, nos dice Tillich, se refiere a aquello que debe interesarnos en esencia… la significación de nuestra existencia y nuestra vida. Sin embargo, los teólogos ortodoxos ignoran esto. Como dicen mis amigos del Centro pro Unione de Roma, éstos son los que sólo desean proteger al antiguo club religioso, al statu quo ortodoxo, del proceso inevitable de la disolución. Y a menos de que ellos hagan reformas, o que nos abran camino a nosotros, los reformistas, el mundo consistirá en nuevas generaciones sin religión, sin fe, sin el corazón de la supervivencia que puede crecer sólo en la fe.

– Usted me ha hablado de la necesidad de purgar la Biblia -dijo Randall-; pero, ¿cómo reformaría usted la organización de la Iglesia en sí?

– ¿Quiere decir en una forma práctica?

– Sí, prácticamente.

– Para sintetizarlo… -dijo De Vroome, acariciando distraídamente al gato siamés que le restregaba la pierna mientras pensaba lo que iba a decir-. La nueva Iglesia por la cual yo abogo será una sola Iglesia, protestante y católica a la vez. Tendrá unidad cristiana. Prevalecerá un espíritu ecuménico… un mundo en una sola Iglesia. Esta Iglesia no promoverá la fe ciega, ni los milagros, ni el celibato, ni la autoridad irrefutable de su clero. Esta Iglesia rechazará las riquezas, gastará su dinero en sus fieles y no en enormes catedrales como la Westerkerk, la Abadía de Westminster, Notre Dame o San Patricio. Trabajará en la comunidad, a través de pequeños grupos que no tendrán que soportar sermones, sino que disfrutarán de las celebraciones espirituales. Integrará a las minorías, reconocerá la igualdad de las mujeres, promoverá la acción social. Apoyará el control de la natalidad, el aborto, la inseminación artificial, la ayuda psiquiátrica y la educación sexual. Se opondrá a los Gobiernos y a las industrias privadas que se dedican al asesinato, la opresión, la contaminación y la explotación. Será una Iglesia de compasión social, y su clero y sus congregaciones verdaderamente realizarán y vivirán, no sólo de palabra, el Sermón de la Montaña.

– Y, ¿no cree usted que los teólogos y los editores de Resurrección Dos también desean esa clase de cristianismo?

La boca de De Vroome esbozó una nueva sonrisa.

– ¿Cree usted que ellos quieren lo que yo quiero, lo que las grandes masas quieren? Si es así, pregúnteles a ellos. Pregúnteles por qué se oponen a mi movimiento, si no es meramente para preservar sus formas tradicionales y su jerarquía. Y pregúnteles por qué, en asuntos de ética cristiana, siempre vacilan entre la avenencia y el fanatismo obstinado. La avenencia implica holgazanería. El fanatismo es fervor excesivo y, por lo tanto, carencia de amor. Existe una tercera solución (la del presente), la de resolver las necesidades inmediatas del prójimo. Pregúnteles a sus compañeros si están dispuestos a sacrificar las enseñanzas eclesiásticas dogmáticas por discusiones libres. Pregúnteles qué cosa están haciendo (ahora) acerca de las relaciones sociales, la pobreza, la desigual distribución de las riquezas. Pregúnteles si están preparados para sacrificar sus instituciones lucrativas por una comunidad cristiana universal, donde el ministro o el sacerdote no sea una persona especial, un dignatario, sino sencillamente un siervo que pueda atraer a una vida espiritual a aquellos que lo empleen. Hágales estas preguntas, señor. Randall, y cuando obtenga sus respuestas, usted comprenderá lo que ellos no comprenden. Es decir, que el principal problema de la vida no es prepararse para lo que venga después de la muerte… la cuestión esencial es cómo suministrar el cielo aquí en la Tierra, hoy en día.

El reverendo De Vroome hizo una pausa, miró a Randall durante varios segundos, y continuó, midiendo cada palabra.

– Y con respecto a esa Biblia secreta que sus amigos están preparando (sea cual fuere su contenido, las buenas nuevas que ofrezca o la sensación que provoque), no es un producto del amor. Los motivos que hay detrás de su publicación son tanto ofensivos como pecaminosos. Para los editores, el propósito es puramente económico. Para los teólogos ortodoxos, el motivo es principalmente el de desviar a millones de personas de la reforma terrenal, hipnotizarlas o amedrentarlas para que regresen a la antigua desesperanza de la Iglesia utópica, mística y ritualista. Le aseguro a usted que con esa nueva Biblia esperan aniquilar mi movimiento y barrer por completo a la Iglesia de la resistencia. Con esa Biblia pretenden revivir la religión del más allá y terminar con la religión del presente. Sí, señor Randall, sus motivos son ofensivos y pecaminosos…

Randall protestó:

– Dominee, perdone que lo interrumpa. Yo honestamente creo que usted exagera. Su queja acerca de los editores puede ser válida, aunque yo pienso que los está juzgando muy duramente. De cualquier modo, yo no intentaré avalar sus motivos. Sin embargo, conozco al resto del personal involucrado en este proyecto, y yo creo que son personas devotas, honestas y defensoras sinceras de lo que ellos consideran una revelación divina. Por ejemplo, el doctor Bernard Jeffries, de Oxfrod, el primer teólogo que conocí. Creo que su dedicación al proyecto se deriva únicamente de su devoción a la erudición y de sus convicciones espirituales…

El dominee De Vroome levantó la mano.

