CAPITULO 12 A PASO LIGERO

Mientras regresábamos a la comandancia, después de nuestro vano encuentro con Josep Albert Salvany (viendo cómo tragaba saliva frente a Chamorro, calculé que había tantas probabilidades de que el actor tuviera alguna relación con la muerte de Neus como de que Josef Stalin alcanzara el estatus de héroe de Disney), me entregué a otra sesión intensiva con el que iba camino de convertirse en mi mejor amigo, o al menos aquel con quien más gastaba: mi teléfono móvil.

Para empezar, llamé a su señoría la juez de instrucción. Tardó apenas veinte segundos en aparecerme en la línea, desde que pregunté por ella a la oficial del juzgado que me atendió en primera instancia. Le expliqué por encima las actividades del día, para darle la impresión de que me había tomado muy en serio su petición de la víspera y también de que era un chico servicial y dócil, el tipo de varón que hace las delicias de las mujeres que ejercen autoridad. Luego fui a lo que de veras motivaba mi llamada: la resistencia de una de las compañías de telefonía a darnos acceso rápido a la línea de móvil prepago. La juez escuchó mi explicación y me pidió el nombre y el número del sujeto.

– Llamaré yo -prometió-. Aquí algunos no se han dado cuenta de que esto es el siglo XXI no sólo para lo que les conviene a ellos.

Y colgó. No le arrendaba la ganancia al señor López-Tuñón, con la locomotora desbocada que estaba a punto de embestirle.

– ¿Qué? -consultó Chamorro.

– Pues nada, que ésta los tiene cuadrados. Ya podemos cuidarnos de desairarla, porque nos vemos reciclados de matones para una constructora, tratando con las mafias que hostigan las obras y cosas así.

– Me encantaría verte de matón -se mofó.

– ¿Dudas de mi capacidad para el puesto? Tú no sabes la mala hostia que yo puedo llegar a tener. Ni mi destreza para los golpes bajos.

– Ya, ya.

– ¿Quieres que al próximo que detengamos, al asesino de Neus, por ejemplo, lo trate en plan Harry el Sucio? Hombre, no tengo el Magnum 357, pero ahora que me he comprado la Walther, me apaño para montar una escena potente. ¿Prefieres que le meta el cañón en la boca o que se lo clave debajo de la barbilla mientras le retuerzo los huevos?

Mi compañera estalló en una carcajada.

– Para, anda. Y ten cuidado con la Walther, no vayas a hacerte daño. Si me admites una opinión, creo que deberías haber seguido con el revólver pequeño, iba más con tu verdadera personalidad.

Sopesé su apreciación.

– Puede ser, pero mi amigo el armero me comió el coco. Que si potencia de fuego, que si precisión, que si seguridad. Y encima me la sacó a buen precio. Ya sabes cómo soy. Cuando alguien se me muestra tan solícito y me lo da todo hecho me cuesta mucho decir que no.

– Tu amigo el armero está un poco volado. Pero oye, tú sabrás.

– De todos modos, no me digas que no es chula -dije, sacándola-. Tienen algo, estas armas alemanas, que lo convierten a uno en cuanto se descuida en un psicótico al estilo del protagonista de Taxi Driver. A veces me sorprendo mirándola con un embeleso que me asusta. Si creyera algo en los psiquiatras, hasta estaría tentado de ir a uno.

– Está bien, no sigas. Ya se me ha pasado el enfado.

– Supuse que sólo te hacía falta desahogarte un poco. Te has divertido apretándole las tuercas al musculitos, ¿eh?

– No voy a negarlo -sonrió.

– Dios mío, qué lugar más peligroso va a ser el mundo dentro de diez años, cuando esté lleno de mujeres como tú y Condolezza Rice.

– No más peligroso que ahora, contigo y George W. Bush.

– En fin, no apostaré. Siguiente llamada.

Marqué el número de mi líder espiritual y material, aquel a quien seguiría al fin del mundo, en el improbable caso de que le diera por poner rumbo a ese lugar: mi nunca bastante celebrado comandante Pereira. Como la juez, tampoco él tardó mucho en atenderme. Le di cuenta de las novedades. De manera particular, le puse al corriente del contacto que había establecido con su señoría, y de su singular entrega a la causa y a resolvernos los problemas que iban surgiendo.

