Cuando llegamos a Gerona, ya la habían trasladado al depósito. Sin decirnos nada aún, Riudavets nos condujo hacia la zona de las neveras y le pidió al empleado que la sacara. Ahí estaba, otro cadáver para la colección. En la mía, calculé, hacía un número mayor que en la de cualquiera de los otros. Riudavets, como Rubio, no me andaría muy lejos; Chamorro iba sumando, pero sin posibilidad de alcanzarme mientras siguiera trabajando conmigo; y para Tena, ya se notaba, seguía siendo uno de los primeros: uno de esos seis o siete que todavía le hacen a uno acordarse de la gente de su familia y pensar en la propia corporeidad, las propias vísceras y la propia muerte futura. Andando el tiempo se le pasarían esos escrúpulos, como se nos pasaban a todos. Aunque conservaría otros, o eso esperaba, por su bien.
Era una mujer de veintitantos años, alrededor de 1,70, piel artificialmente bronceada, cabello rubio teñido, pechos abundantes y ahora vencidos hacia las costillas. Acaso había sido bella, pero eso ya no iba a poder asegurarlo, porque la primera vez que la había visto, que no era por cierto aquella noche, tenía el rostro difuminado por un trucaje digital, y allí, donde la veía por segunda y última vez, lo que le borraba las facciones era la acción conjunta de un buen número de golpes, infligidos por alguien de puño recio, y los tres plomazos de grueso calibre que le habían metido en la frente y en ambos pómulos.
– Te explico por qué te he llamado -dijo Riudavets, mientras volvía a cubrir el cadáver y le indicaba al empleado que lo guardara.
– Todavía no sé cómo has llegado a deducir que tenías que hacerlo, pero sin que me lo digas ya sé que no ha sido porque sí -dije.
– ¿La conoces? -preguntó el mosso.
– No personalmente. Pero sí en pantalla. De un tiempo a esta parte, a todas las muertas que me encuentro las he visto antes en pantalla.
Riudavets me observó con aire caviloso. Y mis compañeros, a quienes no les había confiado aún todas las hipótesis que mi cerebro barajaba en las últimas horas, no estaban menos intrigados.
– El reportaje de Neus -les dije-. Me lo tragué el sábado, por matar el rato. Si no me equivoco, esta mujer es una de las prostitutas que daban su testimonio. La rumana que hablaba de las redes que traen a sus compatriotas desde su país para explotarlas aquí. De cuello para arriba la imagen salía distorsionada, pero el busto era muy similar, y también tenía la piel morena, y el cabello teñido con ese tono de rubio.
– Rumana es -confirmó Riudavets-. Catalina Iliescu, casi con toda probabilidad. No llevaba documentación encima, y como ves se han preocupado de perjudicarle la fisonomía para que nos cueste identificarla por otro medio. Pero cometieron un error, o no contaron con que la gente tiene sus rarezas. Aunque parece que se molestaron en vaciarle los bolsillos, no se pararon a mirar en la copa del sostén, donde se había escondido el resguardo de un envío de dinero a Rumania hecho bajo ese nombre. Más que sustancioso, mil quinientos euros. Por qué se lo guardó ahí, no me preguntes. A lo mejor era importante para ella, o le resultó más expeditivo metérselo en el escote que abrir el bolso. Hemos recuperado las huellas que una Catalina Iliescu puso en su día para la tarjeta de residencia, y ahora me están haciendo el cotejo dactiloscópico con las del cadáver. Pero a primera vista coinciden.
– ¿Y cómo la vinculasteis con el caso Barutell? -preguntó Chamorro.
– Nos llevó un par de pasos, no más -dijo Riudavets-. Por el aspecto, la nacionalidad, etcétera, en seguida pensamos en una prostituta y en algún ajuste de cuentas relacionado con su actividad. Así que descolgué el teléfono y llamé a nuestro especialista en la materia. El mismo al que le envié los papeles que nos dejasteis sobre el reportaje. Cuando le di el nombre Catalina Iliescu, me dijo que no sólo le sonaba, sino que lo había subrayado hacía apenas media hora: en esos papeles, y más en concreto en las anotaciones de trabajo de Neus Barutell. Me leyó la anotación en cuestión: Conectar con Cata Iliescu y convencerla de presentar amigas, posible secuencia varias de ellas charlando sobre sus experiencias. Bueno, más o menos, y traducido sobre la marcha. Comprenderás -se dirigió a mí- que después de oír eso habría debido tener todas las neuronas de vacaciones para no coger el teléfono y llamarte.