– Deténgase ahí, señor Randall. Me da usted como ejemplo al doctor Bernard Jeffries… Pues bien, él constituye el ejemplo perfecto de lo que me preocupa. No niego que sea un hombre de pretensiones científicas, ni tengo dudas acerca de sus convicciones religiosas. Pero ésas no son las razones principales de su participación en la edición de la nueva Biblia. Existe otro motivo, que es completamente político.

– ¿Político? -repitió Randall-. No puedo creerlo.

– ¿No puede creerlo? ¿Nunca ha oído hablar del Consejo Mundial de Iglesias?

– Por supuesto que sí. Mi padre es clérigo. A él se lo he oído mencionar.

– ¿Sabe algo acerca del Consejo? -insistió De Vroome.

Randall titubeó.

– Según recuerdo, es… es una organización internacional que abarca a la mayor parte de los grupos eclesiásticos protestantes. No puedo recordar los detalles.

– Permítame refrescarle la memoria para que, al hacerlo, le describa una mejor imagen del altruista doctor Jeffries.

El rostro del clérigo holandés, según Randall, se había congelado. La voz vibrante se había tornado más gruesa.

– El Consejo Mundial de Iglesias, con sede en Ginebra, se compone de 239 iglesias anglicanas, ortodoxas y protestantes de noventa naciones, que cuentan con 400 millones de feligreses en todo el mundo. El Consejo Mundial es la única organización fuera de Roma que posee un potencial de autoridad y de control comparable al del Vaticano. Sin embargo, desde su creación en esta ciudad en el año de 1948, y hasta el presente, en ninguna forma se ha semejado al Vaticano. Como dijo el primer secretario general durante la primera asamblea: «Somos un Consejo de Iglesias, no el Consejo de una Iglesia indivisa.» Y como proclamó la tercera asamblea desde la India: «El Consejo Mundial de Iglesias es una confraternidad de Iglesias que reconocen al Señor Jesucristo como Dios y Salvador de acuerdo con las Escrituras.» En resumen el Consejo es un organismo liberalmente unido de varias Iglesias con distintos antecedentes sociales y raciales que buscan una comunicación intereclesiástica, una unidad cristiana, un consenso de fe y una acción social común. Entre asamblea y asamblea, que se celebran cada cinco o seis años, un Comité Central y un Comité Ejecutivo llevan a cabo la política. Ahora bien, los dos puestos más activos dentro de la organización son los del secretario general, que trabaja tiempo completo y percibe un sueldo, y el presidente, que tiene un puesto honorario. De estos dos, el que ejerce mayor influencia es el secretario general, quien encabeza al personal de la sede en Ginebra, compuesto de doscientas personas; es el oficial de enlace y coordinación entre las Iglesias asociadas y representa al Consejo ante el mundo exterior.

– Y sin embargo, ¿no es una figura con autoridad?

– Definitivamente no, tal como andan las cosas actualmente -dijo De Vroome-. El secretario general no tiene poder judicial. Repito, tiene influencia, y un potencial para ejercer el poder. Lo cual nos lleva a su erudito, espiritual y altruista doctor Bernard Jeffries. La jerarquía de la Iglesia ortodoxa (los decanos del clero, los conservadores firmemente establecidos) está promoviendo un plan para dominar la próxima asamblea del Consejo Mundial de Iglesias, nombrar al doctor Jeffries el próximo secretario general y, a través de él, reestructurar el Consejo Mundial y convertirlo en un Vaticano protestante, con su cuartel general en Ginebra. De esa manera, los conservadores gobernarán a través de edictos y proclamaciones, harán retroceder a los seguidores de todas las Iglesias hacia la fe ciega y acabarán con todas las esperanzas de una fe popular vital y operante. Y, ¿cómo logrará esto la maquinación ortodoxa? A través de la conmoción y la propaganda que engendrará la nueva Biblia que está preparando el grupo de Resurrección Dos.

Mientras escuchaba, Randall recordó vagamente haber oído con anterioridad el nombre del doctor Jeffries relacionado con el Consejo Mundial. Trató de recordar dónde lo había oído… De Valerie Hughes, la prometida del doctor Knight, en Londres. Había existido cierta lógica en aquella alusión anterior al doctor Jeffries como candidato al secretariado general del Consejo. Ahora, de acuerdo con la versión de De Vroome, los motivos que había detrás de la candidatura reflejaban una luz distinta e indigna.

Randall dijo lo que estaba pensando.

