CAPÍTULO 16 ABIERTO DE MENTE

Era, sin ninguna duda, el mismo hombre al que habíamos visto en el cementerio. Se llamaba Luis Fernando Vinuesa Tovar, tenía veinticinco años, conducía un Audi A3 plateado, modelo 1.9 TDI y matrícula CHD, y cuando le preguntamos por su profesión dijo que era bailarín y actor, aunque en ese momento se encontraba sin trabajo.

Pero eso fue más tarde, ya en la comandancia. Durante todo el tiempo que estuvimos en el cibercafé (fotografiando la pantalla del ordenador con el cuadro de chat abierto, copiando en un disquete la conversación, tomando los datos de las personas que allí se encontraban como testigos) y después, durante el trayecto en coche, nuestro hombre permaneció en estado de shock. Le había dicho inmediatamente, ateniéndome a la ley, que lo deteníamos para esclarecer su posible participación en el asesinato de Neus Barutell. La noticia lo dejó clavado en el sitio, con los ojos desorbitados. Se dejó esposar sin oponer ni siquiera un amago de resistencia. No le habría valido de mucho contra cuatro hombres, pero se le veía lo bastante en forma como para habernos exigido algún esfuerzo en caso de revolverse contra nosotros.

Después de los trámites de registro, lo metimos en el calabozo para que fuera debatiendo consigo mismo la gravedad de su situación. Aproveché ese momento para avisar al comandante Pereira y a la juez. Ésta, después de pedirme un par de detalles sobre cómo habíamos practicado la detención y cómo se encontraba el sujeto, concluyó:

– Pues no le voy a decir lo que tiene que hacer. Disponen de setenta y dos horas, ya lo sabe, aunque se ganaría usted mi gratitud personal si me proporcionara alguna novedad antes de ese plazo.

– Por supuesto. De hecho, creo que deberíamos ir adelantando una diligencia, no vayamos a tener luego un disgusto con ella.

– Cuál.

– La rueda de reconocimiento con el empleado de la gasolinera.

– Ah, cierto. ¿Prefieren hacerla allí?

– Pues, si fuera posible…

– De acuerdo, mañana curso a primera hora el exhorto al juzgado de guardia de Barcelona. ¿Se ocupan ustedes de localizar y trasladar al testigo?

– Sí, descuide.

– Buena suerte. Ah, y buen trabajo, sargento.

Aunque los años me vayan convirtiendo en un hombre escéptico y resabiado, aún me ablanda como a cualquiera que me pasen la manita por el lomo, y la felicitación de Carolina Perea tenía para mí un valor especial. Animado por ella, y por el éxito de nuestra celada, me olvidé de que era casi medianoche y no me sentí apenas desgraciado por tener por delante una dificultosa labor mientras la mayoría de mis compatriotas se entregaban al descanso o a la juerga. A la hora de medir tu suerte hay que elegir bien con quién te comparas. Peor estaba mi oponente, del lado chungo de la puerta y sin la llave para abrirla. Por lo común, era yo quien dirigía los interrogatorios de los detenidos. Para eso me cualificaban mi mayor grado, mi antigüedad y mi experiencia en esas lides. Pero nunca habría llegado a adquirir esta última si un buen día alguien más experto que yo no me hubiera dejado el sitio, y no con cualquiera, sino con una presa de peso. Me pareció que era la ocasión idónea para que Chamorro asumiera la responsabilidad. Conocía bien el caso y había obtenido, cuando no elaborado, una buena parte de la información que nos había permitido capturar a aquel hombre. Además, disponía sobre él de la ventaja de haberle demostrado que podía ser tan lista como para engañarle. En cierto modo, se había ganado ocuparse ella de ponerle la guinda al pastel. Mientras yo discurría todo esto, ella charlaba con Tena y con Ponce. La observé. Debía de dar por sentado que me ocuparía yo, como de costumbre, y que como mucho le cabría estar a mi lado. La llamé aparte.

– Vir, quiero que lo interrogues tú -le dije, sin más preámbulos.

– ¿Yo? ¿Sola?

– No, quiero escuchar lo que dice. Entraré contigo. Pero voy a dejar que le preguntes tú. Sólo intervendré si encuentro razones excepcionales para hacerlo. El trabajo de rendirlo será todo tuyo.

– Pues… -dudó-. ¿Y qué ha dicho hasta ahora?

– Fuera de sus datos de filiación y profesión, ni una palabra.

