XIX — El Jardín Botánico

La luz del sol nos encegueció como si hubiéramos pasado del crepúsculo al pleno día. Alrededor de nosotros flotaban unas doradas partículas de paja.

—Así está mejor —dijo Agia—. Aguarda un momento y deja que me oriente. Creo que los Peldaños de Adamnian están a nuestra derecha. El conductor no habría descendido por ellos, o quizá sí, pues el tipo estaba loco, pero nos habrían conducido al apeadero por la ruta más corta. Dame el brazo, Severian; la pierna todavía me molesta.

Andábamos por la hierba, y vi que la tienda-catedral había sido levantada en un terreno liso, entre casas fortificadas; los absurdos campanarios se alzaban sobre unos parapetos. Una ancha calle pavimentada bordeaba el prado; cuando llegamos a la calle volví a preguntar quiénes eran las peregrinas.

Agia me miró de soslayo.

—Tienes que perdonarme, pero no me resulta fácil hablar de vírgenes profesionales a un hombre que acaba de verme desnuda. Aunque en otras circunstancias, sería distinto. En realidad no las conozco bien, pero en la tienda tenemos algunos hábitos de la orden, y una vez le pedí a mi hermano que me hablara de ellas. Desde esa vez, presté atención a todo cuanto pude oír. Es un traje popular en las mascaradas… todo ese rojo.

»De cualquier modo son una orden de convencionales, como sin duda ya te habrás dado cuenta. El rojo representa la luz poniente del Sol Nuevo. Viajan por el campo con esa enorme catedral a cuestas y la levantan allí donde les viene en gana sin importarles lo que pueda decir el propietario del terreno. La orden pretende guardar la más valiosa de las reliquias, la Garra del Conciliador, de modo que el rojo puede representar también las Heridas de la Garra.

Tratando de ser gracioso, dije: —No sabía que tuviera garras.

—No es una verdadera garra… dicen que es una gema. Tienes que haber oído hablar de esa garra. No sé por qué la llaman la Garra, y dudo que hasta esas sacerdotisas lo sepan. Pero si tuviera en verdad alguna relación con el Conciliador, sería realmente importante. De cualquier modo el conocimiento que tenemos ahora del Conciliador es meramente histórico… lo que significa que confirmamos o negamos que estuviera en contacto con nuestra raza en un pasado remoto. Si la Garra es lo que las peregrinas afirman, entonces el Conciliador ha existido, aunque ahora puede que esté muerto.

La mirada sobresaltada que me echó una mujer que llevaba un dúlcemele, me indicó que el manto que le había comprado al hermano de Agia estaba abierto y permitía ver la capa fulígena de mi gremio, que a la pobre mujer le habrá parecido una oscuridad vacía. Mientras me lo cerraba y me ajustaba el broche, dije: —Como sucede con todas estas argumentaciones religiosas, el significado inicial se va perdiendo con el tiempo. Suponiendo que hace muchos eones el Conciliador haya andado entre nosotros ¿a quién puede importarle más que a los historiadores y a los fanáticos? Valoro esta leyenda como parte del pasado sagrado, pero me parece que lo que hoy interesa es la leyenda, y no el polvo del Conciliador.

Agia se frotó las manos y pareció calentárselas a la luz del sol.

—Suponiendo… doblemos por esta esquina. Severian, si miras a lo alto de las escaleras podrás ver las estatuas de los epónimos… Suponiendo que haya vivido, fue por definición el Amo del Poder.

Lo que significa la trascendencia de la realidad, e incluye la negación del tiempo. ¿No es eso correcto?

Asentí.

—Entonces no hay nada que le impida desde una posición de, digamos treinta mil años atrás, volver a lo que llamamos el presente. Muerto o no, si existió alguna vez, podría aparecerse a la vuelta de la esquina o la semana próxima.

Habíamos llegado al comienzo de la escalera. Los peldaños eran de piedra blanca como la sal, a veces tan anchos que eran necesarias varias zancadas para descender de uno a otro, y a veces tan abruptos como los de una escalerilla de mano. Aquí y allá, confiteros y vendedores de monos habían montado sus tenderetes. No sabía porqué, pero me gustaba hablar con Agia de todos estos misterios mientras bajábamos por las escaleras. Dije: —Todo esto porque esas mujeres dicen que conservan una lustrosa uña del Conciliador. Supongo que produce curas milagrosas ¿verdad?

—De vez en cuando, así lo afirman. También perdona las injurias, resucita a los muertos, crea nuevas razas a partir de la tierra, aplaca la lujuria, etcétera. Todas esas cosas que se supone él mismo hizo.

—Ahora te estás riendo de mí.

—No, es el Sol… ya sabes lo que dicen que produce en la cara de las mujeres.