– Luego la llamaré, para que se sienta cuidada -dijo Pereira.

– No sé si necesita mucho eso -se me escapó.

– Pero como el comandante soy yo, seguiré mi criterio.

A Pereira, al contrario que al resto de los mortales, no le sentaban demasiado bien los viernes. Me apresuré a rectificar:

– Claro, era sólo un decir.

– Para que lo sepas -me explicó-, nos están tocando un poco las pelotas con esto. El delegado del gobierno ayer, y hoy ya directamente el ministro. Parece que algunos periodistas amigos de la muerta, de esos que pueden llamar a los políticos al móvil, que es una ligereza que nunca entenderé, dicho sea entre tú y yo, les han pedido que demos cuanto antes información para poner coto a los rumores que circulan por ahí. Los dos primeros días se cortaron un poco, pero ayer ya han empezado algunas serpientes a soltar veneno a chorros.

– Nada que deba sorprendernos mucho -comenté.

– Te lo digo por si ves que me voy poniendo tenso a medida que pasan los días. Para que no pienses que es que he dejado de quererte.

– Cómo iba a pensar eso, mi comandante.

– Por si acaso. Ya sabes que a pesar de todo confío en ti.

No era el mejor momento para plantearle ciertas cuestiones, pero temí que tampoco iba a tener otro, así que me lancé:

– Mi comandante, yo me quedaré este fin de semana por aquí, pero pensaba darle permiso a Chamorro para que se vuelva. Y lo mismo a los de Zaragoza, para que pasen un par de días con la familia.

– Como tú veas. Si puedes cubrir tú el frente con la gente de allí…

– Creo que podré.

– Pues nada. Tú decides. Cuéntame lo que haya. Gracias, Vila.

Cuando colgué, Chamorro me dijo:

– Gracias por el esfuerzo. Pero yo voy a quedarme. Tampoco tengo nada apasionante que hacer allí, y así no te dejo sin coche.

– Por eso no lo hagas. Ya pediría uno por aquí.

– No es por eso. De paso te echo una mano, si sale algo. Y te hago compañía. Salvo que te moleste la perspectiva y prefieras estar solo…

Por un lado, sí, creía que estar solo iba a venirme bien, para recapacitar sobre ciertas cosas, y acaso tambien para mirar a la cara a ciertos fantasmas. Pero por otro, tenía razones para prever que no era lo que más me convenía, y la oferta de Chamorro me conmovió.

– Tú nunca molestas, Vir -dije-. Y se agradece el gesto.

Sonó entonces mi teléfono. Iban a nombrarme cliente del mes. Y lo más chusco del asunto: mi compañía no era otra que la que se negaba a cooperar con nuestra investigación. Paradojas de la vida.

– Sargento -dijo una voz femenina que reconocí al punto-. He hablado con el individuo y creo que ha recibido el mensaje. Cada vez se le iba oyendo menos. Pero me ha salido con una pega: que si es viernes y no trabajan por la tarde y que ya no le va a dar tiempo a hacer todas las gestiones internas antes del lunes. Y aquí le pregunto: ¿podemos esperar el fin de semana o vuelvo a llamar y le digo que si no tenemos intervenido el teléfono a las cuatro le echo a los perros?

Así puesto, era una responsabilidad. Lo fácil habría sido decir que sí, pero no era cuestión de gastar toda la pólvora en el primer cañonazo. Aunque luego iba a arrepentirme, en ese momento me rajé:

– Tampoco puedo asegurarle que esperar dos días sea algo desastroso. Si el usuario teme que el teléfono está caliente ya lo habrá dejado de utilizar. Y si no, supongo que el lunes seguirá estando ahí.

La juez carraspeó levemente.

– Bien. Pues entonces lo dejo como está. Le he dicho al López-Tuñón este que si no me llama el lunes antes de las diez, citaré al consejero delegado de la compañía como imputado por un delito de desobediencia. Me ha parecido que me tomaba por una demente capaz de hacerlo, que era justo lo que pretendía. Así que me imagino que el lunes lo tendremos.