– Lo comprendo, y sé que no es el caso. ¿Dónde estaba?
– Tirada en un descampado, en las afueras. La encontró una de nuestras patrullas de seguridad ciudadana que fue a investigar un aviso. Un vecino llamó diciendo que creía haber oído disparos.
– ¿Y su último domicilio conocido, según la tarjeta de residencia?
– L'Hospitalet de Llobregat.
– Sí que empiezan a ser demasiadas coincidencias -opinó Rubio.
– ¿Por qué? -preguntó Riudavets.
Consideré que debía contarle sin más retraso lo que le faltaba:
– Esta tarde hemos estado intentando localizar a la usuaria de un teléfono móvil con el que se comunicó Neus Barutell el día de su muerte. Le hemos interceptado una conversación en rumano, en la que la mujer que hablaba se identificaba como Cata. Estaba por la zona de Hospitalet, pero cuando hemos llegado allí y hemos querido ir a engancharla, el teléfono se ha quedado muerto. O lo apagó, o se lo apagaron.
– Visto lo visto, me inclino por lo segundo -apostó el mosso.
– Esto quiere decir -resumí- que cada uno tenemos una muerta, que las dos están relacionadas y que nos necesitamos mutuamente.
– Y que lo digas. Déjame hacerte dos preguntas que entenderás que no puedo aguantarme: ¿tenéis el listado de llamadas de esa Cata en los últimos días? ¿Ha vuelto a utilizar alguien su teléfono?
Miré a mis compañeros. Luego le respondí a Riudavets:
– A lo segundo, negativo. A lo primero, si me guardas el secreto, te diré que tenemos algo que quizá te va a valer más. El último número al que llamó la chica, el nombre de quien se lo cogió, la conversación completa y la traducción de lo que hablaron. Ella parecía muy asustada, y el otro, un tal Stefan, se desentendió de todo y acabó colgando. Cata hablaba de alguien que iba por ella y le pedía ayuda. Él le dijo que no podía hacer nada y que se lo hubiera pensado mejor.
Riudavets meditó sobre lo que acababa de contarle.
– Da gusto juntar las fuerzas -declaró, con una euforia apenas reprimida-. Que yo recuerde, nunca había avanzado tanto en dos horas de investigación. Si tenéis la bondad de darme el número de teléfono de ese Stefan, me voy zumbando al juzgado de guardia para que me autoricen a intervenirlo y tenerlo controlado lo antes posible.
No le dije en seguida que sí. También yo tenía mis prioridades.
– Te lo daremos, pero con una condición.
– ¿Cuál?
– Que podamos avanzar a la vez. Tú te beneficias de la información que yo tengo y yo de la que tú saques. Lo que te propongo es, uno, que compartamos en tiempo real lo que la intervención de ese teléfono vaya produciendo. Y dos, que, cuando estemos en disposición de echarle el guante a ese Stefan, lo hagamos de forma conjunta. No me importa que formalmente lo detengas tú. Pero quiero tener acceso franco a él para preguntarle lo que necesite en relación con Neus.
Riudavets tampoco se apresuró a darme lo que le pedía.
– Es algo irregular y contrario a nuestros procedimientos -juzgó-. Pero al mismo tiempo es justo. Y aquí contamos con una ventaja.
– ¿Sí?
– Lo que yo tengo es el asesinato de una puta extranjera. Es decir, algo que básicamente no le importa a nadie y que desde luego no me va a obligar a trabajar con el aliento de mis jefes en el cogote. Mientras lo hagamos con discreción, no ha de haber ningún problema.
– ¿Tenemos entonces un trato?
– Lo tenemos.
Le tendí la mano. Me la estrechó con fuerza.
– A ver, Chamorro, dale el número -dije.
