Había quedado con el subteniente Robles ante la puerta del edificio en el que teníamos nuestro alojamiento. Como no me gusta pasar más tiempo del imprescindible en las habitaciones donde uno duerme accidentalmente, sin más decorado que la propia maleta y un mobiliario siempre diseñado a conciencia para no pertenecer a nadie, bajé con tiempo de sobra y a eso de las nueve y cuarto ya estaba en la calle tomando el fresco. A esa hora había en la comandancia la paz vigilante que caracteriza a las dependencias de la empresa durante los momentos del día que ya no corresponden a la jornada laboral entre quienes trabajan fuera, pero en los que, como siempre, hay guardias de servicio. Por algún caprichoso mecanismo mental, me complace experimentar esa sensación de alerta permanente. Me recuerda mis propios servicios y guardias a deshora y esto, que supongo que debería fastidiarme, no lo hace en absoluto. Trabajar mientras los demás huelgan o duermen le proporciona a uno un plus de conciencia sobre la realidad, y esa percepción singular y distinta, aunque de ciertos asuntos quizá sea mejor saber lo menos posible, siempre me ha provocado una irresistible atracción. Supongo que se trata de una más de las modalidades de masoquismo que permiten considerarme un ser desviado. Chamorro bajó poco antes de las nueve y veinticinco. En su caso no era debido a ninguna anomalía psíquica (dudo que yo haya conocido a nadie más cabal que ella) sino a su invariable puntualidad.
– ¿Qué tal? -preguntó.
– Aquí, con la picha hecha un lío, para qué engañarte.
– No es de extrañar. Oye, he estado pensando. Tendremos que ir a ver más pronto que tarde a ese Josep Albert Salvany, ¿no?
– Sí, me temo que es lo que procede.
– Y a lo mejor tendríamos que enseñarle una foto suya a Radoveanu. Salvo que quieras hacer una rueda de reconocimiento…
– Eso, no se me ocurre nada mejor para comenzar mi relación con la nueva juez que pedirle montar una rueda de reconocimiento con un actor televisivo. Para que piense que estoy loco, o gilipollas.
– Tampoco tendría por qué pensarlo -opinó-. Salvany es famoso sólo aquí, en Cataluña. Y Radoveanu nos dijo que él ve poca tele.
– Prefiero empezar por hablar con él. Y por mandar a Zaragoza una foto del tipo para que se la lleven al rumano. Encárgate mañana. O no, que mañana tú te vienes conmigo a primera hora. Recuérdame que le pida a Rubio que averigüe por dónde para Salvany y que consiga una foto en la que se le vea bien para enviar a sus compañeros.
– ¿A primera hora, dices?
– Sí. He quedado con Altavella a las ocho. Por lo visto madruga.
– Ah. Creía que los escritores trasnochaban y se levantaban tarde.
– Habrá de todo. No sé. Tampoco me interesan mucho los hábitos de los literatos. Sólo los de Altavella, y porque es el viudo de mi muerta.
Chamorro quedó silenciosa. Pensé, en un desliz de vanidad, que estaba sopesando la consistencia de mi aristocrático desdén hacia la tribu de los plumíferos, y ya estaba yo afinando alguna ironía complementaria al respecto cuando ella cambió bruscamente de tercio:
– Mira tú que si fuera el Salvany ese… Una estrella de la tele que mata a otra estrella de la tele. Menuda historia para las revistas.
Reaccioné sobre la marcha:
– Demasiado aparatoso como para que me convenza, a primera vista. Y no porque no crea que alguien que trabaja en una teleserie no pueda estar perturbado, más bien me parece que andar todo el día recitando esa clase de guiones le convierte a cualquiera en el candidato ideal para sufrir un aflojamiento generalizado de la tornillería. Pero no me cuadra que un tipo que fácilmente puede cepillarse a un porcentaje de dos dígitos de todas las mujeres con las que se cruza por la calle acabe cometiendo un crimen pasional. Y con tanto ensañamiento.
– Es un razonamiento peculiar -juzgó Chamorro-. No le veo del todo la lógica, pero tampoco me atrevo a darlo por descabellado.
