Improvisé para Altavella una vaga excusa relacionada con una diligencia que debía acometer de inmediato y ante la tardanza del ascensor volé escaleras abajo hasta el portal. Una vez que me hube instalado en el asiento del coche y me hube incorporado al tráfico marqué el número del teléfono móvil de Chamorro. Por el ruido de fondo pude deducir que ella ya estaba también en un vehículo en marcha.
– A ver, sitúame -le pedí.
– Tengo varias cosas que contarte -comenzó-. La mañana nos ha cundido bastante, lo que prueba que la ausencia del jefe es un factor crucial para el fomento de la productividad.
– Nunca he dudado de eso, en términos generales. Desembucha.
– Yendo a lo más urgente, por qué vamos hacia Gavá. Resulta que Stefan tiene el teléfono activo y que, según Rubio, que estaba allí al quite con los mossos, desde el mismo momento en que se lo han pinchado ha empezado a hablar por él. Lamentablemente en rumano, con lo que tenemos grabadas varias conversaciones que pueden ser muy enjundiosas y de las que no entendemos ni papa. Pero bueno, que hable por el teléfono es buena señal. Significa que no nos espera y que no teme que le tengamos puesto el canuto. Supongo que a Cata le quitaron el teléfono y se deshicieron de él con el propósito de que no pudiéramos ver que le había llamado, sin sospechar que era ya a Cata a quien teníamos pinchada. Por una vez, la suerte está de nuestro lado.
– Para variar, no está mal.
– La otra buena noticia es que sabemos por dónde se mueve. Ha tenido una mañana inquieta, pero desde hace media hora está clavado en Gavá. Y además, desde que llegó ahí, no habla. Sólo ha recibido dos llamadas que no ha cogido. Eso quiere decir que está enfrascado con algo, por eso Riudavets ha pensado que era una buena oportunidad para ir por él. Viene de camino con su gente y con Rubio y Tena. Según dicen, la zona donde está Stefan es un polígono industrial, nos bastará con vigilar un par de naves o tres para acabar dando con él.
– Sí, aunque a ver cómo le reconocemos.
– También respecto de eso tengo novedades interesantes. Hace poco, según su compañía telefónica, recargó el teléfono desde un cajero automático. No me preguntes cómo hizo esa pardillada, lo mismo le pilló en un apuro sin efectivo o sin dónde comprar una recarga. La tarjeta de débito donde cargó el gasto corresponde, mira tú que casualidad, a un tal Stefan Gheorghiu, y la gente de Riudavets ha conseguido la foto de alguien con permiso de residencia bajo ese nombre que vive en Viladecans. Los de extranjería nos dicen que el apellido es relativamente común entre los rumanos y que no nos entusiasmemos, pero algo es algo. Y Viladecans, según me dicen, está al lado de Gavá.
– Bien, ¿algo más?
– Sí. Y agárrate para cuando te lo diga. Hemos mirado el listado de llamadas del teléfono móvil de Cata y también el del móvil prepago que nos dio Vinuesa. Desde donde le llamaba aquel misterioso Jaime, según su versión. Del de Cata no hemos sacado gran cosa, por ahora, pero en el otro hay varias llamadas a un número que te va a gustar.
– Virginia, por tus muertos, no me juegues al suspense, que ya he entrado en la edad de riesgo coronario. Lárgalo ya.
– El de Stefan. ¿Qué te parece?
Apreté la mano izquierda contra el volante y dije:
– Que ha sonado la hora de las hormiguitas. Que después de inflarnos a amontonar grano llega el momento de sacarle partido. Ahora sí, Vir. Yo tampoco he perdido el tiempo, aunque te lo parezca.
– ¿Has encontrado algo?
– Más o menos -dije-. Un anónimo amenazante. Alguien le advirtió a Neus, de bastante mala manera y con una pésima ortografía, que si seguía por donde iba se encontraría pronto bajo tierra.
– Eso termina de darle color al dibujo, ¿no?
– No sé, siempre cabe que fuera un chalado al que no le gustara su programa. Pero Neus se había guardado el anónimo en un libro que parecía interesarle mucho. Hay razones para pensar que tenemos encerrado a alguien que podría no ser el causante del estropicio.
– He hablado esta mañana un rato con él -dijo Chamorro-. No ha sabido decirme nada más, o nada más que nos sirva a efectos prácticos. La verdad es que el hombre está hecho polvo. O eso, o finge muy bien. Me ha hecho sentir mal, por la caña que le di el otro día.
