CAPÍTULO 20 LA REINA SIN ESPEJO

Ni Vinuesa ni su abogado formularon la menor protesta por las cerca de cuarenta y ocho horas que lo tuvimos detenido. Tampoco juzgué necesario pedirle disculpas cuando lo soltamos, como me enseñaron a hacer siempre que cometo una equivocación, porque con su comportamiento me había puesto muy difícil obrar de otro modo y porque no dejaba de recordar que de no haber mediado su torpe codicia (y su deslealtad hacia Neus) tal vez nada de aquello habría sucedido. Ni siquiera fui demasiado amable al emplazarlo para el día siguiente a la rueda de reconocimiento en la que esta vez sería él quien observara y Ganivet uno de los que se ofrecieran a su escrutinio. No es que me sienta muy orgulloso al recordar esta frialdad por mi parte; de hecho empecé a arrepentirme de mi dureza cuando lo vi llegar a la mañana siguiente, quince minutos antes de la hora a la que le habíamos citado, a las dependencias de los Mossos donde se practicaría la diligencia. Aunque se había afeitado y se había cambiado de ropa, Luis Fernando Vinuesa ofrecía todo el aspecto de un hombre roto y atormentado.

Me lo llevé a tomar un café, con ánimo de darle un poco de amparo y tratar de infundirle las energías que necesitaría para enfrentarse y señalar con el dedo al hombre que lo había metido en la ratonera. Mis esfuerzos por sacar conversación no fueron muy fructíferos y tampoco insistí mucho. Hay ocasiones en que uno no necesita que le hablen, y mucho menos hablar. Sólo al final, ante la taza vacía y mientras yo pagaba la cuenta, aquel hombre reunió fuerzas para decir algo:

– Sepa, sargento, que yo voy a ser el primero que tardaré mucho en poder volver a mirarme a la cara sin que me entren arcadas.

Había en sus palabras una mezcla de convicción, autodesprecio y lástima de sí mismo que no me era en absoluto desconocida.

– Tampoco persevere en eso -le aconsejé-. Flagelándose no va a devolverle la vida a nadie. Trate de hacer la suya, que es la que ahora tiene entre manos, lo mejor que pueda de aquí en adelante.

La rueda de reconocimiento nos la habían preparado nuestros anfitriones, que también habían suministrado el personal. A Ganivet le habían hecho quitarse los pendientes (la alternativa era perforarles las orejas a los mossos acompañantes) pero aun así era el que tenía una pinta más acanallada de todo el conjunto. Los demás vestían mucho mejor y estaban más limpios. Antes de que entrara el testigo, la juez que dirigía esta vez la diligencia examinó el grupo y dijo:

– ¿No pueden traer a algunos con peor facha? Ahí canta mucho.

Riudavets se fue entonces a hacer un par de llamadas para movilizar a unos cuantos de los suyos cuya apariencia resultara más adecuada al caso. Mientras esperábamos, el sargento Rubio observó:

– De todos modos, en las grandes ciudades os sobran los recursos. Recuerdo yo una rueda que hicimos en un pueblo pequeño. Les pido a los guardias del puesto que nos la monten y cuando viene el testigo va y suelta: «Pues tiene que ser el cuatro, porque el primero es el panadero, el segundo el de la tienda de ultramarinos, el tercero el del bar…» Te puedes imaginar cómo se descojonaba el abogado.

Pero el abogado de Ganivet no tuvo motivos para reírse. En la segunda intentona, su defendido estaba rodeado de mossos de la unidad antidroga, con los que no podía decirse que desentonara en exceso, y entre los que el testigo le señaló a la primera y sin ningún género de dudas. La juez le puso a prueba, como era su obligación, pero Vinuesa, como si estuviera pagando alguna deuda, repitió muy firme:

– El número cinco. Seguro. Lo digo aquí y donde haga falta.

