CAPÍTULO 8 FINS AL PONENT

El sargento Juárez se las arregló para tener liquidada su tarea cuando yo concluí mi entrevista con Meritxell Palau. En el momento en que ella y yo volvimos al despacho de Neus Barutell mi colega estaba anotando algo con rotulador indeleble sobre la superficie de un cede.

– Hecho, Vila -me informó, al vernos-. También he precintado la CPU -explicó, dirigiéndose esta vez a Meritxell-. Cuiden de que nadie hurgue en ella. Si necesitan alguna información de la que contiene pueden sacarla de esta copia del disco que les he hecho.

Meritxell tomó aprensivamente los tres cedes que Juárez le tendía.

– Gracias -murmuró, desorientada.

– De nada. Para servir estamos -repuso Juárez.

Meritxell nos acompañó hasta la puerta. Allí seguía la recepcionista, hablando para el pinganillo que salía de sus auriculares con ese gesto un poco anómalo y ausente que se les pone a los usuarios de semejante adminículo comunicador. Al vernos, adoptó una expresión suspicaz con la que nos examinó de arriba abajo. Estuve a punto de preguntarle si aprobaba los diseños de la colección primavera-verano de Carrefour del año anterior, que eran los que componían mi indumentaria. Yo los encontraba resultones, para los euros que me habían costado.

– Gracias por todo -le dije a Meritxell.

– De nada -respondió-. ¿Con esto se ha acabado?

– Me temo que no. Es posible que tengamos algunas preguntas más, cuando me facilite la información que le he pedido. Tampoco excluya que la citen del juzgado para nuevas diligencias. Y luego, si algún día conseguimos detener a alguien, que confío en que sí, vendrá el juicio y volveremos a molestarla, lamento tener que anunciárselo.

Meritxell suspiró levemente. Se la veía mucho más relajada.

– Qué se le va a hacer. Una supone que estas cosas siempre les suceden a los demás, pero ya que estamos, habrá que llevarlo con el mejor talante y aprender lo que se pueda. ¿No le parece?

– Comprendería que tuviera una actitud menos constructiva -admití-. A veces uno llega a pensar que el sistema judicial sabe ser bastante más encarnizado con los inocentes que con los culpables.

– ¿Eso quiere decir que estoy descartada como sospechosa? -bromeó.

– Si le tranquiliza saberlo, prácticamente -secundé su broma.

– Me tranquiliza y me decepciona, en las películas siempre resulta mucho más deslumbrante el papel de mujer misteriosa y fatal.

Estuve a punto de decir que si le apetecía podíamos detenerla y meterla una noche en el calabozo, para que saboreara la sensación, pero consideré que podía ser malinterpretado, y no acababa de entender por qué aquella mujer, que me había parecido algo adusta al conocerla, se mostraba ahora casi socarrona. Lo atribuí a los nervios que le afloraban una vez pasado el trago del interrogatorio, aunque bien pude equivocarme. De las mujeres apenas he logrado saber lo indispensable.

– Me temo que ese papel no está disponible en esta película -dije-, así que no se lo tome como algo personal. Estamos en contacto.

Ya en la calle, Juárez resumió a su manera la gestión:

– Te la has ligado, Vila. ¿Qué les das?

– Las escucho, me intereso por sus problemas, no les miro todo el rato entre las tetas, de vez en cuando les busco los ojos y procuro conducirme con la dosis justa de cortesía y sentido del humor.

– ¿Me lo repites para que tome nota? Eres un crack.

– No, tío: soy feo, no soy alto, tengo bastante mal concepto de mí mismo como persona y me he pegado muchas costaladas. La suma de todos esos factores me ha enseñado a ser prudente y respetuoso. No te garantiza el éxito, pero te protege razonablemente del fracaso.

Juárez meneó la cabeza.

– ¿Sabes? Siempre que tengo ocasión de hablar un poco contigo me hago la misma pregunta. ¿Qué coño hace éste aquí?

– Si tienes alguna sugerencia sobre dónde podrían pagarme diez mil euros al mes por rascarme la barriga, te prometo que consideraría seriamente la posibilidad de renunciar a mi actual puesto.

