Una vez que el médico de turno, después de examinarme, hubo comprobado que no tenía necesidad de tratamiento, nos pidió que nos marcháramos del lazareto, donde mi capa y mi espada, según dijo, perturbaban a los pacientes. En el lado opuesto del edificio donde yo había comido con los soldados, encontramos una tienda que abastecía las necesidades de la tropa. Junto con las joyas falsas y los dijes que los soldados solían regalar a sus enamoradas, había algunas ropas de mujer, y aunque mi dinero quedara bastante disminuido después de la cena que jamás disfrutamos en la Taberna de los Amores Perdidos, pude comprar a Dorcas una zamarra.
La entrada de la Sala de Justicia no estaba lejos de esta tienda. Una muchedumbre de unas cien personas se paseaba delante, y como la gente señalaba y se daba codazos cuando advertían el color fulígeno de mi capa, volvimos al patio donde se ensillaban los caballos de guerra. Un alguacil de la Sala de Justicia nos encontró allí: era un hombre imponente, con una frente blanca como el vientre de una jarra.
—Usted tiene que ser el carnificario —dijo—. Se me ha informado que se encuentra lo bastante bien como para ejercer su oficio.
Le dije que, si el amo lo quería así, podía hacer lo que fuera necesario ese mismo día.
—¿Hoy? No, no, eso no es posible. El juicio no habrá acabado hasta esta tarde.
Observé que había venido a asegurarse de que me sentía lo bastante bien como para llevar a cabo la ejecución, tenía sin duda la certeza de que el prisionero sería declarado culpable.
—Oh, de eso no cabe la menor duda. Después de todo, han muerto nueve personas, y el hombre fue detenido en el acto. Como no es nadie importante, no hay posibilidad de perdón o apelación. El tribunal volverá a reunirse a media mañana, pero los servicios de usted no serán requeridos hasta el mediodía.
Dado que no tenía experiencia directa con jueces o cortes (en la Ciudadela, los clientes llegaban enviados desde fuera, y era el maestro Gurloes el que trataba con los oficiales que en ocasiones acudían a consultar acerca de un caso u otro), y como yo además estaba ansioso por cumplir una obligación para la que había sido preparado durante tanto tiempo, sugerí que el chiliarca quizá quisiera considerar la posibilidad de celebrar una ceremonia esa misma noche, a la luz de las antorchas.
—Eso sería imposible. Ha de meditar su decisión. ¿Qué impresión produciría? Ya son muchos los que opinan que los magistrados militares son precipitados, y aun caprichosos en sus veredictos. Y, para ser franco, un juez civil habría esperado con seguridad una semana, beneficiándose de ese modo el caso, pues entonces habría habido tiempo de sobra para que alguien se presentara con nuevas pruebas, lo que por supuesto nadie hará ahora.
—Mañana por la tarde, entonces —dije—. Necesitamos un lugar donde pasar la noche. También he de examinar el cadalso y el tajo y preparar a mi cliente. ¿Necesitaré un pase para verlo?
El alguacil preguntó si no podríamos quedarnos en el lazareto. Al responderle que eso parecía imposible, volvimos allí para que lo discutiera con el médico de turno. Como yo había previsto, se negó a acogernos. A esto siguió una prolongada discusión con un suboficial de la xenagia, quien explicó que era imposible que permaneciéramos en los cuarteles, y que si utilizábamos uno de los cuartos reservados para los rangos más altos, nadie querría ocuparlo en el futuro. Por fin se habilitó para nosotros un pequeño almacén sin ventanas, y nos suministraron dos camas y algunos otros muebles (que yo apenas había visto hasta entonces). Dejé a Dorcas allí y después de comprobar que yo no metería el pie a través de una tabla podrida en el momento crítico, o que no tendría que aserrar la cabeza del cliente mientras la mantenía sobre mis rodillas, y fui a las celdas a hacer la visita que nuestras tradiciones exigen.
Subjetivamente al menos, existe una gran diferencia entre las condiciones de detención a las que uno está acostumbrado y las que no son desconocidas. De haber entrado en una mazmorra de la Ciudadela, habría sentido que estaba entrando en mi propia casa, quizá para morir, pero en casa de cualquier modo. Aún admitiendo que nuestros corredores de metal y las estrechas puertas grises pudieran ser horrorosas para los hombres y mujeres confinados allí, yo mismo no lo habría sentido, y si alguien hubiera sugerido que debía hacerlo, me habría apresurado a señalar todas las comodidades de que disponían: sábanas limpias y mantas amplias, comidas a horas regulares, luz adecuada, intimidad que apenas si era interrumpida, etcétera.
Ahora, al descender una retorcida escalera de piedra hasta un espacio que era la centésima parte del nuestro, mis sentimientos no tenían ninguna relación con lo que yo había experimentado en la Ciudadela. La oscuridad y el hedor me oprimían como un peso. La idea de que yo mismo podría ser retenido allí por accidente (una orden mal comprendida, por ejemplo, o la malicia insospechada de algún alguacil) volvía a mí una y otra vez por más que la desechara.
