Cuando el forense, con la sobrecogedora parsimonia de su oficio, comprobó el funcionamiento de la sierra circular que se disponía a aplicar sobre el cráneo de Neus Barutell, reparé en que aquélla era la primera vez que presenciaba la autopsia de alguien a quien había tenido la oportunidad de ver con vida. También mi compañera, la cabo Chamorro, que asistía conmigo a la operación, guardaba alguna memoria del ser humano que ya no habitaba aquel cuerpo. Podía, tanto como yo mismo, recordar el sonido de su voz, la expresión de sus ojos, los movimientos que antaño describieran aquellos miembros que ahora reposaban yertos y azulados sobre la mesa de autopsias. En situaciones de cierta intensidad suele suceder que sólo podemos pensar simplezas. La que yo cavilé en aquel momento fue que el espectáculo cambiaba radicalmente al conocer algo de la persona que había habido tras la carne que desmantelaban delante de uno. Sólo el forense, que tampoco ignoraba quién era Neus Barutell, parecía mantener cierta neutralidad ante la circunstancia, mientras concentraba toda su atención en la maniobra que iba a ejecutar. Pero en su mente, al menor descuido, debían de abrirse paso reflexiones no muy distintas de las mías.
– Vamos allá -dijo antes de proceder, con un afán por normalizar el acto que no hizo sino ratificar mi suposición.
Fue entonces, mientras miraba los cincuenta y pocos kilos de materia orgánica inerte en que se había convertido aquella inquieta criatura humana, cuando recordé la primera vez que había visto el rostro de Neus Barutell. Sobreponiéndome al desasosiego que producía la imagen del cuerpo frío y desvalido, sobre el que los útiles del forense trazaban ya las líneas que permitirían acceder a su triste secreto y ocultar luego a los parientes la ferocidad de la agresión, retrocedí una década, a aquella otra época mucho mejor para ambos. Ella estaba a la sazón en su plenitud, y mi propia vida era un proyecto de satisfacciones y alegrías aún no sometidas a la implacable rebaja que el tiempo, auxiliado por nuestras torpezas, se complace en aplicar a cualquier ensueño redentor. Diez años antes de aquella tarde en que yacía sin vida, Neus había alcanzado el estrellato como conductora de un programa de éxito en la televisión catalana. En aquellos días yo estaba destinado en Barcelona, y solía ver su programa y algunos otros para irle cogiendo mejor el aire al idioma local. Desde el principio, aquella presentadora me pareció una persona notable; sin duda ambiciosa, oportunista, vanidosa y a menudo tan superficial como todos los que le hacían la competencia, pero con algo que la hacía distinta, una capacidad de ser o parecer verdadera que me inclinaba a mirar su programa con cierto interés, frente a lo que me sucedía con los de otros, que sólo podía soportar como el peaje indispensable para mi aprendizaje lingüístico. Quise recuperar del fondo de mi memoria el eco de esa Neus primera, quizá en una tentativa paralela de recobrar el sabor perdido de aquella etapa barcelonesa y de la quebradiza felicidad de que había disfrutado mientras la vivía. Hube de esforzarme, sin embargo, porque a cada momento se me imponía la huella más reciente de la otra Neus: la que, después de dar el salto a una cadena de televisión nacional, se había convertido en una de las periodistas más populares e influyentes del país.
Eso era lo más desconcertante de aquella situación. A los que allí estábamos la difunta siempre se nos había aparecido como un ser luminoso e impecable. Ante las cámaras, Neus vestía exquisitamente, con prendas que cabía suponer hechas a medida para ella por los modistas más cotizados. Gracias a la esmerada labor de peluquería y al pulquérrimo maquillaje, su cabello resplandecía como si la luz brotase de él y su piel nunca dejaba de verse tersa, lozana y uniforme. Pero ahora, de pronto, era una muerta más. Con su olor acre, su lóbrega desnudez, su piel llena de accidentes y despojada de cualquier aderezo favorecedor. Tuve otra idea estúpida: cuánto habrían pagado las revistas, cuánto habrían suspirado tantos espectadores por poder echarse a la cara a Neus así como se exponía ahora, sin ropa alguna. Con un sentimiento de culpa tal vez absurdo, porque no había más razones para experimentarlo con ella que con las otras muchas muertas que había tenido la ocasión y el deber de examinar, me fijé en el pequeño tatuaje en forma de dama de ajedrez que lucía en cierto lugar íntimo. Pero no me sentí distinguido por la fortuna al acceder a aquel secreto vedado al resto de los mortales. No gratificaba los sentidos, ni la imaginación, verla tal y como la habían dejado. Antes de abrir, el forense pudo contar hasta veintisiete puñaladas, en cuello, brazos, tórax y abdomen.