– Te mantuviste dentro de los límites. No te tortures.
– ¿Por dónde vas?
– Voy a tomar ya la autovía. Os llamo cuando esté cerca de allí. ¿Dónde habéis fijado el punto de encuentro?
– A la entrada del pueblo.
Llegué el último. Estaban arremolinados en torno al capó de un coche, mirando un plano. Riudavets y cuatro de los suyos, entre ellos Asensi, y la gente de mi equipo. Riudavets comentaba con Rubio la topografía del objetivo mientras Asensi se mantenía en comunicación con su centro de operaciones, desde donde controlaban la posición del teléfono móvil de Stefan. Al verme llegar, Riudavets me apremió:
– Hola, Vila, me dicen que ya estás al corriente.
– Aproximadamente sí.
Me señaló un punto en el plano.
– Podrían ser varias naves, con el margen de error del localizador, pero nos inclinamos a pensar que sea ésta, la que está en la esquina de esta manzana. Las dos contiguas son una imprenta y un depósito de una cadena de supermercados bastante conocida. Ésta, sin embargo, es un almacén de una empresa logística que no le suena a nadie.
– Me sumo a tu criterio. Parece grande.
– Sí, menos mal que somos una pandilla. Propongo rodearla y esperar a que salga. Lo más normal es que lo haga por la puerta principal, así que, si te parece, ahí nos apostamos tú y yo para identificarlo.
– Me parece.
– Con los demás creo que podremos cubrir las otras salidas.
– Y a echarle paciencia.
– Tranquilo -dijo-. Hemos comprado bebida y bocadillos.
– Previsión catalana -bromeé-. ¿Y nos vais a convidar y todo?
– Qué va, hemos traído el ticket del Caprabo para cargaros seis onceavos del importe a los parásitos del Estado centralista.
– Vale, me lo he ganado.
El almacén tenía atrás un pequeño muelle de carga y una puerta lateral, además de la entrada situada en la fachada que daba al frente de la calle. Nos repartimos estratégicamente. Asensi, con otros dos de los suyos y Gil, cubrió el muelle de carga. Rubio y Ponce y un mosso, la puerta lateral. Y Riudavets y yo, junto a uno de sus hombres y Tena y Chamorro, la entrada principal. Salvo que tuvieran un túnel al estilo La Gran Evasión, nadie podría entrar o salir de la nave sin que lo viéramos. Infringiendo su habitual reserva, Tena se permitió observar:
– Es la primera vez desde que estoy aquí que tengo la sensación de haber vuelto al ejército. Me recuerda a las maniobras de despliegue en población. Aunque con malos enfrente, que cambia un poco.
– Tena viene de la mili -le expliqué a Riudavets-. Y no de cualquier parte de la mili, si me dejas que se lo cuente, Tena.
– Yo no me avergüenzo -dijo-. Aunque a la gente le choque.
– ¿Dónde estuviste? -preguntó Riudavets.
– En la Legión -reveló Tena, con orgullo.
Riudavets no supo controlar ahí sus cejas, que subieron hasta casi rozarle el tupé. Consideré oportuno tranquilizarle un poco:
– Pero no te preocupes. Suele avisar antes de disparar.
Tena sonrió forzadamente. Y dijo:
– Ya sé que a todo el mundo se le hace raro. Pero con dieciocho años, a mí me pareció mucho mejor meterme ahí que hacerme camarera, como mis amigas. Y no me arrepiento. Me enseñaron muchas cosas y he podido entrar en la Guardia Civil y tener un camino en la vida.
– Claro -dijo Riudavets, con escasa naturalidad.
Estuvimos vigilando cerca de una hora, sin que nadie llegara ni se fuera del almacén. Ante la entrada de la nave había dos furgonetas y cuatro coches. Una de las furgonetas era de carga, la otra, me chocó, de pasajeros. Los coches eran grandes y relativamente potentes. Destacaba un Lexus deportivo. Mientras daba cuenta de mi sándwich, me pregunté quiénes estarían dentro y qué estarían haciendo. El Lexus, ¿sería de Stefan o de otra persona? ¿Era Stefan el jefe o un subalterno? Recordé la conversación que había tenido con Catalina Iliescu. Ella se refería a alguien que se había vuelto loco y ante quien pedía al hombre que intercediera. Esto, como la respuesta de Stefan, no puedo ayudarte, me inclinaba a pensar que el jefe era otro. Pero no era un argumento definitivo. Y en todo caso, tampoco me servía para descartar que el Lexus fuera suyo. Desde donde estábamos no podíamos ver las matrículas de los coches, pero se me ocurrió enviar a alguien para que las anotara, y ya que parecía que íbamos a tener tiempo, comprobarlas. Se lo comenté a Riudavets, que no sólo estuvo de acuerdo, sino que añadió:
– Coño, eso lo teníamos que haber hecho lo primero.