Mi compañera rebuscó entre sus notas y encontró el número de teléfono de Stefan. Lo escribió en una hoja de bloc que luego arrancó y entregó a Riudavets. Mientras plegaba el papel, el mosso observó:
– Estamos también de suerte con el juez al que le toca hoy guardia. Es de esos que no tienen horas y no consienten que nadie les dé largas. A veces es una faena, como cuando te has tirado un par de noches sin dormir y le entregas al sospechoso deseando irte a la cama y te pide informes o diligencias complementarias urgentes sin importarle que estés hecho polvo. Pero para esto nos va a venir bien. Dándosenos un poco bien, mañana mismo tenemos pinchado este canuto.
– Eso es ahora cosa vuestra. Nosotros nos encargamos del teléfono de Catalina. Y mañana te remitimos el listado de sus llamadas.
– Perfecto. Me voy al juzgado. Intentad dormir algo.
– Y tú -le recomendé.
Dormimos, pero no mucho. Al final serían cerca de las tres cuando nos metimos en la cama, y a las siete menos cuarto ya tenía los ojos abiertos. No me entretuve entre las sábanas, aunque habría podido quedarme un poco más. Me afeité, me aseé, me vestí y me fui a tomar el desayuno. Siempre tonifica madrugar y mirar el mundo cuando todavía no se ha puesto en funcionamiento. En el recinto de la comandancia no se veía más bicho viviente que los que habían estado de servicio durante la noche. Hacia las siete y media, con el café humeante bajo la nariz, vi venir a Chamorro y a Tena. Tampoco ellas habían podido quedarse a remolonear en la cama. A las ocho menos cuarto se nos sumó el sargento Rubio, completando la nómina de los forasteros. Sin esperar a Ponce y a Gil, que solían llegar sobre las ocho, nos pusimos a planificar la jornada. Había mucho juego que repartir.
– Alguien tiene que estar con los mossos, en cuanto tengan pinchado el teléfono de Stefan -dije-. No es que no me fíe de ellos, creo que Riudavets es un tipo legal. Pero me siento más tranquilo si alguno de nosotros, bien empapado de todos los detalles de nuestro caso, está encima para procesar la información según la vayan obteniendo.
– Si quieres, lo hacemos nosotros -dijo Rubio.
Celebré que se anticipara a mi elección. Siempre es más agradable aceptarle a un voluntario el ofrecimiento que dar una orden.
– Muy bien, adjudicado. Te paso el móvil de Riudavets y a una hora prudencial, las nueve o así, le pegas un toque. Alguien tiene que estar pendiente de los listados de llamadas que nos faltan. Como la fuente es amiga tuya, Chamorro, me temo que te toca. Y ya que te quedas aquí, aprovecha para darle una vuelta al amigo Vinuesa. Que no sienta que le desatendemos, por una parte, y de paso procura también averiguar si no tiene alguna otra información que pueda sernos útil.
– Entendido -dijo Chamorro.
– Mientras tanto, yo iré a hacerle una visita a Altavella.
– ¿Y eso?
– Hay un par de cosas que no quiero dejar de amarrar -expliqué-. Desde hace unos días los acontecimientos nos han superado un poco y nos han ido quedando flecos por ahí. Tengo que preguntarle algo al viudo, ya sabes a qué me refiero, y por otra parte esta mañana me he acordado con cierto desasosiego de que no hemos mirado los papeles que pudiera tener Neus en su domicilio. Nos cegamos con el contenido de los ordenadores o, por decirlo de una manera más benévola con nosotros mismos, nos dieron mucha y muy buena información, y eso nos ha hecho menospreciar lo que pueda haber en otra parte.
– ¿Qué crees que puedes encontrar en su casa?
– No lo sé. Por eso mismo hay que investigarlo.
– Veo que no les asignas nada a Pin y Pon -anotó Chamorro, cruzando una mirada maliciosa con la guardia Tena.
– Sí. Te los dejo como ayudantes. Por si hay que hacer alguna gestión, para que te echen una mano con las comprobaciones de números de teléfono y también para que te hagan de gorilas con Vinuesa.
– Qué suerte tengo. Menos mal que para gorilas sirven.
– No seas tan dura. Sirven para algo más, mujer.
– Psé.
– Hablando de los reyes de Roma -avisó Tena.
Gil y Ponce se sentaron a tomar un café rápido, el tiempo que me llevó informarles de lo que ya había hablado con los otros. A las ocho y cuarto nos levantamos y cada uno asumió su cometido.