– Iremos a verle y le mandaremos su foto al rumano porque somos meticulosos y porque no se diga que no lo hicimos. Pero me apuesto lo que quieras a que a la postre será una pérdida de tiempo.
Antes de que tuviera tiempo de aceptar o rechazar mi apuesta, aparecieron Tena y Rubio. Ellos, al contrario que nosotros, sí habían podido traerse ropa de sobra. Mientras Chamorro y yo continuábamos con la del día, Rubio se había puesto una camisa más fina y Tena tejanos nuevos y una blusa de color vivo. Venía pintada, también.
– Dios santo, qué elegancia, qué belleza -observé-. Os advierto que Robles nos llevará a un chigre, que es lo que él conoce.
Rubio se miró la camisa con incredulidad. Tena se sonrojó un poco, lo que me hizo fijarme en ella especialmente. Así vestida, parecía otra chica. Mucho más joven, casi una niña: no habría desentonado demasiado a la salida de cualquier instituto. Al reparar en ello cruzaron por mi cabeza dos ideas inconexas: una, la de cómo los años me iban separando de los días azules que ella vivía aún, y en los que yo había soñado (no hacía tanto tiempo, en mi sentir) demorarme para siempre; y otra, qué deliciosa complejidad podía llegar a alcanzar la naturaleza femenina, para que una chavala que había tenido los arrestos de meterse en la Legión y echar allí un par de años, aguantando Dios sabe qué cosas, mostrara de pronto aquel genuino pudor adolescente ante un comentario galante. No es que trate de negar la complejidad de la naturaleza masculina (de hecho, he conocido en primera persona alguna de sus manifestaciones), pero las contradicciones viriles nunca me han provocado esa admiración, ese tierno estremecimiento.
Contuve mi embeleso, porque tampoco era cuestión de dar pie a interpretaciones inapropiadas, y eché una ojeada a mi reloj:
– Las nueve y treinta y uno -dije-. Robles se está haciendo mayor. En sus buenos tiempos no habría consentido retrasarse un segundo.
Como si su dueño me hubiera oído, el vehículo del subteniente apareció entonces por la esquina. Era un coche japonés, grande, algo viejo y pasado de moda, pero se veía tan impoluto que todo él era un destello. Robles frenó ante la puerta y bajó la ventanilla del copiloto.
– Arriba, tropa, que cabemos todos -ordenó.
– ¿No te seguimos, mejor? Así te ahorramos luego traernos.
– Vivo a diez minutos de aquí, Vila, no me seas lerdo. Arriba.
Obedecimos, tampoco nos daba mucha más opción. Según el criterio jerárquico, que siempre resulta lo más neutro, yo ocupé el asiento delantero y los otros tres se colocaron atrás, apiñados. Dentro del habitáculo olía a ambientador de pino, y aunque las tapicerías y el salpicadero ya tenían sus kilómetros, también presentaban un aspecto de limpieza impecable. El propio Robles olía mucho a esa clase de colonia varonil que nunca he podido ponerme, porque me da la impresión de que sólo les corresponde a los hombres como él, a esos que pisan fuerte y no dudan nunca (es decir, el negativo perfecto de mi carácter), y siento que si alguna vez me la echara sería como ir disfrazado.
Por el camino, para aprovechar el tiempo y también ir rompiendo el hielo entre unos y otros, me apliqué a recapitular todos aquellos pormenores de la investigación de los que no estaban al tanto mis compañeros. Rubio me pedía de vez en cuando alguna precisión e incluso tomaba notas en una pequeña libreta que siempre llevaba consigo, donde apuntó, por ejemplo, el nombre del actor al que tendría que intentar localizar al día siguiente. Robles escuchaba mi relato sin decir palabra. Llegaba a resultar forzado aquel empeño en comportarse como un jubilado que ya lo observaba todo desde la barrera. Le conocía lo suficiente como para saber que el subteniente era un policía crónico, uno de esos individuos que no pueden dejar de estar siempre atentos a cualquier indicio sospechoso. En suma, que estaba fingiendo.
– Bueno, pareja de stajanovistas -rompió al fin su silencio-. Aquí es. A partir de ahora, queda terminantemente prohibido hablar de Neus Barutell, que me estáis dando un ejemplo pésimo a las niñas.