Envió a su subordinado a cumplir la misión. Apenas acababa de bajar del coche cuando se abrió la puerta principal. De ella salieron dos hombres, uno sobre los veintiocho o veintinueve años y el otro cercano a los cuarenta. El más joven se parecía enormemente a la fotografía que Riudavets traía consigo. Se entretuvieron junto al Lexus. Al mayor se le veía muy irritado. Para cerciorarnos, le pedí a Chamorro:
– Dale un toque al móvil. Sólo uno.
Chamorro marcó el número de Stefan. El hombre más joven se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sacó su teléfono.
– Es él, Riudavets. Sólo son dos. Vamos por ellos.
El mosso evaluó la situación, y convino conmigo:
– Sí, no tenemos gente para seguirlos a ambos en condiciones.
– Avisa a los otros y diles que estén pendientes, que vamos a identificarlos -le pedí a Chamorro-. Y tú y Tena, cubridnos sin que os vean.
Nos bajamos del coche. Riudavets hizo señas al hombre de su equipo para que nos cubriera desde la izquierda. Chamorro se situó a nuestra espalda y Tena se abrió a la derecha. Cuando los demás estuvieron en posición, el jefe de los mossos y yo avanzamos hacia la entrada. Desde la valla hasta el lugar donde seguían departiendo los dos hombres, pronto oímos que en un idioma extraño, había unos quince metros. Atravesarlos requería decisión y calma. Se supone que un policía ha de reunir ambas cosas, pero también lleva en el pecho, como cualquiera, una máquina de bombear que en instantes como aquél tiene la enojosa costumbre de ponerse a trabajar a un ritmo endiablado.
– Saca tu placa -le susurré a Riudavets-, estamos en tu nación.
– Muy gracioso, tío. La saco, pero tú quédate dos pasos atrás y ojo.
– Por supuesto.
Antes de bajar del coche, había tenido la precaución de montar la Walther. Hay pirados que la llevan siempre con una bala en la recámara, pero por mucho que el manual asegure que es muy difícil que se dispare accidentalmente, a mí una pistola que no tiene seguro convencional me impone lo suficiente como para ser más precavido. Tampoco soy Billy the Kid, ni tengo ganas de serlo. De hecho, las pocas veces que le pongo la bala lo hago con una sensación desagradable: como si algo no fuera como debe, como si los acontecimientos me arrastraran en lugar de controlarlos yo, que se supone que es mi obligación y para lo que debería estar capacitado como investigador criminal.
De todos modos, me dije que teníamos nada menos que nueve personas competentes cubriéndonos las espaldas. El riesgo estaba controlado, aquello no era ninguna insensatez. Lo que importaba era mantener la sangre fría, el pulso firme y los sentidos bien alerta.
Nos vieron venir cuando estábamos a unos ocho metros. Interrumpieron bruscamente la conversación y dieron medio paso hacia el coche. Riudavets echó mano a su cartera. Yo a la culata de la Walther, por si las moscas. Pero nos dejaron llegar sin moverse. Dijo Riudavets:
– Buenos días.
– Hola -dijo el mayor-. ¿Desean algo?
En la ese se le advirtió el acento. Tenía una mirada áspera.
– Mossos d'Esquadra -dijo Riudavets, mostrando la placa, y dirigiéndose al más joven, dijo-: ¿Es usted Stefan Gheorgiu?
– Sí -respondió, adhiriéndose imperceptiblemente al Lexus.
– Tiene que acompañarnos.
– ¿Por qué?
– Ahora le explicaremos. Y usted -le dijo al de más edad-, ¿puede dejarme ver su documentación?
– ¿Para qué? Soy un empresario con todos los papeles en regla.
– Entonces no debe importarle enseñármelos.