– Vaya, esto promete.

– Está todavía bajo los efectos de la conmoción. Tendrás que sacarlo poco a poco de ella. O de golpe, como te parezca que debes hacerlo.

– ¿Estás seguro de que quieres dejármelo a mí?

– Razonablemente seguro. ¿Te sientes incapaz?

– No. Me sentiré incapaz cuando haya fracasado, si se da el caso.

– Pues adelante. Pídele a Ponce que lo traiga a la sala de interrogatorios y te reúnes conmigo. Yo voy yendo para allá.

Llegó apenas treinta segundos después que yo y se sentó en la silla que estaba a mi lado. Más que nerviosa, parecía expectante. Me hacía cargo de su excitación. Era un caso de envergadura, en el que además se había metido a fondo, y aquél era el momento crucial. De su astucia o de su torpeza dependería en buena medida lo que sacáramos.

Luis Fernando Vinuesa entró un par de minutos después, esposado, cabeceando y con la mirada perdida. Me inspiró lástima. Por malos que sean, no lo puedo evitar, me la inspiran siempre, aquellos a los que tengo en un calabozo, sumidos en la incertidumbre, mientras yo puedo entrar y salir y, lo que es más importante, estoy en condiciones de calcular las posibilidades que tienen ellos de quedarse o de irse. Aquel hombre tenía pocas papeletas de librarse, y tal vez se lo olía.

– Buenas noches otra vez, señor Vinuesa -dije, una vez que lo hubieron sentado-. Soy el sargento Vila, el que ha tenido el mal gusto de interrumpirle antes la conversación que estaba usted sosteniendo a través del ordenador. Le ruego que me disculpe por ello, nuestro trabajo a veces nos obliga a comportarnos de modo descortés. Pero en la medida de lo posible, me gustaría reparar mi grosería, y por eso le he hecho traer aquí, para que tenga la oportunidad de continuar la charla. Le presento a Loba Verde. Será ella, ya que tiene más familiaridad con usted, quien se ocupe de preguntarle lo que queremos saber.

Al ver su expresión, temí haber incurrido en un exceso de sadismo. La detención sorpresiva, la hora tardía y el pánico a lo desconocido ya eran suficiente menoscabo para el ánimo de aquel individuo. Confrontarlo además y sin anestesia con su propia estupidez, y con aquella que la había cebado y explotado, estuvo a punto de demolerlo. No dijo nada, tan sólo se limitó a abrir y cerrar la boca un par de veces y luego bajó la cabeza. Le indiqué a Chamorro que era todo suyo.

– Buenas noches, señor Vinuesa -comenzó-. Creo que ha sido usted informado de los motivos de su detención.

El sospechoso continuó callado.

– Bien, por si acaso no le quedó claro o lo ha olvidado, le diré que tenemos razones para pensar que pudo usted participar en un homicidio. En concreto, en la muerte de Neus Barutell Pividal, acaecida entre la noche del lunes y la madrugada del martes pasado en Zaragoza.

Cerró los párpados. Fue toda su reacción.

– Como formalidad preliminar, voy a preguntarle cómo se declara usted en relación con ese hecho. No responda si no quiere, sabe que tiene usted derecho a no declarar en contra de sí mismo.

Vinuesa alzó la vista y la volvió a bajar. Apretó los labios con fuerza. Quedó claro que iba a hacer uso de su derecho a guardar silencio.

– De acuerdo -se resignó mi compañera-. Déjeme entonces abordar otras cuestiones menos espinosas. ¿Podría decirme usted desde cuándo conocía a la difunta? Porque la conocía usted, ¿o no?

El tipo despegó la barbilla del pecho. Miró a Chamorro y dijo:

– No, no la conocía.

Mi compañera me observó con asombro. Con una mueca le di a entender que era su sospechoso, que a ella le tocaba sacarlo de ahí.

– Bueno, bueno -dijo-. Permítame que me sorprenda. ¿No ve usted nunca la televisión, no lee ninguna revista, ningún periódico?

– Si se refiere a si la conocía por ahí, claro, como cualquiera.

– Ya. Pero en persona pretende usted hacernos creer que no.

– Crean lo que les parezca. Yo les digo lo que hay. No la conocía.

– Ajá.