– No se preocupe, mi subteniente -intervino Chamorro-, que nosotras ya nos buscamos los ejemplos por nuestra cuenta.
– Eso está bien -aprobó Robles-. Pero apéame el tratamiento, criatura, hazme el favor. Me haría ilusión, más que nada por no sentirme como Matusalén llevando de merienda a Caperucita.
Los viejos mujeriegos nunca mueren, pensé para mis adentros, y al sorprender de reojo la sonrisa indulgente de Chamorro añadí, también para mí, que nunca dejan de disponer de esa bula extraña que logra ablandar las corazas femeninas más recias y acreditadas.
El restaurante, bajo un aspecto insulso de local nuevo de extrarradio, ocultaba una de esas cocinas caseras y copiosas que uno celebra poder paladear cuando pasa mucho tiempo fuera del hogar. El dueño, como era previsible, tenía una más que buena relación con Robles (habría sido el primer hostelero al que no hubiera sabido ganarse) y se le vio desde el principio con voluntad no ya de agradarnos, como el de la noche anterior, sino de demostrarnos que éramos los clientes más importantes que pudieran sentarse jamás a su mesa. Por eso nos eximió de escoger la comida y nos pidió que confiáramos en él, lo que aceptamos sin imaginar hasta qué punto ello iba a enfrentarnos a la tesitura de tener que deglutir más de lo que admitían nuestros estómagos. Las chicas se dejaron la mitad, y Rubio y yo no comimos mucho más que ellas. El subteniente, en cambio, se lo hincó todo, tan campante.
Al calor de la comida, y del vino del Penedés con que la regamos, Robles fue soltándose y convirtiéndose en el alma de la fiesta. Era lo que esperaba, y dicho sea de paso lo que prefería, porque noté que me encontraba un poco más cansado de lo que había creído. Como suele suceder en las reuniones de más de dos guardias, pronto la conversación derivó hacia el deporte de rajar de la empresa. En cierto momento, Rubio dio en romper su cautela habitual:
– La desmilitarización es sólo cuestión de tiempo, por mucho que les pese a algunos. Ni este país es ya lo que era ni los que curramos aquí estamos cortados por el patrón de los de antes. A alguien debería darle que pensar que más de un tercio de la gente esté apuntada al sindicato reivindicativo, que no es otra cosa, aunque lo sigan llamando asociación para guardar las formas. Y más que se van a apuntar.
– ¿Estás haciendo proselitismo? -se burló Robles.
– No, yo no me he apuntado. Pero tal vez lo acabe haciendo. Hay que reconocer que se han fajado y han logrado avances. Si no es por ellos nos seguirían aplicando a tacón el Código de Justicia Militar.
– Yo no me apuntaré porque mi instinto gregario está atrofiado desde la infancia -dije, acaso desinhibido por el vino-, y eso me hace sentir de forma atenuada tanto el espíritu de cuerpo como la resistencia frente a ese espíritu. Pero coincido contigo en que han servido para liquidar anacronismos. Lo que no acabo de ver es que se salgan con la suya en la desmilitarización. Los políticos, aunque a veces se esmeren en parecer lo contrario, son listos. Y todos, de todos los colores, siempre han visto la ventaja que es tener a la pandilla del tricornio firmes y en primer tiempo de saludo para comerse lo que nadie más se quiera comer. No es por desilusionarte, pero eso es lo que me parece.
Tena y Chamorro asistían al debate con la contención que su poco grado y acaso también su inteligencia femenina les sugerían. Por ambos caminos, podían llegar a una misma convicción: no merece la pena discutir lo que decidirán otros. Pero es sabido que a los hombres, aquí y en Estambul, nos gusta gastar saliva inútilmente. Después de sopesar en silencio mis palabras, el subteniente hizo su alegato:
– Yo soy de la vieja escuela. Mi padre era guardia. Y mi abuelo. Y mi bisabuelo. Al bisabuelo no lo conocí, pero al abuelo sí, y me imagino si alguien le hubiera dicho que la Guardia Civil iba a dejar de ser militar. Le habría dado una apoplejía. Y a mi padre, tres cuartos de lo mismo. Yo no llegaría a tanto, a fin de cuentas ya he vivido la mayor parte de mi vida en este mundo sin moral y sin principios, pero no me sentiría identificado con una Guardia Civil que no fuera militar. Al final nos haríamos como la pasma, y una vez igualados, nos absorberían ellos a nosotros, y nunca al revés. Para qué mantener rarezas. Todos maderos y a tomar por saco el espíritu de servicio que estableció el carcamal del duque de Ahumada en el punto veintidós de la cartilla.