– ¿Está el doctor Jeffries al tanto de ese plan?

– ¿Al tanto? -dijo De Vroome-. Él está al frente del ardid, colaborando activamente y haciendo política secreta para promoverse a sí mismo para el secretariado general. Tengo pruebas (copias de la correspondencia sostenida entre Jeffries y sus conspiradores) que sustentan lo que he dicho.

– Y, ¿cree usted que el doctor Jeffries podrá lograrlo?

– Lo logrará si la nueva Biblia de ustedes le da la suficiente publicidad, distinción e importancia.

– Permítame modificar mi pregunta y planteársela de nuevo -dijo Randall-. ¿Cree usted que lo logrará?

– No -respondió llanamente el reverendo De Vroome, sonriendo una vez más-. No, no lo logrará; como tampoco lo lograrán sus editores.

– ¿Por qué no?

– Porque yo pretendo detenerlos, demoliendo el trampolín de Jeffries al poder… su nueva Biblia… desacreditándola y destruyéndola antes de que ustedes la puedan anunciar y distribuir en todo el mundo. Una vez que haya yo logrado eso, habrá otro secretario general en el Consejo Mundial de Iglesias. Verá usted, señor Randall, yo pretendo ser el próximo secretario general.

Randall mostró su asombro.

– ¿Usted? Pero yo pensé que usted estaba en contra de la autoridad eclesiástica y…

– Lo estoy -dijo De Vroome bruscamente-. Por eso es que debo ser el nuevo secretario general del Consejo Mundial, para protegerlo de los hambrientos de poder. Para preservarlo dentro de la unidad cristiana. Para hacerlo aún más sensible al cambio social.

Randall estaba perplejo. No sabía si el dominee era honesto en las virtudes que profesaba o si era tan ambicioso y político como aquellos a quienes combatía. Y había algo más. De Vroome acababa de mencionar la necesidad de destruir la nueva Biblia. Randall pensó que debía confrontar al reverendo con la insensatez de su propósito de destrucción.

– Yo no puedo opinar acerca de quién debería ser el próximo secretario general del Consejo Mundial -dijo Randall-, pero creo que puedo y debo discutir la actitud que usted ha tomado con respecto a una versión revisada del Nuevo Testamento que nunca ha visto ni leído, y de la cual sabe muy poco. Dejando de lado las conveniencias políticas, no puedo comprender por qué desea usted destruir (ésa fue la palabra que empleó, destruir) una Biblia que podrá proporcionar consuelo a millones de personas; una nueva fe y una nueva esperanza. Una obra que promoverá la fraternidad y el amor; los mismos objetivos que usted persigue a través de su movimiento. ¿Cómo justifica, moralmente, la destrucción de la Palabra, cuando ignora por completo su mensaje?

De Vroome frunció el ceño.

– No necesito conocer su mensaje de antemano -dijo severamente-, porque conozco a sus mensajeros.

– ¿Qué quiere usted decir con eso?

– Que yo sé todo lo que necesita saberse de las personas involucradas en el descubrimiento, la autentificación, la producción y la promoción de su Biblia.

Por primera vez, Randall sintió que perdía la paciencia.

– ¿Qué insinúa usted? -dijo irritado-. Yo he estado en contacto con todas las personas importantes del proyecto y, como ya le he dicho, he llegado a conocer algunas de ellas bastante bien. Estoy seguro de que la mayoría son decentes, sinceras, honestas y tienen integridad y buenos propósitos. Usted ni remotamente los conoce tan bien como yo.

– ¿De veras? -dijo De Vroome divertidamente. Luego se puso de pie-. En tal caso, veamos qué es lo que usted sabe… y lo que yo sé… acerca de su devoto y fiel rebaño.

Enfurecido por la arrogante suficiencia del clérigo, Randall trató de contenerse mientras observaba al dominee De Vroome dirigirse a su escritorio. De su sotana sacó una llave, abrió un cajón, sacó una carpeta de archivo, la abrió y la puso encima del escritorio. Se sentó, sacó un grueso manojo de papeles, los hojeó, reflexionó por un momento, y levantó las hojas para que las viera Randall.

– Éste es mi expediente del personal que colabora en Resurrección Dos -dijo De Vroome-. Es demasiado extenso para que usted lo lea.

Dejó caer el manojo de papeles sobre la carpeta abierta, recargó los codos en la orilla del escritorio y apoyó el mentón sobre el puño cerrado de su mano derecha.

– En unos cuantos minutos puedo decirle lo que usted quiera saber acerca de cualquiera de los miembros de la manada de Resurrección Dos.

– Podría estarme diciendo puras mentiras.

– Sólo tiene que hablar con cada una de las personas de quienes yo le informe para verificar lo que le diga. Más aún, lo invito a que lo haga.

– Adelante -dijo Randall agriamente.

