X — El año pasado

Creo que era intención del maestro Gurloes que fuera llevado a esa casa a menudo con el fin de que no me sintiera demasiado atraído por Thecla. En realidad, permití que Roche se guardara el dinero y nunca volví allí. El dolor había sido excesivamente placentero, el placer, demasiado doloroso; de modo que temí que con el tiempo mi mente no fuera lo que yo conocía.

Además, antes de que Roche y yo abandonásemos la casa, el hombre de pelo blanco (advirtiendo que yo lo miraba), había sacado de entre sus ropas lo que en un principio me pareció un icono, pero pronto vi que era una especie de ampolla dorada con forma de falo. Me había sonreído, y como en su sonrisa no había más que amistad, tuve miedo.

Transcurrieron algunos días antes que pudiera librar mis pensamientos referidos a Thecla de ciertas impresiones producidas por la falsa Thecla, que me había iniciado en las diversiones anacreónticas y los goces del hombre y la mujer. Quizás esto tuvo el efecto contrario al esperado por el maestro Gurloes, aunque no lo creo. Pienso que nunca estuve menos inclinado a amar a la desdichada mujer que cuando aún llevaba frescas en mi memoria las impresiones de haberla gozado libremente; fue entonces cuando más claramente vi que era una falsedad, quise reparar el hecho y a través de ella (aunque apenas me daba cuenta entonces) me sentí atraído por el mundo del conocimiento antiguo y privilegiado que ella misma representaba.

Ella se convirtió en mi oráculo, y los libros que le había llevado, en mi universidad. No soy un hombre instruido… del maestro Palaemon apenas aprendí a leer, escribir, calcular, junto con unos pocos hechos acerca del mundo físico y los requisitos de nuestro misterio. Si los hombres instruidos me han considerado a veces, si no un igual, cuando menos alguien cuya compañía no los avergonzaba, lo debo solamente a Thecla: la Thecla que recuerdo, la Thecla que vive en mí y los cuatro libros.

Lo que leímos juntos y lo que nos dijimos entonces, no lo diré; contar una mínima parte desgastaría esta breve noche. Todo ese invierno, mientras la nieve blanqueaba el Patio Viejo, yo subía de las mazmorras como si saliera de un sueño y empezara a ver mis huellas detrás de mí y mi sombra en la nieve. Thecla estuvo triste ese invierno, a pesar de lo cual se deleitaba en hablarme de los secretos del pasado, de las conjeturas de las altas esferas y de las armas y las historias de héroes muertos milenios atrás.


Llegó la primavera, y junto con ella los lirios listados de púrpura y salpicados de blanco de la necrópolis. Se los llevé a la chatelaine, y ella me dijo que mi barba había brotado como ellos, y que mis mejillas serían más hirsutas que las del común de los hombres, y al día siguiente me pidió que la perdonara, diciéndome que en realidad ya eran así. Con el tiempo cálido y, creo, las flores que le llevé, le mejoró el ánimo. Cuando estudiamos las insignias de las casas antiguas, me habló de amigas de su posición, y de los matrimonios de muchas de ellas, buenos y malos, y de cómo una determinada mujer había cambiado su futuro por una fortaleza en ruinas porque la había visto en sueños; y cómo otra, que había jugado a las muñecas con ella de niña, ahora era dueña de muchos miles de leguas.

—Sabes, Severian, alguna vez habrá un nuevo Autarca y quizás una Autarquía. Las cosas pueden seguir como hasta ahora durante mucho tiempo. Pero no para siempre.

—Sé poco sobre la corte, chatelaine.

—Cuanto menos sepas, tanto mejor para ti. —Hizo una pausa; se mordió el labio inferior delicadamente curvado.— Cuando mi madre estaba con dolores de parto hizo que los sirvientes la llevaran a la Fuente Profética, cuya virtud es revelar el porvenir. Profetizó que me sentaría en un trono. Thea siempre me lo ha envidiado. Sin embargo, el Autarca…

—¿Si?

—Sería mejor no decir demasiado. El Autarca no es como los demás. No importa cómo hable yo a veces, en toda Urth no hay otro como él.

—Lo sé.