– Muchas gracias, señoría.

– De nada. Para eso me pagan. Suerte, y llámeme si me necesitan.

Mi expresión debía de ser elocuente, porque Chamorro preguntó:

– ¿Qué?

– Que con diez o doce jueces como ésta, España dejaba en un año de ser el paraíso de todos los canallas de Europa -exclamé.

– Cuidado, mi sargento, no vayas a estarte enamorando.

– Pues a nada de morbo que tenga en persona…

– Anda que si te oyera decir eso…

– Quién sabe, a lo mejor la tentaba. A fin de cuentas soy un individuo maduro, con experiencia de la vida, cultivado, abierto, cosmopolita. Justo el tipo de hombre que una mujer como ella busca.

– Lástima que todos los accesorios esos que mencionas no vayan instalados en una carrocería como la de George Clooney.

– Oye, ¿qué tiene ese tío? Si es el peor actor del mundo. Siempre pone la misma carita, como si le estuvieran depilando el pecho con pinzas.

– Nadie se fija tampoco en las dotes interpretativas de Sharon Stone.

– De acuerdo, recibido. -Miré el reloj: la una y media-. Menos mal, parece que no nos ha cogido el atasco. Llegaremos bien a comer.

Todavía antes de traspasar la puerta de la comandancia tuve otra conversación telefónica. Esta vez era el subteniente Robles:

– Vila, he estado currando para ti y tengo resultados. Primero: esta tarde coincidirán por aquí la cabo primero Jimena, que está destinada en la unidad de mujer y menores de Sitges y se conoce bien el percal del putiferio de por allí, incluida trata de blancas y demás basura, y el inspector Cruz, que es uno de los expertos de la pasma en la materia. Les he liado para tomar un café contigo, si no te viene mal.

– Cómo iba a venirme mal, Robles.

– Y a ver, la otra. He hablado con Asensi, uno de los chavales que estaba conmigo por aquí y que se pasó a los Mossos. Está en policía judicial y tiene de jefe a uno de los pata negra de ellos, de los primeros que se desplegaron en Gerona. Años de experiencia, vamos. Mi chaval me dice que es un figura y el mejor contacto que puede darnos allí. Si no tienes un plan mejor, les he arrancado cita para comer mañana.

– Pues qué diligencia, mi subteniente. Compro.

– Yo soy de la vieja escuela. Lo que hay que hacer, a paso ligero.

– ¿A qué hora esta tarde?

– Pon entre las cinco y media y las seis, tienen aquí una reunión de coordinación que acabará sobre esa hora. Yo te aviso.

Proporciona una deliciosa satisfacción ver que un día que empezó mal se va enderezando, y más cuando ello no se debe al afán o el mérito de uno, sino a la súbita conjura en su favor de los dioses. El hombre ha malgastado litros de tinta ensalzando el valor del sacrificio; nada conforta tanto como sentir que sales adelante de pura potra.

En el centro de operaciones de nuestro grupo reinaba una actividad frenética. Rubio estaba al habla por teléfono con Juárez y le iba dando a Tena las claves para entrar en el correo electrónico de Neus, que ya nos había conseguido nuestro experto informático. Gil y Ponce andaban con el equipo de escucha y rastreo de teléfonos. No sólo grababa en soporte digital todas las conversaciones que se produjeran (adiós a la penosa antigualla de las cintas magnetofónicas) sino que daba la posición del usuario con un desfase temporal de unos pocos segundos y apenas un centenar de metros de error. Desde que lo teníamos, aquél se había convertido en uno de los juguetes preferidos de todos, y al guardia Gil también le divertía notoriamente utilizarlo.

– Uno de ellos está muerto -me dijo, apenas me vio-. No lo ha conectado desde que lo tenemos pinchado. Pero el otro sufre adicción. No sólo no lo apaga, sino que no para de darle uso. Aunque lo que dice no termina de resultar demasiado interesante. Mira, otra vez.

Gil subió el sonido del aparato. Empezó la conversación.

Ey, nen, por dónde andas.

