CAPÍTULO 4 UN POZO DE PETRÓLEO

Cuando lo conocimos, Gheorghe Radoveanu no parecía estar viviendo el momento más pletórico de su existencia. Pero para hacer honor a la verdad y a su aplomo, tampoco se le veía demasiado acogotado por las circunstancias, que a cualquier otro, como poco, le habrían dado para preocuparse. Se hallaba pendiente de la renovación del permiso de residencia, caducado meses atrás, y la presencia en la gasolinera donde trabajaba de dos guardias civiles, que con nuestra llegada se habían convertido en cuatro, no era desde luego lo que le habría pedido al genio de la lámpara si éste hubiera tenido a bien aparecérsele. A pesar de todo, Radoveanu, un hombre joven, despierto y de aspecto desenvuelto, había reaccionado con inteligencia. Una vez que se había visto en el brete, había comprendido que más le valía colaborar, y acaso había llegado a calcular que ayudándonos podía contribuir a acelerar la resolución de su situación administrativa. Como la mayoría de los rumanos, además, podía expresarse en un español fluido y casi exento de acento, lo que nos facilitó mucho el interrogatorio. Tras agradecerle su cooperación, le pedí que me contara todo lo que había visto.

– Ella vino por aquí a eso de las cinco y media -comenzó diciendo-, lo recuerdo bien porque todavía no había mucho movimiento de la gente que vuelve del trabajo. De hecho, la gasolinera estaba vacía. Entró primero su coche, un Mercedes de color plateado, muy nuevo y muy limpio. Difícil de olvidar, como la mujer. Era de esas a las que les notas el dinero en todos los detalles: en la ropa, en el pelo, en las joyas. También te das cuenta porque no se digna bajarse, te ofrece la llave para que lo hagas todo tú. Cuando fui a abrir el depósito me di cuenta de que había otro coche en la gasolinera. Un Audi A3, de color plateado también. Se había parado a un lado y vi que lo conducía un hombre moreno, de unos veinticuatro o veinticinco años, o poco menos o poco más. Se me quedó grabado porque, apenas le miré, bajó los ojos y arrancó. Avanzó hasta la salida y allí volvió a quedarse parado, como si esperase algo. Yo terminé de llenar el depósito y fui a cobrar y a devolverle las llaves a la conductora. Entonces ella me preguntó si podía venderle una botella de agua mineral. Le dije que en la tienda había y ella me pidió por favor que le trajera una. Me imagino que a otro le habría respondido que pasara él a cogerla, pero no había más clientes, y me lo había pedido con una sonrisa que… Vaya, que se la traje. Ella me dio las gracias y una buena propina y arrancó. Al pasar junto al otro coche tocó el claxon y el Audi se incorporó tras ella a la autovía. Ahí supe que iban juntos. Y eso es todo lo que le puedo contar.

Miré a Chamorro. En pocas palabras, no sólo teníamos un resumen competente de los hechos. Aquel providencial testigo nos proporcionaba, también, unos cuantos buenos cabos de los que tirar.

– Muy bien, señor Radoveanu -dije-, le felicito por su memoria y le agradezco la minuciosidad. Nos será muy útil, seguro. Ahora me gustaría hacerle algunas preguntas, y le ruego que se esfuerce un poco, porque todo lo que pueda responderme es importante.

– Si puedo ayudarles, encantado. España es mi segundo país, ustedes me han dado trabajo y hogar. Y yo soy una persona agradecida.

– Antes de nada, ¿no reconoció usted a la mujer?

– ¿Se refiere a si me di cuenta de que era una presentadora de televisión? Pues la verdad es que no. Hombre, algo sí me sonaba su cara, pero no caí, pensé que quizá me recordaba a alguna otra persona. No suelo ver mucha televisión. De hecho, ni siquiera tengo tele.

– Ajá -anoté, algo sorprendido.