– Diez mil euros no sé, pero… Mira, mi cuñada es psicóloga, y también una pavisosa, dicho sea sin acritud y con el respeto debido a la familia política, y la tía curra en lo suyo y no gana mal. No me cuadra cómo un tío con tu coco estaba en el paro y ella encontró empleo.

– A lo mejor ella tenía contactos. Pero tampoco me sobrevalores. Lo que pasa es que ya soy perro viejo y he aprendido a dar el pego. Me sacaron el cociente intelectual de chico y no impresionó a nadie.

– Lo que sí me parece es que lo tendrías a huevo para meterte en la escala facultativa del Cuerpo. Dime tú a mí dónde iban a encontrar a alguien mejor, psicólogo titulado y con tu experiencia policial.

No era la primera vez que me ponían esa zanahoria delante del hocico. El último que me había sugerido presentarme a las pruebas para hacer valer mi título dentro de la empresa había sido nada menos que mi comandante. En un inaudito rapto de generosidad, y asumiendo que como jefe perdería a un investigador valioso, me había animado a probar porque como amigo, cito literalmente, entendía que podía convenirme y no se quedaba tranquilo si no me lo comentaba. Y sí, no negaré que el puñadillo de billetes suplementario era un aliciente, para alguien a dos velas como yo, pero tenía mis objeciones.

– Tendría que pasar un examen -le expliqué a Juárez-, y los exámenes me parecen una experiencia vejatoria incompatible con mi edad y mi carácter. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que una vez que lo aprobara me dedicaría a hacerles tests americanos a los tarados con que se fueran encontrando mis compañeros y luego aplicaría la plantilla del test correspondiente para sacar el nivel de rasgos paranoides, narcisistas o esquizoides que presenta el sujeto, como si eso sirviera para algo. Prefiero sentarme delante del tarado, enfrentarlo a las pruebas que haya podido reunir y hacerle confesar o incriminarlo con ellas. Y luego que otros juzguen si el contenido de su cacerola es estándar o se desvía lo bastante de las medias como para perdonarle que hiciera lo que hizo y mandarlo a pudrirse en un psiquiátrico en lugar de una cárcel. Total, ya sé que remedio no le van a dar ni en un sitio ni en otro.

Juárez me miró con detenimiento, y acaso un punto de piedad.

– Crudo te veo, compañero.

– No te preocupes, es sólo la mala leche por ir acumulando pistas y tener cada vez menos claro dónde está la fetén. Si ahora, cuando vuelva, Chamorro ha encontrado algo o Rubio me dice que el rumano de la gasolinera ha identificado al tipo, me pondré como unas castañuelas. Soy así de simple, lo reconozco. Pero tú tienes algo más importante que hacer que preocuparte de mi estado de ánimo. Vamos al aeropuerto, que te vas a meter ya en la hora punta del puente aéreo.

En lo que por lo pronto nos metimos fue en la hora punta del tráfico. Una experiencia que, de no haber sido porque cada minuto que transcurría disminuían las posibilidades de Juárez de darle satisfacción a su heredera, no me habría resultado demasiado desagradable. No soporto la hora punta de Madrid, que apenas tiene ya ningún aspecto novedoso que enseñarme, y que merced a la fiebre zapadora de sus sucesivos alcaldes se ha convertido en la sucursal del infierno más frecuentada por mis pobres conciudadanos. Sin embargo, me gusta ver el ajetreo de la gente en la hora punta de las ciudades donde no vivo. Me interesa el de las pequeñas capitales de provincia, donde a lo sumo uno se ve atrapado en atascos de quince minutos que a los autóctonos se les hacen una enormidad. Y me resulta estimulante el de otras grandes urbes, cada una de ellas un universo comparable a mi ciudad, con millones de vidas y miles de formas de vivirlas confluyendo en las arterias por las que circula el flujo motorizado de la población. Cuando me pilla una de ésas fuera de Madrid, miro a la gente de los otros coches y trato de imaginarme de dónde vienen y adónde van. Cómo es su oficina o su tajo, ese lugar donde pasan tantas horas; cómo son sus compañeros, subordinados o jefes y las relaciones entre todos ellos, sazonadas por la camaradería, el resentimiento o simplemente la rutina. Me figuro, también, cómo es el hogar al que se dirigen y quién les espera allí: una mujer o un marido, unos niños, unos ancianos, o todo a la vez. Juego a adivinarlo mirando las caras, buceando en los gestos. A veces pongo la radio y trato de averiguar, por cómo reaccionan, quiénes van oyendo el mismo programa que yo he escogido. Sé que a la mayoría de los intelectuales elevados, y también a muchos de los que no lo son, esto de indagar en los afanes diariamente repetidos de las personas corrientes les importa un pimiento. Pero qué le voy a hacer, a mí llega a fascinarme, como una especie de juego malsano. También en aquella ciudad donde, al cabo de los años, me encontraba con una cotidianidad a medio camino, ni del todo ajena ni tampoco propia. Encendí la radio y sintonicé una emisora catalana de gran audiencia.