– Ya nos hemos hecho cargo del desinteresado doctor Jeffries -dijo De Vroome, cuyo tono de voz aún era calmado y objetivo- Examinemos a algunos otros del grupo; por ejemplo, a George L. Wheeler, el acaudalado editor religioso norteamericano que lo contrató a usted para este proyecto. ¿Qué sabe usted acerca de él? ¿Está enterado de que ese capitán de industria estaba al borde de la quiebra cuando gestionó la venta de su negocio al señor Towery, presidente de Cosmos Enterprises? Pues sí, esto es verdad. Pero el convenio no se ha consumado, sino que contingentemente depende del éxito de la publicación de la nueva Biblia. Para Wheeler, la nueva Biblia debe ser un éxito, a efecto de que él pueda sobrevivir en los negocios y sostener su posición social. En cuanto a Towery, su único interés al apoderarse de la casa editorial de Wheeler es el de adquirir el prestigio que su conexión con la nueva Biblia le dará dentro de su prominente círculo bautista. Ésa es la razón por la cual Wheeler lo ha contratado a usted… para complacer a Towery y para salvar el cuello, asegurándose de que la nueva Biblia se convierta en la más famosa de la Historia.

– No me está diciendo nada que yo no supiera ya -dijo Randall, profundamente molesto por la arrogancia de De Vroome y renuente a admitir que acababa de enterarse de algo nuevo.

No sabía que la supervivencia del negocio de Wheeler dependía del éxito del Nuevo Testamento Internacional.

– ¿No le he dicho nada que usted no supiera? -repitió de Vroome-. Bueno, tal vez pueda superarme. Ahora tomemos a la nueva Bernadette de Lourdes, su pequeña y sencilla secretaria, la señorita Lori Cook. Usted estuvo en el «Hospital de la Universidad Libre» esta mañana y fue testigo de los resultados de un milagro, ¿no es verdad? La señorita Cook había estado lisiada desde la infancia, pero ayer tuvo una aparición y ahora ya puede caminar normalmente. ¡Imagínese! Lo siento por usted y por ella, porque la verdad es que… la señorita Lori Cook siempre pudo caminar normalmente. Pero ella no es una traidora al proyecto; tan sólo es una farsante patética, enferma y neurótica. Era fácil comprobar su historial clínico en los Estados Unidos sin quebrarse la cabeza. Bastó una llamada telefónica a un clérigo de nuestro movimiento, que vive en la cercanías de la casa de la señorita Cook, para enterarnos de la verdad; y las pruebas y los documentos vienen en camino. Nosotros tenemos evidencia de sus hazañas atléticas en la secundaria, proezas que exigían piernas fuertes y vigorosas. Su verdadera aflicción radicaba en ser fea; nunca recibió atención ni cariño, y fue entonces que decidió, al unirse a su proyecto, hacerse la coja y ganarse el afecto a través de la compasión. Recientemente, Lori vio la posibilidad de recibir más atención desempeñando el papel de Bernadette, así que ahora lo está haciendo. Está siendo curada y atendida, y está recibiendo cariño. Pronto se convertirá en leyenda. Pero, señor Randall, no auspicien ustedes esa leyenda sólo para promover la Biblia. Porque si lo hacen, nosotros nos veremos forzados a denunciarla (y también a ustedes) públicamente. Yo no quisiera lastimar a la pobre chiquilla. No le pido a usted que me crea, o mi palabra aquí…

– No le creo -dijo Randall, sacudido por la revelación que le había hecho De Vroome.

– …Sólo le pediré que no sea tan temerario como para utilizar a Lori Cook en su publicidad; porque si lo hace, se arrepentirá.

De Vroome levantó a uno de los gatos y lo puso sobre su regazo, y luego examinó los papeles que tenía enfrente de él.

– Ahora, ¿de quién más quiere que le hable? Ah, tal vez de aquellos que conoció en su viaje la semana pasada… aquellos que usted cree conocer tan bien y en quienes confía tanto. ¿Hablamos de ellos?

Randall no dijo nada.

– ¿El que calla, otorga? -preguntó De Vroome-. Entonces seré breve. Al final de su viaje, usted estuvo en Maguncia, Alemania. Pasó el día con Karl Hennig. Un tipo excelente y franco, este impresor alemán, ¿no le parece? Amante de Gutenberg y de los libros finos, ¿no es verdad? Pero también es algo más. Es el Karl Hennig que, en la noche del 10 de mayo de 1933, se unió a un grupo de miles de estudiantes nazis que desfilaron con antorchas por las calles de Berlín, culminando en una celebración masiva en la plaza de Unter der Linden. Ahí, Karl Hennig y sus camaradas, tan admirados por el doctor Goebbels, quemaron veinte mil libros en una enorme hoguera… libros de Einstein, Zweig, Mann, Freud, Zola, Jack London, Havelocx, Ellis, Upton Sinclair. Sí, Karl Hennig, amadísimo impresor de Biblias e incinerador nazi de libros. Esta información se la debo a mi amigo -De Vroome hizo una señal hacia atrás-, el señor Cedric Plummer.