Por aquí, tío, en medio de un congreso de lolailos.

De fondo se oía, en efecto, música de rumba.

¿Y eso?

Qué sé yo, tío, la última gilipollez de la bruja esta. A ver si se me echa un novio que la taladre como Dios manda y deja de putear.

– Yo no contaría con eso, chaval. ¿Te vienes esta noche?

No sé, tú, lo tengo más bien fotut. Tendré que montar hasta tarde, ya sabes, y espérate que a la petardo esta le guste la pieza, que si no…

¿Me das un toque a media tarde?

– Pos vale. Pero no cuentes mucho conmigo, que además estoy hecho mierda. Llevo dos noches que apenas duermo tres horas.

Vale. Déu.

– Déu. Pásalo bien.

Ahí se cortó. Miré a Gil.

– ¿Quién es el nuestro?

– El de la jefa hijaputa -informó, mirando a Chamorro.

– Qué suerte -dijo mi compañera, sin rehuirle-. Menos mal que en el equipo tenemos a alguien que habla su mismo lenguaje.

– Haya paz -medié-. ¿Qué dirías que es lo que tiene que montar?

– Una pieza de televisión -apuntó Gil-. Éste trabaja en el medio. Los colegas nos reconocemos fácilmente, ya sabes.

– Sí, a eso suena. Y promete. ¿Dónde anda?

– Ahora mismo, en Santa Coloma de Gramanet -reveló el guardia, exhibiendo su dominio-. ¿Vamos por él o le dejamos largar más?

– Déjale un poco de carrete. Éste no va a cortarse. Esta tarde ya vemos. Y de paso, a ver si suena la flauta y se despierta el otro.

Me acerqué a donde estaban Rubio y Tena. El sargento me informó:

– Ya está, las siete cuentas abiertas y operativas. Listas para hincarles el diente. No sé muy bien qué mano tiene este Juárez con la peña de los proveedores de Internet, pero desde luego le da resultado.

– No preguntes -dije-. No descartes que los haya pescado alguna vez en uno de esos chats de pedófilos donde se infiltra, y que se guarde el as en la manga para ocasiones como ésta. A aprovecharse.

– ¿Por cuál quieres que empecemos?

– Por la que quieras. La abres y me imprimes todos los mensajes que tenga guardados en la bandeja de entrada, en la de salida y en la papelera, si es que se le ha quedado alguno ahí. Y luego la siguiente. Lo que te dé tiempo de aquí a las dos y media. Después, tú y Tena os volvéis a Zaragoza. Ya está hablado con el comandante. Chamorro y yo nos quedamos aquí, para lo que surja, y vosotros os reincorporáis el lunes.

Rubio me buscó los ojos.

– Eh, Vila, que si hace falta que nos quedemos…

– No estoy seguro de que haga falta. Y de lo que sí estoy seguro es de que a ti te van a echar de menos tu mujer y tus hijos y de que a Tena la echará de menos el novio. No quiero que nadie se refiera a mí en sus conversaciones como el cabrón ese. O no si puedo evitarlo.

– Y menos querrías eso con el novio de Tena -se rió Rubio.

Tena se sonrojó, una vez más. Tenía una facilidad increíble.

– Venga, mi sargento, no empiece -protestó.

– Ahora está destinado en una unidad normal, pero fue uno de los comandos que asaltaron el Perejil, nada menos -explicó Rubio-. Además el tío lo cuenta muy bien. Dice que si no es por el suboficial marroquí que mandaba a los cuatro mataos que estaban allí, y que al ver que los españoles eran muchos más les ordenó rendirse, podía haber sido una desgracia. Él asegura que por supuesto habrían asado a todos los moros, ya sabes que a esta gente le gusta fardar más que…

– Más que a usted contar la historia -le afeó Tena-. Voy a tener que decirle a Roberto que le cobre algo por los derechos.

– Tranqui, Tena. No, si es un buen tío -me aclaró-. Y se puede hablar de todo con él. Yo creía que a estos rambos les colgaba el labio inferior y hablaban con voz hueca. No hay que fiarse de las películas.

Tena estaba ahora más que enfurruñada. Y de color carmesí.