– No jodas. ¿Lo vas a dejar ahí? -dijo Juárez.

– Inmersión lingüística. Voy a tener que convivir con ellos un tiempo.

– Eso sí es tomarse en serio el servicio. Vaya tío sufrido que eres.

– No sufro. Me gusta oírlos. Me trae recuerdos. He vivido aquí.

– ¿Que te gusta, dices? ¿El catalán?

– Cada lengua tiene su punto, si se le busca.

– Pues se ve que yo no sé cómo buscárselo a ésta.

– Como a cualquiera. Prueba con las canciones y la poesía.

Juárez me observó más bien estupefacto.

– ¿Estás de coña?

– En absoluto -contesté-. A mí me sirvió mucho, cuando vivía aquí. Empecé por los cantautores y de ahí pasé a los poetas. Los tienen interesantes. ¿No has leído nunca nada de Espriu, por ejemplo?

– Tendrían que apuntarme con una pistola a la sien -declaró, con loable franqueza-. Leer yo poesía, y en catalán, nada menos.

– Bueno, admito que no es la alegría de la huerta, pero hace pensar, que nunca sobra. Y suena bien. Mira, tiene unos versos que se me quedaron grabados, porque vienen muy a cuento, en las circunstancias que normalmente nos ocupan. A ver si los recuerdo… No deixis res /per caminar i mirar fins al ponent. / Car tot en un moment / et será pres.

– ¿Qué?

– Vamos, hombre, no es tan difícil. No dejes nada por caminar y mirar, hasta el poniente. Porque todo en un momento te lo quitarán.

– Muy alentador. ¿Y te sabes muchos poemas de memoria?

– Ése y un par más, sólo.

– Tío, eres raro. Definitivamente.

Por un momento me avergoncé de mi exhibición. No oculto que me complacía desconcertar a mi compañero (a quién no le gusta resultar inesperado y sorprendente a sus semejantes), pero de pronto me pareció que estaba llevando el juego más lejos de lo conveniente.

– Tampoco tanto -dije-. Sólo he aprendido tres o cuatro trucos, para deslumbrar al personal. Ya sabes que en este negocio nuestro nunca está de más darles a los clientes la sensación de que no te ven venir.

Juárez me sopesó con desconfianza.

– No sé yo. No serás un infiltrado, ¿eh?

– Si lo soy, será sin yo saberlo -aseguré.

– Todo cabe en este mundo -ironizó-. Mira los ordenadores esclavos. Gente que funciona sin darse cuenta como nodo distribuidor de material ilegal porque un listo se le ha metido en la máquina y la ha puesto a trabajar para él. Ya no puedes fiarte ni de ti mismo.

– También es verdad -asentí-. O de ti mismo menos que de nadie.

– Ya te digo.

Dejé a Juárez en la terminal, ni muy pronto ni demasiado tarde, y me dispuse a soportar con paciencia el tráfico que me quedaba aún por enfrentar, Llobregat arriba, para regresar a la comandancia.