– El que fuera, le tenía ganas -apostilló, al completar la cuenta.
No dudaba de la saña, desde luego, ni era por esclarecer eso por lo que habíamos decidido entrar a la autopsia, cosa que ni mucho menos hacemos en todos los casos, en general por la sencilla razón de que a los investigadores de la unidad central suelen pasarnos los muertos cuando ya llevan tiempo bajo tierra. La inspección del cadáver en el lugar del crimen, que esta vez sí habíamos podido realizar, me había suscitado incertidumbres respecto de otros extremos de cierta importancia, que eran los que esperaba que el forense nos aclarase y los que me interesaba poder comprobar también de primera mano.
Las autopsias no son rápidas: van por partes y en su orden, para no perjudicar la utilidad de sus resultados y para después recomponer el cuerpo de la mejor manera posible. Pero el forense llegó al fin a los dos puntos que me intrigaban. Tras examinar los pulmones, y sin titubear, formuló la conclusión que a mí mismo, como profano en la ciencia médica, me sugería la experiencia de otros casos:
– Murió por asfixia. Si sumamos la trayectoria perpendicular de casi todas las puñaladas, y el volumen moderado de la hemorragia, tenemos razones para presumir que la acuchillaron post mortem.
El segundo detalle, el más desagradable y ominoso, el forense lo contrastó y certificó con la voz más fría que se escuchó aquella noche en aquella sala, que ya de por sí transmitía una gelidez insuperable:
– Semen en vagina y en recto.
Tomó varias muestras, tan ensimismado y metódico como si estuviera recogiendo cualquier fluido sin mayor interés, y las fue depositando en los recipientes apropiados para remitirlas al análisis genético. Miré a Chamorro de reojo. Permanecía impasible. Me entretuve en imaginar cuál habría sido su reacción varios años antes, cuando se iniciaba en el lúgubre negocio que compartíamos. Le habría costado mucho impedir que sus emociones la traicionasen, mantener la máscara impenetrable que la protegía ahora. Le habría costado, también, no expresar en palabras, tan pronto como tuviera oportunidad, aquello que sentía. Pero una vez acabada la autopsia, cuando salimos del tanatorio y nos encontramos de nuevo solos en el coche, su única observación fue:
– Por lo menos es un gilipollas que deja la firma.
No le respondí en seguida. Hay quien cree que los policías nos volvemos perros insensibles, y es cierto que uno debe aprender a no absorber todo el dolor que le circunda, pero yo no he conseguido ni creo que sea demasiado útil prescindir de los sentimientos. Me hacía cargo de que en mi compañera, como mujer, lo que habíamos estado viendo producía efectos particulares dignos de mi consideración.
– Si el homicida es quien tuvo relaciones con ella -precisé.
Chamorro me observó con cautela. Años atrás, pensé de nuevo, habría respondido más irreflexivamente a mi objeción. Pero ahora también ella se tomó su tiempo antes de volver a abrir la boca.
– Vale -admitió-. No hay desgarros y no tiene por qué ser una relación forzada con violencia. Pero pudo haber intimidación. Y tampoco una relación consentida excluye un posterior…
– Desde luego que no -concedí-. Tienes razón, alguien ha firmado y eso es algo, que bien podríamos no tener nada. Son las once, camarada. ¿Volvemos a la escena del crimen o nos tenemos piedad y dejamos de jugar por hoy a los policías? No sé tú, pero yo estoy reventado.
– La escena del crimen está vista -dijo Chamorro-. Los que ahora tienen que lucirse allí son los de criminalística, levantando buenas huellas si las hay. ¿O es que piensas echarles una mano en eso?
