CAPITULO 10 LAS COSAS POR SU NOMBRE

Cuando el despertador suena y uno apenas ha descansado la mitad de lo que necesita, el cerebro embotado sabe cuestionar el sentido de la vida con una contundencia que por fortuna no nos acompaña en circunstancias normales. Aquella mañana, cuando mi teléfono móvil empezó a escupir la melodía de Come On Eileen a eso de las seis y cuarto, no sólo lamenté el ocioso momento en que había buscado en Internet de dónde bajar ese tono presuntamente elevador del ánimo, sino que deploré mi existencia toda hasta el punto de aceptar que quienquiera que fuera competente me eximiera de ella sin más trámite.

Dicen que los que se duelen de las fatigas de su vida suelen ser los últimos en renunciar a ella (los verdaderos suicidas tienden a ser más taciturnos y menos quejumbrosos). Después de la ducha y del primer chute de cafeína, mi abatimiento inicial se transformó, si no en euforia, sí en una innegable curiosidad por lo que aquella mañana fuera a depararme. Llega un momento en que uno ya no espera que los días se muestren benévolos, sino que los trabajos y escollos que los jalonan tengan la suficiente dosis de novedad y de emoción. Y me daba que con Gabriel Altavella no iba a faltarme ni lo uno ni lo otro.

Pero antes de nada y como desgaste preliminar nos tocó soportar un formidable atasco de viernes, que Chamorro, al volante de nuestro vehículo, enfrentó con un estoicismo soñoliento, y que a punto estuvo de dar al traste con nuestros propósitos de acudir puntuales a la cita con el escritor. El forzado compás de espera dio para que cada uno pasara un rato sumido en sus cavilaciones y también para que mi compañera me sondeara sobre el fruto de mis lecturas nocturnas.

– ¿Qué me dices del diario? -preguntó-. ¿Entendiste algo?

– El inglés de Neus es bastante asequible -dije-. Problemas de traducción no me ha dado ninguno. Otra cosa es que tenga la más remota idea de lo que significa lo que apuntó ahí. Parece personal, como me anticipaste, pero lo redactó en clave y la verdad es que anoche estaba yo demasiado espeso para acertar a penetrar su sentido oculto.

– Así que no sabes quién es la gatita. O el gatito.

– Pues no. Diría que no es ella, al menos en la última anotación se refiere a un tú y yo. Me he traído los folios para enseñárselos a Altavella, si consigo que la conversación con él discurra por cauces civilizados y que no se enfurezca por haber abierto contra su voluntad el ordenador de su esposa. A lo mejor él tiene alguna pista para descifrarlo.

Chamorro dejó de mirar al frente y volvió el rostro en mi dirección.

– Estuve pensando, anoche -dijo-. Mi impresión es que Neus no pasaba por un buen momento, y que ese diario guarda el único testimonio que dejó de lo que le sucedía. Pero me temo que no lo entenderemos hasta que no enganchemos a alguien siguiendo alguno de los otros rastros. Dudo que incluso Altavella pueda entenderlo.

– Puede ser -admití-. Es pronto para decirlo. En lo que coincido contigo es en que tenemos que seguir los demás hilos, aplicando la ramplona pero siempre provechosa rutina policial. Eso me recuerda algo. Voy a llamar a Rubio para que vayan poniéndose las pilas.

El sargento Rubio respondió al segundo timbre de llamada. Tena y él estaban desayunando, Gil y Ponce no habían llegado todavía. Repasamos las tareas pendientes y le encargué que contactara con Juárez, para organizar el acceso a las cuentas de correo electrónico de Neus tan pronto como llegara la orden judicial. También le pedí que les dijera a Gil y a Ponce que se aseguraran de disponer de los equipos para rastrear los teléfonos móviles, en cuanto tuviéramos autorizada su intervención. Y por último que llamara a Madrid, al laboratorio, donde ya podían tener algún resultado de los análisis de ADN.

– Ah, y otra cosa -recordé, antes de colgar-. Averíguame por dónde para el actor, Josep Albert Salvany. Así aprovechamos nosotros el viaje, y vosotros os ocupáis de coordinar lo demás desde allí.