En la soledad del vehículo comencé, de manera automática, a hacer examen de conciencia. Pero en seguida interrumpí el ejercicio. Por fortuna, los habitantes de los países desarrollados disponemos de un recurso siempre a mano para salvarnos de los peligros del silencio y la introspección: el teléfono móvil. Tomé el aparato y pensé en las llamadas que debía hacer. Siempre hay alguien a quien debes o puedes llamar; los seres preclaros que años atrás tuvieron esa visión y decidieron invertir su dinero en telefonía celular han visto justamente multiplicado su patrimonio, y los imbéciles que nos resistíamos al invento nos vemos merecidamente humillados llevando encima el cacharro, sintiéndonos una y otra vez obligados a usarlo y enriqueciendo cada día un poco más a esos adelantados del futuro. Los seres superiores siempre prosperan a costa de los deficientes, es la dura ley de la vida y del progreso. Y a los deficientes no nos queda otra que acatarla.

Que recordara, en aquel momento, debía llamar sin demora a dos personas. Resolví empezar por lo más sencillo, que es la técnica errónea que preferimos los gandules, y más a la caída de la tarde.

– Dígame -tronó el subteniente Robles al otro lado de la línea.

– Robles, soy yo, Vila.

– Ah, hombre, qué tal. Ya me han dicho que se te escapó el malo.

– Vaya, veo que nadie pierde ocasión de publicar una noticia aciaga. Pero tus fuentes no son muy fiables. Perdimos de vista a un tipo que se parecía a alguien que aún es pronto para decir que sea el malo.

– Bueno, bueno, no te piques. Que todos la hemos cagado alguna vez.

– Oye, ¿quieres seguir metiéndome el dedo en el ojo esta noche, pero con mesa y mantel de por medio?

– Si es en el ojo, ningún problema. Pido permiso a mi señora, pero creo que me dejará. Hoy no tenemos nietas y en la tele le dan la eliminatoria de uno de esos programas de merluzos encerrados que están siempre pegándose el lote debajo del edredón. Es una adicta.

– Me alegro de que puedas. Quiero que me pongas al día de unas cuantas cosas. Es posible que esto se nos complique un poco.

– ¿Tienes algo?

– No sé. A lo peor no. Luego te cuento.

– Vale. Te confirmo en media hora.

– Espero ansioso. A tus órdenes.

Después de colgarle a Robles, hice un esfuerzo y marqué sin pensar el otro número. Mientras sonaba el tono de llamada (por un instante había temido encontrarme con el buzón) traté de aguzar mi ingenio.

– Sí. -La voz sonó seca como un chasquido.

– Señor Altavella, soy el sargento Vila, de la Guardia Civil. Espero no interrumpirle en un momento inconveniente.

Hubo un silencio. Pudo prolongarse durante dos o tres segundos, pero fue bastante inhóspito, porque ambos sabíamos que el otro estaba pensando y podíamos inferir que el pensamiento no era cordial.

– No me interrumpe -dijo al fin-. En realidad no estaba haciendo nada, ahora mismo. Aunque eso tampoco quiere decir que el momento sea conveniente. Espero que me disculpe que le sea sincero.

– Puedo llamarle luego, si lo prefiere.

– No, no lo prefiero. Dígame.

– Necesito hablar en persona y despacio con usted. Ya se lo imagina.

– Sí, me lo imagino. ¿Han averiguado algo?

– Tenemos pistas. Nada definitivo por ahora. Pero han ido surgiendo informaciones que nos gustaría contrastar. Aparte de preguntarle por otra serie de asuntos relacionados con su esposa.

– Eso parece poco apetecible. Pero es mi cáliz, lo acepto. ¿Le viene bien mañana por la mañana, en mi casa? ¿O tengo que ir yo a alguna de sus dependencias con una muda y cepillo de dientes?

– Vamos a su casa, si quiere. No se trata de aumentar sus penalidades, sino de disminuirlas en todo lo que nos sea posible.

– Gracias, eso es muy considerado por su parte. ¿Madruga usted?

– Si hace falta, desde luego.

– Les invito a desayunar, a las ocho. Yo suelo levantarme muy temprano y es la hora a la que estoy más fresco. Apunte la dirección.