Fue en ese momento cuando cometí el error. Pendiente como estaba de los dos rumanos, que a cada segundo me iban pareciendo más peligrosos y más al borde de saltar, perdí de vista la puerta. De pronto, oí una estridente voz femenina que chillaba a mi espalda:
– ¡Guardia Civil, tire el arma o disparo!
Tanto Riudavets como yo, instintivamente, reaccionamos agachándonos. Eso nos salvó de recibir la bala que una décima de segundo después silbó a unos centímetros de nosotros y se clavó en una de las furgonetas. Luego sonaron otros dos tiros muy seguidos, pero éstos no vinieron por nosotros. Oímos un grito masculino y cuando me volví hacia el lugar del que provenía vi al hombre que nos había disparado desde la puerta caer rodando como un fardo. Entre tanto, los dos rumanos habían arrollado a Riudavets y echaban a correr hacia la calle. Le ayudé a incorporarse y salí tras ellos. En la acera se encontraron con que alguien les cortaba el paso. Chamorro, desencajada, les gritó:
– Al suelo, cabrones, si no queréis que os reviente.
Ella y un mosso los estaban encañonando. Pero aquellos dos tipos eran de cuidado o creían que ya no tenían nada que perder. Stefan introdujo la mano bajo su pantalón y el otro se buscó la axila. El gesto les salió caro. Stefan recibió dos balazos en las piernas, disparados por mi compañera. Al otro le tocaron en suerte otros dos tiros, uno del mosso, igualmente en las piernas, y uno mío, en el hombro al que podía dispararle con la máxima diagonal posible, para no poner en peligro a mis compañeros. No es de buen gusto darle a alguien por la espalda, pero la situación justificaba no andarse con remilgos. Los dos se fueron a tierra antes de poder sacar las pistolas que llevaban, y entre los cuatro que estábamos allí, incluyendo a Riudavets, que llegó tras de mí, los desarmamos y los esposamos sin pararnos a comprobar la gravedad de sus heridas. Riudavets estaba totalmente fuera de sí:
– Joder, qué hijos de puta. Hosti, están locos o qué.
– No sé, ahora veremos -dije, jadeante.
A Riudavets le sonó entonces el móvil.
– Es Asensi -explicó, mientras lo atendía-. Que tres tíos han ido a salir por el muelle de carga y que cuando les han dado el alto han vuelto a meterse dentro. Me cago en todo, esto es un desastre.
– A ver -dije-, ahora es cuando no podemos amontonarnos. Chamorro, pide que nos manden tres ambulancias, y un par de furgonetas de GRS. No le quitéis ojo a la puerta. Voy a ver a los demás.
Tena se había ocupado de acercarse a desarmar al pistolero al que había abatido. Aunque no hacía mucha falta. Los dos proyectiles que le había clavado en el costado lo habían dejado listo en el acto.
– Me lo he cargado, mi sargento -dijo, trémula.
– Me has salvado la pelleja, muchacha. Ya juraré ante Dios y el diablo que no tuviste más remedio que tumbar a este bicho. Ven.
La aparté de allí y me fui a buscar a Rubio.
– ¿Cómo ha sido? -preguntó mi colega.
– Nada, hemos tenido la puta suerte de revolver un nido de alacranes -expliqué-. Pero todos los buenos estamos bien, y los malos que han asomado el hocico, neutralizados. Que nadie se mueva de sus puestos. No sabemos los que pueden estar ahí dentro ni si están armados. He pedido que nos manden a los GRS por si hay que hacer un asalto a las malas. Mientras tanto, vigilando y sin ofrecer blanco.
– Si hay que hacer un asalto, habría que llamar a los de la UEI.
– Como ya imaginas, eso se me escapa. Lo que podemos hacer ya es asegurar el perímetro, y para eso me valen los GRS. Voy a llamar a mi comandante y que lo decida él. A ver cómo le cuento que de repente y sin avisarle nos hemos metido en Iwo Jima. Espero que me crea cuando le jure que creía que íbamos a hacer una identificación rutinaria. Porque, visto objetivamente, la hemos jodido bien, compañero.
– Quién lo iba a saber.
Le arreé un puñetazo a una farola. Me hice daño.
– Me cago en la puta, le he pegado un tiro a un tío y por poco no me he llevado yo otro. Hacía quince años que no me pasaba. Y entonces era un novato y estaba en la guerra. Pero ahora se supone que tengo el conocimiento y la experiencia para no meterme en una así…
– Ya está, a cualquiera puede pasarle.