– Sí que quieres exprimir el viernes -dijo Chamorro, apenas corté la comunicación-. Por cierto, no hemos hablado aún de qué va a pasar el fin de semana. Si no te parece mal que te lo plantee…

No había pensado en ello. Y la pregunta de mi compañera era no sólo pertinente, sino algo a lo que como jefe debería haberme anticipado. Tampoco era yo quien tenía la última decisión al respecto, ni mucho menos, pero confiaba en que mis superiores se fiaran de mi criterio para evaluar si era necesario o podía tener alguna utilidad significativa maltratar a la tropa privándola del descanso dominical.

– Pues si no hay nada muy novedoso de aquí a las tres -dije-, creo que le propondré a Pereira que nos dé licencia para retomarlo el lunes. De todos modos yo voy a quedarme por aquí, porque este fin de semana no tengo al chico, así que puedo cubrir cualquier imprevisto. Tú haz lo que más te convenga, no quiero obligarte a seguir mi suerte. También te puedes llevar el coche, si quieres tener más flexibilidad para ir y venir. Eso sí, te quiero de vuelta aquí el lunes a primera hora.

– Vale, pues ya lo pensaré sobre la marcha.

– ¿Tenías algún plan?

– Tenía. Pero tampoco era nada del otro mundo. Ya veré.

Uno debe respetar la intimidad de los demás y me abstuve de seguir preguntando. Pero últimamente no veía a Chamorro demasiado contenta, y me costaba reprimirme para no indagar la razón. En apenas tres años se había deshecho de dos novios (no sin fundamento, para decirlo todo) y temía que estuviera deslizándose por esa cuesta que ya había visto bajar a otras mujeres, la que lleva a creer que en el fondo nada ni nadie merece mucho la pena y a cuestionar la posibilidad de establecer ninguna solidaridad firme con un individuo portador de cromosomas masculinos. No me parecía lo más inteligente ni lo más saludable que podía hacer, pero por otra parte yo no era el candidato idóneo para refutarle esa convicción, si es que había llegado a ella, y a partir de ahí poco me cabía remediar. Sólo podía ofrecerle consejos, una mercancía tan inservible que en cualquier sitio te la dan gratis. Para eso, prefería quedarme al margen, aunque fuera al precio de asistir desde una incómoda incertidumbre a sus zozobras. Si alguna vez podía ayudarla en algo (y alguna vez, de hecho, había podido), a ella ya le constaba que no tenía más que hacérmelo saber.

Tras superar el embotellamiento de la ronda, logramos entrar en el casco urbano y llegar a la zona alta del Ensanche, donde Altavella tenía su residencia. Se hallaba en el territorio intermedio entre la parte baja de la ciudad y los barrios de más postín. El edificio, según calculé a bulto, no estaba a más de veinte minutos caminando de las oficinas de la productora. Era un inmueble centenario, que desde fuera no llamaba demasiado la atención del viandante. Pero en cuanto entramos en el portal nos dimos cuenta de que se trataba de la discreción a que suelen recurrir los más listos de entre quienes poseen bienes que otros pueden codiciar. El portero de la finca ya había sido aleccionado. Apenas dijimos a quién veníamos a ver, nos indicó dónde estaba el ascensor y nos proporcionó, diligente, las instrucciones oportunas:

– Último piso. Aprieten con fuerza el botón.

Así lo hicimos, y el artefacto, venerable pero favorecido por una primorosa restauración (y deduje que por una total renovación de la maquinaria original), nos elevó con suavidad y eficacia. Salimos a un descansillo amplio, en el que se veían dos puertas. Antes de que pudiéramos pensar en apretar un timbre, una de ellas se abrió y tras ella apareció una mujer de unos treinta años y aspecto sudamericano.

– Buenos días, ¿los señores guardias civiles?

Chamorro y yo nos miramos durante una fracción de segundo. Nunca nos había dado la impresión de que nuestra condición pudiera llevar aparejado ese respetuoso tratamiento, y desde luego a mí nunca me lo habían aplicado. Estábamos mucho más acostumbrados a que nos llamaran de otras maneras, bastante menos reverentes.

– Sí -dije, en cuanto me hube recobrado del asombro.

– Tengan la bondad de pasar.