—Las pone morenas.

—Las pone feas. Por empezar, reseca la piel y produce arrugas. Además, resalta cualquier defecto por pequeño que sea. Urvasi amaba a Puruvas antes de verlo a la luz del sol. De cualquier manera, lo sentí en mi cara y pensé: Tú no me importas. Soy demasiado joven para preocuparme por ti, y la próxima vez recuérdame que traiga un sombrero de ala ancha.

A la luz del sol, el rostro de Agia distaba mucho de ser perfecto, pero ella no tenía nada que temer. Mi hambre se alimentaba también de esas imperfecciones, yo veía en ella el coraje esperanzado y desesperado de los pobres, quizá la más atractiva de las cualidades humanas; y me deleitaba en las máculas que la hacían más real ante mis ojos.

—De cualquier manera —continuó apretándome la mano—, admito que jamás he entendido por qué gente como esas peregrinas siempre piensan que las personas corrientes necesitan aplacar la lujuria. De acuerdo con mi experiencia, la dominan bastante bien, y casi todos los días, además. Lo que la mayoría de nosotros necesita es alguien con quien ponerla en práctica.

—Entonces te complace que te ame —dije bromeando sólo a medias.

—A todas las mujeres les gusta ser amadas y cuantos más hombres las amen ¡mejor! Pero he decidido no amarte, si a eso te refieres. Sería tan sencillo ir contigo paseando del brazo por la ciudad. Pero si esta tarde te matan, me sentiré desgraciada al menos durante quince días.

—También yo —dije.

—No, tú no. Ni te importará siquiera. Ni eso ni ninguna otra cosa, nunca jamás. Estar muerto no duele, y tú deberías saberlo más que nadie.

—A veces creo que todo este asunto no es más que una patraña inventada por ti o por tu hermano. Estabas afuera cuando llegó el septentrión… ¿le dijiste algo para disponerlo contra mí? ¿Es tu amante?

Agia rió al oírme, y los dientes le brillaron al sol.

—Mírame. Llevo un vestido de brocado, pero ya has visto lo que hay debajo del vestido. Voy descalza. ¿Ves anillos o pendientes? ¿Una lamia de plata trenzada alrededor del cuello? ¿Brazaletes de oro en los brazos? Si no los ves, has de reconocer que no tengo por amante a ningún oficial del Hogar de las Tropas. Hay un viejo marinero, feo y pobre, que insiste en que me vaya a vivir con él. Aparte de eso, bueno, Agilus y yo somos propietarios de la tienda. La heredamos de nuestra madre y está libre de deudas sólo porque no encontramos a nadie bastante tonto como para prestarnos algo, aceptando la tienda como garantía. A veces rompemos algunas telas de nuestro almacén y las vendemos a los fabricantes de papel para poder comprar un cuenco de lentejas.

—De cualquier modo podrás comer bien esta noche —le dije—. Pagué un buen precio a tu hermano por este manto.

—¿Cómo? —Parecía haber recobrado el buen humor. Dio un paso atrás y abrió la boca en una expresión de asombro fingido.— ¿No me invitarás a cenar esta noche? ¿Después de haberme pasado todo el día aconsejándote y guiándote?

—Y enredándome en la destrucción del altar de esas peregrinas.

—Eso lo lamento. De veras. No quería que se te cansaran las piernas… las necesitarás en la lucha. Pero aparecieron aquellos hombres y me pareció que era una buena oportunidad para que obtuvieras algún dinero.

La mirada de Agia había abandonado mi rostro para posarse sobre uno de los bustos brutales que flanqueaban la escalinata. Le pregunté: —¿De verdad no significó más que eso?

—La verdad es que deseaba que siguieran pensando que tal vez fueras un armígero. Los armígeros suelen ir disfrazados porque están siempre yendo a fiestas y torneos, y tú pareces uno de ellos. Hasta yo misma lo pensé cuando te vi por primera vez. Y ¿sabes?, si de verdad era así, entonces yo era alguien que acompañaba a un armígero, probablemente el hijo bastardo de un exultante. Aunque sólo se tratara de una especie de broma. No tenía modo de saber lo que sucedería.

—Entiendo —dije. De pronto me dio un ataque de risa—. Qué tontos tuvimos que parecer arriba de ese fiacre.

—Si entiendes, bésame.

Me la quedé mirando.

—¡Bésame! ¿Cuántas oportunidades te quedan? Te daré más de lo que necesitas… — Hizo una pausa y luego se echó a reír.— Después de la cena, quizá. Si podemos encontrar un sitio discreto, aunque no te convenga para la lucha. —Entonces me abrazó y, poniéndose de puntillas me besó en los labios. Tenía unos pechos firmes y altos, y yo podía sentir el movimiento de sus caderas.