– En fin -inspiré hondo-. Pues eso, todos firmes en sus puestos.
Volví junto a Riudavets. Estaba, si cabe, más nervioso.
– No sé a ti, pero a mí me va a caer una bronca de tres mil pares de narices -dijo-. No tengo más remedio que llamar a mis jefes.
– Yo también. Ya nos lameremos las heridas mutuamente.
– Collons, quién iba a imaginarse…
– Espérate, y a ver lo que queda todavía dentro.
Recuerdo la media hora siguiente como una locura absoluta. Hablé con el comandante Pereira, con el capitán Cantero, con la juez. A todos tuve que convencerles de que no acababa de comerme un revuelto de hongos alucinógenos. Después de eso, reaccionaron bien. Cantero se ocupó de que el coronel jefe de la comandancia hablara con el responsable de los mossos en Barcelona y organizara en forma regular la coordinación que Riudavets y yo habíamos montado al estilo guerrilla. Pereira movilizó a nuestra unidad de intervención, con la aquiescencia del jefe de los mossos, que reconoció nuestra mayor experiencia en la materia. La juez, pasada la reacción inicial de estupor y espanto, me ratificó su confianza. Llegaron las ambulancias y se llevaron a los heridos, convenientemente custodiados. Y en seguida hubo alrededor de la nave más guardias y mossos que bañistas un agosto en Benidorm. Las riendas de la operación las tomaron los expertos de ambos cuerpos en aquella clase de crisis. Con un megáfono intimaron a los que estaban dentro a salir con las manos en alto y todo lo habitual en estos casos. Durante veinte minutos no hubo ninguna respuesta. Al fin, se abrió la puerta y, en lugar de lo que todos esperábamos, salió un grupo de muchachas muy jóvenes y casi histéricas. Nuestros GRS y los antidisturbios de los mossos se hicieron cargo de ellas. Algún GRS parecía llevar de la mano una Barbie, por la desproporción de tamaño corporal. Andarían todas entre los dieciséis y diecinueve años.
Cinco minutos después, salieron cinco hombres con las manos en la cabeza. Formaban un grupo desparejo. Había dos jóvenes y muy altos, con aspecto de extranjeros, y otro de unos cincuenta años, también con pinta foránea. Los dos últimos que salieron iban tan cabizbajos que me costó al principio saber cómo eran. Pero cuando me fijé un poco mejor, me quedé de piedra. Uno de ellos llevaba ropa de macarra, iba algo desaseado y le distinguí dos pendientes de aro en las orejas. El otro era alguien a quien ya había visto antes. El inspector Cruz.
– Eh, Riudavets -dije, sin salir aún del todo de mi pasmo-. Una pregunta un poco idiota. ¿Tú sueles comer roscón de Reyes?
– No. Aquí no hay demasiada costumbre.
– Pues si lo haces, no aprietes mucho al cortar, no vayas a dar con la sorpresa. Hemos tenido un tino del carajo. ¿Ves a ese tío?
– Sí.
– Es un madero. Vete a saber lo que nos va a salir de aquí.
Cuando comprobamos su identidad, descubrimos que también el de los pendientes era policía. Y cuando por fin irrumpimos en el almacén, las sorpresas fueron en aumento. Parecía un estudio de cine o televisión, lleno de decorados que simulaban diversos ambientes. Un hospital, un gimnasio, un aula, un salón de estar, un dormitorio… Había cámaras, ordenadores, copiadoras de cedés y deuvedés. Lo que grababan ya no nos sorprendió tanto. Esa tarde se lo enseñamos a la cabo primero Jimena, nuestra especialista de Sitges. Con ira contenida, declaró:
– Por mucho que vea, nunca terminaré de habituarme. ¿Y sabe lo que le digo? Aparte de cerdos son unos ratas. Les consta que es mucho más seguro grabarlas allí, en sus países, donde pueden tener a sueldo a la policía, si quieren. Pero si se las traen aquí también las rentabilizan ofreciéndolas para uso directo. Así las exprimen doblemente.
– Eso parece -dije-. Pero no sobrevalores la diferencia entre sus países y éste. Porque aquí también tenían polis en nómina.
– No me lo recuerde. Cruz… Todavía estoy alucinando.