Parecía haber hecho una pregunta inocente, sin ninguna intención. Pero, al cabo del tiempo, podía percibir la mordacidad de mi compañera aun cuando la manifestara veladamente, como era el caso.
– Ya me conoces, Virginia. Sólo me gustan los trabajos meticulosos cuando tienen algo artístico. No me tira mucho limpiar manchas.
– Pues entonces…
– No vas a chivarte del escaqueo, ¿no?
– ¿Para qué? Podrían ponerme a trabajar con un jefe todavía más rancio y más machista que tú, así que no creo que me interese.
– ¿Soy rancio? ¿Soy machista? -pregunté, con sincero estupor.
– Tienes cuarenta años, y ya empieza a fastidiarte, aunque no te des cuenta, que otros más jóvenes se vayan haciendo con el mundo. Y eres un hombre, así que no tienes más remedio que ser machista. Bueno, podrías ser gay, o metrosexual, pero tampoco acabo yo de estar segura de que a una mujer le convenga más trabajar con eso. Los machistas sois más predecibles, y si se sabe llevaros, mucho más manejables.
Hice ademán de sujetarme al volante.
– Coño, Chamorro, ¿te has tomado algo?
– Coca-Cola Light, de máquina. No sé si le ponen algo en el tanatorio para animar a los deudos, pero yo no he notado nada raro.
– Me vas a permitir que prepare mi defensa para otro momento, porque ahora estoy hecho unos zorros. Pero creo que nunca he ofendido tu dignidad femenina. Incluso estoy dispuesto a recomendar que si algún día tienes un hijo, y hasta dos o tres, no te echen de la unidad.
– Si algún día tengo un hijo, ya me iré yo. Pero por ahora no necesito que te desgastes al respecto.
– Pues no te duermas, no vaya a pasarse el arroz.
Mi compañera esbozó la primera sonrisa de aquel día.
– Qué respetuoso de mi dignidad femenina es ese comentario.
– Sólo me preocupo por ti. Los treinta están ya encima…
– No te preocupes tanto. Ahora las mujeres somos fértiles durante más tiempo. Al contrario de lo que sucede con la fertilidad de otra cosa, que parece que va disminuyendo sostenidamente.
– Yo ya he acreditado mi aptitud una vez. Y no estoy por repetir. Debo salir adelante con un sueldo modesto.
– Qué bien tener esa coartada.
– Vale -resumí-, llegados a este punto sólo me queda arrestarte o invitarte a una caña y alguna ración de algo, dondequiera que sea posible encontrar eso a esta hora en este pueblo. Sabes que me repugna abusar del mando, así que, y sólo a condición de que no te me pongas burda y lo interpretes como acoso sexual, ¿me permites invitarte, mi cabo?
– Vamos, tira y deja de chinchar -replicó, relajando el gesto.
Meneé la cabeza.
– Ay, Chamorro, con lo disciplinada, lo prudente y lo modosita que eras al principio, cómo te estoy malcriando.
– Tranquilo, me malcría la vida.
– Bien, pero mañana conduces tú -dije, mientras arrancaba-. No por nada, sino porque soy un machista y se me pone en los cojones.
– A tus órdenes siempre -se sometió, con dulce mansedumbre.
– Mejor así. Y ahora vamos a ver dónde nos dejamos envenenar.
Mi comentario, aunque no era más que una manera de hablar, resultaba injustamente despectivo. El pueblo que aquella vez nos había tocado en suerte era bastante decente. Un lugar de larga historia, con un casco antiguo señorial y varios edificios de cierto valor arquitectónico. Hasta tenía obispo, que eso sí que era nivel, porque por lo común los sitios con obispo son de la pasma, y a los guardias como mucho nos dejan municipios con arcipreste para velar por la salvación de los fieles. Ni a Chamorro, que era ex practicante, ni a mí, que era más o menos ex creyente, nos hacía mucha falta ese servicio, pero al fin y al cabo, y aunque sólo fuera por el hecho de trabajar en el país otrora campeón de la católica cristiandad, no podíamos dejar de tomar nota del detalle. Otra ventaja, teniendo en cuenta la premura con que habíamos tenido que desplazarnos hasta allí, era que el pueblo se hallaba en la provincia de Zaragoza, no muy lejos de Madrid y con buena comunicación por carretera. Mientras conducía hacia el centro, y aunque el cansancio me invitaba a desconectar, la inercia de mis pensamientos me llevó en cambio a repasar los hechos desde el principio. Es ésta, la de andar recapitulando siempre, una tediosa manía policial.