Ofuscado por lo que estaba escuchando, Randall se había casi olvidado de que Plummer aún se encontraba en el despacho.

Vio que el inglés sonreía afectadamente, y lo escuchó decir:

– Es verdad. Yo tengo el negativo de una vieja fotografía del joven Hennig aventando libros a la hoguera.

Para Randall, los acontecimientos de ayer en Maguncia y Frankfurt comenzaban a cobrar sentido. Probablemente Hennig se había rehusado a ver a Plummer en Maguncia, hasta que se enteró del propósito de la visita del periodista. Después de eso, Hennig se había reunido con Plummer en Frankfurt. Ahora estaba claro la razón de la entrevista: chantaje.

– ¿Por qué demonios desacredita a Hennig? -Randall preguntó abruptamente a Plummer-. ¿Qué pretende ganar con eso?

– Un ejemplar anticipado de la nueva Biblia -dijo Plummer, sonriendo con satisfacción-. Un precio muy bajo por recuperar el negativo de una vieja fotografía.

El reverendo De Vroome asintió con la cabeza.

– Exactamente -dijo-. Un ejemplar de la nueva Biblia es nuestro precio.

Randall se sumió en el sofá sin poder hablar.

– Sólo dos más y terminaremos -continuó De Vroome implacablemente-. Ahora consideremos a un notable y objetivo científico que emplea el sistema de datación del carbono 14, el profesor Henri Aubert. Usted estuvo en París con el profesor Aubert. Le dijo, estoy seguro, que el descubrimiento que él autentificó lo ayudó a recobrar la fe, el sentido humanitario, el deseo de darle a su esposa, el hijo que ella siempre había deseado, ¿no es verdad? Le platicó que ella esperaba un hijo de él, ¿no es verdad? Pues le mintió. El profesor Aubert le mintió. Él es físicamente incapaz de darle un hijo a su esposa. ¿Por qué? Porque hace años se sometió a una vasectomía. Estando en favor del control natal, prefirió que un cirujano lo esterilizara, cortándole y ligándole el conducto deferente que lleva el esperma de los testículos a las vesículas seminales para la procreación. No se puede confiar en el profesor Aubert. Lo ha engañado. Él no puede darle un hijo a su mujer.

– ¡Claro que puede! -exclamó Randall-. Yo conocí a la señora Aubert. La vi. Está embarazada.

Una vez más, la sonrisa de De Vroome era indulgente.

– Señor Randall, yo no dije que la señora Aubert no pudiera estar embarazada. Lo que dije es que no pudo haberla preñado el profesor Aubert. ¿Que está embarazada? Claro que lo está, pero el padre de la criatura es el señor Fontaine, su amante… sí, el inmaculado editor francés de Biblias. El profesor Aubert, obviamente, ha hecho la vista gorda. Y no porque desee un hijo o porque quiera conservar a su esposa, sino porque no desea que haya escándalo ahora que él y un colega suyo han sido nominados para el Premio Nobel de química por un descubrimiento que nada tiene que ver con el carbono y que han estado desarrollando durante muchos años. El profesor Aubert antepone los honores al orgullo… y a la veracidad. Realmente, no esperará usted que yo confíe en la palabra de un hombre como ése, ¿verdad?

Randall no quería creer a De Vroome, pero ya no tenía energías para desafiar al abogado del diablo. Decidió esperar.

– He reservado la información más significativa y personal para lo último -dijo De Vroome-. Resultará doloroso para ambos, pero ahora debo hablarle acerca de la señorita Ángela Monti, de Roma, su nuevo amor.

Randall quiso pararse de un salto y salir, pero sabía que tenía que escuchar lo que De Vroome iba a decir, fuera lo que fuera.

– Supongo que ya conoce a su padre, el profesor Augusto Monti, quien proporcionó la información para la nueva Biblia, ¿no es así? -dijo De Vroome sin esperar respuesta-. O tal vez no lo haya conocido, al igual que otros que han intentado verlo recientemente. Yo creo que aún no lo conoce. ¿Por qué? ¿Porque siempre lo envían fuera, al Medio Oriente, a cualquier parte, a realizar excavaciones por instrucciones de sus envidiosos superiores? ¿No es eso lo que Ángela le dice a todo el mundo, incluyéndolo a usted? Discúlpeme, pero la señorita Monti miente. Entonces, ¿dónde se encuentra el profesor Monti? Está escondido en algún suburbio de Roma viviendo en la desgracia, debido a que el Gobierno lo obligó a retirarse. ¿Por qué? Porque el Gobierno italiano se enteró de que el profesor Monti, al prepararse para hacer la excavación que lo condujo a descubrir no sé qué cosa, se comportó indebidamente. En lugar de arrendar el lugar de la excavación, timó a los pobres campesinos que eran los propietarios del terreno, adueñándose de las escrituras con el propósito de retener el cincuenta por ciento del valor de su descubrimiento, en lugar de repartirlo con los legítimos dueños. Estafó a los campesinos y, después de que Monti hizo su descubrimiento, los antiguos propietarios se quejaron ante el Ministerio de Instrucción Pública, que los indemnizó. El escándalo se mantuvo en secreto, pero al profesor Monti lo destituyeron discretamente de su cargo en la Universidad de Roma, obligándolo a ocultarse y a permanecer ignominiosamente retirado.