Ésta podría decirse que fue nuestra última actuación relevante en el caso Neus Barutell. Con ella cerrábamos el círculo de nuestras pesquisas. A partir de aquí hubo bastante burocracia, por las complejidades del sistema judicial y la propia del caso, en el que al final habían acabado confluyendo un sinfín de delitos (homicidios, cohecho, explotación sexual de menores, atentado a la autoridad) sobre los que tenían competencia jueces de tres provincias y en los que de una u otra manera interveníamos tres cuerpos de seguridad diferentes. Pero lo fundamental de nuestro asunto ya estaba resuelto, aunque la trama de corrupción policial y tráfico y prostitución de menores todavía daría algún trabajo a quienes tenían la responsabilidad de investigarla. Lo único que nos quedaba era contrastar las huellas dactilares de la casa con las de los rumanos, cosa que hicimos con resultado negativo (no eran tan aficionados como para dejarlas), y tratar de hallar el arma homicida, algo de lo que finalmente hubimos de desistir. En cuanto fue posible interrogarlos, Stefan y Nicolae coincidieron en cargar la ejecución de las dos muertes a su compatriota caído en el tiroteo, y en señalar a Cruz y a Ganivet como inductores. Lo segundo no parecía muy creíble, pero lo primero, visto el potencial ofensivo que había mostrado el difunto durante nuestro breve encuentro, resultaba harto verosímil. Asumimos, pues, que el conocimiento exacto de lo acaecido aquella noche en la casa, así como el del lugar donde se había deshecho del cuchillo, se los había llevado el malogrado matón a la tumba.

Durante los dos días que aún pasamos en Barcelona, aparte de hacer un montón de papeleo, también me tocó terminar de convencer a mis jefes de que la batalla campal de Gavá había sido un accidente impredecible, y la colaboración informal con los Mossos la manera más sensata y eficaz de obtener una información que de otro modo habríamos recibido mucho más tarde y a la que le habríamos podido sacar mucho menos partido. Mi comandante me aceptó con reservas lo primero, pero respecto de lo segundo me advirtió que a mi regreso a Madrid tendría que explicárselo despacio, porque los responsables de la comandancia se le habían quejado de mi peculiar manera de entender la autonomía operativa. Eso me llevó a una intensa campaña con el capitán Cantero para tratar de persuadirle de que si no le había avisado era porque la cosa había surgido sobre la marcha y porque creía que íbamos a hacer una identificación sin mayores problemas, de alguien a quien en ese momento sólo considerábamos un posible testigo. La propia presencia de dos de sus hombres en la operación, le argumenté, probaba mi falta de malicia, porque no iba a ser tan idiota como para pretender ocultarle algo en lo que me acompañaban dos guardias a sus órdenes. Cantero no era mal tipo y me consta que acabó creyéndome e intercediendo por mí. Pero no me extenderé más sobre estas miserias que padezco como miembro subalterno de un cuerpo jerarquizado y militar, porque siempre que trato con ellas me acuerdo de esos olímpicos detectives de las novelas que hacen lo que se les pone en las narices sin rendir nunca cuentas a nadie y me siento como un paria.

A propósito de cuentas, más grato resultó rendírselas a mi presunta jefa suprema, la autoridad judicial encarnada en esta historia por la juez sustituta Carolina Perea. La llamé varias veces para informarla con detalle de cómo se iba desarrollando el final de la investigación, en la que por razones de distancia ella intervenía sólo en modo remoto. Ni siquiera podía llevarle aún a los imputados, porque dos de ellos, los rumanos, estaban en el hospital, y otros dos, los policías, tenían que responder previamente, ante otros dos jueces en Barcelona y Gerona, de los crímenes por los que habían sido detenidos in fraganti.

– De buena gana me iría para allá -me dijo la juez, en una de estas conversaciones-, pero tengo demasiado lío aún con el aterrizaje como para dejar mi juzgado. De todos modos, espero que venga usted por aquí cuando puedan traerme a los angelitos. Sólo le conozco como una voz en la línea telefónica y me gustaría hacerlo personalmente.

– Si usted lo ordena, señoría, allí estaré -respondí, dándole en mi pensamiento a la frase un sentido distinto al oficial y evidente.

– Tampoco se trata de eso, hombre.

– Si no lo ordena, dependeré de lo que me manden mis jefes.

– De acuerdo. Entonces lo ordenaré.

Su risa la hacía parecer mucho más joven, mucho menos juez, y en resumen algo que por mi bien debía evitar, razoné al reparar en ello. Al final, según ella quiso, la acabé viendo en persona: era una cuarentona flaca y pelirroja llena de energía y con una perturbadora luz clara en la mirada. Y tuvo su interés conocerla, pero ése es otro cuento.

El último día de nuestra estancia en Barcelona era un viernes. Aunque rematamos los asuntos oficiales por la mañana, no nos pusimos en camino hacia Madrid por que los compañeros sugirieron ir a cenar para celebrarlo antes de deshacer el equipo. Le propuse a Riudavets que se uniera a la fiesta con su gente y se mostró conforme. Quedamos a las nueve y media en un restaurante gallego que conocía Robles, en la calle Margarit con el Paralelo. A las cinco yo ya había hecho mi maleta y pensé que podía aprovechar la tarde para liquidar un par de tareas extraoficiales que aún tenía pendientes. Llamé a Chamorro:

– Virginia, me cojo el coche. ¿Te importa ir con Rubio y Tena al restaurante y que yo me reúna allí con vosotros?