—Basta ya. —Me apartó de un empujón.— Mira allí abajo, Severian, entre los pilones. ¿Qué ves?

El agua resplandecía como un espejo al sol.

—El río.

—Sí, el Gyoll. Ahora, a la izquierda. Hay tantos nenúfares que no es fácil ver la isla. Pero el césped es de un verde claro y brillante. ¿No ves el cristal donde se refleja la luz?

—Veo algo. ¿Es todo el edificio de cristal?

Ella asintió.

—Ése es el Jardín Botánico. Allí dejarán que cortes tu averno… todo lo que tienes que hacer es exigirlo como un derecho ineludible.

El resto del descenso lo hicimos en silencio. Los Peldaños de Adamnian serpentean a lo largo de la ladera de una colina: Son un lugar bastante frecuentado por los paseantes, que a menudo alquilan caballos para bajar por los peldaños. Vi a muchas parejas muy bien vestidas, hombres que llevaban en el rostro las marcas de antiguas penurias y niños retozando. También desde diversos puntos pude ver las oscuras torres de la Ciudadela que se levantaban en la orilla opuesta, lo que no hizo más que entristecerme. La tercera vez que las vi, recordé que en mi infancia me había zambullido en ese río después de haber peleado con los niños del vecindario, y una o dos veces observé la estrecha línea blanca sobre la orilla occidental, tan lejos corriente arriba, que casi era imposible verla.


El Jardín Botánico se encontraba en una isla cercana a la orilla, encerrado en un edificio de cristal (algo que yo no había visto antes y que no sabía que pudiera existir). No había torres ni muros almenados, sólo el tholos facetado que se alzaba hasta perderse en el cielo, y cuyo resplandor se confundía con el de las pálidas estrellas. Le pregunté a Agia si tendríamos tiempo de ver el Jardín, pero antes de que pudiera responderme, le dije que lo vería, hubiera tiempo o no. El hecho era que no tenía escrúpulos en llegar tarde a la cita con mi muerte, y estaba empezando a tener dificultades para tomarme en serio un combate librado con flores.

—Si deseas pasar tu última velada visitando el jardín, sea —dijo—. Yo misma vengo aquí a menudo. Es gratis, pues lo mantiene el Autarca, y entretenido, si uno no es demasiado remilgado.

Subimos por escaleras de vidrio color verde claro. Le pregunté a Agia si el único propósito del enorme edificio era obtener flores y frutas.

Riendo, negó con la cabeza y señaló la amplia arcada que se abría delante de nosotros.

—A ambos lados de este corredor hay cámaras, y cada una de ellas es un biopaisaje. Te lo advierto porque aunque el corredor es más corto que el edificio, las cámaras irán ensanchándose a medida que nos adentremos en ellas. Hay personas a las que esto les resulta desconcertante.

Entramos, había allí un silencio como el que hubo seguramente en el amanecer de la Tierra, antes de que los padres de los hombres hubieran abierto la superficie del Gyoll con las palas de los remos. El aire era fragante, húmedo y algo más cálido que el de fuera. Las paredes a ambos lados del suelo de mosaico también eran de cristal, pero tan gruesas que apenas podían verse; las hojas, las flores y aun los árboles parecían ondear como si se los mirara a través del agua. Sobre una amplia puerta, leí:


EL JARDÍN DEL SUEÑO

—Podéis entrar en el que gustéis —dijo un viejo, levantándose de una silla en un rincón—. Y en todos los que gustéis.

Agia negó con la cabeza.

—Sólo tenemos tiempo para visitar uno o dos.

—¿Es la primera vez que venís? Entonces, seguro que os gustará el Jardín de la Pantomima.

Llevaba un traje viejo que me recordaba algo, aunque no sabía qué. Le pregunté si era el hábito de algún gremio.

—Por cierto que lo es. Nosotros somos los conservadores… ¿Ha conocido alguna vez a alguien de nuestra hermandad?

—A dos, creo.

—Somos pocos, pero, sin jactancia, no hay cargo más importante en nuestra sociedad… La preservación del pasado. ¿Ha visto ya el Jardín de Antigüedades?

—Todavía no —respondí.

—Debería hacerlo. Si esta es su primera visita, le aconsejo que empiece por el Jardín de Antigüedades. Centenares y centenares de plantas extinguidas, incluyendo algunas que no se han visto en decenas de millones de años.

Agia dijo: —Esa planta reptante de color púrpura de la que está tan orgulloso… la encontré en estado silvestre en una ladera del Terreno Comunal de los Remendones.

El conservador sacudió la cabeza tristemente.