Me dictó las señas, a la velocidad adecuada para que pudiera anotarlas sin atropellarme. Cuando quería, Gabriel Altavella podía ponerse en el lugar de otro. Me sorprendió, pero quizá no debía resultarme una habilidad extraña en él. A fin de cuentas, se supone que en eso consiste el oficio de quienes crean personajes y cuentan historias: en adoptar puntos de vista ajenos, en meterse en el pellejo de los demás.

Reconozco que después de colgar experimenté una sensación de alivio, y que observé la caravana de vehículos que tenía ante mí con una sonrisa tontorrona. Hay asuntos que se le quedan a uno chapoteando en esos puñeteros planos abisales del inconsciente y envenenándole la sangre de un modo borroso pero pertinaz. La mala entrada que había tenido con Altavella era uno de ellos. Por una parte me sentía legitimado para cargarle casi todas las culpas a su altanería y me creía sobrado de argumentos para no concederle a su desprecio hacia mí un singular valor. Pero por otro, me quedaba la duda de si le había abordado con la suficiente habilidad, y me fastidiaba de forma especial que alguien como él, alguien a quien yo había leído y en otro tiempo admirado, me hiciera objeto de su displicencia. Los seres humanos tenemos estas flaquezas inconfesables, y si bien a ninguno le gusta proclamarlas ni conviene obsesionarse con ellas, nunca está de más constatarlas. No deixis res per mirar fins al ponent. Mientras esto discurría, al otro lado del parabrisas, oportunamente, empezaba a atardecer.

En la comandancia me esperaba mi gente, que había obtenido frutos dispares de su trabajo. Gil y Ponce habían reconvertido las ristras de matrículas que teníamos en listados razonados y segmentados con arreglo a los criterios que podían conducirnos al hombre que buscábamos. Debo admitir que no les había faltado sagacidad al hacerlo. Habían separado los coches de tres puertas de los de cinco puertas, calculando que era probable que un hombre joven y soltero con el perfil del que buscábamos tuviera un modelo de tres puertas. Habían marcado a quienes tenían denuncias por infracciones de tráfico, que podían denotar un carácter más agresivo. Habían clasificado los titulares por barrios de residencia, indicándome cuáles eran más susceptibles de corresponderse con un joven de ascendencia burguesa. Y todavía se les habían ocurrido tres o cuatro cribas más. De su labor no podía extraerse aún nada concluyente, pero una vez que tuviéramos algún otro parámetro para señalarnos el rumbo estaríamos en mejores condiciones de aprovecharlo. Les agradecí el ingrato e inteligente esfuerzo.

Rubio y Tena habían progresado de modo más apreciable con la lista de llamadas del móvil de Neus. Habían cruzado números con la agenda y habían segregado los que correspondían a contactos profesionales o personales localizados de aquellos de los que no nos constaba quiénes eran. Eso nos dejaba apenas media docena de números, tres de ellos móviles prepago de titular desconocido. Los tres se habían comunicado con Neus en las veinticuatro horas anteriores a su muerte. Dos de ellos, por la tarde, en horas que cabía presumir coincidentes con las de su viaje de Barcelona a Zaragoza. Rubio me desafió:

– ¿Tienes narices para pedir ya poder rastrearlos?

Medité su propuesta. No carecía de sentido. Pero también había que ir con cautela. Le estábamos pidiendo demasiadas cosas al juzgado, y hasta allí había reaccionado bastante bien, pero no nos convenía abusar. En cualquier momento podían empezar a exigirnos que les justificáramos taxativamente la necesidad de las intervenciones, y respecto de esos tres números telefónicos nuestras sospechas sólo podían formularse de manera muy incierta. No quise decidirlo todavía.

– Espera a mañana -dije.

– Ya sabes lo que es un móvil prepago. Hay que irle en caliente.

– Por eso te digo que sólo esperes a mañana. ¿Y lo otro?

– ¿Lo otro?

– Vamos, hombre, ¿a qué puedo referirme?

Rubio puso expresión seria.

– Mal rollo, Vila.

– ¿Cómo que mal rollo?