– No. ¿Puedo preguntar adónde vas o es personal?

– Es personal, pero puedes. Voy a devolverle unos papeles a Altavella y a contarle todo antes de que termine de leerlo en los periódicos.

– Ya. Bueno, para eso sois amigos, ahora.

– No seas cáustica, Vir.

– No, si me parece muy bien. Es muy correcto por tu parte. Aunque me permito recordarte que conmigo no estás siendo tan correcto.

– ¿Eh? ¿Por?

– Me prometiste algo, pero ya veo que lo has olvidado. Es lo que hace la costumbre, al final todo se relaja y hasta se olvidan las promesas.

Percibí la ironía en su tono. Pero también resquemor.

– Lo confieso. No recuerdo qué es lo que te prometí.

– Me ibas a llevar al Tibidabo.

– Es verdad. Soy un impresentable. Hagamos una cosa. A eso de las ocho paso a recogerte por aquí. Subimos al Tibidabo y de ahí vamos al restaurante. Llegaremos un poco justos, pero que nos esperen.

– No sé si aceptar. He tenido que recordártelo.

– Sé magnánima. Mi cabeza ha estado muy atareada estos días.

– Claro, y además empiezas a estar mayor. Vale, a las ocho.

Altavella me recibió esta vez en su terraza. Hacía una tarde espléndida: despejada, tibia y sin una gota de aire. La vista de la ciudad a la suave luz vespertina era apacible y reconfortante. Nos sentamos a la mesa donde habíamos desayunado el día de mi primera visita y el escritor me ofreció beber algo. No estaba de servicio. Acepté.

– Pensé que iba a rechazarlo -dijo-. Celebro que no sea así, porque me apetece beber y me fastidia hacerlo solo. ¿Le gusta el vino?

– Sí.

– ¿Alguna preferencia?

– La que usted tenga.

Palmira, de pie junto a la mesa, aguardaba. Altavella resolvió:

– Algo fresco. Un blanco, Palmira, en un cubo con hielo.

No soy demasiado partidario del vino blanco, pero, como sucede con todo, hay vinos blancos y vinos blancos y ya puede suponerse que Altavella no elegía para surtirse en la parte mediocre de la gama. No quise mirar de dónde era, y él tampoco me lo dijo; me limité a saborearlo y disfrutarlo y a creer por un segundo que mi vida era realmente aquello: estar sentado en aquella azotea, paladeando aquel caldo excelente en compañía de un tipo que salía en las enciclopedias y al que se veía deseoso de complacerme. Consideré que debía ganármelo.

– Señor Altavella, una vez más debo darle las gracias por su hospitalidad. No quiero robarle más tiempo del indispensable…

– Por favor, no mida tanto mi tiempo -protestó-. Malgástelo, así contribuirá a alimentar mi ilusión de que aún me queda mucho.

– Valoro su generosidad. Pero entienda que no me aproveche de ella. Como le digo, vengo con un objetivo. O mejor, con dos. El primero es contarle, ahora que podemos reconstruirlo razonablemente, lo que creemos que le sucedió a su esposa, y a manos de quién.

– Le agradezco que tenga esa deferencia.

De nuevo, al relatarle todo lo que habíamos averiguado, junto con las suposiciones que nos ayudaban a rellenar los huecos en la secuencia de los hechos, sentí la presión de estarle narrando algo a quien había hecho de ello su oficio, y debía notar, incluso aunque se empeñara en lo contrario, cualquier incoherencia, cualquier torpeza por mi parte a la hora de presentar los acontecimientos y sus causas. Altavella me escuchó sin despegar los labios, con una atención y una emoción que pude notar que iban intensificándose por momentos. Traté de ser cuidadoso con los aspectos más sensibles, pero sin incurrir para él en arreglos demasiado compasivos, que pudiera juzgar como una falta de fe en su capacidad para hacerse cargo de los avatares terribles o absurdos de una historia como aquélla, donde no escaseaban precisamente. Una vez que hube concluido mi resumen, el escritor observó:

– Es curioso, cómo a menudo en la vida las cosas suceden por razones distintas de las que creen tener quienes las desencadenan.

– ¿A qué se refiere?

Altavella había emitido su veredicto con notable rapidez. Pero necesitó unos segundos de reflexión para hallar la forma de explicarlo.