El mío consistió en coger el coche y meterme en el atasco de entrada a Barcelona. Durante diez o quince minutos estuve escuchando las noticias del día, o mejor dicho esa mezcla de acontecimientos reales y ficciones rutinariamente elaboradas (desde los cruces de declaraciones de los líderes políticos hasta los resultados deportivos) que nos resignamos a aceptar que constituyen las noticias del día. Luego me aburrí y decidí escuchar algo de música. Apreté el botón del reproductor de discos compactos y entró una pista del cede de Raimon:
Tots els colors de la terra i de
l'aigua que son suaus en aquesta hora incerta,
i aquests ocells que van de branca en branca
i el sol ixent i la llum que em desperta
van parlant-me de tu,
van parlant-me de tu… *
Cuando uno va solo en el coche, y cuando uno tiene un camino a las espaldas, resulta arriesgado escuchar canciones tras las que alienta la voz de un poeta, o lo que es lo mismo, alguien que sabe dotarlas de significado y hondura. Lo confirmé unos versos más adelante:
Si vols futur t'ompliré d'esperances:
vull viure el temps ben acordat amb tu **.
La canción era hermosa, pero no era el día ni el momento de permitirse melancolías, así que busqué la frecuencia de alguna radiofórmula. Por suerte, tropecé en seguida con una de esas piezas de vacío rimadas en inglés rudimentario con acompañamiento de sonidos sintéticos que sirven para alejar el alma de cualquier cosa que le incumba. Con ella de fondo pude volver a pensar sin estorbos en las tareas concretas que me traía entre manos. Y en seguida se me ocurrió una idea pertinente: aunque Altavella fuera un hombre madrugador, no estaba de más llamarle para advertirle antes de presentarme en su morada.
Marqué su número de teléfono móvil. Sonó varias veces antes de que lo cogiera. Llegué a temer que no lo tuviera encima. Pero tras el octavo o noveno tono oí un chasquido y su voz cortante:
– Sí.
– Buenos días, soy el sargento Vila. ¿Le interrumpo algo?
– La lectura de una revista infecta. Se lo agradezco.
– Ah, vaya.
– Basura sobre Neus. O lo que es peor: gilipolleces mal escritas por ignorantes que se dicen periodistas sin saber siquiera gramática.
– Son los tiempos. Todo vale.
– Ya. Lástima que no valga que yo vaya y le descerraje un tiro en el coño a esta Verónica S. F. que digamos firma lo que acabo de leer.
– No le dé tanta importancia. Ya se puede imaginar que será alguna becaria, tratando de buscarse un lugar bajo el sol.
– Que aprenda a buscárselo sin dar por culo, como la gente honrada. En fin, perdone el desahogo, es que me coge caliente.
– Pues yo me proponía molestarle un poco más, lo lamento.
– Dígame usted, sin miedo, que Verónica le ha puesto el listón muy alto. Como no venga a hacerme beber aceite de ricino…
– No, eso ya no lo usamos -bromeé-. Se trata de algo mucho más llevadero. Tengo pendiente ir a mirar los papeles de su esposa.
– Sí, recuerdo. Cuando usted quiera. Ahí sigue todo. Como lo dejó.
– ¿Le va bien dentro de media hora o tres cuartos?
– Cuando quiera, le digo. Aquí estoy.
– Nos vemos ahora, entonces. Muchas gracias.
– No hay de qué. Estoy deseando que terminen ustedes, para ver si esta pandilla vomita toda su mierda y cambia de pasatiempo.
Mi cálculo pecó de optimista. Tardé cincuenta y cinco minutos en llegar ante la puerta de Altavella y apretar el timbre. Me abrió, como la otra vez, la suave y eficaz Palmira, que recordaba mi apellido:
– Buenos días, señor Bevilacqua, ¿cómo está usted? El señor Altavella le espera en su despacho. Si es tan amable de seguirme…
Quién con un alma podía negarle nada a Palmira. La seguí como un cordero, pensando en todos los idiotas desabridos que habitan el mundo, a quienes el ruido de sus propios ladridos impide escuchar la dulce música que más y mejor espolea los corazones humanos.