– Es normal, hay un porcentaje estadístico, no falla. De los que vivimos junto a la raya, unos cuantos la tienen que cruzar.
Jimena apretó los dientes. Noté la tensión de sus músculos faciales.
– Lo que más me joroba es cómo le di la razón, cuando nos preguntó, mi sargento. Pero en el primer reportaje no había nada. Lo que yo no sabía era lo que preparaban para el segundo. Y tampoco en los papeles que me mandaron… En fin, no sé cómo explicarle, a mí ninguno de esos nombres me decía nada. No puedes conocer a todos los que están metidos en este negocio. Pero a él sí que le decían, claro.
– Por desgracia -asentí-. No creas que no pienso en que yo le dejé esos papeles a Cruz, o que no me acuerdo, al pensarlo, de esa pobre chica a la que vi anoche en el depósito de Gerona.
Pudimos interrogar al inspector Cruz y al otro esa misma noche, cuando Riudavets hubo acabado con ellos. Los vimos en las dependencias de los Mossos d'Esquadra porque así lo habíamos pactado, porque un trato es un trato y sobre todo porque nuestros superiores respectivos se mostraron también de acuerdo en organizarlo así. Antes de entrar con ellos, le pregunté a Riudavets cómo se habían portado con él. En su semblante extenuado se dibujó una sonrisa amarga.
– Vamos a ver, primero siempre las malas noticias -dijo-. Ya te aviso que el de los pendientes es un hijo de mala madre que no va a venirse abajo ni aunque lo infles a palos con un bate de béisbol.
– Qué mal concepto tienes de mí -protesté-. ¿Me crees capaz de eso?
– Es una forma de hablar, hombre. Pero ahora viene la parte buena: Cruz tiene familia y está acojonado vivo. Conmigo se ha desmoronado. Dice que a Catalina se la cargó el armario ese al que le dio pasaporte tu legionaria. Y por el arma que le intervinimos y las heridas de la difunta, es muy posible que mañana la prueba balística me cierre el caso. Te debo una, Vila, así que sólo espero que lo tuyo se resuelva también. Si te fías de mí y me admites una sugerencia, ve por Cruz, que está blandito. Y creo que sabe que lo gordo le espera contigo. De lo de Catalina Iliescu, espera librarse. Pero lo de Neus lo ve algo más crudo.
Hice caso de su consejo. Pedimos que nos trajeran primero a Cruz. Nos metimos con él Chamorro y yo. Esta vez no le dejé a mi compañera el peso del interrogatorio. Aquel individuo era todo mío:
– Nos volvemos a ver, inspector -le dije, a modo de saludo-. Pero me temo que en circunstancias un poco menos distendidas.
– Sí, desde luego -repuso, tratando de sonreír.
– No vamos hacer mucho teatro, ¿de acuerdo? Sólo queremos saber si estás dispuesto a colaborar o si tenemos que colgarte la conspiración para el asesinato con las pruebas que tenemos. Podemos vincularte con los rumanos y a los rumanos con el crimen. Podemos vincularte con tu compañero y a tu compañero con la trampa en que cayeron Neus y el pobre muchacho al que utilizasteis para desactivarla.
– No sé si creer que no vas de farol en algo de eso -me desafió.
– Elige, ¿en qué voy de farol?
– Pues mira, así a bote pronto, no estoy yo tan seguro de que podáis conectar a mi compañero con nada.
– ¿Eso crees? Te demostraré cuánto te equivocas. Uno, el chaval le recuerda bastante bien, y confío en que le identificará en la rueda de reconocimiento. Dos, tu compañero era tan chulo como para llamarle desde una cabina al lado de la jefatura superior. Y tres: es tan imbécil como para tener todavía guardada en la cartera la tarjeta de un móvil prepago con el que habló con Vinuesa y Stefan. Y eso es sólo una parte de lo que le hemos encontrado ahí. Esa cartera es oro molido.
En la última frase si había algo de farol. Pero en lo demás, incluida la tarjeta del teléfono móvil, mis cartas eran sólidas. Cruz titubeó.
– También te imaginarás, y si no, yo te lo cuento, que mis jefes han hablado con tus jefes -añadí-. Y no sólo no les han pedido que te tratemos con la menor delicadeza, sino que han hecho más bien al revés. Me temo que no eras muy popular, y que en asuntos internos habían empezado a llenar una carpeta con sospechas sobre ti. De hecho, serán los que vengan detrás de nosotros a charlar contigo. Hoy no vas a aburrirte.