Randall se enderezó en su silla, temblando de ira.

– Eso es una sarta de mentiras y no le creo ni una sola palabra.

El reverendo De Vroome se encogió de hombros.

– Usted no debería enfurecerse conmigo, sino con Ángela Monti. Ella le ha ocultado la verdad, no sólo para proteger a su padre en desgracia, sino también con el propósito de utilizarlo a usted para hacerle propaganda a Monti. Si ella logra seducirlo para que usted haga de su padre el personaje más famoso del proyecto, sentirá que el profesor podría cobrar la suficiente importancia para desafiar al Gobierno y salir de su escondite para cosechar la gloria, y el Gobierno italiano se vería demasiado intimidado para revelar el escándalo o para actuar en alguna forma punitiva. La señorita Monti le ha mentido, y se está valiendo de usted. Lo lamento, pero así es.

– Aún no le creo.

– Pregúnteselo a la señorita Monti, si quiere.

– Lo haré -dijo Randall.

– No se moleste en pedirle que le confirme o le niegue lo que yo le he revelado -dijo De Vroome-. Eso sólo haría que le mintiera de nuevo. Mejor pídale que lo lleve con su padre.

– No me rebajaría a tal grado -interrumpió Randall.

– Entonces, tal vez nunca sepa la verdad -dijo De Vroome.

– Existen muchas verdades, así como existen muchos puntos de vista y muchas interpretaciones de lo que se ve y de lo que se oye.

El reverendo De Vroome movió la cabeza.

– Me temo que en los casos de las personas que yo le he mencionado, existe sólo una verdad. Porque, así como Poncio Pilatos le preguntó a Nuestro señor en el mito: «Quid est veritas?» («¿Qué es verdad?»), en este caso, si fuera yo a responder a Pilatos, transformaría las letras de sus palabras en un anagrama: «Est vir qui adest» («Es el hombre que está parado ante ti.») Sí, señor Randall, aquel que está ante usted en esta oficina (Maertin de Vroome) posee la verdad. Si usted investiga como yo lo he hecho, si busca la verdad como yo la he buscado, aprenderá a confiar y a creer en mí. Y si lo hace, me agradecerá que lo haya llamado esta noche.

– Sí, había estado esperando que me lo dijera. ¿Por qué me invitó aquí esta noche?

– Para tratar de mostrarle la sinceridad de nuestra causa y para demostrarle la deshonestidad de aquellos que colaboran en Resurrección Dos. Para hacerle ver que le están dando informaciones falsas, que lo están utilizando perversamente y que es víctima de un embaucamiento. Para hacerle comprender que tanto a usted como a muchos otros los están usando como herramientas. Se trata de un consorcio comercial de editores y una banda de religionarios malintencionados e inflexibles. Lo traje aquí para atraerlo a mi lado y a nuestra causa. Pero en vez de lograrlo, al tratar de abrirle los ojos para que pudiera ver la luz, me temo que lo único que hice fue enemistarlo conmigo.

– ¿Qué es lo que quiere de mí? -insistió Randall.

– Sus servicios y su genio en su especialidad. Lo necesitamos de nuestro lado, el lado de la causa justa, para ayudarnos a combatir la propaganda de Resurrección Dos y para promover nuestro propio esfuerzo por devolver la religión y la fe a todos los pueblos del mundo. Es una oferta generosa la que le hago, señor Randall… la oportunidad de abandonar un buque que se está hundiendo a cambio de uno que está seguro; la ocasión de preservar su futuro y su seguridad; la posibilidad de creer en algo. Y por lo que hace al sueldo, mis asociados y yo le podemos ofrecer tanto como Wheeler y sus colegas le están dando. Lleva usted todo por ganar y nada por perder.

Randall se puso en pie.

– Por lo que he escuchado… yo no llevo nada por ganar… y todo por perder. Tengo fe en la gente con la que estoy trabajando, mientras que no la tengo en usted. Lo que he escuchado son chismes, no hechos; insinuaciones de chantaje, no palabras decentes. Por lo que toca a su causa, es sólo una promesa; en tanto que Resurrección Dos es ya una realización. Y en cuanto a usted…

Randall miró al hombre que yacía sentado inmóvil detrás del escritorio. El rostro del clérigo era tan firme como una máscara de hierro. Randall dudó si se atrevería a continuar, y por fin se decidió.