– Prefiero leer -explicó-. Me ayuda a mejorar el español, y aquí, en el pueblo, hay una biblioteca llena de libros que no lee nadie.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Sacan siempre los últimos que se han publicado, y los deuvedés de películas, por eso sí que hay tortas. Pero yo leo libros españoles antiguos: Cervantes, Galdós, Baroja, Machado, Unamuno. Ésos no los saca nadie. Y me sirven mucho para entenderlos a ustedes.

– Curioso. A veces uno piensa que este país ya no tiene nada que ver con el país en el que vivió esa gente que usted dice.

– Pues no se crea. Si le vale la opinión de un rumano.

– Seguramente vale más que la mía. En fin, que no la reconoció, me dice. ¿Y observó en ella algo extraño? Me refiero a su estado de ánimo, a si estaba tranquila o inquieta, si es que pudo percibir algo.

Aquí, Gheorghe Radoveanu se tomó su tiempo. No quería defraudar las expectativas que habíamos puesto en su testimonio.

– Yo diría que estaba tranquila, la verdad. Por lo menos, no la noté nerviosa. Y también se la veía muy sonriente. Un poco distraída, puede ser, pero tampoco esperaba que me prestara mucha atención. Ya sé que para la gente como ella sólo soy el que pone la gasolina.

Radoveanu era algo más, un tipo bien plantado, con un rostro de armoniosa factura y penetrantes ojos verdosos. Pero si Neus ya llevaba un muñeco para jugar, podía comprenderse que no se fijara.

– Y en cuanto a él -intervino Chamorro-, ese hombre que la esperaba en el Audi, ¿no puede precisarnos más cómo era?

– Le he dicho lo que recuerdo. Moreno, y sobre los veinticinco años. Desde luego, bastante más joven que ella. Sólo lo vi sentado, así que no puedo decirle nada de su estatura. No me pareció bajo, pero a veces la gente engaña. Bueno, ahora que pienso, tenía una nariz fina, y el pelo algo largo, sin llegar a la melena. No sé si eso les sirve de mucho, el pelo es fácil de cortar.

– Nos sirve todo -asentí-. Le pediremos que nos ayude a confeccionar un retrato-robot. Vendrán a verle unos compañeros nuestros que son los especialistas en eso, para que usted les vaya indicando.

– No sé si podré darles datos suficientes -dudó el rumano.

– No se preocupe, ellos son expertos, ya se las apañarán.

No es que tuviera una gran fe en el retrato-robot, porque la experiencia dice que pocas veces sirve para que nadie identifique al individuo en cuestión, pero siempre es una referencia más y un instrumento para que el interesado sienta el aliento de la ley en el cogote.

Había dejado deliberadamente para el final el detalle más prometedor. Tenía que intentar sacarle a Radoveanu todo el jugo al respecto.

– Bien, pues ahora nos queda el coche. El Audi, quiero decir.

– Era un A3. Plateado -repitió.

– No anotó la matrícula, claro.

– Pues no, lo siento. No me pareció tan sospechoso.

– Ni la recuerda por encima.

– No podría decirle un solo número.

– ¿Tampoco recuerda si era una matrícula nueva o antigua, es decir, si tenía o no indicativo provincial? -preguntó Chamorro.

– Eso sí. Nueva. Sólo números y letras. Si hubiera sido de alguna provincia lo recordaría. Pero no. Supongo que así les sirve menos.

– Supone bien -corroboré-, pero no se preocupe, nos arreglamos con lo que haya. No recordará el código de letras, por una casualidad.

– Juraría que empezaba por C, pero no estoy seguro.

– ¿Qué antigüedad le echa al coche?

– No mucha. Pero más de un año sí. Se lo digo porque no era el A3 nuevo, sino la versión anterior. De eso sí que estoy seguro.

– ¿Y no se fijaría en el modelo exacto de A3, por casualidad?

– Sí, 1.9 TDI.

– Veo que es usted aficionado a los coches -observé.

– No mucho. Pero me paso el día viéndolos, es imposible no aprender algo, y hasta hacerse experto, aunque uno no quiera.

– ¿Llevaba algún accesorio especial, algún spoiler, pegatinas?

– No, de eso nada, que me acuerde ahora.