– De eso cada vez quedará menos por la mutación general de la población -pronostiqué-. Ten en cuenta que ahora hay muchos que no han conocido más sacrificio al llegar a la academia de guardias que quedarse sin jugar con la Play cuando sacaban malas notas.
– Dicho lo cual -continuó Robles-, cómo no vas a entender el descontento de la gente. Mira lo que ha pasado aquí, por ejemplo. Alguien toma una decisión política, que en eso no soy quién para meterme y ellos son los que disponen: fuera la Guardia Civil y ahora vengan los Mossos d'Esquadra. Pues muy bien, si hay que dar autonomía y eso es lo moderno, pues de puta madre. Pero nadie piensa en toda la gente que tiene que moverse de golpe, con sus familias, cuando muchos ya lo tenían todo montado aquí. Y no creas que les dan facilidades. Pide destino y búscate la vida, y si tu mujer trabaja, que pierda el empleo o pasáis a vivir a cientos de kilómetros el uno del otro y os las apañáis como podáis. Eso es lo malo de la Guardia Civil, que con ese jodido prurito de obedecer y no rechistar nunca, acaba siendo más madrastra que madre para los suyos. Por eso a nadie le sorprenderá que el que sepa catalán se pase a los Mossos y le diga ahí te quedas. Algunos de los mejores de los míos lo han hecho. Y no marchan nada mal. Con la experiencia y la costumbre de tragar que tienen, van en moto.
– ¿Tienes algún buen amigo en los Mossos? -le pregunté.
– Yo tengo buenos amigos hasta en el infierno, que nunca se sabe. Y en los Mossos, lo que quieras, desde seguridad ciudadana hasta policía judicial. Que en todos los negociados se han colocado chavales de los que yo he criado a mis pechos y que me siguen respetando.
– Pues a lo mejor te pido que me presentes a alguno.
– Sólo tienes que decirme cuándo.
– Y también a alguien de la Policía que se enrolle, si puede ser. Alguno que te deba algún favor y que sea espabilado.
– Pobrecillos, ésos andan todos plegando -dijo-, salvo los que chamullan la lengua, que muchos también acabarán en los Mossos. Pero están pasando un trago, tíos que llevaban aquí veinte años y eran los reyes del mambo de pronto se ven mendigando un hueco por ahí. No se hacían a la idea de que también les iba a acabar tocando a ellos.
– De todas formas, todavía controlarán algo, ¿no?
– Se supone que sí, y que precisamente son los que tienen que pasarles ahora la información a los Mossos, a medida que les hacen el relevo. Trabajan ya con equipos conjuntos en Barcelona, aunque por lo que me llega hay algunas fricciones. Los Mossos tienen otro estilo, no te digo que mejor ni peor, pero otro, y la pasma ya sabes que es bastante suya. No son tan bien mandados como nosotros, ni de lejos. En todo caso, si quieres un contacto te lo doy. ¿Qué es lo que buscas?
– ¿Podemos entonces hablar un poco de trabajo, no te importa?
– Y de qué coño estamos hablando. Si es que somos unos soplapollas, siempre dándole vueltas a lo mismo. Dispara, anda.
– Antes de nada, ¿me dejas hacerte una pregunta impertinente?
Robles me observó con suspicacia.
– Eso me suena a encerrona. A ver.
– ¿Quién dirías tú que pudo cargarse a Neus?