Chamorro se levantó y dio un par de vueltas a la habitación, en silencio y con gesto pensativo. Le buscaba la mirada a Vinuesa cuando pasaba junto a él, pero el otro se la rehuía siempre. De pronto se detuvo y así, de pie, se dirigió con voz dulce al sospechoso:

– Perdone, no le hemos preguntado. ¿Ha cenado usted?

– Sí.

– ¿Le apetece agua, un cigarrillo? Puedo ofrecerle también refrescos y es posible que hasta nos quede alguna lata de cerveza en la máquina. Ah, y café, por supuesto, pero a lo mejor luego no duerme bien.

El detenido la espió de reojo, con aire desconcertado

– Me tomaría una Coca-Cola light -murmuró.

– No sé si la tendremos light. ¿Le da igual de la otra?

– Sí.

– Ponce -grité.

El guardia, que vigilaba afuera, abrió la puerta bruscamente y asomó al umbral un rostro entre somnoliento y sobresaltado.

– ¿Sí, mi sargento?

– Tráenos tres Coca-Colas, haz el favor.

– Y le tiré unas monedas.

Ponce tardó alrededor de cinco minutos en hacer el recado. Durante todo ese tiempo, ni Chamorro, ni el detenido, ni por supuesto yo, dijimos una sola palabra. Me fijé en cómo se retorcía las manos, cuyos movimientos le embarazaban las esposas, y en cómo le sudaba la frente. Para entretenerme, aposté conmigo mismo sobre las opciones que tenía aquel hombre de mantener más allá de media hora el juego al que estaba intentando jugar. Considerando su inferioridad inicial y la sangre fría de mi compañera, me dije que pocas o ninguna. Chamorro, mientras tanto, hojeaba su bloc de notas y en todas las páginas se detenía para subrayar algo. Se preocupaba de que el sonido del bolígrafo al deslizarse sobre el papel resultara notoriamente audible.

Nos pusieron las tres latas de Coca-Cola sobre la mesa. Ella no tocó la suya. Yo cogí la mía y me metí un buen trago, sin dejar de mirar a Vinuesa. Él adelantó las manos esposadas para tomar su bebida.

– Deje, le ayudo -se ofreció Chamorro.

Le abrió la lata y se la puso en las manos. Vinuesa bebió con ansia. Debía de tener, a la sazón, la boca más seca y pastosa en cien kilómetros a la redonda. Luego dejó torpemente la lata sobre la mesa.

– Bien, ahora ya se ha refrescado -dijo Chamorro-. Espero que la cafeína le desperece un poco las neuronas, le aclare los pensamientos y le devuelva la memoria. Y que me diga usted dónde, cuándo y cómo conoció a Neus Barutell. También puede hacer otra cosa, volver a fingir que no la conoce. Entonces le leeré las diecisiete pruebas que en un rato he encontrado en mi bloc y que me permiten afirmar que eso es una mentira que sólo sostendría alguien lo bastante estúpido como para complicarse su situación gratuitamente y renunciar a cualquier posibilidad de obtener alguna clemencia por parte de la justicia.

– Pues, no sé, debo de ser estúpido. Demuéstremelo usted.

Oírle aquello me produjo una suerte de admiración. La voz le temblaba, y si tenía alguna inteligencia (y como aconsejaba Descartes, yo se la presumo a todo el mundo) debía de percatarse no sólo de que no iba a convencernos, sino de que al fin y al cabo conocer a Neus no era ningún delito, y quedaban muchos pasos para llegar desde ahí hasta la imputación del crimen. Aquella resistencia desesperada en la línea más exterior (y menos sólida) era un despropósito heroico. Pero sentí curiosidad por ver cómo Chamorro trataba de doblegarlo.

– Está bien -dijo mi compañera-. Se lo voy a demostrar. Sé que conocía usted a Neus Barutell porque tengo registradas las llamadas entre sus dos teléfonos. Porque he interceptado toda la correspondencia que le dirigió usted desde tres cuentas diferentes de correo electrónico, y ella a usted desde otras tantas. Porque sé qué día se acostó con ella por primera vez, y podría enumerarle sin saltarme una sola todas las demás veces, hasta la última, el mismo día que la mataron. Porque tenemos identificado su rostro y su coche por un testigo que le vio con ella esa misma tarde en una gasolinera de Zaragoza. Porque le tenemos fotografiado en su entierro, y supongo que usted no va a los entierros de la gente a la que no conoce. Y porque guardamos en el laboratorio un poco de semen de usted que nos tomamos la fea molestia de extraer de la vagina y del recto del cadáver, aparte de muestras de su vello púbico, su cabello y las huellas dactilares que cometió usted la ligereza de dejar por toda la casa. Y esto, señor Vinuesa, es sólo el aperitivo.