—Entonces, eso es suficiente para ti. Mira esto —sostuvo en alto el libro marrón—. Aquí dice: «Thalelaeus el Grande pensaba que la democracia», eso significa el Pueblo, «deseaba ser gobernada por un poder superior a ella misma, y Yrieriz el Sabio opinaba que la comunidad jamás permitiría que alguien que no fuera como ellos ocupara altos cargos. No obstante, cada uno de ellos es llamado El Amo Perfecto».

No entendí a qué se refería y me quedé callado.

—Nadie sabe realmente qué hará el Autarca. A eso viene a parar todo. O tampoco el padre Inire. Cuando estuve por primera vez en la corte, se me dijo con gran secreto que era el padre Inire el que realmente decidía la política de la Mancomunidad. Después de haber estado allí dos años, un hombre altamente situado del que ni siquiera puedo decirte el nombre, dijo que era el Autarca quien gobernaba, aunque a los de la Casa Absoluta les pareciera que era el padre Inire. Y el año pasado, una mujer en cuyo juicio confío más que en el de ningún hombre, dijo que realmente no había diferencia, porque los dos eran tan insondables como las profundidades pelágicas, y que si uno decidía las cosas cuando la luna menguaba y el otro cuando el viento soplaba desde el este, nadie sabría notar la diferencia. Creí que ése era un juicio atinado, cuando me di cuenta que sólo estaba repitiendo lo que yo misma le había dicho el año anterior. —Thecla guardó silencio reclinándose en la cama estrecha, con los cabellos oscuros esparcidos sobre la almohada.

—Al menos —le dije— tenías razón en haber confiado en esa mujer. Tomaba sus opiniones de una fuente digna de fe.

Como si no me hubiera oído, murmuró: —Pero si es todo verdad, Severian. Nadie sabe lo que pueden hacer. Quizá mañana me dejen ir. Es muy posible. Ya tienen que saber que estoy aquí. No me mires de ese modo. Mis amigos hablarán con el padre Inire. Hasta es posible que algunos me mencionen ante el Autarca. Sabes por qué me encerraron, ¿no es así?

—Por algo relacionado con tu hermana.

—Mi media hermana Thea está con Vodalus. Dicen que es la amante de Vodalus, y yo lo creo extremadamente probable.

Recordé a la bella mujer en lo alto de las escaleras de la Casa Azur y dije: —Creo que vi una vez a tu media hermana. Fue en la necrópolis. Había un exultante con ella, llevaba un bastón-espada y era muy bien parecido. Me dijo que se llamaba Vodalus. La mujer tenía un rostro en forma de corazón y una voz que me recordó el arrullo de las palomas. (¿Era ella?

—Supongo que sí. Quieren que ella lo traicione para salvarme a mí, y yo sé que no lo hará. Pero cuando lo descubran, ¿por qué no soltarme?

Yo cambié de conversación hasta que ella terminó por reír y me dijo: —Eres tan intelectual, Severian. Cuando te hagan oficial serás el torturador más cerebral de toda la historia… espantosa idea.

—Tenía la impresión que te gustaban estas conversaciones, chatelaine.

—Sólo ahora, porque no puedo salir. Aunque te sorprenda, cuando era libre rara vez dedicaba mi tiempo a la metafísica. En cambio iba a bailar, o cazaba el pécari con sabuesos moteados. La erudición que admiras la adquirí de niña, y cuando no me separaba de mi tutor bajo la amenaza de la vara.

—No necesitamos hablar de esas cosas, chatelaine, si así lo prefieres.

Se puso de pie y hundió la cara en el ramillete que yo había llevado para ella.

—Las flores son mejor teología que los folios, Severian. ¿Estaba hermosa la necrópolis cuando estuviste allí? No me traes flores de las tumbas ¿no es cierto? Esas flores cortadas y llevadas allí por alguien.

—No. Éstas fueron plantadas hace ya mucho. Florecen cada año.

Por la rendija de la puerta, Drotte dijo: —Es hora de partir —y yo me puse de pie.

—¿Crees que podrás ver otra vez a la chatelaine Thea, mi hermana?

—No lo creo, chatelaine.

—Si la ves, Severian ¿le contarás de mí? Puede que no hayan podido comunicarse con ella. No habrá traición en eso, estarás haciendo el trabajo del Autarca.

—Lo haré, chatelaine.

Estaba saliendo por la puerta, cuando ella agregó:

—No traicionará a Vodalus, lo sé, pero puede que haya algún tipo de compromiso.