– Muy gracioso, nunca le había oído el chiste, mi sargento.

– Venga, perdona, me callo. Vamos a ir imprimiendo esto.

– Y le pasáis también todas las claves a Chamorro -le pedí-. Ella se meterá esta tarde con lo que dejéis pendiente.

Mi compañera adoptó una expresión dubitativa.

– Ah, ¿no vas a querer mirarlo tú también?

– Sí, pero tengo otras tareas. Tómales tú el relevo.

Después de un almuerzo más bien expeditivo, Rubio y Tena hicieron las maletas y se dispusieron a regresar a casa. Antes de irse, el sargento insistió una vez más en su disponibilidad para el servicio:

– Tienes mi móvil. Si hay algo, me das un toque y nos plantamos aquí en dos horas. -Y mirando a Tena añadió-: Y nos traemos al Delta Force, por si hay que eliminar a alguien sin que se oiga el estertor.

– Joder, mi sargento -se quejó la guardia.

– Se agradece -dije-. Pero relájate, y descansad, que la semana que viene me temo que va a ser dura. Y cuidado con la carretera.

Regresamos a nuestro cubil, Chamorro, los otros dos miembros del equipo y yo. Gil y Ponce volvieron a enchufarse al aparato:

– Ahora está en la zona del Raval -me cantó Gil-. Jobar, este cacharro es la leche. Creo que voy a dejar de usar el móvil cuando haga cosas feas. Es como llevar a la KGB pegada a la chepa todo el tiempo.

– Bueno, en tu caso, pegada a otra cosa, porque siempre lo llevas en el bolsillo del pantalón -le corrigió Ponce.

– Pues sí, compadre, peor me lo pones.

– Cuidado con eso -avisó Chamorro-. Que dicen que deja estéril.

– Mejor para mí juzgó Gil-. No tengo ganas de ver más gilitos correteando por ahí. Ni ganas, ni euros para llenarles la andorga.

– Y dicen que también deja impotente -añadió mi compañera-. Claro, que eso sólo irá por aquellos que previamente funcionaran.

– Mira que eres siesa cuando te pones, ¿eh, mi cabo?

– No me refería a nadie en concreto, hombre.

Me senté con Chamorro mientras iba abriendo las sucesivas cuentas de correo de Neus e imprimiendo su contenido. La mayoría tenía pocos mensajes, y muy espaciados en el tiempo. En la bandeja de entrada abundaba el spam; se veía que no era muy diligente para borrar el correo basura, o que andaba siempre con prisa. De cada tres mensajes, dos eran ofertas de préstamos instantáneos, de títulos universitarios sin necesidad de estudiar y de todo tipo de pastillas que podían proporcionar la felicidad o corregir en breve plazo cualquier anomalía o limitación física de quien las consumiera. Como ambos habíamos previsto, todo cambió al llegar a la bandeja de la cuenta just_a_kitten. El mensaje más antiguo era de hacía sólo tres semanas. Pero de ahí hasta la fecha misma de la muerte se sucedían hasta tres mensajes diarios, tanto entre los enviados como entre los recibidos. Y algo que no podía dejar de llamar la atención: sólo había dos direcciones a las que escribiera desde ahí. La que más aparecía era la de un tal whiterknight_79, pero también se escribía bastante con nemosín_for_alice. Viendo uno y otro apodo, tanto mi compañera como yo comprendimos, sin necesidad de intercambiar una sola palabra, que ahí estaba el pastel que teníamos que abrir. La dejé convirtiendo en papel todos aquellos mensajes y volví junto a Gil y Ponce, que seguían con su pasatiempo.

– ¿El otro no enciende el teléfono?

– Ni de coña. Debe de ser un malo que te cagas -conjeturó Ponce-. Alguno de los que ya se han coscado de que les podemos tener puesto este rabo electrónico en cuanto aprietan la tecla de encendido.

– Pues ya sabéis lo que significa eso.

– ¿Hum? -dudó Ponce.

– Hay que hablar con la compañía y averiguar dónde se compró ese teléfono y todos los datos que tengan del comprador. Puede que no sean muchos, y si es alguien curtido en esto puede que el lugar tampoco nos diga gran cosa, pero debemos mirarlo por si acaso.