Permanecí hierático, pero me costó un poco, lo confieso. Para hacer aquel envite Chamorro había arriesgado a tope, había puesto muchas cartas boca arriba y se había tirado más de un farol. No la recriminaba por eso: cuando a uno le encomiendan una responsabilidad, es para que la asuma y si lo considera necesario se la juegue. Pero ahora quedaba ver la reacción que producía su andanada de artillería. Me fijé en nuestro hombre. Por lo pronto, había palidecido. Ella le apretó:

– Se ha confundido de película, señor Vinuesa. No le estaba preguntando nada que no sepa. Me estaba enrollando con usted. Y le estaba dando la ocasión de enrollarse conmigo. Fíjese, qué desperdicio.

Seguía pálido. Cada vez más. Los ojos se le extraviaron.

– ¿Le pasa algo? -pregunté.

Se tambaleó en la silla. Llegué de milagro a sujetarle antes de que terminara de perder el equilibrio y se fuera al suelo. Pesaba bastante, y me las arreglé como pude para bajarlo suavemente y tenderlo. Chamorro vino entonces a ayudarme. Le puso algo bajo la nuca.

– Qué bestia, Virgi -dije-. Lo has tumbado.

– Yo… No imaginaba que…

– Pues ya ves, nos ha salido un alma sensible. ¡Ponce! -llamé.

El guardia irrumpió de nuevo en la habitación y exclamó:

– Anda, ¿lo habéis hostiado? Yo creía que eso ya no se podía hacer.

– No fastidies, Ponce, que se nos ha desmayado él solito. ¿Hay por aquí cerca algún médico o algo que se le parezca y que pueda venir?

El ATS de la comandancia, pese a lo intempestivo de la hora, tardó apenas unos minutos en presentarse. Examinó con detenimiento a Vinuesa, que había vuelto en sí medio minuto después de su desvanecimiento. Tras tomarle la tensión y el pulso, mirarle las pupilas, palparle el cuello y vigilar su respiración, se atrevió a diagnosticar:

– Nada. Este tío está tan enfermo como tú o yo. Se habrá asustado, por verse aquí. De todos modos, yo que vosotros ahora lo dejaría descansar y lo observaría un poco, por si las moscas. Y si queréis, mañana traemos a un médico para que le explore, como precaución.

Hablábamos en un aparte, para que él no pudiera oírnos. Me acerqué a la camilla donde lo habíamos tendido y le pregunté:

– ¿Cómo se encuentra?

– Mejor -dijo, avergonzado.

Enfrenté su mirada, o lo intenté. Era como si los ojos de aquel hombre estuvieran vacíos, como si no hubiera nadie detrás

– Está bien. Es tarde. Ahora vamos a dejarle dormir. Aproveche y reponga fuerzas, porque mañana tendremos que seguir interrogándole. Le sugiero que aproveche estas horas para meditar. Y que no confíe en simular indisposiciones para evitarse el trago. Si hace falta traeremos a un médico para que esté presente en el interrogatorio y nos certifique en todo momento que se encuentra usted en condiciones.

Vinuesa, de pronto, me miró como un animal acorralado. Me descolocaba su actitud. No encajaba del todo en ninguno de los esquemas típicos: ni era, comprobado quedaba, el criminal amateur que de puro anonadado renuncia a seguir una estrategia y se rinde, ni tenía, puesto a hacerse el listo, el cuajo necesario para engañar a un párvulo. Me permití esperar que el descanso nocturno le hiciera entrar en razón y le mostrara la inutilidad de perseverar en aquella tierra de nadie donde ninguna recompensa verosímil aguardaba a sus esfuerzos.