El comienzo, es decir, el momento hasta el que podía a aquellas alturas retrotraerme con mediana certeza, era el hallazgo del cuerpo. Un hecho que por lo común se decide de forma fortuita, pero ese capricho del azar resulta de gran trascendencia para dilucidar cómo y qué podrá uno investigar más adelante. En el caso de Neus Barutell, el modo en que la descubrieron resultó hasta cierto punto favorable para nosotros. El cadáver apareció a las pocas horas de la muerte y en el más que probable lugar del crimen, la casa de campo de la que la víctima era propietaria en las afueras del pueblo. La infortunada que hubo de pasar el trago fue su ayudante personal, quien siguiendo instrucciones de la periodista se presentó aquella mañana en la finca, donde Neus tenía su refugio y también su lugar de trabajo para los momentos en los que deseaba desconectar del mundo exterior. La ayudante, persona de total confianza, disponía de llave de la casa, por lo que pudo entrar por sí misma en ella. Después de hacer notar su presencia desde la planta inferior, y al no obtener respuesta, decidió subir a la planta donde estaban las habitaciones. No observó nada anómalo hasta que llegó a la puerta del dormitorio de Neus, que encontró cerrada. Golpeó dos veces, o quizá tres, nos precisaría después cuando la interrogamos, demostrando ser tan puntillosa como, dicho sea de paso, sugería su apariencia y su forma de comportarse. Pasados unos segundos, se resolvió al fin a abrir la puerta. Y entonces fue cuando lo vio todo. Eran, la ayudante recordaba también la hora, las 10.45 de la mañana.
Sonaba verosímil, porque los del puesto habían anotado que la llamada se había recibido a las 10.49. A partir de ahí, se desencadenó el circo más o menos habitual, con las peculiaridades del caso y, muy destacadamente, las derivadas de la identidad de la víctima. El sargento Rueda, que fue quien obtuvo in situ la revelación de que la muerta no era una desconocida, avisó al teniente Castaño, al mando del puesto, quien a su vez retransmitió sin demora la noticia a la comandancia de Zaragoza. Tras un par de pasos intermedios, a las 11.35, y aquí comenzaba la parte del cuento que a mí me afectaba, el comandante Pereira, bajo cuyo yugo desempeñaba mi labor, irrumpía en mi humilde garito, donde Chamorro y yo ordenábamos papeles de otro muerto. Con su habitual dejadez a la hora de hablar, que le exigía a uno esforzarse para oír sus palabras, nos espetó sin más trámite:
– Vila, Chamorro, mochila y coche. Os explico camino del garaje.
Como conocía al comandante, y él sabía que yo le conocía, lo que siguió fue casi automático. Le encargué a la guardia Salgado que terminara ella de organizar los expedientes que Chamorro y yo debíamos dejar a medias, y nos reunimos con Pereira cuando él ya avanzaba por el pasillo. No parecía muy feliz, aunque eso no tenía nada de excepcional. A veces daba en pensar que era demasiado agónico para aquel destino, aunque otras dudaba si su talante siempre insatisfecho no era, por otro lado, el que más convenía a la jefatura que ejercía.
– Se han cargado a una tía de la tele, en Zaragoza -explicó, con su laconismo característico-. Así que habrá la soplapollez de siempre pero elevada al cubo, para que os vayáis preparando. No hace ni una hora que la han encontrado y ya me han llamado para que vayamos nosotros. Mi mejor gente, me han pedido. ¿Eres el mejor, Vila?
Sopesé con precaución mi respuesta.
– Yo no, mi comandante, pero Chamorro quizá.
– Es igual, hombre, no te lo tomes al pie de la letra. Tampoco me importa lo que me pidan. Sois los dos que puedo mandar ahora. Si no les gustáis que me den más tiempo y les hago un casting.