– A tus órdenes, mi sargento. Nos ocupamos.

En ese instante volvió a conectar el que teníamos localizado. Seguía en el barrio del Raval, según la pantalla. Ahora llamaba él, y la interlocutora era una mujer. Esta vez, hablaban ambos en catalán:

Escolta, que arrivo una mica tard.

Molt bé. Vols que li digui qualsevol cosa a la jefa?

Que he trobat moltíssim tránsit. Pero que m'emporto el material, tot complet, i puc montar-ho abans de les set.

Més val, tu.

Fins ara.

Fins ara.

Y ahí cortó. Ponce me observó con expresión astuta.

– ¿Qué le parece, mi sargento? -dijo-. Para mí, que con esto ya tenemos trincado al pichón. ¿Me deja contarle lo que se me ocurre?

– Adelante -le invité.

– Ya sé que no soy Sherlock Holmes ni un experto de la unidad central como usted, mi sargento, y que por tanto mis ideas valen lo que valen -dijo, con un retintín que junto al usted y la insistencia irónica en llamarme mi sargento, no contribuyó mucho a predisponerme en su favor-. Pero deduzco que aquí el colega este se ha despistado por ahí para comer con alguien, se ha entretenido más de la cuenta y ahora va a pijo sacao hacia el lugar donde trabaja para rematar el encargo que le ha hecho su jefa, esa que parece que no tiene suficientes alegrías horizontales, o como a ella le guste ponerse, que tampoco voy a meterme en cómo lo tiene que hacer, no vaya a regañarme la cabo.

– Sí, mejor no te metas, anda -le rogó Chamorro, con gesto aburrido.

– Lo que calculo -prosiguió Ponce- es que dentro de poco tiempo el teléfono dejará de moverse y permanecerá en el mismo sitio durante al menos tres horas. El tiempo que necesita para montar lo que ha grabado, según acaba de decirle a la tía con la que hablaba. La maniobra es pan comido: cuando veamos que deja de moverse durante un tiempo prudencial, pongamos veinte minutos, es que está ahí. Acotamos la zona, buscamos productoras o empresas de televisión situadas dentro del perímetro, que con un poco de suerte no habrá más que una, nos vamos a la puerta y esperamos a que vaya saliendo la gente. Cuando veamos aparecer a un maromo que nos dé el tufo, llamadita al canto. Y el que lo coja, pues ése es. Como además parece un poco atropellado y un poco capullo, nos marcamos un seguimiento discreto. Si se mueve en coche, como parece por el sonido de la última conversación, ya es nuestro. Y si no, vamos tras él hasta su casa. En cualquier caso, me apuesto una paella para seis a que esta noche puedo decirte cómo se llama y alguna que otra cosa más. Si das tu permiso, claro.

Ahora volvía a tutearme. Pero no iba a tenerle demasiado en cuenta aquellas oscilaciones en el tratamiento, por lo demás habituales entre suboficiales y guardias que comparten fatigas. Lo cierto era que había tenido una idea simple, eficaz y económica para resolver aquella identificación. Y que el plan, además, debía ponerse en práctica sobre la marcha. Le sopesé la mirada, enfrenté luego la de Gil y les dije:

– Tenéis mi permiso. Y apúntate una, Ponce.

Chamorro continuaba dándole trabajo a la impresora, y en el semblante con que iba ojeando los folios que la máquina le escupía vi aquella concentración que la caracterizaba cuando estaba procesando material prometedor. Pensé que cada uno tenía en qué ocuparse y que como jefe del grupo únicamente me tocaba dejarles afanarse en la labor y esperar a que me trajeran resultados. Así que les anuncié:

– Me voy a hablar con Robles. Ponce y Gil, cuando tengáis ubicado al pajarito, le dais cuenta a la cabo de dónde vais, que para eso es la jefa en mi ausencia, y hacéis lo que hemos acordado. Y a ti, Chamorro, te veo luego. Ve avanzando con eso todo lo que puedas.

Asintió, absorta. Ni siquiera le importó quedarse con aquellos dos.