Se apartó y nos indicó con la mano la dirección del pasillo. Lo seguimos y precediéndola llegamos hasta un distribuidor del que partía una escalinata de porte señorial. Como dudáramos, nos aclaró:

– En la planta superior, si son ustedes tan amables.

Imposible no ser, ante aquella dulzura, tan amable como ella pidiera. Pensé, y no era la primera vez, que uno de los beneficios más incuestionables de la inmigración era haber recuperado para el uso diario las fórmulas corteses del castellano, que antes de la venida masiva de sudamericanos habían quedado relegadas a los libros antiguos, dada la abrumadora preferencia entre los españoles por el gruñido más o menos articulado como forma usual de requerimiento al prójimo. Al llegar al término de la escalera nos recibió una andanada de sol que entraba por un gran ventanal. La mujer observó, con una sonrisa:

– Hace un bello día, ¿no les parece?

– Verdaderamente -dijo Chamorro.

El día era espléndido, desde luego, pero lo que no merecía nada por debajo de fabuloso era aquella casa. No sólo era enorme, sino que en cada rincón donde uno posara la vista se encontraba algún detalle que demostraba que a sus habitantes no les faltaba el dinero y sabían en qué gastarlo. Obras de arte, muebles de anticuario, centenares de libros, un piano, una pantalla de plasma gigante. Al otro lado del ventanal había una inmensa terraza. La mujer tomó la delantera y abrió la puerta que daba al exterior. Al vernos titubear de nuevo, nos dijo:

– El señor ha creído que estarían mejor en la azotea.

La seguimos. La terraza sólo era una porción de la parte al aire libre de la casa. En un nivel superior tenía una azotea el doble de grande, con, entre otras cosas, un cenador, una pequeña piscina portátil y multitud de plantas exquisitamente cuidadas. Bajo la pérgola del cenador había una mesa preparada con tres servicios. El panorama de Barcelona era fastuoso. Se veía la montaña, la Sagrada Familia, el mar.

– Tomen asiento, en seguida viene el señor.

Cuando nos quedamos solos, Chamorro no pudo callarse:

– Joder, con perdón. ¿Qué puede valer esta choza?

– Supongo que si coges tu sueldo de toda la vida y lo multiplicas por mi sueldo de toda la vida, podríamos pagar la azotea -calculé.

– Qué exagerado, o qué mal andas en aritmética… Hablando en serio.

– ¿En serio? No sé, muchísimo, un escándalo. Lo que está fuera de duda es que si el tío pretendía impresionarnos, lo ha conseguido. Claro que con dos destripaterrones como tú y yo lo tiene a huevo.

– ¿Y esto se lo compró él con los libros o la mujer con la pasta de la tele? ¿A ti te parece que puede dar para tanto la literatura?

– Bueno, Altavella lleva décadas en activo y ha vendido muchos miles de ejemplares. A lo mejor se compró esto antes de que la especulación con el ladrillo lo pusiera todo por las nubes. Pero me permito dudarlo. Me parece que ya tienes deberes, Virgi: averiguar en el registro de la propiedad a nombre de quién está el Taj Mahal este.

– Estupendo. A ver si así aprendo a callarme.

Altavella se presentó poco después. Mi reloj marcaba las ocho y cinco cuando le vimos venir hacia nosotros, aseado y bien vestido.

– Buenos días -dijo, en tono cordial-. Qué puntuales son ustedes.

– Nos enseñan a serlo. Y es un hábito beneficioso.

– Y que lo diga, aunque haya tanta gente que se da tono retrasándose. En vista de la hora, y teniendo en cuenta su deferencia de venir a mi casa, se me ocurrió que debía invitarles a un buen desayuno -explicó, señalando la mesa-. Espero que no les parezca improcedente.

– No, pero tampoco tenía que haberse molestado.

– No se preocupe, sargento, no es ninguna molestia. Ni intento obtener un trato de favor. No espero que deje de someterme a un interrogatorio implacable, tan sólo procuro hacer la experiencia lo menos ingrata posible a todos. Es algo que mucha gente olvida. Que esforzándose un poco, la vida resulta menos desagradable, y que no estamos aquí tanto tiempo como para afear gratuitamente nuestros días.