– En todo caso la cabo y yo lo consideramos un honor.
– Vila, no te cachondees de mí, que me doy cuenta. Toma un poco de pasta. -Me tendió un puñado de billetes de cincuenta-. Para ganar tiempo firmaré yo el vale de caja, así que no te lo gastes en vicios, o haz lo que te salga del nabo, pero me justificas hasta los porros que te fumes.
– Eso jamás. Estoy limpio, mi comandante.
– No sé yo. A saber qué hacías cuando estabas en la Facultad de Psicología. Seguro que allí hasta los catedráticos eran porreros. Volviendo a lo de la muerta: Neus Barutell, supongo que te suena. O bueno, como tú eres un intelectual y un bolchevique a lo mejor no ves tele.
– No veo mucha tele, pero me suena. Y ya sabe que yo soy del PGC.
– ¿De qué?
– Partido de la Guardia Civil. Apolítico, mi comandante.
– Ya. Perdona que no me lo crea. Bien, el asunto. Detalles que me hayan contado: una pila de puñaladas por todo el cuerpo, apareció en su dormitorio, ambiente más o menos íntimo y vestigios de diversión. El resto tendrás que averiguarlo tú con tu perspicacia y la de la cabo. Chamorro, cuídamelo, que rojo y todo le hemos cogido cariño.
– Lo cuidaré si se deja, mi comandante.
Habíamos llegado ya junto al coche.
– Pues venga. Echando leches. Y que no os multen.
– ¿Y cómo se come lo uno con lo otro? -pregunté.
– Joder, ¿es que no sabes dónde están los radares, como cualquier conductor de este puto país? Lo que te digo es que ya estoy harto de mandarles oficios a los de Tráfico para justificaros las urgencias y que os quiten las denuncias. Se chotean de mí. Me dicen que si tan mal organizamos nuestro trabajo que estamos siempre de urgencia.
Por suerte (en fin, si es que eso podía considerarse una suerte), solíamos tener en el maletero del coche un bolso de viaje con alguna ropa limpia y un par de mudas, para casos como aquél. A las 11.45 salíamos del recinto de la Dirección General, donde teníamos la oficina, y a las 13.50, obviamente sin sujetarnos a los límites de velocidad vigentes, pero sin que ningún radar registrara nuestra incívica conducta, llegábamos al pueblo y nos encontrábamos en la gasolinera que había a la entrada con el sargento Rueda, nuestro guía hasta el lugar del crimen. Estaba algo nervioso, en congruencia con la situación.
– Los de policía judicial de Zaragoza os están esperando -explicó-. Ya ha venido el juez, y me imagino que estará a punto de dar permiso para levantar el cadáver, si no lo ha hecho ya. Por ahora no tenemos prensa, gracias a Dios. La casa está en un sitio más o menos apartado, ya veréis. Pero tampoco creo que tarden. Supongo que hay tantas posibilidades de que los funcionarios del juzgado no se hayan ido de la lengua como de que a Zidane lo fiche el Real Zaragoza.
– Chamorro no entiende de fútbol, tendrás que explicarle el chiste.
Rueda observó a mi compañera con incredulidad.
– Zidane, el del Madrid, ese que… -aclaró, solícito.
– Ya sé quién es -refunfuñó Chamorro-. No le haga caso, mi sargento, es sólo por fastidiarme. Entiendo yo más de fútbol que él.
Llegamos a la casa cuando salía el juez. Era un hombre de unos cuarenta años, con algo raro en el rostro. Luego descubrí qué: tenía mohín de llevar gafas, aunque no las llevaba. Deduje que era uno de esos que, recién liberados por vía quirúrgica de la miopía, aún no se han hecho del todo a no necesitar las lentes. Venía con gesto hipercircunspecto, también conocido como cara de juez, y lo acompañaban un capitán, un teniente y un oficial de paisano a quien ya conocía de alguna otra verbena: el capitán Navarro, de la comandancia de Zaragoza. Chamorro y yo, ajustándonos a nuestra condición de subalternos, nos echamos a un lado para dejar pasar a la comitiva de líderes. Entonces Navarro me reconoció, alzó las cejas e hizo ademán de pararse, pero con una mirada le rogué que se abstuviera y por fortuna me entendió. Aunque fuera una deferencia por su parte, prefería no ser presentado aún a su señoría como el enterado de Madrid al que se suponía capaz de desenredar la madeja. Si podía elegir, prefería no ser presentado nunca a su señoría, aunque me constara que era improbable que se cumpliera mi deseo. No porque tuviera nada contra aquel hombre o contra su profesión, que la mía me obligaba a respetar, sino porque los peones no tienen mucho que ganar confraternizando con los capataces.