– Ni sí, ni no. El rumano no reconoce cien por cien al tipo de la foto. Pero tampoco lo puede descartar. Dice que podría ser, pero que lo vio poco, y rápido, y lejos y desde un ángulo diferente. Que si viera al sujeto en vivo, cree que tal vez lo reconocería. Pero que con esa foto, no se atreve a afirmarlo con rotundidad. Y eso es lo que hay.

– Lo malo de encontrarse con gente puntillosa -opiné-. A mantener la hipótesis y a buscarse otros caminos, qué remedio.

Mientras mis compañeros me iban dando novedades, yo las iba procesando a fin de convertirlas en un resumen para mi jefe que no me hiciera acreedor a un juicio demasiado severo. Es mezquino sorprenderse pensando cosas así, pero supongo que resulta inevitable. Cuando por último me acerqué a la mesa de Chamorro y le pregunté por los resultados de su trabajo, mi compañera pareció emerger de una profunda somnolencia. Tenía algo de astigmatismo, pero también la dosis de coquetería necesaria para resistirse a usar gafas mientras pudiera evitarlo. Se frotó los ojos y me respondió con voz fatigada:

– Tengo la cabeza como un bombo, y apenas le he metido mano a una cuarta parte de la información. Si además consideras que no entiendo muy bien el catalán y que el ochenta por ciento de los documentos están en ese idioma, pues ya ves cuánto puedes compadecerme.

– No me seas derrotista -la reprendí-. Seguro que algo te ha cundido.

– Sí, algo sí. De entrada, en cuanto he visto que esto se ponía cuesta arriba, me he apresurado a hacer lo que iba a poder resolver con razonable seguridad. He pedido al juzgado que nos autorice a intervenir las cuentas de correo, y parece que no ponen pegas para ordenarlo, aunque, esto te interesará saberlo, vamos a cambiar de señoría.

– ¿Qué?

– Me lo ha dicho la oficial. El titular del juzgado estaba apurando sus últimos días en la plaza, tenía ya concedido el traslado a otra. A partir de mañana se incorpora el reemplazo. Una juez sustituta.

– Que Dios nos asista -exclamé.

– ¿Por mujer o por sustituta?

– Por sustituta, no me seas tocapelotas.

– Pues no siempre son tan malos, los sustitutos. Depende.

– No, si no digo que sea mala. Digo que va a llevar el asunto alguien que se lo encuentra empezado, y que a nada que sea un poco picajosa, o desconfiada, o se sienta insegura, nos lo va a complicar.

– ¿Por qué va a estar insegura? A lo mejor tiene más aplomo que tú.

– Vale, Virgi. Venga, cuéntame qué has sacado de lo de Neus.

– He empezado por lo más obvio. Me he fijado en los alias que utilizaba para identificar sus direcciones de correo electrónico. Algunos no me dicen nada, o me dicen muy poco: noiaeclectica62, maripylyn77. Otros son relativamente evidentes: neusb333, barutelln62. Obsérvese, eso sí, la repetición del número 62, que nos remite a…

– Su año de nacimiento, 1962.

– Vale, te estaba poniendo a prueba. Ya veo que no estás completamente dormido, pese a esa cara de zombi que te gastas.

– Gracias.

– Pero ahora, fíjate en éste: just _a_kitten. ¿Qué te hace pensar?

– Sólo un gatito. O gatita.

– ¿Qué?

– Que eso es lo que significa just a kitten, en inglés.

– Vale, mira, mi inglés no llegaba a tanto como para traducir la palabreja. Pero, punto uno: es inglés. Punto dos: empieza con K.

– ¿Y?

– La anotación extraña que vimos en su cuaderno. Estaba en inglés y figuraban aquellas dos iniciales, R.K. ¿Recuerdas?

Dediqué a Chamorro una mirada circunspecta. Medité cómo transmitirle lo que pensaba sin resultar muy hiriente. Al final dije:

– No me digas que esto es lo más sustancioso que has encontrado.

En el rostro de mi compañera se dibujó un rictus contrariado. No esperaba otra cosa, así que procedí a razonar mi observación:

– Neus sabía inglés. Lo usaba en sus anotaciones. Y se ponía como alias de correo electrónico una palabra inglesa que comienza con K y que significa gatita. O sea, profundizando en el concepto: nada.