– No vamos a someterle a ningún interrogatorio -dije-. Venimos a contarle lo que sabemos hasta ahora, y a charlar con usted para que nos indique por dónde cree que podemos encontrar más pistas para localizar al culpable o los culpables de la muerte de su mujer.

Altavella me contempló con una expresión enigmática. Sus labios estaban distendidos, pero sus ojos me escrutaban con frialdad.

– Le agradezco que utilice la palabra muerte, y no defunción o fallecimiento o cualquier otro de esos lóbregos eufemismos -declaró-. Llamar a las cosas por su nombre siempre me ha parecido el primer paso imprescindible para abordar cualquier problema. Para corresponderle, déjeme decirle antes de nada que no me ofendería en absoluto que me preguntaran si hay alguien que pueda atestiguar que yo estaba la noche del crimen donde les dije que estaba. En realidad, me resulta casi pasmoso que no me lo hayan preguntado todavía.

No suelo permitir a los testigos que me digan cómo debo hacer mi trabajo, y menos aún iba a permitírselo a Altavella. Pero tampoco quería empezar aquel encuentro con una confrontación, así que opté por una respuesta oblicua, que confié en que le hiciera meditar:

– Pues no pensaba preguntárselo, porque por ahora no tengo elementos de juicio que me lleven a la necesidad perentoria de hacerlo, pero tampoco le impediré que me lo cuente, si así lo desea.

Pude apreciar en la mirada de Altavella un momentáneo desconcierto. Como si hubiera visto desviarse inesperadamente una estocada en la que había empeñado toda su audacia y que daba por imparable. Aprovechó para rehacerse la llegada de la mujer sudamericana, que traía en una bandeja café y zumo de naranja recién hechos.

– Muchas gracias, Palmira. Ya sirvo yo el café.

– Como usted diga, señor.

Había algo en el trato de Altavella con su empleada doméstica que me gustó. Al contrario que otros, no se dirigía a ella como si fuera un semoviente que no mereciera mayor atención que contar cada mes los billetes que le pagaba. Tampoco con esa bonhomía impostada y remota que algunos ricos consideran el colmo de la delicadeza para con el servicio. Le sonreía de verdad y la miraba a los ojos. Y ella a él.

El viudo nos preguntó cómo queríamos el café y nos lo sirvió con aplicación y lentitud. Luego le acercó el azucarero a Chamorro.

– Gracias -dijo mi compañera.

– No hay de qué. Quien no vive para servir, no sirve para vivir.

Saltaba a la vista que a Altavella le complacía desempeñarse de modo extravagante, y subrayarlo en la medida justa para que no resultara falso ni embarazoso, sin dejar de llamar la atención. Iba yo a tomar la palabra cuando se acordó de lo que había dejado a medias:

– Pues como les dije, esa noche estaba en mi casa de Gerona. Coincidí un rato con uno de los vecinos hacia las ocho de la tarde, pero después de eso y hasta la mañana siguiente, cuando fui a comprar el pan y el periódico, no vi a nadie. Salvo que alguien pasara por allí y me viera a través de la ventana, lo que bien puede haber sucedido, porque no suelo correr las cortinas, me temo que no tengo a quien pueda respaldar mi coartada en los términos más o menos convencionales. Prefiero decírselo de entrada por si eso supone algún problema. En pura teoría, entre la tarde del lunes y la mañana del martes, pude ir a Zaragoza y volver, la distancia lo permite más que holgadamente.

Ahora era yo quien estaba descolocado. ¿A qué jugaba aquel tipo? ¿Era de una idiotez insólita o de una insólita franqueza? En todo caso, no podía reaccionar a su provocación de una manera vulgar.

– No sé si eso que me dice debería preocuparnos -dije-. Depende.

– ¿De qué?

– De si le convenía o deseaba usted la muerte de su mujer, claro está. Pero como no tenemos una máquina para adivinarle los pensamientos ni los deseos, dependerá en suma de si encontramos o no indicios que nos lleven a suponerlo. Y de si usted está dispuesto a hacer algo para disipar nuestras sospechas o, al contrario, para alimentarlas.

– Ya veo. ¿Y cómo podría hacer lo uno y lo otro?