Ahora sí que estaba hundido, Cruz. Podía haber tenido la debilidad de corromperse, pero no era tan obtuso como para no darse cuenta de que tenía que empezar a achicar agua si no quería ahogarse.
– De acuerdo -dijo-. Ya veo que habéis turrado, no voy a haceros perder el tiempo ni a perderlo yo. Quiero salir limpio de las dos muertes. Acepto que me caiga lo demás, que me echen, etcétera.
Sopesé con escepticismo su oferta.
– Vaya, que espléndido. Echado, considérate ya. Y del cohecho y de la complicidad en lo de las chicas no te libra ni Dios. En cuanto a salir limpio de las muertes, tendrás que contarme algo que me guste. Algo que me convenza de que eres inocente. Esfuérzate, por favor.
– A la puta se la cargaron ellos por su cuenta, para darle una lección. Ya se lo he contado antes al mozo de cuadra.
– No creo que le guste que le llames así.
– ¿Acaso te vas a chivar?
– Por qué no. Soy más amigo suyo que tuyo.
– Bueno, lo que te decía. Lo de esa chica fue algo entre ellos. Descubrieron que era la fuente de Neus y se la cobraron.
– Me pregunto cómo lo descubrieron.
– Pues no sé, la gente habla.
– Ya, y otra gente recibe papeles sobre los que a lo mejor no guarda la confidencialidad debida. Sigue, anda. Pero no vas muy bien.
– Vale. Yo les di el nombre. Pero no para que la mataran, joder.
– Ya deberías saber con quién te jugabas los cuartos. ¿Y Neus?
– Mira, mi compañero y yo montamos lo de las fotos. Lo que le contó al soplagaitas del novio, eso era lo que habíamos acordado con los rumanos para que Neus dejara de meter las narices donde no debía. Yo estaba convencido de que con eso iba a bastar, de que podía resistirse a las amenazas, pero no aguantaría el tiro de verse convertida en pasto de los programas basura. Hasta teníamos tocado ya a un intermediario de los que les venden el material a las teles. Él te lo confirmará.
– Seguro que no tiene otro deseo, ahora mismo, si es que existe.
– Que sí existe, coño. Te digo dónde podéis encontrarlo.
– Vale, sí, luego. ¿Y qué más pasó?
– Pues nada, que al día siguiente me entero de que el demente ese, Nicolae, el jefe, al que cogisteis con Stefan, en vez de hacer las fotos, le había encargado a uno de los suyos que cosiera a Neus a puñaladas, con el cálculo de que se lo colgaríais al amante. Me llamó el muy cretino por la mañana temprano, presumiendo de haber montado el crimen perfecto y de haberse desembarazado de la cotilla para siempre. Yo le dije entonces que la había cagado; que si se le antojaba bien podía amenazar, pegar palizas, cortar dedos o incendiar casas, que eso, si no se resolvía en seguida, se pudría bajo el polvo de los archivos; pero que aquí los homicidios son otra cosa, que se investigan y no se sueltan así como así, ni tampoco se les da la primera explicación que viene al caso. Y mira por dónde, el tiempo se lo ha venido a demostrar.
Crucé una mirada con Chamorro. Tenía cierta consistencia. Aunque habría que oír la versión de los otros, cuando se repusieran de las heridas. No le auguraba a Cruz un futuro demasiado apetecible.
– ¿Y qué era, lo que había averiguado Neus? -pregunté-. ¿Por qué era tan importante apartarla, por qué acabar matándola?
– Lo de la muerte fue un calentón de ese borrico, ya te lo he dicho. No hacía falta, ni muchísimo menos hacía falta, me cago en… Pero sí, se había convertido en un dolor de muelas. Un día la vieron con otra periodista sacando fotos frente al portal de uno de los pisos donde se alojaban las chicas. Hubo que levantarlo a toda hostia, como te imaginarás. Ahí fue donde la amenazamos por primera vez, para ver si se rajaba. Pero tres días después se plantó en otro de los pisos con un cámara y la tía loca, con sus santos huevos, llamó a la puerta. Otro albergue que hubo que desmantelar a la carrera. Ahí fue donde comprendimos que tenía buena información y que había que pararla.
– ¿Y nadie pensó en localizar a la fuente?