Aprovechamos también nosotros para dormir unas horas. No quise ni siquiera perder un minuto en discutir con Chamorro la táctica del día siguiente. No había ninguna duda, era nuestro hombre. Por si aún lo cuestionábamos, antes de acostarnos nos certificaron la coincidencia de sus huellas dactilares con las que habíamos recogido en la casa. Y aunque el ADN todavía tardaría un par de días o tres, estaba convencido de que sólo era un trámite: el perfil genético del semen extraído del cuerpo de Neus coincidiría con el de la saliva que habíamos tomado de la lata de Coca-Cola de la que Vinuesa acababa de beber. De lo que se trataba era de arrancarle la confesión, y a ser posible de lograr que nos dijera dónde había tirado el cuchillo. Pero con lo recogido hasta ahí ya teníamos de sobra para empapelarlo por homicidio, ante noventa y nueve de cada cien hipotéticos juzgadores. Sólo habría que hacer valer un móvil pasional que la turbulenta y clandestina relación entre ambos, documentada con todo lujo de detalles, más el informe psiquiátrico-forense que a no dudarlo descubriría en su azotea más de un desperfecto, bastarían para soportar. Por eso me pareció que lo mejor era retirarse y volver a la carga a la mañana siguiente, tan relajados como pudiéramos. Y que mi compañera continuara con el interrogatorio como tuviera por conveniente, sin presiones añadidas por mi parte. Lo peor que podía pasar era que hubiéramos de gastar los tres días repitiendo las mismas preguntas, hasta que, una de dos, se derrumbara o probara su determinación de negarlo todo. Y en tal supuesto ya estableceríamos el oportuno sistema de relevos entre ambos.

Por la mañana, para asegurar, hicimos que lo viera un médico, que corroboró lo que nos había dicho el ATS por la noche: Luis Fernando Vinuesa era un hombre que gozaba de un estado de salud tan impecable como cabía presumirle en función de su edad y aspecto. Para mantenerle en tan envidiable condición, nos preocupamos de que le sirvieran un buen desayuno, con café, bollería, zumo y fruta. Me asomé a ver cómo daba cuenta de él y me alentó comprobar que lo hacía con ganas. Rubio se encargó mientras tanto de organizar con sus compañeros de la comandancia de Zaragoza el traslado de Radoveanu para la rueda de reconocimiento. A eso de las nueve y media, volvimos a conducir al detenido a la sala y Chamorro reanudó el interrogatorio.

– Buenos días. ¿Ha dormido usted bien?

Vinuesa sonrió, por primera vez. Buena señal.

– He dormido mejor en otras ocasiones -dijo-, pero vaya.

– ¿Ha pensado usted sobre lo que ocurrió ayer?

– Qué remedio.

– Me gustaría que me contara a qué conclusiones ha llegado, si es que ha llegado a alguna que esté dispuesto a compartir conmigo.

– Conclusiones, lo que se dice conclusiones… Está bien, creo que ya no tiene ningún sentido que niegue que conocía a Neus.

– ¿Por qué lo negó anoche, entonces?

Se encogió de hombros.

– Porque nunca me habían detenido antes, porque ella está muerta y veo que me lo van a querer colgar, o a lo mejor por costumbre.

– ¿Por costumbre?

– Sí. Nos encontrábamos a escondidas, y yo nunca le conté a nadie que estaba con ella. Le recuerdo que era una mujer casada.

– ¿Niega tener alguna responsabilidad sobre el crimen?

– Claro que lo niego. Yo no la maté. Nunca habría podido ponerle una mano encima. Ya que han leído lo que le escribía, creo que no hace falta que se lo cuente, ahí tienen la prueba: estaba loco por esa mujer.

Chamorro no se dejó impresionar.

– Ésa podría ser, justamente, la razón -dijo-. Que usted la quisiera y que no soportara verla así a hurtadillas, que deseara que fuera sólo suya y que al no poder conseguirlo… Me estoy limitando a describir la hipótesis que se plantearía cualquiera al repasar su historia.

– Ya. Me parece que ve usted demasiados culebrones, agente. Yo hasta he hecho algún papelito en alguno. Y supongo que esas cosas pasan, pero no conmigo. Yo sabía cómo iba todo, desde el comienzo. Y respetaba su libertad de decidir cómo quería estar y con quién, como pido que respeten la mía. Soy un tío joven y abierto de mente, no uno de esos cafres que van por ahí en plan la maté porque era mía.

Siempre se me hace raro cuando uno se refiere a sí mismo como joven, abierto o cualquier otro adjetivo de contenido positivo, y no lo hace como broma, sino tan en serio como lo acababa de hacer Vinuesa. No porque crea que uno debe ser humilde, sino porque uno no tiene consigo mismo la distancia necesaria como para poder dar fe más que del fango y la mugre en que se revuelca. Lo cierto era que el detenido, aparte de esa notable autoestima, exhibía aquella mañana una firmeza y un aplomo que nada tenían que ver con su comportamiento de unas pocas horas atrás. Y tampoco andaba desprovisto de sutileza.