– Me refiero a que estoy seguro de que esos canallas creyeron estar decidiendo el final de Neus, cuando me parece que lo que en realidad condujo a ese desenlace fue algo muy diferente. Que fue Neus la que se sirvió de ellos para romper la baraja. Verá, desde fuera, alguien podrá juzgar que la fama y el éxito la habían vuelto tan soberbia y estúpida como para perder el discernimiento y la sensación de peligro. Les ocurre a otros, sin duda, pero ella era mucho más inteligente que todo eso. Tuvo que percatarse del riesgo. Y siguió adelante. Como debió de percatarse de que aquel muchacho empezaba a fallarle, y en vez de largarlo, decidió entregarse cada vez con más ahínco y convertirlo con su sola voluntad en lo que él no era ni podía llegar a ser jamás.

– No sé qué decirle. Usted la conocía mejor que yo.

– ¿Sabe? Es que le escuchaba contar la historia y no podía evitar juzgarla con la deformación del novelista. Uno de esos rumanos la mató, otro lo decidió, los policías corruptos les ayudaron a hacerlo, sabiendo o no que estaban participando en un asesinato, eso me da igual. Pero por aparatosa que sea la etiqueta que la ley les adjudique finalmente, me resulta imposible considerarlos protagonistas de nada. Lo mismo que a ese chico, el que estaba con ella aquella última noche. Son unos secundarios instrumentales, del mismo modo que nadie consideraría protagonista de la epopeya del almirante Nelson al tirador que tuvo la fortuna de meterle un balazo en la columna en la batalla de Trafalgar. Fue Nelson el que planteó, decidió y acometió esa batalla, sabiendo que se jugaba la vida de sus hombres y también la suya.

Aunque el ejemplo sonaba algo grandilocuente, en cierto modo no dejaba de resultar oportuno y ajustado. La insistencia temeraria de Neus en revolver el avispero era algo que requería una interpretación, y tampoco yo estaba ya en condiciones de sumarme a la primera conjetura que pudiera sugerir el estereotipo de la famosa endiosada. No después de haber leído sus notas íntimas y sus cartas de amor.

– Neus tenía mucho sentido literario -añadió Altavella-. Era siempre mi primera lectora, y no sabe usted cuánto me aportaba. Si ella misma no escribía era por que no le daba la gana, porque prefería leer y hacer de eso un arte tan refinado y exquisito, o más, que la creación. Por eso escogió una metáfora tan precisa como la del Rey Rojo de A través del espejo para designar al enemigo al que se exponía. Es muy posible que todo lo que pasa en ese libro sea un sueño del Rey Rojo. Creo que la mayoría de los lectores adultos de Carroll lo acabamos pensando, y Neus hasta lo dejó escrito, parra que no quedara ninguna duda. Pero una vez dicho eso, y adjudicado al Rey Rojo el poder absoluto de deshacer la partida entera con sólo despertar, ¿quién es él? Nadie, un bulto inmóvil en medio del tablero por el que Alicia avanza hasta coronarse reina. ¿Qué es lo que importa, la mente dormida que sostiene el sueño, o la niña curiosa y sublime que lo vive y juega a descifrarlo?

La pregunta tenía la miga suficiente como para dejar que fuera el silencio quien se ocupara de ella. La mención del Rey Rojo me recordó que no sólo había ido allí para hacerle un resumen informativo.

– También he venido esta tarde por otra razón. Para devolverle algo que le pertenece, creo.

– Y saqué de mi macuto el libro de McGrath.

– Ah, no tenía que haberse preocupado. ¿Lo leyó?

– Lo hojeé.

– Quédeselo.

– No puedo. Está subrayado por ella. Y le traigo algo más.

Saqué el bloc con la reproducción del cuadro de Hopper. Altavella lo cogió y se quedó mirándolo durante un momento.

Nighthawks, las aves nocturnas -dijo-. Una bestia, este Hopper, para retratar la soledad. Debería estar prohibido mostrarla así a todos los públicos. Los americanos censuran la pornografía, que suele ser algo tan inofensivo, y dejan pasar en cambio mazazos como éste.

– Tiene algo escrito en la primera hoja -creí que debía advertirle.

Abrió el bloc y leyó. Después lo releyó al menos cuatro o cinco veces. O eso deduje, porque durante cerca de un minuto no levantó la vista del papel. Al fin cerró el pequeño cuaderno, lo dejó con mucho cuidado sobre el libro y se echó hacia atrás. Tomo su copa de vino y le dio un largo sorbo. Lo mismo hice yo. Hasta vaciar la mía.