– Hola -dijo Altavella en cuanto me vio, levantándose de la silla-. Me va a disculpar que lo lleve al despacho de Neus y lo deje solo. Acaba de llamarme mi editor francés para pedirme que le mande con urgencia unas correcciones a la traducción de mi último libro. No sé por qué sigo ocupándome de estas cosas, a mi edad ya debería dejar todo al albur de la Providencia. Pero cogí la manía de controlar las traducciones a los idiomas que entiendo y ahora estoy atrapado en mi propia trampa, porque cuando te pones a revisar siempre encuentras algún error. Ya ve, sargento, la tonta vanidad, que acaba saliendo cara.
No supe qué decir. No me debía explicaciones. Y prefería estar solo.
Me guió hasta una habitación situada al otro extremo del corredor. Era más pequeña que su despacho, pero también resultaba espaciosa. No menos de veinte metros cuadrados, estimé, tomando como referencia el parco salón-comedor-vestíbulo de mi apartamento. Estaba llena de libros, con las tres paredes sin ventana forradas de estanterías. La mesa en la que supuse que trabajaba Neus era, como la de la productora, de diseño bastante espartano. Y como aquella otra, se veía también muy despejada. Los papeles se amontonaban sobre una mesa auxiliar. La difunta gustaba de tener espacio libre allí donde producía.
– Todo está a su disposición -me ofreció Altavella-. Y llévese lo que le parezca. Sólo le pido que me diga lo que coge, salvo que sea algo que me incrimine a mí, que eso ya supongo que no podrá contármelo.
Me quedé parado. Pero al verle sonreír comprendí que era un chiste. Gabriel Altavella conservaba su particular sentido del humor.
– Descuide -dije.
– Bueno, luego le veo. Voy a pasar al e-mail mis pegas, para que los franceses sigan creyendo que soy un ególatra fastidioso. No se apure, les he sacado unas cuantas, así que tardaré un buen rato.
Aunque en un principio no me había otorgado mucho más de un par de horas para aquel trámite, he de admitir que no me vino mal disponer de tiempo y soledad para revolver el despacho de Neus Barutell. En las pilas de papeles había de todo: infinidad de publicaciones y una copiosísima correspondencia. Tenía un montón específico donde sólo se apilaban invitaciones para acudir a los lugares y actividades más dispares. Tan pronto le proponían presentar o asistir a fiestas benéficas, en favor de toda clase de causas, como le solicitaban que fuera a dar pregones en medio centenar de municipios dispersos por la geografía nacional. También había cartas de admiradores, de detractores, de chiflados que le exponían su historia para que la tratara en su programa, de presos que le contaban cómo habían sido encarcelados sin motivo, denunciaban a los supuestos responsables del montaje que les había arruinado la vida (a menudo, los propios jueces) y le pedían a Neus que desenmascarara a los malvados y los ayudara a ellos, pobres víctimas de la injusticia, a recobrar la libertad. De éstas había no menos de veinte, y lo que me estremeció fue pensar que por pura probabilidad estadística alguno de los casos sería verídico. Traté de ponerme en el pellejo de Neus, el colector único al que iba a parar aquel flujo torrencial, y que debía vivir día a día sintiéndose el rompeolas de tanta fantasía, tanta angustia o tanta ambición ajenas. Me pareció que esto la hacía acreedora a algo más de compasión que de envidia, y no dejé de valorar como merecía que conservara todas las cartas, aunque materialmente no fuera capaz de atenderlas, en vez de tirarlas sin más.
No podría dar ahora cuenta precisa de todo lo que leí y hojeé, con una sensación de desbordamiento y a ratos hasta de ahogo. Me pareció un destino abrumador, el de Neus: por concentrar no sólo la atención y la admiración o la animadversión de tantos millones de personas, sino por sufrir además el asedio febril de cientos o miles, el cariño real o fingido, generoso o utilitario, que inspiraba todas aquellas misivas con casi infinita diversidad de caligrafías, tipografías y logotipos, pero invariablemente portadoras de algún ávido requerimiento.