– ¿Arañazos, golpes?

– Tampoco le vi.

Recapitulé. Me pareció que había seguido el protocolo completo para la identificación de vehículos. Es una de esas tareas que forman parte de mi trabajo a las que no me siento particularmente inclinado, por lo que siempre desconfío de mi desempeño al realizarlas. Pero Chamorro me miró con un gesto de aprobación, así que deduje que no se me había pasado nada. El resultado podría haber sido mejor, pero también peor. Al menos, invitaba a abrigar un comedido optimismo.

Mientras Chamorro y yo repasábamos las notas que ella había tomado, nuestro testigo nos observaba con expresión alerta. Pensé que era una lástima que sólo hubiera coincidido con Neus y con su acompañante durante tan breve espacio de tiempo, y que al hombre no hubiera podido verlo de cerca, porque se habría convertido en un eficaz testigo de cargo. De esos que pueden responder con toda solvencia ante un tribunal a las preguntas insidiosas de un abogado defensor ansioso de ganarse la minuta o de hacer valer su orgullo profesional. En cualquier caso, me dije, tampoco había que precipitarse. Ese hombre moreno de veinticinco años, que había venido con Neus y que un día después de su muerte todavía no había dado señales de vida, olía indudablemente a chamusquina. Pero aún era pronto para acusarle de nada.

– Muchas gracias por su colaboración -le reiteré al rumano-. A partir de ahora le rogaría que estuviera localizable. Le necesitaremos para el retrato-robot y para ratificar ante el juzgado su declaración.

– Aquí pienso seguir, si mi jefe no me echa -respondió, con ironía, señalando con la barbilla a un hombre que acababa de presentarse en la gasolinera y que miraba dentro de la tienda con gesto apurado.

– Ya le pediremos nosotros que le mantenga en el puesto -dije-. Y si se acuerda, cuando le llamemos tráigase una copia de la instancia que ha echado para lo del permiso de residencia. Intentaré empujarle el asunto, aunque no le prometo nada, porque eso lo lleva la Policía y están tan hartos de que les pidan favores en expedientes de extranjería que ya no hacen caso a nadie. Pero a lo mejor podemos tocar a alguien en la Delegación del Gobierno, no se pierde nada por probar.

– Muchas gracias, sargento. No sé qué decirle.

– Nada. Pavor por favor. Si es tan amable, facilítele a mi compañera algún teléfono donde podamos dar con usted cuando nos haga falta.

Mientras Chamorro se ocupaba de apuntar el número de Radoveanu, yo me acerqué a hablar con el gerente de la gasolinera. Advertí que apenas le pasaba la saliva por el gaznate. En cuanto le saludé y me identifiqué, se apresuró a colocarme su alegato autoexculpatorio:

– Le aseguro que esto es una empresa seria, y que el chico está en trámite para arreglar los papeles, por mi gusto no es si…

– Tranquilo, que no soy inspector de trabajo -le atajé-. Y si puedo ya le echaré un cable. Le felicito por el empleado que tiene, y cuídemelo. Nos ha facilitado información muy valiosa. Parece bastante despejado para darse cuenta por sí solo, pero si le ve que duda, dígale que no tiene nada que temer. Seríamos idiotas si le diéramos más importancia a una irregularidad administrativa que a un caso de homicidio.

– ¿Homicidio? -preguntó el gerente de la gasolinera, atónito.

– Neus Barutell, ¿no se ha enterado? Ahí donde lo ve, su empleado es, por ahora, el único testigo que tenemos. Puede que incluso sea el último, o bueno, el penúltimo que la vio con vida. Otro consejo que puede darle usted, si le parece, es que no hable demasiado, y menos con periodistas, en caso de que alguno se entere. No por lo que vaya a perjudicarnos a nosotros, sino por lo que pueda perjudicarle a él.

– Ya, sí, claro, entiendo -balbuceó, todavía aturdido.

– Y respire hondo, hombre. Que a mí me limpia el apartamento una ilegal, como a todo Cristo. Sólo espero que le pague al menos el sueldo de convenio, y que cuando tenga los papeles le haga contrato.