Chamorro acertó a mantener la sangre fría.

– A ver -dijo, sin descomponer el gesto-, te ayudaré a analizar el detalle que nos ocupa con algunos datos complementarios. Por partes. He buceado en los archivos que guardaba en el portátil. Entre las fotografías no he encontrado ninguna digna de mención. La mayoría eran de ella o de gente que posa en circunstancias convencionales o anodinas, y no he visto a ningún hombre moreno de alrededor de veinticinco años, si exceptuamos varias imágenes pornográficas en las que se aprecia que los modelos son profesionales, me permito deducir que bajadas de Internet y por tanto de dudosa trascendencia para la investigación. También tenía unas cuantas de mujeres metidas en faena y en poses sugerentes, por si luego te sobra tiempo o no puedes dormir.

– Eres muy amable al preocuparte.

– A mandar.

– Yo ya le he pedido que me saque copia, mi sargento, pero se ha puesto como una pantera -dijo Gil, desde su sitio.

– Gil, tú a lo tuyo -lo acallé-. Sigue -le pedí a Chamorro.

– Otros archivos gráficos -continuó- son cuadros, fotogramas de películas, imágenes de televisión, estampas diversas. En fin, nada por ahí, salvo error u omisión por mi parte. Los archivos de texto, que es con lo que ando todavía, son principalmente profesionales: guiones, escaletas, informes de audiencia, presupuestos, etcétera. Casi todos en catalán, por lo que no te aseguro que los haya descifrado bien, pero nada que resulte llamativo. Lo único interesante, o al menos lo único que suena personal, es esto. -Me mostró un texto en pantalla-. Parece un diario. Está en inglés. Y se repite varias veces una palabra. Kitten.

– Ya veo -dije, un poco avergonzado.

– No lo entiendo todo, o mejor dicho, no entiendo casi nada. No sólo por el inglés, que también, sino porque es muy extraño, como si estuviera escrito en clave. Tendrá unas veinte o treinta páginas. Andaba por la mitad. Pero seguro que tú, con tu don de lenguas, tu superior cultura y tu fina perspicacia, puedes sacarle más jugo que yo.

– Está bien, retiro lo de antes. Imprímeme por favor una copia en papel, creo que ya tengo lectura para esta noche. ¿Algo más?

– Depende de cómo se mire. En la documentación relativa a programas y reportajes aparecen muchos nombres propios, muchas direcciones, muchos teléfonos. Todas las personas con las que se contactaba para hacerlos, deduzco. Pero meterse a ciegas en ese bosque…

– ¿Te suena algo de un programa sobre prostitución?

– Ajá -asintió, asombrada-. Oye, ¿y tú cómo lo sabes, si no ves tele?

– Meritxell. Búscame todos los documentos relacionados con él, y si no es un volumen excesivo de papel también me los imprimes.

– Pues no sé qué decirte… Ahora lo compruebo. Eso sí, con lo que no me ha dado tiempo a meterme a fondo es con los correos electrónicos. Empecé a mirar y me mareé. Se escribía con cientos de personas. Por si te sirve de algo, entre los más recientes, que ésos sí los vi, tampoco hubo ninguno que me llamara así a bote pronto la atención.

– Me imagino que las comunicaciones que más pueden decirnos las canalizaba a través de todas esas direcciones de correo web -aposté-. Por eso tenía tantas y tan peculiares, seguramente. Hasta que no podamos meterles mano, no creo que demos con nada enjundioso. En las direcciones normales, las que tuviera configuradas en el programa de correo del ordenador, recibiría los mensajes menos comprometidos.

Chamorro exhaló un suspiro.

– Pues hasta aquí hemos llegado. Lamento no poder informarte de nada más. Y me temo que con esto no hay para pedir ninguna diligencia, así que admito que he fracasado en lo que me encargaste.

– No diría yo tanto. Tampoco me tomes al pie de la letra.