El subteniente no respondió en seguida. Temí que me saltara con un exabrupto, pero no lo hizo. En voz queda y pausada, dijo:
– Como no te creo tan borrico como para pedirme que te adivine así a huevo la solución de tu crucigrama, me supongo que quieres decir que por dónde creo que va el móvil, y quién podía tenerlo. Sólo puedo hablar por lo que te he oído. Me huele a que a alguien se le cruzaron los cables y se le fue la mano. Esa tía no podía ser una amenaza o un obstáculo para los intereses de nadie, o no hasta el extremo de liquidarla. En su círculo, el de los que viven en la parte alta de Barcelona, que aquí es algo más que una ubicación geográfica, los problemas se resuelven de otra manera. No cabe duda de que está mezclado un asunto de entrepierna, pero yo tampoco lo consideraría como el detonante del desaguisado, aunque a lo mejor te sirva para desenredar la madeja. Esta gente siempre ha combinado con bastante soltura la doble vida, y a diferencia de otros sitios, eso incluye a hombres y mujeres. Ten en cuenta que los matrimonios aquí tienen separación de bienes, que por el comercio la gente viaja mucho y que las mujeres llevan sus propios negocios desde hace décadas. Eso influye en sus costumbres y los vuelve bastante flexibles, y más entre la alta burguesía a la que pertenecía Neus. No apostaría yo que la explicación a tu acertijo sea un asunto de cuernos, ni un amante despechado. Más bien que hubo alguien al que se le fue la olla. Pero como todo esto lo estoy deduciendo sobre la base de casi nada, muy bien puedo columpiarme.
– Me lo apunto, de todas formas. El problema ahora -expliqué- es no tener un perfil claro del sospechoso. Por eso no podemos descartar nada, ningún ambiente, ningún móvil. Lo que me gustaría comentar con los Mossos y con la Policía no es nada en particular, todavía, sino pedirles información general para situarnos. Hay un par de hipótesis, de todos modos, que me rondan por la cabeza y que apuntan a un mismo mundo. En algún momento hemos barajado que el hombre al que vieron con Neus pudiera ser un profesional del sexo. Y está ese reportaje que ella preparaba, justamente, sobre la prostitución barcelonesa.
Robles meditó sin apresurarse, antes de valorar mi conjetura.
– De ese mundo ya no estoy muy al día -me dijo, mirándome a los ojos y sabiendo que sólo yo podía captar con exactitud el alcance que tenía aquel ya que había deslizado casi de tapadillo, es decir, hasta qué punto había estado metido en aquellas salsas en el pasado y en qué medida yo había compartido sus conocimientos-. Ha cambiado mucho, como todo, principalmente por la llegada masiva de extranjeros, tanto entre los empresarios como entre las jornaleras. En cuanto a la prostitución masculina, siempre fue minoritaria y lo sigue siendo. Pero suele responder a un perfil estándar. Chico más o menos bien, universitario, y bitensión para hacer caja a pelo y a pluma.
– ¿Biqué? ¿Para qué? -susurró Tena a Chamorro.
– Bisexual, quiero decir -explicó Robles, que aún tenía buen oído-. Lo que le da la posibilidad de explotar el negocio homosexual, que es más boyante. Las mujeres que alquilan carne siguen siendo pocas.
– Esas características no nos descuadrarían con lo que sabemos del tipo del Audi -apuntó Chamorro, mostrando que estaba al quite.
– No, desde luego -admití.
El subteniente nos observó alternativamente a uno y otro.
– Te presentaré a quien te conviene para completar tu formación al respecto -me dijo-. Los conozco tanto en los Mossos como en la Policía. Y si quieres abarcar algo más que Barcelona y meterte en Sitges, que es uno de los centros del cotarro, eso todavía es nuestro y también me sé quién lidia con esto sobre el terreno. Cuando quieras.
– ¿Ves? -dije-. Ya sabía yo que debía tener esta charla contigo.
El rostro del subteniente adoptó una expresión aviesa.
– Mira que eres buitre, jodío. Te salvas porque eres bueno y porque te cogí cariño cuando me llegaste tonto perdido y te enseñé un pedazo grande de lo que sabes. Anda, confiésalo, que te oiga esta gente.
– Nunca lo he negado.
– Y pasamos lo nuestro juntos, ¿eh? -evocó, melancólico-. No todo divertido, ni de todo podemos presumir, porque mira que alguna vez hemos hecho el gil, tú y yo. Pero eso también une, qué coño.
– Y tanto -asentí, confiando en que no diera más detalles.
– Bueno, ahora es el momento en que a los viejos empiezan a humedecérseles los ojos, así que creo que habrá que pedir la cuenta.