– Por descontado, no lo dude.

Ya me hubiera gustado a mí tener quien me limpiara el apartamento: ésa era la entretenida tarea matinal del sábado, cuando estaba libre. Pero me pareció que era una manera rápida de impedir que el tipo se obsesionara con el asunto de los papeles y terminara por hacer alguna tontería como despedir al rumano. Lo que habría sido una injusticia para él, pero también una desdicha para nosotros. No era la primera vez que teníamos a un inmigrante como testigo crucial, y nos constaba la facilidad con que podían desaparecer sin dejar ni rastro.

Me reuní con Chamorro y los otros dos guardias. Les agradecí a éstos el trabajo y les dije que no hacía falta que siguieran preguntando por las gasolineras y que ya me encargaba yo de avisar a su capitán. También les pedí que se ocuparan de coordinar con el juzgado que le tomaran cuanto antes declaración judicial al rumano, por si acaso. Luego llamé a Madrid y pedí hablar con el comandante. Procuraba no llamarte mucho al móvil, por guardar la distancia jerárquica. Hubo suerte, Pereira estaba aún en su despacho. Le hice un resumen sucinto, pero completo y preciso en lo esencial, como a él le gustaban. También te gustó lo que le conté, aunque no se mostrara muy efusivo.

– Audi A3 1.9 TDl, color plata, más de un año de antigüedad, matrícula que posiblemente empieza por C -resumió, con tono neutro-. Ya le pido a alguien que nos saque la lista. Van a salir unos pocos.

– Eso me temo, mi comandante. Si pudiera acotarle más, lo haría.

– Vale, es lo que hay. Daré también la orden de que vayan a hablar con el testigo para el retrato-robot. ¿Tú qué piensas hacer?

– Lo que usted ordene, mi comandante.

– Vamos, Vila. Te estoy pidiendo que me propongas un plan de acción. Que no se diga que coarto la iniciativa de la gente a mi cargo.

– Propongo que Chamorro y yo nos vayamos a Barcelona. Al funeral y al entierro primero. Y después a explorar el entorno de Neus. Y propongo también que le solicitemos al juez permiso para romper la clave del ordenador portátil de la víctima y que les pida usted ayuda técnica a los de delitos informáticos para meterle mano al aparato.

– ¿Esperas encontrar algo ahí?

– Si se lo trajo, a lo mejor era por algo.

– Está bien. Ya me ocupo. Tú cógete a la niña y vete a Barcelona.

– Menos mal que ella no le oye llamarla así, mi comandante -dije, guiñándole un ojo a Chamorro.

– Vamos, no te pongas en plan progre paritario. Al tajo.

– A sus órdenes.

Pereira interrumpió la comunicación.

– ¿Qué es lo que no le oigo llamarme? -preguntó Chamorro.

– Para qué quieres hacerte mala sangre. ¿Tienes apetito?

– Son casi las tres. ¿Se me permite?

– Claro. Vamos a zampar algo.

Como habíamos tenido la precaución de liquidar la cuenta del hotel y de sacar nuestro equipaje, pudimos tomar directamente la autopista en sentido Barcelona. Una vez en ella le indiqué a Chamorro que se saliera en el primer sitio que me pareció a propósito para almorzar. Resultó una buena elección. Tenían un menú del día por doce euros, café y bebida incluidos. Y una de las opciones era lentejas estofadas.

Mientras deglutía mis lentejas, sin perdonar ni uno solo de los tropezones de chorizo y morcilla que me había adjudicado el camarero al servirme, en mi cabeza se mezclaban los pensamientos. Uno era banal, y algo escatológico: cómo me las arreglaría luego si como consecuencia de aquella comida me asaltaba alguna inoportuna flatulencia en el reducido espacio del coche. Los demás tenían que ver con el caso, y me parecieron más oportunos para amenizar la comida sin que a Chamorro se le atragantaran los cogollos con tomate, una pizca de atún y una gotita de aceite que inauguraban su hipocalórica colación.