– …Pienso que usted es tan egoísta y ambicioso como aquellos con quienes yo colaboro ahora. Pero usted, dominee, usted es más fanático. Usted puede verlo como una necesidad, y para fines buenos, pero yo no podría trabajar para un hombre tan virtuoso, tan inflexible, tan seguro de que sólo él conoce la verdad. Yo no podría convertirme en desertor y ayudarlo a destruir aquello en lo cual finalmente he llegado a creer… la Palabra… sí, la Palabra que le habremos de dar al mundo. Un mensaje del cual usted no sabe nada y, si yo me salgo con la mía, no se enterará hasta que esté a salvo en manos del mundo entero. Buenas noches, dominee. Le puedo desear buenas noches, aunque no le deseo buena suerte.

Sin aliento y esperando el estruendo, se desilusionó al ver que no lo hubo. De Vroome se limitó a mover la cabeza y, por un instante, Randall sintió que había sido exageradamente melodramático y que se había sentido como un tonto, de no ser por una cosa que le exasperaba. De Vroome había criticado ferozmente a personas indefensas… a Jeffries, Wheeler, Lori Cook, Hennig, Aubert, y aun a Ángela y a su padre. El dominee se había revelado como un ser despiadado y vengativo, por lo que Randall no se sentía avergonzado de su reacción explosiva.

– Me parece bien -dijo De Vroome-. No trataré de convencerlo… de decirle cuán equivocado está usted… acerca de mí y de mi movimiento… o cuan equivocado está acerca de aquellos a quienes tan lealmente defiende. Ambos hemos dicho esta noche lo que teníamos que decir. Lo dejaremos así por ahora. Pero recuerde que lo he puesto al tanto de algunas realidades acerca de sus colegas y de lo que representan. Le he pedido a usted que indague la verdad por sí mismo. Y cuando lo haga, probablemente querrá volver a verme. Quizás entonces me considere a mí y a mis objetivos más amablemente y con mayor caridad. Si esto sucediera antes de que su Biblia se publique, como yo creo que ocurrirá, sepa usted que mi puerta todavía estará abierta para usted. Nuestra causa puede utilizarlo.

– Gracias, dominee.

Randall se había dado la vuelta para marcharse, cuando nuevamente oyó hablar a De Vroome.

– Señor Randall, un último consejo.

Ya en la puerta, Randall se giró y vio que el dominee De Vroome había soltado el gato y se hallaba de pie, con Plummer parado a su lado.

– Una advertencia para usted y sus colegas -De Vroome desdobló un pedazo de papel-. No pierdan el tiempo con trucos tontos e infantiles para hacerme caer en trampas -levantó una hoja de papel azul-. Me refiero a este memorándum, supuestamente confidencial, que usted hizo circular entre sus colaboradores y asesores el día de hoy, ya tarde.

Randall tragó saliva y esperó.

– Usted fingió que se trataba de un comunicado serio acerca de sus planes promocionales -continuó De Vroome-. Pero, obviamente, estaba poniendo a prueba a su personal, para averiguar si alguno de ellos era desleal y nos estaba pasando los detalles de su organización. La esperanza de usted era que si yo veía el memorándum (y lo he visto), tomaría medidas para hacerlo público, anticipándome y combatiéndolo para que, de alguna manera, usted descubriera por dónde se estaba violando su seguridad y Heldering supiera a quién tendría que eliminar para tapar el agujero. Pero usted cometió un error (dos, en realidad) puesto que es sólo un principiante en teología y, por consecuencia, sus conocimientos de Nuevo Testamento son erróneos. El contenido de su memorándum implica una imposibilidad tan palpable que cualquier erudito consciente… uno que esté profundamente enterado de los evangelios, de los conocimientos cristianos, como yo lo estoy… detectaría ese disparate de inmediato; ni por un momento lo aceptaría como un hecho, ni mucho menos lo publicaría para caer en esa ridícula trampa. No vuelva a tratar de jugar conmigo. Y, si resultara necesario, mejor deje que sus expertos se hagan cargo de esos juegos.

Randall sintió que la sangre se le subía a la cabeza. De Vroome no había detectado la verdadera trampa. Todavía existía una posibilidad.

– No tengo la menor idea de lo que me está hablando…

– ¿No la tiene? Permítame ser más explícito -De Vroome contempló el papel azul-. Veamos qué es lo que usted escribió. «Confidencial. Se ha decidido que al anuncio de nuestra publicación en el palacio real (día dedicado a la gloria de Jesucristo) le seguirán doce días consecutivos dedicados a los doce discípulos que el Nuevo Testamento menciona por su nombre.» Luego menciona usted a los doce discípulos, incluyendo a Judas Iscariote -De Vroome sacudió la cabeza. Nerviosamente, Randall esperó a que el dominee continuara hasta leer la última frase, la oración que mencionaba el nombre clave que denunciaría al traidor de Resurrección Dos. Pero De Vroome suspendió la lectura. Bajó la hoja de papel que tenía en la mano y volvió a menear la cabeza-. Tonterías.

Randall fingió perplejidad.