– Supongo que tiene sus razones para decir eso -admitió Chamorro-. ¿Le parece que a mí podrían convencerme, esas razones suyas?

– No la sigo.

– Afirma que es inocente. Y me parece bien, a lo mejor yo haría lo mismo en su lugar. La cuestión es, ¿cree que aparte de repetirlo una y otra vez, podría convencernos a mí y a mi compañero de ello?

– Disculpe, pero creía que era al revés. Que se supone que yo soy inocente mientras no prueben ustedes lo contrario.

Chamorro asintió, comprensiva.

– Claro, ésa es la teoría general. Pero cuando uno es la última persona con quien vieron a la muerta, cuando uno dejó toda clase de huellas y de vestigios en el lugar del crimen, y cuando uno, después de descubrirse lo que ha sucedido, no se preocupa de acudir a la policía, sino que huye de ella y se esconde, la situación varía ligeramente.

Vinuesa inspiró hondo y repuso:

– Nada de eso es una prueba irrefutable.

– ¿Y quién le dice a usted que hace falta tanto para condenarlo? Basta con que la gente que le juzgue llegue al convencimiento de que usted y no otra persona cometió el crimen. Y analícelo fríamente, si puede, ¿qué le parece que pensaría una persona normal sobre la base de todas esas circunstancias? ¿Que usted sólo pasaba por allí?

El detenido tomó conciencia del apuro en que estaba. O quizá ya la había tomado antes, pero no con la precisión con que acababan de enunciárselo. Se le veía ansioso de encontrar por dónde salir.

– A ver, retrocedamos al principio -dijo Chamorro-. Vamos a repasar en qué estamos de acuerdo. Ya hemos admitido que usted y Neus Barutell se conocían, y que mantenían una relación sentimental desde hacía unas tres semanas en la fecha de su muerte. ¿Me equivoco?

– No.

– ¿También me admitiría usted que se vieron varias veces en la misma casa de Zaragoza donde apareció asesinada?

– También.

– ¿Y que fue allí con ella el día de su muerte?

– Tienen testigos, ¿no?

– ¿Y que mantuvo relaciones sexuales con ella?

– Para qué lo voy a negar. Eso no es ningún delito. Fue con su consentimiento, como todas las demás veces.

Mi compañera lo escrutó fijamente, haciéndole sentir la gravedad del momento. Vinuesa, he de consignarlo, aguantó el tipo.

– Imagino que sabe usted que tenemos medios para fechar la muerte de una persona, y no creo que se le oculte que los hemos utilizado también en este caso. Apenas queda margen temporal, entre la hora de su llegada y el momento en que acabaron con la vida de Neus, para que el hecho no sucediera, digámoslo así, en su presencia.

– Le juro que yo ya no estaba allí.

Chamorro puso esa cara de decepción que yo conocía bien.

– Jurar es gratis. Lo puede hacer cualquiera. Así no me convencerá.

– ¿Y cómo la convenzo, entonces?

– A ver, voy a tratar de echarle un cable. ¿Me puede contar, con el mayor detalle posible, qué pasó aquella tarde entre ustedes?

El detenido se cogió la cabeza entre las manos, cerró los ojos y después se los restregó con fuerza. Si había que juzgarlo por la aparatosidad del gesto, se disponía de veras a hacer memoria.

– Pues, veo que no tengo más remedio que renunciar a mi intimidad para usted, señora agente. O señora número, ¿o cómo la llamo?

– Hace muchos años que ya no somos números -replicó Chamorro-. Ahora somos personas, como los demás. Y yo en particular soy cabo. Pero llámeme como quiera. Mi nombre de pila es Virginia.

– Podría llamarla Loba Verde, también -dijo, con una sonrisa amarga-. La verdad es que me llevó usted al huerto del todo. Supongo que debí de parecerle el tío más capullo del mundo, mientras me liaba.

– No, por qué. Yo jugaba con ventaja. Pero iba a contarme algo.