– Bueno, Chamorro, esto marcha. Ya incluso podemos ponerle nombre a la operación -dije, entre cucharada y cucharada.

– A ver, sorpréndeme -dijo, reticente.

– Morenazo Misterioso.

Mi compañera frunció el ceño.

– Ya. ¿Tan mal te parece que Neus se hubiera buscado un chico joven y guapo? Los hombres de éxito se buscan veinteañeras.

– Cada vez me intrigan más tus virajes mentales, Virginia -observé, con maldad-. Ayer por la tarde, cuando aún no teníamos ningún rasgo que lo identificara, el que se había beneficiado a Neus era un gilipollas y un cabrón. Ahora pasa a ser un chico joven y guapo, aunque Radoveanu no nos ha dicho nada que permita descartar que fuera más feo que Picio, sólo nos ha dado la estimación de su edad.

Chamorro sonrió con indulgencia.

– He reflexionado, gracias a tus sabias admoniciones -explicó-. Como tú dijiste, no hay por qué pensar que el hombre que tuvo relaciones con ella y quien la asfixió y apuñaló fueran la misma persona.

– Pues fíjate, ahora que sé cómo era el acompañante y cómo se comportaba, estoy por desdecirme. Me huele a muy sospechoso.

– Claro, eso es porque te da rabia que se llevara a la cama a una mujer a la que tú nunca te podrías ligar. En el fondo, ésa es la única competición que os interesa. Las otras son sólo instrumentales.

– Me gustaría ser capaz de recordar el momento en que te volviste una freudiana radical, Virginia. Pero tampoco es cuestión de discutirte los matices de algo en lo que me temo que respecto de la muestra mayoritaria estás en lo cierto. Lo que trataba de decirte es que…

– Tú no perteneces a la muestra mayoritaria, claro.

– No, no he dicho eso. Yo soy un hombre francamente vulgar, ya lo sabes. Pero aquí procuraba hablar como investigador criminal que al margen de las miserias de su sexo analiza con frialdad los indicios.

Mi compañera pareció concederme una oportunidad.

– Sigue.

– Fíjate en ese detalle que mencionó el gasolinero: cuando se sintió observado, el tipo se apresuró a mover el coche hasta un lugar en el que no pudieran verle el rostro. Como si algo de lo que estaba haciendo, o de lo que pretendía hacer, no fuera del todo presentable.

– Bueno, si todo es como parece, se disponía a tirarse a una mujer casada y además conocida. Pudo hacerlo por consideración hacia ella.

– A lo mejor no iba a tirársela -le afeé la brusquedad-, sino a hacerle delicada y tiernamente el amor.

– Perdona. Lo decía al estilo masculino, por abreviar.

– Yo nunca digo que me he tirado a nadie.

– Eso es verdad, al menos conmigo. Pero porque no quieres dar mala imagen. No porque nunca lo pienses así, estoy segura.

Hay acusaciones de las que es mejor no intentar siquiera defenderse. Le aguanté la mirada y decidí atacar por el flanco:

– A ver, te propongo una ocupación alternativa para ese ingenio y esa clarividencia que hoy parecen desbordarte. ¿Quién era el chico?

Mi compañera alzó la vista al techo y quedó pensativa durante unos segundos. Sabía que mi pregunta era menos frívola de lo que parecía.

– Pues por el coche que conducía y el aspecto -discurrió en voz alta-, se me ocurre que podría ser de su círculo profesional. Algún joven periodista con ganas de agradar a la jefa, en todos los sentidos.

– Hum, no te lo compro, así a bote pronto -dije-. Los jóvenes periodistas varones tienden a ser bastante desastrados, salvo los que se ponen delante de una cámara, y ésos ya han llegado donde querían, no tienen que hacer méritos de alcoba para mantener su puesto.

– Tengo más ideas. A lo mejor es un modelo, o un actor que lucha por hacerse un hueco en el mundillo por todos los medios. Lo conoce en una fiesta, coquetean, se dan el número de teléfono, etcétera.

– Más verosímil. Aunque arriesgado para ella.