Sin el juez delante, y mucho más cómodos por tanto, entramos a examinar el escenario del crimen. Era un dormitorio enorme, decorado al estilo rústico, con cuadros auténticos. Navarro me pidió:
– Echadle un vistazo rápido. Ya le hemos sacado todas las fotos y el juez nos ha apremiado para que la retiremos y la cubramos. Nos ha responsabilizado especialmente de que nadie la vea así.
– Debe de creerse que somos paparazzi -apuntó el teniente.
– Ya me gustaría a mí -dijo, dándose por aludido, un cabo que en ese momento volcaba en un ordenador portátil las fotos archivadas en una cámara digital-. No tendría tantas trampas como tengo, eso seguro.
Nos acercamos al cadáver. Neus estaba tumbada boca arriba con los brazos extendidos a lo largo de los costados y las piernas ligeramente entreabiertas. Le habían cerrado los ojos, y como me constaba que los nuestros no lo habrían hecho, sólo pude pensar en su descubridora o el asesino. Había una mediana cantidad de sangre. También había restos de algo grumoso que parecía nata montada. Se los señalé al capitán.
– ¿Y esto?
El capitán me señaló a su vez una prueba que, debidamente protegida por una bolsa transparente, reposaba sobre la mesilla de noche. Era, en efecto, un bote de nata en spray, de los usados en repostería.
– Para endulzar -conjeturó-. Y mira esto otro.
Sobre la otra mesilla había una papelina con restos de polvo blanco.
– Farlopa -dijo Navarro-. Buena, según Recio, que es nuestro yonqui. Vamos, que estuvo un par de años en fiscal y antidroga.
– Pobrecilla -opinó Chamorro-. Lo que habrá que oír y leer, cuando la máquina de esparcir mierda se ponga a funcionar.
– No creas -dije-. Es una de los suyos. Se conjurarán para protegerla. Por lo menos al principio.
– ¿Tú crees? Aquí ya nadie se preocupa de nadie. Sólo del euro.
– Te digo yo que esto será diferente, ya verás. Por lo menos durante un tiempo. Para una vez que puedo esperar una pizca de escrúpulos de los buitres, no me arruines la ilusión, mujer.
– Nada más lejos de mi ánimo.
– Tampoco es para tanto, no os pongáis tan estrechos -intervino el capitán Navarro-. A la coca le da la gente más ilustre. Si nos dejaran hacer análisis a la salida de una recepción real o de un club náutico, es sólo una hipótesis, habría mogollón de positivos. ¿Y no veis los programas de sexo de la tele? Utilizar aditamentos alimenticios es algo que aconsejan los expertos para romper la rutina conyugal.
– Con todo y con eso, ya podemos prepararnos -insistió Chamorro.
– Hablando de rutina conyugal. ¿Y el legítimo? -pregunté.
– Buena pregunta -aprobó el capitán-. Lo localizamos hará un par de horas. Estaba en la casa que la parejita posee en la Costa Brava. Ya sabes que a los ricos les gusta ocupar cuantos más trozos de planeta mejor, es su manera de marcar paquete. Una en Barcelona, otra aquí, otra en Madrid, otra en la Costa Brava. Tú o yo nos tenemos que apañar en el pisito, lo mismo si la familia se lleva bien como si no, pero éstos están cada uno en una casa diferente y todavía tienen dos vacías.
– ¿Os han dicho que hubiera algún problema entre ellos?
– No, yo qué sé, era un decir -se excusó el capitán-. Eso tendrás que preguntárselo a la Eduvigis que la encontró, que por cierto la tenemos esperándote en el puesto, o al maromo, cuando llegue.