Entre aquel marasmo, aunque no puedo descartar que hubiera otras muchas cosas que hubieran debido hacerlo, encontré cuatro objetos que llamaron mi atención, por motivos diferentes. Dos libros, un bloc y un papel que guardaba en uno de los dos volúmenes. Primero di con el bloc. Era uno de esos que venden en las tiendas de los museos, con la reproducción de alguna famosa obra de arte en las tapas y un papel de calidad superior a la habitual. No era muy grande y se hallaba en un cajón de su mesa. El cuadro que aparecía en la tapa, incluso un ignaro guardia civil como yo podía identificarlo, era Nighthawks, de Hopper, esa conocidísima imagen de varios solitarios en la barra de un bar que hace esquina, en la desierta noche de una indeterminada ciudad norteamericana. Sólo había escrito unas líneas en la primera página, sin indicar fecha alguna. Era un texto que iba a darme que pensar:
Miedo, por qué iba a tener miedo. Quiero decir, miedo de eso en particular. Sí tengo miedo de todo: de mí misma, de cualquiera que me mire… De que todo sea un error, de que todo haya estado mal desde el principio, y de que cuando creía que estaba mejor, fuera en realidad cuando peor estaba, cuando daba los pasos que me llevaban al desastre. Me da miedo lo que quiero, lo que quieren los otros. Me da miedo que todo sea tan injusto… Pienso en L., pero también en los demás (en Alty, al que más admiraré siempre, con todo, y en los que se llevó el tiempo). Ellos nos gustan, a nosotras… Pero creo que nosotras no les gustamos, en realidad. Sólo juegan a que les gustamos. Eso sí que da miedo, porque significa que estamos solas, y que ellos están solos también… Vamos, despierta si quieres, R.K. Alicia está lista.
Me pareció casi estremecedor, acceder de aquella manera tan diáfana, tan directa, a la intimidad de mi muerta. Ni en su diario en clave, ni en los mensajes que cruzaba con Vinuesa, la había visto tan desnuda. Y me pregunté por qué habría escrito aquello en castellano, si ella solía hablar en catalán. Por qué, para sus anotaciones íntimas, escapaba sistemáticamente de su lengua materna. Acaso fuera algo más que pudor o afán de esconderse en esas palabras adquiridas. Caí en la cuenta de que Neus era de una generación que había recibido su formación escolar en castellano, que en esa lengua había hecho el grueso de sus lecturas, y que en ella podía tener más facilidad para expresar ciertos matices por escrito. De todos modos, mis restantes hallazgos me alejaron en seguida de estas preocupaciones filológicas. Lo siguiente que descubrí fue el mismo libro de Joan Margarit que yo había comprado días atrás. Lo cogí por esa coincidencia, y vi que tenía marcada una página con un ticket de aparcamiento de hacía un par de meses. Leí:
Darrere les paraules només et tinc a tu.
Trist el qui mai no ha perdut
per amor una casa.
Trist el qui mor envoltat de respecte i prestigi.
Jo em cree el que passa en la nit
estrellada d'un vers. *
El poema se llamaba Dona de primavera. Y junto con la anotación del bloc, contribuía sin duda a construir una interpretación sobre el momento vital de Neus en sus últimos tiempos. Pero aún iba a encontrar pistas adicionales en el otro libro. Estaba en lo alto de una pila de volúmenes que descansaba sobre la mesa auxiliar. Me llamó la atención el título, Locura, y el nombre del autor, Patrick McGrath, para mí entonces desconocido. Miré en la solapa el resumen del argumento. Era la historia de la mujer de un psiquiatra que se enamora de uno de los pacientes de su marido, un escultor recluido por el asesinato de su esposa que le proporcionará a la protagonista toda la pasión y la excitación que el austero escrutador de mentes nunca ha sabido darle. Según afirmaba el editor, la novela indagaba en la relación entre la locura y el amor obsesivo. Si el argumento suscitó mi interés, mucho más me iba a impresionar lo que al abrirlo encontré dentro. Era una cuartilla doblada donde alguien había compuesto con letras de imprenta este mensaje:
sI TE cReeS aLgo estas eKivOcADa. nO sigAS y No tEndReMos K dEmoStrArte k no TienEs nAda y no erEs naDA cUAndo tE PoNen vAjo TieRra, lisTA dE MiERdA. uLTimo aBiSo
Literal, faltas de ortografía incluidas. Los caracteres habían sido recortados de titulares de periódico. En cuanto vi el formato, tuve cuidado de coger el papel por los bordes. Pero un examen a la luz de la ventana no me reveló restos de huellas en las letras. Quienes lo hubieran hecho eran tan profesionales como para no dejarlas. Y debían de haberse cerciorado por otro medio de que Neus entendía qué era aquello con lo que no tenía que seguir, ya que ahí no lo decían.