La emoción del instante vino a arruinarla un invitado indeseado e imprevisto, aunque siempre previsible para el policía. Desde el bolsillo de mi pantalón empezó a sonar la obertura de La Gazza Ladra, que había adoptado como nueva señal de llamada en mi móvil. Miré la pantalla, un número con identidad oculta, y me temí lo peor. Por una vez, me quedé corto. Tras mi desganado y escueto sí, al otro lado de la línea me respondió una voz femenina suave, pero llena de nervio:
– ¿El sargento Belvilagua?
Me entretuve a pensar una nimiedad, que de todas las formas erróneas en que a lo largo de mi vida habían dicho mi apellido aquélla era una de las más eufónicas. Pero a renglón seguido la corregí:
– Bevilacqua. Suelen llamarme Vila, si le cuesta menos. ¿Quién es?
– Soy Carolina Perea, la juez que a partir de ahora lleva el caso de la muerte de Neus Barutell. Disculpe la hora. ¿Tiene un momento?
Lo que el cuerpo me pedía, por supuesto, era negarme a disculparla por la hora (eran las doce y cinco) y decirle que el momento que me pedía había de dárselo a costa del único rato de relativo descanso de que había gozado desde el alba de aquel largo día. Pero la estima en que tenía mis emolumentos, unida a la información de que disponía sobre cómo un juez, sustituto o no, podía dificultarme el seguir percibiéndolos regularmente, me aconsejó mostrarme más dúctil.
– Perdone -dije, mientras me levantaba y les indicaba por señas a los demás que la llamada era de las alturas y que debía atenderla-. Estoy en un local público y aquí casi no la oigo, espere que me salga.
– Claro, espero.
Caminé hacia la puerta con el teléfono fuertemente apretado en la mano, tratando de anticipar por dónde me atacaría aquella mujer, cuya notoria inoportunidad venía, sin embargo, envuelta en una infrecuente consideración hacia el elemento pisoteable (o sea, yo). Por desgracia, me enturbiaba el raciocinio el alcohol ingerido, contra el que ahora debía luchar para despejarme a toda velocidad. Lo único favorable era que la impregnación etílica siempre potencia el desparpajo.
– Ya -reanudé la conversación, cuando estuve en la calle y en un sitio más o menos propicio-. A sus órdenes, señoría. Usted dirá.
– Le ruego que me disculpe otra vez por la hora -insistió-. No pude llamarle antes y no quería dejar de charlar con usted antes de incorporarme formalmente al juzgado, mañana por la mañana.
– No se preocupe. Aquí dormimos sólo cuando lo permite el servicio. Estábamos todavía cenando, el resto del equipo y yo.
Me arrepentí de mi respuesta. No me gusta ser tan servil.
– Verá, por lo que he hablado con mi predecesor -explicó, como si le importara convencerme-, el caso cuya investigación lleva usted es de largo el más delicado que pende ante el juzgado. Los demás no es que no los valore, pero puedo asumirlos con más calma y no espero tanta presión como sin duda habrá en éste. Por eso quiero tomar las riendas desde el principio y tenerlo controlado en todo momento.
– Lo comprendo -dije, mientras me daba un puñetazo en la frente.
– He estado revisando esta misma tarde las diligencias practicadas y las peticiones que han hecho hasta ahora. Por el papel veo que tenemos algunos indicios prometedores, pero nada muy definido. Lo que me gustaría es que me pusiera al día de lo que los papeles no me cuentan, de cuánto, cómo y por dónde han avanzado en las pesquisas.
Se había revisado todos los papeles, había valorado los indicios, quería información actualizada sobre la investigación. Una juez aplicada y trabajadora, que no es necesariamente lo que prefiere un funcionario policial. Ya me había parecido a mí que hasta allí disfrutábamos de un chollo: un juez que no fisgaba y acordaba todo lo que se le pedía. Claro, como que estaba pensando en su inminente nuevo destino. Aquella juez, en cambio, se remangaba y, o mucho me equivocaba, reclamaría puntual justificación para cualquier diligencia que se nos ocurriera solicitarle. Deseaba que me tragara la tierra, pero me dije que en los trances desesperados es donde un hombre demuestra su valía. Sacando fuerzas de flaqueza y mi mejor verbo de la lengua pastosa que me había dejado el vino, le hice un resumen casi exhaustivo de cómo estaba la situación. Me guardé las suposiciones más arriesgadas y los detalles menores, que es de donde al final salta la chispa, aunque eso no tienen por qué saberlo los jueces. De vez en cuando paraba para cerciorarme de que no se había cortado la comunicación, tal era el silencio que me llegaba por el auricular. Entonces ella me exhortaba:
– Siga, le escucho.