El candor con que lo planteaba sonaba auténtico. Traté de seguir hablando como si aquello fuera en serio, y no la broma inconsecuente que podía parecerle a cualquier otro que estuviera en mi lugar.

– Puede imaginarlo sin mucho esfuerzo -dije-. Sin duda tendríamos que verificar sus movimientos si se confiesa autor del crimen, porque habríamos de contrastarlo por otras vías. Aunque es raro, hay gente que se acusa sin haber hecho nada, y la mayoría de la que se acusa con motivo suele desdecirse en el juicio. También tendríamos que investigarle a usted si viéramos que nos oculta información, o que nos facilita alguna que comprobemos que no se ajusta a la realidad.

– Bien, creo que lo entiendo. ¿Y cómo puedo, en cambio, ayudarles a no considerarme objetivo potencial de sus pesquisas?

– Contándonos todo lo que sepa y pueda orientarnos, para empezar. Y en un terreno más específico, también ayudaría que nos permitiera tomarle una muestra de saliva para obtener su perfil genético.

– No tengo ningún inconveniente. ¿Para qué les sirve eso?

Podría haber rehusado responderle. Pero preferí no ocultárselo:

– Para descartar que usted fuera la persona que mantuvo relaciones sexuales con su esposa poco antes de su muerte.

Altavella me sostuvo la mirada, acaso para demostrarse algo.

– No fui yo. Así que dígame dónde tengo que escupir.

– No tenemos tanta prisa. Ya le tomaremos la muestra. Antes me gustaría ponerle al corriente de lo que hemos ido descubriendo.

– De acuerdo -asintió-. Soy todo oídos.

En los últimos días me había tocado hacer aquel relato varias veces, para oyentes no siempre fáciles, como mi superior directo o la autoridad judicial. Pero con ninguno de ellos me había visto sometido a tanta exigencia como con aquel hombre que me escuchó durante varios minutos con gesto de completa concentración, sin despegar los labios y casi sin mover un músculo de su cuerpo. No sólo era el viudo. Estaba narrándole algo a un narrador consagrado, y por pueril que resultara cualquier afán de competición por mi parte, no quería quedar en ridículo y aspiraba a producir en él un impacto, por lo que administré mis bazas y procuré desplegarlas ante él de la manera más eficaz. No le informé de todo, desde luego. Me callé todavía lo de los amantes que le habíamos averiguado a su mujer, lo del contenido de sus ordenadores, lo de los teléfonos móviles y las cuentas de correo electrónico que íbamos a intervenir. Una cosa era que no quisiera tratarle como un sospechoso y otra que descartase su implicación de forma tan absoluta como para ponerle al corriente de todas las interioridades de la investigación. Pero de lo demás le di buena cuenta, incluido lo relativo al misterioso joven moreno con quien habían visto a Neus poco antes de morir. Me entretuve en facilitarle todos los detalles que teníamos sobre él, y también sobre el desconocido del cementerio con quien provisionalmente lo relacionábamos. Lo que no le participé fueron nuestras hipótesis sobre quién o qué pudiera ser. Ahí esperaba su colaboración.

– ¿Conoce usted a alguna persona con estas características, y que pudiera tener algún trato con su esposa? -le pregunté.

Altavella no respondió en seguida. Aún se demoró unos segundos en aquel ensimismamiento con que me había estado escuchando.

– Hombre, moreno, sobre veinticinco años -recapituló-. No diría yo que ese prototipo abundaba en su círculo de amistades o relaciones. Pero tampoco debía de serle del todo ajeno. Imagino que deberían mirar en su entorno laboral. En la productora. En la tele. A mí, honestamente, no se me ocurre ahora ninguno. Bueno, se me ocurre Marc, uno de mis sobrinos. Pero la verdad, me sorprendería que Marc se hubiera liado con su tía. No es que no crea que la naturaleza humana dé para eso y para mucho más, pero mi sobrino es un crío y un soso y dudo que Neus le hubiera dado oportunidad. Además, él no tiene un Audi plateado, sino un descapotable rojo. Eso ya se lo dice todo.