– ¿Y tú, no tienes ninguna hipótesis? -me sondeó.

– Se me ocurren posibilidades más corrientes. Que sea alguien con quien se tropieza en alguno de los círculos sociales que frecuenta, no necesariamente un actor o un periodista o un modelo, sino un chico que pasa por allí, pariente o amigo de alguien, pongamos por caso, y que lo mismo puede ser arquitecto como médico o ingeniero.

– Joven, para médico -cuestionó Chamorro.

– En todo caso, tirando más a burgués que a currante. Pero también tengo una teoría más extrema. Y más peliaguda en todos los sentidos.

– Dispara, no te cortes.

– Un profesional del sexo. Un puto, vamos. Chamorro alzó las cejas. Pero no dejó de sopesar la posibilidad.

– ¿Y para qué se lo trae tan lejos?

– Si es su capricho y quiere tranquilidad, por qué no. Neus puede pagarle la gasolina y la tarifa que tenga por desplazamiento.

– No sé, al margen de la cuestión de la distancia, no me cuadra con lo que hemos encontrado. ¿Tú dirías que un puto puede tener motivos para matar a una de sus clientas y ensañarse luego con el cadáver?

– Sin duda ése es el punto débil -reconocí-. Salvo que se trate de un psicópata, o de alguien a quien la droga le ha hecho perder el control de la sesera. Lo que en este caso tampoco podemos descartar.

– Si es así, no sería el mejor escenario para nosotros.

– No. Tendríamos un vínculo efímero, que habría dejado poco rastro. Lo veo sólo como una opción más. Y por la personalidad de Neus, dudo que sea la correcta. Quiero suponer que se conocían mejor. El testimonio del rumano apunta a cierta complicidad entre ellos.

– Bueno, aun poniéndonos en el caso más desfavorable, la situación no sería desesperada -apuntó Chamorro-. Tenemos el coche.

Asentí, meditabundo.

– Sí, un Audi A3 TDI -dije-. Un coche de moda, que pueden conducir miles de veinteañeros morenos.

– Y no es por desanimarte, pero el plateado debe de ser el color que más se haya vendido. Casi estoy por apostarlo.

– De entrada nos centraremos en Barcelona y en las matrículas que empiecen por C, y a ver qué sale. En todo caso, estaba claro que íbamos a necesitar más de dos piezas para encarrilar el puzzle.

Rematamos la comida con un par de cafés, para que no nos rindiera el sueño camino de Barcelona. Dejé que Chamorro siguiera conduciendo y en cuanto me senté en el asiento del copiloto me di cuenta de que había algo que se me había pasado hacer. Saqué el teléfono y marqué el número del capitán Navarro. Apenas llegó a sonar dos veces.

– Ya me han dicho mis chicos que el rumano era un pozo de petróleo -dijo-. Supongo que ya estaréis buscando a ese moreno.

– Paso a paso, mi capitán. Vamos camino de Barcelona.

– Ah, he hablado con los de allí. Llama al capitán Cantero, ahora te doy el móvil. Dice que lo que quieras, como quieras, cuando quieras.

– Qué insólita esplendidez -observé.

– Tiene truco -explicó-. Desde que los Mossos han empezado a desplegarse por Barcelona y Tarragona, nos sobra gente allí. Están todos en la comandancia, deseosos de que les manden algo. Si hay que hacer seguimientos, no te vas a encontrar con la penuria habitual.

– Bueno es saberlo. ¿Qué te parece que infiltremos a tope el funeral y el entierro, y que fichemos a todos los morenos de unos veinticinco años que se presenten por allí? Para ir juntando material.

– Me parece perfecto. Lo han fijado para mañana a las once. He hablado con tu comandante y hemos acordado que voy a mandar a dos de los míos para que os apoyen. Aunque ya imagino que los de Barcelona querrán apropiarse el pastel, a mi jefe le interesa que quede claro que la muerta es nuestra y no quiere que dejemos de estar en el ajo de todo lo que se haga. Por lo demás, tú cortas el bacalao. Mis chicos estarán en Barcelona esta noche. El sargento Rubio y la guardia Tena. No los has visto hoy porque tenían un juicio. De todos modos, Rubio es un tío listo y a estas horas ya se habrá empapado bien de todo. Tena es todavía algo nueva, pero me interesa que se vaya rodando.