– Es una situación algo más que embarazosa, sargento -dijo-, leer esto en su presencia y saber que usted lo ha leído.

– Disculpe. No quería ocultárselo. Y menos aún quedármelo. No hace falta para acreditar lo que a la justicia le importa, y creo que si ese bloc pertenece ahora a alguien, ese alguien sólo puede ser usted.

– No sé si está en lo cierto. A lo mejor es de ese L., ya que fue el último hombre que la hizo estremecerse. Pero me pone en la necesidad de explicarle algo. Llámelo narcisismo, vergüenza, como quiera.

– No tiene que explicarme nada. Ni a mí me pagan por juzgarle.

– Me apetece, sargento. Usted ha resultado ser un policía muy poco convencional. Déjeme que yo sea poco convencional también. Además, me parece un hombre de quien uno puede fiarse. No me cuesta serle franco. Creo que Neus se equivoca ahí. Ella me gustaba, y me gustaba de veras. Y la admiraba, como ya nunca creo que pueda admirar a nadie más. No sé a usted, pero a mí claro que me gustan las mujeres. Me gusta esa sintonía feroz que tienen con la naturaleza, esa profundidad que nos vuelve a nosotros toscos y banales en comparación, esa abnegación continua que convierte nuestros tesones efímeros y nuestros heroísmos ocasionales en vanos volatines de payasos de circo. Y me gusta su belleza, esa delicada composición de formas frente a la que un cuerpo masculino no tiene más encanto que una tuerca. Y Neus, en todos esos sentidos, era la más alta representación de la femineidad que a este pobre payaso que le habla le ha sido dado tener jamás entre sus dedos. Lo que ocurre es algo más triste. Que hay algo en nosotros, no sé si en todos, pero al menos en mí, que nos mantiene siempre divididos. Por cada átomo de voluntad que uno pone en construir y en creer, surge como una fuerza de reacción otro de signo contrario que le lleva a destruir y escapar. Yo llegué a desarrollar la lucidez y la fuerza suficientes para saber que nunca podría abandonarla. Pero no pude dejar de mirar siempre a otro lado, porque tampoco pude dejar de tener la sensación de que me faltaba algo que estaba en otra parte. No sé si estoy siendo capaz de hacerme entender. Tampoco sé si le importa mucho o me está tolerando el desahogo por simple amabilidad.

En ese momento, en mi cerebro se juntaban demasiadas ideas, recuerdos y emociones como para acertar a distinguir si lo que acababa de decirme era un discurso inteligible y sólido o una mera cortina de humo tras la que intentaba justificarse. Tampoco podía dirimir quién tenía razón, si Neus o él. Vagamente intuía que cada uno la tenía de una forma diferente, en un plano de la realidad inasequible al otro. Acaso sea siempre ésa la fisura, no ya entre un hombre y una mujer, sino entre dos seres humanos cualesquiera. Pero yo sólo soy un tipo que cumple el encargo de tratar de enfrentar a los homicidas con las consecuencias legales de sus actos, y por lo general me va bien no creerme capacitado para hacer mucho más. Como tampoco quería ser maleducado, me procuré una hábil salida por la tangente:

– Mientras le escuchaba, me he acordado de un libro. Si me permite la pedantería de recomendarle otra lectura, desde mi ignorancia, a alguien como usted, le aconsejo que lo lea. Es la Autobiografía psíquica de Hermann Broch. Supongo que al autor lo conoce. Yo sólo he leído de él ese libro, luego lo intenté con La muerte de Virgilio, que por lo visto es una obra maestra, pero me quedé dormido varias veces y no pude pasar de la página cincuenta, tal vez le parece un sacrilegio.

Altavella sonrió abiertamente.

– No, no me lo parece. Yo lo acabé sólo por esnobismo.

– El libro del que le hablo es muy distinto. Tampoco es demasiado ameno, pero hace un autoanálisis interesante. Se diagnostica a sí mismo como neurótico incurable y examina su relación con las mujeres, que responde a ese esquema que describía usted hace un momento. También él se sentía dividido y nunca le parecía tener la mujer ideal, sino mujeres que la representaban parcialmente y de las que no era capaz de desprenderse, pero con las que jamás podía contentarse. A ratos resulta bastante enfermizo en sus razonamientos, pero en medio del revoltijo de tortuosas disquisiciones psicoanalíticas acaba aferrándose por encima de todo a un concepto más sencillo y positivo.

– ¿Cuál?