Oí los sollozos de una mujer, y como el alguacil me había hablado de un hombre, supuse que provenían de una celda que no era la de mi cliente. Ésta, se me había dicho, era la tercera contando desde la derecha. La puerta apenas si era de madera con un simple marco de hierro, pero la cerradura (¡tal es la eficacia militar!) había sido aceitada. Los sollozos casi cesaron cuando se abrió el cerrojo.
Adentro, un hombre desnudo yacía sobre un lecho de paja. Una cadena iba desde el collar de hierro que tenía en el cuello hasta la pared. Una mujer, también desnuda, se inclinaba sobre él; los largos cabellos castaños cubrían las caras de los dos, de modo que parecían unirlos. Ella se volvió para mirarme y vi que era Agia.
Ella exclamó: —¡Agilus! —y el hombre se incorporó. Las caras eran tan parecidas, que Agia parecía sostener un espejo frente a la suya.
—Eras tú —dije—. Pero eso es imposible. —Mientras hablaba, recordé el modo en que Agia se había comportado en el Campo Sanguinario, y la tira negra que había visto en la oreja del hiparca.
—Tú —me dijo Agia—. Porque vives, él tiene que morir.
Sólo pude responder: —¿Es realmente Agilus?
—Claro. —La voz de mi cliente era una octava más baja que la de su gemela, pero menos firme.— ¿Todavía no entiende, no es cierto?
Sólo pude sacudir la cabeza.
—La de la tienda era Agia, disfrazada de septentrión. Entró por la puerta trasera mientras usted y yo hablábamos, y le hice una señal cuando vi que usted no tenía intención de vender la espada.
Agia dijo: —Yo no podía decir nada, habrías notado una voz de mujer, pero la coraza me cubría los pechos y los guanteletes las manos. Andar como un hombre no es tan difícil como los propios hombres creen.
—¿Ha mirado usted alguna vez esa espada? —preguntó Agilus—. El recazo tendría que estar firmado.
—Las manos se alzaron un instante como si la estuviera recibiendo.
Agia agregó con voz débil: —Lo está. Por Jovinian. Lo vi en la taberna.
Había una pequeña ventana en lo alto de la pared detrás de ellos, y de pronto, por ella, como si el sol hubiera asomado sobre el borde de un techo o de una nube, entró un rayo de luz, bañándolos a ambos. Les miré las caras áureas, y les dije: —Tratasteis de matarme. Sólo por mi espada.
Agilus respondió: —Esperaba que la dejara… ¿no lo recuerda? Traté de persuadirlo de que se fuera, que huyera disfrazado. Le habría dado ropas y todo mi dinero.
—Severian ¿no entiendes? Valía diez veces más que nuestra tienda, y la tienda era todo lo que teníamos.
—Ya habéis hecho esto antes. Tenéis que haberlo hecho. Todo era tan fácil. Un asesinato legal, sin un cuerpo flotando en el Gyoll.
—Matarás a Agilus ¿no es así? Por eso estás aquí… pero no sabías que éramos nosotros hasta que abriste la puerta. ¿Qué hemos hecho que no harás tú?
Menos estridente que la de su hermana, la voz de Agilus continuó: —Fue un combate justo. Llevábamos las mismas armas y usted aceptó las condiciones. ¿Me ofrecerá mañana un combate semejante?
—Usted sabía que cuando llegara la noche el calor de mis manos estimularía el averno, y que éste me daría en la cara. Usted llevaba guantes y no tenía más que esperar. En realidad, ni siquiera tenía que hacerlo, ya ha arrojado esas hojas muchas veces antes.
Agilus sonrió.
—Ya veo que, después de todo, el asunto de los guanteletes resultó secundario. — Tendió los brazos.— Yo gané. Pero en realidad ganó usted, por medio de algún arte oculto que ni mi hermana ni yo conocemos. Ya me ha dañado usted tres veces y, de acuerdo con la vieja ley, el hombre tres veces dañado tiene derecho a reclamar un don a su opresor. Concedo que la vieja ley ya no tiene vigencia, pero mi querida hermana me dice que siente usted apego por los tiempos pasados, cuando el gremio de usted era grande y la fortaleza el centro de la Mancomunidad. Reclamo el don. Déjeme en libertad.
Agia se puso de pie sacudiéndose la paja de las rodillas y los muslos redondeados. Como si acabara de darse cuenta de que estaba desnuda, tomó el vestido de brocado verde azulado que yo tan bien recordaba y se cubrió con él.
—¿De qué modo lo he dañado, Agilus? —dije—. Me parece que si alguien ha causado daño, ha sido usted, o al menos trató de hacerlo.