Llegados ahí, me correspondía abrir mi carpeta, que para eso la llevaba, y sacar de ella una fotografía. Lo que con Meritxell me había parecido un gesto hábil, con Altavella me resultaba más bien tosco. Pero era lo que tenía que hacer y lo hice: le tendí la instantánea en la que se veía al hombre del cementerio. El escritor la cogió con precaución.

– ¿Ha visto alguna vez a esta persona? -inquirí.

Altavella meneó la cabeza, mientras sus ojos permanecían clavados en la fotografía como si tratara de memorizarla.

– No, jamás -dijo-. Esto es el cementerio, ¿no?

– Sí, es el hombre al que vimos allí.

– Tiene miedo -afirmó, como quien consignara un dato objetivo.

– ¿Por qué piensa eso? -dijo Chamorro.

– La mirada es esquiva -explicó-. Tampoco eso tiene nada de particular, a partir de cierto momento a todos nos sucede, tenemos demasiados errores a la espalda y cuando nos acordamos de ellos, que es más a menudo de lo que desearíamos, nuestros ojos no quieren encontrarse con los de nadie. El que mejor lo describió fue César Vallejo: y todo lo vívido se empoza, como charco de culpa, en la mirada. Lo hizo en un poema hermoso y terrible, Los heraldos negros. Pero este hombre es demasiado joven. No pesan en su mirada las viejas fechorías, no le ha dado tiempo a acumularlas ni a fermentarlas. Teme por algo reciente.

Mi compañera y yo nos observamos de reojo. Supongo que ambos dudábamos, ella más que yo, si aquello que acabábamos de oír denotaba una singular clarividencia o una singular falta de cordura.

– Perdonen -añadió entonces Altavella-. Es un juego. Me gusta mirar a la gente por fuera y jugar a adivinarla por dentro. No me hagan caso. Me equivoco constantemente, como cualquiera. Lo único que puedo decirles es que no tengo ni idea de quién es este hombre.

– Es posible que no sea nadie -reconocí-, o nadie que tenga que ver con esta historia. Meritxell Palau tampoco nos ha sabido decir quién es. Pero si allí estaba, sería por algo. Y si no lo conoce quien trabajaba codo a codo con Neus, ni tampoco usted… Bueno, podría ser un simple curioso, claro, pero su actitud no es la que se espera de alguien así. ¿Me permitiría que le hiciera una pregunta un poco personal?

– Hágala, no se apure. Todas lo son, en este contexto. Han matado a mi mujer y lo único que parece claro es que ella estaba con otro.

No distinguí si era resignación o altivez. Aproveché, no obstante:

– ¿Cree usted que su mujer estaba pasando una mala racha?

Altavella alzó las cejas.

– ¿Una mala racha? ¿De qué? ¿De fortuna? ¿De salud?

– Me refiero -y sopesé las palabras que iba a pronunciar a continuación- a si tiene usted la impresión de que pudiera atravesar por un estado de ánimo que la predispusiera a tener un comportamiento fuera de lo normal. Que la impulsara a correr riesgos, a hacer cosas extrañas o a relacionarse con gente fuera de sus círculos habituales.

Comprendí al instante que no lo había expresado del todo bien. El rostro de Altavella mostraba ahora, si cabía, un estupor mayor.

– ¿Me está preguntando si mi mujer tenía algún problema psicológico? ¿Si había perdido la cabeza, si estaba trastornada o algo así?

– No exactamente -le aclaré-. Problemas psicológicos, en mayor o menor grado, los tiene todo el mundo, pero de una persona que llevaba adelante su vida y su trabajo, con éxito y superando no pocas dificultades, nunca me atrevería a plantear que pudiera estar trastornada. Parto de la premisa de que Neus estaba en sus cabales y como cualquiera tendría sus altibajos. Lo que me pregunto es si estaba pasando por un momento de desencanto que la impulsara a buscarse aventuras, y a no cuidarse mucho de dónde ni con quién las buscaba.

El escritor adoptó de pronto un gesto circunspecto.