Así le hablé del hombre sospechoso del Audi plateado, del que se nos había escabullido en el entierro, de la peculiar vida conyugal y sentimental de la fallecida, de sus negocios y de los asuntos espinosos sobre los que había versado su trabajo como periodista. Tampoco le ahorré algunos aspectos más mecánicos, como la investigación que estábamos haciendo sobre vehículos, o sobre sus comunicaciones informáticas, para las que le recordé que necesitábamos que acordara la intervención de sus cuentas de correo web, ya que podía aprovechar la ocasión. Poco a poco me fui creciendo, o sería el vino, y como ella seguía sin rechistar, sólo escuchaba, tuve una súbita iluminación y me tiré a la piscina: le conté lo de las comunicaciones con móviles prepago que habíamos localizado entre las llamadas de Neus del día de su muerte, y dejé caer que podría ser muy útil para la investigación que nos autorizara a intervenir y rastrear la ubicación de esos teléfonos, aunque ya entendía que no se lo pedía con argumentos demasiado sólidos.
– Mándenme mañana a primera hora un fax con los números que quieren intervenir -dijo, expeditiva-, razonando que son líneas sin titular conocido y detallando las horas en que se establecieron esas comunicaciones. No tengo ningún inconveniente en autorizarles.
No daba crédito, y seguramente a Rubio aún le iba a costar más creerme, cuando se lo dijera. De todos modos, no me dejé arrastrar por la euforia. Aquella mujer era de las que ejercían su autoridad, y lo mismo que acababa de hacerlo respaldando mi cuestionable propuesta, bien podía demostrármela denegándome otras en el futuro.
– Por lo demás, sigan con su trabajo, entrevisten ustedes a los testigos que tengan por convenientes, no quiero estorbar con burocracias innecesarias. Eso sí, le ruego que tan pronto obtenga un testimonio que pueda tener valor incriminatorio, y a su criterio dejo juzgarlo, me avise para formalizarlo en condiciones, aquí o en Barcelona. Mañana me pondré en contacto con el juez decano para agilizar los exhortos.
– Como usted diga, señoría.
– Y ahora le dejo irse a dormir. Que descanse, sargento.
Estuvo a punto de escapárseme un igualmente, que me habría hecho sentir más idiota de lo que ya me sentí cuando se apagó la pantalla de mi receptor y me quedé allí, solo a la puerta del restaurante. Trataba de asimilar lo ocurrido y de prever mi engorroso futuro, haciendo funambulismo entre mi comandante y la juez y procurando no romperme la crisma en el viaje. Otra cosa que trataba de calcular, por una curiosidad frívola e improcedente, o quizá no tanto, era la edad de la juez. Por la voz, por el temple, por la firmeza, ya no era ninguna niña.
Cuando regresé a la mesa, encontré inquietos a mis compañeros. Llevaban no menos de veinte minutos esperando. Saltó Robles:
– ¿Quién te llamaba, tío? ¿Dios?
– Más o menos. La nueva juez de instrucción.
– ¿Y? -preguntó Rubio.
– Sorprendente. Para empezar, mañana tendrás autorización para intervenir esos móviles prepago que tanto te interesan.
– Bueno, eso no es malo. ¿Y qué más?
– Que habrá que afinar. Parece que nos exigirá tanto como nos apoye.
– Parece un trato justo -observó Chamorro-. Por lo menos, no da la impresión de ser tan perjudicial como te temías.
– Ya veremos, Virgi. Me permitirás que no me sienta relajado con la autoridad judicial. Del que te manda hay que cuidarse siempre.