Fue en el momento en que trataba de asimilar aquel mensaje y sus consecuencias para mi investigación cuando unos nudillos golpearon en la puerta abierta. Me volví como quien se ve cogido en falta.
– ¿Se puede? -preguntó Altavella.
– Claro, cómo no. Es su casa.
– Bueno, sometida a la investigación de la justicia.
– No somos policías norteamericanos -aclaré-. No vamos a andarnos con aspavientos peliculeros ni a poner cintas con la leyenda crime scene do not enter donde no tiene ningún sentido ponerlas.
– Es todo un detalle. ¿Algún hallazgo? Ah -dijo, reparando en el libro-, veo que se ha interesado usted por el amigo McGrath. Se lo recomiendo: un buen novelista, que se curra las historias y los personajes en lugar de hacer castillitos de epítetos, como se estila entre nosotros. Sencillo, potente y al grano. Y con profundidad de la buena, ojo. Deberíamos aprender de los anglosajones, por aquí. Vea si no la lección que dejó Beckett antes de morirse, Stirrings Still. ¿Lo ha leído?
Me costó seguirle. Por un lado, mi mente estaba en otra parte, y por otro, no era fácil acompasarse a sus caprichosas digresiones.
– Pues no, la verdad.
– Un libro admirable, en mi modesta opinión. Habla de un viejo que se muere y que se da cuenta de cómo le abandona todo. Es muy corto. No le sobra ni una sola palabra. Retórica cero. Naturalmente. La retórica es el oficio de quienes no tienen nada esencial de lo que ocuparse. Pero un tío que siente que se muere… Esencia pura.
– Ya veo. Creo que aguardaré a estar más relajado para leerlo.
– Sí, quizá sea mejor… Perdone, no le di tiempo a responderme. ¿Ha encontrado algo que le sirva? ¿Cómo llevan la investigación?
Sopesé si era el momento de participarle lo que sabía y lo que sospechaba. Me pareció que no, que ni siquiera debía decirle que habíamos localizado y detenido al acompañante de su mujer, información que hasta aquel momento habíamos logrado que no trascendiera a los medios, gracias a la discreción de su señoría, la prudencia de Pereira y el insólito respeto del secreto del sumario por parte del abogado de oficio, un chaval bastante joven que aún andaba reponiéndose del susto. Para incentivar su silencio, la juez le había dado la víspera esperanzas de ordenar la libertad de su cliente, siempre que nos dejara trabajar un par de días en verificar su historia sin ruido de fondo.
– Pues, si le soy sincero -expliqué a Altavella, escogiendo bien las palabras para no mentirle pero tampoco revelarle más de lo debido-, aunque mi sensación es que vamos avanzando y que tenemos un par de líneas que pueden darnos resultados, resulta prematuro afirmar nada por el momento. Ya querría poder contarle otra cosa. Sobre la inspección de esta mañana, la verdad es que tampoco he dado con nada que arroje mucha luz sobre el caso. Si no le importa, me llevo este bloc y el libro de McGrath. Parece que Neus lo estaba leyendo y he visto algunos pasajes subrayados que me gustaría analizar con más detalle. Este otro libro se lo dejo, ya he leído lo que tenía señalado.
– A ver -me pidió que se lo mostrara-. Ah, Margarit. Un poeta estimable. Qué se apuesta que le adivino lo que tenía marcado Neus.
– Prefiero no apostar, cuando veo tan seguro al de enfrente.
– Trist el qui mor envoltat de respecte i prestigi -recitó.
– Pues sí, acertó usted.