– ¿Eduvigis? -se extrañó Chamorro.
– Bueno, en realidad se llama Mari Chel o Mari Chal, o una de esas cosas raras que les ponen los polacos a las niñas, para dar por culo. Te digo Eduvigis porque ya la verás. Lleva unas gafas cuadraditas de color fucsia y me da que es de las que limpian con una servilleta las cucharillas antes de usarlas para remover el café.
Navarro era de Extremadura, uno de los graneros tradicionales del Cuerpo, y no hacía muchas concesiones a la diplomacia. Pero todo podía cambiar. Si la cosa le iba bien, y podía irle, porque sólo tenía treinta y cinco años, no cabía excluir que un buen día se viera de coronel departiendo en un acto oficial con algún conseller de algo. Y ya se cuidaría entonces (para poder seguir acariciando la idea que en ese momento ocuparía todos sus sueños, ponerse en la hombrera las divisas de general) de pronunciarse con la rudeza que acababa de exhibir.
Meritxell Palau i Riquer, como según el DNI que portaba averiguamos después que se llamaba exactamente la ayudante de la difunta, nos esperaba en efecto en la casa-cuartel. Y algo de razón llevaba el capitán, no en cuanto a los motivos que habían determinado a sus padres para elegir cómo cristianarla (comprobé que era oriunda de Vic, zona ancestral y genuinamente catalanoparlante), sino en lo tocante al carácter un tanto melindroso que le había atribuido. Llevaba los zapatos impolutos, un pantalón beige de raya trazada con tiralíneas y una chaqueta de ante sobre la que jamás había caído una gota de nada. Y había que ver cómo miraba en su derredor. Aquella casa-cuartel era de las viejas, y los presupuestos para renovar el mobiliario y repintar nuestras instalaciones no son tan holgados como cabría desear.
Por lo demás, Meritxell era ese testigo fiable, inteligible y meticuloso con el que todo investigador sueña, y más cuando se enfrenta a lo contrario, a la gente confusa, balbuceante e imprecisa que el exceso de teleseries, telerrealidad y teledeporte va irreparablemente convirtiendo en el grueso de la población. Nos dio exhaustiva cuenta de cómo había sido el hallazgo del cuerpo, incluido el detalle, que anoté, de los ojos ya cerrados. Y aún pudimos ir más allá. Tras una vacilación momentánea (acaso imputable a algún automatismo que la llevaba a presumir que un sargento de la Benemérita era un ogro cavernícola mientras no se demostrara lo contrario) consintió en informarnos también acerca de cuestiones más personales, como su relación con la víctima.
– Sí, se puede decir que yo era su persona de confianza -admitió, no sin que un cierto rubor asomara a sus marfileñas mejillas-. De hecho, si quedamos aquí hoy es porque habían unas cuantas cosas que teníamos pendientes y que sólo podíamos resolver quitándonos del barullo de Barcelona. Ella prefería que ciertas cuestiones las despacháramos ella y yo solas, sin que nos estorbase nadie. Para eso veníamos aquí.
– ¿Y cómo es que no vinieron juntas? -preguntó Chamorro.
– A veces Neus necesitaba también aislarse completamente. Ustedes a lo mejor no entienden esto, lo que es la vida de una persona con una imagen tan brutal, alguien a quien todos reconocen por la calle. Más de una vez lo hacíamos así. Ella se venía sola el día antes y yo me reunía con ella a la mañana, como habíamos quedado hoy.
– Entonces ella vino aquí ayer.
– Sí, ayer.
– ¿A qué hora, lo sabe usted?
– Yo me despedí de ella a las dos de la tarde, más o menos. Luego me llamó desde el coche a eso de las cinco y media, mientras venía de camino. Pero no sé a qué altura estaría. Hablé otra vez con ella a las siete y ya estaba en la casa. Ponga que pudo llegar sobre las seis.
– ¿Y no volvieron a hablar?
– No. -Meritxell puso de pronto un gesto melancólico-. Esa llamada que le digo, la de las siete de la tarde, fue la última. Aunque luego intenté hablar con ella sobre las ocho, pero entonces ya no me respondió.