—Hemos perdido esporas, me temo. Estamos al tanto,… Un panel del techado se rompió y las esporas volaron. —La expresión de infelicidad se le borró en el rostro arrugado, rápidamente, como ocurre con las preocupaciones de la gente sencilla. Se sonrió.— Es probable que ahora consiga medrar. Los enemigos de esta planta están todos muertos, como las enfermedades que se curaban con las hojas.

Un ruido sordo y continuo me hizo volver la cabeza.

Dos trabajadores entraban con una carretilla por una de las puertas. Pregunté qué hacían.

—Ése es el Jardín de Arena. Lo están rehaciendo. Cactus y yuca… especies de ese tipo. Me temo que ahora no hay mucho que ver allí.

Tomé a Agia de la mano diciendo: —Ven, me gustaría ver el trabajo.

—Agia le sonrió al conservador y se encogió de hombros, pero me siguió con docilidad.

Arena sí que había, pero no jardín. Entramos en un espacio aparentemente ilimitado, lleno de pedruscos. A nuestras espaldas se alzaban unas grandes piedras que ocultaban la pared que acabábamos de atravesar. Justo al lado de la puerta crecía una planta grande, medio arbusto, medio vid, cubierta de puntiagudas espinas; supuse que era el último ejemplar de la antigua flora que aún no había sido eliminado. No había ninguna otra planta, ni signo visible de la repoblación que el conservador había sugerido, salvo las huellas gemelas de la carretilla de los obreros, serpenteando por entre las rocas.

—Esto no es demasiado —dijo Agia—, ¿Por qué no dejas que te lleve al Jardín de las Delicias?

—Si la puerta está abierta detrás de nosotros, ¿por qué tengo la impresión de que no puedo abandonar este lugar?

Me miró de soslayo.

—Todos sienten lo mismo en estos jardines, tarde o temprano, aunque por lo general no tan pronto. Será mejor para ti que salgamos ahora. —Agregó algo que no pude captar. A lo lejos me pareció oír un ruido de olas, que rompían contra las orillas del mundo.

—Espera… —dije. Pero Agia me condujo nuevamente al corredor. Nuestros pies arrastraron arena, como la que un niño podría sostener en la palma de la mano.

—En realidad no tenemos mucho tiempo —dijo Agia—. Deja que te muestre el Jardín de las Delicias; luego recogeremos tu averno y nos marcharemos.

—No puede haber pasado mucho más que media mañana.

—Ha pasado ya el mediodía. Sólo en el Jardín de Arena hemos estado más de una guardia.

—Ahora sé que me mientes.

Por un momento vi un destello de enfado en su rostro. En seguida se desvaneció en un gesto de filosófica ironía, la secreción de un amor propio lastimado. Yo era mucho más fuerte que ella, y aunque pobre, era más rico; ella se dijo (casi podía oír su propia voz susurrándose a sí misma) que aceptando tales insultos, conseguía dominarme.

—Severian, discutiste y discutiste y por fin tuve que sacarte a la rastra. Así es como afectan estos jardines a la gente. Se dice que el Autarca quiere que siempre haya alguien en cada jardín, para acentuar así la realidad de la escena, y de ese modo su propia archimagen. El padre Inire les ha otorgado un conjuro. Pero como te sentiste tan atraído por ése, no creo que los demás te afecten tanto.

—Sentí que pertenecía a ese lugar —dije—. Que debía encontrar a alguien… y que cierta mujer estaba allí, cercana, pero oculta.

Pasábamos junto a otra puerta en la que estaba escrito:


EL JARDÍN DE LAJUNGLA

Al ver que Agia no contestaba mi pregunta, le dije:

—Dices que ¡os otros no me afectarán, entremos en éste, entonces.

—Si perdemos el tiempo de esta forma, nunca llegaremos al Jardín de las Delicias.

—Sólo un momento. —La veía tan decidida a llevarme a ese jardín sin tener en cuenta los demás, que temía lo que pudiera encontrar en él.

La pesada puerta del Jardín de la Jungla se abrió ante nosotros, dejando pasar una ráfaga de aire saturado de vapores. Más allá del umbral, la luz era débil y de un tono verdoso. Las lianas oscurecían la entrada, y un gran árbol, podrido hasta no ser más que un despojo, había caído atravesando el sendero a pocos pasos de distancia. El tronco tenía todavía un pequeño letrero: Caesalpinia sappan.

—La verdadera jungla agoniza en el norte, donde el Sol se enfría —dijo Agia—. Un hombre que conozco dice que viene agonizando de ese modo desde hace ya muchos siglos. Ven. Querías ver este lugar.

Entré. Detrás de nosotros, la puerta se cerró de golpe, y se desvaneció.

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