En ese instante empezó a zumbar mi teléfono móvil. Temí que fuera mi comandante, porque las revelaciones de Chamorro, sumadas a lo que me habían dicho mis demás compañeros, me habían sumido en un estado mucho más próximo a la confusión que a la certidumbre. Pero por fortuna no se trataba de Pereira, sino del subteniente Robles.

– Perdona que haya tardado tanto en llamar. Hemos tenido una emergencia doméstica, nada de importancia. Todo arreglado. Mi santa me da permiso para irme de juerga contigo. Elijo yo el sitio.

– Pero económico, que tu cubierto lo pago yo, y ya sé cómo zampas.

– No te preocupes. Y no tienes que invitarme, hombre.

– Insisto.

– Que no, capullo. A ver si voy a invitar yo…

– Está bien.

– ¿Cuánta gente vamos a reunirnos?

Miré de reojo a Rubio y a Tena. Gil y Ponce estaban en casa, pero ellos dos andaban tan tirados como nosotros. No me pareció elegante dejar de ofrecerles que se sumaran al plan. Le dije al sargento:

– ¿Cenáis con nosotros y un viejo amigo? Sin compromiso.

Rubio se volvió hacia Tena.

– Libremente, Susana. ¿Te apetece?

– Por qué no, mi sargento -respondió la guardia, azorada.

– Pues entonces apuntadnos a los dos. Si no es molestia.

– Cinco -dije a Robles-. Pero pagamos a escote, o a medias, si acaso.

– Mira, Vila, como vuelvas a hablarme de dinero te meto el tricornio por donde ya te imaginas -bramó Robles-. Atravesado, naturalmente. Ya te pasaba de jovencillo, joder, siempre pendiente de gilipolleces. Os recojo por ahí a eso de las nueve y media. Corto y cierro.

Eran las ocho y cuarto. Teniendo en cuenta la hora a la que habíamos empezado la jornada, consideré que debía dar licencia a la gente para abandonar la labor. Me dirigí pues a mi abnegado equipo:

– Basta por hoy. Que mañana habrá más y os necesito con fuerzas.

– Ah, creía que esto era una especie de prueba de resistencia -dijo Gil-. Todavía podemos aguantar que nos puteen más, ¿eh?

– Lo tendré en cuenta para otro día.

– ¿Plan para mañana? -preguntó Ponce.

– Por la mañana Chamorro y yo nos vamos a ver al viudo, que ya nos conoce y mejor no hacerle aprenderse caras nuevas. Dejadme que piense esta noche en qué es mejor que os ocupéis los demás.

Salieron todos, a excepción de mi compañera.

– Audiencia con Altavella -observó, con retintín-. ¿Has comprado algún libro para que te lo dedique? Si te da vergüenza se lo puedo pedir yo y decir que es para un amigo al que marcó en su juventud.

– No estaría mal comprar uno y que le dijeras que es para una amiga maciza, en vez de un amigo. Pondríamos a su ego a trabajar para nosotros. Pero no nos va a dar tiempo a pasar por la librería. De momento, voy a llamar a Pereira. Quédate, anda. Así me ahorro contar alguna cosa dos veces, y te puedo preguntar si tengo alguna duda.

Mi comandante me cogió el teléfono en seguida. Estaba esperando la llamada y escuchó con un silencio sobrecogedor, al menos para mí, el resumen que le hice de nuestras gestiones del día, incluida mi entrevista con Meritxell (de cuyo relato Chamorro, como yo esperaba, no perdió detalle). Cuando hube acabado, Pereira aún esperó unos segundos antes de hablar. Parsimoniosamente, emitió su veredicto:

– Vamos, que todo está abierto. Bueno, pues tengo una noticia para ti. El caso lo va a llevar una jueza nueva. El otro deja la plaza.

– Lo sé, mi comandante. Nos lo han dicho hoy.

– Lo que no sabes es que me ha pedido tu móvil. El de quien lleve en persona la investigación, me ha dicho. Se lo he dado, por supuesto. Ya sabes lo que espero de ti. Que la tengas siempre contenta. Y a mí al corriente de lo que ella te diga y de todo lo que tú le cuentes.

– Por descontado, mi comandante.

Colgué como quien capitula. Decididamente, aquél no era mi día.

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