– ¿Que no le respondió? ¿Y eso no le hizo preocuparse?
Meritxell observó a Chamorro con una expresión difícil de definir. Por lo que dijo a continuación, trataba una vez más de hacernos comprender a nosotros, pobres ciudadanos vulgares y anónimos, las complejas vicisitudes psicológicas de una persona célebre.
– A partir de cierto momento, Neus apagaba el móvil. Era su costumbre. No tenía por qué preocuparme.
– ¿Y no la llamó al fijo?
– Desde luego que no. Era algo que podía esperar. Si ella apagaba el móvil significaba que sólo podía llamarla si había un incendio, y ni siquiera entonces en cualquier caso. Antes tendría que pararme a considerar si lo que se quemaba era lo bastante importante.
– Ya -recapitulé-. De modo que no sería una conclusión precipitada si dedujéramos que anoche Neus deseaba que nadie la molestase.
– No, no lo sería -aprobó mi razonamiento Meritxell.
– ¿Le parece a usted que podría ser porque tuviera alguna compañía?
La ayudante de Neus Barutell captó, cómo no, que aquélla, tras los inofensivos preámbulos, era mi primera tentativa decidida de irrumpir en la más delicada intimidad de su jefa. Eso la descolocó un poco, y también hubo de violentarla, pero más valía que se fuera acostumbrando a la situación, porque las circunstancias de la muerte no me dejaban más opción que seguir internándome en ese jardín.
– Podría ser -dijo, con voz apenas audible.
– ¿No sabe usted si ése fue efectivamente el caso?
Aquí Meritxell enrojeció hasta la raíz del cabello.
– No, no lo sé. No me dijo que viniera con nadie.
– Pero no le daba a usted siempre explicaciones a ese respecto.
– No, no me las daba.
Observé a mi testigo. Se estaba portando bien, y la estaba llevando a un terreno que tenía que resultarle resbaladizo. Me pareció que debía echarle un cable, no agobiarla en aquel momento prematuro.
– Voy a exponerle una hipótesis, señora Palau, y usted dígame sólo si le parece descabellada o no. Voy a suponer que la señora Barutell pudo quedar ayer con alguien, y que para encontrarse con él sin estorbos vino precisamente aquí y decidió quedar incomunicada a partir de algún momento entre las siete y las ocho de la tarde. ¿Cree usted que mi suposición podría contar con algún fundamento?
– Sí, podría -dijo Meritxell, tragando saliva.
– Y abusando de su amabilidad, que le agradecemos mucho, déjeme decírselo ante todo, ¿sería capaz de proporcionarnos algún nombre que nos ayudara a sustituir ese alguien indeterminado?
En ese punto percibí que la estaba acercando al límite. Sus manos sudaban a chorros, y apenas le salió un hilo de voz cuando dijo:
– No en este momento. Déjeme pensar. No hay nadie en concreto de quien yo tuviera conocimiento, tendría que tratar de imaginarlo, y la verdad es que ahora no estoy en las mejores condiciones para…
– Está bien -la alivié provisionalmente de esa carga-. Ya hablaremos con más tranquilidad. En otro momento. Sólo déjeme hacerle una última pregunta. ¿Era normal que la señora Barutell y su marido llevaran vidas separadas, como parece que llevaban en estos días?
– No era anormal -murmuró, apenas audible.
– Muchas gracias, señora Palau. Nos ha sido de mucha ayuda.
Terminamos de interrogar a Meritxell hacia las tres y media. A esa hora, la noticia corría como un reguero de pólvora por todas las agencias, aún con poco detalle: «Neus Barutell, hallada muerta en su casa de campo». A las 16.05, cuando el marido de la víctima, Gabriel Altavella, llegó al pueblo, un enjambre de cámaras registró la imagen. Le vi bajar, con semblante descompuesto y un cansancio que le hacía viejo y frágil. Siempre había intuido a un hombre muy distinto tras los libros que escribía. Y la investigación de aquel caso, que me iba a llevar a conocerlo con tanta profundidad como nunca habría imaginado, aún había de depararme algunas otras revelaciones inesperadas.