Drotte cerró la puerta y giró la llave en la cerradura. No dejé de advertir que Thecla no preguntara cómo su hermana y Vodalus habían ido a dar a nuestra antigua —y para la gente como ella, olvidada— necrópolis. El corredor, con hileras de puertas de metal y paredes húmedas y frías, parecía oscuro después del brillo de la lámpara en la celda. Drotte empezó a hablar de una expedición de él y Roche a la guarida de un león, al otro lado del Gyoll; por sobre el sonido de su voz, oí a Thecla llamar débilmente: —Recuérdale la vez en que le cosimos una muñeca a Josepha.

Los lirios se marchitaron como lo hacen los lirios, y las rosas oscuras de la muerte florecieron, púrpuras y escarlatas. Las corté y se las llevé a Thecla. Ella sonrió y recitó:

Aquí la Rosa Agraciada,

no la Rosa Casta, reposa.

El perfume que asciende,

no es perfume de rosas.

—Si el olor te ofende, chatelaine…

—En absoluto, es muy dulce. Sólo estaba citando algo que solía decir mi abuela. La mujer era escandalosa de joven, o así me lo dijo; y todos los niños cantamos esos versos cuando ella murió. En realidad, sospecho que son mucho más antiguos y que se pierden en el tiempo, como el principio de todas las cosas, buenas y malas. Se dice que los hombres desean a las mujeres, Severian. ¿Por qué entonces desprecian lo que consiguen?

—No creo que todos lo hagan, chatelaine.

—Esa hermosa Rosa se entregó, y sufrió por eso tantas vejaciones, que hasta yo estoy enterada, aunque hace mucho que los sueños y las tersas carnes de esta muchacha se convirtieron en polvo. Ven y siéntate junto a mí.

Hice lo que me dijo, y ella deslizó las manos bajo el faldón gastado de mi camisa y me la quitó por sobre la cabeza. Protesté, pero me fue imposible resistir.

—¿De qué te avergüenzas? Tú no tienes pechos que ocultar. Nunca vi una piel tan blanca junto a un vello tan negro. ¿Crees que mi piel es blanca?

—Muy blanca, chatelaine.

—También otros lo creen así, pero es parda al lado de la tuya. Has de evitar el sol cuando seas torturador, Severian. Te quemaría terriblemente.

El pelo, que llevaba suelto a menudo, se lo había recogido sobre la cabeza como una aureola oscura. Nunca se había parecido tanto a su media hermana Thea, y tanto la deseé, que me pareció que yo estaba derramando mi sangre sobre el suelo, sintiéndome cada vez más débil y desfalleciendo con cada contracción de mi corazón.

—¿Por qué estás llamando a mi puerta? —preguntó, pero con su sonrisa me dijo que ya lo sabía.

—He de marcharme.

—Es mejor que antes vuelvas a ponerte la camisa… no querrás que tu amigo te vea así.

Esa noche, aunque sabía que era en vano, fui a la necrópolis y pasé varias guardias vagando entre las silenciosas casas de los muertos. A la noche siguiente volví, y a la siguiente. La cuarta, Roche me llevó a la ciudad, y en una taberna oí decir que Vodalus se encontraba lejos, en el norte, ocultándose entre los bosques escarchados y atacando kafilas.

Los días pasaron. Thecla estaba segura que, como nadie la había molestado durante tanto tiempo, nunca sería sometida a tortura, e hizo que Drotte le trajera material para escribir y dibujar, con el que pensaba diseñar una villa que se levantaría en la costa austral del lago Diuturna, de la que se dice que es la región más distante, y también la más hermosa, de la mancomunidad. Yo llevaba grupos de aprendices a nadar allí, pensando que era mi deber, aunque nunca pude sumergirme en las aguas profundas sin cierto temor.

Entonces, de súbito según pareció, el tiempo se había vuelto demasiado frío como para ir a nadar; una mañana había una escarcha centelleante sobre las piedras desgastadas del Patio Viejo, y en nuestros platos de la cena aparecieron chuletas de cerdo, signo seguro de que el frío había alcanzado las colinas bajo la ciudad. El maestro Gurloes y el maestro Palaemon me convocaron.

El maestro Gurloes dijo: —Desde diversas partes nos llegan buenos informes acerca de ti, Severian, y tu período de aprendizaje está próximo a cumplirse.