– Pues muchas gracias -me forcé a decir, aunque en general no me hace feliz tener demasiada gente a mis órdenes, o por lo menos, más gente que aquella con la que pueda trabajar con confianza.

Después de hablar con el capitán Navarro, me asaltó un sopor que pronto degeneró en una demoledora pereza. En el silencio que la familiaridad entre mi compañera y yo nos permitía dejar que reinara en el interior del vehículo, pensé de pronto que todo se me hacía infinitamente cuesta arriba: ir a Barcelona, investigar aquella nueva muerte (una más, por singular que fuera la víctima) e incluso marcar el número de aquel capitán Cantero con el que en lo sucesivo tendría que entenderme. En ocasiones sentía que empezaba a hacerme mayor, y que cada vez toleraba peor la repetición de situaciones, la obligación de resolver trámites, apartar estorbos, despejar incógnitas. Si dejaba que el sentimiento fluyera sin control, podía llegar a convertirse en desesperanza, en fastidio e incluso en cansancio del género humano, una enfermedad que no tiene más remedio conocido que borrarse del padrón. Pero eso era lo último que me estaba autorizado, desde que había dado en engendrar un chaval, a la sazón preadolescente, que arrastraba por ahí el peso de mis genes y mi apellido. Por tanto, sacando fuerzas de flaqueza, empuñé el teléfono, marqué el número y, cuando aquella voz de barítono resonó en el auricular, hablé con energía:

– ¿Mi capitán? A sus órdenes, el sargento Bevilacqua, de Madrid.

– Coño, el famoso uruguayo -exclamó la voz-. Un placer.

No sabía que fuera famoso, pero sí sabía que no era uruguayo, al menos legalmente. Por decir algo, le aclaré al capitán:

– El uruguayo era mi padre. Yo sólo nací allí.

– ¿Y eso no te convierte en uruguayo?

– No, vine aquí de chico y no he tenido más pasaporte que el español.

– Claro, para qué iba a servirte el otro. En fin, con todos los respetos.

– No se apure, mi parte sudaca se hace cargo -le tranquilicé-. Es lo bueno de no ser del todo de ninguna parte, no se enfada uno con nadie. Le llamo de parte del capitán Navarro, de Zaragoza.

– Sí, ya me avisó. Aquí me tienes a tu disposición para amenizarte la estancia en este paraje que antaño era España. Aunque uno de los viejos del lugar me ha contado que pasaste un tiempo por aquí.

– Pues sí, tres años. Hace ya diez.

– Hombre, algo ha cambiado desde entonces. Ahora ya no manda el nacionalismo, sino el marxismo. Vamos, que lo que ahora tenemos es el sistema de los hermanos Marx. Pero el fuet y la butifarra siguen siendo cojonudos, la gente tranquila y laboriosa y la ciudad una gozada en primavera. Aunque a nosotros nos han dado por culo, nos han movido la comandancia a treinta kilómetros. Los Mossos se van quedando con todo y los jefes han considerado más oportuno trasladarnos a este Fort Apache donde defenderemos la bandera hasta el final.

– No será tan dramático.

– No, qué va, en el fondo ya sabes que éstos son gente práctica. Incluso algunos dicen que nos echan de menos. Pero bueno, va, al grano. ¿Tenéis dónde dormir? ¿Preferís hotel o chabolo de la mili?

– Depende del sitio. Si podemos ahorrar, ya sabe que no cobramos comisiones como algunos ni horas extras como otros.

– En la comandancia hay un pabellón decente y no está lleno. No tendréis que salir a formar por la mañana, tranquilo. Lo único es que estáis a tomar por saco de Barcelona, eso tenedlo en cuenta.

– Nos apañaremos ahí de momento. Mi capitán, no sé si el capitán Navarro le ha hablado de la idea que teníamos para mañana.