– Vaya si lo pensaron. Pero no hubo forma. Quién iba a imaginar que era Catalina Iliescu. A mí, que vi el reportaje, en ningún momento se me ocurrió que la zorra que hablaba con voz de cyborg y la jeta a cuadritos era ella. La novia, o para ser más exactos, una de las novias de Stefan. Me contaron que antes de matarla les confesó que lo había hecho por resentimiento. Que le había empezado a dar información a Neus para hundirle el negocio a Nicolae. Y la verdad es que todo cuadra. Nicolae era un animal. Un día en una fiesta se la llevó por banda de mala manera. Con la venia de Stefan, sí. Pero a ella no le preguntó. Menudo es, como para pedirle a nadie permiso para eso.
Me tomé unos segundos para terminar de ensamblar todas las piezas en mi mente. Tal vez estaba decorándolo un poco para minimizar su responsabilidad, pero la estructura general de la historia era coherente consigo misma y con los restantes elementos de que ya disponíamos, los papeles de Neus, la conversación grabada a Cata. Le hice una seña a Chamorro y ella asintió en silencio. Nos podía valer.
– Muy bien, Cruz -concluí-. Nos arreglaremos con esto, de momento. Piensa si se te ocurre algo más que nos pueda ayudar. Y si no surge nada que nos lo dificulte, intentaremos que salgas de ésta lo menos jodido posible. Pero cuenta ya con que jodido vas a salir. No has tenido mucho ojo para elegir tus amistades en los últimos tiempos.
– Ya. A mí me lo vas a decir.
– ¿Desde cuándo estabas conchabado con los rumanos?
– Permíteme que sobre aquello que no sabes me abstenga de darte demasiados detalles -repuso, con una sonrisa cínica-. Tengo que jugar mi única carta, la bendita presunción de inocencia. Digamos que tenía algún trato con ellos, ya que eso no voy a poder negarlo.
– Vale. Sólo era por intentar entender por qué seguiste relacionándote con esa chusma, y por qué los lanzaste contra la chica, cuando ya te constaba que habían sido capaces de asesinar a una persona.
– Yo no los lancé. Sólo les di el nombre.
– Búscate argumentos para convencer al tribunal sobre tus verdaderas intenciones. Yo me limitaré a consignar los hechos.
Cruz me observó con rencor.
– ¿Tanto te cuesta entenderme, sargento? ¿Vas a decirme que nunca has tenido ninguna tentación? ¿Que siempre te has mantenido limpio de polvo y paja, conformándote con tu sueldo y con las patadas en el culo que te dan después de usarte para limpiar la pocilga?
La pregunta, inevitablemente, me hizo recordar algunas cosas. Momentos, rostros, borrosas emociones. Pero me limité a responder:
– No te confundas, Cruz. Ni soy la clase de tipo que le cuenta su vida a cualquiera, ni eres a quien elegiría para contársela.
Pedimos que lo devolvieran a su celda y que nos trajeran al compañero. El otro policía, de apellido Ganivet, resultó ser la fiera imbatible que nos había anticipado Riudavets. Era el subordinado de Cruz y diez años más joven, pero quizá por inconsciencia, o quizá por carácter, se mostró inasequible a nuestras embestidas. Probé a acorralarlo con las pruebas que le conectaban con Vinuesa y con la celada de Zaragoza, con Stefan y con el resto de los rumanos. Todo fue en balde. Durante una hora de interrogatorio, tan sólo se dignó decir:
– No os voy a ahorrar el trabajo. Ya no tengo nada que perder.
Traté también de explicarle que no era así, y de invitarle a seguir el ejemplo de su superior. Pero ni por ésas. Al final, miré el reloj, vi que eran las diez y media de la noche y me dije que estaba hasta el gorro de jugar a policías. Llamé a los mossos y pedí que se lo llevaran. Me quedé a solas en la habitación con Chamorro. La observé. Por fin dejé que mis labios se relajaran. Ella se echó entonces a reír.
– Game over -sentencié-. No me lo creo, Virgi.
– Pues créetelo. Y no lo has hecho mal, si puedo opinar.
– No sé, tengo mis reparos. Demasiados raspones. El único consuelo es que el Rey Rojo ya no le soñará aventuras siniestras a ninguna Alicia indefensa. Antes de que se me olvide, tengo que llamar a cierta juez de instrucción y decirle que voy a poner en la calle a un hombre.