Casi en un susurro, el maestro Palaemon añadió:

—Tu adolescencia está detrás de ti, y tu madurez delante. —Había afecto en su voz.

—Así es, en verdad —continuó el maestro Gurloes—. La fiesta de nuestra patrona se aproxima. ¿Supongo que lo has pensado?

Asentí con la cabeza. —Eata será capitán después de mí.

—¿Y tú?

No entendía a qué se refería; el maestro Palaemon, al advertirlo, preguntó gentilmente: —¿Qué serás tú, Severian? ¿Un torturador? Sabes que puedes dejar el gremio, si lo prefieres.

Le dije firmemente, y como si me sintiera algo escandalizado por la sugerencia, que jamás lo había considerado. Era mentira. Sabía, como saben todos los aprendices, que uno no es firme y definitivamente miembro del gremio en tanto uno no da su consentimiento de adulto. Además, aunque amaba al gremio, también lo odiaba… no por el sufrimiento que infligía a clientes que a veces pudieron haber sido inocentes, y que a menudo eran castigados más allá de lo que las posibles ofensas hubieran podido justificar, sino porque me parecía ineficiente e inútil, y porque servía a un poder que no sólo era ineficaz, sino también remoto. No sé de qué manera mejor expresar mis sentimientos: lo odiaba porque me hacía padecer y me humillaba, y lo amaba porque era mi hogar, y lo odiaba y a la vez lo amaba porque era un modelo ejemplar de las cosas antiguas, porque era débil, y porque parecía indestructible.

Naturalmente, nada de esto le dije al maestro Palaemon, aunque lo habría hecho si el maestro Gurloes no hubiera estado presente. Con todo, parecía imposible que mi declaración de lealtad, vestido de harapos como estaba entonces, pudiera ser tomada en serio; sin embargo, así era.

—Tanto si has pensado en abandonarnos como si no —me dijo el maestro Palaemon— es una opción que sólo a ti corresponde. Muchos dirían que únicamente un necio serviría durante años de duro aprendizaje para luego rehusar a convertirse en oficial del gremio. Pero puedes hacerlo así si lo deseas.

—¿A dónde iría? —Esa, aunque no podía decirlo, era la verdadera razón por la que me quedaba. Sabía que un vasto mundo se extendía fuera de los muros de la Ciudadela… a decir verdad, fuera de los muros de nuestra torre. Pero no me podía imaginar a mí mismo ocupando un sitio en él. Debiendo elegir entre la esclavitud y el vacío de la libertad, añadí por temor a que contestaran mi pregunta: —Fui criado en nuestro gremio.

—Sí —dijo el maestro Gurloes en su manera más formal—, pero no eres aún un torturador, no te has investido del color fulígeno.

La mano del maestro Palaemon, seca y arrugada como la mano de una momia, buscó a tientas la mía hasta que al fin la encontró.

—Entre los iniciados a la religión se dice: «Se es siempre un observante». No se refiere sólo al conocimiento, sino también al crisma, cuya señal, por ser invisible, es inextirpable. Tú conoces nuestro crisma.

Asentí otra vez.

—Menos ecuánime que el de ellos, puede quitarse con un poco de agua. Si te vas ahora, los hombres sólo dirán: «Fue criado por los torturadores». Pero cuando hayas sido ungido, dirán: «Es un torturador». No importa que estés detrás de un arado o de un tambor, siempre oirás: «Es un torturador». ¿Lo entiendes?

—No deseo escuchar otra cosa.

—Eso está bien —dijo el maestro Gurloes, y de pronto los dos sonrieron, el maestro Palaemon mostrando unos pocos dientes torcidos, y el maestro Gurloes, unos dientes cuadrados y amarillos, como un caballo muerto. Luego, con un énfasis en su voz que aún puedo oír mientras escribo, agregó—: Entonces es hora de que te comunique el secreto final. Porque sería conveniente que lo pensaras un tiempo, antes de la ceremonia.

Entonces él y el maestro Palaemon me expusieron el secreto oculto en el corazón del gremio, el más sagrado porque ninguna liturgia lo celebra, y desnudo y escondido en el regazo del Pancreador.

Y me hicieron jurar que no lo revelaría jamás, salvo —como ellos lo hacían— a alguien a punto de iniciarse en los misterios del gremio. Desde entonces he quebrado ese voto, a menudo, como he hecho con muchos otros.

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