– Sí, ya lo he organizado todo. La entierran en Collserola. Mañana metemos veinte tíos allí sin ningún problema. Prepárate porque la ocasión va a ser sonada. Lo de la Barutell ha sido aquí un bombazo. Para éstos era una megaestrella, y el viudo es un santón de la cultura catalana, aunque escriba en la lengua del opresor. No va a faltar nadie. Por si acaso, convendrá que seamos discretos. Habrá maderos, que para eso es todavía su zona, aunque por poco tiempo, pero también Guardia Urbana, y seguro que mossos de paisano, escoltas y demás.

– ¿Y no deberíamos avisarlos?

– Oficialmente sí. Pero vivimos tiempos complicados, aquí todos recelan de todos. Ya te contaré más despacio cuando lleguéis. Llamadme cuando estéis por aquí para facilitaros el aterrizaje.

Cuando colgué, Chamorro, que había permanecido aparentemente concentrada en la conducción, se volvió y me observó durante una fracción de segundo. Supongo que todavía percibió en mi rostro alguna huella del desfallecimiento que había sufrido minutos atrás.

– ¿Qué tal el capitán? ¿Malas vibraciones? -preguntó.

– No. Sólo me parece demasiado preocupado por la política. Pero es comprensible. Los catalanes son un poco suyos y no es fácil aprender a ser forastero entre ellos. Les pasa a muchos de los nuestros.

– ¿A ti no te pasaba?

– Yo me manejo bien con todo el mundo.

La faz de mi compañera adoptó una expresión enigmática. Si era de asentimiento o de duda, no sería capaz de determinarlo.

– ¿Cansado? -se interesó de repente.

– Un poco aplatanado, la verdad. ¿Ponemos música? -dije, tratando de animarme, mientras alcanzaba el estuche con los cedes.

– Te temo. ¿Qué traes ahí?

– Una cosa que me ha pasado mi hijo. Te va a gustar.

– ¿En serio?

– Que sí. Marea, se llaman. Son cañeros, pero te pongo una suavita.

Introduje el cede en la ranura del reproductor y busqué la pista. Sonó una guitarra despaciosa, casi melancólica. La voz del cantante comenzó a desgranar con mucho sentimiento unos versos:

Los caballos negros son.

Las herraduras son negras.

Sobre las capas relucen

manchas de tinta y de cera.

Tienen, por eso no lloran,

de plomo las calaveras…

– ¿De qué me suena esto? -dijo.

– Te doy una pista: es un romance, y desde luego no lo escribieron ellos. Sigue escuchando, a ver si lo sacas -la desafié.

Chamorro puso atención, mientras su mirada se mantenía fija en el horizonte al fondo de la autopista. La canción continuaba:

Oh, ciudad de los gitanos,

apaga tus verdes luces

que viene la Benemérita…

A partir de esa última palabra la música se aceleraba, entraba la batería y el bajo y sonaban rasgueos de guitarra eléctrica. Lo que seguía, a ritmo de rock, era el relato de una razia de los siniestros jinetes contra los indefensos gitanos. No faltaban los detalles truculentos:

Rosa la de los Camborios

gime sentada en su puerta

con los dos pechos cortados

puestos en una bandeja.

– ¿García Lorca? -dedujo mi compañera entonces.

– Exacto. El Romance de la Guardia Civil española. ¿A que le ponen una música bastante aparente? A mí por lo menos me gusta.

– Desde luego, qué cosas tienes -repuso, meneando la cabeza-. Ya puestos, sugiere que los inviten a tocar en la próxima Patrona.

– ¿Y por qué no? Sería una experiencia catártica -bromeé.

Me vino bien, el desahogo musical. Pero poco a poco se fue imponiendo a mi ánimo la tarde que caía sobre aquel monótono paisaje de carretera. De pronto, me acordé de que íbamos hacia Barcelona. No era la ciudad de los gitanos, ni yo montaba un caballo negro. Pero no me sentía del todo orgulloso de lo que en otra época había hecho allí.

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