– Sí -asintió-. Mi última tarde con Neus. Bueno, lo habíamos organizado para aprovecharla. Al día siguiente yo tenía que estar muy temprano en Barcelona, y a ella vendría a verla su ayudante para trabajar, también pronto. Así que preferí no pasar allí la noche. No me molesta conducir, y a autopista vacía en dos horas me recorría la distancia entre la casa y Barcelona. Entre las seis, que fue cuando llegamos, y las once, que era mi hora de Cenicienta, nos cabían unas copas, una cena y un par de polvos. Y eso fue lo que tuvimos. La cena, sin muchas complicaciones. Bueno, si registraron la casa ya encontrarían los restos, así que no tengo que especificarles más. Las copas, no fueron muchas, porque yo tenía que conducir luego. Y los polvos, ¿quieren detalles?

– No -repuso Chamorro-. Ya alquilaremos algo del videoclub si nos entra el apretón. Lo que sí me gustaría es que me dijera la secuencia horaria precisa. Desde que llegaron, hasta que se marchó usted.

– Llegamos a las seis, como le digo. De seis a siete y media o así, copas y primer polvo. De siete y media a ocho y algo, ducha y preparar la cena. De ocho y media a nueve y media, cena viendo las noticias. De nueve y media a diez y media segundo polvo. Y luego me duché otra vez, para conducir fresco, y me puse en ruta. No serían más de las once y cuarto. Era la una y cuarto cuando estaba entrando en mi casa.

– ¿Alguien puede dar fe de eso último?

– Vivo solo. Si alguna vecina cotilla me vio, puede ser.

Chamorro administró el silencio durante unos segundos. Quien la viera, habría pensado que el relato de Vinuesa, y su manera de decir las cosas, la dejaban del todo indiferente. Yo sabía que no era así, por diversas razones. Tampoco a mí me resulta el colmo de la elegancia que alguien se refiera con el término polvo al rato compartido con una mujer que ha tenido la gentileza de separar las rodillas para él. Creo que uno debe ser un poco más respetuoso con aquellos que le regalan algo de sí mismos. Aunque tampoco juzgaba con demasiada severidad a aquel muchacho. Pertenecía a una generación que no había sido educada para andarse con excesivas contemplaciones, ni a la hora de actuar ni de nombrar lo actuado. Mi compañera habló al fin:

– Hay un asunto, por lo menos, que ha omitido contarme.

– ¿El qué?

– En la casa encontramos algo más que restos de copas y de comida.

– ¿No puede hablar más claramente?

– Cocaína.

– Ah, sí, nos metimos unos tiritos. Un par, sólo, tampoco quería ponerme ciego por lo mismo, tenía que conducir. Pero mis últimas noticias son que eso había dejado de ser delito. ¿Cambiaron la ley?

– No. ¿Está usted enganchado? ¿Lo estaba ella?

– Consumo de vez en cuando. Y en cuanto a ella, mi impresión es que tampoco se metía mucho. No sé, depende de lo que considere estar enganchado. Yo creo que controlo. Y que ella controlaba.

Chamorro hizo algunas anotaciones en su bloc, sin prisa. Vinuesa se había ido creciendo a lo largo del interrogatorio. Nadie habría dicho que era el mismo que se nos había desmayado en el primer encuentro. Yo seguía sin calarlo del todo. Y eso empezaba a fastidiarme.

– Bien -resumió Chamorro-. Así que esto es lo que quiere usted que nos traguemos. Es original lo de cenar viendo las noticias, eso se lo reconozco. Lo demás, como argumento de la escena barata de adulterio de esos culebrones de los que hablaba usted antes y en los que parece que ha trabajado, me podría valer. ¿Sacó la idea de ahí?

Vinuesa no se esperaba el ataque. Y le hizo daño. Se revolvió:

– Oígame, cabo Virginia, o como sea que tenga que llamarla. Ya sé que yo estoy jodido y que en esta habitación usted tiene la sartén por el mango. Y ya sé que por el hecho de ser actor y bailarín usted me considera un gilipollas integral. Pero fui a la universidad y me saqué una licenciatura en Historia del Arte con media de nueve. Que no me sirve ni para tomar por culo, pero sí para no tolerarle que me trate como a un imbécil. Mi situación es difícil, de acuerdo, pero lo que les he contado es la verdad, y ustedes han de probar que yo maté a alguien para seguir teniéndome encerrado, y si no, con todas sus sospechas y con todo lo mal que les caiga, el juez me pondrá en la puta calle.

Chamorro sonrió con indulgencia.