– El de esperanza. Viene a decir, quizá lo estoy deformando algo, que la esperanza es el motor básico de las personas. Y que su ética personal, que le permite la infidelidad y la hipocresía, le prohíbe socavar la esperanza ajena. Su meta es alimentar y nunca destruir la esperanza de las mujeres con las que se relaciona. En tanto lo consigue, soporta su infelicidad y su trastorno. Pero en fin -me sentí de pronto fuera de lugar-, no sé por qué le cuento todo esto. Me parece que es hora de que me vaya, antes de que se me escapen más inconveniencias.

– No, no crea que lo son -dijo, indulgente-, aunque si me paro a meditar sobre lo que dice me temo que debo sospechar que me está diagnosticando una neurosis. También buscaré ese libro. Sólo hay una cuestión que me intriga, si puedo ser yo ahora un poco cotilla.

– Usted dirá.

– ¿Qué le lleva a leer esos libros, y a recordarlos tan bien? Si no le entendí mal, reniega usted de su carrera de Psicología.

Era perspicaz, Altavella. Traté de desviar el disparo.

– La psicología como campo de conocimiento me parece apasionante. De lo que reniego es de la seudociencia que suele ocultarse bajo ese nombre, y de quienes contrabandean ideología, la que sea, llamando anormales a quienes simplemente no ven la vida como ellos o proponiendo pautas que son morales y no científicas. La moral es cuestión de cada uno, a mi entender, y un catedrático de Harvard no tiene más entidad a esos efectos que un pescadero o una barrendera.

– No me refería a nada de eso. Y usted lo sabe.

Analicé la situación. Hablando de moral, allí tenía un dilema de esa índole. ¿Era lícito eludir, tratándole como un idiota, a un hombre que se había sincerado conmigo y había respetado mi inteligencia?

– El libro de Broch me lo recomendó un amigo de la carrera que siguió con el negocio de la Psicología -respondí-. Y le hice caso y lo leí, y lo recuerdo tan bien, como usted dice, por razones personales. Tampoco es ningún secreto de estado. Hace años me apunté la proeza de arruinar un buen matrimonio, con una estupenda mujer. Desde entonces, me cuesta sentirme con derecho para comprometer a otra.

No sé por qué llegué tan lejos. Acaso fue por culpa del vino. Lo que sí sé es que Altavella no esperaba tanto. Me miró con simpatía.

– Ahora veo que usted nos entiende -concluyó-. Me alegra, de veras, que todo esto haya estado en sus manos, y no en las de otro.

– Por mis manos sólo ha pasado el trabajo policial -aclaré-. Lo otro es cosa suya, de ustedes dos, y crea que como tal lo respeto.

– Gracias. Pero no se sienta abrumado por conocer la parte oscura. Neus y yo también fuimos muy felices. No imagina cuánto.

Me impresionó advertir cómo las lágrimas le anegaron entonces la mirada. Pero Altavella era un hombre ducho en las cosas grandes y pequeñas de la vida. No se precipitó a enjugarse los ojos. Continuó así, quieto, hasta que la leve brisa que había empezado a soplar se los secó. Seguro que no era la primera vez que recurría a ese truco.

Esa tarde todavía me dio tiempo a hacer una tontería más. En el recuerdo he tratado de achacarla igualmente al vino compartido con Altavella en su terraza, pero puede que ésa sea una de las chapuceras excusas que uno busca para relevarse de la culpa por aquello que en el fondo sabe inexorable conforme a su naturaleza. Localicé la cafetería sin esfuerzo. Tantas veces había ido allí, en el año siguiente a que todo saltara en pedazos. Podría haberse dado la coincidencia de que ella tuviera el día libre, pero no fue así. La vi a través de la cristalera. Ahora tendría poco más de treinta años, calculé, y se había vuelto más grave, mucho más medida en todos sus movimientos. Casi no perduraba en ella más que un ligero rastro de la antigua muchacha en la que me había extraviado y encontrado a la vez. De aquella que me había enseñado los versos de Estellés, y su sentido:

El nostre amor es un amor brusc i salvatge,

i tením L'enyorança amarga de la terra… *

Estuve allí, en la acera, durante un buen rato, observándola. Había pasado el tiempo suficiente, tal vez, como para que no resultara sólo doloroso y destructivo entrar a hablar con ella, pedirle que me pusiera un café, preguntarle por su vida y contarle lo que de la mía podía decirle. A lo mejor se habría alegrado de verme, como yo, confusamente, me alegraba de verla. Ni siquiera aquella tarde, en que cargaba con la plena conciencia de todo lo que con ella se me había roto para siempre, dejaba la visión de su rostro de arrancarme una sonrisa.