– Ahora le entiendo -dijo-. Y entiendo, también, por qué me avisaba de que era una pregunta personal. Pues sí, eso sí es posible. Verá usted, sargento, mi mujer y yo no nos llevábamos mal y nos teníamos plena confianza. Nos consultábamos sobre casi todo. De hecho, para mí ninguna opinión valía como la suya y creo que puedo decir que otro tanto le sucedía a ella con la mía. Pero es cierto que nuestro matrimonio había perdido desde hace años la capacidad de arrebatarnos, a ambos. Y que una vez constatado eso, en vez de hacer un drama, decidimos aceptarlo y sobrellevarlo de la manera más serena e imaginativa posible, porque entre nosotros existía el afecto y la comprensión suficientes como para no desear la convivencia con otra persona. Cada uno se arregló por su lado, y nos acostumbramos a respetar cada uno los espacios particulares del otro. Yo no me entrometía en los suyos ni ella en los míos. Sobre si ella se apañaba bien o mal en esos espacios, sólo puedo especular. Pero no diría, eso es cierto, que en los últimos tiempos anduviera muy sobrada de experiencias satisfactorias. Por un momento, pareció calibrar el efecto de su revelación.

– Disculpen que hable de esto de una manera tan general -agregó-. Prefiero hacerlo así. Pero si necesitan que sea más concreto…

– No -dije-. Creo que le seguimos, en lo esencial. Y por otra parte no es cosa nuestra cómo se arreglaran ustedes. Para serle sincero, tampoco nos coge de sorpresa. Hemos podido saber que su mujer mantuvo relaciones más o menos duraderas con varias personas en los últimos años. Lo que sucede es que ninguno de los nombres que nos han dado nos casa con ese hombre con el que la vieron el lunes, ni tampoco con el crimen que estamos investigando. Por eso suponemos que se trata de una persona nueva, alguien con quien se veía desde hacía poco tiempo. Incluso barajamos que pudiera ser alguien a quien no conocía mucho, lo que complicaría bastante nuestro trabajo. ¿No puede darnos usted ninguna pista de dónde y cómo pudo coincidir con él?

Altavella me escuchaba con toda atención. Mientras yo hablaba, él iba asimilando hasta dónde habíamos llegado a desvelar las peculiaridades de su matrimonio. A cualquier otro le habría resultado molesto, pero a él parecía aliviarle no tener que contárnoslo todo.

– Sobre eso, no puedo ayudarles -dijo-. He llegado a saber, era inevitable, el nombre de algunos con quienes estuvo Neus. Siempre hay algún samaritano al revés a quien le complace hacerte llegar lo que interpreta que recibirás como una puñalada en el corazón. Pero a ella no le pregunté nunca adónde se arrimaba o se dejaba de arrimar, ni esperaba que me tuviera al tanto. Yo tampoco la tenía a ella.

– ¿No le contó que estuviera angustiada por algo o por alguien? ¿Ni siquiera para desahogarse o pedirle consejo?

– No. Hablábamos de nuestros asuntos comunes. O del trabajo.

– ¿Tampoco le consta que tuviera problemas en ese terreno?

– Si los tenía, no me lo dijo. Pero me extrañaría. De eso sí solía estar informado. Por razones profesionales. Soy socio de la productora.

– ¿Hablaron alguna vez del proyecto que tenía para hacer un reportaje sobre el mundo de la prostitución barcelonesa?

Altavella se lo pensó antes de responder.

– No era un proyecto -me corrigió-. Lo hizo, y se emitió en su día.

– Me refiero a una segunda parte.

– De eso no sé nada. Estaría en una fase preliminar. De todos modos, después del primero yo le desaconsejé que siguiera con ese tipo de temas. La vida de los desgracia dos, al final, no le interesa a nadie. Y los que se sientan delante de la tele por la noche no quieren que les recuerden en qué sucio mundo viven, sino evadirse de sí mismos.

– ¿Y ella cómo se lo tomó?

– Se cabreó. No le gustaba que le dijeran que había metido la pata. De todos modos yo no la presionaba en ningún sentido. Ella era la estrella. Sabía que cualquiera que fuera su decisión, yo la apoyaría.

Era una ocasión inmejorable para tocar un aspecto delicado:

– Por cierto, ¿qué es lo que va a suceder en adelante con la productora? Tengo entendido que ahora será usted quien la controle.