– Ah, ahora lo veo. ¿En eso confía? Quizá le interese saber que la juez que lleva este caso, porque es una mujer, ya ve usted qué mala suerte ha tenido, está al tanto de todo lo que estamos haciendo. Y como es usted una persona instruida, sabrá que tiene una posibilidad legal de pedir ser llevado a su presencia en cualquier momento. Se llama habeas corpus. Si quiere le traemos el formulario para que lo rellene.

Vinuesa no dijo nada. De pronto, se había puesto carmesí.

– Vamos, ¿se lo traigo? -le insistió-. ¿O prefiere pensarse mejor si lo que le conviene es seguir manteniendo ese cuento idiota de los fantasmas que vinieron en medio de la noche a acuchillar a Neus?

Aborrezco la violencia. No suele ser útil para casi nada, ni siquiera para reducir a las alimañas, como piensan los guionistas de casi todas las películas norteamericanas y una buena parte de los pacíficos ciudadanos de los países democráticos y civilizados. Si el homo sapiens ha podido imponerse a la naturaleza no ha sido por su limitada capacidad de embestirla, sino por su habilidad para domeñarla dando rodeos. Por otra parte, intervenir era tanto como desautorizar a mi compañera. Pero me pareció que debía tratar de apaciguar la situación.

– Señor Vinuesa -dije, en tono sosegado-. No crea que no comprendemos sus dificultades. No es fácil hacerse cargo de una cosa así, y nosotros lo sabemos probablemente mejor que nadie. Sólo le pediría que recapacite. A veces, en la vida, llega la hora de la verdad, y es entonces cuando se pone a prueba lo que somos. A usted le ha llegado el momento. Piense que no es cualquier cosa. Que tiene que estar a la altura. Que tiene que ser inteligente y buscar su propio beneficio, y que uno siempre puede hacer por empeorar o mejorar su suerte. Por lo demás, se lo dijimos al principio, tiene derecho a no hablar, pero no se haga ilusiones, no trate de convencerse de que no llueve cuando le está cayendo una tromba encima, porque esto no se va a parar así como así. Seguiremos adelante, porque no estamos actuando al tuntún.

– Yo no lo hice -contestó, al borde del llanto.

– Vamos a dejarlo aquí por ahora -concluí-. Volveremos a vernos luego. Trate de aclarar sus ideas. Por su propio bien.

Devolvimos al detenido al calabozo. Mi compañera estaba visiblemente malhumorada. No había tenido el mejor estreno posible como interrogadora, y su orgullo le pasaba ahora factura por ello.

– No te hagas mala sangre, Vir -le dije-. No se puede ganar siempre.

– Es que me revienta que se me ponga chulo ese mierda -rezongó.

– Mal camino, compañera. Para interrogar a un sospechoso, ni le puedes odiar, ni puedes subestimarle. A lo mejor ese mierda, aunque se desmaye cuando se le ponen delante las pruebas que le acusan y sea un gigoló presuntuoso, tiene un aguante fuera de serie para sostener lo que quiere hacernos creer. La gente a veces despista mucho.

– Pero nos está tomando por idiotas. ¿A qué aspira con eso?

– No se da cuenta. No puede juzgar su actuación desde fuera.

– ¿Y qué vamos a hacer?

– Ahora mismo, ir a tomarnos un café. Tenemos mucho tiempo, que podemos aprovechar para despejarnos, para pensar estrategias, para ver si se nos ocurre cómo tratar de minar su ánimo. Él sólo puede mirar las paredes del calabozo y sentir miedo de la cárcel. Pero no te tortures más. Anda, vamos a darnos una tregua, y así aprovecho para hacer una llamada que tengo pendiente. Me había olvidado.

Estaba quedando mal con Riudavets. Casi le había colgado la víspera y no le había llamado todavía. Pero él era del gremio, sabía cómo iba el trabajo y no estaba ofendido. Me atendió con toda amabilidad, y después de contarle yo nuestras novedades, me dio las suyas:

– Altavella estuvo el lunes por la tarde y el martes por la mañana en su casa de Gerona, en efecto. La urbanización no es muy grande y los vecinos le tienen bien fichado. Pero en algo te mintió. Hay alguien que le consta positivamente que podría respaldar su coartada.

– ¿Quién?

– La mujer con la que pasó la noche. Unos treinta años, rubia, y bastante maciza, al parecer. No era la primera vez que la llevaba allí.

Hay muchas razones para mentir. Pero a un investigador de homicidios le cuesta creer que alguien lo hace por motivos inocuos.

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