Al final me marché, sin saludarla y sin reaparecer por tanto en su horizonte, donde ya habría otras nubes y otros soles que reclamaban su atención. Duele constatar que algo que ha sido tuyo, o así lo creíste, ya sólo puedes abordarlo como extranjero, y que no hay mejor manera de probarle tu afecto que apartándote hacia la penumbra. Desarma pensar que poco a poco resbalas, así, hacia la penumbra de todo.

Se me ocurrió que llegado a aquel punto, y puesto que el error ya estaba cometido, no había nada mejor que pudiera hacer que ir a buscar a Chamorro para cumplir mi promesa y subirla al Tibidabo. Las páginas amarillas de la memoria hay que alternarlas con hojas azules de futuro, porque como llegó a comprender incluso un sujeto tan desvalido y fúnebre como Hermann Broch, no existe, ni puede inventarse, otra forma de vivir. Traté por tanto de restarle importancia a la caravana de salida de fin de semana que me tocó sufrir antes de llegar a la comandancia, y cuando a las ocho y cuarto vi esperándome ante el pabellón a una Chamorro algo irritada por el retraso, pero luminosa y arreglada para la ocasión, me dije que merecía la pena haber soportado el atasco. Para apaciguarla, improvisé una declaración exculpatoria:

– Perdona, el tráfico, estaba fatal.

– Vale, no importa, ya lo imaginé.

Nos costó mucho menos entrar de nuevo en la ciudad. Tras un rato de serpentear por la estrecha carretera que conducía hasta el Tibidabo, aparcamos cerca de la cumbre, junto al parque de atracciones.

– Aquí está -dije-. Como ves la iglesia es un espantajo, y el parque de atracciones a mí siempre me recuerda esas películas de miedo donde un payaso sádico persigue a los niños para torturarlos y dejar luego sus cadáveres abandonados al pie de la noria. Pero ahí abajo está Barcelona, y es una ciudad que vale la pena mirar. Toda tuya.

– Cómo eres -dijo Chamorro-. Relájate, hombre. Será una horterada, será más original la vista del otro día, pero a mí me apetecía y has tenido el detalle de traerme. ¿Por qué no te olvidas de todas tus manías y disfrutas un poco del panorama, antes de que tengamos que salir de nuevo zumbando para no llegar demasiado tarde a la cena?

– De acuerdo. Lo retiro todo. Esto es precioso y voy a dejar que me fascine por una vez. Sabes por qué se llama Tibidabo, ¿no?

– Pues no.

– Coño, yo creía que eras católica. Por aquello de cuando el demonio tienta a Cristo en el desierto, y desde una atalaya le promete darle todo lo que ve si se pone a su servicio. Tibi dabo: te daré, en latín.

– Ah. Es que yo de latín, poco.

– Así va el mundo, con esa ignorancia de la cultura clásica y de la historia sagrada, incluso entre las chicas formales como tú.

– Ya ves -rió-. Es una vergüenza.

Contemplamos el paisaje. Para mi gusto, aquella vista era demasiado lejana. Se perdían los detalles de la ciudad y de los barrios, que se convertían en una mancha apenas matizada por la cuadrícula de las calles. Pero al anochecer resultaba más aparente. No hay ciudad que no se vea hermosa y limpia de noche, por sucia y ruin que sea de día.

– ¿Puedo decir algo? -preguntó Chamorro.

– Sería la primera vez que te lo impidiera.

– Te he visto un poco raro, desde que llegamos aquí.

– Soy un poco raro.

– Más de lo habitual.

– Esto ha sido duro. Ha habido que fajarse, para sacarlo adelante.

– Ya lo sé. Estaba allí, te recuerdo.

– Pues eso, sería el cansancio.

Chamorro guardó silencio, como para dejarme reflexionar mejor.

– ¿Está todo bien? -dijo.

– Claro. Más o menos. Como siempre.

– ¿También conmigo?

– Por supuesto. De ti no tengo queja. Todo lo contrario, lo que empiezo a tener es miedo de que asciendas y de no encontrar a nadie tan bueno para reemplazarte. Voy a echarte de menos, cuando te vayas.

– No voy a irme a ninguna parte, de momento.

– Tendrás que buscar tus oportunidades, como todo el mundo.

– Oye, Rubén.

– Dime -la invité, sin tenerlas todas conmigo.

– ¿Qué te pasó aquí? -me soltó, a quemarropa.