—Primero por engañarse. Llevaba por la ciudad un legado que vale una villa, sin saber lo que tenía. Como propietario era su deber saberlo, y por esta ignorancia corrió el peligro de morir mañana, a menos que me ponga en libertad esta misma noche. Segundo, por rehusarse a escuchar todo ofrecimiento de compra. En nuestra sociedad comercial uno puede elevar el precio de una cosa tanto como quiera, pero rehusarse a venderla a cualquier precio es traición. Agia y yo llevábamos puesta la ostentosa armadura de un bárbaro… usted el corazón. Tercero, por el artificio del que se valió para vencer en el combate. A diferencia de usted, me enfrentaba con poderes que sobrepasaban mi entendimiento. Perdí la cabeza como le sucedería a cualquiera, y aquí estoy. Exijo que me ponga en libertad.
Reí indignado.
—Me pide que haga por usted, a quien desprecio por mil motivos, lo que no hice por Thecla, a la que amaba más que a mi propia vida. No. Soy un tonto, y si no lo era ya antes, con seguridad lo soy ahora, gracias a su querida hermana. Pero no tanto como para hacer lo que me pide.
Agia dejó caer su vestido y se arrojó sobre mí con tanta violencia, que por un instante pensé que me estaba atacando. En cambio me cubrió la boca de besos, y tomándome las manos, puso una sobre sus pechos y la otra sobre su cadera de terciopelo.
—¡Severian, te amo! Te deseé mientras estuvimos juntos, y traté de abandonarme veinte veces entre tus brazos. ¿No recuerdas cuando quería llevarte al Jardín de las Delicias? Habría significado el éxtasis para los dos, pero no quisiste ir. Por una vez sé honesto. —(Hablaba como si la honestidad fuera algo anormal, como la manía.)— ¿No me amas? Tómame ahora… aquí. Agilus se dará vuelta, te lo prometo. —Había deslizado los dedos entre mi faja y mi vientre, y no me di cuenta de que había abierto con la otra mano el bolsillo del cinturón hasta que no hube oído un crujir de papeles.
Le golpeé la muñeca, tal vez con excesiva violencia y ella se arrojó sobre mí tratando de alcanzarme los ojos con las uñas, como hacía Thecla a veces cuando ya no podía soportar la idea de la prisión y el dolor. La aparté de un empujón, y esta vez no fue a dar sobre una silla, sino contra la pared. La cabeza de Agia golpeó la piedra, y aunque la cabellera tuvo que haber amortiguado el impacto, resonó como el martillazo de un albañil. Se le doblaron las rodillas y el cuerpo le resbaló hasta que quedó sentada sobre la paja. Nunca me hubiera imaginado que Agia fuera capaz de llorar.
Agilus preguntó: —¿Qué le hizo ella? —y en su voz no parecía haber más que curiosidad.
—Usted tiene que haberla visto. Trató de meter la mano en mi bolsillo. —Saqué las monedas que había en él: dos oricretas de latón y siete de cobre.— O quizá quería robarme la carta que tengo para el árcente de Thrax. Le hablé de ella una vez, pero no la llevo aquí.
—Quería las monedas, estoy seguro. A mí me dieron de comer, pero tiene sin duda mucha hambre.
Levanté a Agia y la eché encima del vestido desgarrado; luego abrí la puerta y la llevé fuera. Estaba todavía mareada, pero cuando le di una oricreta, la arrojó al suelo y escupió.
Cuando volví a la celda, Agilus estaba sentado con las piernas cruzadas, y la espalda apoyada contra la pared.
—No me pregunte por Agia —dijo—. Todo lo que sospecha es verdad… ¿no le basta con eso? Yo habré muerto mañana y ella se casará con un viejo que se babea por ella o con algún otro. Preferiría que ya lo hubiese hecho. Él no le habría impedido que me viera, a mí, su hermano. Ahora yo habré partido, y ella no tendrá que preocuparse ni siquiera por eso.
—Sí —dije—, usted morirá mañana. Sobre eso he venido a hablarle. ¿Le preocupa cómo lucirá en el cadalso?
Se miró fijamente las manos, finas y más bien blandas, iluminadas por el delgado rayo de sol que unos momentos antes le había aureolado la cabeza.
—Sí —dijo—. Puede que ella venga. Espero que no lo haga, pero sí, me preocupa.
Le dije entonces (como se me había enseñado) que por la mañana comiera poco, para no indisponerse cuando llegara el momento, y le advertí que orinara, ya que la vejiga se le distendería con el golpe. Lo instruí en la falsa rutina que enseñamos a todos los que van a morir, de modo que piensen que el momento aún no ha llegado, cuando en realidad ya ha quedado atrás; la falsa rutina que les permite morir con algo menos de miedo. No sé si me creyó, aunque espero que así haya sido; si existe una mentira que jamás se justifica a los ojos del Pancreador, es ésta.
Cuando lo dejé, la oricreta había desaparecido. Agia —sin duda con el borde de la oricreta— había trazado allí un dibujo, sobre el polvo que cubría el empedrado. Podría haber sido la cara amenazadora de jupari, o quizás un mapa, y alrededor había unos signos que yo desconocía. Lo borré con el pie.