Me cité con Robles en la cafetería de la comandancia. Apenas tuve que esperarle diez minutos. Poco después entraron un hombre de paisano en la cuarentena y una mujer treintañera de uniforme, que al ver al subteniente se vinieron directos hacia nosotros.

– A sus órdenes, mi subteniente -dijo la mujer, muy seria. Era de complexión más o menos robusta, y tenía ese aire de estar siempre prevenida común a las veteranas, las guardias de las primeras promociones que habían debido abrirse paso frente a reservas y recelos que las más nuevas habían conocido ya muy atenuados.

– Mira, qué a tiempo -dijo Robles-. La cabo primero Jimena y el inspector Cruz, de quienes ya te hablé. Y éste es el sargento Vila. Bueno, en realidad se llama Belculibabia o algo así, pero yo siempre le he llamado Vila para no equivocarme, y os aconsejo que hagáis igual. Ya os he dicho quién es: la vedette de los necrófilos de Madrid. Por eso nos lo han mandado para que resuelva lo de la Neus Barutell.

– Gracias -le dije-. Es Bevilacqua, como él bien sabe -me dirigí a los otros-, pero sí, llamadme Vila, que cuesta menos y ya estoy resignado. Y de vedette y de necrófilo tengo lo que él de diplomático.

Les estreché las manos. Jimena forzó una sonrisa y Cruz me pareció un poco más distante. Ambos estaban ahí porque Robles los había convocado, pero me hice cargo de que era un viernes por la tarde y el plan no era lo que más debía de apetecerles a aquellas alturas de la semana. Les invité a sentarnos sin más demora para abreviar el asunto.

Les expliqué someramente las circunstancias de la investigación y por qué me había parecido oportuno hablar con ellos. La cabo primero me escuchaba con atención, pero en el policía advertí desde el principio una especie de suficiencia, no supe bien si la que suele aquejar a algunos policías de la escala superior frente a los guardias a quienes no consideran sus iguales (o lo que es lo mismo, todos los que somos algo por debajo de oficial) o la que en general tiende a sentir el policía especializado en algo frente a otro policía que es profano en su materia y le pregunta por ella, como era el caso. A mis insinuaciones sobre la posibilidad de que los trabajos periodísticos que había hecho o preparaba Neus sobre el mundo de la prostitución barcelonesa pudieran estar relacionados con el crimen, Cruz replicó, algo despectivo:

– Lo que estuviera preparando, lo desconozco, pero no sé si has visto el reportaje que pasó en su programa.

– Tengo el deuvedé, todavía no he podido.

Cruz meneó la cabeza.

– Nada de nada -opinó-. Tres o cuatro generalidades, unas cuantas entrevistas con la cara borrosa y voz distorsionada diciendo lo que todo el mundo sabe y, eso sí, una música muy siniestra y un montaje muy efectista para que la historia impresionara mucho. Pero para mí que lo hicieron llamando a cuatro o cinco anuncios por palabras del periódico y convenciendo a la lumi de turno para que se pusiera melodramática en su testimonio. Cuando no a fabular, como la presunta prostituta de alto nivel, que por cierto no pasaría de 1.60.

Observé el efecto del chiste en Jimena, que no superaba en demasiados centímetros aquella estatura. Se mantuvo imperturbable.

– Entonces, no os parece que ahí tengamos algo que rascar.

Cruz se encogió de hombros.

– Hombre, apenas sé del caso lo que acabas de contarnos, no me puedo poner a valorar probabilidades con mucha base. Pero lo que sí te puedo decir es que el contenido de ese reportaje no es una amenaza para nadie, y menos para alguien que pudiera tomar una decisión tan fuerte como quitarla de en medio. Aquí el grueso de este negocio se mueve a gran escala. Una buena parte está en manos de gente que lo lleva con una seriedad acojonante, en fin, en plan catalán, no te digo más. Pagando impuestos, Seguridad Social, con extranjeras perfectamente legalizadas y pidiendo todas las licencias a las autoridades locales. Ésos no tienen nada que temer, ya se arreglan para ser respetados por la comunidad por la pasta que mueven, la riqueza que crean y el servicio que prestan. Y los otros, los de las mafias, los que pululan por el lado oscuro, no salieron en el reportaje ni de refilón. Porque acercarse a ellos y a sus chicas es algo que requiere un reportero más intrépido de lo que podía ser una Neus Barutell, acostumbrada ya desde hace años a no oler más que a Chanel y a pisar sólo moqueta.