Me mantuve con la vista al frente, procurando parecer impertérrito.

– Te lo contaré algún día, Virginia. Pero ese día no va a ser hoy.

Mi compañera asintió, pensativa.

– Como quieras. No es por fisgar. Es porque me preocupo por ti.

– Así lo entiendo. Pero hoy no quiero remover nada. Admira esto y luego vamos a cenar y emborracharnos, que nos lo hemos ganado.

– Me parece buena idea. ¿Quién conducirá de vuelta?

– Tú. Quiero ver cómo lo haces borracha.

– Con prudencia. Igual que estando sobria. ¿Acaso lo dudabas?

– Ni por un momento, Vir. Ni por un momento.

Cuando llegamos al restaurante gallego, que se llamaba O Meu Lar y habían cerrado para nosotros, el resto de la banda ya estaba allí. Con los del equipo, los que se habían sumado de la comandancia (el capitán Cantero, el teniente Vendrell y el subteniente Robles), la cabo primero Jimena, Riudavets y Asensi y cinco más de los suyos, se había juntado allí una mediana y ruidosa multitud. Fue Robles, genio y figura, quien nos vio llegar y se adelantó a darnos la bienvenida:

– Hombre, el gran Ruphert Belalugosi y su bella ayudante Virginia. Ya empezábamos a creer que os lo habíais montado y que debíamos apañarnos sin vosotros. ¿O es que te has perdido por el camino?

– No, no me he perdido, Robles. No esta vez.

– Es que de joven se perdía siempre -explicó-. Un desastre.

– Ya lo superé, gracias a ti.

El subteniente me abrazó efusivamente. Una vaharada de su aliento me reveló que ya llevaba un par de vinos encima. Como poco.

– Ven acá, que estás hecho un monstruo. En semana y media has acabado con la mitad de la delincuencia de la ciudad. Incluyendo a los más peligrosos de todos, los que se camuflan en la pasma.

– No te pases, Robles -le corrigió el capitán Cantero.

– ¿Acaso no es verdad? -dijo, afectando inocencia.

Me senté en la barra junto al subteniente y le señalé la copa.

– ¿Qué es ese tintorro que bebes?

– Qué tintorro. Rioja, reserva.

– Pídele a tu amigo el jefe de esto que me ponga otra, anda.

Apenas tuve la copa en la mano, le propuse un brindis:

– Por las cagadas compartidas.

– Bueno -se encogió de hombros-, si no se te ocurre nada mejor…

– Creo que es lo que toca -y añadí, bajando la voz-: Al final fui.

– ¿Y qué? -preguntó, con los ojos encendidos.

– Y nada. La vi y ni siquiera entré. Estaba guapa. Parecía irle bien.

– Mejor así. Acuérdate de aquello de las estatuas de sal.

– Con todo, Robles, cuando miro para atrás veo que he tenido suerte. Que hemos tenido suerte, tú y yo. Podríamos estar como…

– Calla, gilipollas. Pues claro que tenemos suerte. Y lo que hay que hacer es aprovecharla. Por todos los que no la tienen.

– Estamos de acuerdo.

– Enhorabuena -dijo-. Y la cabeza alta, siempre, que puedes llevarla.

Comimos y bebimos más de lo que aconsejaba el sentido común. Incluso Riudavets se dejó llevar y acabó pidiéndole a Tena que cantara El novio de la muerte, cosa que la guardia, bastante cargada también, hizo a voz en grito. Al borde de las lágrimas atacó ese pasaje que dice:

Y al regar con su sangre la tierra ardiente,

murmuró el legionario con voz doliente…

No sé por qué, en ese preciso instante me acordé de Neus. Su muerte no había tenido nada que ver con la que recreaba la canción, y la rancia épica guerrera que inspiraba la letra le era tan ajena como a mí. Pero me conmovió sentir cómo palpitaba la fe, una fe que yo no podría nunca profesar, en el canto de aquella muchacha arrebatada por el vino. Al final, discurrí entonces, lo único sabio es creerse algo y entregarle el corazón. Ni siquiera importa que tenga mucho sentido, porque nadie sabe para qué estamos aquí. Eso fue lo que Neus perdió, y con ello se le vino abajo el sueño y acabó siendo menos que el peón que había sido, como todos, en la casilla de salida. Así fue como conoció, y no pudo resistir, la soledad inmensa y definitiva de la reina sin espejo.


Getafe-Valverde del Hierro – Barcelona,

1 de septiembre de 2004-27 de julio de 2005.

Île de Ré, agosto de 2005.

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