– Simplemente no comprendo…

– ¿Su estupidez? ¿Esperaba usted que alguien creyera que estaba hablando en serio de una promoción que celebrara una nueva Biblia dedicando doce días a doce discípulos, incluyendo a Judas Iscariote? ¿Judas… el sinónimo histórico de la deslealtad, el traidor de Cristo?

Randall sintió un sobresalto. Eso sí que había sido una tontería. No había discutido el nombre de cada discípulo con los editores. Él los había averiguado por sí mismo y había dictado el maldito memorándum con demasiada premura, habiéndolo distribuido sin molestarse en que ninguno de los expertos lo revisara.

– Y su segundo error -prosiguió De Vroome- radicó en afirmar que el Nuevo Testamento menciona a doce discípulos por su nombre, cuando cualquier teólogo (si estuviera atento) sabría que menciona a trece. Porque después de que Judas lo traicionó, Cristo lo reemplazó por Matías, el décimo-tercero de los discípulos. Si el mensaje hubiera citado que Cristo tenía trece apóstoles y hubiera sugerido dedicar doce días de promoción a sólo doce de ellos, sustituyendo a Matías por Judas, quizá me hubiera engañado y su truco habría funcionado. Pero esto… -manoteó la hoja azul con desdén- esta clase de juegos de niños no lo llevará a ninguna parte -De Vroome sonrió-. No nos subestime. Respétenos, y al final estará con nosotros.

Ansiosamente, Randall echó un vistazo a la hoja de papel azul. La última oración. Tenía que ver la última oración. Su corazón palpitaba exageradamente. Sentía que sus latidos se oían por todo el cuarto. Desesperadamente, trató de pensar en algo, cualquier cosa que hiciera que De Vroome le revelara la última oración.

– Dominee -dijo Randall, tratando de controlar su voz-, le agradezco su pequeña disertación sobre relaciones públicas y erudición, pero me temo que no comprendo. Yo no escribí ese mensaje.

El reverendo De Vroome resopló impacientemente.

– Usted es obstinado. Todavía le gusta jugar. ¿Reconocería su propia firma?

– Por supuesto.

– ¿Es ésta su firma o no?

De Vroome arrojó el memorándum azul por encima del escritorio en dirección a Randall.

Pudiendo apenas atravesar la habitación y sintiendo que las piernas le temblaban, Randall se acercó al escritorio.

Miró fijamente el memorándum. La última oración, arriba de su firma, le saltó a los ojos.

El primero de los doce días será dedicado al discípulo Mateo.

Mateo.

Randall levantó la cabeza, tratando de ocultar el triunfo que sentía incrementarse en su pecho. Hizo un esfuerzo por aparentar una expresión avergonzada de disculpa.

– Usted gana, dominee -le dijo-. Sí, ésa es mi firma. Me había olvidado por completo de que ese mensaje debía despacharse hoy mismo.

El dominee De Vroome asintió con la cabeza, satisfecho, recogiendo el memorándum y doblándolo lentamente.

– Olvídese de lo que quiera, excepto de una cosa. Nosotros sabremos cualquier cosa que sea necesario saber acerca de la nueva Biblia antes de que ustedes hipnoticen al público. Prepararemos a la gente para que resista un ataque y lo rechace. Pero si usted desea estar del lado victorioso, regresará aquí y trabajará con nosotros hombro con hombro… Ahora, el señor Plummer lo llevará a su hotel.

– Gracias, pero preferiría tomar un poco de aire fresco -dijo Randall rápidamente.

– Muy bien.

De Vroome condujo a Randall hacia la puerta y, sin decir palabra, lo despachó.

Minutos después, habiendo dejado atrás la casa del guardián y la pomposa iglesia, Randall caminó entre las sombras de los frondosos árboles que rodeaban el Westermarkt, y se dirigió hacia el farol más cercano de la desierta plaza.

Un nombre, sólo uno, resonaba en sus oídos, haciendo eco, una y otra vez, en su cerebro.

Mateo.

En ese momento no tenía la paciencia para buscar un taxi. Era la hora de la verdad. Sólo uno de los doce que habían recibido el memorándum que él había enviado esa tarde llevaba el nombre clave de Mateo.

¿Quién había recibido la nota con el incriminante nombre de Mateo?

¿Quién?

Bajo la luz amarillenta de un farol, Randall buscó a tientas, en el bolsillo interior de su chaqueta, la lista de los doce discípulos y las doce personas del proyecto cuyos nombres hacían juego.

Tenía la lista. La abrió. Y sus ojos la recorrieron.

Discípulo Andrés – doctor Bernard Jeffries.

Discípulo Tomás – reverendo Zachery.

Discípulo Simón – doctor Gerhard Trautmann.

Discípulo Juan – monseñor Riccardi.

Discípulo Felipe – Helen de Boer.

Discípulo Bartolomé – señor Groat.

Discípulo Judas – Albert Kremer.

Discípulo Mateo -

Discípulo Mateo.

El nombre que estaba frente al de Mateo era el nombre de Ángela Monti.

Загрузка...