Consulté con la mirada a la cabo primero.

– Sí, yo también vi el reportaje, y básicamente estoy de acuerdo con lo que dice el compañero -observó-. No era demasiado revelador. No se acercaba a la gran industria digamos regular, a los macroprostíbulos con cientos de chicas que tenemos por ejemplo en nuestra zona, y apenas apuntaba vaguedades respecto a los malos de verdad, los del Este que traen menores para explotarlas en vivo y on line. Quiero decir, que las prostituyen aquí y a la vez, venden su imagen por Internet.

– Es que en este país a cualquier cosa le llaman periodismo de investigación -apostilló Cruz, con una sonrisa sardónica.

– Su ayudante me habló de algo de eso, menores e Internet -dije.

– Pues desde luego, en el reportaje que yo vi, ese punto ni siquiera lo tocaron -recordó Jimena-. Sólo hablaban, en un momento, y a propósito de una chica rumana a la que entrevistaban, de las mafias que suelen traerlas, y decían que no distinguen si son menores o no y que las someten a todo tipo de explotaciones, sin precisar mucho más. Sólo con lo que yo he visto en los últimos tres meses, te podría dar para contar veinte historias mucho más concretas y truculentas. No creo que hubieran dado con ninguna de estas redes. Ni de lejos, vamos.

– Tenemos el material de soporte del reportaje que se emitió, y del que estaba preparando -dije-. A lo mejor, si os lo paso y le echáis un vistazo, me podéis decir si ahí sí podía haber algo más sensible.

– Yo, a su disposición, mi sargento -se ofreció la guardia.

– Si podemos ser útiles al cuerpo hermano, ya sabes, no tienes más que pedirlo -se sumó el policía.

– A propósito -me dirigí a Cruz-. ¿Cómo está la situación del traspaso vuestro con los Mossos? Lo digo por saber hasta qué punto se han hecho ya ellos con todos estos temas en Barcelona capital.

Cruz curvó los labios en una mueca desdeñosa.

– Pues ahí están, aterrizando. Y nosotros, enseñándoles lo que se dejan enseñar antes de que nos acaben de fumigar. No les auguro yo mucho futuro, con tanto ciutadá, deposi la seva actitud y tanto ordenancismo como se gastan. Barcelona es una gran ciudad, un laberinto duro y jodido, y está llena de hijos de perra más listos que el hambre y con menos escrúpulos que una hiena. Por esas calles hay que ir con más firmeza y menos protocolo, siempre dentro de los límites del Estado de Derecho, claro está. Pero bueno, ya irán aprendiendo a fuerza de cagarla, que es como al final aprendemos todos. Si me pides un resumen, te diría que están todavía bastante perdidos, y les llevará un rato hacerse con las riendas del cotarro. En esto y en todo lo demás.

– Deduzco que no tienes pensado pasarte a sus filas.

– No puedo, tío -respondió-. No doy la talla en la lengua vernácula. Si no me consigo pronto un empleo fuera de la policía por aquí, que es lo que ya me estoy mirando y lo que te confieso que preferiría, porque ya son unos cuantos años dejándome la piel para que al final me paguen como me están pagando, me tocará hacer las maletas.

No era extraño que se hubiera instalado en aquella actitud negativa; de pronto, me sentí inclinado a ser comprensivo con él. Antes de disolver la reunión, quise consultarles un último aspecto: la organización de la prostitución masculina, y cómo podíamos movernos para localizar a un eventual sospechoso relacionado con ese mundillo.

– Que yo sepa, sólo está algo organizada para gays -dijo Cruz-. En la parte que atiende la demanda femenina, predomina el autónomo.

Miré a la cabo primero. También a eso asintió. Tomé nota, de todo. No suele pasar que los expertos en algo muestren tal unanimidad.

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