– No sé quién le ha dicho eso, pero se confunde. Actualmente poseo un 10 por ciento. Neus poseía el 75 y otros socios minoritarios se repartían el 15 por ciento restante. De la parte de Neus yo heredaré un tercio, según su testamento, y los otros dos tercios irán a sus padres. Esa misma regla rige para todos sus bienes. Fue lo que pactamos en su día para estar en igualdad de condiciones. Si hubiera muerto yo antes, dos tercios de mi herencia habrían sido para la hija que tengo de un matrimonio anterior y un tercio para ella. Echen cuentas y verán que no reúno ni de lejos la mayoría del capital. Sólo el 35 por ciento.

Nos dio noticia de todos aquellos pormenores accionariales y testamentarios sin el menor reparo, con una naturalidad que, en este mundo donde el flujo de caja dicta el curso de tantas vidas, muy poca gente acierta a mostrar cuando de hablar de dinero se trata. No oculto que el detalle le hizo ganarse mis simpatías. De todos modos, no me dejé cegar por el baile de porcentajes y reformulé mi pregunta:

– Pero al final será usted quien administre la parte de sus suegros…

– Tampoco. Estoy buscando un gestor profesional para que se ocupe. Lo que les he propuesto a mis suegros es que vendamos nuestras acciones en cuanto podamos. Yo desde luego venderé las mías. Si es que valen algo, ahora que se ha hundido el buque insignia de la empresa. La televisión no es mi negocio, ni me atrae lo más mínimo.

En este punto, tuve la sensación de que me quedaba sin preguntas. A partir de lo que nos había dicho, y salvo que cuestionáramos la veracidad de su testimonio, no era mucho más lo que aquel hombre nos podía aportar. Y si eso era todo, los resultados de la entrevista iban a quedar muy por debajo de mis expectativas. Sólo me quedaba algo que no estaba seguro de que conviniera sacarle, porque podía ser la manera de hacerle perder la amabilidad y la paciencia que nos había dispensado hasta entonces. Pero qué sentido tenía reservármelo. Volví a abrir mi carpeta y, mientras tomaba de ella unos folios, le dije:

– Me gustaría pedirle algo, si no es abusar de su tiempo.

– Hasta ahora no lo ha hecho -juzgó, magnánimo-. Más bien tengo que alabarles el miramiento y la meticulosidad con que enfrentan su labor. Ya me hago cargo de que no debe resultarles nada fácil trabajar de ese modo, mientras ahí afuera los medios de comunicación hacen todo el ruido posible a propósito de esta desdichada historia.

– Sólo cumplimos con nuestro deber -le quité importancia-. Del ruido, prescindimos. Para que se haga una idea, no he visto ni un segundo de televisión ni he leído una línea de periódico desde que me encargaron esto. Lo mejor es mantener los ojos y los oídos limpios, poner los cinco sentidos en las pruebas que uno se encuentra y no perder el tiempo con dimes y diretes. Por eso mismo, para recabar pruebas, hemos pedido autorización judicial para examinar el ordenador de su mujer, como ya le anticipé -y al decir esto, aguardé a que algo en su expresión evocara el roce que habíamos tenido al respecto.

– Ya me lo anunció, sí -dijo, sin alterarse-. Y disculpe mi reacción en ese momento. Luego lo hablé con mi abogado y me hizo entender que era su obligación. Sólo espero que no haga falta advertirle que tendrán que atenerse ustedes a las consecuencias si sale a la luz algo de lo que hay en ese disco duro que no guarde relación con el caso.

– Pierda cuidado. Somos conscientes de nuestras responsabilidades. El hecho es que entre los ficheros hemos encontrado este texto, que nos intriga. Está en inglés, pero no es eso lo que nos dificulta interpretarlo, sino que parece estar escrito en clave. Se me ha ocurrido que tal vez usted podría echarle un vistazo y decirnos si le sugiere algo.

– Déjeme ver.

Le tendí los folios. Altavella examinó deprisa el primero y de ahí pasó al segundo, al tercero, al cuarto. Luego saltó a la mitad y antes de continuar alzó hacia nosotros una mirada inquisitiva.

– La clave no puede ser más obvia -dijo-. No me digan que no se les ha ocurrido. ¿Ninguno de ustedes ha leído Alicia a través del espejo?

Загрузка...