– Hemos comentado más de una vez ese poema, Neus y yo. Cada uno a su manera y por su lado, le encontrábamos mucho sentido. ¿Sabe usted, sargento? La gente se hace a pensar que las personas que ve en el escenario, o en lo alto del tabladillo de marionetas, como prefiera llamarlo, son diferentes, que tienen un aura o algo así. Por eso les atrae morbosamente averiguarles las miserias. Descubrir que somos mezquinos, que enfermamos, que padecemos desamor, indefensión, zozobras múltiples. Alguna vez, yendo por la calle, he oído a alguien decir: míralo, no es tan alto, o míralo, qué desmejorado está, o míralo, qué cara de mala leche. Y yendo con Neus, ni le digo. A la gente le complace percatarse de nuestra mortalidad, y uno acaba preguntándose qué crimen ha cometido para perder el derecho que tiene cualquier hijo de vecino a ser un pobre diablo, a fallar y flaquear sin que sea un espectáculo, sin despertar esa conmiseración sobreactuada y anormal. La verdad es que Margarit lo clava: Trist el qui mor envoltat de respecte i prestigi.
No podían quedarme más lejanas aquellas cuitas de Altavella. Mi asunción general era que, frente a esos pequeños inconvenientes, las personas ilustres gozaban de no pocas ventajas, sobre todo si lograban prorrogar su celebridad hasta la vejez, en la que no se veían arrojados al desamparo y la indiferencia, cuando no el desdén, que los demás debemos temer al menos cautelarmente. Pero a la luz de los papeles de Neus lo vi de forma distinta. Casi llegué a tenerles lástima, y a sentirme culpable, como integrante de la plebe ingrata y carroñera.
– No sé qué decirle -respondí, con precaución-. Al final, lo que quiere todo el mundo es sentirse lo mejor posible dentro del pellejo en que se encuentra. Por eso supongo que nos resulta gratificante conocer los tropiezos y las carencias de las personas que tienen éxito. Vuelve nuestro propio destino, incluso nuestra mediocridad, llegado el caso, mucho más soportable. Según un tipo que se llama Steven Pinker, y al que debo reconocer el raro mérito de escribir sobre psicología con bastante sentido común y sin apenas propensión a decir extravagancias, es lo que se llama el mecanismo de manipulación de las propias creencias, que es en realidad una de las funciones primordiales de la mente: engañarnos acerca de lo efectivos y buenos que somos. O como dice otro teórico, Elliot Aronson, que se dedica a estudiar la psicología social: nuestro cerebro trabaja a destajo para aniquilar todo lo que se contradiga con la proposición «soy estupendo y tengo el control».
– Interesante -apreció Altavella-. ¿De dónde ha sacado todo eso?
– Del libro de Pinker. Si tiene curiosidad se llama Cómo funciona la mente y está traducido al español. Es un buen tocho, le aviso.
– Me lo apuntaré. Resulta muy instructivo charlar con usted, sargento. Ya me gustaría haber coincidido en otras circunstancias.
– Y a mí, se lo aseguro. A propósito, tengo algo que comentarle. No me hace sentir demasiado cómodo, pero es mi deber.
Altavella me observó con recelo.
– Vaya, eso suena regular. Usted dirá.
Podía equivocarme, pero creí que era mejor hacerlo a bocajarro.
– ¿Por qué me mintió sobre su coartada?
– ¿A qué se refiere?
– A la mujer con la que pasó esa noche. ¿Por qué me dijo que nadie podía respaldar su coartada si la tenía a ella?
Altavella respiró hondo.
– No la tengo -dijo-. Es una mujer casada y no quiero crearle ningún problema por culpa de esto. Si no se fían de mí, deténganme. Pero a ella déjenla en paz. No tiene nada que ver con su caso.
– No voy a detenerle -aclaré-. Ni creo que sea necesario molestarla. Sólo le recomiendo que no vuelva a jugar con algo así. Puede costarle un disgusto, y costárselo a la persona a quien trata de proteger.
Busqué sus ojos. No los hurtó. Me sostuvo con calma la mirada.
– Me tomo nota, sargento. De esto sabe usted mucho más que yo. Y le pido disculpas por mentirle. Pero creí que debía hacerlo.
– Por mí no se preocupe. Yo sólo soy el ordenanza de la ley.
– Diría que es algo más. Al menos en mi consideración.
Desbaratando de golpe la emoción del momento, brotaron desde mi americana las notas familiares de Rossini. Saqué el teléfono:
– ¿Diga?
– Rubén, soy yo, Virginia -me anunció Chamorro-. ¿Sabes más o menos por dónde queda un pueblo que se llama Gavá?
– Sí.
– Pues ponte en camino para allá. Tenemos a Stefan.