– Del amo y del mulo, cuanto más lejos más seguro, como dicen en mi pueblo -añadió Robles-. Lo siento por ti, Vila. Pero saldrás adelante, y a lo mejor hasta te la ganas. Siempre tuviste mano con las tías bordes.
– ¿Ah, sí? -inquirió mi compañera.
– Cuando era más joven -me excusé-. El viejo truco, despertaba su lado maternal. Pero ahora ya no creo que me funcione.
– ¿En serio?
– Qué va, boba. Sólo lo dice para cachondearse de mí.
Al final pagó Robles la cena de todos. La única forma de impedirlo habría sido partirle los brazos, empresa para la que no me sentía capacitado en general y mucho menos aquella noche. Luego nos llevó de vuelta a la comandancia. Los demás se recogieron en seguida, pero yo me sentí moralmente obligado a acompañarle durante unos minutos, mientras se fumaba un cigarrillo junto al coche. La noche era tranquila y agradable, aunque refrescaba un poco por la humedad. Estuvimos durante un rato en silencio, hasta que fue él quien lo rompió:
– Ya no me queda nada, Vila. Sólo recuerdos, malos y buenos, más buenos que malos, creo, pero tú sabes que los malos nunca se borran del todo, aunque al menos se van desdibujando con los años.
– Sí, lo sé.
– No me voy a ir de Barcelona, cuando me jubile. Ya no soy de mi pueblo, aunque vuelva todos los veranos. Ahora soy de aquí, de donde está y va a quedarse mi familia. Le he acabado cogiendo cariño a esta gente; ya ves, yo, que siempre me quejaba de ellos. Tienen sus cosas, pero se esfuerzan por cumplir. Me he hecho tanto a su carácter que ahora te diría que los soporto mejor que a la gente de mi pueblo, aunque nunca les entenderé esa manía de no querer ser españoles.
– Y qué, Robles, tampoco hay que darle tanta importancia. Que cada uno sea lo que quiera, siempre que no dé por saco al resto.
– Ya, pero es que yo sí soy español, y me hice a pensar que esto era mi país. En fin, te buscaré esos contactos que me pediste. Mañana te digo algo -prometió, y echó a andar hacia el otro lado del coche.
Pero antes de subirse al vehículo volvió a dirigirse a mí:
– No sé si es muy beneficioso para ti volver por estos pagos.
– La vida me trae. A resignarse. Y a tomarlo con naturalidad.
– ¿Lo consigues?
– Lo intento.
– ¿Alguna tentación de remover en el pasado?
– Nunca puede descartarse. Pero ando demasiado ocupado ahora.
Robles meneó la cabeza.
– Iba a decirte que no lo hagas. Pero será lo que haya de ser. Cuídate.
– Y tú, mi subteniente. Gracias por la cena.
Le vi subir al coche, con movimientos pesados y algo titubeantes. Luego encendió el motor, se llevó un par de dedos a la frente y arrancó. Me quedé mirando cómo se iba aquel automóvil grande y antiguo, con aquel hombre también grande y antiguo dentro, describiendo una trayectoria más recta de lo que habría cabido temer.
Un cuarto de hora después estaba metido en la cama, con unos folios escritos en un inglés bastante desconcertante. Eran las anotaciones de Neus que me había impreso Chamorro, y que en efecto, como ella había dicho, parecían formar una especie de diario. Al menos, se dividían en bloques precedidos por fechas, que llegaban hasta dos días antes de su muerte. No tenía yo la cabeza en las mejores condiciones para descifrar una escritura hermética, como sin duda pretendía ser aquélla. Manteniendo a duras penas los ojos abiertos y el cuello erguido, me leí pese a todo el texto íntegro, cuyo contenido se me quedó revoloteando en el cerebro como un magma perfectamente absurdo.
Antes de apagar la luz, releí la última anotación. No era muy larga. For it is now, my cute kitten, something between you and me, between two nobodies, outside the bright spaces where the red guy finally reigns. Traduje sin muchas ganas: Ahora, mi lindo gatito, es algo entre tu y yo, entre dos nadies, fuera de los espacios brillantes donde por fin reina el tipo rojo. Entonces no entendí nada. Hasta tal punto estaba dormido. Pero alguien iba a revelarme, muy pronto, mi grueso despiste.